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Nota bibliográfica:

El silencio, el
ruido, la memoria,
Caracas, Alfadil
ediciones, Acta
científica de
Venezuela, Academia
Nacional de la
Historia, 1991, 139
pp. (Este libro fue
galardonado con el
premio nacional de
ensayo “Mariano
Picón Salas” en el
año de 1992.

Rafael Fauquié

EL SILENCIO,
EL RUIDO, LA
MEMORIA
2

A mi madre: mujer siempre apoyo.

A Irma: mujer siempre compañera.


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"En ninguna parte sino


dentro de nosotros mismos
está la eternidad, el
pasado y el porvenir".
Novalis

"La palabra es un recurso


contra el ruido y el
silencio insensatos de la
naturaleza y la
historia". Octavio Paz:
Corriente alterna
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Indice

A manera de prefacio

Introducción
Un rostro, una lectura

Parte I
El secreto de la tierra, el silencio de la tierra
El secreto de la tierra, el silencio de la tierra

Parte II
El mundo colonial: equilibrios y máscaras
Mundo colonial: equilibrios y máscaras

Parte III
Tiempo republicano, formas republicanas
Tiempo republicano, formas republicanas

Parte IV
Mene: Stercus demonis
Mene: stercus demonis

Parte V
Bolívar y la mujer de Lot

Parte VI
La memoria entre el ruido y el silencio
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A MANERA DE PREFACIO ...

En el año de 1948, Enrique Bernardo Núñez, uno de


nuestros escritores más dolorosamente evocadores de una
tradición que desaparecía, escribe en un periódico de
Caracas un artículo que me atrajo siempre por su poesía, por
su nostalgia, honda y triste. Dice así: "Gentes de todos los
países se apoderan de Caracas (...) Mañana, tal vez, algún
escritor se cuente entre sus descendientes. La brisa
esparcerá en torno suyo el secreto de las cosas, de las
generaciones desaparecidas. Y movido por la ternura del
cielo, por el amor a la ciudad que ha visto desde niño,
acaso escriba un bello libro". Entre esos nuevos emigrantes,
en sus directos descendientes, distinguió Enrique Bernardo
Núñez a los futuros cronistas del país, a los venezolanos de
mañana nostálgicos de un ayer. Cada generación establece, a
su manera, una especial relación con su lugar y su tiempo.
El interés hacia el pasado es, frecuentemente, el resultado
de una decisión. Cada quien escoge su propia relación con la
tradición: hay voluntades más o menos indiferentes,
actitudes más o menos acuciosas. Curiosidad o desinterés no
son sino opciones. Yo escogí la curiosidad. Me gusta
escuchar la locuacidad del tiempo. Opongo esa locuacidad al
olvido y al silencio. Sin memoria no hay arraigo, sin
arraigo no hay pertenencia. La voluntad de arraigar es una
opción, tan personal, tan consciente, como cualquier otra.

Este prefacio tiene que ver con mi libro, claro, pero


también con mi propia realidad personal; con mi historia.
Soy, al igual que el "descendiente" del que habla Enrique
Bernardo Núñez, hijo de extranjeros. Mis padres, españoles,
llegaron a Venezuela en aquellos febriles años de comienzos
de los cincuenta: el mayor momento migratorio que el país
haya conocido. El espacio de una nueva nación que se forjaba
a la sombra de un hiperdinamismo petrolero los acogió.
Echaron raíces definitivas en una realidad y una geografía
que les eran nuevas. Yo nací en la Caracas de finales del
año 1954. En ella viví hasta mis seis años. Por razones
diversas, toda la familia -escasamente tres personas: los
tres que fuimos siempre- regresamos a España en 1960. Allí
vivimos un corto tiempo. Curiosamente, mi padre no logró
readaptarse a su país y un día decidió el regreso a
Venezuela. Ya para entonces Venezuela y Caracas eran un muy
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lejano recuerdo: apenas vaga mención casi irreal. A mi


regreso a la ciudad en que había nacido, me descubrí como
extranjero en mi patria. Había perdido contacto con mi país.
Durante varios años ese contacto fue forjándose de nuevo:
lenta y trabajosamente.

Desde el colegio, durante años y más años de clases de


historia patria y de Moral y Cívica, distintos profesores
me enseñaron a tomar conciencia de la realidad nacional.
Esos profesores nos mostraban a mí y a mis compañeros una
historia hecha ejemplo pedagógico. Se enseñaba historia para
educarnos políticamente. El pasado era ante todo una excusa
para formar buenos y democráticos venezolanos. Libros y
clases de historia enseñaban un país que no era país: era
ejemplo de comportamiento cívico. No se me enseñó a
comprender a mi patria: se me enseñó a venerar un decorado
parcial en donde pequeños retazos del pasado eran dibujados
con colores siempre moralizantes, con signos sólo
ejemplares.

Y sin embargo aquello que jamás alcanzó a mostrarme


ningún libro de Historia Patria durante todos aquellos años
del colegio, sí existía. Estaba presente en distintos libros
y artículos de Briceño Iragorry, de Picón Salas, de Arturo
Uslar Pietri. La lucidez de estos autores contradecía los
tediosos lugares comunes de los textos escolares, su estéril
repetición de clichés, su machacona reiteración de parcelas
de memoria. Era como si infranqueables abismos se hubiesen
abierto entre nuestros intelectuales y nuestra burocracia
educativa. No parecía haber diálogo alguno entre aquéllos y
ésta. Curiosísima paradoja: se escuchaba respetuosamente a
los pensadores -se los consagraba, incluso- pero sus ideas
y puntos de vista no parecían llegar a ningún lado ni a
nadie: chocaban con una inercia burocrática que,
permanentemente, se encargaba de declarar la inviabilidad de
todo, de sopesar, melindrosa, el significado político o la
"utilidad ciudadana" de casi cualquier cosa.

La universidad -desde la carrera de Letras que escogí-


me mostró otro particular aspecto del fenómeno: lo
venezolano era un poco el pariente pobre de las distintas
materias de los programas de estudio. La literatura
venezolana, por ejemplo, se enseñaba poco y se enseñaba mal.
Tampoco había en ese entonces ningún tipo de referencias
sistemáticas al pasado, a la historia venezolana.

Terminados mis estudios universitarios obtuve una beca


Gran Mariscal de Ayacucho y fui a estudiar durante dos años
a París: Sociología de la literatura. Mi estadía en Francia
fue un descubrimiento: allí viví, sentí de cerca, la
realidad del auténtico extranjero. En Francia era -a pesar
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de mi apellido de lejanas evocaciones francesas- un


extranjero; esto es: alguien diferente que tiene otra
cultura, que habla otro idioma. Las lenguas son siempre
herederas de las diferencias entre los pueblos. Ramos Sucre
dijo una vez que un idioma era infinitamente más que solo
una suma de convenciones arbitrarias, que él era el universo
todo a él traducido. Jorge Luis Borges, por su parte,
expresó algo similar: "Un idioma es una tradición, un modo
de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de
símbolos". Físicamente las palabras se revisten de formas
sonoras que identifican a las lenguas. Mayor o menor
guturalidad, abundancia o escasez de vocales o consonantes:
esa sonoridad, esa forma, expresa una cultura, descubre una
geografía y una historia. En lengua esquimal hay trece
términos para decir nieve. Los polinesios usan otros tantos
para hablar del mar. Más cerca de nosotros, los castellanos
fueron haciendo un idioma barroco, con gusto por el
retruécano, acostumbrado a grandes maneras y abundantes
fórmulas -fórmulas que hablaban de vasallaje ante un rey o
de oraciones ante Dios. La libertad del idioma español, su
barroquismo natural, hubo de enfrentarse luego -quizá de
acuerdo a su lógica tendencia al respeto por las formas- a
numerosas normativas de gramáticos y academias. Los
franceses hablan el idioma de la lógica y la concisión. Dice
un ilustrador adagio que "aquello que no es claro no es
francés". En la lengua de Cartesius cada oración contiene
una idea; poco gusto por las oraciones subordinadas: la
mayor cantidad de sentido en la menor cantidad de espacio.
Los ingleses, quizá el pueblo más pragmático de todos los
que el mundo haya conocido, construyeron la lengua de los
negocios: sin complicaciones innecesarias. El inglés es el
idioma de lo utilitario; su funcionalidad es la eficacia.
Era necesario convencer rápido y sin error al proveedor de
materias primas baratas para las industrias del imperio.

Hablar otra lengua es saberse y sentirse diferente. Ser


diferente, conduce a la necesidad de arraigar en aquello que
es nuestro, definirnos en lo que nos identifica. En mi caso,
descubrí casi dolorosamente que me era difícil alcanzar esa
identificación: prácticamente no conocía a mi país.
Venezuela empezó entonces a convertirse en una obsesión para
mí. En mi contacto con estudiantes latinoamericanos,
descubrí que frente a otros países del Continente, los
venezolanos parecíamos tener rasgos menos precisos. También
descubrí que la percepción que se tenía sobre nosotros era
parcialmente homogénea: éramos frecuentemente los "hermanos
latinoamericanos nuevos ricos": algo ostentosos en nuestra
bulliciosa abundancia petrolera.

Terminados mis estudios, de regreso ya en Venezuela, la


obsesión definitivamente me acompañaba. Entré como profesor
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en la Universidad Simón Bolívar de Caracas. Allí, en mis


distintos cursos, a lo largo de mis proyectos de
investigación, Venezuela se repetía siempre como tema.
Redescubrí que lo venezolano era, paradójicamente, una
escasa opción para profesores y estudiantes. Nunca he
pensado que haya que magnificar lo autóctono sólo por serlo.
Pasar de la indiferencia al patrioterismo es tan estúpido
como permanecer en la indiferencia sola. Tampoco confundo ni
he confundido nunca patriotismo con nacionalismo irracional
o provincianismo a ultranza. Simplemente me incomodaba el
desconocimiento del venezolano promedio sobre su país
-desconocimiento que, por mucho tiempo, había sido también
mío-; ignorancia, la más de las veces, descomunal,
abrumadora, total; y, lo que es peor: desenfadada, casi
orgullosa.

El propósito de ayudar a disminuir un poco -así fuese


en una mínima porción- esa desmemoria condujo también mis
personales interpretaciones y desmitificaciones. Para
explicar y definir ante mis estudiantes lo que Venezuela
era, tenía que comenzar antes por explicármela a mí mismo.
¿Qué éramos los venezolanos?. Definitivamente no éramos una
nación poblada sólo por directos descendientes de los
"heroicos" indios que enfrentaron a los "desalmados"
conquistadores -según promocionaban curiosísimos y
delirantes distorsiones de muchos libros de Historia Patria.
Tampoco encontraba lógico que nuestro pasado de cinco siglos
se redujese a dos o tres frases del Libertador mal
aprendidas y peor recitadas por la mayoría de los
estudiantes. Es curioso: nuestra escuela pretende conculcar
la sacralización de Bolívar y de otras escasas figuras
patrias y, sin embargo, tampoco esas deidades son conocidas;
todo lo contrario: ninguna de ellas -y Bolívar no más que
cualquier otra- pasa de ser una referencia abrumadora e
inexpresiva: irreal y pétrea.

Concluí que ruidos y silencios habían sido los


causantes de mi desconcierto y del generalizado desconcierto
venezolano: colectivo y permanente. Ruidos y silencios
parecían cubrir todo el tiempo venezolano: su pasado y su
presente, su vieja pobreza agraria y su nueva riqueza
petrolera, sus memorias sacralizadas o sus recuerdos
satanizados. Ruidos y silencios compendiaban, en fin, el
paso de Venezuela por el tiempo, su itinerario de nación.

Fue ruidoso el presente venezolano. Hasta el Viernes


Negro de febrero de 1983, el festín petrolero financió
grandes proyectos estatales, acompañó formas de vida
atosigantes e, incluso, absurdas. Hoy el bullicio parece
haber amainado; un tanto al menos. Sin embargo, el ruido no
se ha disipado aún: perdura en formas que se consolidaron
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durante cincuenta años. Son ruidosas, también, nuestras


formas de venerar breves recuerdos, esas tan escasas
pasiones nuestras (actitud ante la que siempre me resultó
difícil no ser crítico). Bolívar era un gran personajes
histórico, de acuerdo; la gesta de independencia había sido
un gran momento del pasado, de acuerdo; pero había otros
espacios; no eran ésos los únicos dignos de memoria. Y sobre
todo: ellos no eran los únicos espacios transitados.

Después de esos ruidos, aparte de esas escasas


convulsiones y estruendos, en Venezuela había silencio:
exasperante y agobiador. Hay formas del pasado que se
repiten siempre en el presente: eso no se percibe en
Venezuela. Aquí ruidos y silencios terminaron por truncar el
diálogo natural de los tiempos. A menudo he sentido que sólo
en la literatura se ha logrado establecer eficazmente ese
diálogo. Sólo en ella he distinguido esa voz. En novelas, en
ensayos, en biografías, pude descifrar cierta coherencia en
el itinerario de mi país. La historia ficcionada, los
ensayos de interpretación crítica, las biografías
originales, fueron instrumentos que lograron transmitirme,
coherentemente, la evocación del pasado, el dibujo de un
tiempo donde personajes y hechos se hacían inteligibles.
Ojalá más literatos -imagineros, fantaseadores de vocación-
se hubiesen encargado de edificar la memoria del país. Mil
veces preferible hubiese sido eso a dejar semejante
responsabilidad en manos de burócratas de la memoria
histórica, en "funcionarios del recuerdo".

Poco a poco nació en mí el propósito de escribir un


libro como éste: no muy académico, tampoco demasiado sujeto
a normas de investigación científica: libro sobre el que
volcar mis percepciones. Una de las opciones de la
literatura es la de ser compañera de nuestros
descubrimientos; acompañante de nuestro paso por la vida, de
nuestros asombros y nuestras curiosidades. La literatura es,
al igual que todo, opción. Se convierte en aquello en que la
convertimos. Puede ser clandestinidad: ejercicio más o menos
marginal, más o menos subrepticio sobre el que exorcisar
arraigados fantasmas personales. Puede ser conflicto:
paralelo hermano de otros conflictos. Pero puede también ser
afirmación y apoyo: la escritura como signo con el que
trazar nuestros desciframientos, nuestra lucidez. Esa es y
ha sido siempre mi opción frente a ella. Usé el ensayo como
la forma de un diálogo que establecí conmigo mismo. La
palabra se hizo identificación de dudas y de certidumbres.
Quise escribir un libro que me clarificase interrogantes:
itinerario intelectual que recorriese viejos desconciertos.

Caracas, septiembre de 1988


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I N T R O D U C C I O N

UN ROSTRO, UNA LECTURA

"Uno quiere ver la historia y


termina siempre por oirla." José
Ignacio Cabrujas: El día que me
quieras
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Las naciones son lo que son sus hechos, dice Hegel en


su Introducción al estudio de la historia. En el pasado está
escrita la vida de toda nación. La historia es su rostro.
Ese rostro puede presentar imperfecciones, mostrar
asimetrías, pero, en todo caso, y para bien o para mal, él
es como es. No podría ser cambiado. En nuestra nación
pareciera existir una tendencia oficialista encargada de
alterar esa faz tallada por la tradición. Nuestra historia
oficial pareciera convertirse en espejo didáctico que sólo
reflejase las referencias impecables. Los venezolanos
aprendemos desde la escuela que la historia nacional válida
está compuesta por sumas de escuetas porciones de tiempo. En
esos fragmentos se nos enseña a autorepresentarnos, a
proyectarnos, a recrearnos. Como especie de paradigma
supremo, de instante cenital, el momento de la Emancipación
ha cumplido siempre la difícil función de absorber las
frustraciones del presente. El juego especular es sencillo:
se hace lucir al presente como reflejo desvirtuado
-contrario incluso- de un pasado extraordinario que nos
situaba a la cabeza del continente latinoamericano. Si bien
como mecanismo dignificador, el artificio puede cumplir su
cometido, como iluminación de nuestro ayer, él posee un
grave inconveniente: nos desvirtúa. Deformando y
esquematizando nuestro recuerdo, los venezolanos hemos
terminado por limitar nuestra historia. Conscientemente
hemos olvidado. Voluntariamente parecimos proponernos borrar
de nuestro rostro histórico rasgos que eran nuestros, que
nos pertenecían y que -por eso mismo- nos definían.

Por diversas razones, las referencias a nuestro pasado


suelen ser mediatizadas por curiosos enmascaramientos y
deformaciones. Como si nuestra historia nos sugiriese
expiaciones ante culpas que, algo surrealistamente, nos
hemos empeñado en asumir. Algunos historiadores insisten,
casi con morboso afán, en convertir el recuerdo de todos los
episodios no consagrados por nuestra memoria oficialista, en
autoflagelación. Pertenecer a una cultura, es frecuentemente
el resultado de una decisión, de una elección. Oficialmente
nuestra memoria republicana determinó "maldecir" nuestra
tradición de tres siglos coloniales. Cuanto menos se hablase
de ellos y cuanto más profundamente los olvidásemos, mejor.
Representaciones plásticas de fundaciones de ciudades, por
ejemplo, son prácticamente inexistentes en nuestra pintura
nacional. Baste recordar que cuando hace algunos años el
Banco Central decidió ilustrar un billete de cinco bolívares
con la representación de la fundación de Caracas, voces
"nacionalistas" se alzaron indignadas a todo lo largo y
ancho del país en contra de tamaña afrenta hacia "nuestra
identidad nacional vulnerada". Mencionaré otra anécdota: una
vez en un programa televisivo de opinión, escuché a cierto
indignado individuo quejarse del nombre con que había sido
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bautizada Ciudad Losada -una pequeña población satélite de


nuestra capital. Decía el entrevistado, cuyo nacionalismo
era sólo opacado por su cerrilidad histórica, que todo en
Ciudad Losada, comenzando por el nombre, era consecuencia
del equívoco y la improvisación, porque ya la sola mención a
Diego de Losada era muestra de nuestra peculiar y muy
venezolana manía de copiar servilmente "todo lo extranjero".
Es decir que bajo la perspectiva de ese individuo, el
fundador de la capital del país era un personaje "extraño a
nuestra cultura". Otra patética expresión más de lo audaz
que puede llegar a ser la ignorancia.

La condenación y el olvido abarcan no sólo el tiempo


colonial: algo muy parecido toca a la historia republicana
postindependentista. No hay alusión a ninguno de nuestros
caudillos republicanos que no esté tamizada de reproches y
vergüenzas: de Páez sólo se recuerda su "patada histórica" a
Bolívar; los Monagas son unos bandidos ambiciosos que
asolaron a Venezuela; Guzmán Blanco, un ladrón con apetitos
faraónicos y gustos afrancesados; Castro, un sátiro; Gómez,
un cruel y solapado asesino; la Guerra Federal, "una estafa
histórica"; Zamora, un loco delirante al que movían oscuros
motivos. Ningún hombre, ningún episodio ubicado lejos de la
santificadora sombra de la independencia, conmueve al
impasible rostro de nuestra historia oficial. Las
consecuencias son diversas y graves. "Patrióticamente" hemos
decidido olvidar que Venezuela es Venezuela a partir del
siglo XVI. Nos hemos negado a aceptar que a nuestra realidad
cultural pertenecen tanto Garci González de Silva como Simón
Bolívar, Francisco Fajardo como Guzmán Blanco, Tamanaco como
Sucre o Gómez. Negarlo o agrupar a todas estas figuras en
opuestas filas; una laudatoria, heroico panteón de
semideidades; otra "maldita", degredo de "villanos"; es la
absurda consecuencia de una actitud que roza lo caricatural.

En nuestro afán por moralizar a partir de la historia,


llegamos, incluso, a hacerla mentir en función a utilitarios
intereses del presente. Y aquí otro ejemplo: en el museo
Nueva Cádiz de la ciudad de La Asunción, hay una estatua en
bronce del tirano Lope de Aguirre. Una nota, colocada en
uno de sus brazos, cuenta la historia de la estatua.
Aparentemente su construcción fue ordenada durante los años
de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y su destino era ser
colocada en la plaza del pueblo que lleva por nombre El
Tirano, en Paraguachí; donde, según cuenta la historia,
desembarcaron Lope de Aguirre y sus marañones al llegar a
tierras venezolanas. Hasta allí todo iba bien. El problema
se presentaba en el desenlace "ejemplarizador" de la nota:
supuestamente, la voluntad democrática de los margariteños
había rechazado violentamente el que se colocase la estatua
en la plaza de Paraguachí, por ser éste un acto
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"clarísimamente enaltecedor de la dictadura". La nota


concluía cómo ese rechazo expresaba la voluntad
antidictatorial de todos los venezolanos. Esto es: se
identificaban simbólicamente a un desquiciado conquistador y
a un moderno dictador. Se utilizaba a uno para atacar al
otro. Desde luego, deben existir argumentos mucho más
sólidos para execrar de la dictadura perezjimenista que la
tergiversación de la historia.

"Usar" a la historia se emparenta con algo que en


nuestro país es comprobable a cada paso: los venezolanos
carecemos de tradiciones que el tiempo haya perpetuado.
Entre nosotros nada perdura: el paso de los años consolida
muy pocas cosas. Monumentos, ornamentos, costumbres: todo
pareciera recubrirse con el signo de lo efímero, de lo
provisional, de lo no definitivo. Mario Briceño Iragorry
dijo alguna vez que en Venezuela ni siquiera los cementerios
perduraban. Tampoco ellos alcanzaban a envejecer:
rápidamente desaparecían de nuestra vista, convertidos en
nuevas urbanizaciones, en centros comerciales, dejando paso
a alguna nueva carretera...

La falta de interés por el pasado genera consecuencias


curiosas. Es muy frecuente en Venezuela el fenómeno de la
constante rebautización de las cosas, un afán por cambiar
-siempre según inmediatos intereses; frecuentemente
políticos- los nombres de las cosas, de los pueblos, de los
lugares. Algo tan definitivo y representativo como pueda ser
un nombre, corre en nuestro país el permanente riesgo de
transformarse bruscamente en beneficio de algún ocasional
homenaje hacia algo o hacia alguien. Un espacio se
identifica con aquel término que alguna vez comenzó a
definirlo y que después se integró a él para siempre. En los
nombres permanece siempre algo de lo nombrado. El nombre de
la cosa es la cosa; o, como dijo Demócrito: "la palabra es
la sombra de la cosa". En su libro Una ojeada al mapa de
Venezuela, Enrique Bernardo Núñez definió a nuestro mapa
nacional de "directorio político" en el que los nombres se
sobreponían unos sobre otros siempre en función de
aleatorios homenajes. Alguna vez se ha escuchado entre
nosotros la delirante proposición de cambiar, inclusive, el
nombre del país. Quien sugería semejante absurdo
argumentaba que siendo profundamente despectivo en nuestra
lengua el sufijo "zuela" resultaba muy poco digno el nombre
de Venezuela. Por ello el proponente terminaba su increíble
alegato sugiriendo un nombre sucesor que debía relacionarse
con Simón Bolívar; creo que era algo así como
Repúblicadelibertador.

Aberraciones como ésta han sido la causa de una


proposición de ley tan increíble como necesaria: una Ley de
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Toponimios que en el futuro reglamente la denominación de


las jurisdicciones y de los conglomerados humanos. Hasta ese
nivel de absurda irracionalidad hemos llegado.

El rostro histórico de las naciones señala lo que


fuimos y somos. Raymond Aron decía que la historia era la
realidad del hombre. "El hombre difiere de los animales en
que no olvida su pasado, porque cada generación no vuelve a
comenzar desde cero. El tesoro del hombre es su pasado". En
la historia no están todas las respuestas, claro, pero en
ella siempre hay respuestas; no definitivas, pero sí
suficientes. En un país de corta memoria como el nuestro,
volver los ojos al pasado es lo mismo que dialogar con el
silencio. Interrogar la historia es desentrañarla,
arrancarla de una gruesa amalgama de mitos y de odios, de
panteones y de cementerios.

Leer es escoger. Seleccionar. Leer en la historia es


extraer de ella los rasgos que, fragmentariamente, revelen
con especial intensidad el todo. Importantísima
significación del fragmento: revelación del todo: vislumbrar
la totalidad a partir de algunos de sus signos. Esa
iluminación no excluye, claro, la subjetividad. La lectura
que es mi libro establece sus propios privilegios, sus
énfasis. Ordena. Selecciona. Toda memoria supone un orden.
El recuerdo es siempre selectivo. El mío lo fue. Otra
lectura habría arrojado otros énfasis: distintos, igualmente
válidos. Lo importante no es, a fin de cuentas el énfasis
sino que proliferen las lecturas. Sólo en ellas, con su
multiplicación, podrá poblarse -llenándose de voces- el
siempre inexpresivo silencio; sólo así se conjurará el
olvido.
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PARTE I

EL SECRETO DE LA TIERRA, EL
SILENCIO DE LA TIERRA

"Hay el silencio y la soledad.


Existen las serranías
sobrepasándose siempre , y los
horizontes. En todo eso hay
imágenes. Se cree percibir cosas
que existen o han existido. Algo
que escapa a nuestros sentidos.
En fin, eso que los
conquistadores, cuando sentían
turbada su alma en medio de las
soledades, llamaban el secreto
de la tierra". Enrique Bernardo
Núñez: Una ojeada al mapa de
Venezuela
17

Cuando Colón, en su tercer viaje, llega a lo que hoy es


Venezuela, lo primero que lo admira es la belleza
extraordinaria de la tierra. La llamará "Tierra de Gracia"
porque en esos parajes reconoce algunos de los signos con
que la Biblia describe al Edén: un "árbol de la vida y
cuatro ríos que se unen en una sola y gigantesca fuente".
Nuestro país penetraba a la cultura occidental revestido con
el ropaje de lo mítico: era el Paraíso Perdido al fin
reencontrado.

Un año después de ese tercer viaje de Colón, en 1499,


llega a nuestras costas otra expedición. La financia Américo
Vespuccio y la dirige el capitán Alonso de Ojeda. Los nuevos
expedicionarios se admiran de las bellísimas perlas que
adornan los cuellos de los aborígenes. De esas perlas nació
el segundo de los mitos asociados a la región: el de la
riqueza. La versión se propaga rápidamente. Poco después, en
el mismo año de 1499, llega a las isla de Cubagua un navío
enviado por una compañía comercial, la Sociedad Niño y
Guerra. El barco se detuvo un corto tiempo en Cubagua; el
suficiente, sin embargo, para llenar con perlas varios
barriles. Cuando la expedición regresó a España fue grande
la sorpresa de todos ante esas rebosantes barricas. En ese
momento los Reyes Católicos conocieron de cerca las
maravillas de aquella anunciada "Tierra de Gracia". En la
corte de Madrid se dijo que este nuevo viaje había sido el
"más rico que hasta entonces se hubiese hecho a las Indias".
Lo legendario cobraba visos de realidad: en remotos lugares
de clima maravilloso y amables aborígenes, cerca de la
desembocadura de un inmenso río (el Orinoco, que hizo
suponer por vez primera a Colón que había alcanzado un nuevo
continente), se escondían infinitas fortunas que sólo
esperaban por la llegada de aventureros lo suficientemente
arrojados como para cruzar el océano en su búsqueda.

En poco tiempo la región dejó de ser la Tierra de


Gracia para revestirse con un nuevo nombre: Venezuela. Así
la llamaron Ojeda y Vespuccio cuando a orillas de una
inmensa laguna que los aborígenes llamaban Coquivacoa,
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contemplaron poblaciones levantadas sobre el agua:


construcciones lacustres unidas a través de puentes.
Vagamente la imagen les había recordado a Venecia, la
serenísima reina del Adriático. Venecia: Venezuela. El
término es un diminutivo algo despectivo; cierta irrisión se
cuela por entre la comparación. Pequeña y pobre Venecia;
Venezuela es a Venecia lo que mujerzuela a mujer: el término
burlesco reseña lo poco digno de la evocación por sobre lo
evocado. Pero, con todo, era un nombre. El nombre que para
siempre acompañaría las peripecias de aquella región, los
caminos de su itinerario en el tiempo de la historia.

Un bautizo es un comienzo, un nacer a la referencia y a


la memoria futura. Hacia esa nuevo destino que era Venezuela
se dirigen los primeros expedicionarios que llegan. En el
año de 1500 un grupo de viajeros, provenientes de la isla La
Española, se establecen en la pequeña y desértica Cubagua.
Cubagua es el primer asentamiento, apenas unas sesenta
casas. En la isla no hay árboles, tampoco agua dulce. La
madera que usan los vecinos para construir sus casas debe
transportarse desde la isla de la Margarita. El agua tiene
que ser llevada, en barricas, desde tierra firma. Sin
embargo una comunidad, una sociedad nueva nacía en Cubagua.
Quince años más tarde las primeras chozas se han convertido
ya en pequeño villorrio. Veinte años más tarde, y por orden
real, ese villorrio tiene nombre: Nueva Cádiz. El nombre de
la primera ciudad venezolana.

Pocos años duraría la vida de Nueva Cádiz: la agotaron


los huracanes, los corsarios, la falta de agua, la
inclemencia de su infinita sequedad, la desaparición
progresiva de las perlas. A mediados del siglo XVI, Nueva
Cádiz es abandonada para siempre. Efímera fue su vida. Por
mucho tiempo sólo algún muro, vestigios de inciertos escudos
tallados en piedra recordaron -y aún hoy lo recuerdan: en
su inamovible quietud, el silencio de la tierra habla
expresivo- lo frágil y provisional que fue ese primer
instante de la historia de Venezuela.

Al partir de Nueva Cádiz, dos españoles que habitaron


en ella, Jorge Herrera y Juan de Castellanos, escribieron en
versos el epitafio de aquel lugar que moría poco después de
haber nacido. Esos versos hablan de fugacidad, de sueños que
contradicen las circunstancias adversas: "Aquí fue pueblo
plantado,/ Cuyo próspero partido/ voló por lo más subido;/
Mas apenas levantado/ Cuando del todo caído..." Eso escribió
Jorge Herrera.

La corta vida de Nueva Cádiz coincidió con la vida de


otro sueño, tal vez el más tenaz de todas las promesas
americanas: el del Dorado. La aventura del Dorado está
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emparentada con la llegada de los banqueros Welsers a la


región de Venezuela. En busca de ese sueño recorrieron los
alemanes todos los rincones de la provincia. Esta les
perteneció por más de veinte años. Les fue arrendada por
Juana la Loca, en pago por préstamos a la corona y en nombre
del futuro emperador Carlos V. Un acuerdo suscrito en 1528
entre la corona española y los banqueros Enrique Ehinger y
Gerónimo Sayler pautaba que "... junto a la dicha tierra de
Santa Marta y en la misma costa está otra tierra que es el
Cabo de la Vela y golfo de Venezuela, hasta el cabo de
Maracapana... la cual tierra vosotros os ofrecéis a
pacificar y poblar..." Por ese acuerdo, los alemanes se
comprometían a fundar dos ciudades y a construir tres
fortalezas. Debían, además, traer no menos de cincuenta
mineros expertos en la extracción de oro y plata. A cambio,
la corona les cedía el cuatro por ciento del producto de
todas las riquezas que lograsen hallar, así como la facultad
de nombrar los gobernadores de la región. Los vecinos
españoles miraron con recelo la llegada de los alemanes.
Juan de Castellanos escribió: "es bajeza, poquedad y mengua/
mandarnos gentes de contraria lengua". Durante más de veinte
años, los Welsers persiguieron la quimera doradista. Tras
ella partieron las distintas expediciones que recorrieron
los extremos de una geografía desconocida.

El Dorado fue producto a la vez de un espejismo y de


una manipulación. La aventura americana se había iniciado
sobre un error: los españoles creyeron haber llegado al
Asia, a los riquísimos territorios del Gran Can, descritos
por Marco Polo. Desvanecida la ilusión, la corona española
se vio forzada a mantener vivo el entusiasmo por la aventura
exploratoria. Había que sustituir una ilusión por otra, era
necesario que una fantasía sucediese a otra fantasía. El
Dorado fue la imaginería que proclamaba la validez del
esfuerzo. En América estaba la riqueza; en América estaban,
también, el Paraíso Terrenal y la fuente de la eterna
juventud. América era la utopía. Utopía: no hay tal lugar,
traduce Quevedo. Sin embargo ahora, en ese confuso Nuevo
Mundo, ese "no lugar" existía, era real. Lo atestiguaban
quienes habían recorrido las nuevas tierras.

El descubrimiento de un Nuevo Mundo parecía algo


necesario en una Europa donde se cerraba una época terrible:
agonía de la larguísima Edad Media. Era una posibilidad de
orden y de paz que cerraría definitivamente un tiempo de
caos en la historia occidental. Juan Luis Vives habla de la
restauración que necesita Europa para salvarse del
agotamiento al que la ha llevado su autodestrucción absurda.
"A causa de las continuas guerras, que con increíble
fecundidad, han ido naciendo unas de otras -dice- ha
sufrido Europa tantas catástrofes que casi en todos los
20

aspectos necesita una grande y casi total restauración". En


los comienzos de la conquista de México, Vasco de Quiroga
escribe a Carlos V una carta en la que pide al emperador que
se ensaye en el Nuevo Mundo la creación de una sociedad
diferente, inspirada en la utopía que había descrito Tomás
Moro, sin los vicios y sin los errores que habían hecho
desgraciada a Europa. El Nuevo Mundo se convierte en refugio
donde todos los sueños caben: forma de la esperanza.

Una vieja leyenda india hablaba del sacrificio ritual


de un cacique que cada año arrojaba al centro de una laguna
oro y piedras preciosas. Ese fue el punto de partida de
todo. Un conquistador, Sebastián de Belalcázar, fue uno de
los primeros en escuchar la historia. En creerla. A partir
de allí, el mito se extendió. Se formaron las primeras
expediciones que buscaban una ciudad maravillosa donde un
cacique, recubierto de polvo de oro, arrojaba inmensas
riquezas en lo más profundo de un lago. La fantasía añadió
otros rasgos a la historia: en esa ciudad -se decía- las
casas eran de oro; también de oro estaban pavimentadas sus
calles.

Quien más lejos llegó en la búsqueda fue el alemán


Felipe von Hutten. Desde Santa Ana de Coro partió Hutten
hacia el sur, siempre hacia el sur, hacia las impenetrables
selvas que rodeaban los grandes ríos de la región. Cuatro
años duró el viaje de Hutten. El retorno fue mucho más que
el final de otra expedición: señaló el fin de la quimera. El
Dorado hubo de permanecer en el recuerdo de todos como una
ilusión que, periódicamente aunque de forma cada vez más
esporádica, era alimentada por la ambición de alucinados
aventureros. Después de la travesía de Hutten, tras otras
búsquedas como las de Lope de Aguirre o Walter Raleigh -que
obsesivamente persiguió el riquísimo reino de Manoa Orinoco
adentro- el Dorado deja de ser sueño para convertirse en
irrenunciable quimera, promesa viva abierta a la esperanza,
ideal de los crédulos. Todavía a fines del siglo XVIII, el
gobernador de Guayana, Manuel Centurión, emprenderá una
última búsqueda del Dorado: organiza una expedición
constituida sólo por mineros para encontrar riquísimos
filones de oro en un cerro al que llaman El Dorado. Era el
mito convertido en utilitario recurso para renovadas
fantasías de riqueza fácil.

En su Historia de la conquista y población de


Venezuela, Oviedo y Baños cierra con un lacónico comentario
el tema del Dorado: "Si les preguntáramos a los
conquistadores -dice- la razón que tenían para decir que esa
provincia era El Dorado, no hay duda que no supieran
explicar la causa de su discurso, pues siendo este un nombre
imaginario, fundado en pura quimera, cualquiera conquistador
21

que en otra parte de la América descubriese otra provincia


poderosa pudiera afirmar también, que era el Dorado, sin
haber más razón de congruencia para uno, que para otro".

El fin del sueño doradista coincide con el final del


tiempo de los Welsers. Después de ellos empieza en la vida
venezolana otro momento: el del definitivo asentamiento. A
la codicia del aventurero, sucedía la ambición de perdurar,
de empezar, de quedar. Se fundan ciudades, se engendran
linajes, se posee la tierra... Uno de los más significativos
símbolos de ese mundo nuevo es la ciudad. "La ciudad fue el
coronamiento cultural de la gran aventura de los
conquistadores", dijo alguna vez Mario Briceño Iragorry.
Hay una anécdota ilustrativa: cuando Rembolt, gobernador
alemán impuesto por los Welsers, llega a la ciudad de Coro y
ve el estado de abandono en que se encuentra la ciudad,
decide abandonarla. Fundar otra en otro lugar. A ese
proyecto se opone, con fiereza, Juan de Villegas. Para la
mentalidad del español una ciudad fundada es algo sagrado.
Aunque ella no constase sino de unas miserables chozas, era
ya ciudad; y, por lo tanto, no podía ser abandonada: era
resultado de un esfuerzo y una ilusión que no podían
perderse. El enfrentamiento entre Rembolt y Villegas es el
choque entre el poblador y el aventurero. Las huellas que,
fértiles, fructificaron en el país fueron las de los
primeros. Con ellos encarnaba un espíritu colonizador que se
oponía al desesperado afán del oro, a la enloquecida codicia
de El Dorado.

Lentamente, empieza a poblarse un vasto territorio.


Llegan los viajeros de indias: segundones, hijodalgos de
muchos blasones y pocos dineros, aventureros, funcionarios:
hombres que vuelcan su destino sobre un nuevo porvenir. No
llegan en grandes cantidades, pero llegan. Sobre los
precarios primeros caminos empiezan los asentamientos. La
ley de los campamentos, áspera supervivencia de los
descubridores, cede paso a la convivencia citadina. El sueño
de riqueza empieza a definirse en la fertilidad y abundancia
de las tierras. El poblador descubre su secreto: poseerlas
es tener la riqueza. Es en ese momento cuando el silencio de
la tierra desaparece y se descifra su misterio.

En sus Elegías de varones ilustres de Indias, Juan de


Castellanos describe la partida de Colón del puerto de
Palos: "Al occidente van encaminadas/ las naves inventoras
de regiones..." Inventar significaba entonces, como ahora,
crear, imaginar; pero también hallar o descubrir. Esa
segunda acepción ha caído en desuso, aunque la seguimos
usando cuando poéticamente hablamos de la Invención de
América, cuando pensamos en América como respuesta a cierta
humana y universal necesidad de fantasía. Al poblar, al
22

fundar ciudades, al trazar linderos, el poblador crea. No


repite: crea; en medio de lo desconocido, entre lo infinito.
La nueva y misteriosa geografía va doblegándose a la
voluntad de quienes imaginan que los sueños sólo se hacen
realidad en el ámbito de lo desconocido.

Sobre la ardiente tierra, sedienta y roja, siempre


seca, siempre árida; en medio de fértiles valles; entre
verdes y húmedas selvas; encima de mesetas; a orillas de
lagos nacen las primeras ciudades: Nueva Cádiz, Santa Ana de
Coro, Nueva Andalucía, Nueva Segovia de Barquisimeto,
Santiago de León de Caracas, Santiago de los Caballeros de
Mérida, Nueva Zamora de Maracaibo. La fundación de las
ciudades se hace símbolo de un mundo nuevo. "Fundar una
ciudad (...) que no figura en los mapas, que se sustraiga a
los horrores de la Epoca, que nazca así, de la voluntad de
un hombre, en este mundo del Génesis. La primera ciudad."
Esto dice Alejo Carpentier en Los pasos perdidos. Fundar es
hacer nacer: nuestra nacionalidad empezaba casi irrealmente
en esa creación primera.

La fundación de cada ciudad es un acto de solemnidad


extrema. Por fundar Santiago de los Caballeros de Mérida sin
consentimiento de la Real Audiencia de Santa Fé de Bogotá,
Juan Rodríguez Suárez es sentenciado a muerte. La Audiencia
consideró que el fundador se había "extralimitado en sus
facultades"; eso lo hacía acreedor al máximo castigo. Por su
importancia, el acto mismo de la fundación se acompañaba de
todo un ritual que se cumplía con minucioso fervor. El
fundador, con todas sus armas y en nombre del Rey, tomaba
posesión de la tierra caminándola varias veces, a pie o a
caballo. Luego se limpiaba el sitio que serviría de Plaza
Mayor. Allí se levantaba una columna de madera. Era el
padrón o rollo, axis de la ciudad a fundarse: centro del
centro, ómphalos vital. Luego el fundador, con su espada,
golpeaba ese padrón por tres veces y pronunciaba una especie
de fórmula: "Caballeros, soldados y compañeros míos y los
que presentes estáis, aquí fundo y sitio la ciudad." Los
presentes coreaban entonces: "Viva el rey, nuestro señor, y
en su real nombre el fundador". Luego se celebraba la misa
de agradecimiento y el escribano redactaba, con todas las
pomposas fórmulas del caso, el suceso: la ciudad se había
creado.

Eran extraordinariamente escrupulosas las


especificaciones que establecían cómo debían ser las
ciudades. La Plaza Mayor tenía que ser rectangular, con un
largo de "una vez y media el tamaño de su ancho". La medida
de la plaza sería proporcional al número de los vecinos que
habitarían en la ciudad. Se señalaba que de la Plaza Mayor,
centro medular, saldrían las cuatro calles principales. Las
23

cuatro esquinas de la plaza mirarían a los cuatro vientos


"para no hallarse expuestas a los dichos vientos". Otras
disposiciones del Consejo de Indias establecían que las
"calles tendrían portales para comodidad de los tratantes",
que el templo "debía estar separado de otros edificios, que
no pertenezcan a su calidad y ornato, y algo levantado del
suelo, para ser visto y venerado de todas partes, de modo
que se había de entrar en él por gradas". Además, "entre la
plaza mayor y el templo se edificarían las casas reales,
cabildo y concejo, aduana y tarazana, a fin de que en caso
de necesidad se puedan socorrer".

Parte del territorio de la ciudad se asignaba a los


solares propios: ejidos y dehesas para el ganado. El resto
se dividía en cuatro partes: una para el fundador y las tres
restantes para los demás pobladores. Los linderos de la
ciudad eran geométricamente simples: cuadros trazados
alrededor de la Plaza Mayor. Plazas, calles y solares,
debían repartirse a cordel y regla, "comenzando desde la
plaza mayor y sacando desde ella las calles a la puerta y
caminos principales, y éstos con tanto más compás abierto,
que aunque la población vaya en gran crecimiento, se pueda
siempre proseguir y dilatar en la misma forma".

Fundación de ciudades, repartimientos, encomiendas:


tiempo primero de la región. El conquistador, al interior de
sus posesiones es amo y señor absoluto de seres y de cosas.
En sus tierras, construye un mundo a su medida. El principio
que origina la encomienda tiene un sentido humanitario, así
lo especifican al menos las disposiciones de las Leyes de
Indias: "Encomiendo -dice la letra de cada otorgamiento-
en vos este cacique, con sus capitanes e capitanejos e
indios a él sujetos, con las aguas e tierras e términos que
el dicho cacique e indios tienen y poseen, para que los
tengáis, por título de encomienda, por libres vasallos de Su
Majestad y como tal encomendero podáis llevar dellos las
demoras, frutos e aprovechamientos que los dichos indios
buenamente vos pudieran dar sin ser a ello apremiados."
Según la ley la función de la encomienda era servirse
"buenamente" del indio; protegerlo e instruirlo en la fe
cristiana. Sin embargo, una cosa es la ley y otra, muy
diferente, su aplicación real. En la verdad de los hechos,
el encomendero es un señor feudal rodeado de siervos,
caudillo patrimonialista: eje absoluto de un cosmos que gira
en torno a él. Según las describían las Leyes de Indias, las
encomiendas no promovían el feudalismo: el disfrute de la
encomienda estaba limitado en el tiempo; esto es: los hijos
no siempre heredaban los terrenos de la encomienda; además,
los indios no eran considerados siervos del encomendero; por
el contrario: a éste se le señalaban más deberes que
derechos para con aquéllos. Las Leyes de Indias establecían,
24

por ejemplo, que los indios de una encomienda no podían ser


removidos del lugar, que debían poseer tierras propias de
cultivo, que los niños no podían trabajar en los campos o en
las minas; se determinaba, además, que el fin fundamental de
la encomienda no era otro que el adoctrinamiento del
indígena. Felipe II llega, incluso, a ordenar que cuando en
una encomienda no hubiese dinero suficiente "se prefiera la
Doctrina aunque el encomendero se quede sin renta". Sin
embargo, el espíritu de las Leyes de Indias, al llegar a
tierras americanas, se desvanece; rápidamente se hace
entelequia, nominalismo. Los indios fueron los siervos del
encomendero; los negros, sus esclavos; la tierra, su tierra.
En corto tiempo, los viajeros de indias más afortunados
concentran en sus manos la fuerza de su región. En la
realidad americana, tempranamente se desdibujaban los
irreales trazos con que el legalismo español pretendía
nombrarla y dominarla.

Una cosa es lo que desde España digan el Rey y sus


leyes y otra, muy distinta, lo que en América hagan los
hombres a quienes esas leyes se dirigen. La pérdida de la
encomienda era el castigo máximo contra el encomendero
desobediente. Todos, en mayor o menor medida, lo fueron. El
rey y España quedaban muy lejos. Aquí, en la soledad de
estas apartadas regiones estaba la verdadera ley: la de la
tierra, la fuerza del hombre de presa. Dos mundos, dos
realidades, chocan. De ese enfrentamiento nace un primer
sentimiento de rebeldía entre el poblador español,
americanizado ya, y un advenedizo -y ajeno- funcionario
que llegaba de la Península enviado por la Corona.

En su excelente trabajo Hombres y mujeres del siglo XVI


venezolano, Ismael Silva Montañés identifica en medio del
silencio de ese tiempo, las voces de tres figuras a las que
denomina "cumbres de la venezolanidad del siglo XVI". Ellas
son: Guaicaipuro, Francisco Fajardo y Garci González de
Silva. Mestiza como pocas en la América española fue la
historia venezolana. Un indio, Guaicaipuro; un mestizo,
Francisco Fajardo; y un español, Garci González de Silva, se
constituyen -o podrían constituirse, como indica en su libro
Silva Montañés- en símbolos humanos del primer siglo
venezolano. Cada uno de ellos expresa, elocuente, cierta
realidad del país que empezaba a ser.

Guaicaipuro, el habitante primero, es el gran


despojado. El patetismo de su figura surge de lo más cruel
del momento primero de la Conquista: la derrota del
indígena, la muerte de su tiempo. La Conquista se impuso a
sangre y fuego sobre la desaparición o la asimilación de los
otros, de los distintos: los herejes. La desesperada lucha
de Guaicaipuro es un agónico combate por sobrevivir. El
25

cacique representa la fiereza trágica de un mundo que se


niega a claudicar, que intuye que su único destino es la
desaparición. Sobre la muerte de Guaicaipuro se cierra la
pacificación definitiva del valle de Caracas. Ella precede
la fundación de la ciudad de Diego de Losada que, andando el
tiempo, se convertirá en capital de la provincia.

Francisco Fajardo es el mestizo hijo de un español y


una india, totalmente asimilado para la cultura del
conquistador; convertido él mismo, a su vez, en
conquistador. Fajardo encarna la fuerza de ese mestizaje
iniciado desde la llegada misma de los primeros viajeros de
indias. Las expediciones de Fajardo empiezan la conquista de
la región: van perfilando el país, trazando sus linderos
actuales. El rumbo del conquistador mestizo dibuja la
primera forma de nuestro espacio nacional.

Garci González de Silva es el conquistador convertido


en terrateniente y en caudillo. Media Venezuela llega a
pertenecerle. Sus inmensos fundos crecen, se multiplican:
recibe encomiendas, compra las tierras de otros encomenderos
empobrecidos. Casi todos los alrededores de Santiago de León
de Caracas llegan a ser suyos. Le pertenecen las tierras que
van hasta Cagua, hasta Villa de Cura, más lejos aún: hasta
la laguna de Tacarigua. De Garci González son, también,
algunos grandes fundos de los Valles de Aragua, parte de las
llanuras que rodean al río Guárico. Señor de la tierra,
Garci González también se identifica con ella: su nombre se
deposita, en la memoria de las gentes, a un bello pájaro: el
gonzalito. Los colores del escudo de armas de Garci González
son el negro y amarillo, como negro y amarillo es el plumaje
del ave. Garci González de Silva fue símbolo primero de eso
que, bajo mil formas y a través de todos los complicados
meandros de nuestra vida nacional, se ha mantenido vivo: el
caudillismo. Todos aceptan a Garci González de Silva como
protector: su casa ampara a quien lo solicite. A lo largo de
su vida ocupó todos los principales cargos de la provincia:
Alcalde, Alférez, Justicia Mayor. Fue nombrado Regidor a
perpetuidad. Su fuerza se vio limitada, sin embargo, por la
solidez inconmovible y por la eficacia de una burocracia
imperial que le hizo inalcanzable un mayor poder. El límite
del caudillo fueron sus dominios, su influencia lugareña. En
juego de eficaces contrapesos, la corona española pudo
dominar los personalismos que, irresistibles, comenzaban
tempranamente a germinar a lo largo y ancho del imperio.

Cierto individualismo, extremo, anarquizado, se repetía


en casi todos los conquistadores: Villegas, fundador de
Barquisimeto, y Losada, fundador de Caracas, se enfrentan a
muerte. Será luego Juan de Carvajal, el fundador de El
Tocuyo, quien luchará contra Losada a causa de las intrigas
26

de Villegas. En toda la región de Venezuela no hay sino


apenas un puñado de viajeros de indias y, sin embargo, se
enconan las rencillas, se multiplican las rivalidades, se
suman los odios. La causa es siempre la misma: el poder; un
poder irreal, proyectado sobre espacios vacíos, sobre
silencio, sobre nada. Tal vez eso sea lo que hace hoy más
asombrosas y más inconcebibles aquellas terribles pasiones,
aquellas envidias infinitas que solían terminar sólo con la
muerte de uno de los enemigos. El furioso individualismo de
aquellos hombres, la inmensa voluntad que fue su fuerza,
sería también el germen de complejas consecuencias. Si algún
legado hubo de parte de los conquistadores, ése fue,
precisamente, el del individualismo. El personalismo
altanero del conquistador, el patrimonialismo orgulloso del
mantuano, el guerrerismo indomable del caudillo militar del
siglo XIX, repiten similitudes invariables. En todos los
casos, la razón del poder se emparenta a parecidos signos de
valor, de orgullo, de fuerza; también de azar y de
violencia.

El poder de los conquistadores fue casi siempre


efímero. Quienes un día se cubrían de gloria al fundar una
ciudad, al vencer una batalla, podían morir poco después
olvidados en algún apartado rincón de la provincia. Lo
comenta el cronista Fray Pedro de Aguado: "Pocas veces la
fortuna dura en compañía de los que una vez favorece, si no
es para ponerlos en cumbre donde derribándolos pueda
dejarlos tan frustrados y deshechos de sus riquezas y
potencias que antes quiere el humilde obedecer que el sabio
mandar." Era la regla primera de la aventura: la gloria es
precaria; los sueños son siempre fugaces.

No se puede comprender hoy el espíritu de la conquista


si se olvida aquello que siempre estuvo presente a lo largo
de toda la empresa americana: la esperanza. El aventurero
que, desde España, se embarcaba en un galeón para lanzarse a
lo desconocido, buscaba una forma de partir de cero, de
romper definitivamente con su pasado. Muchos de los que
vienen a la Tierra de Gracia no regresarán jamás a la
metrópoli. A la provincia llegó gente de todo tipo:
segundones de familias nobles, pícaros, expresidiarios.
Caballeros y aventureros. Villanos con hambre de oro y de
nombre. Unos y otros se separan definitivamente de la
realidad dejada atrás, para arraigar en el porvenir. En El
celoso extremeño, Cervantes describe en pocos trazos
-duros, caricaturales- a América. La llama "refugio y
desamparo de los desesperados de España, iglesia de los
alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de
los jugadores, añagaza general de mujeres libres, engaño
común de muchos y remedio particular de pocos". Es decir:
27

mundo de la aventura y la supervivencia, mundo también -a


veces- de la esperanza y la remisión -"remedio de pocos".

Pocos casos hay tan ilustrativos de la irrealidad


americana como el de Lope de Aguirre. En su patética
violencia, su desmedido orgullo y su ambición alucinada,
encarnan los signos del primer tiempo americano. A Lope de
Aguirre se lo conoció por dos epítetos: el Tirano y el
Peregrino. Perdura más el primero de ellos, sin embargo, fue
con el segundo con el que firmó la célebre carta que,
personalmente, dirigió poco antes de morir, desde Nueva
Segovia de Barquisimeto, a Felipe II. La misiva describe a
un ser en rebeldía contra el mundo. Su encabezado es
elocuente: "Carta a su Majestad Rey Felipe, natural español,
hijo de Carlos Invencible. Lope de Aguirre tu mínimo
vasallo, cristiano viejo, de medianos padres, hijodalgo,
natural vascongado en el Reino de España en la villa de
Oñate". Después de la presentación, vienen las acusaciones
contra la administración imperial. Aguirre exige mayor
justicia para quienes, como él, desprovistos de cargos y de
influencias, han venido a tierras americanas en busca de una
suerte mejor a la dejada atrás: "Creo que te engañan los que
te escriben de esta tierra, como estás tan lejos; por no
poder sufrir más las crueldades que usan éstos tus
auditores, Virreyes y Gobernadores, he salido de hecho con
mis compañeros y desnaturalizados de nuestras tierras que es
España, y hacerte en estas partes la más cruel guerra que
nuestra gente pueda sustentar. Y esto ved, Rey y señor, nos
ha hecho el no poder sufrir los grandes apremios y castigos
que nos dan estos tus ministros que, por remediar sus hijos
y criados nos han usurpado nuestra fama, vida y honra".
Aguirre, pues, le declara la guerra a Felipe II. Un hombre
a la cabeza de un puñado de hombres, desde una de las más
apartadas comarcas del imperio, advierte al monarca más
poderoso del orbe su propósito de enfrentarlo hasta el
final. Hasta la muerte.

La aventura de Lope de Aguirre, los hechos que lo


hicieron célebre dentro de todo el mundo español y
convirtieron su nombre una mención casi satáncia en la
provincia de Venezuela, adeudan tanto a la valentía como a
la locura, al idealismo como a la ambición, al sueño y a la
agonía. Después de asesinar en el Perú al gobernador Pedro
de Ursúa, Aguirre se lanza con un grupo de hombres a través
del río Amazonas. Sobre dos barquichuelas, recorre el
inmenso río y llega hasta el Océano. Alcanza la isla de
Margarita y después la tierra firme. Como un reguero se
extiende por Venezuela la noticia de su llegada. La fama de
asesino despiadado le precede. Se sabe que ha asesinado a
Villapando, el gobernador de Margarita, que ha saqueado la
ciudad de La Asunción. Todas las poblaciones organizan un
28

ejército para detenerlo. Cerca de Nueva Segovia de


Barquisimeto se prepara la batalla final. Cuando Aguirre
llega hasta la ciudad de Juan de Villegas descubre que sus
habitantes la han abandonado. En su furia ordena
incendiarla. Son pocos ya los marañones que todavía le
acompañan. Al final hasta esos pocos parten. Completamente
solo se enfrenta a quienes pretenden apresarlo. Su último
acto antes de morir, será el de asesinar a Elvira, su hija,
quien lo había seguido a todo lo largo de la desquiciada
empresa.

Las aventuras del Tirano fueron narradas por algunos de


quienes lo acompañaron; éstos describieron, además, algunos
otros proyectos truncos: por ejemplo dirigirse hacia el
istmo de Panamá -el riquísimo Darién de Vasco Núñez de
Balboa-, apoderarse allí de todos los barcos que fuese
posible y alzar en armas a todos los descontentos que se
encontrasen. Bajar luego hasta Lima con una fuerza
expedicionaria lo suficientemente grande como para
conquistar la capital del Virreinato. Una vez dueño del
Perú, declarar el nacimiento de un imperio nuevo,
independiente de España y del que Lope de Aguirre sería
emperador. Eso lo contaron Francisco Vázquez, Gonzalo de
Zúñiga y Pedro de Monguía: desertores todos del grupo de
marañones del Tirano. Por largo tiempo, el recuerdo de Lope
de Aguirre aludió a lo más negativo de quienes, como
viajeros de indias, llegaron a tierras de América anhelando
hacerse de un nombre y de un comienzo. El fantasma de Lope
de Aguirre acompañó, como un símbolo desquiciado y trágico,
lo más irracional de la esperanza americana.

En muchos sentidos, América reproducía a España pero, a


la vez se distinguía rápidamente de ella. Había originalidad
en las formas americanas. América era mestiza y mestizaje
significaba espacio cultural nuevo, originalidad. La novedad
de la sociedad venezolana que nace y se forma en el siglo
XVI mucho tiene que ver con la multirracialidad. Sociedad
heterogénea como pocas dentro del imperio español, fue la
nuestra. Los indios no resistieron la vida ni el trabajo que
le imponían los encomenderos. La solución de la Corona,
febrilmente apoyada por los defensores de los indios, no
dejó de ser paradójica, al menos desde un punto de vista
estrictamente ético: numerosísimos esclavos negros fueron
traídos desde Africa en barcos negreros y en condiciones
infrahumanas para que trabajasen las tierras y las minas de
la provincia de Venezuela. "El trabajo de un negro vale más
que el de cuatro indios", era un frecuente comentario entre
los pobladores del siglo XVI. El negro era buen trabajador,
se desempeñaba bien en las plantaciones de cacao y azúcar,
en las minas de cobre, de plata, de oro. Rápidamente enraizó
en la nueva tierra, la hizo suya de muchas formas. En
29

regiones cada vez más amplias de la provincia: en el centro,


en la costa, la presencia del negro se imponía por sobre la
cada vez mayor evanescencia del indio. El negro fue, de
muchas formas, el sucesor del indígena que se hacía ausente.

A fines del siglo XVI la sociedad de la provincia de


Venezuela está definitivamente constituida: un pequeño grupo
de hombres, apenas mil viajeros de indias, han poblado y
delimitado la región. Sobre ella han impuesto su cultura; su
lengua, pedregosa y áspera; su religión. En ella han
edificado unos valores y han establecido unas normas de
convivencia. Allí han (re)construido su mundo, diferente al
dejado atrás. Los apellidos comienzan a multiplicarse:
Briceño, Villegas, Ledesma, Avila, Pimentel... Nombres que,
inagotablemente, se repiten en los numerosísimos hijos
sembrados en vientres de mujeres indias y negras. Venezuela
comienza a existir como geografía y, lo que es más
importante, como forma cultural. La tierra, pues, habla. Su
silencio se rompe para siempre y con expresiva locuacidad
comienza a señalar el espacio nuevo del país: su historia.
30

PARTE II

EL MUNDO COLONIAL:
EQUILIBRIOS Y MASCARAS

"Después que la silla


episcopal , a ejemplo de la
gubernativa, pasó a Caracas, que
las dificultades fueron cediendo
al influjo asociado de las dos
cabezas; que la república iba
aumentando con su culto, su
civilidad y su política, y que
sus cosas, aunque no llevaban en
este punto todo aquel orden que
pedía, por lo menos mudaron de
semblante". Blas José Terrero:
Teatro de Venezuela y Caracas
31

Marginal: tal vez sea ése el término que por mucho


tiempo mejor pudo definir a la provincia de Venezuela dentro
de la América española. Curioso destino: geográficamente,
puerta de un continente; administrativamente, región de muy
secundaria importancia para la Corona. Después de los viejos
relatos que hablaban de imperios de palacios hechos de oro y
de calles cubiertas de oro, el nombre de Venezuela se había
asociado por bastante tiempo con la pobreza, con la escasez.

Hasta entrado el siglo XVII la estrechez en que vivía


la mayoría de los vecinos que habitaba la región,
contradecía cualquier imagen de abundancia. Las perlas de la
Nueva Cádiz, la Casa del Sol de von Hutten, se revierten en
la penuria que muestran las pocas ciudades que hay en la
provincia. Se cuenta que cuando Lope de Aguirre llegó a
Venezuela le había asombrado, después de conocer la riqueza
del Perú, la pobreza de los vecinos de la región. Se había
burlado de esa pobreza. También se decía que cuando algunos
de sus marañones habían querido abandonarle, Aguirre los
había increpado diciéndoles que si permanecían en aquél
lugar terminarían todos convertidos como los venezolanos, en
"gente vil comedora de arepa y casabe".

Las descripciones de la provincia hechas a finales del


siglo XVI por Fray Pedro de Aguado más parecen un lamento
que una verdadera descripción: "Este es el origen o
principio que tuvo la Gobernación de Venezuela, el cual
(...) nunca ha sido muy feliz, porque con estar en ella
pobladas seis ciudades que son: Coro, Borburata, La
Valencia, Barquisimeto, El Tocuyo, Trujillo y otros dos
pueblos que ahora nuevamente se han poblado en la Provincia
de Caracas, no son bastantes los quintos que el Rey tiene
allí para pagar los oficiales que administran y gobiernan
aquella tierra espiritual y temporalmente". El conquistador
Juan Pérez de Tolosa al hablar de los pobladores de El
Tocuyo dice: "Todos están muy pobres (...) muy desesperados
y ganosos de dejar la tierra (...) Lo que en suma se puede
decir es que todo lo de aquí está perdido".
32

Desde el año de 1576, el Gobernador Juan de Pimentel ha


declarado a Caracas como la ciudad capital de la provincia
y, dos años más tarde, en 1578 apenas viven en ella sesenta
vecinos. Según la relación del propio Pimentel en ese mismo
año, la mayoría de las casas de la ciudad son de madera y de
techo de paja. "Sólo recién comienzan a construirse unas dos
o tres casas de piedra, ladrillo y cal". En 1589 los
cabildos de Caracas todavía deben celebrarse en la casa del
gobernador porque la ciudad carece de ayuntamiento. Habían
transcurrido casi cien años desde el primer encuentro de
Colón con ésta Tierra de Gracia y Venezuela lucía aún como
una región semidespoblada, inhóspita, muy diferente a los ya
ricos virreinatos del sur y del norte del continente. Frente
al Perú, México o la Nueva Granada, en la Provincia de
Venezuela parecía haber fracasado cualquier proyecto de
colonización. Hasta casi finales del siglo XVIII, el
Virreinato de la Nueva España enviaba anualmente cerca de
doscientos mil pesos con los cuales se cubrían los gastos
administrativos de la provincia. En el año de 1590, Caracas
comisiona al Procurador Simón de Bolívar para que éste lleve
ante el Consejo de Indias una serie de súplicas a nombre de
todas las ciudades de la provincia de Venezuela. Se solicita
al Consejo de Indias que se den mayores facilidades en el
permiso de la utilización del trabajo de indios y esclavos,
"por ser en general la mayor parte de los vecinos pobres, si
se les quitase el dicho servicio personal quedarían de todo
punto destruidos". También hay una solicitud para que
aumente el número de barcos que, desde la Metrópoli, hacen
la travesía hasta nuestras costas. La solicitud pide "que se
de licencia para que vengan todos los años dos navíos de
menor porte con registro, de Sevilla o Cádiz, con flota o
sin ella, con mercadurías para el proveimiento de los
vecinos desta Gobernación, por cuanto no vienen navíos de
España con derecha carga, por estar esta Gobernación fuera
de la navegación general de las flotas."

Incluso jurídicamente, la Provincia de Venezuela luce


errática, provisional. No será sino hasta finales del siglo
XVIII cuando se creen las distintas instancias
administrativas que darán a la región un perfil propio.
Hasta la instalación de la Real Audiencia de Caracas, en
1786, la región ha dependido unas veces de la Audiencia de
Santo Domingo y otras de la de Santa Fe de Bogotá.
Geográficamente, las distintas regiones que componen el
territorio de lo que hoy es Venezuela se articularon y
desarticularon sobre mapas siempre provisionales,
frecuentemente confusos. Las varias provincias que componían
el territorio de la actual Venezuela fueron decretándose a
lo largo de varias épocas; prácticamente durante casi tres
siglos. En 1525 se creó la provincia de La Margarita y
Trinidad, en 1528 se decretó la provincia de Venezuela
33

-también conocida como provincia de Caracas-, en 1568 fue


el turno de la de Cumaná o la Nueva Andalucía, ese mismo año
de 1568 nació la provincia de Guayana, en 1622 la de Mérida
(posteriormente Provincia de Maracaibo) y en 1786 la
Provincia de Barinas.

Sin embargo, en esa región apartada, dependiente de las


decisiones jurídicas que sobre ella se toman desde lugares
tan remotos como puedan serlo Bogotá o la isla de Santo
Domingo, en ese territorio alejado de las vías marítimas que
comunican a la Metrópoli con las principales posesiones
ultramarinas, se ha formado tempranamente una sociedad:
definida, arraigada en su áspero entorno; orgullosa de sí,
de su pertenencia, de su gentilicio. Su cabeza más visible
la forman los descendientes de los primeros pobladores:
hijos y nietos de aquellos expedicionarios que fundaron las
ciudades. Esos descendientes, forman el grupo rector de un
universo social plenamente identificado con la región,
definitivamente confundido con la tierra: su tierra.

Social y políticamente dos grupos van a protagonizar


los hechos más resaltantes de la vida de la provincia
durante los siglos coloniales: de un lado, los criollos
herederos de los primeros pobladores; del otro, los
funcionarios que regularmente la Corona envía a la
provincia. Son numerosos los choques entre los señores de la
tierra y los burócratas imperiales. Cada uno de esos grupos
vela por sus intereses. El conflicto hace aflorar la
oposición entre visiones diferentes, valores que chocan ante
una misma realidad. Una es la actitud del funcionario real:
apegada a minuciosas disposiciones legales, mentalidad de
paso, ademán altanero de administradores que saben que
cuentan con el poder político y se disponen a ejercerlo. La
otra es la visión del amo local: más inmediata y pragmática,
más aferrada a consideraciones de linaje y de dignidad;
también más orgullosa en la exigencia de derechos que
considera naturales e indiscutibles. Ese juego de poderes es
complejo y sutil: políticamente, el oligarca criollo depende
de los gobernadores que la Metrópoli envía, pero en la
cotidianidad de los hechos, el criollo blanco es el amo de
la sociedad. Posee la riqueza y, a través del ayuntamiento,
posee también una parte importante del poder político. Para
el criollo, el gobernador y los distintos funcionarios
metropolitanos son advenedizos oportunistas que sólo vienen
a enriquecerse con rapidez. A su vez, para el burócrata
español de alto rango los blancos criollos deben lucir como
personajes curiosos, casi pintorescos: ridículamente
obsesionados con sus prejuicios de casta y raza, puntillosos
hasta el extremo en lo tocante a derechos y fueros con los
que orgullosamente recuerdan a todos que son ellos la
aristocracia lugareña, los principales.
34

El nombre con que esa oligarquía es conocida es, a la


vez, curioso y extraño: mantuano. No se sabe a ciencia
cierta de donde puede venir o qué pueda significar. Se
supone que nació en la costumbre de las blancas criollas de
asistir a los oficios religiosos con la cabeza cubierta por
un gran manto negro. Tal vez en el juego de las palabras
fusionadas -manto del ama: manto ama, manto amo: mantuana,
mantuano- se originó el nombre. A los mantuanos pertenece
la porción más rica de la provincia: en el centro-norte,
entre la costa y los valles centrales. Caracas es la ciudad
donde viven. En Caracas están sus grandes casonas,
celosamente aisladas de la calle, encerradas sobre sus
grandes patios internos y sus frescos corredores. Un alto
muro distanciador protege esas viviendas.

Son peculiares esas casonas: amplísimas habitaciones


rodean a un patio central. Recuerdan la funcionalidad de las
viviendas árabes: al igual que éstas persiguen el
ocultamiento, resguardan celosamente la intimidad de sus
alambicados interiores. En el mundo árabe, en el mundo
hispánico, las casas repiten signos y formas de un universo
esencialmente femenino. Casa y gineceo: dominio natural de
la mujer: su espacio. Lo que se divisa desde el protegido y
oculto interior de la casa, lo que se vislumbra a través de
sus ventanas, es el otro mundo: el de la calle, el externo y
aventurero, el masculino.

Son viejísimos los arquetipos sexuales que definen los


roles y actitudes de hombres y mujeres. En su libro La
escritura profana, el crítico canadiense Northrop Frye
señala cómo desde el comienzo de su relación con el
universo, los hombres crearon culturas masculinas o
femeninas. Masculinas, son las que Frye llama culturas
celestes: en ellas los hombres se volcaron hacia un
firmamento gobernado por un dios padre, a veces cruel, a
veces severo; impredecible siempre. Femeninas, son las
culturas terrestres: civilizaciones que adoraron la tierra y
sus misterios, la fecundidad, lo femenino; idearon mitos
relacionados con lo sexual; sus deidades fueron, siempre,
maternas: ofrecían cobijo, calor y protección. Se supone
-concluye el libro de Frye- que los mitos sexuales maternos
son más antiguos: remiten a una sociedad agrícola y
matriarcal; los otros, los mitos celestes, identifican
sociedades patriarcales urbanas, más complejas en su
composición, también más significativas en su legado a la
historia de los hombres. Nuestra cultura occidental define,
en La Odisea, arquetipos masculinos y femeninos: el hombre,
Ulises, busca, se adentra en el mundo; su búsqueda es
aventura y su aventura, destino. Los valores de esa búsqueda
son la valentía y la iniciativa. Penélope, la mujer, aguarda
35

en el hogar. Su sino es la espera; su casa el mundo. Sus


virtudes son la paciencia -para guardarse fiel al marido
ausente y esperarlo- y la honestidad. Mundo y casa:
totalidades análogas, dominios diferentes.

Veinte son las familias mantuanas: los veinte Amos del


Valle. Ellas son el nuevo linaje nacido en la provincia. Sus
blasones tienen un origen curioso: han sido comprados con el
dinero de las abundantes fanegas de cacao que sus haciendas
producen. Por eso se los conoce también con el nombre de
Grandes Cacaos. Ellos son, entre otros, el marqués de
Mijares y el marqués del Toro, el conde de San Javier y los
condes de Tovar y La Granja. Existen, claro, otras
oligarquías en las diversas regiones de la región; otros
señores de la tierra defienden su abolengo y sus blasones
desde las montañas de los Andes hasta las cálidas costas de
la Nueva Andalucía, pero la aristocracia más poderosa, la
más influyente de todas es la de Caracas. Un recorrido por
los caminos que llevan desde esta ciudad hasta la población
de la Victoria y desde allí hasta Valencia de los Reyes,
muestra las propiedades de los mantuanos, orgullo y sostén
de la región entera: las fincas de Mariara, dominio de los
Tovar; los fundos de Maracay, propiedad de los marqueses de
Mijares; los ingenios de San Mateo y San Luis de Cura de la
familia Bolívar; la hacienda de Guacara, propiedad del
Marqués del Toro; la del Conde de Tovar en Cura.

Ricos y respetados, los mantuanos son, también,


admirados y envidiados. Ellos son quienes más dinero pagan
por las bulas, quienes llevan el palio de las imágenes
sagradas en las procesiones durante las grandes fiestas. El
mantuano apadrina los niños del mulato, del siervo indio o
del esclavo negro. Al mantuano se le pide consejo, se le
sirve, se lo halaga. También se lo odia. El es paradigma de
su sociedad. Sus valores son los valores de todos. Sus
costumbres son imitadas por todos. Los fueros que desde un
comienzo hizo suyos, se han hecho ley, norma inviolable que
toda la población obedece y contempla como derecho
incuestionablemente adquirido.

Desde el ayuntamiento, el mantuanaje ejerce el poder


político: toma decisiones que atañen a la vida de la
provincia. Regidores y Alcaldes, administran la ciudad. Cada
cabildo es un auténtico parlamento donde, en ocasiones, el
pueblo participa directamente -a través de los Cabildos
Abiertos- en las decisiones que se toman. En el ayuntamiento
se decide sobre todo lo que directamente afecta a la
colectividad: se dicta justicia, se estipulan precios, se
administran ejidos, se trazan calles y plazas, se
distribuyen abastos y pulperías. El ayuntamiento es, en
definitiva, el gran soporte civil de la sociedad colonial.
36

Mario Briceño Iragorry dijo alguna vez que América era


la obra de sus cabildos. Durante mucho tiempo la historia
americana se hizo y se vivió en esas largas sesiones donde
grupos de notables se reunían para discutir, ampulosamente y
en medio de todo tipo de miramientos y aparato, sobre todas
y cada una de las minucias cotidianas. El ayuntamiento había
sido la más característica de las instituciones españolas
medievales. Trasplantado a América, él se hizo la más
representativa de las instituciones civiles coloniales. En
España el ayuntamiento se fortaleció en la larguísima lucha
de la Reconquista. Cada vez que se recuperaba una ciudad del
dominio islámico, se conformaba, como suprema autoridad
civil, el ayuntamiento. A cada ciudad liberada, el rey
otorgaba una serie de fueros. El ayuntamiento debía velar
por su respeto. Esos fueros garantizaban entre otras cosas,
la administración local en manos de los vecinos.

Salta a la vista una primera paradoja ente las formas


político-sociales de la Península y las que, desde el
comienzo, se forjaron en tierras americanas: la condición
popular del ayuntamiento español se metamorfoseaba en centro
de élites, origen de nuevos privilegios. La temprana
alcurnia de los conquistadores, el abolengo de los hijos de
los viajeros de indias, se apoyaba en la institución más
"plebeya", más popular, de la Península.

En Real Cédula del 8 de diciembre de 1560 Felipe II


otorgó a Sancho Briceño, uno de los fundadores de la ciudad
de Trujillo, un atributo muy especial para la provincia de
Venezuela: sus alcaldes ordinarios podrían ejercer
interinamente la gobernación de la región en caso de muerte
de los gobernadores regulares. La Real Cédula precisaba que
"Cada vez que falleciera el Gobernador de la provincia de
Venezuela entrasen a gobernar los Alcaldes ordinarios, en
sus jurisdicciones respectivas, mientras el Rey nombraba
quien lo reemplazara". El privilegio era importante:
significaba la cristalización de un anhelo desde siempre
presente: cierta autonomía frente a intromisiones
peninsulares. Sancho Briceño fue más allá: llegó a pedir a
Felipe II que, dada la pobreza de Venezuela, bastase para su
gobierno sólo con los alcaldes ordinarios; es decir: que no
se enviase desde España Gobernador alguno. Para esa
solicitud ya no hubo respuesta real. Sin duda el monarca la
consideró excesiva. Lo interesante de la petición es que
ella ilustra el temprano sueño de los fundadores: construir,
bajo su égida, el gobierno de la región. Dibujar, sobre su
mapa, un destino.

Gobernadores prepotentes que pretenden ignorar la


autoridad de los cabildos, altaneros Regidores y orgullosos
37

Alcaldes que no aceptan los abusos de poder de los


Gobernadores: en esos enfrentamientos puede leerse el
itinerario político de tres siglos de historia colonial
venezolana. La dependencia del ayuntamiento a la autoridad
real no impidió que, en algún momento, un cabildo decidiese
-y lograse- la expulsión de Gobernadores ineptos o
intemperantes. Aunque luego la Corona castigase el desacato,
esos actos muestran la fuerza del ayuntamiento. El pueblo
vio en él a su representante, su portavoz natural. El
aristocratismo distante del blanco criollo no impidió que a
menudo se diese una auténtica -y válida- comunicación
entre él y el pueblo mestizo. Los blancos criollos que
integraban el cabildo se sentían y sabían los representantes
naturales de su provincia y de sus gentes. En diversas actas
que recogen distintas sesiones de cabildos aparece, desde
finales del siglo XVII, el expresivo calificativo con el que
se autodesignan sus integrantes: Padres de la Patria.

Intentos hubo por parte de los blancos españoles de


debilitar la fuerza del mantuanaje en el ayuntamiento,
penetrar en éste merced a distintos cargos o influencias.
Uno de esos intentos cristalizó en la promulgación de una
Real Cédula llamada "de alternativa". Esta cédula era una
gracia real que otorgaba a los blancos españoles el derecho
a optar a cargos municipales siempre y cuando pudiesen
demostrar "ser personas honradas y reputadas por buenas y no
ejercieran oficios viles". Para obstaculizar la pretensión
de los españoles europeos, los criollos resolvieron
exigirles a los candidatos testimonio de su limpieza de
sangre. Los peninsulares vieron en esa exigencia una ofensa
a la par que un impedimento. El conflicto, surgido a finales
del siglo XVIII, era un preanuncio de la cercana
independencia. El asunto es que los blancos peninsulares se
negaron a presentar esa prueba de "limpieza de sangre" y
acusaron ante el rey a los criollos de oponerse a sus
pretensiones a causa de un "mal disimulado amor a la
Independencia, en nada diferente del que con tanto escándalo
de la Europa, han manifestado los colonos ingleses de Boston
y Filadelfia".

El mundo de la provincia de Venezuela durante los


siglos XVII y XVIII era un mundo quieto. Todo en él lucía
inmodificable. Se vivía en función a formas: amasijo de
reglamentaciones dictadas sobre omnipresentes prejuicios de
raza y de casta. Más de dieciséis combinaciones raciales
llegaron a conocerse en la provincia. Sobre esa
combinatoria, se fijaron estrictas demarcaciones sociales,
sobre esas demarcaciones se reglamentó todo: lugar de
residencia y de trabajo, oficios posibles, horas de contacto
entre los grupos a lo largo del día, lugar de esos
contactos, vestimentas de cada grupo, ceremonial de trato en
38

la rutina diaria, adquisición de símbolos de status


(espadas, caballos, pistolas, sombrillas, determinadas telas
para las vestimentas), acceso a la educación, matrimonio.
Alguna vez se ha dicho que la vida de los vasallos de la
corona española carecía de incertidumbres. Era una vida sin
dudas en la que todo, hasta las más pequeñas nimiedades, se
hallaban dispuestas y explicadas en la ley. Esta decía qué
días había que oir misa, disponía qué libros podían leerse,
ordenaba qué trajes se debían usar, indicaba dónde tenían
que sentarse las gentes durante los actos públicos,
estipulaba a qué precio debían comprarse o venderse las
mercancías.

Cada grupo se movía en función a distintas


motivaciones: la del pardo era parecerse al criollo,
imitarlo, alcanzar sus privilegios; la del criollo era
conservar un abolengo que le garantizase las prerrogativas
heredadas. Una de las máximas preocupaciones del mantuanaje
fue siempre la de no mezclarse con los otros grupos. Jamás
descender en la escala de las ubicaciones sociales. De los
"grupos inferiores" podía surgir la ocasional amante del
mantuano, pero jamás la esposa o esposo con quien entroncar
el apellido ilustre. La idea de un matrimonio que pudiese
desmerecer se repetía hasta el cansancio. Una de las mayores
deshonras que podía sucederle a una familia "de bien" era
contar con ancestros "dudosos" para el abolengo familiar:
manchas que pudiesen empañar la alcurnia de la familia.

Si el ser cristiano viejo era en España el don más


preciado, su equivalente en la provincia de Venezuela fue la
pertenencia al linaje de los primeros conquistadores. La
vejez del abolengo garantizaba su pureza y la blancura de la
piel parecía relacionarse a esa pureza. Las detalladísimas
disposiciones contenidas en los "Estatutos de Limpieza de
Sangre" originaron infinidad de pleitos dentro de la
administración de la justicia. Era necesario demostrar la
limpieza de sangre para ratificar una encomienda, para optar
a cargos eclesiásticos, para reclamar herencias, para
ingresar en el colegio de Abogados de Caracas, para portar
armas. La blancura sola no bastaba. El hostigamiento en
contra de los "blancos de orilla" -esto es: sin linaje-
podía ser tan quisquilloso como el que había hacia la
población mestiza. El fue, por ejemplo, la causa de los
incesantes ataques de la oligarquía caraqueña contra el
canario don Sebastián de Miranda, padre del Generalísimo
Francisco de Miranda, a quien, una vez nombrado capitán de
la Compañía de Blancos Isleños de Caracas, se le acusó de
ejercer un oficio "baxo e impropio de personas blancas"
-comerciante- y se le condenó por atreverse a usar "el
mismo uniforme que los hombres de superior calidad y sangre
limpia". Mucho del posterior rechazo que afrontó Miranda a
39

su regreso de Europa, muchas de las intrigas y acusaciones


que terminaron por ocasionar su trágico final, se
originaron, sin duda, en esos oscuros orígenes que el
mantuanaje ni le olvidó ni le perdonó. "Hijo de pulpero
canario" fue el insulto que hasta el final le enrostró la
"ilustrada" oligarquía caraqueña (conocida, tras el 5 de
julio de 1811, por su proclamado fervor democrático y su
incuestionable pasión republicana).

La orden real conocida con el nombre de Real Cédula de


"Gracias al Sacar" ilustra sobre la importancia que las
formas llegaron a tener dentro del alambicado y muy barroco
mundo de la provincia de Venezuela. El mandato del Rey
otorgaba blancura a los pardos y decretaba la legitimidad
para los hijos naturales y los expósitos. Todo podía
lograrse por dinero. Se pagaba para ser blanco. Se pagaba
para dejar de ser hijo ilegítimo. La Real Cédula de las
"Gracias al Sacar" fijaba unos aranceles muy precisos: "Por
el suplemento de ser hijo de padres no conocidos deberá
servir con 4.400 reales de vellón". "Por la facultad a un
hijo para heredar y gozar o hija, que sus padres le hubieron
siendo ambos solteros, se servirá con 4.400 reales de
vellón". "Por la dispensación de la calidad de pardo deberá
hacerse el servicio con 500 reales de vellón y por la
calidad de quinterón, 800". Desde el ayuntamiento, en
sesiones de tormentosos cabildos, el mantuanaje luchó con
todo el vigor de sus fuerzas por obstaculizar esa orden real
que contravenía el respeto por las viejas formas. Era, de
nuevo, el choque entre lo que imponía la corona y la fuerza
del poder local que se negaba a aceptar esa imposición. El
capítulo más representativo del episodio de las "Gracias al
Sacar", el que más trascendió a la posteridad de nuestra
escuálida memoria del tiempo colonial, es el de las
Bejarano: dos hermanas mestizas que habiendo hecho dinero
con trabajos de repostería decidieron invertir los
necesarios quinientos reales de vellón para pagar el derecho
a su blancura. El cabildo se negó a reconocerles ese
derecho, con lo que el asunto tuvo que ser llevado a otras
instancias superiores. Al final el problema alcanzó al rey,
nada menos. En su corte de Madrid, Carlos IV dictaminó una
sentencia tan lapidaria como contundente: "A las Bejarano,
téngaselas por blancas". Eran mulatas pero el dinero las
hizo blancas. Difícilmente podrá hallarse en nuestra
historia otro caso de semejante irracionalidad formalista,
de encubrimiento legal.

La Iglesia fue el otro gran pilar de la vida colonial


venezolana. Lo religioso impregna hasta los más nimios
detalles de la cotidianidad (de hecho, ya las nociones de
abolengo, linaje, casta, referencian a una imaginería que,
al igual que la de pureza o impureza, es religiosa). Cuatro
40

eran los santos patronos que protegían a la ciudad de


Santiago León de Caracas: Santa Ana, Santa Rosalía, Santiago
y San Sebastián. El número de santos protectores de la
provincia iba en constante aumento: Nuestra Señora de las
Mercedes, patrona del cacao; San Mauricio, patrono contra la
plaga de la langosta; la Virgen de Copacabana, patrona
protectora de las lluvias; San Jorge, patrono protector de
los campos de trigo. Sólo en la ciudad de Santiago de León,
y para una población de cuarenta mil personas, existían en
el siglo XVII más de quince iglesias y no menos de cuarenta
cofradías o hermandades religiosas. Estas cofradías eran
agrupaciones que tenían a su cargo el privilegio del culto
de algún santo o, también, velar por alguna causa -la
construcción de alguna iglesia, por ejemplo-. Las cofradías
tenían delegados -los santeros- que iban por la ciudad
llevando con ellos imágenes santas, rosarios, reliquias y
otros objetos sagrados que se vendían. Cada cofradía se
distinguía por un uniforme de color distintivo: morado,
azul, negro, blanco, púrpura.

La Iglesia se fortalece en medio de la relativa


abundancia de la región durante el siglo XVIII.
Fortaleciéndose, se burocratiza. Administra sus cada vez más
extensas posesiones, vigila sus numerosos ingresos -bulas,
donaciones, diezmos- base de su riqueza. Eso ocupa un cada
vez mayor espacio de su actividad. La Iglesia deja de ser la
activa generadora de febriles misioneros que, junto al
conquistador, participaron plenamente en el primer momento
del asentamiento; la eficaz estructura ética que llegó
incluso a incorporar regiones nuevas a la administración
imperial (como había sucedido con la provincia de Guayana);
y se encierra en sí misma: atesorando y custodiando
riquezas, acrecentando su poderío, su influencia. Uno de los
más cuantiosos ingresos que percibía la Iglesia, era el
proveniente de la venta de las bulas. Había bulas de
distintos tipos y de diferentes utilidades. Cada una tenía
su propio nombre de acuerdo a su aplicación. Estaban las
bulas de la "Santa Cruzada", las de "los vivos", las de "los
muertos", las de "lacticinios". La bula de la "Santa
Cruzada" y la de "los vivos" representaban para el comprador
la absolución de cualquier pecado. La de "lacticinios" era
una licencia para que los clérigos glotones pudiesen comer a
su antojo durante los días de ayuno. Incuestionablemente, la
más poderosa era la bula de "los muertos". Ella permitía la
entrada al Paraíso; bastaba inscribir el nombre de un
difunto en el pergamino del contrato para que a éste se le
abriesen las puertas del cielo. Si una familia, a la hora de
morir uno de sus miembros, no poseía recursos suficientes
para pagarse una bula, entonces los parientes mendigaban de
puerta en puerta por toda la ciudad, hasta reunir el dinero
que permitiría la salvación eterna del difunto. La venta de
41

bulas se celebraba cada dos años, en medio de una gran


fiesta colectiva, en el día de San Juan. Ese día, temprano
en la mañana, autoridades civiles y religiosas, juntas, se
dirigían a la Catedral. Allí, sobre una mesa ricamente
adornada, colocada en la nave central, se apilaban las
bulas. La ceremonia de la venta era precedida por una
solemne misa.

En los días de grandes celebraciones religiosas,


Caracas entraba en un estado de fervor y de excitación
colectivas. En sus Leyendas Históricas, Arístides Rojas
describe la participación de todos: "Aderezábanse las
señoras de pie a cabeza, ostentando las más ricas joyas;
llevaban las matronas su cola de esclavas, acompañaban las
autoridades las principales procesiones, y gala hacían los
batallones de sus limpias armas y bellos uniformes..."
También los fallecimientos se convertían en motivo de
encuentro social. Dos campanadas de la catedral indicaban
que agonizaba alguien de alcurnia -una sola indicaba que el
moribundo no tenía la misma importancia-: tal vez algún
miembro de las veinte familias de los Amos del Valle. Cuando
el principal iba a ser enterrado, la gente salía de sus
casas, las calles se cubrían de flores, las ventanas se
abrían y la ciudad entera seguía el paso del duelo. La urna
era cargada en andas por la numerosa comitiva. En ésta
desfilaban todas las autoridades de la ciudad: desde el
Gobernador hasta el último de los alguaciles.

A la religiosidad de la provincia, a la fuerza


económica de la Iglesia, se unía el poder político del
Obispo: igual o mayor que el del Gobernador o el Cabildo. En
manos de los Obispos reposaba el arma más temible: la
excomunión. Excomulgar era lo mismo que execrar, condenar al
castigado no sólo fuera de la religión, sino fuera de la
sociedad toda. Un excomulgado no podía recibir ayuda ni
trato de nadie. Era un auténtico paria, un "maldito". En
previsión de que algún intemperante Obispo -y, desde luego,
los hubo- pudiera excederse en la utilización de esa
terrible pena, existía una disposición: la "Real Provisión
de Fuerzas", que obligaba al Obispo que hubiese utilizado
el castigo de la excomunión, a levantarlo transcurridos ocho
meses, salvo que hubiese probada reincidencia de la parte
del condenado.

Al interior del mundo de la provincia de Venezuela nada


parecía ser definitivamente eficaz ni irremediablemente
definitivo. Cada orden tenía su contraorden y cada norma una
excepción. Sobre un desmesurado y abrumador cúmulo de
disposiciones y ordenanzas, se movía la legislación de la
provincia. Como cada norma era susceptible de transgresión y
como había demasiadas normas que se podían transgredir, todo
42

se diluía en un océano de apariencias, de sobreentendidos,


de picardías. En esa realidad una actitud se impone: la del
"sobreviviente", la del "vivo". La "supervivencia"
naturaliza una tendencia que se hace general en todos los
estratos sociales: en mantuanos y en pardos, en "blancos de
orilla" y en negros esclavos. Para todos la visión es la
misma: la ley es un obstáculo que debe franquearse; ella no
ampara, obstruye; no protege, molesta; es siempre un reto a
vencer; algo de lo que se desconfía. El mantuano que vende a
contrabandistas holandeses los productos de sus haciendas,
coincide con el mestizo que se las ingenia para medrar entre
los confusos vericuetos de unas leyes que le impiden casi
todo. Los nobles mantuanos que deben sus títulos a los
dineros de la venta de su cacao, reproducen la misma farsa
de los pardos que dejan de ser mulatos gracias a los dineros
que puedan pagar para ello. Todo pareciera estar muy claro y
sin embargo nada lo está: los títulos nobiliarios se
compran, la blancura se paga, la legitimidad también. La
palabra real, dinero mediante, testimonia cualquier cosa.
Las cosas son, entre otras razones, porque así lo dice la
autoridad indiscutida del Rey. Pero las órdenes reales
tampoco lucen claras. Como frecuentemente ellas son
totalmente inaplicables, es necesario acudir a un
subterfugio: el de "acatarlas sin cumplirlas". El
funcionario, obligado a la desobediencia por la ilogicidad
de alguna orden, cumple con un peculiar ritual: el de
colocarse en la cabeza el pergamino donde está escrito el
mandato real y, así, pronunciar una fórmula: "Prometo
obedecer pero no puedo cumplir". Todo está bien: se han
salvado las apariencias. Basta con eso.

La arquitectura legal que estructura -sosteniéndolo-


la inmensa edificación del imperio español es una
formación colosalmente monstruosa, tercamente erguida sobre
un solo objetivo: mantener unidos el centro con las partes.
Todos los caminos de América conducen a la lejanísima figura
del monarca aposentado en la corte de Madrid. La política
administrativa de la Península es la de fiscalizar hasta los
más pequeños detalles del mundo bajo su dominio. La figura
del monarca es la de un padre final: instancia definitiva a
la que puede acudirse cuando todas las demás han fallado. El
mayor símbolo de ese paternalismo piramidal y extremo fue
Felipe II. Encerrado en su palacio de El Escorial, el
monarca mueve, solitario, los hilos de su gran imperio. Se
busca al rey para todo: para ordenar la construcción de
alguna Iglesia, de algún monasterio, de algún hospital, de
alguna escuela. La minuciosidad de Felipe II para ocuparse
de todos los detalles, aún los más nimios, su febrilidad
"ordenancista", su pasión "catalogadora" es alucinante:
según su personal y propia instrucción la ciudad de Caracas,
por ejemplo, debía llevar un registro de nueve libros
43

"debidamente anotados y clasificados" sobre los nombres de


sus moradores. Estos libros, siempre según los criterios
del Rey, debían seguir la siguiente catalogación: el primero
se dedicaría a los conquistadores o fundadores, el segundo a
los primeros pobladores, el tercero a los encomenderos, el
cuarto a los que no tenían indios pero sí tierras y solares,
el quinto a los que no tenían ni indios ni tierras o solares
pero sí oficio, el sexto a los "tenían oficio pero no lo
ejercitaban", el séptimo a los que no tenían oficio, el
octavo a los "ausentes en servicio del Rey" y el noveno a
los indios de los arrabales y de las haciendas.

La burocracia, ese papeleo perfectamente estéril y casi


siempre por entero inútil (aunque psicológicamente tal vez
muy eficaz), era la forma natural de una relación
administrativa hecha de fórmulas y de apariencias. La
burocracia es el alma y el cuerpo del imperio. Ella expresa
una "eficacia" de máscaras y de tapujos. En Sevilla, los
casi veinte integrantes del Consejo de Indias (Presidente,
Consejeros, Secretarios, Promotores, Relatores, Abogado de
pobres, Solicitadores, Fiscales, etc.) reciben, en la
desesperante parsimonia de larguísimas descripciones
legalistas y con años de tardanza, inacabables pliegos donde
se les pone al corriente de las infinitas demandas de los
españoles americanos. Los casos se archivan: decretos,
leyes, normas, reglamentos, son asentados en libros de
registros. Para 1620, esos libros suman más de quinientos.
En ellos reposan, ordenadamente numeradas, más de
cuatrocientas mil cédulas reales.

Las crónicas de la provincia de Venezuela a lo largo de


los siglos XVI, XVII y XVIII, están jalonadas con los
pleitos que enemistaron al Obispo tal con el Gobernador
cual, del irrespeto que cometió el uno contra el otro o de
la falta del otro contra el uno. Los motivos de esos pleitos
suelen ser de una banalidad que hoy asombra: la prerrogativa
en el uso de los bancos de la catedral, el derecho a ser
escoltado por pajes, la utilización de parasoles durante las
ceremonias, el derecho a ser servido con agua bendita en el
momento de entrada al templo. El problema podía complicarse.
Estallaban entonces los célebres Conflictos de Competencia:
auténticas guerras entre los distintos poderes:
Ayuntamiento, Gobernador u Obispo. Esas guerras agrupaban a
la población en bandos que, activamente, dividían sus
simpatías a favor de uno u otro de los contrincantes. Si el
Conflicto de Competencia no alcanzaba a solucionarse a nivel
de la provincia misma, entonces el caso llegaba a la
instancia superior: la Real Audiencia; si tampoco aquí
hallaba solución era, entonces, al mismo Rey en persona a
quien tocaba decidir. A menudo lo hizo. Cuéntase que Carlos
III, harto de ser importunado con aquellos enfrentamientos y
44

rencillas de la lejana provincia de Venezuela, había


exclamado no tener "ni tiempo ni paciencia para ocuparse de
las tonterías de las autoridades de Caracas".

Que no nos engañe la futilidad de aquellos Conflictos


de Competencia. Ellos aludían, en el fondo, a algo muy
importante: el poder. La población respetaba más a quien
podía más, a quien mostraba mayor preeminencia. Iglesia y
Cabildo, Cabildo y Gobernador buscan dominar sobre los otros
para destacarse ante los ojos de su sociedad; erigirse en
autoridad máxima: la más obedecida, la más respetada, la más
encumbrada. La literatura reseña algunos Conflictos de
Competencia. Blas José Terrero en su Teatro de Venezuela y
de Caracas, describe un tiempo hecho de religión y de
rencillas. En una página, relata cierta pugna surgida entre
los alcaldes del cabildo caraqueño, de un lado; y el
Gobernador y el Obispo, del otro. Terrero inclina sus
simpatías hacia estos dos últimos. A los alcaldes los acusa
de ejercer un "mulatismo fermentado", capaz de "cometer
desacatos tan horribles como sacrílegos".

Todo un universo social está allí condensado: autoridad


real -Gobernador- y autoridad eclesiástica -Obispo-,
enfrentados a un pugnaz cabildo caraqueño. Terrero,
obviamente defensor de la autoridad real, censura con
acritud a los mantuanos lugareños que osan desacatarla. Su
indignación se extrema cuando refiere cómo el Cabildo de
Caracas depone de su cargo al Gobernador: "Altérase el
cabildo (...) y valiéndose los alcaldes de aquella despótica
facultad que se habían atribuido por la cédula de 18 de
setiembre de 1676, deponen al Gobernador de su empleo y
resumen en sí la autoridad, para proceder con más dsembarazo
a la ejecución indiscreta de sus mentecatos designios."

El mundo colonial es un universo de balances:


equilibrio no precario -por el contrario:
extraordinariamente sólido- de fuerzas enfrentadas: la
oligarquía local contra los funcionarios enviados por la
metrópoli; la iglesia vs. el poder civil; las distintas
ciudades compitiendo entre sí por alcanzar o preservar
diversas prerrogativas. La administración colonial exacerbó
un complejo sistema de rivalidades dentro del cual un poder
limitaba siempre a otro poder, donde cada autoridad era
trabada por otra autoridad. Reales Audiencias vigilaban a
Capitanes Generales; éstos, a su vez, vigilaban a los
ayuntamientos. Fuerzas "rivales" se acechaban mutuamente. La
intención era que ninguna de ellas en particular alcanzase a
detentar una fuerza excesiva.

Juicios de Residencia, Visitas, Pesquisas, fueron


algunas fórmulas de que se valió la Metrópoli para controlar
45

a sus colonias; mecanismos que servían tanto de supervisión


de la conducta de los funcionarios como de verificación de
la eficacia del propio sistema de gobierno. En principio la
ley limitaba el poder del funcionario; esto es: el
formulismo opacaba al hombre. La legislación prevalecía por
sobre el individualismo; la fuerza del hombre político, del
poderoso de turno -Gobernador, aristócratas del cabildo,
Obispo- terminaba siempre en el lugar donde comenzaba la
disposición del Monarca, la ley metropolitana.

Ese juego de relaciones contradictorias impuesto por la


administración imperial, originó la paradójica convivencia
entre un centralismo peninsular y las vigorosas oligarquías
locales. El poder de las aristocracias lugareñas crece al
amparo de la desmesura burocrática. El mantuano que ve al
Capitán General como a su igual o, más frecuentemente aún,
como a su inferior, acata las órdenes de éste porque a eso
lo obliga la ley, pero la obediencia convive con una
orgullosa independencia, una fuerte conciencia grupal, un
sentido de élite. El poder imperial aceptaba esa pugnacidad,
porque necesitaba de la fuerza de las oligarquías locales.
Los Señores criollos eran representantes naturales de la
corona al interior de sus sociedades. Esa fuerza lugareña
fue un muy eficaz aliado de la Península, por razones obvias
incapaz de extender su brazo fiscalizador hacia todos los
rincones del imperio. Una oligarquía fuerte significaba
orden dentro de la región; significaba, también, una eficaz
garantía de defensa contra la constante rapiña de piratas
extranjeros -holandeses, franceses y, sobre todo, ingleses.
Pero había que limitar ese poder: para eso estaba la
burocracia imperial. Ella impedía cualquier exceso. El
sistema era, a fin de cuentas, una particular variante del
viejo feudalismo europeo: precaria armonía entre el rey y
sus barones. Históricamente la fórmula sobreviviría por
mucho tiempo en la Venezuela ya republicana. Absolutismo
centralista y feudalismo local: el mejor aliado del caudillo
mayor -el Señor Presidente- serán los distintos caudillos
menores, garantes de paz en sus respectivas regiones: era la
nueva versión republicana de las formas políticas
coloniales.

Dos rasgos caracterizaron nuestro mundo colonial: la


solidez y la impermeabilidad. De esta última derivó su mayor
debilidad: la incomunicación. Las culturas, las naciones, al
igual que las personas, pueden verse tentadas a convertir
sus valores y principios en muros insalvables que las
mantengan separadas del resto del universo. Mucho se ha
repetido que fue en la pervivencia de un espíritu medieval,
consolidado por la Contrarreforma, donde deben situarse las
peculiaridades culturales del mundo hispánico. El Concilio
de Trento había decretado que la pompa del arte debía servir
46

a la fe -seducción de la belleza y de la magnificencia. El


mismo Concilio de Trento había rechazado la ciencia por
considerarla dañina para la salud espiritual de las gentes.
Supervivencia de la Escolástica como instrumento de
pensamiento. La Escolástica entremezcla religión con
filosofía, teología con mística. Ella es una filosofía de la
eternidad: hombre y mundo desaparecen en medio de la
abstracción del dogma; en ella, el intelecto se sitúa sólo
al servicio de la religión. La ciencia no penetró, pues, ni
en España ni en las colonias americanas.

En la segunda década del siglo XVI Juan Luis Vives


condenaba toda forma de invención (y no hay que olvidar que
en latín, descubrir e inventar son sinónimos). No se inventa
en España; tampoco en las tierras de América. Culturalmente,
la Contrarreforma significó un alejamiento entre el Imperio
y las nuevas formas del saber, las nuevas "actitudes" del
hombre ante el conocimiento y ante la vida misma. Cuando a
comienzos del siglo XIX, el Barón Alejandro de Humboldt
visita la provincia de Venezuela, se extraña de la falta de
interés de los criollos ante lo científico, de su falta de
iniciativa, de la pasividad de sus vidas. "En estos países
-dice Humboldt que, aunque se refiere a Caracas, obviamente
piensa en la América española toda- a nadie se le ocurre
salir en busca de plantas alpestres, estudiar estratigrafía
o calcular las alturas por medio del barómetro. Se está
acostumbrado a la vida uniforme entre las cuatro paredes; se
rehuye la fatiga y se temen los cambios súbitos de tiempo, y
diríase que no se vive para disfrutar de la existencia, sino
sólo para vegetar". La observación revela el choque entre
dos mentalidades: moderna la una, activa, curiosa; la otra,
pasiva, inmovilizada en la rutina de un mundo inalterable.

Por mucho tiempo el sistema colonial funcionó -y


funcionó bien: su solidez, su permanencia, son la mejor
prueba- a partir de sus peculiares (des)armonías. Venezuela
no volvió a conocer otro período de paz y de estabilidad
semejantes a los de aquellos tres siglos coloniales. La
torpeza, la pesadez de las relaciones que unían a las
provincias con la Metrópoli, no obstaculizaron una
funcionalidad natural, lógica, coherente. Como un gigantesco
organismo, el corpus imperial se mantuvo con vida propia. En
él, todo lucía como consecuencia de una armonía final, de
una articulación a lo definitivo, a lo trascendente. El
imperio era el mundo. Sus ideales, sus valores eran los
únicos posibles. No había otros. Frente al imperio no cabía
la crítica ni la duda. Las certezas se apoyaban sobre la
petrificación de normas que la aceptación de todos había
convertido en dogmas.
47

Quien voluntariamente se excluyese de ese mundo dejaba


de aceptarlo e, incluso, de comprenderlo. A su vez, el
automarginado dejaba de ser comprensible para quienes en él
permanecían. El ausente se convertía en otro, en hereje.
Herejía significa ajenidad total. Sólo la incomprensión y el
rechazo son posibles para con el hereje: aquél que no es
como nosotros, quien no piensa igual a nosotros. Esto
explica, por ejemplo, la comunicación imposible entre
Miranda y la totalidad de la provincia de Venezuela a
comienzos del siglo XIX. Para los blancos criollos, Miranda
es un hereje: un ser incomprensible, alguien que ha "dejado
de ser". Era la forma más restallante y evidente de la
intolerancia: no es posible escuchar ni creer a quien ya "no
es". El terrible anatema de la excomunión, perduraba en las
costumbres de aquel universo que, sin embargo, ya era casi
republicano.

A finales del siglo XVIII un grupo de criollos


caraqueños escribió una carta a la corte de Madrid. Era una
misiva altanera que exponía una serie de quejas.
Prácticamente todas se referían a lo mismo: la excesiva
intervención de la Metrópoli en los asuntos de la provincia.
Los criollos exigían, de una vez por todas, manejar esos
asuntos por ellos mismos: "Ya es tiempo -decía la carta-
de romper el velo del silencio, de hacer frente a los
opresores de estos países (...) de decir claramente que ésta
tan extraña, rara, inesperada gestión de algunos de nuestros
comerciantes, tiene su verdadera raíz en el espíritu de
monopolio de que están animados, aquel mismo bajo el cual ha
estado encadenada, ha gemido y gime tristemente esta
provincia." En Madrid se consideró que aquella carta carecía
de mesura. Fue archivada sin que se tomasen en cuenta
ninguna de sus peticiones. Las primeras e irreversibles
fisuras entre la Metrópoli y la provincia de Venezuela,
tenían un viejo origen -el mismo de siempre-: el poder.

Los movimientos liberales que a comienzos del siglo XIX


se multiplican por toda la América española, conocerán en la
particular situación de la Capitanía General de Venezuela un
ambiente propicio para su penetración y su desarrollo. La
marginalidad administrativa de Venezuela, permitió tempranos
contactos con países ajenos, herejes. De Curazao, desde
Aruba, de Bonaire, en barcos holandeses, franceses,
ingleses, llegaban las mercancías de una Europa no española.
Con esas mercancías venían también los libros y, con ellos,
las ideas. Muchos años, antes -por la facilidad con que
penetraban Venezuela el contrabando y, en general, la
influencia holandesa- se llegó a decir que la la región más
parecía una colonia holandesa que española. Por eso pudo tal
vez Venezuela ser más cosmopolita que otros lugares, más
sujetos a la vigilancia y la sujeción metropolitanas.
48

En su Viaje a las regiones equinocciales, Humboldt dice


haber encontrado en la ciudad de Caracas una cultura
política más amplia que en cualquiera de las otras regiones
del continente que haya visitado. "El intenso tráfico
comercial con Europa y el Mar de las Antillas -dice- ha
ejercido una poderosa influencia en la evolución social de
las hermosas provincias de Venezuela. En ninguna otra parte
de Hispanoamérica ha adoptado la civilización un matiz tan
europeo..." Libros que difícilmente hubiesen logrado
penetrar de contrabando en los virreinatos del Perú o de la
Nueva España, llegaban a Venezuela en las bodegas de los
frecuentes barcos contrabandistas. El "espíritu
revolucionario", llegaba clandestinamente a Venezuela junto
con los libros que el mantuanaje caraqueño leía y comentaba
en las tan de moda veladas literarias.

La realidad que los sectores más revolucionarios del


mantuanaje descubrían en sus reuniones y tertulias, en medio
de jícaras de espeso e hirviente chocolate acompañadas de
crujientes tostones de plátano, era la visión de un mundo
diferente, por completo ajeno al que había trazado sus vidas
y las de sus ancestros durante trescientos años. Era una
ajenidad que hablaba de derechos humanos, de democracia, de
parlamentarismo, de igualitarismo, de división de poderes.
El propósito que se insinúa entre los más drásticos
adherentes de las nuevas ideas es el de la necesidad de
darle la espalda a éste, el mundo propio, y sustituirlo para
siempre por otro. Las noticias del triunfo de la Revolución
Francesa, las nuevas acerca de la independencia de las
colonias sajones del Norte, inspiraban el incipiente ensayo
de una revolución sustentada sobre un preciso proyecto
ideológico: el rechazo a la propia condición cultural, a la
propia historia.

La situación era, a un tiempo, paradójica, y terrible:


el nacimiento de nuestra soberanía se imponía sobre la
muerte del pasado. La paradoja entrañaba una contradicción
que jamás llegaría a resolverse: la tradición asomaba por
entre los resquicios del nuevo discurso político. El
mantuanaje no parece descubrir divergencia alguna, por
ejemplo, entre las tesis democráticas que predica y su
despiadada condena contra Francisco de Miranda, de quien no
acepta jefatura porque es "orillero". Desagrada, también a
muchos de los democráticos mantuanos que el Generalísimo
utilice ideas "liberalísimas" para "crearse entre la gente
baja un grupo que lo respalde". El liberalismo mantuano que
se propone "sacudir el yugo de la opresión" y romper las
"cadenas de la tiranía", es acompañado de la total
convicción de que, una vez independiente la provincia de
Venezuela, todo continuará igual a como era; sólo que el
49

mantuanaje detentará -¡por fin!- el total poder político,


además del económico. Era el viejo sueño, la aspiración de
siempre: el dominio absoluto de la provincia -su provincia-
sin la presencia incómoda y "fisgoneadora" de la Metrópoli.

Miguel José Sanz escribe, en los primeros momentos de


la Independencia, cuáles serán los criterios para
seleccionar a aquéllos destinados a tener alguna relevancia
dentro de un futuro gobierno republicano: "La voz del pueblo
-dice Sanz- sólo corresponde a los que teniendo propiedades
y residencia se interesan por ellas en la prosperidad de la
cosa pública, pues los que nada tienen sólo desean
variaciones e innovaciones de que no pueden sacar algún
partido favorable. En una República o Reyno bien organizado
son los propietarios los que componen el pueblo soberano".

La causa de la Independencia no prosperó realmente


hasta que el mantuanaje la hizo suya. Esa causa fue, a un
tiempo, su mayor momento de gloria y su decadencia, su cenit
y su nadir. La ruptura con España implicaba la erradicación
violenta de todos aquellos factores que habían permitido
durante tres siglos la entronización de sus privilegios. La
Emancipación señalaría que el tiempo de los viejos derechos
nacidos a la sombra de la ya lejana Conquista habían
terminado para siempre.

Al igual que cualquier otra forma de convivencia


histórica, el aristocratismo asienta su validez y su
vigencia sobre su autenticidad. El poder del aristócrata, la
autoritas del señor, se sustenta sobre la capacidad de éste
para otorgar protección. El feudalismo es un orden dentro
del cual las jerarquías sociales funcionan como eficaces
mecanismos de perdurabilidad y control. La sumisión del
vasallo, su dependencia, es la consecuencia de su desamparo
y de su necesidad de protección. Una vez que esa debilidad
termina, la autoridad del señor pierde sentido. El vasallo
ya no necesita ser protegido. En ese momento, el afán de la
aristocracia por mantener e imponer su ética, deja ser
autenticidad real, y se convierte en pantomima: mímesis
vacua de formas en desuso.

Las rupturas que introdujo la Independencia auguraban


una violencia que arrastró a la provincia a una sola y
patética alternativa: sobrevivir. Desde los primeros
momentos de la lucha, la existencia misma de Venezuela,
incluso a un nivel físico, pareció estar amenazada. Clases
y razas luchan entre sí. Ciudades se enfrentan entre ellas.
Afloran seculares rencores entre villas y villorrios.
Despiertan viejas envidias entre los distintos cabildos.
Coro, la primera capital de la provincia, se enfrenta a
Caracas. La vieja Santa Ana de Coro exigía para ella el
50

rango de ciudad primada: ser la nueva capital de una


provincia venezolana que se conservaría fiel al Rey. Tampoco
Valencia obedece a Caracas: toda la población valenciana:
blancos criollos, pardos, españoles, se unen en armas contra
el mantuanaje caraqueño que solivianta a la provincia contra
Fernando VII. Tres siglos de orden, de convivencia -tensa
tal vez pero convivencia al fin-, trescientos años de
normas, equivocadas o no, buenas o malas, pero siempre
comprensibles, aceptadas por todos, desaparecen en medio de
un baño de sangre: apocalipsis terrible del que surgirá el
nuevo país.

El fin de la era colonial arrasaba con una sociedad


que apenas vislumbraba su futuro. Su destino se forjaba
sobre la destrucción y la negación. Empezaba una de las
secuelas más complejas y dolorosas de nuestro nacimiento
republicano: el presente y el porvenir se hacían sólo
contradicción de un larguísimo tiempo anterior.
Políticamente nuestro origen republicano decretaba el
silencio sobre los tres siglos coloniales. Se pretendía
acallar para siempre el tiempo de nuestro origen y de
nuestra formación como país. Se partía de cero: un
convencionalismo político decretaba que sólo en 1810
empezaba nuestra "voz" nacional. Con el correr del tiempo,
esa voz sería la única aceptada por nuestro oficialismo
patriótico; lo demás entraba a formar parte de los profundos
olvidos de la siempre poco pródiga memoria venezolana.
51

PARTE III:

TIEMPO REPUBLICANO, FORMAS


REPUBLICANAS

"Fue Venezuela uno de los países donde


la Historia se vivió más como tormenta
y como drama.
La guerra fue como la enorme criba, el
tremendo caldero de las brujas, donde
iba a fundirse o a prepararse lo que
empezamos a llamar democracia
venezolana." Mariano Picón Salas:
Comprensión de Venezuela.
52

Nuestros ideólogos de la emancipación comenzaron por


sostener la tesis de que España había mantenido a sus
colonias por demasiado tiempo al margen de la historia.
"España saca los ojos del entendimiento a los americanos
para tenerlos más sujetos", había dicho Miranda en una carta
enviada al Primer Ministro inglés Pitt. La apreciación era
sólo a medias exacta. Realmente todos -España e
Hispanoamérica- habían permanecido fuera del presente
occidental. Hispanoamérica no era la consecuencia de una
consciente "voluntad de encierro" por parte de la Metrópoli;
sino más bien el resultado de un fenómeno complejo y de muy
difícil transformación: la petrificación de una cultura.

Las tesis que, ideológicamente, se encargan de


sustentar el proyecto emancipador frente a España apoyarán
sus argumentaciones sobre la violenta negación del propio
pasado. Bartolomé de las Casas, el apasionado defensor de
los indios y, de muchas formas, el primer promotor de la
Leyenda Negra, es redescubierto a la luz de una nueva
utilidad: la de símbolo acusador en contra de la
colonización de América. El discurso político establece que
el pasado hispánico es un lastre doloroso y vergonzante
que, en el mejor de los casos, no conviene sino olvidar.
Como argumentación para el futuro colectivo era un proyecto
riesgoso: significaba un salto en el vacío, un
extrañamiento frente a nosotros mismos. Negarnos. Con la
emancipación comienza uno de los más característicos signos
del vaivén histórico-político venezolano: el del perpetuo
recomienzo. Partir de cero, rechazar lo que se ha ido
dejando atrás; consciente voluntad de rupturas e inicios en
permanente y discontinua sucesión.

El propósito de nuestros libertadores se reveló


trágicamente imposible. No había cabida en nuestra tradición
cultural para una convivencia igualitariamente ciudadana ni
para una auténtica tolerancia democrática. Existían, a fin
de cuentas, muy profundas oposiciones entre los principios
liberales que se pensaban instaurar y tres siglos de
historia que hablaban de fideísmo, de intolerancia
religiosa, de aristocratismo. No podía haber, por ejemplo,
convergencia posible entre un catolicismo casi medieval de
prédica asentada en la convicción constante de que lo
herético -lo diferente, lo distinto- debía ser erradicado
53

sin contemplación alguna, y la actitud tolerante de un


liberalismo republicano. Nuestro catolicismo negaba -lo
había hecho por tres siglos- la heterodoxia. Rechazaba la
pluralidad. Su fuerza se apoyaba sobre la fe y el dogma, en
la convicción de dominar y de proclamar una verdad absoluta
que no admitía ninguna otra. La sociedad colonial de la
provincia de Venezuela, que había aceptado desde sus
comienzos la pluralidad racial, nunca aceptó la pluralidad
religiosa. Era del todo inadmisible la discrepancia en lo
tocante a religión. La sola idea de libertad de cultos
-netamente republicana- se oponía a lo más hondo de nuestra
tradición cultural.

Un suceso ilustra la profunda discrepancia entre la


tolerancia republicana y nuestro catolicismo colonial. Un
irlandés amigo de Miranda, William Burke, había publicado en
La Gaceta de Caracas un artículo que tituló "La tolerancia
de cultos". En ese escrito su autor predicaba que la
tolerancia religiosa debía ser consagrada por un precepto
constitucional. Burke sostenía que la única arma válida para
la defensa de la religión era la lógica, nunca la coacción.
La reacción a estos planteamientos fue de una condena
violenta. Todos los rechazaron. Su autor fue tachado de
perturbador y de hereje. El propio Miranda no se atrevió a
apoyarlo abiertamente por temor a continuar ahondando en las
cada vez mayores diferencias que lo separaban de casi todos
sus compatriotas.

Nuestra Constitución republicana del 5 de julio de 1811


proclamará oficial y definitivamente la intolerancia en
materia religiosa: "la religión católica, apostólica, romana
es también la del Estado, y la única y exclusiva de los
habitantes de Venezuela. Su protección, conservación, pureza
e inviolabilidad sea uno de los primeros deberes de la
Representación Nacional, que no permitirá jamás, en todo el
territorio de la Confederación, ningún otro culto, público
ni privado, ni doctrina contraria a la de Jesucristo."
Además, en la Declaración de Independencia, Felipe Fermín
Paúl compuso una fórmula de juramento de fidelidad al nuevo
régimen. El artículo octavo de ese juramento rezaba:
"¿Juráis a Dios y a los Santos Evangelios, que estáis
tocando, reconocer la soberanía y absoluta independencia que
el orden de la Divina Providencia ha restituido a las
Provincias de Venezuela, libres y exentas para siempre de
toda sumisión y dependencia de la monarquía española y de
cualquiera corporación o jefe que las represente o
representase (...) y conservar y mantener pura e ilesa la
Santa Religión católica, apostólica y romana, única y
exclusiva en estos países, y defender el misterio de la
Concepción Inmaculada de la Virgen María nuestra Señora?"
Como diría un periódico de Caracas de por esos días: "¿Qué
54

tiene que ver con la Independencia el misterio de la


Concepción?"

La primera conclusión que se vislumbra en Venezuela,


tras las secuelas dejadas por la independencia, es la de un
patético contraste entre los grandes proyectos de los
libertadores y el resultado concreto de la guerra. Ilusiones
y fracasos; sueños que chocan con la realidad. En esa
relación, debe entenderse toda la tragedia del Generalísimo
Francisco de Miranda. Su vida, una vida de gloria,
aventurera existencia que rozaba en lo legendario, terminó
en el rechazo común de sus compatriotas, en la incomprensión
de todos. Casi sesenta años tiene Miranda cuando regresa a
Venezuela después de los sucesos del 19 de abril de 1810.
Ellos preanunciaban lo que por tanto tiempo había soñado el
viejo militar: una república independiente y soberana en los
inmensos territorios del imperio español en América.

Desde mucho tiempo antes, exactamente desde los años en


que había servido en el cuerpo expedicionario del ejército
español que ayudó a la independencia norteamericana, Miranda
había imaginado la cercanía de un nuevo tiempo para su
América: tiempo de gobiernos democráticos, de legislaciones
emanadas de la potestad de parlamentos; tiempos opuestos, en
fin, al de los de su infancia de Caracas, donde mantuanos
aristócratas habían humillado a su padre por haber osado
utilizar un uniforme al que, según los criollos, no tenía
derecho alguno. El uniforme y la capa de don Sebastián de
Miranda fueron, incluso, motivo de numerosos chascarrillos
entre la siempre chusca población de la apacible la ciudad
de Santiago de León de Caracas.

Joven oficial, Miranda había conocido la vida en las


colonias sajonas de la América del Norte. En ellas todo le
admiró: sus instituciones, las costumbres de los colonos. Le
llamó poderosamente la atención, también, la robusta
complexión de los norteamericanos, sus hábitos alimentarios.
En sus cuadernos hablará detenidamente sobre todo eso;
también, sobre la religiosidad de los sajones: más personal
y más participativa que la nuestra, menos formalista, más
democrática e individual. Imagina Miranda que algo parecido
pueda existir en una América española ya independiente.
Durante años y años van a acumularse en su mente, en sus
Diarios, quimeras e ilusiones que, poco a poco, se
convierten en planes: meticulosos bosquejos que describen
complejas formas políticas: sistemas de gobierno federado,
regirían de la vida futura de las excolonias españolas;
inmensas repúblicas serían gobernadas por dos soberanos
supremos -los Incas-, elegibles democráticamente por
períodos de diez años; a capital de esa colosal nación sería
llamada Colombia y habría de construirse en el ombligo de
55

América, en la región de Panamá; uno de los Incas


permanecería siempre en ella, mientras que el otro viajaría
constantemente a todo lo largo del territorio, supervisando
a los gobiernos regionales.

Ni en Venezuela ni en Hispanoamérica toda -seguramente


tampoco en Inglaterra, donde el propio ministro inglés Pitt
tantas veces debió conocerlos por boca del propio Miranda-
existía alguien capaz de comprender aquellos proyectos. No
va a entenderlos, desde luego, la oligarquía caraqueña que
ve en su autor a un famoso militar revolucionario,
ambicioso, que terminará por aprovecharse de las
circunstancias, haciéndose con el poder relegando a todos.
La provincia de Caracas ve en Miranda a un hombre ya viejo
que regresa al país tras una larguísima ausencia de treinta
y cinco años, afrancesado militar que habla un español con
curioso acento extranjero; sin duda francés.

No participan los "ilustrados" mantuanos caraqueños del


entusiasmo de Miranda por esas extrañas y desmesuradas
confederaciones donde los nombres indígenas se entremezclan
con formas políticas inglesas. Otras cosas, además,
distancian a Miranda de los revolucionarios criollos: se lo
identifica demasiado con una Revolución Francesa
profundamente antirreligiosa; y, lo que es peor: se sospecha
de su estrecha cercanía a Inglaterra. Se sabe, por ejemplo,
que la fracasada expedición de 1806 que desembarcó en Coro
ha sido financiada por oro inglés. Como dijo el historiador
Gil Fortoul: "El error de Miranda en 1806, error capital,
consistió en no desvanecer los escrúpulos que siempre tuvo
(la provincia de Venezuela) para desligarse de su Metrópoli
por protección de otra potencia europea". A lo largo de
tres siglos la fuerza de la región toda había sido su eficaz
unión en contra de los asedios de piratas ingleses. Tres
siglos de odio hacia un definido enemigo común no podían
desvanecerse de la noche a la mañana. El Marqués del Toro,
antiguo amigo de Miranda, preguntará en un momento
determinado: "¿A cuenta de qué Inglaterra le ofrece a
Miranda barcos y dinero para armar tropas y le paga
secretarios?".

Terminado el episodio del desembarco en Coro, Miranda


es quemado, en efigie, en la Plaza Mayor de Caracas. En acto
público, el verdugo ajusticia a un monigote que representa
al rebelde ausente. La orden del simbólico castigo ha venido
directamente de España. Lo significativo es que
absolutamente toda la población de Caracas asiste,
festivamente, a ese animado acto donde se execra del hereje,
se castiga al renegado.
56

Temido por los sectores oligárquicos, incomprendido por


los grupos populares; sólo entre los revolucionarios más
jóvenes y apasionados, va a encontrar Miranda apoyo y
admiración efímeros. El año de 1812 es el año de la derrota
de la Primera República. En él se gesta y culmina la
tragedia de Miranda. Sus palabras al ser entregado a
Monteverde -"bochinche, bochinche, esta gente no sabe hacer
sino bochinche"- resumen su hastío y desaliento ante un
mundo incomprensible. Seguramente, alguna vez tuvo Miranda
la visión de su destino. En una carta que escribió, desde
Londres, a Manuel Gual expresaba sus sombríos presagios
sobre sí y sobre el futuro de su trunca aventura:
"Trabajemos pues con perseverancia y rectas intenciones en
esta noble empresa dejando lo demás a la Divina Providencia
(...) que cuando no nos resultase más gloria que la de haber
trazado el Plan, y echado los primeros fundamentos de tan
magnífica empresa, harto pagados quedaremos: Delegando a
nuestros virtuosos y dignos sucesores el complemento de esta
estupenda estructura, que debe si no me engaño sorprender
los siglos venideros".

La desaparición de Miranda significará, en la historia


venezolana, el inicio de la estrella deslumbrante de
Bolívar. El Libertador representa algo que es similar y, a
la vez, profundamente diferente a Miranda. Los dos son los
principales ideólogos de nuestra emancipación; ambos son,
también, el producto de un tiempo de valores comunes. Las
diferencias entre ellos son de orden cultural: Miranda es el
extranjero incomprendido, un "musiú" del que todos
desconfían; en Bolívar, por el contrario, confluye una
herencia de trescientos años de cercanía, de identificación
a la tierra venezolana y a sus gentes. El resume la historia
toda de su provincia: la de sus padres y sus abuelos, la
región de siempre de sus ancestros. A la postre Bolívar sí
alcanzó a ser seguido y admirado por el mismo pueblo que por
tres siglos acató la voluntad de los hombres que hicieron su
casta. Las masas venezolanas intuyeron en él al viejo
caudillo atávico que se hacía respetar y seguir, obedecer y
temer.

La Guerra a Muerte que sigue a la derrota de la Primera


República era el fin de los sueños libertarios de Miranda y
también de las primeras visiones utópicas de Bolívar. La
evolución cruel de una guerra que violentamente termina con
consolidadas estructuras jurídicas y legislativas, con
formas colectivas tradicionales, impone un nuevo
protagonista en la historia venezolana: la del
guerrero-caudillo republicano. En su particularidad épica,
Bolívar prefigura ciertos trazos repetidos en ulteriores
caudillos de nuestra vida nacional. Praxis políticas y
guerreras distancian a Bolívar de Miranda. El Libertador va
57

"haciéndose" como directa consecuencia de las circunstancias


que la guerra crea. Desde el año de 1812 Bolívar entiende
que no es a través de legislaciones perfectas como podrá
establecerse el gobierno de la futura República venezolana.
Sus palabras son certeras y contundentes: "Los códigos que
consultaban nuestros magistrados no eran los que podían
enseñarles la ciencia práctica del gobierno, sino los que
han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose
repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección
política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje
humano". Bolívar, el estadista, reprochaba el idealismo de
los soñadores. Bolívar, el político, se alejaba de los
utópicos.

La fuerza del pensamiento bolivariano se apoya en su


comunicante cercanía con las circunstancias que lo iban
generando. La mayoría de las tesis políticas de Bolívar
podrían resumirse así: cada contexto -social, cultural,
histórico- genera sus urgencias políticas, la eficacia
particular de sus propias instituciones. Esa lucidez vincula
el pensamiento de Bolívar con el de Andrés Bello y el de
Simón Rodríguez. Esos tres hombres extraordinarios
distinguieron siempre en la herencia cultural de tres siglos
coloniales, el principal obstáculo para la efectiva
aplicación de las recetas republicanas. Tiempo después de
terminada la guerra, desde su definitivo domicilio de Chile,
Andrés Bello lo dirá transparentemente: "Arrancamos el cetro
al monarca, pero no al espíritu español: nuestros congresos
obedecieron, sin sentirlo, a inspiraciones góticas (...)
hasta nuestros guerreros, adheridos a un fuero especial que
está en pugna con el principio de igualdad ante la ley,
revelan el dominio de las ideas de esa misma España cuyas
banderas hollaron".

Los ideales republicanos se enfrentaban a la historia


de la provincia de Venezuela. Esta certeza expresa las
principales evoluciones bolivarianas: del jacobinismo
primero hacia un pragmatismo obsesionado por evitar, a toda
costa, la disgregación, el caos social, la anarquía
política. Las tesis políticas del "Discurso de Angostura",
no sólo no podrían ser refutadas seriamente sino que,
además, ellas permanecen por entero vigentes. Frases como:
"El sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce
mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad
social y mayor suma de estabilidad política..." expresan el
lúcido pragmatismo del genio político de Bolívar.

La destrucción, la desolación de su patria, la


desaparición de las riquezas agrícolas de la hasta entonces
fértil región de Venezuela preocupa tanto a Bolívar como a
todos los jefes de la causa patriota. Desde el comienzo de
58

la guerra, se presagian irreversibles alteraciones del viejo


orden social. El caos que abrían las compuertas de la guerra
de Independencia, comienza tal vez con Domingo Monteverde,
el improvisado y azariento jefe de la causa del Rey.
Monteverde triunfa sobre los patriotas, vence a Miranda; su
victoria se apoya sobre sí mismo. Sin estructuras jurídicas
que lo consoliden, sin orden legal que le permita dirigir y
consolidar la administración monárquica, Monteverde confía
su gobierno sobre grupos de canarios que incondicionalmente
lo siguen. Canario, Monteverde asienta su poder militar y su
fuerza política sobre su compatriotas canarios. Comenzaban
en la historia de Venezuela unas reglas de juego político
nuevas y de larguísima permanencia en el nuestro tiempo
republicano: los caudillos militares a quienes los avatares
de la fortuna ha hecho triunfadores, se apoyan sólo sobre el
respaldo incondicional de sus inmediatos seguidores. El
carisma y prestigio militar son la única fuerza, la sola
garantía de supervivencia. Más de un siglo de historia
venezolana se escribirá con similares trazos a éstos que
Monteverde comienza a dibujar, en sangre, sobre nuestro
rostro nacional.

La consigna de Monteverde era acabar con la oligarquía


criolla allí donde ésta se encontrase. Debilitar a los
criollos patriotas a como diese lugar. El desangramiento de
la clase dominante significó una de las consecuencias más
dañinas para el destino del país. Sin organizados grupos
directores que logren encauzarlas, no hay revoluciones
triunfantes. El enfrentamiento de clases, la guerra de razas
fue siempre la gran pesadilla de Miranda y de Bolívar. Era
el inesperado y terrible impuesto que la realidad imponía
sobre las ilusiones emancipadoras. Rafael María Baralt,
nuestro más importante historiador del siglo XIX, ve en el
horror hacia ese desencadenamiento de choques raciales -que
tan terriblemente recordaban a todos lo sucedido en Haití-
la causa de la capitulación de Miranda ante Monteverde.
"Miranda -dice Baralt- ve ya a los negros invadiendo a
Caracas y entrándola a sangre y fuego, como lo habían hecho
en otras partes (...) cree que no hay opinión ni virtud
patriótica en aquella turba reunida (...) por la esperanza
del botín; que no hay pueblo allí ni hay principios y que
el triunfo, por consiguiente, era imposible".

La ruptura del orden colonial deshacía profundos


balances sustentados sobre diversos equilibrios: de poderes,
de grupos sociales, de razas; equilibrio, incluso, de
ciudades, y regiones entre sí. Esa primera consecuencia de
la revolución no pareció haber estado presente en la mente
de los revolucionarios criollos que iniciaron el movimiento
emancipador; sin embargo en un pasado reciente aparecían,
nítidos, aquellos signos que inequívocamente señalaban la
59

precariedad de las jerarquías desarrolladas por el sistema


de administración colonial ya en su última época. A finales
del siglo XVIII, la provincia había conocido numerosas
revoluciones y conspiraciones. Todas ellas reflejaban
profundos odios de raza y de clase. El movimiento de José
Leonardo Chirino en la Sierra de Coro, el alzamiento de
Cariaco en 1798, el complot de Maracaibo en 1799, han debido
prevenir a los revolucionarios -y despistados- mantuanos
sobre el grave riesgo que, como grupo, corrían al alentar
una ruptura definitiva con la Metrópoli.

Cuando el esclavo negro José Leonardo Chirino se rebela


en la Sierra de Coro, lo primero que hace, tras asesinar a
su amo, es amenazar con el exterminio a todos los blancos
criollos de la zona. Idéntica amenaza se repite en todos y
cada uno de los distintos movimientos sediciosos que
existieron en la época. Más que contra la remota España y
sus engolados y fugaces funcionarios, las amenazas de las
distintas rebeliones se dirigen hacia los poderosos grupos
locales. El tiempo del mestizo llegaba junto al odio; odio
impregnado de un aire revolucionario: el del "Régimen del
Terror" francés, el de las sangrientas masacres de Haití.

La más importante de las rebeliones del siglo XVIII fue


la protagonizada por Manuel Gual y José María España. A
diferencia de otros movimientos anteriores, éste tenía un
desarrollo y una fuerza revolucionaria más definidos.
Contaba, por ejemplo, con un programa político que
estipulaba los alcances de su lucha. "Cuarenta y cuatro
ordenanzas", establecían las normas políticas para el futuro
gobierno de la provincia de Venezuela una vez que triunfase
la rebelión: abolición de la esclavitud, reparto equitativo
entre indios, negros y mestizos de las tierras y propiedades
de los criollos. Las "Cuarenta y cuatro ordenanzas" de Gual
y España reflejaban, pues, un proyecto absolutamente
igualitarista que planteaba la supresión definitiva de todos
los privilegios de la administración colonial. De más está
decir que fue la oligarquía criolla quien con mayor
violencia reaccionó en contra de la sedición de Gual y
España; participó activamente en su sofocación y
entusiastamente aplaudió el ajusticiamiento de sus
cabecillas.

Frente a alzamientos revolucionarios y populares


anteriores al año de 1810, la respuesta de las diferentes
oligarquías locales -del oriente, del occidente, del centro
de la región- había sido siempre la misma: irrestricto
apoyo al gobierno español. Simple cuestión de supervivencia:
los blancos criollos sabían que su aliado natural frente a
la rebeldía popular era la fuerza final y definitiva de la
Corona. Porqué esa convicción -por lo demás muy cierta-
60

cambia a partir del año de 1810 y, desde el Cabildo de


Caracas, el mantuanaje emprende la aventura separatista, es
algo que sólo cobra sentido a la luz de complejos cambios
relacionados con el nuevo signo de los tiempos. Tarde o
temprano la ruptura definitiva con España -la disgregación
del Imperio- había de llegar. Lo que inicialmente cambiaba
-y mucho- era la posición de los distintos sectores de la
oligarquía criolla ante la independencia. Los más jacobinos
-jóvenes casi todos- favorecían la idea de una ruptura total
con el pasado, de un recomienzo absoluto. Otros -la gran
mayoría- se inclinaban por una paulatina separación de la
Metrópoli, sin rupturas excesivas, sin alteraciones
exageradas. Sin embargo, había una coincidencia: todos
pensaban que la República no borraría del todo los viejos
privilegios. Los principales cargos políticos irían a parar
a manos -y eso lo consagraba la Constitución misma- de los
rentistas y los propietarios. A mayor cantidad de dinero
mayor relevancia política. El viejo aristocratismo dejaba
paso a nuevas diferenciaciones sociales más económicas,
menos forales. Sin embargo la relación se mantenía: quienes
más tenían serían, a fin de cuentas, quienes continuarían
mandando.

La causa de la Independencia iba a ser, al comienzo,


profundamente antipopular. Rápidamente lo entiende Bolívar:
para que el pueblo apoyase a los patriotas había que
enseñarle a ver en la Independencia algún aliciente. Esto lo
lleva, por ejemplo, a ofrecer la libertad para todos
aquellos esclavos que abracen la causa republicana. Nunca
abandonó al Libertador el temor de que la guerra derivase en
enfrentamiento de clases, ni tampoco el temor a eso que él
llamaba la "pardocracia". La orden del fusilamiento a Piar
puede verse dentro de ese prisma. La acusación más grave del
Consejo de Guerra que condena a a Piar es la de que éste
pretende construir una república de negros y mulatos en la
región de Guayana. Se acusó también a Piar de usar su origen
pardo como arma política, de haber llegado a ofrecer a
negros y mestizos el exterminio de todos los blancos
mantuanos que dirigían el ejército patriota. Textualmente,
el cargo imputado a Piar fue "haber proyectado asesinar a
los hombres blancos que viven en la República. Para este
proyecto ha convocado a los hombres de color, los ha querido
alucinar con la falsa idea de que se hallaban reducidos al
último grado de abatimiento, ha intentado armarlos
presentándose él mismo como pardo y, no obstante sus
servicios, perseguido por sola esta circunstancia".

La Declaración de Guerra a Muerte fue no sólo una forma


de internacionalizar la guerra de Independencia, sino
también una manera de "comprometer" en su causa a las masas
venezolanas. Ese será el argumento con el que Nicolás
61

Briceño, rico hacendado y vecino de las haciendas


barloventeñas de Bolívar, se esfuerza por convencer al
Libertador de que aplique, con todo su sanguinario exceso,
las reglas de una "guerra a muerte". Era necesario forzar a
los americanos a "sentirse americanos"; esto es: a unirse a
los amos criollos en contra de los amos españoles. La
Declaración de Guerra a Muerte tiene, bajo esta perspectiva,
un clarísimo sentido definidor: el de señalar nuevos
límites, tanto en la lucha como en el perfil de sus
distintos protagonistas.

En ambos bandos, patriota y realista, tal vez quien más


hábilmente supo explotar las viejas rencillas de clase fue
José Tomás Boves. El legendario carisma del "taita" se
apoyaba sobre su sagaz manipulación de ancestrales odios.
Los miles de lanceros llaneros que arrastra Boves siguen en
él al hombre que, aunque blanco, promete acabar con los
seculares privilegios de los blancos criollos. El mestizo
llanero, al tomar la lanza y blandirla por la causa del Rey,
quebraba viejísimas relaciones de servidumbre, rompía para
siempre con atávicas formas de dominio. Ni para los llaneros
ni seguramente para el propio Boves existe la causa de
España; existe, sólo, la causa que el caudillo encarna:
botín de guerra y un rabioso igualitarismo. Los jefes que
secundan a Boves son depuestos si las tropas lo piden. Sólo
la hombría y el valor personal los hace jefes. Nada que
luzca a jerarquía existe en las hordas que siguen las
banderas rojas y negras del caudillo asturiano.

Prácticamente desde un comienzo, la guerra de


Independencia fue una guerra de individualidades. Eran los
hombres, las figuras guerreras quienes, en la violencia de
la lucha, se destacaban o desaparecían. El desquiciado
tiempo de la guerra repetía lo ocurrido durante la lejana
Conquista de la región: el éxito era la azarienta recompensa
para unos pocos afortunados; el premio de la valentía y el
arrojo. Del lado realista, del lado patriota, sobresalen
tempranamente los carismáticos jefes que se imponen con
fuerza propia en medio de la convulsión. Entre los
patriotas: Santiago Mariño, Manuel Piar, José Francisco
Bermúdez, José Tadeo Monagas, Juan Bautista Arismendi, José
Félix Ribas, Rafael Urdaneta... Caudillos casi siempre
revoltosamente situados bajo la égida del caudillo mayor:
Bolívar. Luego será el turno de José Antonio Páez, el jefe
definitivamente victorioso, el principal nuevo protagonista
histórico de la guerra. Hay también caudillos en el lado
realista. De hecho en ese bando está tal vez el más
representativo -y efímero- de todos los grandes jefes del
nuevo tiempo: José Tomás Boves.
62

El fenómeno caudillesco traza, impredecible, los nuevos


rumbos de un futuro destino nacional. A los viejos conceptos
de autoridad de clase y aristocracia, se suceden los nuevos
de autoridad individual y autocracia. Nuevos Señores de la
Guerra suceden a los viejos Señores de la Tierra. Boves y
Páez son emblemáticos de todas las rupturas producidas por
la Guerra a Muerte. Ambos se relacionan en un signo común:
lo azariento de su triunfo, lo imprevisible de su ascensión.
Boves es español y pulpero. Por razones aún hoy no del todo
claras -de las que no parecieran estar ausentes conflictos
personales con miembros de la oligarquía local llanera-
abraza la causa realista. Rápidamente se convierte en el
idolatrado guía de miles de jinetes llaneros que lo siguen a
lo largo del país, bañando en sangre las puntas de sus
toscas lanzas hechas con las rejas de los balcones de las
casas saqueadas. El grito brutal de las hordas de Boves
-"Mueran los blancos, los ricos y los que saben leer"-
expresa por sí solo el cariz de su lucha. Admiración
ciega por el jefe. Odio hacia el blanco criollo. Esa es la
única causa que comprenden los lanceros de Boves. Por ella
matan. Por ella mueren. La afirmación de Juan Vicente
González, "Boves es el primer caudillo de la democracia
venezolana", posee todo el sentido de lo patéticamente
veraz, de lo irrefutablemente trágico.

Boves ejemplariza a la perfección el nuevo signo


político que la guerra imprime sobre Venezuela: la ley del
fuerte se hace norma sobre la sola voluntad del hombre. No
será más la ley quien sujete a las individualidades: ahora
será el hombre quien se alce por sobre la ley. Boves muere
tempranamente sobre los campos de batalla de Urica. Su
estrella duró poco más de un año. Nadie puede imaginar qué
hubiera sucedido en la historia venezolana de haber vivido
por más tiempo. Ciertamente, su perfil individualista y
caudillesco, su peculiar forma de entender la guerra y la
causa del Rey, lo hubiesen llevado tarde o temprano
-seguramente más temprano que tarde- a irreconciliables
enfrentamientos con la Corona española. El triunfo de Boves
no significaba, ni mucho menos, la victoria de la causa
realista. A la larga, un Boves triunfante hubiese terminado
por romper cualquier sujeción con la Metrópoli. Entre las
instrucciones que traía Morillo al llegar a Venezuela,
estaba la de debilitar el poder personalista adquirido por
los distintos jefes de la causa realista. Una orden, muy
precisa, indicaba que quienes más se hubiesen destacado
debían ser enviados, a la mayor brevedad, fuera del país.
"En un país donde desgraciadamente está el pillaje y el
asesinato organizado, conviene sacar las tropas y jefes que
hayan hecho allí la guerra; y aquéllos que como algunas de
nuestras partidas han aprovechado los nombres del Rey y de
la patria para sus fines particulares, debe sí separárseles
63

con marcas muy lisonjeras, destinándoles al nuevo Reino de


Granada". Definitivamente Boves hubiese sido un "aliado"
imposible para España. Aunque la adivinanza histórica es
siempre banal, resulta claro que de no haber muerto Boves en
1814, no se hubiera tardado en producir alguna forma de
ruptura definitiva entre él y España; paradójicamente:
alguna particular independencia.

El fantasma de Boves se proyecta a lo largo del futuro


devenir de nuestra historia política. Periódicamente formas
de desbandada social y de aventurerismo político o militar,
recuerdan aquel momento de 1814, el año de Boves. Lo
recordará, por ejemplo, la Guerra Federal, con sus inmensos
contingentes de masas desorientadas que recorren el país
tras el desgarrado ideal de utopía igualitaria que predica
Ezequiel Zamora. El odio de clases desatado por Boves era el
desvirtuado espejismo de una justicia social que parecía
llegar en medio de un caos sangriento. Ese espejismo se ha
repetido a lo largo de persistentes identificaciones entre
las masas y algunos hombres que han hecho comprensibles
para ellas irrenunciables ofertas de definitiva igualdad
social. En su Historia política de Venezuela, dice el
historiador Juan Uslar Pietri: "Boves fue un caudillo
popular, como después lo han sido en sus momentos y en
diferentes circunstancias los líderes políticos de nuestra
democracia, que espontáneamente han arrastrado grandes
masas, como Antonio Leocadio Guzmán, Villalba, Rómulo
Betancourt, etc."

Después de Boves, los llaneros venezolanos van a


encontrar en Páez al nuevo guía y caudillo. Páez es un
típico producto del pueblo: mestizo, peón de hato. Entra a
las filas patriotas siguiendo a Manuel Pulido, el dueño de
la hacienda para la cual servía. En curioso proceso
patrimonialista desde siempre presente en la vida guerrera
venezolana, los amos arman a sus peones. Estos los siguen a
la aventura guerrera con fidelidad casi filial.

Rápidamente crece Páez en la admiración de las tropas.


Después del año de 1821, Bolívar lo ve como su natural
sucesor en el gobierno del país, el nuevo hombre impuesto
por las circunstancias. Ese mismo año de 1821, Bolívar
escribe una carta a Pedro Gual, Ministro de Relaciones
Exteriores de Colombia, en la que expresa sus percepciones
sobre los ejércitos llaneros, la causa patriota y el futuro
político de la República: "Son los llaneros seres
determinados, ignorantes y que nunca se creen iguales a los
otros hombres que saben más o parecen mejor. Yo mismo, que
siempre he estado a su cabeza, no sé aún de lo que son
capaces. Los trato con una consideración suma; y ni aun esta
misma consideración es bastante para inspirarles la
64

confianza y la franqueza que debe reinar entre camaradas y


conciudadanos. Persuádase Ud. Gual, que estamos sobre un
abismo, o más bien sobre un volcán pronto a hacer su
explosión. Yo temo más la paz que a la guerra, y con esto
doy a Ud. la idea de todo lo que no digo, ni puede decirse".
Claro testimonio: Bolívar, el legislador inmerso en un
desmesurado sueño de grandeza -que terminará por
convertirse en su pesadilla y su ceguera- reconoce su temor
y su impotencia frente a un porvenir indescifrable.

Bolívar parte a dirigir la Campaña del Sur y Venezuela


queda en manos de Páez. Bolívar fue el legislador que aspiró
a un "deber ser" para Venezuela, a un sueño de grandeza
continental. Páez es el guerrero a quien la fuerza de
aleatorias circunstancias ha hecho político: pragmático y
localista. Es la hora del caudillismo estrecho. En palabras
del historiador Germán Carrera Damas: "Páez asumió la
nación, mientras Simón Bolívar hizo suya la Emancipación".
La lejanía de Bolívar inicia la disgregación, debilita el
modelo político ideado por el Libertador. El propio Páez se
lo dice en una carta: "Es preciso que Ud. (...) complete su
obra, que no consiste sólo en haber destruido a los enemigos
exteriores sino en asegurar el país contra las tentativas de
los enemigos domésticos, y en alejar la discordia".

Sucesión constante de figuras: Bolívar, el político


aristócrata, sucedía a Miranda, el europeizante idealista;
Páez, el caudillo local, sucedía al visionario continental
que fue Bolívar. Páez representa la entronización definitiva
de un tiempo nuevo. El es el jefe supremo de la patria chica
-la "patriecita", como alguna vez dijo Carlos Soublette- y
dentro de esa "patriecita", él garantiza el orden. Esa fue
su fuerza. Ese fue su signo en la historia venezolana.

La República empezaba sobre las cenizas de estructuras


legislativas vigentes por tres siglos. Sobre los escombros
de las viejas formas, las nuevas son extremadamente simples:
la autoridad está representada en aquellos hombres capaces
de imponerla. Espejismo del nuevo aparato de poder:
autocracia militar por República; hombres a cambio (o a
falta) de leyes. La clase dominante de los tiempos
coloniales prácticamente ha desaparecido. No hay
legisladores, no hay tampoco suficientes administradores en
el país. De hecho, casi treinta años después de iniciada la
vida independiente de Venezuela, en 1858, en vísperas de la
Guerra Federal, Fermín Toro, en su célebre discurso en la
Convención de Valencia acerca de la forma de gobierno más
conveniente para la joven República, si la federal o la
centralista, utiliza, para apoyar la causa centralista, un
argumento tan simple como irrefutable: la falta de gente.
Saca las cuentas Fermín Toro del número de legisladores
65

necesarios para una forma de gobierno federada, y concluye


que son necesarios no menos de quinientos. Esto lo hace
exclamar: "¡Quinientos legisladores! Venezuela no tiene
tantos hombres hábiles!". No existe una mejor prueba de la
debilidad con que tocaba a Venezuela emprender su destino.

Una sociedad no puede sobrevivir sin jerarquías o sin


principios de autoridad. En Venezuela, rotos los mecanismos
de control social de la legislación colonial, sólo quedaba
el hombre -algunos hombres- como garante del orden
colectivo. Era lo mismo que analogizar caudillo militar y
poder; identificar personalismo autocrático e interés
nacional. Sin tradición de valores sobre la cual apoyar una
visión de su destino, sin claras perspectivas sobre las
complejas estructuras del poder, el caudillo encontró en el
solo disfrute de su fuerza un fin en sí mismo. A partir de
ese momento, leyes, Constitución Nacional, partidos, se
hicieron máscara, instrumentos encubridores de las
decisiones del autócrata. Esa era la lógica terrible y
verdadera -además de cínica- contenida en la célebre frase
de José Tadeo Monagas: "la Constitución sirve para todo". O
lo que es lo mismo: la política es el ejercicio retórico
encargado de "hacer presentable" la voluntad del jefe. Este,
por su parte, entendía de privilegios más que de
responsabilidades, de favoritismos más que de compromisos
políticos. Al caudillo no lo rodeaban funcionarios sino
servidores, áulicos en vez de subordinados.

No hay continuidad en el personalismo: sólo divisiones


y subdivisiones a partir de cada nueva división; clanes
nuevos suceden a clanes viejos; hombres continúan a otros
hombres, en sucesión monótona de acumulación y pérdida de
privilegios. El aparato de Estado se hace vehículo,
plataforma de impulso, mina inagotable para pequeños grupos
orientados por aleatorias afinidades, impulsados por
confusos e inmediatos intereses, siempre en función a su
cercanía con el hombre que encarna al Estado.

Venezuela era, al comienzo de su vida soberana, un


organismo político primario, inacabado. En particular
sistema piramidal, el caudillo mayor o Presidente dirige,
desde Caracas, los hilos que unen su destino al de
numerosísimos caudillos menores: presidentes de Estado,
jefes civiles; particulares garantes, todos, del orden local
en las distintas regiones del territorio. Desde 1830 y
durante todo un siglo, el cuadro sociopolítico venezolano es
de una elocuente simplicidad: de un lado, el pueblo;
compuesto en su gran mayoría por masas campesinas,
desorganizadas y analfabetas; del otro, los viejos jefes
militares de la guerra revestidos, ahora, con el ropaje de
66

políticos, cercanamente secundados por los escasos grupos de


cierta relevancia intelectual o económica.

La fuerza del caudillo se apoya, además de la firmeza


de un bien ganado prestigio militar, en un creciente poder
económico. Lo uno acompaña rápidamente a lo otro: el
guerrero se convierte en hacendado, y es entonces cuando se
hace verdaderamente fuerte. Nace la nueva oligarquía de las
individualidades guerreras. Los despojos del viejo
mantuanaje disputan su retazos de vieja riqueza agraria con
los nuevos herederos triunfales de la guerra. Los tiempos
cambian social y económicamente: el militar mestizo sucede
al blanco mantuano en el vértice de la pirámide social;
luego será la riqueza del comercio y de la usura la que
suceda a la tres veces secular riqueza de la tierra. Se
producen alianzas cambiantes entre los nuevos privilegiados:
el guerrero-político tiene el poder; el comerciante, el
prestamista usurero, prosperan a su sombra. Sueños
democráticos, ideales igualitarios no alcanzados por la
Independencia, parecían cumplirse en un mundo de azarosas y
bruscas movilidades sociales.

En su libro Formación histórica del antidesarrollo de


Venezuela, Héctor Malavé Mata maneja una interesante tesis:
la de la inoperancia económica de los distintos proyectos
que, inspirados en un mal adaptado liberalismo económico,
sólo alcanzaron a profundizar el atraso y el
"antidesarrollo" de los primeros tiempos republicanos.
Especial importancia dedica Malavé Mata al caso de la "Ley
sobre la libertad de contratos", sancionada por el Senado en
el año de 1834. Esa Ley significaba la legalización de la
práctica de la usura, proscrita de Venezuela -y de todo el
orbe hispánico- durante el tiempo colonial. Los términos de
la Ley eran claros: "El senado y la Cámara de Representantes
de la República de Venezuela reunidos en Congreso,
considerando: Que la libertad, igualdad y seguridad de los
contratos son uno de los medios poderosos que puede
contribuir a la prosperidad de la República, decreta: Art.1
Puede pactarse libremente que para hacer efectivo el pago de
cualquier acreencia, se rematen los bienes del deudor por la
cantidad que se ofrezca por ellos en día y hora señalados
para la subasta. Art.5 El acreedor o acreedores pueden ser
licitadores en la subasta. Art.6 El rematador, por el acto
del remate y posesión subsecuente, se hace dueño de la
propiedad rematada". De esta forma, se contemplaba al
comercio con dinero como la forma más directa de dinamizar
nuestra estancada economía. La grave secuela de la "Ley
sobre la libertad de contratos" es que hizo excesivo el
privilegio del prestamista por el deudor. Cada vez mayor
cantidad de haciendas pasaban a manos de casas de comercio;
éstas se apoderaban de lo que siempre había sido el alma y
67

la riqueza de la región: la tierra. El país se empobrecía en


la ruina de quienes alguna vez fueron sus dueños.

Una de las mentes más lúcidas de la época, Fermín Toro,


argumenta en sus "Reflexiones sobre la Ley del 10 de abril
de 1834" que eran perfectamente previsibles sus dramáticas
consecuencias. Alertaba Toro, además, en contra de lo que él
llama "los vicios de la ley y sus ruinosas consecuencias en
los dos puntos principales que abraza: la libertad absoluta
de la usura y los remates judiciales sin restricción alguna
en favor de los deudores". En suma: la entronización de la
usura; Conclusión tanto más grave cuanto que ella alteraba
viejísimos y ciertamente eficaces mecanismos de producción
agraria. Queriendo dinamizar la economía del país sólo se
logró, a fin de cuentas, su estancamiento.

Son abundantes y variados los testimonios que denuncian


la situación del propietario despojado. En el terreno de lo
literario, cuentos y novelas de entre mediados del siglo XIX
y hasta ya entrado el siglo XX toman partido abiertamente
por la causa del hacendado arruinado por la avaricia del
capital. En el enfrentamiento que opone a casas de comercio
y terratenientes, el testimonio documental favorece siempre
a este último. Peonía, de Manuel Vicente Romero García;
Todo un pueblo, de Miguel Eduardo Pardo; En este país, de
Luis Manuel Urbaneja Achelpohl; El hombre de oro, de Rufino
Blanco Fombona; Vidas oscuras, de José Rafael Pocaterra,
construyen parte significativa de sus tramas sobre ese tema.
El símbolo que se repite es el del viejo hacendado, noble y
orgulloso, indefenso en manos de un capitalismo mercenario
al que protegen los arribistas de la política y los
militares de fortuna: poderosa y corrompida fauna citadina.

De "enorme novela de las gentes que se lanzan a


perseguir la suerte" define Picón Salas el rumbo de nuestra
vida nacional durante el tiempo republicano del siglo XIX.
La realidad de los hechos parecieran darle la razón: en 1859
un general de la federación cruza en su camino, a comienzos
de la guerra, con un mozalbete que, admirado, contempla la
espada y el uniforme del oficial. Este propone al jovencito
que le siga a la guerra. El muchacho acepta. Poco más de
veinte años después, el niño entra por su propio pie en la
historia venezolana: es Joaquín Crespo, el caudillo llanero,
segundo de Guzmán Blanco y por dos veces Presidente de la
República. Ejemplos como éste se repiten en la cotidianidad
histórica venezolana. Los escritores incorporan el tema en
sus novelas. Lo hace, por ejemplo, Luis Manuel Urbaneja
Achelpohl en su libro más conocido: En este país. Su trama
cuenta la anécdota de un joven gañán que, enamorado de la
hija de los dueños de la hacienda en la que trabaja, no
puede aspirar a casarse con la joven. Se lo impiden su
68

origen humilde y la alcurnia de la prometida. El peón va a


la guerra -una de las innumerables guerras que pueda haber
conocido el país- y es despedido por el grito que le
dirige su joven prometida: "¡Hazte general!". El sueño se
cumple: terminada la guerra, Paulo Guarimba, el joven peón,
es general. Alcanza, incluso, el cargo de Ministro de
Guerra. La situación cambia por entero: el altanero padre de
la novia es ahora el primero en ofrecerle a su hija. Quienes
antes despreciaban al gañán Paulo Guarimba son los mismos
que ahora lo adulan. La sociedad toda se inclina ante él: es
poderoso. Es militar. Es político. Será rico. Así va
construyéndose la historia "democrática" del país.

Un conquistador derrota a una tribu indígena, funda una


ciudad y se asienta en una encomienda. Un soldado llega a
general, comanda un ejército y alcanza la Primera
Magistratura. En ambos casos la conclusión es la misma: la
aventura y la suerte inician el poder y el linaje. Los Diego
de Losada, los Garci González de Silva parecieran repetirse
en los Páez, los Monagas o los Crespo. En Venezuela ese azar
resultado de la aventura pareciera socialmente haberse
relacionado con otra vieja característica: la del
igualitarismo, la no rigidez excesiva en las distintas
barreras sociales. Como fenómeno se remonta tal vez a
ciertas particularidades en el origen de nuestro proceso de
formación nacional. Particularidades emparentadas a la
soledad y a la dispersión de las encomiendas otorgadas a los
conquistadores. Allí, aislado en sus inmensos fundos, el
conquistador convive con negros e indios en particular
sociedad heterorracial. Alejado de muy frecuentes
intercambios urbanos, ajeno a muy estrictas normas
protocolarias, los criollos blancos de la provincia de
Venezuela, hijos y nietos de encomenderos, se habituaron tal
vez más que los americanos del Perú o la Nueva España a la
cercanía de trato con el siervo indio, con el esclavo negro.
De esas relaciones surgía un elevadísimo número de hijos
naturales con los que el hijo legítimo mantenía una relación
particular. Los hijos ilegítimos dejaban de ser esclavos o
siervos y se convertían en figura intermedia entre la
servidumbre y el mundo de los amos.

El universo venezolano se fue haciendo en la


complejidad de relaciones en las que prevalecía el orgullo
de grupo y la independencia ante poderes demasiado cercanos
o vigilantes. El pardaje, que comienza a hacerse socialmente
importante a lo largo del siglo XVIII y que busca su espacio
protagónico en la guerra, es un buen ejemplo. La
Independencia fue el tiempo de los mestizos, la hora de los
hijos naturales. Esa hora se prolonga, interminable, durante
un siglo de convulsiones.
69

El nacimiento de un igualitarismo que establecía


diferencias definitivas con el pasado, se produjo, tal vez,
en los momentos terribles y dolorosos de la Guerra a muerte.
En la violencia desquiciante de un país desquiciado,
criollos, negros y pardos conviven en una misma
supervivencia. No podía haber distinciones de clase muy
claras entre el ama blanca y la esclava negra que abandonan
Caracas despavoridas en los momentos en que se acercan a
ella Boves y sus llaneros. Los campos de batalla igualaron
a negros y blancos, a peones y amos.

El igualitarismo, sin embargo, no impedirá la rápida


aparición de nuevas jerarquías. El peonaje que había seguido
al señor en aventuras militares; identificándose con él en
la defensa de intereses casi familiares, expresión de un
vasallaje que relacionaba el propio interés con la suerte
del señor; vio una promesa en la aventura guerrera. José
Antonio Páez era peón de un hato, el del rico terrateniente
Manuel Pulido. Al comienzo de la guerra, Pulido decide
adherir a la causa patriota y llevar a todos sus peones con
él. Es así como el Centauro de los llanos entraba en la
historia. Rápidamente operaría una inversión de roles:
Manuel Pulido era el terrateniente criollo que se hacía
militar, Páez sería el peón-militar convertido algunos años
después en rico terrateniente. El valor y, sobre todo, la
suerte establecían nuevos poderes y, por consiguiente,
nuevos respetos.
Como una herida mal curada, los conflictos que desató
la Independencia permanecerán abiertos por mucho tiempo. La
Emancipación lo había empezado todo sin alcanzar a concluir
nada (muy pocas cosas, al menos). Las diversas camarillas
que rodean a los caudillos-presidentes se reparten el poder.
Había diferencias de estilo entre los "conservadores" de
Páez y los "liberales" de Monagas; un comportamiento
político distinto que, sin embargo, no ocultaba una
definitiva semejanza: la voluntad del jefe supremo como la
sola realidad legislativa. Conservadores y Liberales son, a
fin de cuentas, grupos similares donde hasta los nombres y
los rostros se entremezclan, se repiten, se perpetúan.

Durante la Guerra Federal parecieron aflorar


diferenciaciones ideológicas más precisas entre los sectores
liberales que apoyaban una constitución federal y los grupos
conservadores que sustentaban la tesis del centralismo. Sin
embargo, y paradójicamente, en esa oposición entre
liberales-federales y conservadores-centralistas se origina,
uno de los más célebres comentarios cínicos -de los muchos
comentarios políticamente cínicos que jalonan nuestra
historia republicana-: la declaración de Antonio Leocadio
Guzmán sobre el origen del nombre "federalismo"; supuesta e
irreal bandera para contradecir a las viejas oligarquías
70

conservadoras. Las palabras exactas de Leocadio Guzmán


fueron: "No sé de donde se han sacado que el pueblo le tenga
amor a la causa de la Federación. Esta idea salió de mí y de
otros que nos dijimos: puesto que la Convención se declaró
partidaria del centralismo agitemos nosotros las banderas de
la Federación que si los otros hubiesen dicho Federación
nosotros hubiésemos dicho centralismo". Además de cínicas,
esas palabras eran torpes: desvirtuaban un innegable ansia
popular de radicales transformaciones en el país. La
corrupción de las distintas oligarquías, la debilidad
general y el aislamiento de las regiones entre sí, fueron el
mejor aliado de las banderas enarboladas por el gran
caudillo de la revolución federal: Ezequiel Zamora. Dos eran
los lemas de Zamora: igualdad absoluta entre los hombres y
desaparición definitiva de cualquier tipo de privilegio de
clase.

Quienes, a comienzos de la Guerra Federal en 1858,


siguen a Zamora creen en la posibilidad de un reparto
equitativo de tierras, aspiran a un mayor desarrollo
regional a partir de una descentralización del país. Había
cierta lógica histórica en la búsqueda del modelo federal:
durante trescientos años, las distintas regiones que
componían lo que sería la futura nación venezolana, habían
permanecido relativamente aisladas unas de otras. No fue
sino apenas en 1786 cuando, con la formación de la Real
Audiencia de Caracas, se van a unificar jurídicamente todas
esas regiones. Las ciudades de las provincias mantuvieron
durante el tiempo colonial una relación de orgullosa
independencia e igualdad. Cuando un peligro determinado
amenazaba alguna región, las distintas ciudades armaban
ejércitos que, bajo un solo mando, se organizaban para
enfrentar la amenaza. Así había sucedido cuando la invasión
de Lope de Aguirre o a lo largo de las frecuentes
incursiones de piratas.

En su proclama de Coro del 25 de febrero de 1859 Zamora


expresa peticiones que son el clamor de la inmensa mayoría
de los venezolanos. Todas, sin excepción, son de una justeza
irreprochable: elecciones auténticamente libres y
democráticas para elegir no sólo presidente y
vicepresidente, sino también legisladores, magistrados y
jueces; administración de justicia gratuita; repartimiento
equitativo de riquezas durante casos generales de escasez
(guerras, sequías, catástrofes naturales); abolición de la
prisión por deudas; igualdad de todos los ciudadanos ante la
ley.

La inesperada muerte de Zamora, significó la


desaparición del hombre que mejor encarnaba la autenticidad
revolucionaria. Creyó Zamora en su causa -la "causa
71

feberal" como el pueblo la llamaba. Para Zamora, la guerra


fue una especie de cruzada destinada a alcanzar la utopía de
un país mejor: más justo sobre todo. Sus proclamas solían
ser delirantes profesiones de fe en el pueblo de Venezuela:
en su potencial, en su posible superación colectiva. Sus
ideales fueron su evangelio y, también, su legado histórico:
trunco, inconcluso. La causa de Zamora, como muy pocas
veces ha sucedido con nuestros grandes dirigentes nacionales
fue, definitivamente, la causa del pueblo venezolano.

El régimen federal establecido oficialmente en 1864,


tras cinco años de guerra civil, no pasó de ser una de las
tantas entelequias sin asidero alguno en la verdad política
venezolana. La falta de población, la pobreza del Estado, la
incomunicación entre las distintas regiones, hicieron
imposible hasta su parcial implementación. La mayoría de los
estados en que fue organizada la República carecía siquiera
de los recursos necesarios para pagar su tren de poderes
-ejecutivo, legislativo, judicial. El federalismo repetía
ese nominalismo nuestro de siempre, según el cual una cosa
es lo que dice la ley y otra, muy distinta, lo que dicen los
hechos. La triunfante causa del federalismo concluyó en el
régimen de Antonio Guzmán Blanco, el más centralista de
todos los que hasta ese entonces había conocido el país. Una
vez más, la terminología política se hacía forma vacua,
encubrimiento, máscara con que disfrazar de apariencias las
verdades. La Constitución consagraba el federalismo; la
verdad de los hechos decía, sin embargo, que desde Caracas
el gobierno se esforzaba en controlar y administrar a las
diferentes -y siempre díscolas- entidades federales.

En medio de la larga sucesión de caudillos-presidentes


que jalonan nuestra historia política del siglo XIX, la
figura de Guzmán Blanco se distingue con fuerza particular.
Los dieciocho años que suman sus varios gobiernos
significaron un esfuerzo real por estabilizar al país, por
atraer hacia él la mirada de las diferentes naciones
desarrolladas. Dos fueron las principales obsesiones de
Guzmán Blanco: pacificar a Venezuela y organizarla. El nuevo
caudillo "ilustrado" se proponía lograr que con el interés
de las naciones más avanzadas llegase, también, al menos una
parte de su desarrollo. La lógica del proyecto guzmancista
era simple: una vez que Venezuela se hiciese apetecible para
países empeñados en un proceso de expansión imperialista,
nuestra nación vería llegar, en la riqueza de esas
naciones, cierta cuota de progreso. Lucía como algo
definitivamente aceptado por todas las conciencias pensantes
del país, que ninguna transformación positiva para Venezuela
podría surgir de ella misma. Definitivamente, la modernidad
debería venir de afuera.
72

"Venezuela es como un cuero seco. Si la pisas por un


lado, se levanta el otro"; la gráfica expresión, empleada
por el propio Guzmán Blanco, se correspondía perfectamente
con la realidad. A fin de cuentas, ni los proyectos del
"Ilustre Americano" ni -mucho menos- los afanes de una
escasa burguesía nacional lograrían modernizar al país. Las
radicales metamorfosis futuras llegarían junto a un
insospechado destino petrolero que parecía evocar las
fantasías legendarias del Dorado o la convulsión primera de
las perlas de Cubagua. Una vez más: el fantasma de la
riqueza fácil, de la aventura siempre posible, se
posesionaría de nuestro destino venezolano.

El largo inicio republicano -más de un siglo de


tientos, de rumbos erráticos y difíciles- impuso entre
nuestros grupos pensantes una particular percepción sobre el
país: pesimismo "naturalizado" que llegó a inscribirse en
las referencias más cotidianas de la vida venezolana. En un
trabajo que escribí sobre el tiempo primero de la narrativa
de Rómulo Gallegos*, yo señalaba cómo la autocondenación
había llegado, prácticamente, a convertirse en código
cultural. El pesimismo de las clases dominantes proyectó el
malestar como actitud y la condena como respuesta: signos,
ambos, de una visión convertida, a la larga, en estereotipo:
el país repudiable.

Precisamente, una de las características más llamativas


de la "Venezuela petrolera" que se avecina, será la de su
contradictoria imagen en relación a la Venezuela anterior.
Un país petrolero en el que "todo era posible" sucedería,
definitivamente, al país pobre y rural donde por casi un
siglo nada parecía haberlo sido.

Desde los primeros momentos de la consolidación de la


República -antes aún: desde que las secuelas de la
Independencia comenzaron a hacerse visibles- el desaliento
fue la única certidumbre ante el presente y el porvenir del
país. Bolívar, en carta escrita menos de un mes antes de su
muerte al general Juan José Flores, patéticamente establece
lo que será luego pauta de referencia para la
autocontemplación de los venezolanos: "Ud. sabe -dice el
Libertador- que yo he mandado veinte años, y de ellos no he
sacado más que unos pocos resultados ciertos: 1o, la América
es ingobernable para nosotros; 2o, el que sirve a una
revolución ara en el mar; 3o, la única cosa que se puede
hacer en América es emigrar; 4o, este país caerá

* *
Rómulo Gallegos: la realidad, la ficción, el símbolo,
Caracas, Ediciones de la Academia Nacional de la Historia,
colección Estudios, Monografías y Ensayos, nº 64, 1985
73

infaltablemente en manos de la multitud desenfrenada para


después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los
colores y razas..." Las certezas de Bolívar, agonizante, se
prolongan en infinidad de futuras declaraciones con que
nuestros pensadores definen el país. Visiones que aludían,
en su inmensa mayoría, a la dolorosa contradicción entre la
nación que hubiera debido ser y que no era. Incluso Rafael
María Baralt, el primero de los epopeyizadores de nuestra
Independencia y uno de nuestros principales historiadores
republicanos, en su Resumen de Historia de Venezuela, deja
entrever cierta nostalgia por el perdido orden colonial.
"En medio de la severidad y opresión del sistema colonial,
jamás se vieron las turbas hambrientas levantarse pidiendo
pan a la sociedad, convertida en patrimonio de los
poderosos: allí las ambiciones contenidas por el férreo
valladar de un despotismo único, no se disputaron un poder
vacilante y efímero, turbando el reposo general".

El historiador Antonio Arellano Moreno, en su Breve


historia de Venezuela recuerda que "un grupo de propietarios
del bando conservador, redactó una carta para el Gobierno
inglés, en la que le pedían 'la intervención tutelar' en
Venezuela, dando a Guayana a cambio". Arellano Moreno
rememora la más terrible de las fragilidades históricas:
aquélla que compromete, incluso, la integridad física de un
país. Tal vez ese momento en que varios venezolanos llegaron
a suplicar a la reina Victoria de Inglaterra la conversión
de Venezuela en protectorado británico, haya sido el peor,
el más patético y angustioso de todos los instantes de la
historia venezolana.

Felipe Larrazábal, Eduardo Blanco, Rafael María Baralt,


vuelven los ojos al breve pasado de la Independencia y
descubren en la exaltación idolátrica de Bolívar y en la
veneración de la épica independentista un asidero de
esperanza. La idea final de aquellos historiadores podría
resumirse así: los venezolanos ya no somos pero fuimos; o,
lo que es lo mismo: somos la contradicción de lo que fuimos.
Traicionamos aquello que pudimos haber sido. Bolívar, la
Independencia, los lanceros llaneros que libertaron medio
continente, se convirtieron en ejemplos abrumadores,
irrepetibles referencias para una memoria republicana hecha
sólo de consagraciones y de ilusiones. De la condena a la
idealización, entre la idolatría y el autodesprecio nos
hemos movido desde entonces. Ideólogos liberales, pensadores
conservadores, al agredirse, al desvalorizarse mutuamente,
utilizaban el mismo argumento: el miserable lugar al que
había arrastrado al país la equivocada gestión del
contrario. Empezaba el ruido en nuestra historia: ruido de
hazañas y de efemérides; ruido que buscaba, también, y sobre
todo, silenciar a su presente.
74

PARTE IV:

MENE: STERCUS DEMONIS

"Tiene en la punta del Oeste una


fuente o manadero de un licor, como aceite,
junto a la mar ... Algunos de los que lo han
visto dicen ser llamado por los naturales
stercus demonis, e otros le llaman petrolio,
e otros asphalto ... Aqueste licor de Cubagua
hallan que es utilísimo en muchas cosas y
para diversas enfermedades, y de España lo
envían a pedir con mucha instancia por la
experiencia que desto se tiene por los
médicos e personas que lo han experimentado.
Verdad es que he oído decir que es muy
provechoso remedio para la gota y otras
enfermedades que proceden de frío, porque
este olio o lo que es, todos dicen que es
calidísimo". Gonzalo Fernández de Oviedo:
Historia general y natural de las Indias.

"El petróleo, y ninguna otra cosa es el tema


de la historia viva de Venezuela". Arturo
Uslar Pietri: De una a otra Venezuela

"El crudo, negro, maloliente petróleo será en


realidad, el símbolo terrible de la nueva era
de la República". Mario Briceño Iragorry: Los
Riberas
75

Una de las primeras referencias al petróleo venezolano


aparece reseñada en las crónicas de Gonzalo Fernández de
Oviedo. Se habla allí de una "fuente o manadero de un licor,
como aceite, junto a la mar, en tanta manera abundante que
corre aquel betún o licor por encima del agua de la mar,
haciendo señal mas de dos y de tres leguas de la isla, e aún
da color de sí este aceite". Es en la isla de Cubagua
-siempre Cubagua: génesis, origen, punto de partida de
tantas cosas venezolanas- donde se encuentra este "licor
como azeyte" o "azeyte petrolio", al que se le empiezan por
atribuir benéficas virtudes medicinales. Por ello se lo
envía a España en pequeñas barricas: como remedio para
aliviar el mal de gota que sufre el emperador Carlos V
recluido en el monasterio de Yuste.

En los siglos venideros, la fortuita aparición de ese


mene en los terrenos de cualquier hacienda será considerada
una maldición. El hacendado, al ver brotar la viscosa
sustancia, maldice su suerte: ese betún maloliente impide
que el ganado paste, arruina las cosechas, malogra las
tierras para siempre. A fines del siglo XIX, un mundo
capitalista en plena aventura de expansión, se enterará de
las abundantísimas cantidades de asfalto que hay en
Venezuela. Un consorcio norteamericano conocerá de la
existencia de una maravilla natural en el oriente
venezolano: el lago de petróleo del Guanoco. Sobre ese lago
el gobierno nacional concede, en 1883, la primera concesión
de nuestra historia petrolera. Despuntaba un nuevo tiempo en
la historia del país; apoyado sobre lo que ya para siempre
sería un elemento inseparable del destino venezolano: el
petróleo.

Los veintisiete años de la dictadura de Juan Vicente


Gómez representan el ancho umbral desde el que empieza a
identificarse un país diferente: pacificado, unido,
incipientemente rico. Entre la década de los veinte y los
treinta, Venezuela deja de ser lo que por más de un siglo
había sido. El petróleo significaba algo que nuestra nación
no había conocido nunca, ni siquiera en los días de mayor
prosperidad colonial: riqueza, auténtica abundancia. Tras
haber sido una de las naciones más aisladas y más pobres del
continente, Venezuela parecía salir al fin de su anquilosado
marasmo. Las rentas petroleras multiplican los presupuestos
nacionales. Con ellos Gómez paga la viejísima deuda externa
-gran parte de ella contraída desde los días de la
Independencia-, moderniza el ejército, pacifica y unifica al
76

país. En esos años se reinicia un proceso de asentamiento


detenido desde los tiempos finales del siglo XVIII, en la
lejana época de las últimas fundaciones coloniales.

A finales de la década de los cuarenta, Venezuela es


una nación moderna, incipientemente poseedora de nuevas
formas políticas y económicas, poblada por distintos
protagonistas sociales. Entre otras cosas, Venezuela ha
dejado de ser un país rural de economía exclusivamente
agraria para convertirse en país urbano; o mejor: en país de
agro abandonado y con unas pocas ciudades que,
sobresaltadamente, empiezan a hacerse grandes. En veinte
años, entre las décadas del treinta y el cincuenta, grandes
oleadas de campesinos dirigen sus sueños y su hambre hacia
las ciudades. Estas se congestionan. Caracas será la
principal protagonista del éxodo, la depositaria de las
ilusiones y las quimeras de dinero fácil y de confort. La
ciudad crece a un ritmo alucinante: ciento treinta mil
habitantes en 1936, medio millón a comienzos de la década
del cuarenta, dos millones a mediados de los sesenta, cinco
millones en los ochenta. El trastorno petrolero acentuaba
hasta el extremo cierta tendencia desde siempre presente en
la historia venezolana: la concentración, en Caracas, de
todos los hilos del poder, de todas las decisiones, de todas
las voluntades. La tendencia centralista de la vieja ciudad
de Losada lucía tan remota como la Conquista misma. Desde el
siglo XVI los geógrafos indistintamente hablaban en sus
mapas de la Provincia de Venezuela o de la Provincia de
Caracas como de una misma cosa. Ambos nombres habían
definido desde un comienzo la región sobre la que se habría
de articularse el futuro país.

Estridentemente, Caracas refleja los dineros


petroleros. Sus límites comienzan a extenderse: se
ensanchan, se multiplican en interminable metástasis. Lo que
hasta hacía poco habían sido haciendas de caña y de cacao se
convierten en populosas barriadas. Campos despoblados se
hacen autopistas. Viejas casonas dejan paso a nuevos
edificios. Caen centenarias iglesias y vetustos colegios.
Sobre sus escombros se trazan nuevas y amplias avenidas. La
vieja Caracas, la ciudad anterior, desaparecía para siempre
en medio de los cascotes que dejaba el "progreso". Sin
llegar a ser cosmopolita, Caracas dejaba de ser provinciana.
Se hacía moderna. Dejaba, también, de ser coherente para
convertirse en ejemplo vivo de la incoherencia y la
improvisación. Un impresionante movimiento migratorio
extranjero -hasta ese entonces desconocido en el país-
llegaba de todas partes, pero, principalmente, de una
devastada Europa. Cientos de miles de europeos abandonan sus
lugares de origen atraídos por la quimera de una Venezuela
rica. La década de los cincuenta vio hacerse realidad lo que
77

por más de un siglo había sido el sueño y la ilusionada


prédica de nuestros políticos y nuestros pensadores: poblar
al país, atraer a él emigrantes que llenasen espacios
siempre vacíos, que impulsasen un desarrollo siempre
postergado. Por vez primera en su vida de nación, Venezuela
veía llegar de todas partes del mundo a grandes contingentes
humanos que se integraban a una realidad nueva. Era otro
signo que se repetía: el de la vieja utopía. De nuevo una
Europa empobrecida buscaba reconstruirse sobre un sueño de
esperanza americano.

De los dos clichés: petróleo como "maldición" vs.


petróleo como "bendición", prevaleció, entre nuestra
intelligentzia, en nuestros signos culturales, el
estereotipo de la "maldición". Se generalizó -reiteración de
viejos e irrenunciables pesimismos de los que jamás
pareciéramos haber logrado escapar del todo- la
autocontemplación de un país incapaz de canalizar
adecuadamente el inmenso chorro de dinero que traía el
petróleo. En realidad, hablar de maldición petrolera ha sido
siempre un error de perspectiva. La falta de progreso, el
desarrollo desarticulado del país, sus nuevas incoherencias
no eran sino consecuencia de una propia ineficacia. Es allí
donde mantiene y mantendrá siempre su vigencia la
celebérrima declaración de Uslar Pietri acerca de la
necesidad de "sembrar el petróleo". La típica y simple
ecuación de las naciones desarrolladas: riqueza = mejoría de
condiciones de vida para la gran mayoría de la población, no
se dio entre nosotros. La riqueza petrolera no generaba un
adecuado desarrollo en el terreno de la industrialización ni
tampoco en el del autoabastecimiento más elemental. El
"desarrollo" venezolano significaba nuevas maneras de
fragilidad, otras formas -más complejas y sofisticadas
ahora- de dependencia.

Más de cincuenta años de indeclinable bonanza petrolera


señalaron para Venezuela los rumbos de una realidad cómoda:
su economía se hacía pasivamente rentista. Vivíamos de una
riqueza que, sin mayor esfuerzo colectivo, se incrementaba
siempre. Los ingresos petroleros se multiplicaron durante
cincuenta años. Petróleo es algo que el mundo entero quiere
y necesita. Se sabía que las reservas petroleras de
Venezuela eran tan abundantes, que entre nosotros, hubiese
pecado de exagerado pesimismo -casi de fatalista, de
aguafiestas fúnebre- quienquiera que se hubiese atrevido a
predecir su desaparición, siquiera una eventual disminución
dramática. Cincuenta años duró, aproximadamente, el
espejismo de una renta inagotable que todo lo permitía, que
alcanzaba para todos. La mentalidad que generó ese espejismo
podría enunciarse así: en Venezuela todo es posible. Es un
país milagroso. Podía, incluso, exportar milagros. El
78

petróleo logró financiar cierta indeclinable tendencia


venezolana de aspirar a convertirse un poco en hermana mayor
y en consejera de las otras naciones del continente. Así,
con motivo de uno de los grandes aumentos en los precios del
petróleo (que significó una afluencia de divisas realmente
fabulosa) Venezuela regaló a Bolivia, país sin costas,
nación que carece de salida al mar, un barco. Era un gesto
de buena voluntad, abierto al porvenir: para esa irreal
fecha en que Chile se decidiese a devolver a los bolivianos
parte del territorio costero que antaño les perteneciese y
que perdieron luego de su derrota en la Guerra del Pacífico.
Para propios y extraños el petróleo venezolano se hacía
mágico: financiaba milagros, costeaba ilusiones, regalaba
ensueños.

El mágico petróleo financiaba, también, la movilidad


social. Durante cincuenta años, igualdad de oportunidades
significaba dinero para todo aquel que lograse hacerse con
un título universitario. La Universidad se hizo trampolín
(como por más de un siglo lo habían sido la política o la
guerra): punto de partida para alcanzar el maná. Un título
universitario significaba salario seguro: generalmente
bueno, siempre "rendidor". El Ministerio de Educación
multiplicó sus presupuestos incesantemente: todo el mundo
quería ir a la universidad. Ser "Doctor" era otra forma
eficaz de participar del festín colectivo. Estudiar tenía
compensaciones rápidas: por mucho tiempo se desconoció entre
nosotros la figura del profesional desempleado. Nuestra
democracia petrolera publicitó una imagen quimérica: la del
huérfano limpiabotas convertido, gracias a los resortes
educativos, en acaudalado médico o ingeniero. Todas las
escalas sociales (de abajo hacia arriba, claro) podían
recorrerse si uno se encaramaba adecuadamente sobre un
título universitario.

Por mucho tiempo bastó en nuestro país que algún


gobierno realmente se propusiese algo para que eso se
hiciese posible. Bastó con que algún sector de auténtica
significación e influencia se empeñase en conseguir un
propósito para que ese deseo se cumpliese. No hubo objetivo,
no existió plan o proyecto que no pudiese intentarse. El
lema de "querer es poder" pareció tener más sentido en
nuestro país petrolero que en cualquier parte del resto del
mundo (excepción hecha de los Estados Unidos; pero allí por
razones muy otras, sin duda, más sólidas). Si el gobierno
quería algo, entonces podía: un puente desde tierra firme
hasta la isla de Margarita, la importación de las cosas más
absurdas e innecesarias. Ahí estaba el dinero: siempre
abundante, inacabable. Cualquier problema podía resolverse
con un poco de buena voluntad de parte del Estado. Esa buena
voluntad unida a los petrodólares adjudicó al gobierno
79

venezolano un rápido matiz providencial: él se convertía en


un brujo magnánimo, especie de San Nicolás maravilloso y
titánico que tenía en su inmensa bolsa de regalos una
solución para todo. Los mejores momentos para mostrar esa
bolsa milagrosa eran los de cada nueva campaña electoral.
Entonces la oferta demagógica, la promesa de futuras
dádivas, llegaba a hacerse alucinante; la fantasía rozaba el
delirio. El Estado ofrecía y los venezolanos esperábamos
recibir. El país entero se acostumbró a pedir al Estado:
pedían los empresarios; pedían, también, los sindicatos.
Pedían los pobres y pedían los ricos. Pedía el ejército y
pedía la Iglesia. Pedían las universidades y hasta los
bancos pedían. El Estado se esforzaba por complacer.

La abundancia fue caldo de cultivo ideal para que se


desarrollase hasta el extremo nuestra viejísima habilidad de
supervivencia, la viveza de siempre. Durante siglos nuestro
país sobrevaloró la audacia y la suerte como las vías más
naturales hacia el éxito. Ahora ellas eran puerta abierta
para alcanzar una inmensa riqueza que, de alguna manera,
parecía estar un poco al alcance de todos. El dinero del
petróleo era de todos. Lo que es de todos no es de nadie,
reza un conocido adagio. Los dineros del Estado a todos
podían pertenecer; de vivos era el saber apropiárselos. Esa
viveza fue la causante del alto nivel de corrupción que
llegó a conocerse en el país. "No le pido a Dios que me dé
sino que me ponga donde haiga": ese refrán popular contenía
toda la cínica sabiduría de lo verdadero, de lo irrefutable
y colectivamente aceptado siempre por todos. Estar donde se
debe en el momento adecuado. Aprovecharse de las
circunstancias para "agarrar" lo que se pueda. La vieja
realidad del país en la que cualquier aspiración de sus
habitantes pasaba por esperarlo todo del Rey o del caudillo
se extremaba en esta nueva realidad donde un moderno Estado
-ahora todopoderoso por rico- se "totalitarizaba", se hacía
omnipresente.

Con su fortalecimiento, el Estado venezolano se


acostumbró que además de dar había también, por supuesto,
que recibir. Recibir a cambio de dar: a la par de poderoso,
nuestro Estado se hacía entrometido. Nuestros empresarios
siempre protestan contra un Estado demasiado acostumbrado a
meter las narices en todo. Sin embargo, paradójicamente,
esos mismos empresarios que con violencia rechazan el
intervencionismo, suelen ser los mismos que suplican por un
espaldarazo gubernamental cuando las cosas salen mal.
Nuestro sistema capitalista se apoya sobre una muy
contradictoria -tormentosa casi- relación de anhelada
independencia y de forzosa dependencia entre nuestros
hombres de empresa y el Estado. Al tiempo que nuestros
capitalistas se quejan del "entrometimiento" del Estado,
80

acuden a él en busca de favores diversos: subsidios,


aranceles a la importación... La verdad es que la oligarquía
financiera venezolana pareciera tener graves dificultades
para despojarse de una muy vieja mentalidad "pulpera":
espíritu a la vez dependiente y comerciante. Nuestros
capitalistas nacieron a la sombra de la importación y de la
usura. Hoy, sus principios son sumamente ambiguos. Su misma
condición de clase capitalista lo es. Es lógico que así sea:
es una clase que nació y se consolidó en medio de la doble
alternativa política de la anarquía o la autocracia. Durante
más de un siglo su convivencia con caudillos, frecuentemente
impredecibles, fue más que una cuestión de estrategia: era
la sola forma posible de subsistencia. Esta clase
capitalista fue, sin duda, la más beneficiada con el
desarrollo de las explotaciones petroleras. Con el dinero
del petróleo llegaba una nueva urgencia: aprovechar el
inmenso flujo de divisas que manejaba el Estado. Participar,
lo más eficazmente posible, del festín.

En Venezuela el Estado se ha convertido en ese "ogro


filantrópico" del que ha hablado Octavio Paz. No hay renglón
de la vida nacional donde no intervenga ni espacio que no se
esfuerce por invadir. El Estado es el gran mantenedor, el
mayor empleador, el máximo consejero, el árbitro perpetuo.
El combina un verticalismo monárquico heredado de la colonia
y complejas formas de populismo. Confluyen en él cinco
siglos de historia donde se suman el regalismo centralista
de Habsburgos y Borbones, los caudillismos de montoneras
republicanas y ciertas contemporáneas formas políticas
tercermundistas.

La frecuente torpeza de nuestros gobiernos democráticos


para gerenciar los abundantísimos recursos petroleros no
significa que, en un plano social, las intenciones de esos
gobiernos sean, frecuentemente, justas. El problema es que a
esa justicia se une el natural deseo de los principales
partidos del status político nacional por mantenerse en el
poder, utilizando como apoyo la renta petrolera. Ahí se
produce un muy particular fenómeno de nuestro perfil
democrático: la demagogia como naturalización de la oferta
política, el populismo como ingrediente en la relación país
nacional-país político. El gobierno promete cualquier cosa,
primero, porque prometer es fácil, y, segundo, porque muchas
promesas pueden cumplirse gracias al dinero petrolero.

Demagogia y populismo se han convertido en dos signos


claves de la retórica con que nuestros gobernantes tratan de
convencer -¿encantar?- a sus gobernados. Las interminables
ofertas que nuestros políticos repiten quinquenalmente, en
cada nueva elección presidencial, se basan en la posibilidad
-parcialmente real, subrayo- de cumplir con algunas de
81

ellas. El pueblo vota por la mejor oferta. Cree en el


partido que se haga más "creíble". Confía en el hombre
político que más lógicamente augure cumplir con lo ofrecido.

Uno de los efectos más significativos de la abundancia


de dinero ha sido la amortiguación de algunos efectos
negativos, consecuencia de errores políticos o de
equivocadas planificaciones que hubiesen podido cometerse.
La ausencia general de conflictos graves que Venezuela ha
vivido desde el derrocamiento de la dictadura
perezjimenista, tuvo mucho que ver, sin duda, con la
abundancia petrolera. Por casi treinta años Venezuela ha
vivido con la convicción de que había dinero suficiente para
contentar a todos. Fue un espejismo pero un espejismo que
funcionaba. Una de las grandes prioridades de nuestros
distintos gobiernos, tanto socialdemócratas como
democratacristianos ha sido la de evitar a toda costa
conflictos con los más representativos sectores de la vida
nacional. Los conflictos que casi inevitablemente aparecen
en sociedades que atraviesan por procesos de crecimiento y
modernización similares, no los hemos conocido en Venezuela.
Indudablemente, una prioridad del Estado ha sido la de
asignar abundantes recursos para mitigar esos conflictos.
Mantener a todos contentos y durante el mayor tiempo
posible. Felicidad colectiva financiada con el petróleo:
allí, en ese propósito, reposa una de las características
más significativas de nuestra vida política de los últimos
treinta años de democracia: el populismo. El populismo es un
recurso de contentamiento colectivo; espejismo de felicidad
social. Las tensiones se atenúan gracias a promesas siempre
atractivas del gobierno, a discursos permanentemente
contemporizadores de políticos, a retóricas de encantamiento
generalizadas, al gesto magnánimo, y la dádiva paternal del
Estado. Hijo de la bonanza petrolera, el populismo logró que
por mucho tiempo las nóminas de los ministerios se llenasen
con grandes contingentes de militantes y simpatizantes de
partidos políticos que buscaban empleo.

Cada uno de los dos partidos políticos que ganan


elecciones en Venezuela, al llegar al poder, aporta su
propia clientela. El crecimiento del sector público
significa una cada vez mayor burocratización de la
administración pública. Esa burocratización ha significado,
también, la aparición de leyes y regulaciones que conceden
un poder excesivo a los funcionarios públicos. Permisología,
discrecionalidad y corrupción, han sido las secuelas más
negativas y torpes de ese excesivo de poder. La vieja
picaresca del Siglo de Oro español renacía en esos ejércitos
de funcionarios dispuestos, por todos los medios posibles, a
utilizar en su beneficio inacabables marañas de soslayables
disposiciones y normas. El venezolano, secularmente
82

acostumbrado a ver en la ley sólo leguleyismo y fastidio,


vive en la inmodificable creencia que leyes y jueces no son
sino eterno obstáculo. Más aún: los jueces son percibidos
como epítome del funcionario corruptible. En Venezuela el
poder judicial es uno de los cuerpos del Estado de peor
imagen ante la opinión pública. La ley está para ser
sorteada, el juez para ser comprado, el abogado para
comprarlo, y la propia astucia para poner la ley al servicio
de cada quien.

El desorden administrativo, tan característico de la


gran mayoría de nuestros distintos gobiernos
-independientemente de su signo político- abrió las puertas
de la inoperancia y la corrupción. Los venezolanos nos
acostumbramos a catalogar bajo el rasero de incapaz o de
corrupto a cualquier funcionario público. Muy poco, casi
nada o nada se presupone la honestidad de cualquier empleado
estatal. Alguna vez se ha dicho que en Venezuela los
funcionarios roban porque no encuentran razones para no
hacerlo. Lo desalentador de esta premisa nos recuerda el
fatalismo que parecía acompañar a los Juicios de Residencia
de los tiempos coloniales: todo funcionario debía someterse
a la evaluación de su desempeño, porque todo poder,
forzosamente, corrompía. Los Juicios de Residencia fueron,
de hecho, los más eficaces mecanismos -los únicos- que a
lo largo de la historia venezolana han penalizado al
funcionario incapaz o sinvergüenza. Un procedimiento legal
semejante tendría hoy, más que nunca antes, una
aplicabilidad necesaria.

La impunidad con que se cometen los actos de corrupción


administrativa al interior de nuestra administración pública
nos ha acostumbrado a una peligrosa rutinización ante el
escándalo. Nadie se asombra demasiado de nada. Y lo que es
aún más grave: hemos terminado por considerar como normal
que todo empleado público vea en el cargo temporalmente
desempeñado una mina de oro a explotar durante el tiempo que
dure la suerte. Es la vieja práctica de la viveza, siempre
activa en un país por demasiado tiempo carente de industrias
y hasta de gente; un país donde sólo el gobierno garantizaba
el medro o, incluso, la supervivencia. Era la suerte la que
garantizaba la azarienta cotidianidad de casi todos. La
fortuna siempre ha sido y es efímera: la pérdida del favor
del jefe, la caída de éste, inescapablemente representa el
comienzo de la siempre acechante miseria, de la
incertidumbre, de lo precario. Hay toda una tradición -en
Venezuela, en el mundo hispánico- de la imagen del
funcionario público avezado en el arte de medrar, con todos
los riesgos de su incierto destino, a la sombra del Estado.
83

Lo político era un terreno privilegiado para que las


secuelas petroleras de la modernidad venezolana se mostrasen
con mayor fuerza y nitidez. Hoy por hoy Venezuela es uno de
los países más politizados del continente, tal vez el más
politizado de Hispanoamérica toda. Nuestra democracia se
apoya sobre el petróleo: así lo confirman las inmensas
cantidades de dinero con que se financian nuestras
bulliciosas e inacabables campañas electorales. Cada cinco
años el país se ve convulsionado por el fenómeno electorero.
Los venezolanos en edad de votar acuden en proporción
altísima a las urnas. Ni la obligatoriedad del voto, ni las
posibles sanciones para quienes se abstengan de votar,
explican el, generalmente, bajo nivel de abstencionismo.
Parece apreciarse sin embargo una cada vez mayor
indiferencia de la parte de la población más joven -aquélla
que vota por vez primera- hacia el proceso eleccionario.
Psicólogos, sociólogos, politólogos han tratado de encontrar
una explicación al problema -que, dicho sea de paso,
preocupa muchísimo a nuestros principales partidos:
significa perder clientela; o sea: fracasar. La
explicación, aunque vinculada a diversas causas, pareciera
apuntar hacia el generalizado hastío de la población más
joven frente a nuestra partidocracia. Se dice también que
los jóvenes han dejado de creer o que tienen escasa
motivación porque los políticos hablan un lenguaje que es
extraño a los intereses juveniles. Los sicomotivos que
explicarían la apatía juvenil frente a la política podrían
radicar en que, cada vez más, lo político pareciera
significar antivalor, asociarse a lo deshonesto.

El proceso eleccionario en Venezuela es vivido como una


fiesta. A los ojos de cualquier observador extranjero,
nuestras elecciones deben lucir muy norteamericanas; muy
"gringas", bajo todos los aspectos. Durante el año que dura
la campaña electoral, el país entero participa en todo tipo
de manifestaciones de apoyo a cada candidato: mítines,
marchas, encuentros colectivos. Se organizan caravanas que
atraviesan todas las grandes ciudades de extremo a extremo.
Cada ciudad, cada pueblo, cada villorrio, se viste de fiesta
para esperar la llegada de alguno de los distintos
candidatos que viene a ofrecer cosas. La televisión, la
radio, retransmiten cuñas electorales a lo largo del día. La
gente llega a aprenderse de memoria las distintas tonadas
musicales que identifican la promoción de cada candidato.
Los principales partidos se posesionan de determinados
espacios claves: plazas, parques, paseos. De antemano se
conoce que la plaza tal o el parque cual pertenecerá a éste
o aquél partido. Allí, en tarimas estratégicamente
colocadas, numerosos y estridentes altavoces repetirán
consignas y vociferarán slogans. Allí se cantará, se
bailará, se venderá comida a precios populares, se beberá
84

cerveza y se tomará ron. El petróleo se encargará de


financiar para todos la fiesta electorera. Esta se prolonga,
se hace lo más larga posible.

Nuestro diccionario político ha acuñado nuevos términos


que indican que la pasión de las elecciones no tiene por qué
reducirse sólo a ese año de selección presidencial. Los
venezolanos tenemos ahora precandidatos y precampañas:
términos que aluden a algo muy sencillo: en Venezuela la
competencia política, prácticamente, no tiene fin. Desde el
mismo momento en que un nuevo presidente llega al palacio de
gobierno, los canales internos del partido ganador comienzan
a cocinar la difícil cuestión del candidato sucesor. Por su
parte, el otro principal partido, el gran derrotado, debe
averiguar porqué su candidato no arraigó ante la opinión
pública, qué pudo fallar en él, cuáles fueron los errores
que no deberán repetirse, quién de entre las filas de su
partido podría eventualmente sucederlo -con más éxito- en
las siguientes elecciones.

Desde la caída de la dictadura de Pérez Jiménez, el 23


de enero de 1958, dos grandes partidos: Acción Democrática
-la socialdemocracia- y Copei -el socialcristianismo- se han
alternado en el poder. Entre ambos han llegado a capitalizar
en las últimas elecciones, más del 80% del total de los
votos del electorado venezolano. Los elevados niveles de
politización de la población, unidos a la riqueza petrolera
que llena las arcas de los partidos, parecieran indicar que
ser simpatizante de un partido, pertenecer a un partido, es
sinónimo de buena colocación; de ese "estar donde hay", tan
integrado a nuestra conciencia colectiva.

La historia electoral de nuestros últimos treinta años


de democracia muestra un siempre decreciente interés por el
contenido ideológico en los programas políticos de los
partidos. En la práctica, nada parece diferenciar a la
socialdemocracia del socialcristianismo; más bien (tal vez
fuera de una cuestión de estilo político: A.D pareciera más
populachera que Copei) todo lleva a identificarlos. Lo
ideológico pierde terreno ante la inmediata y pragmática
necesidad del triunfo electoral. Los clientes de cada
partido así lo exigen. Esa clientela necesita sentir que su
partido existe para ayudarla; que del partido puede salir el
empleo, la colocación, el poder. Esto es lo que lo hace
atractivo. Poco importa que, en el fondo, eso pueda ser
cierto o no; lo importante es que la clientela lo crea. La
partidocracia, la extraordinaria fuerza que detentan los
partidos en nuestra vida de todos los días, tendería a
probar que, en efecto, lo cree.
85

A través de distintos frentes, por todos los medios


imaginables, los partidos políticos han llegado a
introducirse en prácticamente todas las esferas de la vida
nacional. Escapar a la influencia de los partidos se ha
convertido en la principal preocupación -más aún: en el
real temor- de todas aquellas agrupaciones que pretendan
manejarse dentro de intereses no polítizados o simplemente a
un nivel de mínima eficacia. El poder del partido se
consolida en una sencilla regla de juego: el apoyo que se
busca entre el público votante tiene como contrapartida el
carnet que se pueda ofrecer a cambio. El carnet es un
insustituible aval a la hora de buscar trabajo: supera a la
mejor de las credenciales laborales o académicas. El pueblo
asocia la idea de pertenecer a un partido con la de recibir
favores. Por eso el electorado suele dar su voto al
candidato que supone ganador. Se genera un círculo vicioso:
partido que no gana elecciones pierde la fe del electorado,
se queda sin clientela. Perdido ese interés, el partido se
debilita: sobrevive apenas en los escasos escaños que logre
alcanzar dentro del Congreso Nacional. Es inexorablemente,
la ley del más fuerte: en el mercado político sólo se juega
a ganador.

El voto punitivo, tan frecuente en nuestra vida


política donde tan a menudo se vota sólo para castigar los
errores del gobierno de turno, es muy efectivo como
mecanismo de presión contra el partido gobernante. Este
convierte en una obsesión el justificar todas y cada una de
las medidas que se vea forzado a tomar -sobre todo las
impopulares, claro- evitando por todos los medios hacer algo
que pudiese restarle popularidad (principalmente durante el
último tiempo de su gestión). Si a los electores, entonces
al candidato del partido oficialista no le queda sino
iniciar una penosa tarea: distanciarse, y lo más pronto
posible, del propio gobierno. Gobierno y partido de
gobierno se pelean entre sí. Sin embargo se guardarán las
apariencias -sobre todo ante la prensa. La lucha es, de
todas formas, ferozmente dramática: nada menos que la vida
futura del partido puede estar en juego.

Si una vez realizadas las elecciones, resulta ganador


el candidato de la oposición, se produce una de las típicas
piruetas de nuestra vida política: culpabilizar de todos
los males posibles, habidos y por haber, imaginarios y
reales, al gobierno anterior, a la pasada administración.
Los episodios políticos de nuestra vida democrática están
marcados por ese viejísimo síndrome del "recomienzo eterno".
El verbo "asimilar" no pareciera haber existido nunca en el
diccionario político venezolano. En el pasado siglo cada vez
que un nuevo caudillo llegaba al poder se empeñaba en borrar
hasta el recuerdo del depuesto caudillo anterior. Hoy, cada
86

nuevo Presidente se siente en la necesidad de "comenzar de


cero", de iniciarlo todo, de concluirlo todo, de negar
aquello que pueda relacionarse con los "de antes". Cada
nuevo gobierno se justifica barriendo hasta con la memoria
del gobierno precedente; empezando por todos los
funcionarios que éste haya dejado: desde ministros hasta
bedeles.

Distinguirse del gobierno anterior obedece a una


táctica obvia: como las elecciones suelen ganarse más
gracias a los errores cometidos por el gobierno saliente
que en función a los méritos del entrante, distinguirse lo
más rápidamente posible de esos errores es una cuestión de
elemental estrategia política. Llegar a ser gobierno
significa acceder a un poder que es absoluto, excepcional,
discrecional casi. Esa es la meta -única, definitiva- de
cada partido. Ser oposición significa elaborar, a través de
todos los medios imaginables, una labor sistemática de
entorpecimiento a todas y cada una de las medidas tomadas
por el gobierno, explotando inmisericordemente cualquier
acción impopular que el gobierno pudiese tomar. La finalidad
de la oposición es, pues, una sola: dejar de serlo a cómo dé
lugar, alcanzar el poder cueste lo que cueste. Por su parte,
la meta del gobierno es perpetuarse, como partido, en el
poder.

Los partidos políticos contemporáneos, compleja maraña


de poderes y de subpoderes, de influencias y de "cogollos",
de facciones y de subfacciones, no ocultan entre sus formas
de organización, en medio de sus estructuras de mando y su
disciplina colectiva, un subyacente sustrato personalista
jamás erradicado -por el contrario: siempre presente- en
la historia y evolución de cada uno de ellos. Es el signo
del individuo, el rostro del cacicazgo que se perpetúa por
entre los perfiles modernos de cualquier contemporáneo
dirigente. Venezuela es, ha sido siempre, un país de
individualidades. Individuos fueron quienes conquistaron la
región. Individualidades fueron quienes protagonizaron los
hechos de la Guerra de Independencia. Individualidades
recorrieron la accidentada vida de nuestro
siglo XIX. Hoy día, si bien los partidos han logrado de
muchas maneras supeditar el individualismo a la "razón del
partido", a las estrategias partidistas, la primaria figura
del dirigente carismático sigue siendo el principal
protagonista de la escena del poder. El venezolano promedio,
mucho más que aceptar, entender o seguir a una ideología o
una doctrina determinada, prefiere creer en un hombre.

Los fundadores de las distintas organizaciones


políticas modernas son y han sido auténticos caudillos
populares en el más riguroso sentido del término. Los mismos
87

dirigentes políticos, de hecho, promueven y reviven viejas


prácticas que se remontan a la bruma de nuestro más remoto
tiempo histórico. En el caudillo, en la irracionalidad
carismática del hombre que se dibuja en mito, está -lo ha
estado siempre- la verdadera fórmula del éxito político en
nuestro país. El líder venezolano de hoy repite gestos
atávicos y nunca gastados: apadrina niños, aconseja a todos,
es amigo de todos; sus favores personales, directos, son la
mejor respuesta a las sencillas aspiraciones de una masa que
ve en él al hombre providencial. El caudillo -según reza un
aforismo popular- no debe ser "ni muy popular, ni muy
señor". Tiene que ser "un popular señor". Se buscan en él
los rasgos del hombre de presa: intuitivo, sagaz, luchador,
autosuficiente, vencedor; convincente a la hora de demostrar
que no necesita de excesivos asesores o de demasiados
consejeros, que siempre tiene una respuesta rápida y
enérgica para todo. Por eso es tan frecuente que Presidente
y partido de gobierno -el propio partido que ha llevado al
caudillo al poder- tengan encontronazos. Difícilmente puede
el Presidente caudillesco admitir injerencias o imposiciones
de nadie, ni siquiera de su propio partido.

Una vez que termina su mandato, el ex-Presidente se


preocupa por dejar un sucesor: algún incondicional que le
conserve su espacio de influencia, su cuota de poder. La
perdurabilidad del caudillo se afianza sólo en la proyección
personalista que alcance a imprimir sobre el continuador, el
protegido; o sea: aquél encargado de allanarle el retorno al
poder. Puede suceder que el caudillo se equivoque y que el
sucesor -inicialmente sólo un testaferro; o, al menos,
pensado como tal- muestre un sorpresivo rostro caudillesco.
Se produce entonces el frecuentísimo choque entre viejos y
nuevos caudillos. Se inicia un peculiar proceso de
fraccionamiento del que surgen distintas facciones que, como
células, se multiplican, dividiéndose y subdividiéndose:
siempre en función al hombre que cada una de ellas apoye. De
alguna forma se repiten, hoy, las viejas luchas entre
Conservadores y Liberales: el partido político sigue siendo
un espacio lo suficientemente amplio para cobijar en su
interior a grupos y grupillos, a bandos y banderías.

Cada vez más los partidos políticos venezolanos se han


ido convirtiendo en asociaciones circunstanciales donde
tendencias y facciones conviven en tensa armonía. En
Venezuela conocemos bien no sólo ya el enfrentamiento entre
el partido A contra el partido B, sino que todo el mundo
sabe que la fracción X del partido A -que apoya a
determinado dirigente- lucha a muerte contra la fracción H
del mismo partido -que apoya a otro. Eventualmente ambas
facciones en pugna pueden conciliar diferencias
circunstancialmente para enfrentarse contra la pujante
88

fracción T que amenaza a las otras dos. Las retaliaciones de


los ganadores ya no se dirigen contra el lógico adversario
-el partido opositor- sino contra las agrupaciones del
propio partido. Es, de muchas formas, la totalización -en
continuidad inacabable, espacio que todo lo ocupa- de la
"politiquería" dentro de la vida venezolana.

Política, social, económica y culturalmente, la actual


Venezuela petrolera se fue haciendo sobre desarticuladas
sumas y grandes rupturas. Del anterior país agrario a la
moderna nación petrolera, de viejas formas semifeudales a
una modernidad cosmopolita, de una vieja pobreza a una nueva
riqueza: el cambio ha sido brusco. Recientemente ha dicho el
dramaturgo José Ignacio Cabrujas: "el petróleo es fantástico
y por lo tanto induce a lo fantasioso". Fantasiosa: por más
de cincuenta años eso es lo fue Venezuela: el país donde
podían cumplirse las más insólitas fantasías, el lugar donde
los más absurdos proyectos podían hacerse realidad. El
Dorado renació en la estridencia de los petrodólares. Las
perlas de Cubagua se repitieron en la aventura petrolera.
Utopía y esperanza: el primero, el más antiguo de los signos
de la tierra venezolana, irrumpía de nuevo en el presente. A
la riqueza turbulenta y efímera se unió, también, el signo
de la improvisación, de la inestabilidad. La mayoría de los
venezolanos hemos aprendido a vivir en un ambiente donde las
reglas de cualquier juego -político, económico, social-
son, casi siempre, precarias; donde nunca se confía
demasiado en la eficacia de nada. La inestabilidad
permanente ha terminado por producir la aparición de
peculiares mecanismos de previsión y de adaptación hacia lo
improvisado. Los venezolanos nos acostumbramos a
estabilizarnos en medio de la inestabilidad, a hacer
definitivo lo provisional. En general manejamos bastante
bien esa situación: vivimos con estable inseguridad nuestra
rutinaria zozobra cotidiana.

La contemporaneidad petrolera venezolana se relaciona


con diversas formas de ser y de hacer: de comportamientos y
de actitudes ante la vida. La improvisación, el facilismo,
la "mamadera de gallo", la rochela, el no tomar nada
demasiado en serio, el no preocuparse demasiado por algo, se
han convertido en gestos, ademanes de esa "ética del
aventurerismo" que alguna vez condenaron Briceño Iragorry y
Uslar Pietri. La moral picaresca se entronizó en la
Venezuela contemporánea. Se hizo ley. El petróleo trajo
dinero, mucho dinero: alcanzarlo fue la meta. Existe
naturalizada entre nosotros una mentalidad de lotería, de
juego de azar. Avidez de dinero fácil. La moderna Venezuela
es un país donde las carreras de caballos -el popularísimo
5 y 6- se han convertido en una todopoderosa institución
nacional. Cualquier cosa podría detenerse en Venezuela; todo
89

menos el Hipódromo de la Rinconada en Caracas.


Dominicalmente, el país gira en torno a las seis carreras
hípicas que se realizan en la tarde. Millones y millones de
bolívares son jugados en las largas colas que se forman las
mañanas de cada domingo, en los numerosísimos "sellados" del
5 y 6 repartidos a lo largo y ancho del país. Allí, en esos
centros de recepción de apuestas, se recogen los
formularios en los que cada jugador anota sus preferencias a
caballo ganador. Además del 5 y 6, nuevas y repetidas
loterías nacen y mueren constantemente; día a día. Subsisten
y crecen, fracasan y desaparecen, pero existen. Se
multiplican en una vitalidad que es inagotable, abrumadora,
constante.

Hoy, culturalmente, los venezolanos nos percibimos y


autorrepresentamos frecuentemente bajo los ropajes de la
caricatura y de la falsedad; de lo tragicómico, casi.
Nuestra literatura caricaturiza, por ejemplo, un desarrollo
siempre incoherente, correspondencias económico-sociales
nunca armoniosas. Nuestro peculiarísimo desarrollo es uno de
los temas sobre el que más reiteradamente revolotea la
narrativa venezolana de hoy. Novelas como Abrapalabra de
Luis Britto García, como País portátil de Adriano González
León, construyen mucho de su expresividad a partir de la
parodia burlesca de su referente temporal. El presente del
país es percibido como una grotesca suma de apariencias. La
literatura recrea diversas máscaras de representación
nacionales nunca convincentes. Contemporaneidad absurda,
desarrollo risible, tiempo caracterizado por lo ridículo,
por lo disparatado.

En Abrapalabra, ridícula es, por ejemplo, una


dirigencia política corrompida; ridícula es, también, la
farsa de una distorsionada realidad contaminada por la
politiquería y por una burocracia estatal carnavalesca y
bufa: "De lo que se trata es que el gobierno decrete la
alegría y el Director de Administración necesite las
carrozas y el Jefe de Compras los antifaces, los papelillos,
las bebidas, y eso lo hubo (...) rumores, primas, fantasmas,
malentendidos, los sacos de caramelos, personas
interpuestas, monopolio, valimento de influencia con
funcionarios (...) porque en resumen, señores, el Carnaval
lo hubo y hay que pagarlo". Ridícula es, también, una
juventud tan desconcertada como desconcertante, obsedida por
copiar las formas y modas que llegan de afuera, importadas
de otras culturas. Ridícula es una alta sociedad en la que
predomina el neorriquismo y los más absurdos modos de
desenfrenado consumismo (tic del que no escaparían tampoco
otras clases sociales venezolanas). "La caca es lo único que
se produce en el país. Es lo único nacional, la mierda", se
lee en una de las páginas de Abrapalabra.
90

Parte abundante de la literatura venezolana de hoy,


atisba sobre un referente social dibujado sólo en sus
antivalores, en su inautenticidad. Cierta intención de
forzar una identidad nacional que nos defina a los
venezolanos -así sea apoyada en los estereotipos más
banales- ha sido una de las secuelas culturalmente
oficialistas del trastorno petrolero. Transformadas
-desaparecidas incluso- aquellas presencias físicas que
pudieran expresar la presencia del pasado, se ha pretendido
articular una identidad que supla, en un folklore de tarjeta
postal o en la pintura de almanaque, la autenticidad de una
tradición. La desaparición de auténticos registros del
pasado, ha llevado a intelectuales y artistas a buscar en su
subjetividad, a hurgar en su propia fantasía, aventurando
una interpretación del país. Ese esfuerzo, a menudo, reitera
una misma acusación: lo postizo de nuestra cultura, su
exceso de añadidos inconexos.

De alguna forma, el pesimismo de nuestra literatura


repite viejísimas formas de autodesconfianza hacia nuestro
potencial, frente a nuestra autovaloración como pueblo. En
el terreno del pensamiento político, Rómulo Gallegos publica
en el año de 1912 un artículo en El Cojo Ilustrado. Lo
titula "Necesidad de valores culturales". El espíritu de
aquél hoy lejano artículo podría resumirse en este
fragmento: "Barbarie quiere decir juventud, y juventud es
fuerza, promesa y esperanza. Tierra de promisión, es, en
verdad, esta América de que somos parte, juventud y
renovación del mundo de cuya madurez tantos prodigios se
esperan, en cuyos términos se desvanece el prejuicio de las
razas; se fundan y remozan las antiguas y surge una nueva,
dando traspiés porque apenas empieza a andar y tanteando
rumbos, pero segura ya de su fuerza y con fe en su destino;
tierra de leyendas de oro y de heroísmo, asilo y amparo de
los oprimidos del mundo". Era, al fin, la afirmación de una
opción -venezolana, hispanoamericana- de esperanza: un poco
de optimismo tras casi cien años de desaliento.

La esperanza vuelve a estar ahora en el tapete, cuando


se ha comprobado que la riqueza providencial era efímera. A
partir de febrero de 1983, el rostro de la Venezuela
"saudita" comenzó a alterar algunos de sus rasgos. Problemas
por mucho tiempo ausentes -inflación, devaluación,
desempleo- empiezan a ser conocidos por los venezolanos.
Todos ellos asomaron la cara a partir del célebre "Viernes
Negro" del 13 de febrero de 1983, día en que Venezuela
devaluó su moneda -intocada por más de veinte años-, y con
esa devaluación el país comenzó a despertar de un largo
91

sueño. Venezuela sigue -y seguirá siendo por bastante tiempo


aún- un país petrolero, pero la imagen de una riqueza
inagotable, que para todos alcanzaba, su rostro de nación
milagrosa donde una fortunas podía hacerse de la noche a la
mañana y donde el dinero fácil estaba al alcance de
cualquier "avispado", empieza a desaparecer. Declina para
siempre. Las crisis petroleras mundiales de los últimos años
demostraron que también los países ricos de la O.P.E.P.
podían ser vulnerables a las imprevisibles leyes del
mercado. El nuevo reto que enfrenta Venezuela es,
precisamente, ése: canalizar más afortunadamente que en el
pasado una riqueza aún considerable; alcanzar así de una vez
por todas la coherencia de un auténtico desarrollo.

El petróleo ha sido ruidoso. Significó medio siglo de


bullicio; festivo jolgorio que pareció no tener fin.
Terminada la fiesta, se ha apagado el ruido -al menos ha
descendido su tono. Desde febrero de 1983 el ostentoso
estruendo petrolero anterior dejó paso a un nuevo compás de
espera: umbral que bien pudiera ser el preludio de una nueva
madurez nacional; inicio, en todo caso, de otra etapa:
distinta, menos estridente que la anterior.
92

PARTE V:

BOLÍVAR Y LA MUJER DE LOT

"La misión de Cirene era permanecer inmóvil,


vuelta hacia aquel resplandor que divisaba a
su espalda como un astro sin ocaso. Y si en
el mundo se oía alguna vez la voz de Cirene
era para gritar aquel nombre eterno". Enrique
Bernardo Núñez: La galera de Tiberio

"La mujer de Lot miró atrás y se convirtió en


un bloque de sal". Génesis, 19

"Los mitos no acuden a la complicidad de


nuestra razón, sino a la de nuestros
instintos". André Malraux.
93

La Biblia cuenta que el castigo de la mujer de Lot fue


permanecer para siempre convertida en una estatua de sal.
Era la penitencia a un solo pecado: mirar atrás. Mirar atrás
puede sugerir varias cosas: fijación obsesiva sobre lo que
ya ha transcurrido, negarse a avanzar hacia adelante: hacia
el futuro, el porvenir. Un bloque de sal -cosa inerte,
muerta- encarna la desvitalización del recuerdo; de alguna
manera: la petrificación de la mirada. La pasividad de la
memoria transforma la evocación en culto; cosifica un tiempo
que deja de ser recuerdo para convertirse en sola
referencia. Obsesión. Idea única.

Una de las cosas que primero llamaría la atención a


cualquiera que por vez primera llegase a Venezuela sería la
presencia constante, recurrente y obsesivamente repetida de
la figura de Bolívar. Su imagen aparece, inagotable, por
todos lados: en la moneda nacional; en los retratos de todas
las oficinas públicas, de todos los ministerios, de todos
los liceos; en las innumerables esculturas que nos
contemplan desde las "plazas Bolívar" repartidas a lo largo
y ancho del país. Frases de Bolívar se citan en todo
momento. Las dicen los políticos. Las repiten los
intelectuales. Las declaman los locutores de radio y de
televisión. Las muestran las vallas publicitarias. Las
proclaman, convertidas en graffitti, paredes de pueblos y
ciudades. El recuerdo del héroe, las alusiones a sus obras y
a su pensamiento, aparecen, vociferantemente presentes, en
todos los lugares, en todas las circunstancias.

En este capítulo no pretendo cuestionar la grandeza


diversa de Simón Bolívar. No negaré sus diferentes méritos:
humanos, militares, políticos; tampoco su significado para
la historia de nuestro país y nuestro continente -sería
ridículo hacerlo-, tampoco lo trascendente de sus distintas
visiones volcadas sobre el porvenir de nuestra América. Me
interesa sólo analizar las características de un "culto"
bolivariano: suerte de religión construida sobre una
polifuncionalidad de la imagen del Libertador; utilitarismo
hecho al uso de las variadísimas necesidades del país y sus
gentes, de los intereses de sus hombres públicos. "Cada
94

nación cultiva sus dioses tutelares", dijo alguna vez Angel


Rosenblat. Más que dios tutelar, Simón Bolívar ha terminado
por convertirse, simplemente, en dios; su referencia es una
religión: con sus sacerdotes y sus liturgias, con sus
sagradas escrituras -verdaderos evangelios: auténticos y
apócrifos- encargadas de repetir la vida y milagros del
gran hombre. Los manuales de nuestra historia oficial
parecen más escritura sagrada, que texto histórico. Las
anécdotas que conciernen al héroe son narradas con la
veneración con que podría describirse un milagro. Figuras
anteriores a él aparecen convertidas en profetas, heraldos
anunciadores de su llegada como redentor o mesías encargado
de salvar a la nación venezolana. Guaicaipuro, Tamanaco, el
zambo Andresote, Leonardo Chirino, Juan Francisco de León:
todos, en su rebeldía, en sus distintas formas de
enfrentamiento a las estructuras del poder colonial, pasan a
ser anuncio de la llegada de "aquello y de aquél que ha de
venir": Bolívar, la Independencia.

Cualquier típica biografía del Libertador para uso


escolar, distingue, al igual que las de las vidas de santos
o de humanizadas deidades, dos etapas: una privada, de
abundantes testimonios apócrifos que se revisten de leyenda
-el golpe de la pelota del joven Simón al sombrero del
futuro Fernando VII, por ejemplo-; la otra pública, mucho
más conocida, permanente fuente de inspiración, ejemplo para
todo y para todos. La sacralización del Libertador se
acompaña de un catecismo bolivariano: fundamental breviario
de donde se extraen moralejas y enseñanzas, ejemplos y
consejas. Sobre este catecismo ha terminado por articularse
una especie de conciencia nacional, de moral de uso público.

Se identifica a Bolívar con la patria: Bolívar es


Venezuela. Todo aquello que ofenda la memoria del Libertador
ofende a Venezuela y a los venezolanos todos. La historia
oficial que nos documenta sobre Bolívar, va a encargarse,
también, de aprobar o de condenar a los personajes
relacionados con el héroe, siempre en virtud al carácter de
esas relaciones. El Mariscal Antonio José de Sucre, en
absoluto primer lugar, es el más admirado por el recuerdo
patriótico: él fue el más cercano afectivamente al
Libertador. Patriotas como Mariño o Bermúdez, disminuyen un
tanto su aprecio en la veneración oficial por sus frecuentes
enfrentamientos con Bolívar. Algo parecido sucede con Páez:
él es el sucesor de Bolívar pero es un sucesor distante;
rompió definitivamente con el héroe. Esa ruptura minimiza al
caudillo llanero para siempre. La figura de Piar, a pesar de
su participación activa -y efectiva- en la guerra, jamás
formará parte del panteón oficial de nuestros héroes: su
enemistad con Bolívar lo ha condenado a perpetuidad.
95

Ciertos signos particulares conforman el espejismo


mítico bolivariano de nuestra historia oficial: la presencia
de dos grandes espacios en su vida: una etapa primera, poco
conocida, preparatoria de su futura condición mesiánica, y
una segunda etapa, pública, por todos conocida, jalonada
constantemente por hechos siempre sublimes. Está, también,
la imagen de su muerte crística, sacrificial, propia de un
auténtico redentor. Estos rasgos abren, desarrollan y
cierran, en dimensión semirreligiosa, la vida del
Libertador.

En su trabajo: El héroe de las mil caras, Joseph


Campbell dibuja sobre algunos trazos la definición del héroe
y de lo heroico. Un primer y sobrenatural llamado indica al
héroe su magnífico destino (el héroe es un "predestinado":
su biografía y su destino se comunican desde siempre). El
desarrollo de la labor grandiosa del héroe es la sola causa
de su nacimiento. Sus hazañas son la exitosa sucesión de una
serie de pruebas extraordinarias que el héroe debe llevar a
cabo (Campbell llama a esta etapa "camino de las pruebas").
Por último, un final, casi siempre trágico, donde el héroe
descubre que no puede reintegrarse ya a su sociedad, que su
condición mítica le impide ser humano (Campbell titula a
esta etapa: "negativa al regreso" y explica: "el héroe de
ayer se convierte en el tirano de mañana, a menos que se
crucifique a sí mismo hoy. El último acto de la biografía
del héroe es el de su muerte o partida"). El fin del héroe
sintetiza el sentido de su vida. No hay cabida humana para
el héroe sobrehumano. El signo de lo heroico es, pues, el de
lo inhumano, el de lo distinto.

Cada uno de los atributos del héroe, todas las


características de su culto, aparecen presentes en el
bolivarianismo venezolano. Bolívar es, por ejemplo, un
adalid de todas las buenas causas, de aquello cuanto está
por hacerse en el país. Es patrono de toda meta colectiva
imaginable. Campbell recuerda que "los reyes guerreros de
la antigüedad veían su labor con el espíritu del
exterminador de monstruos. Esta fórmula del héroe
resplandeciente que va en contra del dragón ha sido el
recurso de justificación de todas las cruzadas". La idea es
aplicable también a nuestra interpretación histórica
oficial: nuestra guerra de Independencia fue una cruzada.
Bolívar, al luchar por implantar la República, reedita el
acto de los guerreros que libertaron Jerusalén: a ambos
impulsa la misma fuerza, el mismo vigor sagrado. Otra idea
de Campbell es la de la iniciación heroica acompañada
siempre de la figura de un "iniciador" del héroe. El
iniciador es el encargado de abrir al héroe los ojos ante su
destino portentoso. En el caso bolivariano ese papel estaría
representado por Simón Rodríguez: maestro del Libertador,
96

conductor de los primeros pasos del autodescubrimiento


heroico de Bolívar. Otro signo que destaca Campbell es el
del lugar de nacimiento del héroe convertido en ombligo del
mundo, centro del universo. Nuestra historia oficial
consagra parcialmente esa especie cuando convierte a Caracas
en la "cuna del Libertador", el lugar que irradió hacia el
continente todo la llama de la libertad. Somos (o, en todo
caso fuimos) centro, omphalos de la América española.
Nuestro himno nacional consagra ese recuerdo: en él se
exhorta a todos a seguir "el ejemplo que Caracas dio".

Campbell ve en los rasgos de ciertos héroes la


dimensión de lo religioso: su culto se ha convertido en
sacralización. Son, lo que él llama "héroes-redentores del
mundo". De ellos dice: "sus mitos adquieren proporciones
cósmicas. Sus palabras llevan una autoridad superior". En
esa categoría habría que incluir, sin duda, la
dimensionalidad con que en Venezuela se dibujan los trazos
de la figura del Libertador. Bolívar es una deidad a la que
el país entero se dirige constantemente en busca de consejo,
de protección, de apoyo. Bolívar -se recuerda
frecuentemente- fue el primer venezolano que propuso la
abolición de la esclavitud. Tal vez sea por eso que en el
sentir popular él se haya convertido en el verdadero
"liberador de los esclavos", que el pueblo quiera
distinguirlo como un mestizo -esto es: más próximo, más
cercano. La supuesta "negritud" de Bolívar constituiría una
especie de legitimación física: respuesta a una necesidad de
acercamiento, más auténtico y afectivo, entre el héroe
máximo y los oprimidos del país (ciertas leyendas populares
hablan de un misterioso nacimiento de Bolívar, acompañado de
extraños sucesos; se duda, incluso, sobre quiénes fueron los
verdaderos padres del futuro Libertador. Se repite la
especie de que Bolívar pudiese haber sido hijo de una
esclava negra).

Uno de los trabajos más serios que conozco en relación


al tema de la deificación bolivariana es el del historiador
Germán Carrera Damas: El culto a Bolívar*. El libro indaga
en las distintas causas que han ido conformando la
sacralización bolivariana. Carrera no toma partido en
relación a los méritos del Libertador. Lo que le interesa
es, como a mí, el fenómeno del culto. Su estudio lo lleva a
conclusiones interesantes. Una de ellas: todas las figuras

* *
En el momento en que escribí este trabajo, no había
sido publicado aún el libro de Luis Castro De la patria boba
a la teología bolivariana (1991), texto que, con gran
acierto y lucidez, analiza el tema de la idolatría
bolivariana y sus diversas secuelas dentro de la vida
venezolana.
97

históricas no directamente relacionadas con el Libertador,


caen en una especie de desamparo histórico, integran el
limbo de nuestra memoria oficial. "Una religión demasiado
poblada de héroes -dice Carrera Damas- pierde cohesión
(...) y el monoteísmo heroico campea en Venezuela hasta el
punto de excluir figuras cuyos méritos las recomendarían al
bronce pero que no tuvieron la suerte histórica de haber
vivido bajo la sombra del Héroe máximo". Carrera Damas es
contundente: con Bolívar, en vez de historia, los
venezolanos tenemos teología; fideísmo por lucidez;
idolatría por respeto.

Para Carrera Damas otra consecuencia del culto


bolivariano ha sido el de desvincular al hombre de su tiempo
y de su circunstancia, de su concreta ubicación histórica.
Se ha atemporalizado a Bolívar. Esto ha sido la causa de un
principal efecto: el de la tesis de la "aparición milagrosa"
del Libertador dentro de la historia venezolana (no sólo del
Libertador: esta tesis de una supuesta "generación
espontánea" se aplica, en general, a todos los hombres que
hicieron la Independencia: inexplicablemente surgidos
-siempre según la versión oficial de la historia- de la
oscuridad y embrutecimiento del mundo colonial. De
"carambola cósmica" definió acertadamente José Ignacio
Cabrujas la comúnmente aceptada aparición supraterrena de
Bolívar). La memoria del Libertador -la auténtica: esa que
señala hacia el hombre y no hacia el mito- corre idéntico
peligro de tergiversación y la manipulación, que el de
muchos pasajes de nuestra historia oficial: se ha terminado
por convertir a Bolívar en un recurso práctico de
utilización cívica, de ejemplificación moral y ciudadana.
Bolívar sirve para adoctrinar sobre cualquier cosa: desde la
enseñanza de modales adecuados para escolares, hasta el
rumbo que debe tomar el país nacional frente a una crisis.
Diversos niveles de trascendencia apuntan hacia distintas
opciones del paradigma. La consecuencia es la misma: al
hacer que Bolívar comparta problemas y situaciones de
nuestra realidad de hoy, se ha provocado cierta vigencia
forzada del Libertador. Hemos alejado de nosotros al hombre
real, de carne y hueso, dotado de innegables dotes, de
grandeza cierta, y hemos construido en su lugar una figura
endulcorada y estereotipada: espejismo de todas las
perfecciones imaginables, de todas las virtudes; por ello,
precisamente, distante, marmórea, inhumana.

Pareciera existir entre nosotros, los venezolanos,


cierta tendencia a "panteonizar" aquello o aquéllos que
pretendemos enaltecer. Con otras figuras de nuestra vida
nacional -muy pocas, desde luego- ha sucedido algo parecido
a la sacralización bolivariana. Un ejemplo de este fenómeno
sería el de Rómulo Gallegos. El ha dejado de ser un escritor
98

-un gran escritor: hasta el presente tal vez el mejor de


nuestros novelistas- para convertirse en ideal de
venezolanidad, paradigma de democracia, ejemplo de civismo y
dignidad. Imágenes que, a la postre, terminaron por
contaminar a la del escritor; petrificaron al hombre.

Un culto bolivariano supone la presencia de una moral


bolivariana: ética que gira alrededor de todo cuanto
provenga del Libertador. Bolívar es el gran político, el
máximo estadista, el sublime legislador, el inigualable
militar, el incomparable educador. Cualquier virtud
imaginable se asocia a su figura. "Cada vez que conviene a
los fines de la oratoria de ocasión -dice Carrera Damas- se
inventa y se destaca una nueva facultad del Libertador, la
cual, sin opacar por ello las muchas otras ya reclamadas
ocupa momentáneamente el primer plano".

La principal -y más sugerente- de las tesis que


sustenta Carrera Damas en El Culto a Bolívar, es la de que
el bolivarianismo -o "bolivariatría": también ese término
conviene al caso- fue la consecuencia de una manipulación:
la de los viejos sectores oligárquicos, debilitadísimos
grupos protagonistas de los sucesos del 19 de abril y
firmantes del acta de Independencia. El viejo mantuanaje
habría promocionado a la guerra emancipadora y, sobre todo a
la figura de su héroe máximo, como el supremo mérito de su
propia casta: su mayor tributo hacia la patria. Bolívar
sería la primera y principal víctima del magno sacrificio de
un grupo social que lo perdió todo en la guerra. Las razones
de esta manipulacion son muy claras: mantenerse cerca del
poder; seguir siendo, de alguna manera, los protagonistas de
la historia venezolana; continuar exigiendo un respeto
colectivo que renovase desaparecidos fueros, que repitiese
viejos derechos.

La tesis de Carrera Damas implica la caricaturización


de muchas cosas: de la vieja oligarquía colonial (presentada
como un grupo desvalido que desesperadamente busca la
protección de cada nuevo caudillo y que, al mismo tiempo,
trata, con pueril perseverancia, de conservar amagos de
dignidad); del pueblo venezolano que habría comulgado
durante siglo y medio con ruedas de molino; de la historia
venezolana que sería de una linealidad absoluta. La idea de
la "promoción" bolivariana como inteligente artificio de una
clase puede resultar interesante pero incurre en un exceso:
el de asignar demasiada fuerza a la voluntad de permanencia
histórica de un grupo que, además, habría sido uno y solo
uno: siempre el mismo. Con extraordinaria perseverancia él
habría realizado la portentosa hazaña de proyectar -e
imponer- sus designios sobre la sociedad venezolana por
demasiado tiempo -y, sobre todo: demasiado eficazmente. La
99

teología bolivariana como consecuencia de la manipulación de


una extraordinariamente astuta clase social, luce -repito-
sugestiva pero, también, irreal. Además, la proliferación
constante de sectores privilegiados -oligarquías compañeras
de unos u otros caudillos, generales vencedores de unas u
otras guerras- dentro de una historia tan azarienta como ha
sido la nuestra, hace virtualmente imposible alcanzar a
definir una sola clase dominante a lo largo del tiempo.
Augusto Mijares toca este tema en Interpretación pesimista
de la historia hispanoamericana. Allí afirma la
imposibilidad de definir una misma clase social dominante en
Venezuela a lo largo de su historia. "Casi todos los
gobiernos venezolanos que se han creído obligados a hacer
campaña de penetración popular -dice- la han orientado en
sus primeros días sobre el estribillo de luchar contra la
'oligarquía tradicional', contra los 'eternos detentadores
del poder', etc. Según esta reiterada tendencia, parecería
que nuestra vida republicana puede resumirse en una lucha
constante de las aspiraciones populares, representadas por
los distintos gobiernos, contra una oligarquía que ha
mantenido sus cuadros inexpugnables; contra una clase social
privilegiada, de tal continuidad y fuerza que ha podido
sobrevivir a todas las revoluciones o aprovecharlas en su
favor".

Hace algunos años fue publicado el libro Bolívar y la


historia en la conciencia popular que, de muchas formas,
sustenta la tesis contraria: la deificación bolivariana como
resultado de un proceso, sobre todo, popular. Su autora,
Yolanda Salas, muestra, a través de una larga lista de
testimonios orales, la condición profundamente real y
auténticamente espontánea del culto bolivariano entre los
sectores más populares de la población. Según Yolanda Salas
el culto a Bolívar sería la expresión cultural lógica de un
pueblo acostumbrado a creerlo e interpretarlo todo según
cánones y principios religiosos. El venezolano ritualiza y
sacraliza aquello cuanto admira. Es frecuente que hombres y
hechos se conviertan en objetos de veneración popular, con
todos los signos de la devoción religiosa. Es un rasgo
cultural de tradiciones que se forjaron al calor de
viejísimos fervores y de leyendas; o más bien: de fervor por
todo lo legendario.

Yolanda Salas demuestra cómo el culto a Bolívar ha


penetrado otras devociones: el culto de María Lionza, por
ejemplo; deidad indígena anterior al tiempo de la Conquista.
Los devotos de María Lionza suelen incluir a Bolívar como
una de las figuras humanas divinizadas más cercanas a la
diosa. Distintas representaciones plásticas populares,
además, relacionan las figuras de Cristo y Bolívar. Una
pintura bastante conocida representa juntos a Cristo a
100

Bolívar y a Don Quijote. La idea la inspiró el mismo


Libertador cuando él se definió como uno de los tres más
grandes "majaderos de la historia": los otros dos eran
Cristo y el héroe de Cervantes.

El mayor mérito del libro de Yolanda Salas es tal vez


mostrar cómo en el culto bolivariano se reencuentran
viejísimos y olvidados fervores, soterradas y clandestinas
creencias. Ciertos signos de la sacralización bolivariana
recuerdan atributos de los santos medievales. Se rodea a
Bolívar de una aureola militar y mística: heroico caballero
andante, como lo fue Santiago, el apóstol guerrero que
luchaba contra los moros infieles. El recuerdo de Santiago
Matamoros, santo patrono de los conquistadores que invocaban
su protección en contra de los "indios paganos", pareciera
haber permanecido en un largo inconsciente durante los
siglos coloniales para renacer, curiosamente metamorfoseado,
en medio del estruendo de la guerra de Independencia. Una
cierta imaginería volcó sobre Bolívar rasgos parecidos a los
de Santiago. Como el apóstol, el Libertador aparecía siempre
representado sobre un caballo blanco. En ciertas regiones
del país se atribuyen, incluso, poderes sobrenaturales al
caballo blanco del Libertador. Poderes que, entre otras
cosas, significaron la protección física de Bolívar.
Consejas populares ofrecen distintas variantes de la
versión: se dice que desde que era un potrillo, el caballo
fue predestinado para el futuro Libertador; se cuenta,
también, que el caballo nació el mismo día que Bolívar y que
desapareció el día que éste murió. Se atribuyó un poder
especial sobre aquel animal que conducía a su dueño,
victorioso y magnífico, contra las huestes enemigas de la
patria. Los enemigos ya no eran más los moros "infieles" o
los indios belicosos y "paganos", sino los españoles
realistas que conspiraban contra la "sagrada" causa de la
libertad y de la Independencia.

El culto bolivariano ha convertido a Bolívar en figura


sobrenatural, venida a nuestro país casi a "sufrir por
nosotros", a "darnos la libertad", a "redimirnos". Nuestra
ruidosa historia oficial nos recuerda constantemente que
todos sus bienes los perdió en esa empresa. Recuerda,
también, cómo la muerte del Libertador llegó en medio de la
ingratitud de los hombres de su tiempo. De hecho a los
venezolanos se nos enseña desde la escuela a expiar una
especie de culpa adánica: la de haber negado a Bolívar.
Seguir a Páez dándole la espalda al Libertador es nuestro
pecado original de nación. Fuimos una especie de pueblo
elegido que conoció el inmenso privilegio de tener un Mesías
que naciese en él y, sin embargo, lo negamos; no supimos
estar a la altura de semejante privilegio. La imagen de un
Bolívar empobrecido y enfermo que abandona el país para
101

siempre, que muere solo en Santa Marta, en la casa de un


español, atendido por un médico francés, lejos de Caracas,
lejos de Venezuela, lejos de todos, acompaña en simbólico
signo de culpabilidad y deshonor el origen republicano de
Venezuela: allí pareció comenzar el errático destino
nacional: ése fue el principio de nuestra incapacidad como
país, de nuestra impotencia de patria.

El pueblo ha reeditado, a su manera -cotidiana,


efectiva- la mitología oficial. El Bolívar de los mármoles y
de los libros de texto, coexiste con un Bolívar santificado,
convertido en imagen de esperanza, en símbolo de anhelos
insatisfechos ante un presente y porvenir que se desearían
mejores. Bolívar es una deidad vigilante y protectora. El
Libertador se relaciona con diversas aspiraciones colectivas
e imágenes reivindicativas. A Bolívar vuelven los ojos
dirigentes populares que claman por mayor justicia social
para los grupos desposeídos. A Bolívar acuden aquellos
sindicalistas que piden un mayor vigor para enfrentar las
insaciables pretensiones de poderosos grupos financieros.
Claro que también lo opuesto sucede: es frecuente encontrar
a Bolívar usado como ejemplar referencia por parte de
aquellos patronos que exigen de los obreros un mayor
sacrificio salarial o un superior rendimiento en sus
labores. Citan a Bolívar las distintas agrupaciones
apolíticas que nos alertan contra la corrupción de los
poderes públicos. A Bolívar hace alusión todo aquél político
que decida pedir a los venezolanos un mayor esfuerzo para
alcanzar cualquier meta o para superar alguna de las
repetidas crisis que aparecen en nuestro panorama nacional.
En general, la polifuncionalidad bolivariana es amplísima:
hasta los sacerdotes, en los colegios católicos, usan a
Bolívar como ejemplo de fervor religioso para adoctrinar a
los jóvenes estudiantes en los preceptos de un catolicismo
más firme y activo.

Pocas naciones debe haber habido en el mundo tan


críticas frente a sí mismas y tan pesimistas ante su
potencial como Venezuela. Este pesimismo fue el que
convirtió al Libertador en respuesta ética, tabla salvación
ante la caída; gloria que ocultaba la decadencia. Nuestro
siglo XIX republicano repitió hasta la exageración los
conceptos de fracaso y de postración nacionales. Frente a
ellos, Bolívar era el único símbolo capaz de restituirnos
una dignidad perdida. Los venezolanos parecíamos sentir que
estábamos a la cola del continente después de habernos
hallado a su cabeza. Los viejos caudillos de la revolución
triunfante, volvían los ojos hacia una provinciana e insular
impotencia, tras haber llevado a medio continente las
banderas de la causa libertaria. Nuestros escasos tribunos
sobrevivientes de la guerra, contemplaban sus ambiciones
102

patrióticas metamorfoseadas en apenas anhelo de


subsistencia. La epopeyización de la Independencia surgía de
imaginerías naturales que contrastaban ideales de la
revolución con sus resultados. Para fortalecer una esperanza
volcada al porvenir era necesario elevar una ilusión, alzar
un ideal, rescatar una fe. Bolívar fue el instrumento más
adecuado de ese acto. El hombre debía dejar de ser humano
para convertirse en dios, en mito. Había que transformar al
guerrero en redentor; mudar al legislador en mesías.

En situaciones difíciles para pueblos y culturas, la


sublimación del pasado puede ser algo tan motivante como el
compartir metas e ideales comunes. Se trata de galvanizar
voluntades sobre la admiración de un pasado enaltecedor. En
Venezuela otorga dividendos utilizar a Bolívar. El
Libertador da respetabilidad a quien lo usa. Es patriótico
citar sus máximas. Es ejemplar y es cívico afirmarse como su
incondicional devoto. Gobierno tras gobierno, caudillo tras
caudillo, nuestro tiempo histórico republicano reeditaba,
multiplicaba, añadía y aumentaba el estereotipo de un
Bolívar semidivino. Cada autócrata utilizó, en su beneficio,
la leyenda del grande hombre y le añadió a ella su propia
cercanía. Guzmán Blanco se hizo llamar el Regenerador. Editó
un medallón de dos caras, cada una de las cuales contenía un
perfil: uno -claro, está- el suyo propio; el otro, el de
Bolívar. Cipriano Castro fue el Restaurador que decía
inspirar de Bolívar su exaltado patriotismo contra las
potencias europeas que, prepotentes, venían a cobrar por la
fuerza viejas deudas. Gómez fue el Rehabilitador y se dice
que sus áulicos alteraron en un día la fecha de su muerte
para hacerla coincidir con la del Libertador: el 17 de
diciembre. Hace algunos años, al morir Rómulo Betancourt, se
lo llamó Padre de la Democracia e, inmediatamente, se lo
equiparó con Bolívar -el Padre de la Patria- (lo que, dicho
sea de paso, expresivamente señala hasta qué punto los
venezolanos siempre pareciéramos estar buscando un padre
sobre el que cimentar hitos de patriótica grandilocuencia:
nuestras referencias dignificantes comienzan siempre con la
identificación de un padre). Definitivamente el ser
comparado con Bolívar es, ha sido siempre y continuará
siendo, la máxima ofrenda, el atributo sublime, para
cualquier hombre público venezolano.

Otras aristas del culto bolivariano se relacionan a esa


cierta imprecisión que pareciera caracterizar todo lo
venezolano, especialmente después del violentísimo proceso
de nuestra modernidad petrolera. Sorprendida por lo vasto e
irreversible del cambio que se operaba en el perfil del
país, Venezuela parecía hallar en el culto a Bolívar una
identificación, una peculiaridad. A finales de la década de
los cuarenta Venezuela se convertía en un país receptor de
103

altísimas cuotas de emigrantes. Esos cientos de miles de


hombres y mujeres que llegaban, se encontraban con una
nación de muy precaria situación cultural. El único orgullo
venezolano, su sola memoria, era apenas una pequeña,
pequeñísima, porción de su pasado. El resto no existía. No
interesaba. En el vendaval petrolero, para todos aquéllos
quienes emigraban a Venezuela y la convertían en una segunda
patria, para sus inmediatos descendientes, el país no
ofrecía sino un único recuerdo: Bolívar. El Libertador, la
gesta emancipadora, se convertían en el único trazo con el
cual el emigrante podía identificarse a un proyecto
nacional, a una ética y a una conciencia colectivas.

Otras características del culto al Libertador se


relacionan con esa peculiaridad de nuestra tradición
cultural hispánica que nos lleva a la hipervalorizar los
hechos de guerra. Nuestras veneraciones históricas recaen
mucho más a menudo sobre el hombre de armas que sobre el
hombre de letras. En uno de los capítulos de Don Quijote se
traza una significativa diferencia entre ambos. Dentro de la
tradición española es frecuente la postergación de todo
mérito que no sea bélico. El honor del campo de batalla es
el mayor de todos. Ahí está el Mío Cid para probarlo: su
título de Campeador, máximo laurel, alude a las victorias en
el "campo" de batalla. Campo: campeador. Ocho siglos de
continua lucha para reconquistar el suelo patrio de la
invasión de otra cultura -cultura hereje: de raza y
religión diferentes- desarrollaron una óptica histórica
particular: la que concedía más importancia a las batallas
que a las convivencias, la que ensalzaba el acto de un
hombre por sobre un siglo de sucesos, la que privilegiaba
una biografía altisonante por sobre la evolución de una
colectividad en el tiempo.

Historia, pues, de hombres y hechos; no de paulatina


transformación de grupos. Historia de gestos. O mejor:
historia que venera los gestos de algunos hombres. En una
palabra: la memoria con que soñó Carlyle. Los venezolanos,
hemos terminado por hacer con Bolívar aquello que
preconizaba Carlyle en relación a los héroes: convertirlos
en máxima referencia, en ideal, en aspiración suprema. La
admiración hacia el ejemplo de sus grandes hombres es para
todo pueblo mucho más importante -decía Carlyle- que
cualquier ideología. En el caso venezolano, mucho más que la
Constitución Nacional, nuestra referencia colectiva final es
Bolívar. "Hombres ideales" o "Héroes" llamó Carlyle a
quienes lograban encarnar los más altos ideales de una
nación o una cultura. Según Carlyle no existía constitución
ni legislación que pudiesen competir con la eficacia
patriótica de estos "hombres ideales". En la premisa de
Carlyle: "Hallad en un país cualquiera el hombre capaz que
104

pueda existir allí; elevadle a la dignidad suprema, y


lealmente reverenciadle: ya tenéis un gobierno perfecto para
ese país" pareciéramos los venezolanos haber inspirado la
mayor parte de nuestro itinerario político nacional. De allí
la causa de que el personalismo haya sido su rasgo más
característico.

Signo del culto guerrero es la admiración por la


genealogía del héroe. De Bolívar se recuerda, sobre todo, su
linaje: casi siempre emparentado a lo más remoto de la
historia del país. Bolívar es frecuentemente descrito como
la gloriosa consecuencia de una estirpe: resultado final,
grandioso epítome de una casta. Para esta mirada, la
dimensión de Bolívar es, sobre todo, fundacional: el
Libertador, al "fundar" la patria, repite el acto heroico de
los Bolívar primeros, hacedores también de nuestra historia.
Unos y otros simbolizan, en lo guerrero, en lo épico, un
mismo proceso: el de la génesis y el destino de la
nacionalidad.

Entre los años de 1931 y 1932, Enrique Bernardo Núñez


escribe una novela: La galera de Tiberio. El manuscrito
tuvo un destino bastante irregular. Terminado en 1932, debió
esperar treinta y cinco años para ser publicado. Se
encargaría de hacerlo la Universidad Central de Venezuela en
1967; esto es: tres años después de la muerte de Núñez. La
galera... es un libro interesante. Refleja hondas
reflexiones de su autor frente al contraste que ofrecían un
mundo moderno -cosmopolita, dinámico- y la realidad mundo
inamovible, detenida, de Venezuela y, en general, de
Latinoamérica toda.

Para 1930 Enrique Bernardo Núñez ejercía labores


diplomáticas en Panamá. Allí el canal, orgullo de la
ingeniería mundial de ese entonces, había sido inaugurado
apenas dieciséis años antes. El canal de Panamá era el
símbolo del avance de la tecnología mundial; encarnaba la
pujanza de un mundo moderno, brutalmente tecnológico. Si a
comienzos de la década de los treinta el mundo occidental
comenzaba a descubrir el futuro en el presente, Venezuela
lucía cada vez más estancada en su pasado. La galera de
Tiberio es una novela de comparaciones, de balances y
pronósticos. Hay en ella algo de desaliento, de dolorosa
profecía. Entre sus páginas hay un largo pasaje,
independiente de la trama novelesca: es la supuesta crónica
de la desaparecida civilización de Cirene. Lo cito en
algunas de sus partes más significativas: "Hubo entre los
cireneses uno al que proclamaron el hombre más grande de la
tierra. A divulgar esa gloria dirigieron sus esfuerzos...
Concluyeron, al fin, por hacer de su héroe un dios a quien
rendían el culto más ferviente. Los oscuros tiranos que se
105

sucedieron en Cirene permitían este culto y lo favorecían.


Encontraban así un medio seguro de hacerse perdonar sus
latrocinios... La nación no prosperaba, pero las ciudades
estaban satisfechas. La fama del héroe era proclamada en los
juegos, en las conferencias y solemnidades de todo el mundo.
Vino a ser el estudio de su vida el único afán de los
meritorios cireneses... La acción de los hombres debía
retroceder hacia el límite del tiempo en que vivió el héroe
cirenés. Fuera de él todo caía en oscuro silencio... Corrían
los otros pueblos hacía el porvenir, ocurrían en el mundo
las mayores transformaciones sin que Cirene se diese por
aludida... La misión de Cirene era permanecer inmóvil,
vuelta hacia aquel resplandor que divisaba a su espalda como
un rostro sin ocaso. Y si en el mundo se oía alguna vez la
voz de Cirene era para gritar aquel nombre eterno.

Y llegó un día en que Cirene, el jardín y la perla de


la tierra, desapareció. Largos siglos pasaron. Cirene
parecía muerta con su gran hombre. Pero un ladrillo
encontrado por unos labriegos llamó la atención de los
arqueólogos hacia aquel sitio. El ladrillo tenía una
inscripción. Las primeras excavaciones condujeron al
descubrimiento de varios cráneos. Estos cráneos fueron
motivo de disputas interminables. Tenían en el frontal o en
el occipucio un vago diseño de figura humana y eran
reducidísimos comparados con los de otros contemporáneos. A
fuerza de sagacidad y paciencia se halló el motivo de tan
sorprendente anormalidad. El diseño tenía extraña semejanza
con la efigie del héroe cirenés grabada en las monedas y
medallas. Como era la única idea posible, la obsesión, fue
apareciendo aquel perfil en el cráneo de los desdichados
cireneses".

Todos los elementos del "culto bolivariano" están


presentes en el episodio de Cirene: la veneración obsesiva y
única, la mirada detenida sólo en el pasado protagonizado
por el grande hombre, la utilización "productiva" del culto.
La frase: "Corrían los otros pueblos hacia el porvenir,
ocurrían en el mundo las mayores transformaciones sin que
Cirene se diera por aludida", es especialmente expresiva de
la situación de Venezuela en ese tiempo fundamental del
inicio de los años treinta. Si en alguna época pudo resultar
exasperante el marasmo nacional anterior al petróleo, debe
haber sido en ese momento en que Núñez escribe su novela.
Entonces, como siempre desde hacía un siglo, Bolívar era
promocionado por el autócrata de turno -Juan Vicente Gómez.
De nuevo, el Libertador era referencia paralela y exaltadora
para el infaltable caudillo.

Un cuento de Julio Garmendia, "Cuando pasen tres mil


años más", recuerda el episodio de Cirene. Cito un fragmento
106

de él: "Varios arqueólogos acaban de hacer un importante


descubrimiento en el sitio donde se supone que existió una
ciudad llamada Caracas... Ya anteriormente se había hallado
vestigios que denunciaban la existencia, en el comienzo de
la desaparecida civilización suramericana, de un gran
personaje que desempeñó un singular papel histórico en
aquella remota edad, casi vecina a la infancia del mundo.
Fue según parece un prodigioso guerrero y conductor de
pueblos que la devoción de innumerables generaciones de
admiradores fervorosos transformó con el curso de los siglos
en una figura legendaria, investida de maravillosos
atributos... A su muerte, créese que su tumba se convirtió
en un lugar de peregrinaciones para los primitivos
suramericanos, que debieron de ver en ella como un símbolo
de todos sus ideales nacionales."

Ambos relatos caricaturizan los mismos signos:


imaginarios tiempos futuros contemplarán la decadencia
cultural del presente. Un mañana, ignorante, desconocerá al
hoy; sin lograr descifrar curiosas formas de idolatría
colectiva. El porvenir definirá de triste la condición de
una civilización que hizo del culto a un hombre el signo más
destacado -acaso el único- de su cultura. El relato de
Garmendia, menos apocalíptico que el de Núñez, ironiza sobre
el "lugar de peregrinación" en que se convirtió la tumba del
guerrero. Núñez -más cruelmente- ironiza sobre el tamaño
del cráneo de los cirenenses, empequeñecido por guardar una
"única idea posible"; con el perfil del héroe grabado para
siempre en su frente.

El "silencio" de Cirene, la devoción de los peregrinos


del cuento de Garmendia, eran la mudez y la sordera
venezolanas. Bolívar ha sido el ruido máximo de nuestra
historia oficial. El estruendo alcanzó a opacar cualquier
otra voz. Impidió que se escuchasen a otros personajes; que
otros recuerdos, otros tiempos, se hiciesen, también,
audibles. La mirada de Venezuela ha sido por mucho tiempo
como la de la Mujer de Lot: detenida, postrada, ante un
sacralizado héroe, ante una imagen única, ante una sola
idolatría: Bolívar.
107

PARTE VI:

LA MEMORIA ENTRE EL RUIDO Y


EL SILENCIO

"Un pueblo sin anales, sin memoria del


pasado, sufre ya una especie de muerte. O
viene a ser como aquella tribu que sólo
andaba por el agua para no dejar sus
huellas." Enrique Bernardo Núñez: Una ojeada
al mapa de Venezuela

"La luna y el silencio le dan la voz a las


cosas, y esta agua que corre imperturbable
hace centenares de años, discurre con lengua
casi humana" Mario Briceño Iragorry

"Nada se olvida más rápido que el pasado,


nada se repite tanto como el pasado". Carlos
Fuentes: Terra nostra.
108

Para significar, la historia debe incorporarse a la


cotidianidad de los pueblos, hacerse parte de su vitalidad.
Ritualizada, la historia se hace estereotipo; el pasado se
deforma en idea única, lugar común: sitio de encuentro de
veneraciones y semiverdades, de aspiraciones y
deformaciones. Unas naciones son más tradicionalistas que
otras, incluso en un mismo país, ciertas regiones parecen
identificarse más con su pasado. En Venezuela, por ejemplo,
la región andina mantiene frente a su tradición una actitud
profundamente distinta a la del resto del país. Hay en Los
Andes un mayor respeto por el pasado, una curiosidad natural
ante él, una urgencia de no perderlo. Pueblos y ciudades
graban en las paredes de sus casas viejos escudos otorgados
por algún rey Habsburgo. Las viejas costumbres se respetan
más, se conservan más. En Hispanoamérica podrían señalarse
los casos de México y de Venezuela como ejemplo de actitudes
opuestas frente al pasado. México vive obsesionado con él.
Lo odia. Lo ama. Lo ensalza. Lo denigra. En todo caso, lo
lleva siempre consigo: ha terminado por incorporarlo
obsesivamente a su cotidianidad, por convertirlo en
recuerdo, como una espina clavado al presente. El muralismo,
esa forma plástica tan característica de la contemporaneidad
mexicana, es un volcamiento de lo histórico -como
argumentación, como retórica- sobre la pintura. El pintor
se hace relator del pasado: lo objetiviza plasmándolo sobre
todos aquellos lugares donde la historia -la versión
oficial de ella- deba ser más difundida, estar más
presente. Hay, creo, una razón que explicaría esa obsesión:
la de identificarse frente a su poderoso vecino del norte.
México ha necesitado diferenciarse para no ser absorbido. Si
los Estados Unidos son la encarnación misma de lo
occidental, entonces los mexicanos conscientemente
parecieran haber decidido ser oficialmente
anti-occidentales; ideológicamente prehispánicos; esto es:
preoccidentales.
109

En Venezuela la situación es muy distinta: una casi


inexistente tradición nacional perdura en el acartonamiento
de un recuerdo reducido a dos evocaciones: Bolívar y la
Independencia. Ambos: la obsesión mexicana y el desinterés
venezolano, son riesgosos. La secuela es la misma: el
falseamiento. Los resultados culturales, sin embargo, han
sido distintos: encerrados en sí los mexicanos, abiertos a
todas las novelerías los venezolanos. Introversión
-cerrazón- vs. extroversión -desarraigo. En Venezuela es
frecuente oir comentarios laudatorios sobre nuestra
capacidad para asimilar formas culturales ajenas, para ser
"ciudadanos del mundo". Eso no necesariamente significa
cosmopolitismo; puede ser también signo de una
desasimilación frente a nosotros mismos. Hay ciertas
actitudes nacionales de admiración extrema hacia todo lo que
nos llega de afuera -curiosa forma de cosmopolitismo que
significó, entre otras cosas, la invasión de venezolanos en
los condominios de la ciudad de Miami en los Estados Unidos
durante los momentos de mayor bonanza petrolera- que podrían
relacionarse con el automenosprecio y una correspondiente
admiración incondicional por todo aquello que provenga de
fuera, muy especialmente de Norteamérica.

En Venezuela se han terminado por desarrollar naturales


oposiciones entre una memoria oficial, ruidosa y hueca, y
una memoria popular, silenciosa y viva. En la ciudad de
Villa de Cura existe una casa dónde -según se cuenta- fue
llevado José Tomás Boves, herido en la batalla de La Puerta.
Allí, en esa casa, el caudillo realista habría apoyado su
mano sangrante sobre una silla y una pared. Pues bien: esa
casa se conservó en la memoria de los habitantes de Villa de
Cura. Cierto fetichismo la rodea. La llaman la Casa del
Santo Sepulcro y la han resguardado como una reliquia
lugareña. Curiosa contradicción: Boves, el silenciado
monstruo de la historia oficial, ha sido por mucho tiempo
objeto de veneración popular. Hasta no hace mucho tiempo, se
oficiaban misas por su alma en los llanos de Venezuela.

Los negros de Barlovento cuentan que Bolívar nació no


en Caracas, sino en Capaya, hacienda que los Bolívar tenían
en esa región. Comentan, además, que era hijo de una negra
esclava, razón por cual el verdadero lugar de su nacimiento
se habría mantenido siempre en el más estricto secreto. Una
voluntad de recuerdo popular, afectivo, parece oponerse al
recuerdo de los libros de texto. La memoria oficial erige
monumentos. La imaginación popular construye su visión:
menos grandilocuente, más auténtica. Una visión que no
distingue entre personajes condenados y personajes
absueltos, que evoca más poéticamente los signos adheridos a
las cosas; las huellas de los hombres.
110

La memoria popular, la voz del pasado, hace suya la


fantasía y la leyenda. Transmite la autenticidad del tiempo.
En su novela El mestizo José Vargas, Guillermo Meneses habla
en las primeras páginas de la "voz de los ancianos":
evocación volcada sobre una tradición hecha norma, ley no
escrita. Válida porque pertenece a cierta entraña de las
cosas. "Existe la voz de los ancianos. Es ella memoria,
recuerdo, conciencia humana (...) la palabra de los viejos
-pesada como semilla- crea sobre el mundo verdadero la
profunda tierra del pasado, la negra sombra donde viven los
hombres que fueron (...) La voz de los ancianos es palabra
nacida de los labios del pueblo". Los mitos son la voz con
que las naciones describen el alba de su historia. La "voz
de los ancianos" identifica mito e historia en una misma
finalidad: la idealización. Allí está el origen del canto
épico: él fusiona la literatura con la leyenda, la historia
y la tenue poesía.

El nacimiento de Venezuela como república soberana se


acompañó -era lógico- de la epopeyización de los héroes y
los hechos que hicieron posible su Independencia. La épica
era el resultado de un proceso válido: el de definirnos. A
eso se correspondía otro propósito: el de dejar de ser.
Eramos venezolanos, consiguientemente debíamos dejar de ser
españoles o grancolombianos. Sin embargo, en algún momento,
ese proceso de definición épica -necesario: subrayo- dejó
de ser aspiración, ideal, y se convirtió en manual de
comportamiento colectivo, unívoca referencia, dogma. La
deformación parecía relacionarse a ese particular fenómeno
que el mexicano Antonio Caso dio en llamar "bovarismo"; esto
es: asumirse de una manera diferente a como realmente se es
o se ha sido. El bovarismo, siempre según Caso, puede darse
en las personas o en las naciones. Es un mal frecuente en
nuestra América. En Venezuela él se originaba en cierta
funcionalidad surgida a la sombra de la retórica política y
la argumentación combativa de la Independencia. Desde
entonces nacieron los rótulos con que empezamos a dividir
nuestra historia. Entonces comenzaron los ruidos y los
silencios.

Miranda, en su "Proclama de Coro" (1806), dividía al


pasado venezolano en dos grandes momentos: un pasado
prehispánico feliz, especie de edad de oro continental; y un
presente deplorable, consecuencia de tres siglos de
"abominable sistema de administración" colonial española.
Bajo esta perspectiva, la Independencia se convertía en
bienaventurado reencuentro entre un hoy posthispánico de
libertad, de virtudes republicanas y un edénico ayer de
arcádicas naciones indígenas. El discurso bolivariano se
asentó sobre planteamientos similares: la colonia es un
lastre para cualquier proyecto republicano. "Nuestras manos
111

ya están libres, y todavía nuestros corazones padecen de las


dolencias de la servidumbre", dice Bolívar en su discurso
ante el Congreso reunido en la ciudad de Angostura. La
lógica de la guerra exigía una tergiversación del pasado:
debíamos emanciparnos porque habíamos sido oprimidos, porque
nos había sojuzgado una nación extranjera y enemiga. Era
necesaria la identificación entre los criollos que
propugnaban la Independencia -víctimas de un "abominable
sistema de administración"- y las primeras víctimas -los
indígenas.

Con el correr del tiempo, lo que fue argumentación


política se convirtió en autoreferencia. En irreal juego de
espejismos se impuso una autoidentificación de reticente
vocación no sólo antiespañola sino, también, antioccidental.
Los conquistadores, los primeros pobladores dejaban de ser
antepasados o ancestros y se convertían en usurpadores.
Pasamos a identificarnos con los indígenas (casi
desaparecidos del todo en el caso venezolano) y convertimos
a Tamanaco, Guaicaipuro, Paramaconi en nuestros primeros
padres. Culpabilizamos a España de habernos impuesto una
cultura, una lengua, una religión, unos valores. Nuestras
propias formas históricas se hicieron ajenas: eran las
formas de los sojuzgadores, los valores de los explotadores.
La consecuencia fue el silencio. Silencio sobre la
Conquista. Silencio sobre tres siglos del tiempo colonial.
Silencio sobre trescientos años de historia. Tajantemente lo
expresaba nuestra Acta de Independencia: "Corriendo un velo
sobre trescientos años de dominación española en América..."
Nuestra Carta Magna oficializaba, el silencio. Lo convertía
en dogma patriótico.

En el prólogo que escribe para la Historia


Constitucional de Venezuela de José Gil Fortoul, Baltasar
Vallenilla Lanz hace una lapidaria afirmación: "Se han
calificado de pocas las páginas consagradas a la Colonia en
la obra de Gil Fortoul, se ha dicho que la enorme nebulosa,
de la cual arrancó la actualidad, debió de estudiarse
ampliamente. No somos de ese pensar. La Colonia, es decir,
el largo dominio ejercido por España en América, puede
estudiarse fácilmente y exponerse su estudio en pocas
páginas (...) La estratificación determinada por la Colonia,
que imprimió a la América el pavoroso aspecto de un enorme
sepulcro, no tiene historia". Esta tesis, de feroz
nihilismo, sigue muy de cerca las reflexiones iniciales
formuladas por Eduardo Blanco en Venezuela heroica. Blanco
esgrime la idea de que la Independencia había sido
vitalidad, energía contrapuesta al insufrible sopor del
pasado colonial. Bolívar y la guerra, son las maravillosas
antítesis de las miserias anteriores. "La cautiva de España
abandonada a su destino -dice Eduardo Blanco- sufría en
112

silencio el pesado letargo de la esclavitud. Nada le


recordaba un tiempo menos desgraciado (...) Sin faustos, sin
memorias, sin otro antecedente que el ya remoto ultraje
hecho a la libertad del nuevo mundo, y las huellas de cien
aventureros estampadas en la cerviz de todo un pueblo,
nuestra propia historia apenas si era un libro en blanco
(...) El abatimiento colonial parecía deprimir, sin
sacrificio, toda noble tendencia, toda elevada aspiración
(...) La vida transcurría monótona (...) se deslizaba
aprisionada entre la triple muralla de fanáticas
preocupaciones, silencio impuesto y esclavitud sufrida que
le servían de diques". Todo está contenido allí: después de
trescientos años de agobio, no cabe sino el olvido; el
tiempo de la Conquista es un "ultraje a la libertad del
nuevo mundo"; la Colonia es "un libro en blanco". Eduardo
Blanco no hacía sino repetir, a fin de cuentas, una consigna
plenamente establecida: la de que el 5 de julio de 1811, más
que la fecha de la firma del Acta de la Independencia, era
la fecha de nuestro (re)nacimiento; del inicio de la
historia venezolana.

Desgraciadamente, después de Carabobo, después de las


glorias de Boyacá, de Pichincha y Ayacucho, nuestra historia
volvía a perder dignidad. Una vez más se despojaba de signos
edificantes. Afeaban su rostro una sucesión excesiva y muy
poco presentable de caudillos, de guerras civiles, de
aislamiento, de pobreza. Por ello terminamos también
condenando al silencio el tiempo republicano de la
post-Independencia: un silencio de cien años, ahora. Habrá
que esperar al golpe cívico militar del 18 de octubre de
1945 que derroca a Medina Angarita para que nuestra memoria
oficial redescubra elementos dignos de exaltación. Luego,
tras el corto gobierno de Rómulo Gallegos y los años negados
de la dictadura perezjimenista, será -¡por fin!- el
advenimiento del 23 de enero de 1958: nacimiento de una
democracia basada en el sufragio universal. El 23 de enero
es el reencuentro definitivo entre un hoy democrático y
digno con los ideales bolivarianos. Desenlace feliz de una
historia evangelizadora: los venezolanos volvíamos a ser
-como en los lejanos días de la Independencia, como en
Ayacucho, como en Pichincha, como en Boyacá- un ejemplo a
seguir por las otras naciones del continente.

Nuestra historia evangelio -con muchos descalabros


pero, a fin de cuentas, de final feliz- promueve tres
inmensos silencios: la colonia, el siglo diecinueve
republicano, y, prácticamente, los primeros cincuenta y
ocho años del siglo XX. Demasiado mutismo frente a una muy
restringrida locuacidad de apenas cuarenta años. Cuatro
décadas ruidosamente promocionadas frente a casi quinientos
años de olvido. Entre larguísimas indiferencias y muy cortas
113

obsesiones se sitúa la memoria oficial del país. Ella ha


terminado por acostumbranos al silencio. Definitivamente él
ha sido el más fuerte. Se impone siempre.

El silencio ha tenido diversas consecuencias. Una de


ellas: el desinterés hacia todo lo que signifique tradición.
La desidia alcanza incluso aquellas zonas que nuestra
memoria oficialista ha decidido venerar. Periódicamente, por
ejemplo, la prensa hace campañas para rescatar del abandono
distintos objetos-testigos del ayer. Esas campañas
recuerdan, entre otras cosas, que la casa en que nació
Bolívar recibe muy pocas atenciones de la municipalidad
caraqueña (de hecho, lo que tenemos hoy por la casa natal de
Bolívar no es sino un pequeño pedazo de la vieja casona de
la familia: apenas un minúsculo espacio que logró salvarse
de la voracidad de los urbanistas). Y es que nuestra memoria
patriótica prefiere el símbolo de relumbrón, el monumento
fácil a la conservación de lo genuinamente emparentado con
la presencia del tiempo. En proceso que sería cómico si no
fuese trágico, los venezolanos hemos borrado la autenticidad
de diversos testimonios para erigir, en su lugar, banales
artificios conmemorativos. Olvidamos que aquello que es
real, lo que ha tenido contacto cercano con lo recordado,
transmite sentimientos más fuertes y directos que cualquier
monumento de ocasión. Se destruyó la casa en que nació
Francisco de Miranda en Caracas pero se pagaron millones al
gobierno inglés para restaurar la casa en donde Miranda
vivió en Londres durante varios años. La casa en donde
viviera su vejez Rómulo Gallegos fue demolida sin miramiento
alguno. Un tiempo después se convirtió ese lugar en un
moderno museo que lleva el nombre del escritor. Era la
reparación que llegaba tardíamente y a medias.

Dijo alguna vez Ramón del Valle Inclán que las cosas no
eran en realidad como habían sido sino como se las
recordaba. El recuerdo (re)construye la realidad. El
silencio o el ruido afectan esa reconstrucción. En toda la
historia del hombre tal vez el caso más célebre de silencio
voluntario haya sido el de los Incas y sus amautas. Los
amautas eran los sabios y escribanos que rodeaban al
emperador Inca. Cada vez que un Inca moría, con él debían
morir también sus mujeres, sus sirvientes, sus hombres
sabios. Es decir: su memoria. El silencio cubría para
siempre al recuerdo del Inca desaparecido. Su muerte era el
final de su tiempo. Cada nuevo Inca empezaba un nuevo
tiempo; iniciaba la historia. Caso patético de un pasado
sacrificado al presente. En nuestros días, algunos regímenes
totalitarios han llevado a la práctica experiencias
semejantes. La Unión Soviética, por ejemplo, posee una sola
historia tolerada: la oficial; periódicamente revisada,
reelaborada. Las páginas de los libros de esa historia se
114

encargan de recoger sólo lo que sea conveniente para el


modelo de la sociedad soviética. En esa historia hay
protagonistas y sucesos que, como por arte de magia,
aparecen o desaparecen sin dejar rastro. Todo depende de lo
conveniente que sea el mencionarlos: de su favor o desfavor
oficiales. A partir de la aparición o desaparición de un
Stalin o de un Trotski, del número de páginas dedicado a
este suceso o a aquel otro, puede aventurarse la fecha de
edición de cada respectiva historia.

En su extraordinario libro 1984, George Orwell


vislumbró un Ministerio de la Verdad encargado de construir,
día a día, la memoria de todos los habitantes de una nación.
El pasado era constantemente revisado. Amigos y enemigos,
victorias y derrotas se convertían en aleatorios sucesos:
verdaderos o falsos en la medida en que fueran convenientes
al presente. Era la exageración, ya caricatural, de lo dicho
por Valle Inclán sobre el recuerdo y la verdad de las cosas.
Orwell y su pesadilla de ciencia ficción demostraban que en
lo relativo del recuerdo radicaba, en última instancia, la
relatividad de cualquier cosa; aún de la verdad. A fin de
cuentas, ella podía ser lo menos definitivo de todo.

En sus trabajos sobre semiótica de la cultura, Jurik


Lotman, establece como hipótesis que las culturas nacionales
son sistemas comunicantes: estructuras donde distintos
signos se articulan a través del tiempo y en particular
lógica; hasta terminar por constituir una secuencia, a un
tiempo, parcial y coherente. Experiencias colectivas, ritos,
costumbres, comportamientos, son trazos dibujados en la
memoria de los pueblos. En determinadas épocas -durante los
tiempos de crisis principalmente- las culturas pueden
alterarse, sufrir cambios que luego se incorporarán a la
estructura cultural general. Prohibiciones -tabúes- y
deificaciones -mitos- señalan lo más expresivo de una
cultura: su síntesis.

Cultura es también memorización, recuerdo colectivo.


Una de las principales diferencias que separan a ésta,
nuestra América, de la otra, la América sajona, es la forma
como ambas se relacionan con su pasado. Para los
norteamericanos, la historia es un perenne canto épico:
inacabable relato de siempre heroicas aventuras, veta
inagotable de moralejas. Arnold Toynbee alguna vez señaló
cómo los colonos angloamericanos, en su constante lectura
del Antiguo Testamento, llegaron a verse a sí mismos
convertidos en un nuevo pueblo elegido: tribu mensajera de
tiempos nuevos. Nunca hubo vergüenza alguna que separase a
los norteamericanos de su ayer. Todo él fue siempre aceptado
con orgullo. Su culto al triunfalismo no es sino
consecuencia de su ciega idolatría por todo lo que
115

signifique victoria. Estados Unidos, la civilización del


pragmatismo por excelencia, ha deificado el triunfo. Para el
pueblo norteamericano, "ganador" o "perdedor" son mucho más
que términos calificativos: se convierten en opciones de
vida: irreversibles rasgos con que etiquetar a los dos
grupos en los que su sociedad divide a sus integrantes: los
que ganan -paradigma supremo- y los que pierden -definitivo
estigma: los parias.

No deja de ser llamativa entre los norteamericanos la


identificación de la historia con itinerarios de superación
constante: el pasado fue siempre bueno, también lo es el
presente y lo será el futuro. Obsesiva relación de tiempos:
el futuro, por ejemplo, se relaciona con dos cosas: con la
valorización extrema de la velocidad; y, también, con un
sentimiento de ser punta de lanza de Occidente, vanguardia
de la cultura occidental. Obsesión, también, del pasado: los
buenos viejos tiempos son vistos como un preludio de la
satisfacción actual y de la venidera. El orgullo de los
norteamericanos frente al pasado se detiene en una historia
hecha sólo de ejemplos positivos. Se veneran los "good old
times" en todo lo que ellos transmiten: atmósfera, actitud,
símbolo. Es la certeza de que el pasado todo expresa
aciertos y mérito. Enaltecimiento del pasado, seguridad en
el presente, confianza en el porvenir: ininterrumpido fluir
de titánicas certezas.

Hasta el momento de Vietnam, la idea del error, del


fracaso colectivo, no cabían en la memoria norteamericana.
Para la conciencia estadounidense, el Síndrome de Vietnam
significó la aparición de un nuevo sentimiento de malestar
al interior de la vieja autosatisfacción de siempre.
Sospechar haber participado en una guerra equivocada, o
muchísimo peor aún: que el resultado final de una aventura
nacional pudiese ser un fracaso rotundo era algo para lo
cual definitivamente los norteamericanos no estaban
preparados, una certeza inasimilable. Nosotros
-venezolanos, latinoamericanos- seríamos el otro extremo:
imaginar que una aventura nacional pueda concluir en
victoria absoluta, en definitivo triunfo, es algo que ni
siquiera pasa por nuestra mente. El triunfalismo no existe
en nuestra cultura. La misma España convirtió en estereotipo
la imagen de decadencia: código cultural desde los momentos
de mayor esplendor histórico. ¿No dijo, acaso, José Ortega y
Gasset en su España invertebrada que todo lo acontecido en
España después de 1580 había sido decadencia? Hispanoamérica
heredó esa imaginería española dentro de la cual la grandeza
se entremezcla con los fracasos y los errores. La épica
nunca existe sola entre nosotros, latinoamericanos: se apoya
siempre sobre la picaresca. El pícaro es la contrapartida
del caballero; la derrota, el anverso de la victoria; la
116

humillación, la antítesis de la gloria. En el siglo XVI


España recordaba en una misma memoria la consolidación del
inmenso Imperio en donde "no se ponía el sol" y el
estrepitoso fracaso de la Armada Invencible.

En nuestra historia, los venezolanos unimos a la gesta


de Independencia un ulterior e inmediato resultado de
caudillismos, de aislamiento y de atraso. Cualquier
reflexión sobre la gesta emancipadora no deja de conducir a
un mismo descorazonador pesimismo: la lucha de catorce años
que casi aniquiló al país fue el preludio de los más
difíciles tiempos de nuestro rumbo nacional. Algo parecido
sucede con nuestros héroes: veneramos su grandeza, los
convertimos en paradigmas y, sin embargo, lo que más
trágicamente destaca en su recuerdo es ese fracaso final que
estuvo presente en el momento de su muerte. Lo que más
recordamos de un hombre es la manera en que muere. La muerte
cierra, en evocación futura y definitiva, el itinerario de
cualquier vida. La gloria, la paz del triunfo, no clausuró
la existencia de ninguno de nuestros héroes: ni la de
Miranda, ni la de Bolívar; tampoco la de Sucre o la de Páez.
El triunfo no fue jamás recompensa para ellos, todo lo
contrario. Lezama Lima, distinguía un auténtico romanticismo
en nuestra historia hispanoamericana a partir de los rasgos
patéticamente trágicos -o sea: románticos- de nuestros
grandes héroes: en todos ellos se une, en indisoluble
abrazo, la grandeza junto al fatalismo. En su libro La
expresión americana, Lezama elige como ilustración del siglo
XIX hispanoamericano los ejemplos de un "Simón Bolívar que
se marginaliza en cuanto toca tierra prometida, en cuanto se
detiene a nombrar una realidad (...) (y) El caso
complicadísimo de Francisco de Miranda, que se mueve como
un gran actor por la Europa de la Revolución Francesa, de
Pitt y de Napoleón, de Catalina la Grande, en donde termina
por hundirse en la extrañeza y volver hacia América, donde
el destino joven de Simón Bolívar, lo deja sin aplicación ni
apoyo".

La historia enseña; o mejor: ella se repite y, al


repetirse, explica el presente, hace predecible el porvenir.
Anteriores costumbres evolucionan en actuales costumbres.
Viejas formas renacen en otras nuevas. En Venezuela eso que
podría definirse como estilo de gobierno liberal -mixtura de
retórica y gesto de la que terminaron por adueñarse todos o
casi todos nuestros políticos del siglo XIX- se repite hoy
en las formas populares utilizadas por nuestros dirigentes.
De la misma forma que casi ningún político del siglo
diecinueve postindependentista hubiese osado reclamarse
heredero del conservatismo (incluso, José Manuel Hernández
-el Mocho- cuando funda en 1896, un partido que se
pretendía opositor al liberalismo, lo llama Partido Liberal
117

Nacionalista. Hasta un recalcitrante conservador temía ser


calificado de tal), ningún partido con reales aspiraciones
de poder se atrevería hoy día a proclamarse de un
pensamiento derechista ni abandonaría un raigal discurso
populista de inacabables ofertas demagógicas. Todos los
partidos venezolanos son socialistas. Existe la
socialdemocracia de los adecos, está el sociacristianismo de
los copeyanos, el socialismo democrático de los masistas, el
socialismo marxista de los comunistas y el socialismo del
M.I.R y el M.E.P. Según nuestra actual nomenclatura política
prácticamente no existe en Venezuela un solo partido que no
sea socialista. Algo muy parecido a lo que llegó a pasar con
el Partido Liberal Amarillo que a todas las opciones
ideológicas cubría, que a todas las individualidades
arropaba.

Nuestros caudillos del siglo XIX renacen en los


carismáticos dirigentes de los principales partidos. Hoy
como ayer el venezolano sigue creyendo en los hombres más
que en las ideologías. El viejo lema de la Venezuela de
comienzos de siglo: "Hombres honrados al poder y el país
está salvado", renace quinquenalmente en las providenciales
máscaras con que se recubren los candidatos presidenciales.
El país repite signos: el pasado se entremezcla con el
presente, viejas prácticas se multiplican bajo la
todopoderosa influencia de los dineros petroleros. La
modernidad, después de todo, no ha logrado encubrir del todo
a la tradición.

Al convertir la historia en aplauso o abucheo los


venezolanos hemos terminado por arroparnos con irrealidades
en las que todo acto memorizador se mueve en función a
variados espejismos. Ideologías de izquierda, por ejemplo,
han insistido en convertir a la historia patria en promoción
ética revestida de énfasis revolucionario. La Guerra de
Independencia es, así, descrita como la antecesora directa
de la lucha antiimperialista del pueblo venezolano. Por esos
absurdos derroteros se llega a analogías bastante
peculiares: por ejemplo, comparar a la Compañía Guipuzcoana
con cualquiera de las actuales transnacionales. La Guerra de
Emancipación se desdibuja en un conflicto de clases donde
los "imperialistas" españoles, de un lado; y cierta
complaciente y "reaccionaria" oligarquía local, del otro, se
unieron en contra de la revolucionaria vocación de las masas
desposeídas. La nueva versión revolucionaria de la historia
simplifica el pasado hasta la caricatura: todo él es una
sola sucesión de despojos, una inacabable hilera de
miserias. La Conquista fue el despojo contra el indígena; la
Independencia, el despojo contra las burladas masas que la
hicieron posible; la Federación, el despojo de los
campesinos engañados por caudillos ambiciosos y
118

fraudulentos. Ritornello alucinante: la historia como


catálogo de iniquidades, espejo de frustraciones, suma de
rencores.

Irrita también -por absurda- esa historia vergonzante


que tiende a identificar el fetiche de la técnica con los
ideales de la felicidad humana. Persisten entre nosotros
corrientes de pensamiento -esta vez más bien de derecha-
para las que no pasamos de ser los "equivocados de la
historia", los "marginados de la modernidad". Las
argumentaciones de esta posturas son tan lapidarias como
simplistas: como no tuvimos Reforma, sólo conocimos la torpe
intransigencia medieval; como carecimos de industrias, nos
sumimos en la miseria, en el atraso, en la dependencia; como
en nuestro mundo colonial no se aceptó la comercialización
del dinero, nos desincorporamos del universo maravilloso de
la competitividad financiera y del Mercado. A esta retórica
se opone aquélla otra que, sin caer en excesivas
estridencias tercermundistas, señala que una cosa es la
diferencia entre culturas y otra -muy distinta- aprobar o
condenar a las naciones en función a criterios
exclusivamente económicos. Ha terminado ya el optimismo ante
la modernidad. Se desconfía del futuro. Hace tiempo que los
países más desarrollados dejaron de constituir un ejemplo
ideal. El equilibrio muy precario de un mundo sobre el que
pesan demasiado los trastornos ecológicos o la amenaza
nuclear está allí para demostrar el final de ciertos
paradigmas. También están allí los dramas de enajenación y
de soledad humanas tan frecuentes en las naciones más
poderosas.

Venezuela fue por mucho tiempo una remota provincia del


norte de Suramérica: aislada región de grandes espacios
desiertos. Allí, donde poco o ningún interés tenían los
funcionarios reales en venir, nada pareció consolidarse
demasiado rápidamente. A todo lo largo del siglo XVI las
ciudades aparecieron y desaparecieron: refundadas y
rebautizadas una y otra vez. Apenas los conquistadores
poblaban un asentamiento, cuando inmediatamente se
organizaban las expediciones que terminarían en nuevas -y
precarias- fundaciones. Todo conquistador aspiraba a ser un
fundador. Esa era su máxima recompensa: la trascendencia, la
perdurabilidad del nombre, la gloria. Alucinantemente,
apresuradamente, se llevaba a cabo la extraordinaria
aventura de poblar un mapa vacío, de llenar con voces nuevas
el agobiante silencio de la tierra.

Por las veces que cambió de asiento, Oviedo y Baños


llegó a llamar "portátil" a la ciudad de Trujillo. Diego
García de Paredes, su fundador, primero la bautizó Trujillo;
más tarde la llamaron Miravel y, además, fue cambiada de
119

lugar por el conquistador Francisco Ruiz, compañero de


García de Paredes. En su Historia de la conquista y
población de la provincia de Venezuela, comenta Oviedo sobre
el nacimiento de Trujillo: "fue tan desgraciada esta ciudad
en sus principios, que sin hallar sus pobladores lugar que
les agradase para su existencia, anduvo muchos años, como
ciudad portátil, experimentando mil mudanzas". Trujillo no
fue caso único: Nirgua cambió de lugar varias veces. Mérida
fue trasladada a otro lugar poco tiempo después de fundada y
luego mudada definitivamente a su emplazamiento actual. A
más de veinte años de existir, Rembolt, el gobernador alemán
de los Welsers, propone olvidar a Coro y fundar otra ciudad
en otro lugar. Nueva Segovia de Barquisimeto, fundada
inicialmente a orillas del río Buria, cambió de sitio cuatro
veces. Carora, fue trasladada dos años después de fundada a
otro lugar cercano; abandonada, fue luego repoblada por
Juan de Salamanca. La actual Cumaná cambió varias veces de
lugar y de nombre en el transcurso de sus primeros años.

Fray Pedro de Aguado dice que cambiar de sitio las


ciudades fue cosa muy frecuente en la región durante
aquellos tiempos del siglo XVI. "Y nadie -dice el fraile
cronista- se debe maravillar de que una ciudad o república
se haya mudado tantas veces y con tanta facilidad, porque
como para hacerse una casa de las de que en estos vecinos
moraban no fuese menester muchos materiales de cal, piedra y
ladrillo, sino solamente casas de arcabuco y paja de la
cabaña, con mucha facilidad hacían y deshacían una casa
destas". Algo parecido comenta Oviedo y Baños al hablar
sobre la partida de los vecinos de la población de
Caraballeda: "(las) transmigraciones se hacían con facilidad
en aquel tiempo, porque siendo las casas de vivienda unos
bujíos de paja, no reparaban los dueños en el poco costo de
perderlas."

Provisionalidad e incertidumbre: Venezuela pareciera


haber sido siempre el país de los definitivos transitorios.
En ella todo empezó siempre de la nada. Sin grandes centros
de población indígena sobre los que articular nuevos
asentamientos, las ciudades literalmente aparecían -o
desaparecían- en medio de ningún lugar, carecían de
solidez, de antecedentes, de referencia. Nada luce muy
definitivo en Venezuela. Muy pocas cosas generan entre
nosotros tradición o solera. Siempre ha llevado consigo
nuestro país ese algo de "portátil" que Oviedo percibió en
la errática fundación de Trujillo. "Portátil" fue el símbolo
con que el novelista Adriano González León, al titular su
novela País portátil, quiso sintetizar a Venezuela (de
hecho, en su novela, Adriano utiliza como epígrafe la larga
frase de Oviedo y Baños). Portátil luce, frecuentemente,
120

nuestro itinerario nacional: sus alternativas y rumbos;


hasta nuestro desconcierto, a veces, parece portátil.

Comentaba recientemente el dramaturgo José Ignacio


Cabrujas sobre la precariedad de las cosas venezolanas que
ése era tal vez el primer signo que distinguía a lo
venezolano dentro de lo hispanoamericano. "La sensación que
uno tiene cuando viaja al Perú o a México -decía Cabrujas- y
observa las edificaciones coloniales -palacios de gobierno,
cuarteles, catedrales, inquisiciones, es decir, las formas
arquitectónicas del Estado-, es de permanencia y solidez,
como si la noción de futuro estuviese en cada ladrillo.
Quien hizo la Catedral de México, además de edificar un
concepto, pretendió exactamente levantar un templo
perdurable y asombroso. Por el contrario, cuando uno entra
en la Catedral de Caracas es un parecido, un lugar grande,
relativamente grande, todo lo grande que podría ser en
Venezuela un lugar religioso, pero al mismo tiempo se trata
de una edificación provisional que forma parte del 'más o
menos' nacional (...) Venezuela se convirtió en un sitio de
paso donde quedarse significaba ser menos. Menos que Lima.
Menos que Bogotá. Menos que el Cuzco. Menos que La Paz".

No son ya sólo las cosas concretas, los testimonios


materiales del recuerdo los que resultan poco perdurables;
también las tradiciones, las costumbres desaparecen, se
esfuman en la nada. Hasta una cocina nacional tradicional ha
ido perdiéndose en medio de nuestra vertiginosa
cotidianidad. Platos sofisticados de la vieja gastronomía
venezolana han desaparecido con el silencio del pasado. En
una entrevista, uno de nuestros más acuciosos gastrónomos,
Armando Scannone, decía que, víctima de facilismos
apresurados, la cocina venezolana se desvanecía en una cada
vez más reducida variedad. En elemental caso de banalismo y
de simpleza gastronómica, los platos típicos venezolanos se
limitan, hoy, a unas escasas y turísticas opciones. Nuestra
auténtica cocina tradicional es, sin duda, mucho más rica
que eso. Scannone habla, por ejemplo, de un gusto venezolano
que busca la representación simultánea de los cuatro sabores
fundamentales -salado, dulce, ácido y agrio- en un mismo
plato. Nuestra cocina tradicional no gusta del sabor único:
aspira a la mixtura, a una cierta totalidad obtenida en la
olla o en el plato mismo. En éste, ya servida la mesa, todo
puede mezclarse, revolverse en compleja amalgama de gustos,
olores y hasta colores. Versión culinaria de esa imagen de
lo venezolano como revoltillo, como mezcolanza -mestizaje y
enredo- de donde siempre es difícil extraer univocidad
alguna.

A través de sutiles hilvanaciones la subjetividad del


presente se encarga de comunicar el ayer y el hoy. La
121

historia repite signos, reitera actitudes. Cuando el


gobernador Juan de Pimentel traslada a Caracas el asiento de
la capital de la provincia porque no acepta la demasiado
estrecha tutela que la Audiencia de Santo Domingo proyecta
sobre Coro -la anterior capital- está preludiando lo que
sucederá dos siglos y medio más tarde cuando Venezuela, tras
la espantosa destrucción de la Guerra de Independencia, se
niegue a convertirse en simple apéndice de una nueva
geografía cuyo centro capital sería Santa Fe de Bogotá.
Ciertas formas de orgullo colectivo permanecen y se repiten
en la distancia de los años.

La Venezuela que hoy es ejemplo democrático para el


continente inició su arduo aprendizaje político mucho antes
de la Independencia y de las ideas de la Revolución
Francesa: él llegaba con la orgullosa defensa que hacían los
primeros pobladores de sus fueros y privilegios municipales.
La Guaira, el primer puerto del país, nació como
consecuencia del enfrentamiento entre la autoridad oficial y
el poder de los vecinos de Caraballeda. Esta población
llevaba camino de convertirse en el principal puerto de la
región; sin embargo estalló una fuerte pugna entre sus
habitantes y el gobernador Luis de Rojas, cuando éste
pretendió imponer a aquéllos sus autoridades municipales.
Los pobladores de Caraballeda exigieron -como en justicia
les correspondía- el derecho a elegirlas por ellos mismos.
El Gobernador ignoró ese derecho y los vecinos, en protesta,
abandonaron para siempre el poblado. Venezuela necesitaba de
un puerto y el gobernador sucesor de Rojas, Diego de Osorio,
ante la definitiva negativa de los viejos pobladores a
volver, determinó que se fundase uno nuevo: la Guaira.
Nacía, pues, ésta como consecuencia de un desafío a la
arbitrariedad del poder: versión criolla de Fuenteovejuna
reproducida en el gesto de unos modestos pobladores
enfrentados a la intemperancia de un Capitán General.

En la provincia de Venezuela los principios de


convivencia fueron implantados, en primer término, por los
conquistadores. Toda una tradición medieval española de
resistencia a los excesos del Rey y de la aristocracia, se
repetía, aumentada por la distancia, en América. Merece
recordarse la fórmula con la que los aragoneses
acostumbraban a jurar fidelidad al monarca: "Nosotros y cada
uno de nosotros, que vale tanto como vos, y que juntos
podemos más que vos, os juramos obediencia si cumplís
nuestras leyes, y guardáis nuestros privilegios; y si no,
no". La fuerza de los Ayuntamientos, la eficacia de las
Audiencias, el temor a los Juicios de Residencia, fueron
auténticos frenos contra los excesos individualistas de los
gobernantes.
122

En nuestros días, la fuerza de las agrupaciones


vecinales de algunas de las principales ciudades
venezolanas, revive la vieja defensa de los fueros citadinos
contra la ineficacia de un Estado entorpecido por la
burocracia; inútil, además, a la hora de resolver problemas
inmediatos y cotidianos de la colectividad. Hoy, las metas
de las diversas agrupaciones vecinales de la ciudad de
Caracas son las de un mayor poder para los vecinos y una
mayor independencia ante el Estado. Ambas reproducen las
aspiraciones de los primeros pobladores de la región, cuando
los venezolanos iniciábamos nuestra experiencia de pueblo y
construíamos las bases de un orden y de una convivencia
propios.

También las figuras históricas parecen repetirse.


Antonio Paredes, descendiente del conquistador Diego García
de Paredes, enfrenta a Cipriano Castro, negándose a rendir
ante él la plaza de Puerto Cabello. En su condición de
general del ejército del derrocado Ignacio Andrade, Paredes
se niega a rendirse aunque el presidente Andrade haya huido
fuera de Venezuela y nada le obligase a guardarle lealtad.
Esa decisión, su inquebrantable rebeldía ante Castro
terminará por costarle la vida. En su libro Los días de
Cipriano Castro, Picón Salas no deja pasar por alto la
correspondencia entre el conquistador y su descendiente:
"Curiosa y nobilísima la personalidad de Paredes. Siente
como ninguno de los militares venezolanos de su época, la
responsabilidad de un linaje arraigado en Venezuela desde
que Diego García Paredes fundó en un valle andino la ciudad
de Trujillo". Coincidencia parecida a la que debió haber
sentido Rufino Blanco Fombona cuando, nombrado Presidente de
Estado en el Territorio Amazonas, en plena selva
inexplorada, sintió renacer en él la fuerza de los
expedicionarios que en esas regiones buscaron El Dorado, y
exclamó: "¡Yo tengo el alma antigua de los conquistadores!".
Coincidencia también con el doble perfil de Simón Bolívar:
¿no es, acaso, libertar otra forma de hacer, de comenzar?
Conquistador y caudillo: identificación de signos que,
constantes, se multiplican dentro lo más profundo de nuestro
recorrido nacional.

No es sólo el destino de los conquistadores volcado


sobre los libertadores, es también el signo de dos épocas
-Conquista e Independencia- extraordinariamente semejantes.
En Espacio disperso, libro que escribí hace algunos años,
concretamente en uno de sus capítulos dedicado al estudio de
Las lanzas coloradas de Uslar Pietri, planteé una idea que
retomo aquí: la valentía que la novela de Uslar adjudica al
conquistador es, exactamente, la misma que otorgará al
mestizo Presentación Campos, genuino representante de las
nuevas formas republicanas nacidas a la sombra de la
123

Independencia. Lo contradictorio es que dentro de la ficción


narrativa, la valentía del conquistador Arcedo se
metamorfosee en crueldad en el caso del mestizo.
Presentación Campos es el verdadero triunfador de nuestra
guerra de Independencia: ella le asigna un rol protagónico
para el destino de nuestra historia. Sin embargo, Las lanzas
coloradas contempla este hecho con profunda desconfianza. A
mí me lucía sugestiva la idea de una continuidad cuyo
sentido parecía escapársele al propio Uslar: el viejo
conquistador reencontrándose con el nuevo caudillo.

Repitiéndose en el tiempo, los rasgos de una época


pueden hacerse definitivos en la historia. En los esquemas
de convivencia de los grandes Virreinatos parecieron surgir
formas de trato social que eran más precisas y cortesanas,
más agobiantes y formales que las impuestas en la región de
Venezuela -más aislada y, por ello, más independiente. En
esa independencia pareció forjarse tempranamente en nuestra
provincia una mayor curiosidad política, una más decidida y
temprana voluntad de autonomía. Los conflictos que se
desataron en Venezuela cuando la llegada de la Compañía
Guipuzcoana, se emparentaban a una ya vieja costumbre de
libertad entre los venezolanos, habituados a moverse más
sueltos, sin incómodas ni excesivas cortapisas. El
mantuanaje se había acostumbrado al contrabando, el pueblo
vivía del contrabando, hasta las autoridades coloniales
parecían aceptarlo -en todos caso, solían ser poco
estrictos en enfrentarlo. El monopolio de la Guipuzcoana
molestaba a todos; en Venezuela, nadie parecía estar
acostumbrado a rendir demasiadas cuentas a nadie: esa
actitud, repetida a lo largo de los siglos, persiste en
muchas formas del comportamiento colectivo del venezolano,
de su actitud ante la autoridad: irreverente ante formas y
normas.

Ninguna historia está parcelada por linderos demasiado


precisos. La historia venezolana no es, desde luego, una
excepción. La Independencia fue el estallido de algo que
venía gestándose desde bastante tiempo atrás: desde que los
blancos criollos empezaron a tomar conciencia que la corte
de Madrid estaba demasiado lejos; también desde que las
masas de pardos empezaron a desconfiar de un orden social
que los inmovilizaba desde que nacían.

El decurso de la historia señala rumbos que son, a la


vez, permanentes y peculiares. Esos itinerarios renuevan su
significación según cómo la percepción del presente -la
distancia del tiempo- se proyecte sobre ellos. El
subjetivismo, la imaginación, la fantasía otorgan ciertas
particularidades al recuerdo. En La expresión americana,
dice Lezama Lima: "visión histórica es ese contrapunto o
124

tejido entregado por la imago, por la imagen participando en


la historia". La subjetividad al servicio de la memoria:
imaginación y recuerdo hermanados. La imago puede conjurar
la historia, el pasado. Sobre todo, una historia
inaprensible como la nuestra. Historia del silencio.
Historia hecha de silencios.

Es terrible, es agobiante, el silencio. Los antiguos


griegos le asignaron una dimensión y un nombre divinos:
Harpócrates era el dios que lo encarnaba y una efigie suya,
representándolo con un dedo sobre los labios en señal de
eterno mutismo, era colocada a la entrada de todos los
templos. Así se expresaba su fuerza, así se lo invocaba.
Toda historia, a fin de cuentas, contiene silencio; sólo la
imaginación o la sensibilidad de cada quien es capaz de
conjurarlo, de descifrarlo. Una vez roto el silencio,
escuchamos las voces de la historia; distinguimos sus
imágenes. El pasado no tiene porqué ser enigmático ni la
tradición porqué ser lastre.

Si bien la sola explicación histórica es insuficiente


ella nunca es falsa. La historia ilustra. Ayuda a comprender
y a comprendernos. Puede que su expresión sea parcial, no
definitiva -¿acaso hay alguna que lo sea?- pero siempre
habrá en el esfuerzo indagador que hurga -y halla- en el
pasado signos para la iluminación del presente, todo el
aporte clarificador de la lucidez, la vitalizadora dimensión
de la imaginación y la memoria. En acto reconstructor, la
historia -la poética y total: la valedera- une al pasado
con el presente, convierte a recuerdos colectivos y
tradiciones en soporte del presente y en vitalidad para el
porvenir. La memoria de la historia -crítica, lúcida,
subjetiva- sería tal vez el más adecuado puente para cruzar
por sobre el abismo del silencio. La vía que clausuraría
para siempre el ruido ensordecedor de los rituales
patrióticos y el mutismo del olvido. Conclusión, en fin, de
un largo monólogo de ruidos y de silencios; apertura de una
nueva expresividad: la del diálogo del tiempo.

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