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XXI Congreso Internacional del CLAD sobre la Reform a del Estado y de la Administración Pública, Santiago, Chile, 8 - 11 nov.

2016

Criterios de evaluación de proyectos: los límites del utilitarismo

Pablo A. González Soto

Introducción
La economía tiene una enorme influencia en nuestras vidas a través de las decisiones de políticas
públicas en que las consideraciones de economistas, muchas veces en campos alejados de su
conocimiento, han llegado a desempeñar un papel fundamental. Uno de los mecanismos centrales que
han permitido la expansión de esta influencia es el instrumental de evaluación de proyectos y los
mecanismos institucionales que han relevado su papel, por ejemplo, a través de la difusión profusa de
sistemas nacionales de inversión u obligaciones de evaluar con este instrumental, tanto ex ante como ex
post, distintas políticas y programas públicos.

Muchas veces, los supuestos en los cuales se basan estos enfoques e instrumentos son pasados por alto,
no obstante el importante sesgo metodológico e ideológico subyacente. Este artículo busca contribuir a
superar al menos la no explicitación de estos supuestos, advertir sobre sus problemas y resumir
enfoques alternativos que son más compatibles con un sistema democrático.

En la sección siguiente, este artículo resume los supuestos principales en que se basa la economía
moderna y el enfoque predominante en la evaluación de proyectos en América Latina. La sección 3
sintetiza las críticas que se han formulado tanto al sustento filosófico utilitarista simple en que se funda
la economía, como a los supuestos sobre el comportamiento humano en que basa su instrumental, sus
teorías y sus recomendaciones de política. Lo mismo se hace respecto al análisis costo-beneficio. La
sección 4 resume los aportes filosóficos principales que, a partir de críticas devastadoras del
utilitarismo, aportan propuestas alternativas para la medición del valor. Se discute el lugar de la
subjetividad en estos enfoques y se plantea una mirada más amplia de la subjetividad, la que se ha
enriquecido enormemente desde la psicología. Finalmente, se argumenta que estos aportes no pueden
ser integrados adecuadamente por el enfoque costo-beneficio, y que éste debe ser complementado con
otras herramientas, las que son brevemente descritas.

Bases filosóficas de la economía y el análisis costo-beneficio


La llamada economía moderna es heredera de la filosofía política utilitarista. Jeremy Bentham propone
que la felicidad hedonista (balance de placer y dolor individuales) es el objetivo (y móvil de la
conducta) de las personas y sugiere que, por esto, maximizar la felicidad agregada debiera ser el
objetivo de los gobiernos. Esta visión ideológica del ser humano y de la sociedad tiene hoy fuerte
influencia en nuestras vidas a través de su cristalización en la economía moderna y la predominancia
que ésta ha adquirido en el debate público y en la toma de decisiones de políticas.

En efecto, la economía abrazó con entusiasmo la propuesta original de Bentham. El concepto de


utilidad hedonista de Bentham fue sustituido gradualmente por una utilidad egoísta derivada del
consumo de bienes y servicios. Por otra parte, la racionalidad utilizada por los filósofos en la
argumentación de sus premisas sobre la justicia y la felicidad, es trasladada por los pioneros de la
economía (en sus inicios, una rama de la filosofía moral) a supuestos sobre el comportamiento humano.
Esta “racionalidad instrumental” (para maximizar la propia felicidad del consumo) supone que los
individuos tienen una capacidad infinita para recolectar y procesar información; que conocen sus,
estáticas e inamovibles, preferencias; y que, sobre esta base, son capaces de tomar las decisiones
óptimas para satisfacerlas, dados los recursos disponibles.

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Queriendo acercarse cada vez más a las ciencias exactas, con estos simples fundamentos, la economía
va incorporando gradualmente el instrumental matemático de la optimización. Esto puede percibirse
tempranamente en la obra de Edgeworth “Mathematical Physics” o en la alegada superioridad de la
economía sobre las otras ciencias sociales, declarada por Alfred Marshall en sus Principios de
economía política, libro 1, capítulo 2: “es esta definida y exacta medición en dinero de los motivos más
constantes en la vida empresarial, lo que ha permitido a la economía ir más lejos y avanzar más rápido
que todas las otras ramas del estudio del hombre” (Marshall, 1890: 14).

En la actualidad, prácticamente la totalidad de los artículos en las principales revistas de economía se


inician con uno o más agentes que maximizan su utilidad, dependiente exclusivamente de su consumo
personal de bienes y servicios, sujeto a una restricción de recursos escasos. El paso de la equivalencia
del objetivo individual con el objetivo social, segunda parte de la propuesta de Bentham, se ha
radicalizado aún más con el uso del “agente representativo” en la teoría económica moderna, que
resume las “preferencias sociales” como la suma de las preferencias de individuos idénticos. Gracias al
uso de la maximización de utilidad individual y colectiva (como suma de individuos idénticos), la
economía fue colonizada por las matemáticas y perdió toda conexión con la realidad en aras de la
formalización.

El propio concepto de utilidad pierde toda importancia empírica gracias al “axioma de las preferencias
reveladas” de Samuelson (1938), complementado por el principio de compensación, o criterio Kaldor-
Hicks (Ver Kaldor, 1939), que sugiere que un cambio social o una política es eficiente si los que se
benefician de éste pueden, en teoría, compensar a los que pierden, aun cuando esta compensación no se
produzca en la práctica. Para precios constantes, esto sería equivalente a un incremento del Producto
Interno Bruto. Esta es, hasta hoy, la principal justificación para la aplicación del enfoque costo-
beneficio, instrumental predominante en la evaluación de inversiones o de programas públicos, aunque
éstos abarquen esferas muy distintas de la vida humana de la “esfera de los negocios”, al que Alfred
Marshall sugirió circunscribir el análisis económico.

El enfoque costo beneficio sostiene que un proyecto o un cambio social es positivo si sus beneficios
exceden a sus costos. El espacio de evaluación propuesto es el valor monetario, que permite comparar
proyectos que impactan en áreas tan diversas como la educación, la salud, el transporte o las finanzas.
Las unidades de educación pueden compararse con unidades de transporte a través de la conversión de
las unidades físicas en unidades monetarias a través de su multiplicación por los precios a los cuales las
unidades físicas pueden ser vendidas. En mercados competitivos, los precios se igualan al valor
marginal de la última unidad consumida para todos los consumidores y, a su vez, se igualan a los costos
marginales de producción, y, finalmente, en el largo plazo, cuando hay libre entrada y salida de
empresas, a los costos medios mínimos de producción del bien. Estos costos son costos de oportunidad,
y por tanto, corresponden al valor de la segunda mejor alternativa de uso para esos recursos. Así, el
valor de los bienes es determinado por la valoración subjetiva de los consumidores de la última unidad
consumida, pero el valor subjetivo es objetivado y cuantificado a través del precio del bien, que es, a la
vez, igual al costo marginal y medio de producir esa cantidad. Cuando no existen mercados
competitivos, los “verdaderos” precios deben ser estimados, aunque, en realidad, problemas en un solo
mercado bastan, teóricamente, para poner en duda la eficiencia de todos ellos, lo que, por conveniencia,
suele no ser tomado en cuenta.

En este enfoque, el valor de un bien público es la suma de las valoraciones marginales que hace cada
uno de los ciudadanos-consumidores que lo utilizan, lo que podría ser extendido a la valoración que
cada uno hace respecto a la posibilidad que otros puedan acceder a él. Esto es, los bienes públicos son
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valorados, en el análisis costo-beneficio, por la disposición a pagar por cada unidad de éstos por parte
de los ciudadanos. Así como en el caso de los bienes privados, los consumidores consumen distintas
cantidades pero asignan un valor marginal igual a la última unidad consumida, en el caso de los bienes
públicos, los consumidores deben consumir la misma cantidad pero su valoración marginal de esta
cantidad es distinta.

Los límites de la “economía moderna” y del análisis costo-beneficio


Actualmente hay bastante consenso en que medir el desarrollo, cuantificar la calidad de vida, valorizar
un proyecto o evaluar el cambio social sólo sobre la base de recursos, como lo hace la economía
moderna y el análisis costo-beneficio, no es suficiente.

Un punto de quiebre en esta discusión ha sido el informe de la comisión Stiglitz-Sen-Fitousi y la


contribución de Alkire (2008) a éste: los recursos sólo tienen una función instrumental y a partir de un
cierto nivel dejan de ser relevantes; no se correlacionan perfectamente con estados o actividades
intrínsecamente valiosas; y muchas dimensiones valiosas de la vida, no pueden ser valoradas por
carecer de equivalente monetarios. Asimismo, las mediciones de producción agregada pueden subir por
eventos que deterioran la calidad de vida, como en el caso de un aumento en el gasto de salud producto
de una mayor cantidad de accidentes de tránsito, o un incremento en la producción de armamentos
como resultado de una mayor violencia social. La producción agregada puede aumentar a través de
actividades que deterioran el medio ambiente y reducen la calidad de vida actual y futura.

Desde un punto de vista más conceptual, el origen, como acabamos de reseñar, de la comparación de
estados alternativos en función de los recursos, es que el objetivo único de cada ser humano es la
utilidad, es decir la idea de la felicidad como fin supremo, reducida a recursos para consumo por la
economía. Esto ha sido fuertemente cuestionado por la filosofía política moderna. La debilidad más
importante de los enfoques teleológicos es que no es posible reducir los fines de la vida humana a un
único fin, como lo hace el utilitarismo (la felicidad), o la economía neoclásica enraizada en el
utilitarismo (la producción de bienes y servicios, cuyo aumento provocaría más consumo y así más
felicidad). Por ejemplo, Rawls (1971) rechaza la posibilidad que tal fin exista y Nozik (1974) muestra
que la vida humana debe tener otras características para que pueda considerarse como tal, de lo
contrario nos conectaríamos a la “máquina de la felicidad” donde solo tendríamos experiencias
subjetivas agradables.

Nótese el problema moral adicional que se presenta cuando pasamos de la búsqueda de la felicidad por
cada persona, un asunto esencialmente privado, que se desenvuelve en espacios de intimidad con los
seres queridos o en la relación entre un terapeuta y un paciente que elige libremente (que es un asunto
donde no caben objeciones morales excepto los cuestionamientos usuales al determinismo de la
elección), a la búsqueda de la felicidad agregada, lo que puede significar exclusión de quienes la
reducen, como lo ejemplifica el propio Bentham con los mendigos. Al parecer, la felicidad que contaba
para Bentham era la felicidad de los hombres blancos con patrimonio, así como para Hitler
posteriormente fueron los arios heterosexuales que creían en su proyecto de supremacía racial: el resto
de los seres humanos debía ser instrumental o sacrificado a ese fin.

Este límite moral es lúcidamente formulado por Rawls (1971): si todas las personas son iguales,
debemos protegerlas en su posesión de ciertas libertadas y derechos, fijando límites a la posibilidad que
sean sacrificadas en beneficio de otros. Su primer principio de un contrato social justo es que todas las
personas tienen derecho a iguales libertades básicas (que tiene precedencia sobre sus otros dos
principios, el de igualdad de oportunidades y el de diferencia): libertad de pensamiento y de conciencia,
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libertades políticas y de asociación, libertad e integridad psicológica y física, y las libertades cubiertas
por el imperio de la ley. Sin el respeto de estas libertades, la maximización de la felicidad del mayor
número propuesto por Bentham y los utilitaristas no tiene sentido (y este es quizás el mayor avance de
la filosofía política durante el siglo pasado, formalizando nuestra intuición de repulsión que nos
generaba la propuesta de Bentham): es necesario limitar la posibilidad que los individuos sean
sacrificados por la felicidad agregada.

Esta crítica a la felicidad como base de las decisiones públicas es compartida también por utilitaristas
contemporáneos, como Popper (1947), tanto respecto al sesgo antidemocrático de la maximización de
la felicidad agregada como a la relevancia ética del objetivo individual. Respecto a esto último, Popper
hace ver que hay una obligación moral en la disminución del sufrimiento más no en el aumento de la
felicidad. Respecto al primer tema, Popper sugiere que la maximización de la felicidad sería propia de
lo que él llama una “dictadura benevolente”, y propone en su reemplazo el principio de la
minimización del sufrimiento evitable. Reconoce además la pluralidad de fines al proponerlo como uno
de los principios fundamentales, pero no único, como planteaba Bentham, de la política pública.
Tampoco estas consideraciones dentro del propio utilitarismo han sido integradas por la economía
moderna ni el análisis costo-beneficio, ni el neo-utilitarismo que describimos en la sección siguiente,
aunque se encuentran presentes en las contribuciones de Amartya Sen, en la forma de la “obligación
moral del poder”.

Quizás la crítica más completa al utilitarismo y a la economía moderna, particularmente la forma en


que ésta analiza la equidad y la eficiencia, ha sido elaborada por Amartya Sen. En sucesivas
contribuciones, particularmente Sen (1977, 1985, 1987, 1992, 1999 y 2009), este autor ha cuestionado:

- la racionalidad instrumental, particularmente la incapacidad de un set transitivo de preferencias


de acomodar restricciones morales y el compromiso, es decir las decisiones y acciones de las
personas que no coinciden con su interés individual, sin dejar de mencionar lo poco que la
economía moderna considera la simpatía, aunque ésta sí puede acomodarse en el utilitarismo,
como lo mostró el propio Bentham. El cuestionamiento a la racionalidad ha sido desarrollado
extensamente por otros autores como Herbert Simon, Daniel Kahneman y la economía del
comportamiento, tema al cual volvemos en la sección siguiente, y está a la base del análisis de
la economía institucional, por contraposición a la economía actualmente hegemónica.

- La relevancia de las preferencias individuales no deliberadas como espacio de evaluación


social. Uno de los argumentos centrales es el de las “preferencias adaptativas” desarrollado por
Jon Elster: las personas se van adaptando a su situación, por ejemplo, la carencia de medios y
derechos (los esclavos pueden ser felices), pero esto no reduce el problema moral causado por
esta situación. Asimismo, las preferencias pueden basarse en creencias altamente debatibles o
idiosincráticas, gustos caros, racistas o sádicos.

- La irrelevancia de los derechos y las libertades o su reducción a un medio para la felicidad.

- Las debilidades del uso del mercado como espacio de evaluación. Detrás del análisis económico
subyace el modelo de mercado perfectamente competitivo, que asigna eficientemente, en un
sentido estático, los recursos. No obstante, los mercados no son perfectamente competitivos, lo
que debilita el supuesto de eficiencia de la totalidad de los mercados. Se supone, además,
implícitamente, que mecanismos políticos de asignación son ineficientes.

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Los cuestionamientos al análisis costo-beneficio tradicional incluyen (Sen, 1985 y 2000, Wegner y
Pascual, 2011, Chipman y Moore, 1978, y Gowdy, 2007):

- La evaluación explícita de costos y beneficios, que puede ser contraproducente para alcanzar
acuerdos en ciertas decisiones públicas, que serían más factibles o rápidos con una cierta no
completitud o ambigüedad.

- La evaluación basada sólo en consecuencias, aún cuando éstas consecuencias se amplíen más
allá de los efectos sobre las utilidades para abarcar consecuencias en violación de derechos
(aunque nunca han sido integrados en el análisis costo-beneficio), por ejemplo, seguiría dejando
fuera los procesos y acciones que pueden ser necesarias desde un punto de vista deontológico.

- La adición de las distintas magnitudes involucradas, a partir de unidades monetarias, en que


todos los beneficios y costos se expresan en la misma unidad y se pueden sumar (y restar),
asume igual peso de todas las variables, lo que no siempre puede ser apropiado. Esto puede ser
valido para cambios marginales, pero es cuestionable para cambios mayores. Estos precios
pueden estar distorsionados por externalidades, competencia imperfecta, impuestos y subsidios,
información imperfecta, etc. La regla de agregación finalmente utilizada corresponderá a una
función de bienestar social elegida arbitrariamente de una infinidad de funciones posibles.

- La agregación de preferencias implícita en el análisis costo-beneficio puede ser imposible si las


preferencias son endógenas (es decir cuando las preferencias de una persona dependen del
contexto en que se realiza la evaluación: por ejemplo en la comunidad, el mercado o la arena
política), si son lexicográficas (cuando tienen valor intrínseco que las hace inconmensurables
respecto a otras preferencias en una misma escala de medida) o si no son cardinales (es decir, si
son solo estados subjetivos de conciencia, lo que requeriría una capacidad idéntica de
satisfacción de preferencias para cada individuo).

- Las demandas estructurales de completitud de la evaluación – conocimiento de todas las


consecuencias, su peso, y de las probabilidades asociadas a cada consecuencia –, que es
necesaria para la optimización aunque no lo es para comparar alternativas (órdenes parciales) y,
más en general, para la maximización; y la posibilidad de requerir procesos iterativos de
determinación de las valorizaciones.

- Indiferencia al valor intrínseco de las libertades; a los motivos, naturaleza de las acciones y
transgresión de derechos reconocidos; y a los cambios de valores, que pueden resultar de
proyectos culturales o que involucren migraciones de población.

- Indiferencia a las cuestiones distributivas tanto respecto al peso que se asigna a las preferencias
de los distintos grupos como a la no consideración de cambios en la distribución de recursos.
Los precios vigentes ponderan las preferencias de las personas en función de su ingreso, y
recomendaciones basadas en el análisis costo-beneficio tenderán a perpetuar las desigualdades
distributivas. El propio Sen ha sugerido la introducción en el análisis costo-beneficio de pesos
distributivos distintos para los grupos de menores ingresos, pero su aplicación ha sido escasa
debido a la dificultad para determinar esos pesos.

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- Valoración en función de la disposición a pagar es a veces difícil, particularmente en el caso de


los bienes públicos o del medio ambiente, o imposible en el caso de bienes intangibles para los
que no hay mercado (amor, amistad, respeto, paz, belleza, identidad socio-cultural, integración
social, etc.). Esto no se resuelve por el concepto de “valor económico total”, que ha sido
planteado para tomar en cuenta que las personas pueden valorar altruistamente el bienestar de
otros en el presente o en el futuro, e incluso valorar la preservación de elementos de la
naturaleza que nunca beneficiarán a ser humano alguno, puesto que este concepto sigue
refiriendo a la consecuencia en la propia satisfacción, es decir valora estos elementos en la
medida que hagan sentir mejor a cada individuo, haciéndolo reducible a una disposición a
pagar. El valor intrínseco no puede ser medido en términos monetarios.

- La disposición a pagar no sólo es difícil, tampoco es apropiada para valorar proyectos que
afecten el medio ambiente, y, particularmente en eventos de gran escala, esa disposición
dependerá de lo que estén dispuestos a contribuir otros.

- En la misma línea, hay ciertos bienes para los cuales el individualismo metodológico no es el
método apropiado de valorización, porque asume que los individuos pueden formar sus
preferencias aisladamente, pero en realidad requieren procesos de comunicación deliberativa
para ser construidas socialmente (Habermas, 1984, Dryzek, 2000, Howard y Wilson, 2006).

- En el caso de los ecosistemas, existen grados limitados de sustitución, no linealidades y


umbrales críticos que implican que no siempre cambiarán en forma marginal (especialmente
cuando la situación se acerca a esos umbrales), sino que pueden hacerlo en forma dramática e
irreversible, haciendo imposible el cálculo de trade-offs.

- Asimismo, los ecosistemas tienen características de incertidumbre, complejidad, interconexión


y resiliencia que hacen difíciles las estimaciones de las consecuencias sobre ellos, que
requerirían grandes modelos de equilibrio general, rara vez utilizados, y cuyos supuestos
pueden ser cuestionables. Esta propiedad de incertidumbre y complejidad es extensible a los
sistemas humanos, aunque la economía moderna ha sido resistente a aceptarla, pues cuestiona
su visión lineal del mundo y su pretendida capacidad de realizar predicciones lineales certeras
de causa-efecto.

- Se cuestiona la relevancia ética del principio de compensación si las compensaciones no se


producen. En realidad, al no producirse las compensaciones, no se puede argumentar seriamente
a los perdedores que el cambio es un mejoramiento social. ¿Deben primar las consideraciones
de eficiencia por sobre las éticas? Hay además un conjunto de inconsistencias teóricas que
cuestionan la validez del criterio Kaldor-Hicks, como la paradoja de Scitovsky, el efecto
“segundo-mejor” y la imposibilidad de probar que más es mejor que menos.

Wegner y Pascual (2011) sintetizan los problemas de la aplicación del análisis costo beneficio a los
ecosistemas, que exhiben la totalidad de estos problemas, y proponen métodos alternativos de
evaluación que podrían superarlos.

Si bien la influyente definición de Lionel Robbins (1938) sobre el campo de estudio de la economía
abre claramente el campo para el análisis tanto de la eficiencia en la asignación (en términos de las
preguntas básicas de Samuelson: ¿qué producir?) y uso de recursos (¿cómo?) como de su distribución,
la equidad o la justicia (¿para quién?), lo cierto es que la economía moderna y el análisis costo-
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beneficio tienen poco que decir respecto a la última cuestión y se ha concentrado más bien en las dos
primeras. Asimismo, la eficiencia es vista en términos estáticos más que dinámicos, quedando abierta
la pregunta de si asignar eficientemente en el primer sentido es también eficiente en el segundo, esto es,
en términos de crecimiento o desarrollo económico y social. Joseph Schumpeter, por ejemplo, sostiene
que los monopolios pueden ser positivos en una perspectiva de eficiencia dinámica, en la medida que
su renta monopólica le permita invertir en I&D, que será la base para la acumulación del capital, el
desarrollo de nuevos productos y mercados, el aumento de la productividad, en un palabra, el
crecimiento económico.

La economía institucional parece ofrecer un terreno más fértil para contestar las preguntas más
relevantes sobre eficiencia, con conceptos como la “eficiencia adaptativa” desarrollada por autores
como Douglass North (capacidad de la sociedad de maximizar esfuerzos por explorar modos
alternativos de resolver problemas), o el criterio de remediabilidad (un modo existente de organización
para el cual ninguno modo superior factible puede ser descrito e implementado con ganancias netas se
presume que es eficiente), propuesto por Avinash Dixit. Sin embargo, estos desarrollos no han
permeado la evaluación económica de proyectos, aunque el criterio de remediabilidad se integra bien
con las teorías de elección social para la comparación de estados alternativos y con el enfoque costo
factibilidad.

En cambio, en el plano de la justicia y la equidad, la economía y el utilitarismo definitivamente han


tenido poco que aportar. El espacio de evaluación felicidad o recursos es claramente limitado y los
principales aportes de la filosofía política contemporánea, como se ha reseñado, tienden a rechazarlos.

Rawls rechaza que exista un problema de justicia cuando una persona es más “infeliz” que otra con los
mismos bienes primarios. Para Sen y Rawls es el goce igualitario de libertades lo que está moralmente
primero, no la evaluación subjetiva de este acceso.

Marcos filosóficos alternativos para la evaluación de proyectos


A partir de las limitaciones del utilitarismo, de la economía moderna y del análisis costo beneficio,
podemos pasar a describir cuales son las propuestas que complementan estos enfoques para llegar a una
respuesta más amplia y precisa sobre cómo debe evaluarse el cambio social. Es en la reflexión
filosófica sobre la justicia social que se encuentra la respuesta conceptual a la pregunta respecto a
cuáles deben ser los métodos más adecuados para la evaluación de proyectos. En efecto, si la pregunta
por la justicia es relevante entonces la clave parece estar en la pregunta por el espacio de evaluación en
que esta pregunta debe formularse.

Para estructurar instituciones y políticas, así como para evaluar el cambio social y los proyectos
públicos, se requiere una teoría que permita dar cuenta de la diversidad de fines valiosos, la pluralidad
humana y que sea respetuosa de las libertades y de la democracia. El utilitarismo y la economía
moderna no ofrecen esto. La respuesta puede ser encontrada en diversas corrientes de filosofía política
contemporáneas. A continuación se resumen las dos que probablemente han sido más influyentes, la
última de las cuáles ha tenido mayor aplicación práctica, aunque aún bastante limitada.

Habiendo descartado que la felicidad sea una métrica relevante, John Rawls propone que la justicia
debe ser evaluada en términos del acceso a bienes primarios, esto es, “medios de propósito general que
le permiten a la persona alcanzar sus objetivos”. Para Rawls los principios de una sociedad justa se
definen respecto a estos bienes. El primer principio, ya mencionado, garantiza el acceso pleno e
igualitario a los bienes primarios más importantes, que son las libertades básicas y la libertad de
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movimiento y elección de ocupación. El segundo principio, de igualdad de oportunidades, se define


respecto al acceso de los bienes primarios: poderes y prerrogativas de oficios y posiciones de autoridad
y responsabilidad. El tercer principio requiere que las desigualdades económicas y sociales tiendan a
favorecer a los miembros más desaventajados de la sociedad, y es en este punto que intervienen el resto
de los bienes primarios: ingreso y riqueza, y las bases sociales del auto-respeto.

Así, interpretando estrictamente a Rawls, cualquier cambio que amplíe las libertades básicas (si están
limitadas) debiera ser favorecido por sobre otro que las deje constantes. En segundo lugar, tendría valor
un proyecto que mejorara la igualdad de oportunidades (si esta está limitada), por ejemplo, que obligara
a hacer concursos públicos para los cargos o permitiera una mayor transparencia y legitimidad de estos
concursos. Nótese que ninguno de estos proyectos tendría valor en el enfoque costo beneficio. En tercer
lugar, recién aparecen los recursos enfatizados en el análisis tradicional, particularmente ingresos y
riquezas, y las bases sociales del auto respeto.

Este tercer conjunto de bienes primarios es demasiado parecido al convencional de recursos, aunque su
justificación no proviene del utilitarismo. Es, de hecho, el punto más débil del edificio teórico montado
por Rawls (más allá de la falta de corroboración empírica levantada por otros autores como David
Miller, Norman Frohlich y Joe Oppenheimer). Sen (2009) formula lúcidamente esta crítica acusando a
Rawls de fetichista: los recursos son medios para lograr fines valiosos, no son valiosos en sí mismos. El
problema es que incluso para los mismos objetivos, las capacidades de las personas para convertir los
bienes privados en funcionamientos difieren, por lo que comparaciones interpersonales basadas en los
bienes primarios que cada persona posee no pueden reflejar, en general, el ranking de sus libertades
reales para perseguir cualquier fin.

La segunda crítica de Sen, contra el trascendentalismo institucional, es que Rawls considera el ideal (en
términos de instituciones y comportamientos), y este ideal puede ser irrelevante: (i) puede no ser
posible un acuerdo razonado sobre la naturaleza de una sociedad justa; (ii) la elección concreta requiere
un marco para comparar alternativas factibles, mientras el ideal puede no ser factible. Lo que se
requiere es un acuerdo basado en el razonamiento público que permita rankear alternativas. Para esto es
necesario analizar las realizaciones concretas que emergerían de los cambios, considerando el
comportamiento real de las personas dadas las instituciones.

A partir de esta crítica, Amartya Sen va desarrollando una propuesta alternativa (ver particularmente,
Sen, 2009, 2008, 1999, 1992, 1985), sin pretender formular una teoría completa de la justicia como la
de Rawls, buscando superar algunos defectos de ella y en abierta crítica al utilitarismo y a la economía
“moderna”. La teoría de las capacidades desarrollada por Sen – y en forma independiente por Martha
Nussbaum (ver Nussbaum, 2002, 2003) – propone evaluar el cambio social en términos de la riqueza
de la vida humana que resulta de ese cambio. La teoría descansa en dos conceptos fundamentales: las
"capacidades" y los "funcionamientos". Las capacidades de las personas para funcionar son “sus
posibilidades reales de emprender las acciones y actividades que quieren realizar, y para ser quienes
quieran ser” (Sen, 1992, p. 197). Los funcionamientos son los estados realmente alcanzados del ser y
hacer valorados por las personas. Al colocar el énfasis en las capacidades, es decir, en las libertades
para alcanzar ciertos “funcionamientos”, se toma en cuenta que los recursos o la riqueza pueden
generar funcionamientos muy distintos dependiendo de características personales y de la sociedad en
que vivimos.

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Además, Sen (1992) argumenta que el espacio evaluativo no solo debe considerar las libertades y
funcionamientos para alcanzar bienestar; sino también, las libertades y funcionamientos de ser agente
de la propia vida, esto es, perseguir los propios fines, sean o no valorados por un observador externo.

Un punto central de debate entre Sen y Nussbaum es respecto a la necesidad de especificar una lista
completa de capacidades. Mientras Sen considera deseable que cada sociedad especifique en cada
tiempo y lugar lo que considera valioso, Nussbaum (2002 y 2003) justifica la necesidad de formular
una lista universal de capacidades que provea mínimos éticos para la toma de decisiones públicas y los
acuerdos internacionales. Ella misma desarrolla una lista de diez capacidades básicas a través de
procesos deliberativos en los cinco continentes.

Alkire (2002) resume las razones que ha dado Sen, en distintos ensayos y conferencias, para rechazar la
formulación de una lista única de capacidades, prefiriendo, él mismo, mantenerse en el plano teórico
(más allá de su influyente contribución en los orígenes del informe de desarrollo del PNUD que
especificó las dimensiones de ingresos, salud y educación):

- Se sobre especifica la naturaleza humana.


- El uso del enfoque de capacidades no lo requiere.
- Requeriría una extensa teoría para evaluaciones prácticas.
- Podría no tener relevancia amplia, por lo que el enfoque de capacidades requeriría otras rutas
para especificar la realización humana.
- Una teoría incompleta consistente y combinable con distintas teorías substantivas es valiosa en
sí.

Sen identifica dos procedimientos para identificar conjuntos de capacidades sin utilizar juicios de valor,
sino más bien haciendo uso del máximo consenso: los ordenamientos de dominancia parcial (sin
necesidad de acuerdo pleno en los pesos relativos o valores, identificar las posiciones extremos y
aceptar que hay acuerdo al interior de esos límites) y los funcionamientos concretos generales
(aumentar el espacio de consenso mediante la formulación de capacidades y funcionamientos
concebidos a un nivel suficiente de generalidad).

Un punto central en la filosofía política moderna es que la polis adquiere un papel central en la
valoración, sustituyendo el papel que tiene el mercado en el análisis costo beneficio. Las distintas
teorías concuerdan en que se requiere un acuerdo social razonado en los componentes básicos del
bienestar y en la relativa “urgencia” de los “derechos” a los distintos bienes (Scanlon, 1975). En Rawls,
este acuerdo se produce en la situación originaria y gracias al velo de ignorancia. Dworkin sustituye el
este velo de ignorancia por un “velo suave”. En Sen, este papel lo asume un proceso deliberativo
razonado específico a cada cultura y tiempo, sobre cuyas características refiere a Habermas, pero que
ha sido tratado también por otros autores, como Fishkin y Callon. Asimismo, las convenciones de
derechos humanos proveen una lista de libertades valiosas sobre las cuales han deliberado colectivos
humanos en distintos momentos del tiempo y sobre las cuales ha existido un consenso normativo
amplio.

Las convenciones de derechos humanos, de derechos del niño, de la discapacidad, de la mujer, etc.,
constituyen otro espacio relevante para la formulación de urgencias morales y de justicia. El propio Sen
reconoce que los derechos humanos añaden información valiosa que no considera adecuadamente el
enfoque de capacidades: la dimensión de oportunidad de las libertades pertenece al mismo territorio
que las capacidades pero no la dimensión de proceso de las libertades (Sen, 2004 y 2005). Es decir
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reconoce que el enfoque de capacidades es limitado en relación a las libertades de proceso, y por tanto
el enfoque de derechos humanos (general) es un buen complemento, pues añade información moral
relevante.

La contribución del cambio social al logro de los “acuerdos sociales razonados” debiera tener una
importancia fundamental, y sin embargo, hasta el momento, queda fuera de la metodología de la
evaluación de proyectos tradicional.

Para cerrar, cabe destacar que Jonas (2005) ha planteado el problema de la valoración del bienestar de
los aún no nacidos, que, siendo un dilema imposible para el análisis costo-beneficio, es también difícil
de resolver para las metodologías más participativas. Los informes de desarrollo humano que han
abordado temáticas medio ambientales y los enfoques de desarrollo sustentable intentan dar respuesta a
esta pregunta. Solow ha sugerido que la sostenibilidad requiere que las generaciones futuras deberían al
menos vivir tan bien como las anteriores.

La necesidad de una visión más amplia de la subjetividad


No obstante, todo lo anterior no significa que la información sobre bienestar subjetivo no sea relevante:
“La felicidad no es todo lo que importa, pero primero que nada, sí importa (y esto es relevante), y
segundo, puede proveer evidencia útil respecto a si estamos alcanzando o no nuestros objetivos en
general” (Sen 2008: 27). Para Sen, la felicidad es un funcionamiento complejo: “Los funcionamientos
relevantes pueden variar de las cosas más elementales como estar adecuadamente nutridos, estar en
buen estado de salud, salvando la morbilidad evitable y la mortalidad prematura, etc., los logros más
complejos, como ser feliz, tener respeto a sí mismo, tomando parte de la vida de la comunidad, y así
sucesivamente” (Sen, 1992, p. 39). Es una dimensión importante de la calidad de vida, por lo que debe
ser considerada en conjunto con otras dimensiones para tener una apreciación más completa de lo que
está pasando con este concepto. Asimismo, el bienestar subjetivo provee información valiosa respecto a
cuanto la gente valora otras dimensiones, con la precaución que no debe tratarse como la única métrica
de valor, que asigna un valor exacto a cada dimensión y establece los trade-offs entre todas ellas, -
como supone la economía del bienestar a través de la equiparación de la utilidad marginal por peso
gastado para el conjunto de bienes.

La subjetividad no se agota en el juicio sobre la propia vida. Todas las personas hacen, además,
evaluaciones respecto a la sociedad en que viven y las oportunidades que ésta ofrece para ser quien
ellos quieren ser (PNUD, 2012). Esta experiencia de lo social no ha sido recogida adecuadamente por
los economistas que se han abierto a recuperar las evaluaciones subjetivas en el análisis económico,
probablemente debido al sesgo individualista que caracteriza el utilitarismo y a la economía neoclásica
(ver por ejemplo las ediciones a la fecha del World Happiness Report ), pero es considerado hace
tiempo por la psicología.

En efecto, el concepto de bienestar subjetivo es complementado por el de bienestar psicológico (más


próximo a la eudamonia) y, más importante, el concepto de bienestar social. El bienestar social es «la
valoración que hacemos de las circunstancias y el funcionamiento dentro de la sociedad» (Keyes, 1998,
p. 122), y está compuesto de las siguientes dimensiones:

- Integración social. La evaluación de la calidad de las relaciones que mantenemos con la


sociedad y con la comunidad.

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- Aceptación social. Estar y sentirse perteneciente a un grupo, a una comunidad; con confianza,
aceptación y actitudes positivas hacia los otros (atribución de honestidad, bondad, amabilidad,
capacidad) y aceptación de los aspectos positivos y negativos de nuestra propia vida.

- Contribución social. Sentimiento de utilidad, de que se es un miembro vital de la sociedad, que


se tiene algo útil que ofrecer al mundo, y que lo que uno aporta es valorado (autoeficacia en Bandura).

- Actualización social. Confianza en el futuro de la sociedad, en su potencial de crecimiento,


desarrollo y capacidad para producir bienestar.

- Coherencia social. Conocer y entender el mundo en el que se vive.

Métodos alternativos para la valoración de proyectos


Desarrollos recientes en psicología han mostrado la plausibilidad de medir distintas dimensiones del
bienestar subjetivo, en particular los estados emocionales, la satisfacción con la vida y la felicidad. Los
esfuerzos de Daniel Kahneman por medir un concepto hedónico experiencial de utilidad se aproximan,
especialmente, a las aspiraciones originales del padre del utilitarismo, Jeremy Bentham, que concebía
el fin supremo como maximizar los placeres y minimizar los dolores. Estos desarrollos abren la
posibilidad de revitalizar el utilitarismo en su versión original, lo que ha sido abrazado entusiastamente
por autores como Layard (2006) y Bok (2009).

Sobre esta base, estos autores, desconociendo todas las contribuciones que acabamos de reseñar,
incluso dentro del propio utilitarismo, plantean que el método adecuado para la valoración de proyectos
es el análisis costo utilidad, que sustituye los beneficios monetarios de los proyectos por su efecto en la
utilidad o felicidad. Este método supera sólo una de las objeciones formuladas anteriormente contra el
análisis costo-beneficio, que es la incapacidad de valorizar bienes para los que no existe mercado.

En una línea similar, algunos autores de la economía del comportamiento han propuesto lo que han
denominado libertarismo paternalista (Thaler y Sunstein, 2009), en los que sugieren utilizar los sesgos
de conducta que se han ido documentando para inducir mejores decisiones individuales en aras de un
mayor bienestar individual (mayor ingesta de comida saludable a través de hacerla más accesible) o del
resultado social deseado (aumento en el número de donantes).

Estas dos aproximaciones a la valorización social o a la toma de decisiones son inconsistentes con los
argumentos resumidos en las secciones anteriores.

Tomarlos en cuenta requiere al menos dos condiciones:

- Un proceso deliberativo razonado sobre lo que es valioso.


- Un método que permita considerar los impactos en distintas dimensiones consideradas valiosas y
sobre las cuales sea posible actuar.

El análisis multi-criterio complementado con un proceso deliberativo adecuado puede producir los
resultados deseados y resolver la mayor parte de las objeciones resumidas en este artículo. Los métodos
deliberativos intentan llegar a consenso (Howard y Wilson, 2006), mientras el análisis multi-criterio
permite la ponderación de valorizaciones diversas para llegar a un resultado agregado.

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En la actualidad ha habido un cierto número de estos procesos, el más conocido de los cuales es la
medición del progreso a través de la Felicidad Interna Bruta, elaborada en el reino de Bután, y que ha
llevado a ese país a no adherir a la OMC, no construir centrales hidroeléctricas y privilegiar un turismo
de elite. En este caso, la deliberación estuvo restringida a una elite política apoyada por un grupo de
expertos internacionales, y en ella se escogió un conjunto de nueve dimensiones compuestas por un
total de treinta cinco indicadores a los que no se les asigna ponderadores específicos.

Otras aplicaciones importantes incluyen a Clements (1995) que propone una extensión del análisis
costo beneficio incorporando una valoración de las capacidades y, sobre todo, Alkire (2002) reseña su
aplicación de la teoría de las capacidades a través del análisis multi-criterio, a partir de definiciones
políticas y participativas de las capacidades valiosas, mostrando como su aplicación concreta puede
arrojar conclusiones muy distintas, y complementarias, al análisis costo beneficio tradicional. Algunas
de las aplicaciones que se han realizado de este enfoque en América Latina serán presentadas por los
autores que me acompañan en este panel.

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Reseña biográfica
Pablo A. González. Ph.D. en Economía (1996), Universidad de Cambridge. Director académico del
Centro de Sistemas Públicos y profesor adjunto del departamento de ingeniería industrial, de la
Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, de la Universidad de Chile. Investigador asociado del
Centro de Investigación Avanzada de la Educación, de la Universidad de Chile. Actualmente es asesor
de UNICEF y del Banco Mundial. Es autor de más de cincuenta artículos en revistas especializadas,
capítulos de libros y libros.

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