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CAPÍTULO I

INTRODUCCIÓN A LA ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

NATURALEZA Y SENTIDO DE LA ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

1) Filosofía y antropología

Muy diversas disciplinas y formas de saber confluyen hoy en la denominación de


“antropología”. El término, de suyo, significa “conocimiento del hombre”. Su ambigüedad alberga
extremos tan heterogéneos o aún opuestos como, por ejemplo, la analítica existencial de Heidegger y
las investigaciones paleontológicas de Leakey. De hecho, lo primero que evoca hoy el nombre de
“antropología” es un conjunto de conocimientos empíricos o positivos –casi “ciencias naturales”– que
se preocupan de la especie humana, de su origen, de la prehistoria, de las razas y costumbres
primitivas, etc. En un sentido más amplio, “antropología” puede designar todos aquellos
conocimientos de orden histórico, psicológico, sociológico, lingüístico, etc., que aborden desde
distintas perspectivas el “fenómeno humano”; son las llamadas “ciencias humanas”.

Pero el término admite todavía un significado distinto y más radical: aquella reflexión última
sobre el ser del hombre y su constitución ontológica, que forma parte de la Filosofía –el saber de las
causas últimas– y posee, como tal, una dimensión metafísica. Esta “antropología filosófica” se propone
la cuestión de “qué es el hombre” en su sentido más profundo y radical, que ha sido común a los
filósofos de todos los tiempos, desde Platón y Aristóteles hasta Bergson y Scheler, no importa bajo qué
denominación se haya planteado la pregunta. Es éste el sentido que damos aquí al término
“ANTROPOLOGÍA”: aquella parte de la filosofía que se ocupa del hombre, con los métodos propios
del saber filosófico (lo que griegos y medievales llamaron “psicología”, en el sentido de una verdadera
“metafísica del hombre”).

Importa señalar que esta tarea no ha sido en modo alguno desplazada por las actuales ciencias
positivas, naturales o humanas, de contenido antropológico. Al contrario: tales ciencias han prodigado
múltiples conocimientos o hipótesis sobre aspectos particulares del “fenómeno humano”; si de ellas
quisiéramos extraer un “concepto científico” del hombre, obtendríamos sólo un mosaico disperso de
observaciones que carecen de unidad y a veces aún de convergencia; y esto, en razón de la forzosa
limitación que proviene de su metodología, en cuanto reducen el ser del hombre a sus manifestaciones
empíricas más externas, y a menudo ocultan más que iluminan su naturaleza profunda. Resulta así que
la paleontología, la bioquímica, la fisiología, la psicología, la economía, la sociología actual, aún si las
suponemos integradas en una hipotética unidad, no nos ofrecen nada semejante a una “idea del
hombre” capaz de alumbrar su puesto en el universo y el sentido de su existencia. Ni cabe esperar que
el avance de las ciencias empíricas nos ofrezca, en el futuro, otra cosa que “datos” interesantes para ser
integrados en una perspectiva más amplia y más esencial.

El mosaico de la “antropología científica” carece de un centro intelectual, que sólo podría serle
restituido desde más allá de las ciencias experimentales. Ésta es, en parte, la tarea de la “antropología
filosófica”; ella podría establecer un fundamento último y unas metas unitarias a esa abigarrada serie
de disciplinas especiales que hoy se ocupan del hombre: la física, la biología, la etnología, las ciencias
psicológicas y sociales, las ciencias de la cultura, etc. Si bien todas estas ciencias tienen en común con
la “metafísica del hombre” su objeto “material” o temático –el hombre mismo–, difieren de ella por su
“objeto formal”. La Antropología filosófica (a la que desde ahora llamaremos simplemente
Antropología) no es una mera elaboración superior de los resultados de las ciencias experimentales en
relación a lo humano; como parte de la filosofía, ella tiene su propia perspectiva formal, de carácter
ontológico: mira al ser del hombre, al hombre en cuanto ente, a la realidad humana. Las ciencias
positivas, en cambio, están esencialmente ligadas al “fenómeno humano” y a las regularidades
perceptibles en sus diversas manifestaciones particulares. Tales manifestaciones no dejan indiferente al
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filósofo, quien, con todo, sólo se interesa por ellas en cuanto contienen o señalan potencialmente la
naturaleza profunda, la índole entitativa, el tipo de ser, la “esencia” o las propiedades esenciales del
ente humano.

La Antropología se consagra formalmente a esa prodigiosa modalidad del ser que es el hombre,
a esa asombrosa forma de la realidad que es la persona humana. Todo lo humano le interesa, pero
precisamente en cuanto trasluce la consistencia interna, la universalidad, la substantividad íntima y
última del ser hombre, dimensión que permanece velada y como en suspenso para las ciencias
positivas que se ocupan del hombre. En efecto, ninguna de las ciencias humanas, en cuanto empíricas
y particulares, sabría ocuparse de semejante objeto, ni hacerlo con la radicalidad del saber filosófico.
Más aún: cuando las ciencias empíricas traspasan su propio límite fenoménico y elevan su
particularidad al rango de explicación universal del hombre, dan lugar a esas pseudo-ontologías que
son hoy el “biologismo”, el “psicologismo”o el “sociologismo”: interpretaciones espurias, que
pretenden abarcar la totalidad humana a fuerza de reducirla a alguno de sus modos de ser o estratos
particulares, como la estructura corporal, el instinto sexual o la función social. Los nombres de
Darwin, Marx, Comte y Freud están hoy ligados a semejantes empresas, que ni son válidas como
“ciencia” –por exceder los límites y condiciones del saber científico–, ni lo son como “filosofía” –ya
que sólo en forma inadecuada, vergonzante o aún inconsciente, se apropian del carácter total del saber
filosófico–.

Desde luego, las ciencias particulares –en este caso la biología, la psicología, la sociología– pueden
aportar elementos válidos y aún indispensables a la elaboración antropológica; pero siempre queda en pie
la radical originalidad y autonomía de esta última, en cuanto las ciencias particulares no pueden exceder
su propio límite formal –el fenómeno–, y en cuanto la Filosofía del hombre arranca de más allá y más acá
de las ciencias: del terreno común y previo de la experiencia humana, la misma –en substancia– que
hicieron Sócrates, San Agustín o Pascal, y que puede hacer hoy un individuo lúcido sin conocimientos
“especializados”.

Tomemos los ejemplos más sencillos a la vez que complejos: el hablar, el enamorarse, el tener que morir
y el rezar. Las ciencias positivas no carecen de una explicación para tales actos, y así nos hablarán, por
una parte, de las estructuras corporales y vitales que los sustentan (órganos, funciones, instintos,
necesidades) y del íntegro organismo humano como sujeto de las propiedades y relaciones
correspondientes; por otra parte, y en un sentido menos “natural” y más “cultural”, podrán codificar los
comportamientos y estructuras típicas del lenguaje, del amor, de la muerte, de la religión, según
variadísimos métodos de análisis y registros antropológicos; y sin duda tales ordenamientos y
codificaciones y leyes funcionales nos instruirán, en buena medida, sobre la índole del sujeto capaz de
tales acciones y pasiones. Pero ninguna de esas perspectivas supera el nivel del “cómo” o la descripción
del fenómeno y su génesis y regularidades típicas. Frente al “qué”, al “por qué” y al “para qué” últimos
de aquellos procesos, el hombre precientífico sentirá oscura pero infaliblemente que él “sabe” más,
aunque no pueda dar razón ni forma reflexiva a esa sabiduría espontánea.

Es la Antropología filosófica la disciplina que, fundándose en esas experiencias primordiales, intenta


darles forma de episteme –de “ciencia”–. Lo hará preguntándose, por ejemplo, más allá de las formas y
funciones del lenguaje, por el principio intelectivo y la radical comprensión del ser que constituyen al
sujeto humano como hablante; inquiriendo, tras el mecanismo de la atracción de los sexos, la naturaleza
de ese apetito radical y total que es la voluntad humana, su apertura infinita, su poder de elección y
creación, y el carácter entitativamente inconcluso del amante; se interrogará, a partir del límite de la
muerte, por aquello que en el hombre no está sujeto a su poder; y, en los fenómenos constantes de la
historia de las religiones, buscará el hilo conductor de una original y fundamental religación del hombre a
la trascendencia.

Se temerá, tal vez, que semejante pretensión de trasponer el dato científico inmediato –exterior y
modesto, pero al menos verificable y cierto– hacia borrosos horizontes metafísicos derive, en definitiva,
en un vago diletantismo o en un ejercicio más bien literario o poético de la mente, donde quepan las
opiniones personales y más subjetivas. Y es verdad que una buena parte de la filosofía contemporánea es

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acreedora de esta sospecha. Pero ello no le ocurre ciertamente por un excesivo aliento metafisico, sino por
el defecto de privilegiar determinadas vivencias o emociones o procesos morales –angustia, náusea,
tragedia, esperanza, etc.– en la base misma del conocimiento del hombre .

Con razón puede estimarse poco “científico” este modo de filosofar, que caracteriza, por
ejemplo, al existencialismo actual. La Antropología filosófica no puede ser una mera racionalización
de ciertos estados de ánimo o de determinadas opciones éticas. Su base de experiencia, aún
trascendiendo el dato empírico inmediato, debe cumplir exigencias rigurosas de objetividad y
universalidad: no se trata de la condición particular de un individuo, grupo, cultura o época
determinada, sino de la naturaleza humana en su constitución universal. Pero esta exigencia de
universalidad no se previene por la simple absorción de la Antropología en el “dato científico” puro:
este dato no existe como tal, puesto que siempre es la cifra velada e implícita de una metafísica del
hombre. La Antropología se propone esta explicitación, según los métodos propios del saber filosófico,
que se orientan justamente hacia el grado más alto de la objetividad y de la universalidad
gnoseológica. En otros términos, la Antropología es un intento epistemológicamente “serio”:
trasciende a la vez el particularismo de las ciencias empíricas y el lirismo de las divagaciones sobre la
“condición humana”, en el sentido más alto de la pregunta fundamental: ¿qué es el hombre?

2) Grandeza y límite de la antropología

La pregunta por el ser del hombre tiene, para el hombre mismo que la formula, una trascendencia que
ninguna apología sabría encarecer bastante. Todas las culturas superiores han visto en ella, de alguna
manera, una clave del universo, en cuanto el hombre es un microcosmos: el mundo inferior se ilumina a
partir del hombre, y por él se revela el mundo superior. Si el hombre es el puente entre lo visible y lo
invisible, según la hermosa fórmula medieval, su propio conocimiento debe ser un Alugar común” o una
región privilegiada en la íntegra estructura del saber humano. El pensamiento contemporáneo enfatiza que
sólo el hombre se pregunta por sí mismo: él es el ser que se interroga, él es el contenido de su
interrogación; y el preguntar “por sí mismo” es precisamente un modo de ser suyo, lo que significa que el
hombre es el ser que está en juego en el universo. Si la fórmula humanista decía “hombre soy, nada de lo
humano me es ajeno”, aún más radicalmente podríamos decir que el hombre mismo no debe ser ajeno al
hombre. Sin embargo, esta posibilidad –el auto-ocultamiento humano– es tan constitutiva de nuestro ser
como la propia pregunta por nosotros mismos. En ello se revela justamente que nos jugamos la propia
existencia en la pregunta: no se trata de una cuestión académica o neutral, ya que compromete en
profundidad nuestro propio ser.

De allí que el hombre pueda retroceder ante la pregunta, lo que, en el orden noético, toma la forma
positiva de una curiosidad insaciable por el mundo infrahumano: el hombre se lanza a conocer la tierra, el
macrocosmos, los astros y la vida, las partículas elementales y los ciclos de la naturaleza, pero –
repitiendo la sentencia de San Agustín– “permanece él como un misterio para sí mismo”. Esta
“distracción” –en el sentido pascaliano– envuelve por lo general una cierta dosis de mala conciencia, en
cuanto el hombre, al optar por el conocimiento de la naturaleza, de algún modo moldea su idea de sí
según el paradigma de los entes corpóreos, elige mirarse como cosa. No sería difícil ver en el empirismo,
el positivismo y, en general, el cientificismo, esta abdicación de lo humano: un auto-ocultamiento que,
bajo pretexto de rigor científico, esconde una decisión previa: la de renunciar a lo específico y
singularmente humano, por más que esta empresa pueda presentarse también como un cierto
“humanismo” o una exaltación del hombre. En efecto, se intenta compensar al hombre como sujeto –
como el próspero sujeto de la propia ciencia positiva– por aquella grandeza y elevación que se le sustrae
como degradado objeto de una mera Aciencia natural”. Pero esta compensación es, por supuesto, vana,
además de contradictoria: si el hombre puede hacer ciencia, y conocer de algún modo todas las cosas, y
dominar las fuerzas de la naturaleza es, justamente, porque emerge sobre esas cosas y las trasciende, lo
que significa que él mismo es –como objeto de conocimiento– una realidad superior, inaccesible a las
ciencias de la materia, y que debe hacer cuestión de sí mismo en términos originales e irreductibles, es
decir, en términos “metafísicos”.

La pregunta del hombre por su ser es, entonces, un imperativo ético y a la vez noético, y debe
superar toda Adistracción” inferior, todo ocultamiento en el mundo de los objetos –todo naturalismo–,
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para formularse rotundamente como una disciplina sui iuris, según la palabra del antiguo oráculo:
“Conócete a tí mismo”, precepto que impera a la vez sobre la conciencia moral y sobre la inteligencia
especulativa del hombre.

Una buena parte de la filosofía contemporánea responde a este llamado ético –del destino
humano–, más allá de las categorías materialistas de la ciencia decimonónica. El problema, hoy, ha
llegado a tener un signo inverso: la pregunta antropológica se enfrenta, en términos originales, con una
intrépida resolución, pero se termina por hacer de ella la única pregunta, o al menos la cuestión central
y principal de todo filosofar, lo que constituye un flaco servicio para la propia Antropología. Se la
obliga, en efecto, a sustituir a la filosofía como totalidad, o al menos se la desconecta de todo otro
conocimiento, como si la lógica, la ciencia de la naturaleza, la ética o la teología no tuvieran otra
realidad que la de ser Aprolongaciones” particulares de la autoconsciencia humana.

Frente a este “antropologismo”, debe subrayarse que el hombre, no obstante su radical


originalidad ontológica, sigue siendo un “ser de la naturaleza”; que el conocimiento del hombre debe
recibir un aporte esencial de las ciencias naturales; que la antropología no es todavía la metafísica, ni el
centro o coronación de la Filosofía; que la totalidad del ser abarca tanto al hombre como a los demás
entes, y que entre uno y otros no cabe una discontinuidad total. Cualquier “humanismo” fundado en la
renovación del relativismo clásico (“el hombre es la medida de todas las cosas”) está condenado a la
esterilidad, puesto que vacía al hombre de la substancia y contenido real de sus actos, la objetividad
del ser y del bien, que son la auténtica coronación metafísica de la Antropología.

La raíz histórica del antropologismo moderno puede remontarse a Descartes, que cumple una
doble operación reductiva de la unidad del ser: la separación abrupta entre materia y espíritu –res
extensa y res cogitans– y la reducción de la verdad del ente a la idea clara y distinta. Así se da paso a
un conocimiento del hombre, como Asujeto espiritual”, que se desconecta, tanto de la Filosofía de la
naturaleza como de la Metafísica.

Pero la absorción de la filosofía en la Antropología es cabalmente una herencia del criticismo


kantiano. Kant reduce la filosofía a estas cuatro preguntas: ¿qué puedo saber?; ¿qué debo hacer?; ¿qué
me cabe esperar?; ¿qué es el hombre? A ellas responderían, respectivamente, la metafísica, la moral, la
religión y la antropología. Pero en el fondo, dice Kant, estas disciplinas se podrían refundir en la
Antropología, porque las tres primeras cuestiones se reducen a la última.

Esta reducción ha resultado bastante imperativa para la filosofía posterior, hasta hoy mismo
(Scheler, Buber, Jaspers, etc.), y se entiende bien a la luz de las conclusiones del idealismo kantiano:
dada la incognoscibilidad de la cosa en sí y la actividad ordenadora del sujeto trascendental, no
quedaba a la filosofía otra posibilidad que dar la espalda a un mundo ya sin misterio, y concentrarse en
los procesos “trascendentales” –del ego puro– plasmadores de la realidad y configuradores del mundo,
es decir, concentrar todos los esfuerzos en la propia actividad del espíritu humano. De este modo, el
hombre quedaba como objeto principal y único del esfuerzo filosófico: su estructura subjetiva, sus
formas, sus disposiciones. El interés humano por el “mundo”, la “realidad”, el “ser” –el misterio–
desaparecía; el hombre ya no iba a encontrar en sí sino a sí mismo, expresándose de infinitas maneras,
y ya no iba a aprender del mundo otra cosa que su propia habilidad ordenadora. El antropologismo
posterior posee esta raíz cartesiana y kantiana, y –aún en los casos más “realistas”– delata siempre un
residuo nominalista e idealista mal eliminado.

Pero este giro representa un empobrecimiento de la filosofía, y también de la propia Antropología. La


empresa de una “autognosis” (auto-conocimiento) indefinida tiene contenido e interés por algún tiempo,
pero a la larga se revela como un intento vacío. Comparemos este intento filosófico con el intento
personal de ciertos individuos que se consagran a bucear en su propia interioridad, cansados tal vez del
mundo “externo”, y con la intención de encontrar –de espaldas a lo real objetivo– quién sabe qué riquezas
o hallazgos profundos que los salven del desierto exterior: la empresa no tarda en revelarse vana, pues los

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veneros sin duda ricos y misteriosos que existen en las profundas potencias del alma sólo pueden actuarse
y llegar a ser ellos mismos “en el mundo”, es decir, por su esencial apertura a lo real, sin la cual son
perfectamente vacíos, o –al decir de los escolásticos–”tamquam tabula rasa” .

Análogamente, la empresa filosófica del autoconocimiento humano sólo es rica y plena cuando
se expande en el medio nutricio del conocimiento integral de la realidad. Esto significa que la
Antropología, igual que el hombre mismo, sólo es real –sólo es lo que es– en virtud de sus límites.

La Antropología, pues, se constituye a partir de una doble limitación, que es también una doble
fecundación:

- Por una parte (por abajo), y puesto que el hombre es un ser que forma parte de la naturaleza
(es un animal), debe recibir de la Filosofía de la naturaleza (de la “Filosofía de laNaturaleza” y de la
“biología”) ciertos principios de interpretación, que ningún Aespiritualismo” podría hacer superfluos.
Estos principios se refieren a la constitución ontológica de la materia y de la vida, de los cuerpos y de
los seres vivientes, de cuya naturaleza el hombre participa.

- Por otra parte (hacia arriba), la Antropología, no siendo ella misma la reflexión más alta o
suprema, debe abrirse a la Metafísica y, a través de ella, a la Ética y a la Teología, ofreciéndole ciertos
fundamentos indispensables para la interpretación del ser, de la verdad, del bien, de la belleza, en
cuanto esos “trascendentales” contienen el sentido mismo de la existencia humana.

Esta relación de la Antropología con la Filosofía de la naturaleza y con la Metafísica es, por
supuesto, recíproca. Es decir: la Antropología recibe pero al mismo tiempo aporta algo al conocimiento
de los entes naturales infrahumanos, en cuanto ese conocimiento está, desde la partida, orientado hacia
el hombre; no por obra de un interés creado de tipo subjetivista, sino porque una física y una biología
que no dieran paso a una auténtica Antropología no serían ni siquiera una física y una biología
verdaderas. Si la ciencia de la materia se cierra a la posibilidad de la materia viviente, y si la ciencia de
la vida se cierra a la posibilidad de la vida humana, no alcanzan ni siquiera su propio objeto –la
materia y la vida– de modo adecuado.

También la relación con la Metafísica es recíproca: la Antropología no sólo ofrece ciertos


principios y fundamentos a la comprensión del ser, sino que ella misma opera desde la partida con un
criterio ontológico, es decir, nace ya como una auténtica “metafísica del hombre” De no hacerlo así –
de cerrarse en esquemas positivistas–, no sólo priva a la Metafísica de su arranque original, sino que
ella misma falla como Antropología, es decir, no llega a constituirse como un auténtico conocimiento
del hombre, del “animal metafísico” que es el ser humano.

Esta doble relación confiere a la Filosofía del hombre su sentido; la limita y le impide esa
hipertrofia que se llama “antropologismo”, pero, limitándola, la constituye en su verdadero orden
gnoseológico; situándola en el contexto de la unidad del saber filosófico, le reconoce y le asegura su
verdadera grandeza.

3) El objeto de la antropología

“Ante scientiam oportet quaerere modum ipsius... scientiam”. Antes de estudiar un saber es
necesario estudiar el modo de la misma ciencia, su modalidad epistemológica. Un saber determinado
es una obra de la razón humana. Lo constituyen sus actos, por ejemplo: el descubrimiento de un dato,
la ordenación de los diversos datos descubiertos, etc. En este saber la lógica clásica distingue el modus
communis, y el modus proprius.

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1) Modus Communis. Todo conocimiento sistemático es una obra de la razón y el
funcionamiento normal de la razón es común a todo saber. Este modo común de conocer cualquier
objeto es justamente lo que estudia la lógica.

Ahora bien, este modus communis de conocer que estudia la lógica es un saber necesario pero
no suficiente, debido a los distintos tipos de objetos que la Inteligencia puede conocer. Así por
ejemplo, el matemático tiene un modo distinto de conocer su objeto que el botánico, y distinto el
moralista. En la antigüedad esta modalidad se concebía como tarea a esclrecer antes de comenzar
propiamente el tratado. Es lo que se da en llamar prólogo, proemio o introducción.

La introducción de una ciencia es la determinación primera y básica de ciertos puntos que


expresa lo que la cosa es.

La razón de ser, entonces, de una introducción a cualquier disciplina es la explicación de la


modalidad propia, específica de un saber. Ahora bien ¿Cómo se establece el modus proprius de un
saber?

2) Modus Proprius. El saber es siempre de la razón; radica en una potencia del hombre: la
inteligencia. Esa potencia tiene delante de sí distintos objetos, pero elabora un saber determinado sólo
cuando toma determinados objetos. La inteligencia humana está abierta a la totalidad de los objetos;
pero estos objetos son infinitos, inagotables, para ser abarcados por la inteligencia. Por lo tanto, los
diversos objetos deben agruparse por regiones, deben separarse unos de otros. Por ejemplo: el biólogo
se dedica a los seres vivientes; dentro de éstos, a los animales y vegetales, y dentro de los vegetales a
las plantas venenosas... La especialización que tiene el biólogo en su campo de los seres vivos es una
riqueza intelectual (que los antiguos llamaban “hábito intelectual”). Es, en definitiva, una obra de la
inteligencia orientada a un campo determinado de objetos. Es lo que constituye el modo propio del
saber.

Por tanto, el modus proprius de una ciencia consiste en la determinación de sus objetos:

Lo primero que se debe determinar es el objeto material, es decir, la materia que se va a


estudiar. Por ejemplo: el hombre.

Luego determinar el objeto formal, que es el punto de vista bajo el cual se estudia el objeto
material. Por ejemplo: un biólogo estudia al hombre en cuanto organismo viviente; el médico como
sujeto de salud y enfermedad. El objeto formal es lo que específicamente estudia una ciencia y hace
que sea esa ciencia y no otra.

Ahora bien, el objeto está dado por la percepción y la inteligencia, pero hay que trabajar sobre
él para aprehenderlo, porque el hombre no tiene una intuición tal que frente al objeto le esclarezca
totalmente que es lo que tiene delante. Por ej: al botánico no le basta sentarse en una plaza junto a un
árbol; sólo Dios tiene una intuición agotadora de la realidad, mientras que el hombre debe estudiar y
esclarecer su objeto mediante distintos actos intelectuales. Estos actos, que se siguen con un cierto
orden, constituyen el camino o methodus del saber o ciencia.

Si este método se aplica adecuadamente al objeto genera proposiciones, enunciaciones,


conclusiones, etc. Y cuando se extraen conclusiones de los principios demostrados, estamos haciendo
ciencia. Como en toda ciencia, entonces, en ella debemos determinar sus objetos, los grandes temas
que esta ciencia comprende y su método, que es la razón de esta introducción.

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a) El Objeto material

La psicología es una parte de la Filosofía natural o de las ciencias de la naturaleza, que trata
acerca de sustancias sensibles; del ente móvil, que está sometido a las mudanzas, ya sustanciales ya
accidentales, sujetas a la experiencia humana. Estas sustancias se las puede distribuir en cuatro grupos:
los seres inorgánicos, los vegetales, los animales y el hombre. Éstos cuatro seres tienen en común el
ser cuerpos y los tres últimos el ser vivientes. De aquí viene la primera y más fundamental distinción
en la Filosofía natural:

- La Filosofía de la Naturaleza: que trata de los cuerpos, en cuanto cuerpos, prescindiendo de


que tengan o no vida.

- La Psicología: que trata de los cuerpos vivientes en cuanto vivientes, es decir, en cuanto
tienen alma o principio que los anima: las plantas, los animales y el hombre.

* La psicología moderna ha tomado como objeto no al hombre entero sino solo su vida
consciente; y la raíz de este reduccionismo se remonta a Descartes que separa el cuerpo del espíritu,
dándole a este último una existencia completa para el hombre.

* Para los antiguos, en cambio, el objeto de la psicología es el alma (psiqué); de allí el nombre
“psicología”. Por alma entendía Aristóteles “el principio vital de un cuerpo organizado”; para el
Estagirita la Psicología era el estudio de los seres vivos en cuanto tales; es decir, no como cuerpos
parecidos a los demás de la naturaleza, sino como vivientes y distintos de los cuerpos brutos.

* El objeto material de la Psicología forma como una serie de círculos concéntricos: en


general, es el ser vivo; en particular, el hombre entero, que encierra en sí al reino vegetal y animal.
Pero más específicamente aún sería la vida subjetiva del hombre, sensible e intelectual.

b) El Objeto formal

El punto de vista de la psicología es metafísico, y más propiamente ontológico. Es decir que la


psicología considera el hombre en cuanto ente e intenta conocer la naturaleza y los principios
constitutivos de dicho ente.

4) Los temas de la antropología filosófica

El contenido de los temas y problemas de la Antropología no puede ser deducido a priori de ninguna
“idea del hombre”, puesto que, teniendo esa idea su origen en la experiencia –autoexperiencia– también
su contenido problemático reivindica a cada paso el mismo origen y recurso empírico. El punto de
partida antropológico reside, pues, en la experiencia de nosotros mismos, y su contenido, en las
cuestiones que esa experiencia nos plantea sin cesar. De hecho, cualquier vivencia humana, llevada a un
nivel adecuado de intuición, reflexión y abstracción, podría ser el punto de partida del desarrollo
antropológico: una decisión o elección importante, la contemplación de un paisaje, una enfermedad o
afección corporal, una operación matemática, el aprendizaje lingüístico, una invención práctica, etc. En
todos los actos humanos se pone en juego, de algún modo, el hombre entero.

Sin embargo, no podemos presumir la perspicacia de una visión tan profunda y total como para extraer la
íntegra antropología de una experiencia determinada –puntual y fragmentaria– de lo humano. Por lo cual,
si no queremos caer en un anecdotismo diletante, debemos agrupar las experiencias y los problemas
antropológicos correspondientes en ciertas figuras o constelaciones precisas, que, desde el tiempo de los
griegos hasta hoy, han constituido (con innumerables variaciones, es cierto) la trama central de la
Antropología. Lo importante, en este diseño, es que contenga y ordene efectivamente las cuestiones
claves del ser del hombre en sus relaciones con la naturaleza, consigo mismo, con los demás hombres y
con el fundamento último de la realidad.

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1) Un primer tipo de problemas –forzosamente introductorio o previo– viene dado por lo que podríamos
llamar “el lugar del hombre en el universo”. El hombre es un ser de la naturaleza, un cuerpo, un ser
viviente, un animal; no obstante su índole enteramente peculiar o diferencial –y aún, diríamos, en virtud
de ella misma–, ocupa un lugar bien preciso en la jerarquía de los entes, es decir, en los grados del ser y
de la vida. Por eso debemos proponer una ordenación inteligible de esos grados –materia, vida vegetal,
animal y humana– que dé cuenta, a la vez, de la continuidad ontológica y de la discontinuidad profunda
que el hombre posee en relación a la naturaleza inferior. Por cierto que esta ubicación contiene ya a la
íntegra antropología, aunque sólo en forma germinal e indiferenciada. En este contexto debe examinarse
la frontera entre el hombre y el animal, escrutando el límite máximo del instinto o de la que algunos
llaman “inteligencia” animal.

2) También debe hacerse aquí lugar al problema del origen del hombre como especie viviente y de la
evolución; problema que, viniendo de suyo de las ciencias empíricas –de la paleontología y la biología–
tiene implicancias filosóficas, o totales, que es preciso esclarecer más allá de los simples datos del
registro empírico, que de por sí no abarcan –no pueden abarcar– la integridad del ser humano.

3) En un planteamiento general sobre el lugar del hombre en el universo, está implícita –pero sólo
implícita– la especificidad o singularidad humana, o sea, la realidad de un principio intelectivo o
espiritual que trasciende toda vida sensitiva y toda materialidad.

Uno de los capítulos centrales y más conflictivos de la Antropología es justamente la explicitación de ese
principio y la comprensión de su naturaleza última; puesto que, si todos conceden la evidencia empírica
de sus manifestaciones singulares –técnica, lenguaje, cultura, moral, religión, etc.–, queda en todo caso
abierto el problema de determinar su índole esencial, es decir, lo que haya de entenderse en último
término por “espiritual”. El único camino metodológicamente seguro es el que emprendió ya Aristóteles
en su De anima: comparar el sentido con la inteligencia, o sea, la sensación con la intelección, o, más,
propiamente, el objeto sensible con el objeto inteligible. El análisis de aquello que es formalmente
alcanzado por la intelección en cuanto tal –lo real a secas, lo que es, el “ser” de las cosas, en pero al
mismo tiempo más allá de las formas sensibles concretas– implica toda una teoría de la inteligencia y de
lo inteligible.

Esta teoría –capítulo central de la antropología filosófica– debe abarcar también la relación interior entre
inteligencia y sensibilidad; el grado de materialidad e inmaterialidad que encierra el conocimiento
intelectivo, y por lo tanto su principio, el “alma” humana; el modo específico del proceso intelectivo (la
abstracción de lo inteligible a partir de lo sensible, y de lo universal a partir de lo singular) y las
operaciones propias de la inteligencia (la simple aprehensión, el juicio y el raciocinio).

4) Al análisis de la ideación abstracta debe añadirse, por último, el estudio de la capacidad de reflexión
sobre sí mismo, conciencia o autoconocimiento del sujeto humano, y la estructura global del alma
intelectiva como apertura al mundo y como centro y fuerza de relación.

5) Puesto que a todo conocimiento sigue, en los seres que conocen, la apetición correspondiente, deben
plantearse en seguida los problemas ligados a la estructura apetitiva del hombre, y también aquí se
impone, en forma paralela, comparar el apetito sensitivo del animal –y el hombre– con aquello que, en
este último, llamamos Voluntad: el apetito intelectivo, como síntesis de la estructura tendencial del
hombre, y aún de la entera persona humana.

6) En este punto nos sale al paso otra cuestión crucial de la antropología: la libertad del hombre, su
albedrío o poder de autodeterminación, asunto de enorme trascendencia como fundamento de toda ética,
por su implicancia definitiva en el problema del sentido de la existencia humana. El esclarecimiento
fenomenológico y metafísico del acto libre, y el desarrollo y análisis de las pruebas del libre albedrío,
constituyen el contenido de esta vexata quaestio (atormentada cuestión) en la que confluye la íntegra
Filosofía.

A esta cuestión antropológica debe añadirse, completándola desde dentro, la cuestión ética del sentido de
la libertad en relación al amor, al bien y al mal, a la plenificación integral del hombre, como algo
inseparable del propio problema psicológico de la libertad. La Antropología no es aún la Ética, sin duda;
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pero no cabe abrir entre ambas ninguna discontinuidad, puesto que la verdad moral no es una entidad
superpuesta a la naturaleza y al destino de un ser éticamente neutro, sino que es la ley interna del hombre
en cuanto tal.

7) Todavía otro problema donde confluye la íntegra Filosofía –y donde se juega con particular intensidad
el ser y el destino del hombre– es la cuestión del alma y el cuerpo en su mutua distinción y relación; o
sea, el problema de la substantividad y la unidad del ser humano. Innumerables monismos y dualismos,
cosismos y fenomenismos, desde Platón hasta nuestros días, convierten esta cuestión, de suyo misteriosa
(puesto que encierra el secreto más íntimo del microcosmos humano), en un quebradero de cabeza de los
sistemas filosóficos, y en una piedra de toque de la calidad de sus fundamentos.

He aquí el arduo desafío que enfrenta la Antropología, a la hora de “pensar” aquello que tan sencillamente
nos es dado en nuestra doble y unitaria conciencia de nosotros mismos: no renunciar a la realidad y al
sentido de la corporeidad humana, o sea, a la evidencia de su animalidad; no renunciar tampoco a la
verdad superior de su espiritualidad, revelada en la intelección y en el acto libre; y, todavía, afirmar y
hacer inteligible la unidad substancial del hombre, materia y espíritu, cuerpo y alma, ser unitario y
substantivo, que no se compone de substancias yuxtapuestas ni se disipa en series paralelas de fenómenos
físicos y anímicos.

8) Con este problema se relaciona otro, del que todavía podríamos repetir que contiene el sentido de
nuestra existencia: nuestro haber de morir, como individuos de una especie animal de ciclo orgánico
limitado; necesidad que el hombre no enfrenta con neutralidad animal, sino con la angustia y esperanza
que corresponde a un misterio, el misterio radical de la condición humana. Al análisis fenomenológico de
la experiencia de la muerte debe seguir, entonces, la pregunta propiamente metafísica de si algo –y qué, y
por qué razón– puede subsistir de nosotros mismos tras la muerte: la inmortalidad del alma espiritual,
exigida por la infinitud objetiva de nuestro querer, así como también por la propia espiritualidad de la
conciencia.

9) Si el hombre aparece hasta aquí en su “qué” esencial (como naturaleza corpóreo - espiritual), la
reflexión antropológica debe, sin embargo, abrir capítulo aparte a la pregunta por el “quién” humano, es
decir, la persona: el ser individual intransferible, cerrado a la vez que abierto con la peculiar clausura y
apertura del espíritu, “centro” y “mundo” a la par, solidario de la totalidad del ente a partir de su
mismidad consciente y libre.

10) La reflexión sobre la persona, a su vez, nos sitúa ante su constitutiva apertura hacia las otras personas,
lo que da lugar a los múltiples y apasionantes problemas de la relación interpersonal: el conocimiento del
otro, el amor, el diálogo, la soledad, la comunicación; problemas que, por supuesto, la Antropología no
considera en su variedad anecdótica y literaria, sino en su forma esencial, es decir, en las conexiones de
sentido y valor, de verdad y bien, que estas relaciones implican.

A partir de la persona y de la relación interpersonal, surgen diversos problemas relacionados con el sexo,
en su doble sentido de sexualidad de alteridad (masculino y femenino) y de apetencia y amor de hombre y
mujer. Estos problemas pertenecen originalmente a la Fisiología y a la Psicología, en cuanto
cualificaciones psico-físicas y en cuanto conductas instintivas y afectivas; pero, puesto que tienen
también una dimensión antropológica universal, como modos de ser humanos y como estructuras
existenciales, deben ser asumidos por una filosofía abierta a la integridad del hombre; y tanto más, si se
piensa en las profundas implicancias éticas que encierran, y en la insuficiencia positivista con que suelen
tratarlos las ciencias convencionales.

Una situación análoga se produce con respecto a las ciencias humanas o a las “ciencias del espíritu”, a las
que pertenece, de suyo, ocuparse de los problemas relacionados con la sociedad, la historia, el lenguaje, la
cultura y el trabajo humano. Hay un fundamento antropológico o esencial de estas dimensiones del
hombre, que no puede ser adecuadamente esclarecido por las ciencias particulares de la cultura. Es,
entonces, la Antropología filosófica quien debe ocuparse de esta realidad radical y original que es la
“cultura” en sí misma; corresponde a la Antropología mostrar esa necesidad interna, en virtud de la cual el
hombre se despliega en la vocación y el quehacer de la palabra y del arte, de la moral, de la religión,
realidades que debe examinar en su fundamento y constitución esencial.

9
5) El principio y el método de la antropología

Las ciencias positivas pasan por apoyarse más directamente en la experiencia humana que la
Filosofía, “tan abstracta de asuntos y métodos”. Pero, en el fondo, ocurre lo contrario: las ciencias
empíricas se hacen cargo de los actos humanos ya hechos o constituidos en su ser esencial, sin
asomarse nunca a su brotar interior, a su hacerse mismo. La Filosofía del hombre aspira justamente a
ese descubrimiento; por eso su Aexperiencia” original de lo humano es más profunda y a la vez más
concreta que la de ninguna ciencia positiva.

Refiriéndonos al método de la Antropología hay que decir que conviene estudiar las
operaciones o manifestaciones de la vida para investigar después el principio de esas operaciones, ya
el principio próximo, (la facultad o instrumento de operación) ya el principio remoto (el alma), fuente
de la actividad vital.

1) El Principio

Debemos a Platón y Aristóteles la constatación de que el principio del filosofar está en el


Aasombro”. La Filosofía aspira a penetrar, más allá de las rutinas, el surgimiento original de las
propiedades, actos y relaciones del hombre. Citemos algunos ejemplos imperfectos por esquemáticos.

1) La experiencia expresada, por ejemplo, en el juicio “yo soy yo”, puede contener una inefable
admiración. En condiciones privilegiadas (de ruptura de nuestra inercia mental, como sucede en el
instante de despertar, una impresión brusca, etc.) el hombre puede captar su ser íntimo con una
profunda distancia y extrañeza, como si se tratara de “otro”, pero a la vez con la indestructible
intimidad –identidad– que corresponde a nuestra mismidad personal. Entonces decimos con asombro
“yo soy un yo”, significando el sujeto de la oración nuestra subjetividad empírica, y el predicado, la
“yoidad” pura como algo enteramente extraordinario; la cópula del juicio contiene la distancia
inmensa, pero al mismo tiempo nula, de sí a sí, distancia que se “recorre” en un instante maravilloso,
como si uno viniera a encontrarse y coincidir consigo mismo desde la lejanía más remota. Experiencias
así iluminan, por ejemplo, la cuestión de la espiritualidad o, aún, de la inmortalidad del alma humana,
si bien en forma puramente implícita, que debe ser puesta a prueba y desarrollada por el pensamiento
discursivo.

2) No es, la mencionada, una experiencia única o solitaria. Podríamos descubrir en términos


semejantes el “asombro” de conocer: en el juicio “yo soy lo otro”. “Lo otro”, es decir, lo conocido,
está en sí mismo; reposa en su propia consistencia natural; es lo que es de suyo. Así tal árbol cuyo
follaje diviso por la ventana, cuyo color miro, cuyos procesos y propiedades vegetales recapitulo en la
mirada. Todo eso que el árbol tiene y es, lo tiene y es de suyo, a partir de sí mismo, en sí mismo. Y he
aquí que todo “eso” –lo que yo siento y entiendo de él– es ahora mío, es en mí, “es” “yo mismo”,
existe en mí y está sometido a mi propio modo de ser. Lo conocido es ello, lo otro soy yo mismo; yo
soy ello; ello es yo; yo, en cuanto yo, me identifico con lo conocido, en cuanto conocido. Y puedo
distinguir esta peculiar identidad, de aquella otra que el árbol guarda consigo y yo conmigo, en mi ser
natural; y al modo de ser de esta identidad puedo llamarlo “cognoscitivo”, o “intencional”; pero la
imposición del nombre no descifra, sino que simplemente connota el Aprodigio” del conocimiento, el
asombro de ser yo mismo aquel árbol, y esta página, y todas las cosas que me rodean, y sus relaciones,
y, en suma, todo: yo soy, potencialmente, la totalidad, lo que es, todo lo que es; mi modo de ser como
cognoscente es esta apertura hacia la identidad indefinida, esta “otreidad” que no anula mi mismidad
sino que la constituye.

3) El mismo asombro que produce la experiencia original del conocimiento, puede producirlo –
en términos análogos– la experiencia de contemplar la belleza, la de elegir, la de amar, la de hablar. Si
la Antropología no parte de esta clase de experiencias originarias, cuyo signo es el asombro, no puede
aspirar a ser una ciencia autónoma y original.
10
Para la Antropología filosófica, el hombre no está dado a la manera de un dato empírico; el
hombre es una totalidad abierta a la trascendencia; un proyecto siempre abierto a esas totalidades
trascendentales, que son el ser, la verdad, el bien, la belleza. La naturaleza o esencia humana debe ser
inducida y deducida como el principio de este dinamismo singular y de esta apertura universal.

2) El método

Es fácil comprender, por lo dicho, que el método de una ciencia semejante no tiene nada de
convencional. El método de una ciencia presupone siempre una cierta “idea” de su objeto: a tal objeto
método, tal método. Si se pretende constituir la “ciencia del hombre” sobre los métodos
convencionales de las ciencias positivas (por ejemplo, la Psicología experimental o la Sociología),
significa que ya se está prejuzgando al hombre como un sistema dado de propiedades y procesos
(“psique” o “sociedad”en los ejemplos mencionados); determinación que no sólo me impide cuestionar
a fondo la naturaleza de lo psíquico y de lo social, sino que me obliga también a dejar fuera la
espiritualidad, la libertad y la trascendencia humanas como objeto de estudio.

Como todo método ya prejuzga la índole del objeto, se trata aquí de asegurar a la Antropología
un método abierto y comprensivo de la posible totalidad de lo humano. El método de la Antropología
filosófica no puede ser, por tanto, el método genético, causal e inductivo de las ciencias positivas. La
Antropología, por el contrario, induce y deduce, describe e introspecciona, separa y reconstruye; y
todo ello según su peculiar manera. Lo esencial, para ella, no es encontrar las leyes funcionales del
comportamiento humano, ni sus regularidades empíricas, ni las hipótesis que las explican; de todo eso
ya se hacen cargo las ciencias positivas del hombre. La tarea de la Filosofía del hombre consiste en
descubrir la estructura esencial de los actos y de las facultades humanas (desde la sensibilidad y el
instinto hasta la razón y la libertad) en términos objetivos, es decir, investigando la índole del objeto
propio de esos actos y sus conexiones esenciales en la jerarquía de los entes. A partir de esta
averiguación, la Antropología filosófica se pregunta cómo deben estarán constituidas las potencias o
facultades humanas y el alma en que radican (y la propia substancia o persona del hombre) para que
esos actos, relaciones y propiedades sean posibles. Y luego, en un movimiento continuo de retorno,
transita del sujeto a su dinamismo, y de éste a aquél, en una recíproca interpretación.

Para la fase de “mostración” primera de los actos humanos, sus objetos y sus propiedades, la
Antropología puede usar con gran ventaja el método fenomenológico (la descripción de la esencia del
fenómeno) en el sentido en que lo usaron todos los grandes filósofos, más allá de cualquier etiqueta de
escuela. Pero la Antropología no se reduce a la mera fenomenología; y, una vez que ésta le despeja el
camino, no puede renunciar a otros procedimientos o métodos que inciden en forma más
comprometida en el corazón de lo real. La simple introspección, la inferencia causal, la deducción, son
recursos lógicos y metodológicos que la antropología necesita, en virtud de su fundamental vocación
metafísica: lejos de reducirse a mostraciones de esencias puras, ella aspira a comprender la realidad del
hombre, su naturaleza, su lugar en el universo, y a abrir paso, cuando menos, a la cuestión
ético-religiosa del sentido de la existencia humana.

11
ANEXO

HISTORIA DE LA IDEA DEL HOMBRE

1) Bosquejo histórico de la antropología

Debemos completar esta introducción con un bosquejo –mínimo y esquemático, por cierto– de
la Historia de la Antropología filosófica. El desarrollo de la idea del hombre, desde Grecia hasta la
actualidad, suele describirse hoy con arreglo a dos principios de interpretación:

a) Por una parte, se piensa que esta historia avanza en la dirección de una creciente
autoconciencia humana, desde la indiferenciación primitiva del hombre con la naturaleza, hasta la
exacerbada lucidez y conciencia de sí del hombre contemporáneo.

b) Por otra parte, este proceso de ascensión de conciencia se describe como una sucesión
contrastante de dos tipos de fases, las de seguridad y las de angustia:

* En las primeras, la antropología está cobijada dentro de la cosmología y de la metafísica, y se


manifiesta en forma de grandes sistemas donde el hombre encuentra una definición y un lugar preciso
en el universo (Aristóteles, Santo Tomás, Hegel);

* En las épocas de crisis, cuando los sistemas se derrumban, la antropología emerge como la
ciencia –o la duda– rectora, cobrando forma independiente como teoría del hombre trágico o
problemático, y como exaltación de la mismidad personal (Sócrates, San Agustín, Pascal,
Kierkegaard).

Aparte de la índole simplificada de este doble principio, que no da cuenta de la complejidad


real de la historia de las ideas, puede concedérsele algún crédito como esquema puramente descriptivo
o funcional, es decir, siempre que se lo depure de todo juicio de valor. Pues hoy, a partir de nuestra
propia situación de autoconciencia crítica, tendemos a considerar que el pensamiento antropológico ha
Aevolucionado” hasta nosotros, en forma perfectiva, y análogamente tendemos a valorar más los
problemas que los sistemas, el cuestionamiento que la certeza: todo ello en favor del actual sentimiento
trágico de la vida. Pero ese juicio de valor es sólo la expresión de nuestra propia crisis antropológica, y
no puede erigirse en principio de interpretación de un pasado que en muchos sentidos nos supera.

No es efectivo que la verdad antropológica coincida con el mayor grado de autoconciencia,


pues la subjetividad creciente es un “progreso” harto ambiguo. Si la conciencia diferenciada de sí es un
avance en relación a los orgínes de la reflexión, por otra parte la exacerbación de esa conciencia, desde
el “cogito” cartesiano hasta el existencialismo actual, tiene mucho de enfermizo y descompuesto, y aún
de ilusorio: el yo crece a costa de las realidades objetivas que le dan sentido. Pero lo propio de la
conciencia sana es la intencionalidad o primacía del objeto real; y la primacía de la Metafísica sobre la
Antropología es lo propio de la cultura sana. Por otra parte, y análogamente, valorar más los problemas
que las soluciones, la duda que la certeza, la angustia que la ciencia, es lo propio de una actitud
escéptica, que puede tener cierto valor limitado como estímulo para el conocimiento (así la ironía
socrática), pero no puede ser la vida esencial de la ciencia. De allí que la substancia de la antropología
como saber filosófico se encuentre más en los sistemas clásicos que en las problematizaciones que
éstos padecen en las épocas de crisis. De allí, también, que los momentos más altos en la historia de la
Antropología no tengan por qué coincidir con la enervada conciencia de sí y con la angustia crítica que
caracteriza nuestro presente histórico.

Siguiendo, pues, en términos descriptivos y no axiológicos el esquema aludido, podemos


condensar la Historia del pensamiento antropológico occidental en tres grandes ciclos, precedidos y
prolongados por sus correspondientes crisis:
12
a) El pensamiento griego brota de la crisis socrática y se despliega en las grandes
construcciones sistemáticas de Platón y Aristóteles, que se continúan en la antropología estoica el
neoplatonismo y la gnosis helénica.

b) El pensamiento medieval nace del problematismo crítico de San Agustín, y se desarrolla en


múltiples corrientes que reinterpretan a Platón y Aristóteles desde la fe cristiana, confluyendo en la
grandiosa síntesis antropológica y metafísica de Santo Tomás de Aquino.

c) Con el quiebre de la cultura medieval, la crisis religiosa y la revolución copernicana, el


problematismo de Pascal abre paso a los grandes sistemas del racionalismo moderno, que culminan en
Hegel.

El impacto del evolucionismo y la lucidez crítica de un Kierkegaard inician, tras la superación


de Hegel, un período que es todavía el nuestro, y del cual difícilmente podemos hacer historia. De más
está señalar el carácter enteramente esquemático, selectivo y simplificador de este bosquejo, que sólo
persigue agrupar en grandes ciclos las concepciones antropológicas más relevantes de la historia
occidental.

2) La antropología en la antigüedad

Sabido es que el hombre primitivo se sintió inmerso, solidario y en suma casi idéntico con la
naturaleza, y sobre todo con el mundo animal y vegetal de su entorno. La conciencia de sí, germinal y
borrosa, estaba aún sumergida en la conciencia de totalidades más amplias a las que el hombre se
sentía pertenecer: la tribu, el ámbito vital, las fuerzas telúricas, el cosmos. Este no es sólo un rasgo del
hombre primitivo, sino también de momentos muy elevados de la cultura oriental, hasta el día de hoy.

Así, el humanismo moral chino y el panteísmo hindú se fundan, en buena medida, en el


sentimiento de la unidad casi indiferenciada del hombre con la naturaleza. Los seres –mineral, vegetal,
animal, hombre– se perciben en relación aditiva, enlazados por esencia en la totalidad de lo existente.
Suele decirse que el hombre no se destaca netamente sobre la naturaleza hasta la culminación de la
cultura griega clásica. Con todo, este juicio es válido sólo en el ámbito del pensamiento filosófico
propiamente dicho; pues ya mucho antes de la época áurea de la cultura griega, en la historia original
del pueblo judío, existió una experiencia del hombre como ser personal abierto a la trascendencia, que
condiciona nuestra idea del hombre y del mundo hasta el día de hoy; sólo que este sentido
antropológico permaneció implícito bajo una expresión religiosa, y sólo vino a formularse como
“filosofía” en los siglos cristianos.

Los comienzos de la antropología griega están envueltos aún en las explicaciones míticas de
la cosmogonía. Sobre este trasfondo, el “conócete a ti mismo” brota a la par como un mandato
ético-religioso y como un alumbramiento especulativo.

Se lo encuentra ya explícito en Heráclito que es a la vez un filósofo “de la naturaleza” y un


virtual “antropólogo”: “me he buscado a mí mismo”; “por muy lejos que vayas, no hallarán los límites
del alma: tan profundo es su logos”.

Pero la autorreflexión encuentra su forma madura en Sócrates, quien hace de ella –en
oposición a los presocráticos o “naturalistas”– el centro y aún la totalidad del saber. Toda otra cuestión
debe ser ahora despreciada o postergada en relación a ésta: ¿qué es el hombre? El Sócrates original nos
plantea más bien la pregunta que la respuesta. Esta última se nos ofrece sólo en forma implícita: “una
vida no examinada no vale la pena de ser vivida”. El hombre es el ser que se pregunta por sí mismo, y
accede a la respuesta por vía dialogal: el hombre es diálogo con el hombre sobre el hombre. Pero en
esta sola indicación late ya, en forma germinal, la antropología toda: pues la facultad que hace posible
13
la pregunta, el diálogo y la respuesta, convierte al hombre en un ser Alógico” y Aético”, sujeto
inteligente y moral.

La reflexión de Platón se encargará justamente de formular una teoría expresa de este atributo
superior, la mente, al hilo de una metafísica de la verdad y del bien. El análisis de la razón humana,
como potencia distinta de los sentidos, capaz de abrirse inmaterialmente a la forma y ser de las cosas
tal como son en sí mismas, y de conocer por conceptos universales, es para Platón y Aristóteles el
principio socrático de toda antropología, y también es el fundamento de la ciencia, de la ética y de la
teología.

La filosofía de Platón proporcionará a la cultura occidental el repertorio ejemplar de las


pruebas de la espiritualidad e inmortalidad del alma humana, de la existencia de Dios y de la
objetividad del bien moral. Pues el descubrimiento de la inteligencia racional le lleva necesariamente a
la afirmación de la divinidad, Supremo Bien del alma humana, a la vez que principio ordenador de la
armonía cósmica. La mente pensante del hombre participa de la naturaleza divina, y, por su
pertenencia y vinculación inmaterial al mundo de las ideas, trasciende al cuerpo y al íntegro universo
de las cosas que se mueven: el hombre es un espíritu alojado temporalmente en la “cárcel” del cuerpo.
Este dualismo platónico volverá a aparecer una y otra vez en la historia del pensamiento europeo.

Aristóteles comparte, en general, los supuestos fundamentales de Platón; pero, convencido de


la debilidad y límites del intelecto humano, y mejor fundado en el rigor del análisis empírico, recorta
los vuelos del optimismo espiritualista de su maestro en favor de una antropología realista y unitaria.
Por de pronto, y a partir de un depurado análisis del proceso cognoscitivo reconoce que la inteligencia,
aunque de suyo es una facultad superior o inmaterial, sólo puede actuar a partir de los sentidos
corporales, y por tanto que el alma depende del cuerpo y le está unido substancialmente. Así como la
“forma” aristotélica es la “idea” platónica que ha descendido al mundo real y hace una sola cosa con la
substancia o ente singular, del cual es su “acto” o principio configurador, análogamente, el “alma”
aristotélica ya no es un ente espiritual puro, sino el principio “formal” o “actual” del cuerpo humano;
el hombre posee, pues, la misma estructura hilemórfica de los demás vivientes y aún de todos los seres
naturales. El alma es, entonces, el primer acto o forma animadora del cuerpo orgánico; su principio
intelectivo depende del cuerpo, aunque es, de suyo, inmaterial e inmortal.

Aristóteles afirma la inmortalidad impersonal del intelecto agente; sobre la suerte del alma
individual tras la muerte, su juicio es incierto. Por el conocimiento superior, “el alma es en cierto modo
todas las cosas” del universo; pero sólo llega a serlo a partir de la sensibilidad. El alma humana es
para Aristóteles una sola, vegetativa, sensitiva e intelectiva: el principio único de la vegetación, la
sensación y la intelección. Por cierto que este concepto antropológico no se entiende sino en relación
al sistema compacto constituido por la lógica, la física, la biología, la metafísica, la teología, la ética, la
política y la poética aristotélica, síntesis monumental del saber antiguo.

Digamos, en suma, que de Aristóteles arranca la perdurable noción clásica del hombre como
zoón ekonlogou, el animal con lenguaje y pensamiento o el animal rationale, fórmula tan discutida
como se quiera a partir del siglo XIX, pero aún hoy vigente como escueta definición esencial (por el
género próximo y la diferencia específica).

No se trata, en esta definición, de señalar sólo los límites empíricos que separan al hombre de
los animales superiores; partiendo de una consideración empírica, este concepto griego alcanza una
dimensión metafísica, en cuanto contrapone al hombre con toda la naturaleza infrahumana en general,
y lo relaciona –mediante el logos– con el Theos o fundamento del cosmos.

El principio o forma activa de la naturaleza humana, su acto, energía, entelequia específica, es


la mente pensante, poder espiritual o participación del Principio divino que encierra en sí las ideas
eternas de las cosas y que mueve y plasma eternamente el mundo y su ordenación ideal. Es en virtud
14
de este principio que el hombre puede conocer la realidad tal como es en sí (theorein), obrar bien en la
vida (pratein) y producir en la naturaleza obras llenas de sentido (poiein). En suma: el hombre posee
en sí, como principio constitutivo o formal de su realidad, un elemento agente superior (nous
poietikos) que la naturaleza no posee subjetivamente (en forma de sujeto); ese elemento está ligado
ontológicamente al Principio que da forma al mundo y convierte el caos en cosmos; es un agente
absolutamente constante en la historia, pueblos, épocas, clases, etc. El hombre, en el pensamiento
griego, se proyecta sobre este grandioso fondo metafisico.

Dos límites, sin embargo, se harán sensibles en esta concepción cuando se encuentre con el
pensamiento cristiano. Por una parte, parece no dar razón suficiente de la presencia del mal en el
hombre y en el mundo, esa terrible herida ontológica en el corazón de lo real; salvo que se atribuya a la
propia existencia humana –a la propia incorporación del espíritu en este mundo– el carácter de una
caída o culpa radical, de la que sólo nos libraremos al morir, con lo que su optimismo se convierte en
el pesimismo más denso; cosa que, en buena medida, ocurrirá en los siglos finales de la cultura
helenística. Por otra parte, el hombre, todo lo alto que se quiera en la jerarquía del orden natural, forma
todavía parte de la naturaleza y de sus ciclos eternos; no ha alcanzado aún el reconocimiento de la
condición que los siglos cristianos llamarán “persona”, y por tanto no se ha revelado todavía la
profundidad inconmensurable de su destino. En otros términos, todo lo singular –incluido el sujeto
humano– es todavía sólo un “caso” individual de una idea o forma ejemplar que, en su universalidad
intemporal, se repite indefinidamente en distintas unidades de materia.

La crisis de esta concepción se producirá a partir de una nueva conciencia del destino humano,
en su dimensión sobrenatural. La figura clave del enfrentamiento será San Agustín. Con todo, y para
evitar simplificaciones, debe observarse que la filosofía cristiana, a partir de ese nuevo principio,
querrá salvar todo lo esencial de la versión platónico-aristotélica de la naturaleza humana, a saber: que
el hombre es tal en virtud de la “razón”, (logos, fronesis, nous, ratio, mens, intellectus), el poder de
aprehender el qué de todas las cosas; y que, en virtud de este poder, el hombre y sólo él, entre todos los
seres naturales, participa subjetivarnente de aquella Inteligencia que es el fondo o fundamento del
universo.

3) La revelación cristiana y la antropología medieval

Sugerimos ya que la idea griega del hombre –alma espiritual, animal racional– no se opone
necesariamente a la revelación judeocristiana de la creatura hecha a imagen de Dios, caída y salvada en
la existencia histórica. Ambas concepciones –que de suyo pertenecen a dos órdenes de conocimiento,
natural y sobrenatural– se enlazan y aún se integran a lo largo de todo el Medioevo y de la propia
modernidad.

Pero el primer choque de ambos mundos conmovió a la Antropología clásica hasta los
cimientos. San Agustín representa este conflicto con claridad ejemplar. Antes de entrar en él, digamos
lo que había de portentosamente nuevo y paradójico en la revelación cristiana. Ella a la vez exaltaba y
abatía al hombre en los abismos del bien y del mal sobrenatural, de la gracia y del pecado, en una
forma enteramente desconocida para el alma griega. La existencialidad más profunda e irrepetible
irrumpía en ese sereno mundo circular de formas que se repiten. El hombre estaba ahora frente a Dios
infinito, personal y providente, Creador del universo y Señor de la historia, y se percibía a sí mismo
como creatura personal de Dios, como un destino único, como una libertad puesta a prueba dentro de
los límites de la temporalidad y al borde de esos abismos de la salvación o condenación eterna.

A la vez, como humanidad solidaria, se sentía parte de una Historia universal de la Salvación,
que arrancaba del paraíso original y se cerraría con el fin de los tiempos. Nació así el sentido de dos
realidades que dominan el íntegro horizonte de nuestra cultura: el sentido de la persona y el sentido de
la historia.

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Este doble sentido tarda siglos en formularse filosóficamente; pero, como experiencia viva,
dirige desde el comienzo la especulación cristiana en sus relaciones con el pensamiento griego. El
hombre ya no es sólo naturaleza, como las piedras y los ríos y los animales; ni siquiera es la parte más
excelsa –racional y espiritual– de la naturaleza. Como persona frente a un Dios vivo y personal –que
los griegos propiamente no conocieron–, el hombre ingresa ahora en otra esfera, que es de suyo
sobrenatural (el pecado y la gracia) pero que ilumina con nueva luz su ser natural. A la consideración
del individuo como ejemplar de la especie humana, se sobrepone ahora su ser personal e histórico, su
abismal libertad, su destino único, irrepetible, puesto en juego peligrosa y esperanzadamente al borde
de la eternidad de Dios.

“¿De qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero, si es a costa de su alma?” He aquí
una nueva antropología: el “alma” vale más que todos los reinos de “este mundo”, no ya por su logos
–que es ambiguo: puede salvar o perder al hombre– sino por su libertad, por lo eterno que se juega en
ella, por un destino del cual la razón es sólo el fundamento natural.

La autoconciencia humana, iluminada por la Revelación, percibe en sí una hondura que podría
llamarse “infinita” por su vinculación esencial con el misterio de Dios. Esta imagen del hombre no ha
nacido como ciencia antropológica, sino como experiencia viva a la luz de la Revelación cristiana. De
allí que haya podido engendrar, en la historia, una pluralidad de “antropologías” diversas: San Agustín,
San Buenaventura, Santo Tomás, Pascal, Leibniz, Kierkegaard, etc. El interés singular de San Agustín
reside en que protagoniza, como ningún otro, el primer choque conceptual de ambos mundos.

a) San Agustín

San Agustín es un personaje fronterizo que, formado en la filosofía griega, es a la vez el


fundador de la filosofía medieval; sus Confesiones, quicio de dos mundos, nos hacen seguir su
itinerario desde la especulación neoplatónica, pasando por la gnosis maniquea, hasta la fe católica. El
alma es aquí el escenario de una lucha indecible: “¿Quis ergo sum, Deus meus, quae natura mea?”
(¿quién soy yo, Dios mío, y cuál es mi naturaleza?) No se trata ya sólo del asombro filosófico, sino de
la ansiedad humana que habla en primera persona. La fórmula del “animal racional” no puede servir
de gran cosa a San Agustín, porque le llega escindida entre los dos mundos hostiles de la materia y el
espíritu –así en la tradición neoplatónica y en la dicotomía maniquea de los dos reinos, del mal y del
bien–; y porque tanto el cuerpo con su miseria y fragilidad, como el espíritu con su impotencia y sus
errores, se le muestran, en el mejor de los casos, como ambiguos respecto al mal y al bien. La
respuesta filosófica del propio San Agustín no importa mucho para esta cuestión; es un platonismo
cristianizado: el hombre como alma, el hombre como espíritu inmortal. El problema no quedaba
resuelto –no podía quedarlo– en términos simplemente antropológicos. La escolástica de los siglos
posteriores se encargaría de enfrentar el desafío con nuevas armas filosóficas a la vez que con una
constante inspiración agustiniana.

La respuesta profunda de San Agustín, la superación de su ansiedad, es su respuesta vivida y


experimentada: la contemplación de Dios en el fondo del alma. “In interiore homine habitat veritas”.
(en el hombre interior habita la verdad). Se trata de la Verdad increada percibida por la oración y la
sabiduría sobrenatural, no todavía de una nueva formulación filosófica. Ocurre, sin embargo, que bajo
los conceptos y términos platónicos se ha inyectado ahora una profundidad, un sentido y unos alcances
del todo nuevos, por más que se vistan equívocamente bajo el ropaje, clásico del pensamiento griego.
Hombre, alma, espíritu, libertad, son casi las mismas palabras, pero desde ahora poseen una nueva
carga de sentido e interioridad que jamás vislumbró la conciencia griega.

b) Las filosofías griegas

Esta ambigüedad terminológica persistirá durante toda la Edad Media, y se repetirá en la


filosofía de Santo Tomás en su relación con Aristóteles. El historiador superficial encontrará en ella la
16
ocasión de considerar la antropología medieval como una “segunda edición” del pensamiento griego,
con algunos añadidos o correctivos teológicos. No es así. Hondas diferencias de estructura metafísica
se ocultan bajo la identidad o similitud de las terminologías. El sentido mismo del pensamiento
antropológico es nuevo, incluso filosóficamente nuevo, en virtud de una nueva relación del hombre
con Dios, mucho más íntima y radical que la relación del ánthropos con la idea platónica o el Primer
Motor aristotélico. La primera y más esencial diferencia antropológica se refiere a la persona, de la que
por primera vez se desarrolla una doctrina psicológica y metafísica; a la unidad de la persona humana
–cuerpo y alma espiritual– y a la relación del espíritu con el organismo del hombre.

Resulta que la filosofía griega nunca consiguió incardinar satisfactoriamente el logos en la


animalidad humana. Así lo muestran las visibles dificultades del espiritualismo platónico, que hacía
del hombre, esencialmente, un puro espíritu encarcelado en el cuerpo, o unido a él en forma accidental,
“como el auriga al carro”. El realismo aristotélico se acercó a una solución a través del hilemorfismo;
pero las visibles vacilaciones de Aristóteles frente a la naturaleza, origen y destino del Aintelecto
agente” (al parecer, una potencia impersonal que viene al hombre de fuera, lo anima transitoriamente y
luego lo sobrepasa retornando a una inmortalidad impersonal) muestran a las claras lo problemático de
esta solución, que sigue prendida a un dualismo de inspiración platónica, agravado por la
impersonalidad Adivina” de la parte más Aespiritual” del hombre.

La filosofía griega posterior se reduce a la incómoda dualidad entre un naturalismo de


inclinación materialista –epicúreos y estoicos– y un espiritualismo neoplatónico donde el cuerpo es
expulsado hacia las fronteras del reino del mal. En esta disyuntiva inicial, es bien lógico que el
pensamiento cristiano optara primero por la tradición platónica, que le aseguraba la espiritualidad e
inmortalidad personal del alma humana. Pero las serias dificultades de San Agustín y de los
escolásticos posteriores muestran qué problemático resultaba el “espiritualismo”, y en general todo
dualismo, cuando se confrontaban con las fuentes de la revelación cristiana.

En efecto, el Evangelio anunciaba la salvación del hombre entero, no la simple liberación del
espíritu humano. En la Biblia no se formula nunca la dicotomía entre alma y cuerpo como espíritu y
materia: se habla sólo del hombre a secas. No se habla de la “inmortalidad del alma”: al hombre entero
le está prometida la resurrección gloriosa, en la que participará el propio cuerpo del hombre. Los
misterios de la Encarnación y la Resurrección eran, pues, un correctivo del dualismo espiritualista, e
inclinaban de suyo a una antropología unitaria. De esos misterios procede la insistencia del
pensamiento cristiano en el valor y la perpetuidad del cuerpo, y en la dignidad de la materia como
creatura de Dios, asociada a los más altos misterios de la salvación. La principal ventaja del
pensamiento cristiano sobre el mundo pagano, en esta materia, reside en que no necesita atribuir al
cuerpo, o a la unión del alma con el cuerpo –a la propia constitución ontológica del hombre– la
responsabilidad del mal y de las limitaciones de la existencia. Pues, proviniendo el mal de un
acontecimiento histórico –el pecado–, ya no aparece la propia existencia como una caída, ni la unión
del alma con el cuerpo como un daño para ésta, sino que la constitución natural del hombre se revela –
como obra de Dios– en toda su adánica positividad.

El mundo griego tuvo una experiencia viva de la existencia humana como caída (se trata de una
experiencia universal, como sabe muy bien el existencialismo contemporáneo). La interpretación
griega más frecuente de esta caída consistió en atribuirla al cuerpo, al nacimiento, a la materia como
“cárcel” del alma espiritual. Así la existencia se oscurecía, y la suprema liberación era la muerte (la
“desencarnación”). El misterio cristiano de la caída histórica –el pecado original y todos los pecados
personales– y de la salvación también histórica –la redención de Cristo– confiere, en cambio, un
carácter positivo a la unión del alma con el cuerpo (y al cuerpo mismo); la caída no reside en la propia
encarnación del espíritu que desciende a encarcelarse en un cuerpo. Se abre así paso a una
interpretación positiva de la unión de alma y cuerpo, y a una doctrina antropológica de la unidad y
armonía del ser natural del hombre.

17
c) Santo Tomás de Aquino

En el desarrollo de esta antropología, resultó natural que Santo Tomás de Aquino se volviera –
en un gesto visionario de grandes consecuencias– hacia Aristóteles, que por entonces parecía un
pagano naturalista y un enemigo potencial de la fe cristiana. La antropología aristotélica se había
acercado mucho más a la buscada unidad, si bien no había llegado a una solución satisfactoria –ni
compatible con la fe–. Se trataba ahora, no sólo de insuflar un sentido rotundamente nuevo a la
fórmula aristotélica, sino también de corregirla en puntos substanciales.

Lo que complica la labor del historiador es que Santo Tomás atribuye siempre sus propias ideas
a Aristóteles, aún allí donde lo modifica esencialmente. Así ocurre con el problema del intelecto
agente, que para Santo Tomás no es un poder separado ni advenedizo, que tras la muerte personal se
reintegra a su esencia impersonal, sino una potencia natural de la persona humana, un poder intrínseco
del alma individual. Así se explica, no sólo la unidad substancial del ser humano, sino también la
inmortalidad personal del alma. Los pormenores de esta gran síntesis, que supera con mucho los datos
aristotélicos del problema, no pueden tratarse aquí. Digamos sólo que para Santo Tomás “el alma es
una suerte de horizonte y de línea fronteriza entre el universo corporal y el universo incorpóreo”.

El espíritu humano es el más débil de los espíritus –en contraste con los ángeles–; demasiado
débil para aprehender el inteligible puro, ante el cual quedaría cegado y deslumbrado; pero es, en
cambio, apto para conocer lo inteligible que se encuentra en la materia sensible. Para ejercitar su acto y
su destino espiritual debe, pues, ser creado y actualizar su potencialidad –la tabula rasa aristotélica– en
el mundo de los cuerpos, como “forma” de un cuerpo orgánico y, a través de él, en contacto con el
mundo sensible. Hay un estrecho paralelismo entre la constitución metafísica del ente corpóreo y la del
hombre: así como el mundo de las cosas sensibles posee una estructura ideal o una configuración
inteligible –es un sistema de formas–, y en cuanto tal encierra lo inteligible en potencia, así también el
hombre posee, como organismo, una forma inmaterial que es su principio animador: el alma
intelectiva, que se abre a lo inteligible de los cuerpos. El espíritu humano, pues, es alma o principio de
vida, y esta alma espiritual o intelectiva es el “acto primero” o ley estructurante del organismo
humano. A esta visión “descendente” se llega, en todo caso, por vía “ascendente” o empírica, a partir
del análisis de la sensación y la intelección humana.

En suma: la síntesis tomista es una explicación múltiple, a la vez que coherente y unitaria, de
las diversas realidades que constituyen al hombre, y que han resultado tan difíciles de integrar en otros
sistemas filosóficos: la corporeidad o animalidad humana, la espiritualidad e inmortalidad del alma, y
la unidad substancial de alma y cuerpo. Se trata de un aristotelismo perfeccionado en sus fórmulas,
pero a la vez cargado desde el interior con la gravidez ético- religiosa de la revelación cristiana.

Después de Santo Tomás. A partir del advenimiento del cristianismo, parecería que la
conciencia humana ya no es susceptible de una exaltación más alta y profunda que ésta; y que toda
nueva profundización en el misterio del hombre debe ser una nueva y más insistente exploración en la
misma experiencia de la seriedad terrible de la vida humana. Con todo, el problema no queda resuelto
de una vez para siempre, pues el hombre, un verdadero microcosmos a la vez que un ser en equilibrio
inestable, va descubriendo históricamente en forma siempre distinta el mundo material al que
pertenece por su cuerpo, y el orden espiritual al que está abierta su alma, y la propia relación de ambos
universos tal como se funden en su propio ser. Así, en los siglos modernos, las nuevas ciencias de la
naturaleza le han planteado un desafío inédito; las nuevas técnicas de producción han modificado su
base social, y la historia espiritual de Occidente ha sufrido cambios profundos de sentido con el
retroceso de la fe sobrenatural cristiana y el avance de nuevas formas de ateísmo.

Sin embargo, los desarrollos ulteriores de la Antropología, desde la ruptura del orden medieval
hasta hoy, por muy “heréticos” o excéntricos que parezcan en relación al mundo de la fe, son
ampliamente tributarios de su origen cristiano, y sólo se entienden en profundidad como formas
18
secularizadas del cristianismo. Así la antropología del racionalismo, que culmina en Hegel: el hombre
no ya unido sino identificado a la divinidad. Así la antropología existencialista de nuestros días: el
hombre no ya caído en el pecado sino irremisiblemente perdido en la angustia de la finitud. Y así,
también, todas las filosofías de la historia en la edad moderna y contemporánea: el reino de Dios
traspuesto al interior de la historia en forma de “progreso”: “edad de la razón”, “era positiva”,
“sociedad sin clases”, etc.

La antropología, pues, ha seguido girando en torno a su eje helénico-cristiano, que contiene la


experiencia y la sistematización antropológica más alta y diferenciada de la historia. Lo que viene
después no es una “superación” de la autoconciencia humana, como nos hace creer un menguado
historicismo de premisas hegelianas; lo que viene después del mundo clásico y medieval son
originalísimas variaciones en torno a la antropología del “animal racional” y de la “imagen y
semejanza de Dios”; en torno al sentido cristiano de la persona, de la libertad, de la historia y de su
consumación mesiánica.

4) La crisis moderna y la antropología racionalista

Cuando la escolástica medieval tardía degenera en un conceptualismo inerte y satisfecho, sin


contacto con la realidad ni contenido dramático, y ocupan su lugar como conocimiento del mundo las
nuevas ciencias de la naturaleza, en cierto modo hostiles al hombre, se desencadena una profunda
crisis antropológica. Esta crisis es demorada pero en modo alguno detenida por el humanismo
renacentista y sus alegres proclamas del “hombre infinito”, y es luego intensamente acelerada por el
sobrenaturalismo protestante y su descrédito de la naturaleza y de la razón natural.

El Renacimiento y la Reforma, todo lo contrastantes que se quiera, tienen al menos esto de


común (implícito en sus propios nombres): su fatiga de la historia, su deseo de retornar a un origen,
que en un caso es la antigüedad clásica, y en otro el cristianismo primitivo, concebidos ambos a través
de un prisma antimedieval. Si a estas dos fuerzas se agrega la intensa sobrevivencia del gnosticismo
medieval, se tendrá idea de las críticas condiciones intelectuales y afectivas en que el hombre moderno
padece la bancarrota de la idea clásica de la “humanitas” y hace frente a una nueva conciencia de sí,
originada esta vez en las ciencias naturales.

Tanto la Filosofía griega como la Teología medieval concebían el universo como un orden
jerárquico y un dinamismo teleológico, donde el hombre ocupa el centro y el punto más alto. Este
supuesto, vacilante a partir del pesimismo luterano, se verá también cuestionado a fondo por la física
de Galileo y Kepler, la “nueva ciencia”, y especialmente por la revolución de Copérnico, el sistema
heliocéntrico. La antigua imagen del universo físico hace crisis, situando al hombre en una posición
minúscula y angustiosa ante los espacios infinitos, y sin que la escolástica sobreviviente (debilitada por
la duda protestante) pueda afrontar este nuevo desafío.

La cosmología del Dante, la jerarquía medieval donde el hombre es el rey de la creación, la


tierra como centro del universo con sus diez esferas concéntricas, el mundo familiar donde hasta el
cielo y el infierno están al alcance del poeta (imágenes que revestían una verdad metafísica y teológica
con la rudimentaria cosmología del Medioevo), ceden su lugar a una nueva y terrible visión científica
del cosmos: la tierra deja de ser el centro del universo; el hombre se percibe como Auna partícula
insignificante” rodeada por los espacios infinitos. En los espíritus de la época –Montaigne y Pascal,
por ejemplo– se percibe el estremecimiento de esta nueva evidencia. “¿Quién ha hecho creer al hombre
–pregunta Montaigne– que esas luminarias que giran tan por encima de su cabeza, y los movimientos
admirables y terribles del océano infinito, han sido establecidos y se prosiguen a través de tantas
edades para su servicio y conveniencia?” Y un autor de nuestros días, haciéndose eco de esa angustia
todavía actual: “Hay que padecer un antropocentrismo verdaderamente incurable para creer que esta
raza de microbios pensantes que pueblan un globo imperceptible que gira alrededor del sol, puede
tener la menor importancia”.
19
El sistema copernicano, sumándose a la crisis interna que padecía el pensamiento medieval en
su decadencia, vino a ser un gran estímulo para el agnosticismo filosófico y teológico del siglo XVI. El
hombre se anula ante la inmensidad de un universo hermético a su persona, ciego y mudo y neutral
para su sentimiento religioso y sus aspiraciones morales.

Pero, por otra parte, esta constatación repugna al antropocentrismo moderno, al humanismo del
Renacimiento y de la Ilustración, que a su manera –de espaldas al Dios cristiano– quieren hacer del
hombre el centro de la creación, y más aún, quieren atribuirle prerrogativas antes reservadas a la
divinidad. Por eso el “mesianismo” de la edad moderna (su conciencia de cerrar un pasado oscuro y de
protagonizar un nuevo y radical comienzo de la humanidad, con horizontes indefinidos de progreso
ante sí) lleva a neutralizar por todos los medios aquel “pesimismo cosmológico”, más aún, a
convertirlo paradójicamente en un factor de exaltación humana, en una suerte de nueva religión de la
razón y del progreso científico. Pues, con todo, es la razón la que descubre la estructura del universo
físico y su desolada extensión; ella será también el fundamento del nuevo credo. Sólo que, para hacer
posible este abrupto cambio de signo de la cosmología heliocéntrica, hará falta identificar la razón del
microbio pensante con la “razón universal”; ésa será, justamente, la empresa de la filosofía modera.

a) Pascal

La vivencia de nuestra insignificancia cósmica, que está en la base de la nueva antropología,


fue sentida con particular intensidad –en los orígenes mismos de la modernidad– por Pascal,
matemático, físico y creyente apasionado. Pascal es ya esencialmente un hombre moderno, que
participa de los supuestos mentales de la filosofía cartesiana y de la nueva ciencia
empírico-matemática. Dirá con angustia: “El silencio eterno de estos espacios infinitos me espanta”.
“¡Cuántos reinos nos ignoran!”

El entusiasmo inicial de Kepler y Copérnico ha sido ahogado por esta melancólica pregunta:
“¿Qué es un hombre en el infinito?” La empresa de Pascal consiste en hacer, junto al esprit
geométrique (espíritu de geometría) de la nueva ciencia, un lugar al esprit de finesse (espíritu de
finura) como actitud propia para enfrentar el problema del hombre, el drama de este ser contradictorio
y caído. El espíritu de fineza, como sentido de lo paradójico, sólo se cumple cabalmente en la fe
católica. “Conoce, hombre soberbio, qué paradoja eres para tí mismo. Humíllate, razón impotente;
calla, naturaleza imbécil; aprende que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre... Escucha a Dios”.
Un intenso acento agustiniano vuelve a resonar en este momento crítico, verdadera réplica del siglo V.

Así como la crisis antigua encamina a San Agustín a la fe cristiana como única respuesta, pero
le obliga también a una nueva formulación filosófica, así Pascal se ve conducido, no sólo a una fe
apasionada en Jesucristo, sino también a un planteamiento filosófico que contiene en germen toda la
antropología moderna: AEl hombre no es sino una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña
pensante... Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento. Es de allí de donde debemos
alzarnos, y no del espacio y del tiempo, que no podemos llenar”.

b) Las filosofías modernas

Hay que comprender bien este nuevo giro de la cuestión antropológica en los albores de la
modernidad. La cultura greco-cristiana había conseguido “llenar el espacio y el tiempo” con la
presencia del hombre, es decir, representarse un mundo “humano” y un hombre unitario, sólida y
positivamente inserto en la materialidad por el cuerpo. Pero ahora ya no puede regir la idea tomista del
alma humana como horizonte fronterizo entre el universo físico y el universo espiritual. Ambos
mundos se han escindido. Hostilizado por la inmensidad de los espacios físicos, el pensamiento
humano vuela a las regiones de su propia grandeza incorporal; la caña pensante se reivindica de su
abandono y pequeñez material en la fuerza del “cogito” y de la autoconciencia.
20
El espíritu se escinde de la materia, de la res extensa que, sometida a la desolación de lo
infinito y al rigor ciego del mecanicismo, ya no es morada habitable para el hombre. El dualismo
platónico conoce así una tercera edición. El espiritualismo moderno genera el problema de la
“comunicación de las substancias”, espíritu y materia. El lazo causal entre ambas se hace cada vez más
débil, y a medida que este lazo se debilita –por el ocasionalismo, la armonía preestablecida o el
idealismo–, el espíritu humano se separa del cuerpo, lo absorbe y se acerca por fin a la identificación
con Dios, o sea, a la deificación de la razón. Este paso es todavía inconcebible, durante mucho tiempo,
por influjo de la tradición cristiana; así en Pascal, Descartes, Malebranche, Leibniz y Kant. Pero
Spinoza y Hegel llevarán sin vacilaciones este germen a su consumación panteísta y monista.

Se trata, en otros términos, de exorcizar la inhumanidad de la nueva cosmología;


interpretándola en un sentido favorable a la afirmación racional del hombre; se trata de mostrar que la
inteligilibilidad mecánico-matemática del universo es un caso especial de las leyes generales de la
propia razón humana, que se crece así hasta ser virtualmente infinita. La infinitud del universo,
afirmada por la nueva cosmología, se transforma en la infinitud potencial de la propia mente que,
forjando esta cosmología, penetra el secreto físico-matemático del universo. En un paso ulterior, esa
inteligibilidad del mundo se hará provenir de la propia mente humana, ahora una potencia ordenadora
e incluso creadora, es decir, idéntica a la Razón divina.

Al cabo de este proceso, el terror de los espacios ilimitados se habrá convertido en la más
rotunda autoafirmación del hombre que conozca la historia; la melancolía de la caña pensante será
ahora el optimismo romántico- racionalista del espíritu hegeliano. Y en este cumplimiento habrán
confluido, paradójicamente, todas las aspiraciones iniciales de la modernidad: la ciencia positiva, que
engendró el proceso; el ideal renacentista y antropocéntrico del “hombre infinito”, ahora satisfecho; el
espíritu protestante, que en su modalidad secularista o desacralizadora ve extrañamente cumplido su
objetivo; y el gnosticismo moderno, que, como religión de la razón, cree alcanzar por fin el secreto del
hombre y del universo y la técnica de su redención. A su vez esta empresa, como Filosofía de la
historia, abre al hombre un horizonte también infinito –el “progreso”–, puesto que se estima
potencialmente infinita la perfectibilidad racional de la mente humana.

Este proceso está ya iniciado en Giordano Bruno, que por primera vez atribuye a la infinitud
del universo un carácter positivo y aún dichoso y liberador para el hombre, en cuanto signo del poder
ilimitado de la propia mente humana. Galileo, por su parte, hace del saber matemático un verdadero
análogo del conocimiento divino.

A partir del “cogito” (la afirmación de la autoconciencia) Descartes aproxima la conciencia de


sí y la conciencia de Dios –que ya algunos místicos heterodoxos habían identificado– hasta un grado
tal, que cree poder demostrar la existencia del mundo externo mediante la de Dios, y no viceversa,
como hizo siempre el pensamiento metafísico. En Descartes (católico) no está planeada la identidad
entre razón y divinidad, pero sus continuadores la afirmarán a partir de sus propias premisas. El
ocasionalismo de Geulincx y el ontologismo de Malebranche empujan este proceso hacia la
identidad: Dios es la única causa real de toda acción y movimiento de la creatura; Dios es poseído
inmediatamente en la intuición del espíritu humano.

Spinoza sacará las consecuencias panteístas de estas premisas. La filosofía de Spinoza (ethica
more geometrico demonstrata, ética demostrada de modo geométrico) arranca de la infinitud
astronómica, cuyo carácter inquietante trata de neutralizar: la extensión infinita es ahora uno de los
infinitos atributos de la sustancia infinita (Deus sive substantia sive natura, Dios o la sustancia o la
naturaleza). El otro atributo infinito que nosotros conocemos es el pensamiento. El espíritu humano es
sólo “una parte del infinito amor con el que Dios se ama a sí mismo”. El íntegro sistema de Spinoza es
un delirio racional de infinitudes; nuestra absorción en la Substancia infinita cobra un carácter
abiertamente gozoso.
21
Leibniz, el más aristotélico de los modernos, afirmará todavía el pluralismo de las substancias;
pero, por otra parte, reducirá la materia extensa –compuesta de puntos de fuerza inextensos– a una
ilusión de los sentidos; y hará del espíritu humano una substancia cerrada –sin puertas hacia la
materia– cuyo movimiento ha sido impreso por Dios en ella desde el origen.

Del propio Kant procede formalmente la idea de que la estructura inteligible del universo
obedece a la misma estructura del sujeto cognoscente, ahora ordenador del mundo. El espacio ya no es
real, sino la forma a priori de la sensibilidad humana; la infinitud es sólo el contenido ideal de una
antinomia de la razón pura. Lo inquietante de un mundo ciego y de un espacio infinito ha sido
exorcizado, es decir, reducido al enigma de la propia constitución del sujeto humano.

El idealismo trascendental alemán –Fichte, Schelling, Hegel– arranca de esta premisa, la


reducción del objeto al sujeto, y termina suprimiendo del todo la problemática “cosa en sí” kantiana,
como un límite humillante para la creatividad del sujeto humano. Sólo que el auténtico sujeto está
ahora más allá del hombre mismo, de su constitución psico-física individual; es el Yo puro,
trascendental. Y la persona, el “yo empírico”, pasa a ser ahora un momento o forma del Yo absoluto,
una posición del Espíritu en su despliegue histórico.

Toda objetividad, en cuanto tal, es subjetividad. El inhóspito universo de la física moderna es


una posición interna de la conciencia; el espacio queda reducido a ilusión, exterioridad, apariencia
sensible; la verdadera morada del hombre es el tiempo, “la suprema potencia de todo lo que es”, según
Hegel. El devenir temporal o histórico está regido por las leyes de la dialéctica, y es pura racionalidad;
su sentido se identifica con su conocimiento, es la propia ascensión de la autoconciencia. El universo
es el devenir de un teorema divino, y el hombre su momento de conciencia. La facticidad de nuestro
cuerpo y de nuestra existencia singular es cosa tan racional y deductible como todas las demás piezas
del sistema. El proceso está consumado; la antropología de la modernidad ha alcanzado su plenitud en
Hegel.

La formidable miseria de esta solución se hará sentir muy pronto –en pleno siglo XIX– en la
filosofía europea. La crítica y superación del racionalismo será obra de dos grandes tendencias
antropológicas, sumamente variadas, pero que pueden caracterizarse a grandes rasgos por las dos
realidades que, anuladas por el espíritu moderno, reivindican ahora sus derechos con acento hostil: la
naturaleza, la materia, la vida, la corporeidad y animalidad humana, por una parte; la existencia
personal, el individuo, el sentimiento, la libertad, la sinrazón, el absurdo, por otra. De la primera raíz
arrancan las antropologías naturalistas (Darwin, Comte, Marx, Freud); de la segunda, los
planteamientos existencialistas (Kierkegaard, Heidegger, Jaspers, Sartre).

Entre una y otra corriente, o más allá de ellas, se sitúan diversas formas del pensamiento actual
que apenas podemos mencionar en este breve esquema: el vitalismo, la fenomenología, la axiología, el
neotomismo, etc. No podemos aquí ni siquiera reseñar su contenido; sólo nos interesa destacar las
fuerzas vivas en nombre de las cuales se proclama, desde la segunda mitad del siglo pasado, la
bancarrota del racionalismo como antropología; ellas son las nuevas ciencias biológicas, sociales y
psicológicas; el pensamiento judeo-cristiano, católico y protestante; y el sentimiento trágico o
irracional de la existencia. Entre estas grandes coordenadas se sitúan las diversas tendencias de la
antropología contemporánea. Todas ellas proclaman un retorno a la realidad concreta del hombre, en su
ser natural, espiritual o histórico, más acá de las gigantescas abstracciones e ilusionismos de la
modernidad.

22
5) El naturalismo: los problemas de la antropología actual

Si la filosofía moderna debió aceptar, desde el siglo XVI, el reto de la físico-matemática


naciente, son en cambio las nuevas ciencias biológicas y sociales las que, desde mediados del XIX,
desafían o aún se imponen al pensamiento filosófico, imprimiendo nuevos rumbos a la antropología.

El “espíritu”, que el racionalismo magnificó hasta el límite de la deificación, se interpreta


ahora, en nombre del realismo científico, como simple “función psico-física”, como un caso particular
del desarrollo de las formas orgánicas de la naturaleza. Los espléndidos sistemas racionales del
idealismo pasan a ser poco más que “secreciones cerebrales” o “sueños fantásticos” del mamífero
humano; la “razón” es reducida a las condiciones de su génesis natural, y el hombre –homo faber antes
que homo sapiens– resulta un simple animal de organización más compleja.

a) El evolucionismo

Lo que el heliocentrismo fue en los albores de la edad moderna, lo representa ahora el


evolucionismo o transformismo en esta nueva hora crítica del pensamiento occidental. A la biología,
como ciencia piloto de la nueva mentalidad, siguen luego la psicología y la sociología; las tres tienen
en común, sin embargo, el principio de reducción de las formas superiores a las formas inferiores de la
naturaleza; así la sociología nace como “física social”, y la psicología como una “fisiología superior”.
A su vez, el trasfondo filosófico o interpretativo de estas ciencias procede de la tradición materialista,
mecanicista, nominalista, empirista que existió, en forma paralela al racionalismo, desde los albores de
la filosofía moderna.

Si casi toda la antropología anterior, griega, cristiana o moderna, se fundó de distintas maneras
en la trascendencia ontológica de la “ratio” por encima de toda naturaleza o historia natural, es
justamente este privilegio el que ahora no se está dispuesto a otorgarle. Más bien se supone que no
habría entre hombre y animal diferencia de esencia, sino de grado. Se piensa que en el hombre actúan
las mismas fuerzas de la naturaleza infrahumana, sólo que en forma más compleja o evolucionada. Y
esto, a partir de la hipótesis darwiniana de El origen de las especies.

La idea evolucionista, empero, fue mucho más que una acumulación de datos empíricos de
carácter paleontológico; esos datos –bastante escasos y fragmentarios– fueron casi el símbolo y la cifra
de un presupuesto metafísico, de un “sentimiento” evolucionista, de un nuevo estado de la mente, que
sólo creía comprender algo cuando lo reducía a su génesis hipotética, a su originación a partir de las
formas inferiores y más simples de la naturaleza.

La explicación aristotélica (por las causas eficientes y finales, demasiado “metafísicas”) fue
abandonada en favor de las causas materiales, a las que se hacía operativas por la mediación del azar y
de algún principio mecánico –como la “selección natural” y la “lucha por la vida”– actuando a través
de un tiempo virtualmente infinito. Así la idea de Darwin excedió con mucho a las ciencias biológicas,
convirtiéndose en una suerte de metodología universal de todo saber posible.

La idea, germinada en contacto con las especies biológicas inferiores, no tardó en extenderse
integralmente al dominio humano. Esta extensión significaba que la civilización y la cultura debían
reducirse, como cualquier otro fenómeno “natural”, a unas pocas causas o elementos simples que
explicaran su génesis y desarrollo, en el supuesto de que la especie humana produce religiones, obras
de arte o códigos jurídicos igual como la araña su tela y miel la abeja. La mente, la libertad, el sentido
religioso, moral o estético serían tardíos “epifenómenos”, reflejos más complicados de las fuerzas
“análogas” del mundo animal, sobre todo de los primates antropoides.

La inteligencia, en esta hipótesis, se reduce a una facultad de adaptación activa frente a


situaciones atípicas, por encima de la rigidez del mero instinto. Su fin sería, por lo demás, la
23
satisfacción de los mismos impulsos fundamentales de la vida inferior: el instinto de poder (Hobbes,
Nietzsche), el instinto de alimentación o la necesidad económica (Feuerbach, Marx), el impulso
sexual (Freud). A su vez, el paso de “hominización” (el modo concreto de originarse el hombre y la
cultura a partir de la vida animal) se describe e interpreta en términos análogos:

“Los hombres comienzan a diferenciarse de los animales desde el momento en que se dedican a
producir sus medios de subsistencia” (Marx).
“El hombre se ha hecho hombre por la mano... Al ojo del animal rapaz, que domina
teóricamente el mundo, añádese la mano humana, que lo domina prácticamente” (Spengler).
Las facultades superiores del hombre “pueden sin esfuerzo comprenderse como una
consecuencia de la represión de los instintos” (Freud).

El hombre es, pues, “animal de trabajo”, “animal de señales”, “animal de instrumentos”,


“animal cerebrizado”. En cierto modo, también estos conceptos poseen, paradójicamente, una
intención “humanista”, ya que quisieran suministrar al hombre una nueva dignidad, la “dignidad
terrestre” por encima de las “fantasías” metafísicas o religiosas: la dignidad del trabajo, del poder y de
los instintos vitales.

De allí que a menudo estas teorías hayan actuado como estímulo histórico con vistas a
determinadas metas civiles (el “superhombre” de Nietzsche, “la sociedad sin clases” marxista, etc.).
Por cierto que el “humanismo” así definido no ha tardado en exhibir su lastre naturalista y su esencial
enemistad hacia lo propio y formalmente humano. Y desde el punto de vista teórico, estas tesis han
mostrado una contradicción análoga: resulta que todos sus portavoces son decididos empiristas, que
alegan fundarse exclusivamente en datos positivos y hechos experimentales; pero el coeficiente
interpretativo y abstracto de tales sistemas se pone de manifiesto a la hora de contrastarlos entre sí, en
su esencial heterogeneidad; cada uno postula una versión diferente de lo humano, según se favorezca o
absolutice el instinto sexual, la voluntad de poder, el impulso económico, la fabricación de
herramientas, la función del lenguaje o del signo. Tenemos así tantos sistemas diversos cuantos
esquemas abstractos se hayan construido para insertar en ellos a la fuerza todo lo humano, eliminando
lo que no se ajustaba a su simplificación.

Los presupuestos básicos de estas corrientes antropológicas pertenecen, en rigor, al siglo XIX
más que a nuestro tiempo; con todo, alcanzan hasta hoy desde el punto de vista social y cultural, cierta
difusión popular, al menos cuando se han convertido en auténticos “movimientos de masas”: así el
positivismo, el psicoanálisis, el marxismo.

b) Kierkegaard

Como teoría la mentalidad naturalista pervive hoy en el estructuralismo, que es una


actualización de sus tesis esenciales en el campo de la cultura, (sobre todo de lo lingüístico y
etnológico). Pero los planteamientos antropológicos más propios del siglo XX, desde el punto de vista
filosófico, comienzan rechazando por igual los presupuestos del racionalismo y los del naturalismo
decimonónico: ya sea porque se inspiren en tradiciones anteriores –en la propia filosofía griega y en el
pensamiento medieval: así las escuelas más metafísicas de la filosofía actual–, ya sea porque
arranquen del nuevo sentido kierkegaardiano de la “existencia”. La crítica y demolición del sistema
hegeliano, realizada por Kierkegaard, y extensiva en muchos aspectos al naturalismo –en cuanto que
ambos atropellan la existencia personal–, convierte al pastor danés en un símbolo semejante a San
Agustín y Pascal como figuras de crisis y personajes fronterizos. Por lo demás, igual que ellos,
Kierkegaard filosofa a partir de una intensa experiencia religiosa cristiana, recela de los sistemas y
hace filosofía al hilo de sus “confesiones” y “pensamientos”. Kierkegaard no perdona a Hegel que
haya diluido al hombre en una totalidad impersonal, siendo que la existencia humana concreta (“el
individuum ineffabile”) no puede jamás “deducirse” racionalmente a partir de la idea absoluta. En
contraste con la proclamada identidad del hombre con el absoluto –la disolución del “yo empírico” en
24
el “yo trascendental”– se trata ahora de afirmar –y practicar– la identidad de la persona consigo
misma, lo que sólo se conseguiría en la “existencia cristiana”, y en todo caso en la “existencia”. Ésta,
que se caracteriza por la subjetividad, la elección y el riesgo, es la antípoda del pensamiento puro.
“Pienso, luego no existo”, dice Kierkegaard parodiando a Descartes. Filosofar a lo Hegel es “construir
palacios de cristal, y tener que acostarse en el cobertizo vecino”. La verdad es “la incertidumbre
objetiva apropiada firmemente por la interioridad más apasionada”. No se trata aquí del subjetivismo,
sino de “vivir” la verdad objetiva en forma de elección, pasión y riesgo.

c) Los existencialismos contemporáneos

Las corrientes existencialistas, que se apoyan en Kierkegaard, atienden menos a su contenido


ético-religioso –del cual han prescindido casi por completo– que a su peculiar sentido de la
Aexistencia”. Por otra parte, han sido intensamente influidas por Nietzsche, y el ADios ha muerto” es el
horizonte de su experiencia fundamental: la angustia de la finitud.

El Primer Motor, el Dios cristiano, el Absoluto hegeliano, en suma, la idea de todo principio
eterno y fundante se desvanece en lo histórico. Queda el hombre como libertad pura, sin naturaleza y
sin fundamento; contingencia pura, pasión inútil, absurdo: ser abocado a la muerte, héroe de la
autenticidad inútil.

Ésta no es, por cierto, toda la filosofía contemporánea. Al influjo deshumanizante del
naturalismo y a la angustia existencial debe sumarse el aporte positivo de otras corrientes: en especial,
la afirmación realista, espiritualista y personalista de Bergson, Scheler y Buber, entre otros
pensadores de primera fila. Todos ellos estiman al hombre irreductible a la naturaleza o a la
corporeidad; enfatizan la condición ontológica y la dignidad ética de la persona; subrayan la
irreductible vocación moral y religiosa del hombre, y desarrollan una rica doctrina de las relaciones
interpersonales y del amor. En algunos de estos aspectos, se les suman filósofos caracterizados
habitualmente como existencialistas: Jaspers y Marcel. Pero todos ellos ven limitada la solidez de sus
afirmaciones por ciertos lastres que son prácticamente comunes a la filosofía contemporánea, a saber:
el nominalismo y anti-intelectualismo al menos implícito en su teoría del conocimiento (la negación de
los conceptos universales como forma válida del saber) y el consiguiente actualismo (la negación de la
substancia, esencia o naturaleza del hombre, que se reduce así a su devenir o historia).

Conclusión

El pensamiento aristotélico y neotomista de nuestros días se nos presenta como el único capaz
de responder integralmente al desafío antropológico actual, en cuanto simultáneamente abierto, desde
su inspiración metafísica, a los dos órdenes de problemas claves del presente: el hombre como especie
o naturaleza, y el hombre como libertad y existencia personal. No parece haber diálogo posible entre el
actualismo existencial o personalista y el naturalismo de origen o pretensión científica. Por falta de
una mínima base antropológica común, uno y otro excluyen a veces hasta la legitimidad del problema
contrario. A los unos, la “existencia” o la “persona” les parece un pseudo-problema, una ilusión, un
galimatías; los otros piensan algo similar de la “naturaleza” de la “especie” humana.

La concepción aristotélica y tomista, en cambio, está abierta por igual a ambos problemas,
desde su doble experiencia del hombre como ente natural en el cosmos y como existencia espiritual
personal. No se trata, empero, de un eclecticismo, sino de una apertura originaria. Pues esta
antropología arranca de una “física” y de una “biología” filosófica: de una “Filosofía de la Naturaleza”
con sólida base empírica. Y, sin negar este fundamento –antes, afirmándolo– alcanza lo más singular e
inefable de la persona espiritual en su ser histórico y en su libertad. Se abre así por igual a los
problemas planteados por la ciencia contemporánea y a los enigmas histórico-morales del destino del
hombre, renovando la mejor tradición de la philosophia perennis en contacto vivo con los problemas
antropológicos del presente.
25
CAPÍTULO II

LA VIDA

I. Caracterización experimental de los seres orgánicos e inorgánicos

Dejando por ahora de lado las diferencias que hay entre las distintas clases de los seres
vivientes, vamos a establecer primero aquellas propiedades y funciones, que son comunes a todos los
seres orgánicos, y que los distingue de todos los seres inorgánicos, para demostrar después por ellas la
existencia y la naturaleza del principio vital y deducir la noción genérica del mismo.

Esta diferencia puede deducirse de las propiedades opuestas que manifiestan, ya sea estáticas –
propias de las estructuras–, ya dinámicas –propias de las operaciones–. Lo dicho puede observasre en
ciertas características de los cuerpos:

1) La figura:
-orgánicos: determinada e invariable, aunque no es siempre la misma en cada parte del organismo.
-inorgánicos: no se da figura determinada.

2) La composición química:
-orgánicos: compleja, en cuanto al número de elementos y a las proporciones.
-inorgánicos: simple, no tienen sustancias orgánicas (almidón, azúcar).

3) La estructura:
-orgánicos: partes heterogéneas o desemejantes, llamadas órganos, que sirven para las operaciones
vitales.
- inorgánicos: Partes homogéneas, cada una de las partes de un hueso, por ejemplo, es calcio.

4) La duración:
- orgánicos: limitada; después de alcanzar desarrollo y perfección se mueren.
- inorgánicos: duración ilimitada, a no ser que los destruya un agente externo.

5) El origen:
-orgánicos: proceden de otro viviente de la misma especie, omne vivum ex semine vel ovo (todo ser
vivo viene de la semilla o del huevo).
-inorgánicos: proceden por el análisis y síntesis de diversos cuerpos.

De estas observaciones podemos definir descriptivamente al ser orgánico como


“el cuerpo natural que consta de partes heterogéneas (diversas en estructura y
composición química) cada una de las cuales ejerce su función propia pero subordinadas
entre sí, y subordinadas todas al bien común del todo que forman”.

Las funciones propias de cada una de las partes del organismo se ordenan a la producción de
efectos comunes. Estos efectos comunes son tres:

1) El desarrollo del propio cuerpo.


2) La conservación del propio organismo por la nutrición y la reparación de las partes destruidas o
lesionadas.
3) La reproducción o producción de nuevos seres de la misma especie.

26
La construcción del organismo es epigenética y autógena a saber: por producción interna hacia
formas que de ninguna manera existen en el organismo, sino en potencia, y por virtud de una fuerza
interna que, una vez agotada, el organismo muere.

II. Propiedades fundamentales de la actividad vital

Son fundamentalmente dos las propiedades que caracterizan la actividad vital de todos los seres
orgánicos. Dicha actividad es:

1) Inmanente, es decir que sus operaciones nacen en el organismo y en él terminan, perfeccionándolo.


2) Teleológica, es decir que es una actividad que obedece a un plan y que tiende a la construcción de
un organismo según el tipo determinado de planta o animal.

Otra forma de expresar estas propiedades es diciendo que el ser viviente se tiene a sí mismo
como fin de su actividad y se construye a sí mismo de su propia sustancia1.

En estas propiedades radica la diferencia esencial entre el mundo orgánico y el inorgánico. Sin
embargo no todos están de acuerdo con esto. Existen al respecto dos posturas:

1) La Escolástica: que afirma aquella sentencia aristotélica: corporum naturalium alia vitam
habet, alia vero non habent2 (entre los cuerpos naturales unos tienen vida, otros no la tienen) y da
como razón fundamental el defecto de operaciones vitales en los cuerpos inorgánicos (“pues vemos
que las piedras no pueden alimentarse”).

2) El Hilozoísmo: (materia-vida) o “pansiquismo”, que atribuye vida aún en los cuerpos


inorgánicos borrando así la diferencia entre los grandes órdenes de vivientes y no vivientes.

Nos detendremos en el hilozoísmo o pansiquismo en el Anexo al final de este capítulo.

III. Consideración sobre la vida en Santo Tomás3

A) Si tener vida conviene a todos los seres

En cambio (sed contra): Dice Dionisio “las plantas viven con la última resonancia de Dios”,
de donde se puede deducir que tienen el ínfimo grado de vida. Pero los cuerpos inanimados están por
debajo de las plantas, luego no les pertenece vivir.

Solución (corpus): Santo Tomás parte de la experiencia, y dice que examinando los seres que
indudablemente viven, podemos averiguar a cuales pertenece la vida y a cuales no. ¿Cuáles son los
seres que indudablemente viven? Los animales, en donde la vida es manifiesta.

Por tanto –dice Santo Tomás– los seres vivientes se han de distinguir, de los que no lo son, por
aquello que nos mueve a decir que los animales viven, es decir por aquello en que primero se
manifiesta la vida, y aquello en que últimamente da muestras de existir. ¿Qué es lo primero que nos
llama a decir que un animal vive? Que se mueve. Si un animal se mueve decimos que está vivo y si no
se mueve que está muerto.

Por lo que podemos decir que son vivientes los seres que se mueven a sí mismos, cualquiera que
sea el tipo de movimiento. Sin embargo debemos distinguir el movimiento:

1 Cf. Pujiula, Problemas biológicos, pág. 17.


2 De Anima, II, I.
3 S. Th. I, 18, 1-3.
27
* En sentido estricto (como acto de lo imperfecto): es el paso de la potencia al acto
(movimiento propiamente dicho).
* En sentido amplio (como acto de lo perfecto): es la operación: (por ejemplo.: entender o
sentir).

Por tanto, llamamos “vivientes” a todos los seres que se actúan a sí mismo respecto a un
movimiento u operación cualquiera. Y no se pueden llamar vivientes sino en sentido metafórico a
aquellos cuya naturaleza no requiere que se actúen a sí mismos en el ejercicio de algún movimiento u
operación.

Objeciones

1ª) Aristóteles dice que el movimiento es como una especie de vida de todos los seres que
existen en la naturaleza. Pero todos los seres materiales participan del movimiento. Luego: todos los
seres participan de la vida.

Solución: El movimiento de los seres vivos proviene de un principio o impulso intrínseco que
es espóntaneo. El movimiento de los seres inorgánicos, se dice vida por analogía, no con propiedad.

2ª) Atribuimos vida a las plantas porque tienen en sí misma el principio de su movimiento,
desarrollo y declinación, según dice Santo Tomás. Pero el movimiento local es, por naturaleza, anterior
y por naturaleza más perfecto que el movimiento de crecimiento y decrecimiento. Luego: como todos
los cuerpos de la naturaleza tienen algún principio de movimiento local, parece que todos viven.

Solución: Los cuerpos de los seres inorgánicos se mueven con movimiento local cuando no
tienen la disposición que requiere su naturaleza, es decir, cuando los cuerpos están en reposo en su
“lugar natural”. Mientras que los cuerpos de los seres vivos se mueven con movimiento espontáneo o
vital precisamente cuando están en su disposición natural y nunca para acercarse o alejarse de ella.

Además, los cuerpos de los seres inorgánicos son movidos por un agente extrínseco,
produciéndoles el movimiento o quitándoles los obstáculos que le impiden moverse, mientras que los
cuerpos vivientes se mueven a sí mismo de modo espontáneo.

3a) Los más imperfectos de los cuerpos naturales son los elementos y sin embargo se les
atribuye la vida; por ejemplo, aguas vivas. Luego con mucha más razón se les debe atribuir vida a los
demás elementos.

Solución: Vida acá se utiliza en un lenguaje metafórico, por semejanzas con los vivientes. El
movimiento no proviene de ellos mismos.

B) Si la vida es del orden sustancial (u operativo)

Sed contra: Aristóteles: “Para los vivientes, vivir es ser”.

Corpus: Nuestro entendimiento, que propiamente conoce las esencias, toma los datos de los
sentidos.

Pero los sentidos tienen por objeto propio los accidentes externos. Luego llegamos a conocer
las cosas por las apariencias exteriores. Y como nombramos las cosas como las conocemos, ocurre que
para designar las esencias de las cosas utilizamos frecuentemente nombres de las propiedades externas
(por ejemplo: hipopópotamo, hidrofobia, cirrosis, etc.).

28
Por eso hay nombres que designan las esencias, y otros que designan las propiedades que se
tomaron de los nombres. Así es como el nombre de vida se toma de las cualidades que aparecen
exteriormente en las cosas y que consiste en que se mueven a sí mismas. Pero no fue impuesto para
significar esta operación (el movimiento por sí mismo) sino para designar la sustancia a la que por
naturaleza conviene moverse a sí misma espontáneamente.

Por lo tanto dice Santo Tomás: “vivir no es otra cosa que existir en determinada naturaleza, y
vida significa esto mismo en abstracto”.

Conclusión:

Propiamente, vida es un predicado sustancial, se dice de la sustancia y no del accidente u


operación.

Impropiamente, vida se emplea a veces para designar las operaciones del ser vivo. Y en este
sentido dice Aristóteles que vivir es precisamente sentir y entender.

Objeciones:

1ª) Nada se divide más que en partes de su mismo género, como por ejemplo, el animal que se
divide en partes de un animal, y no en partes de un animal y en partes de una piedra. Si veo trozos de
madera digo que han sido sacados de una misma madera más grande o de un tronco que es de madera.
Pero el vivir se divide en operaciones como lo hace el filósofo que divide el vivir en cuatro grados:
alimentarse, sentir, moverse de lugar y entender. Luego, la vida es una operación.

Solución: Aristóteles toma la palabra vida referida no a la sustancia sino a las operaciones
vitales y por lo tanto divide esa operación en operaciones respetando el principio de la objeción que
dice que: “nada se divide más que en partes de su mismo género”.

Además los términos alimentarse, sentir, moverse de lugar y entender, designan como ya vimos
unas veces las operaciones vitales y otras el ser del que las ejecuta, por eso es que Aristótoles dice en
este sentido que “ser es sentir y entender”, es decir que el ser posee una naturaleza apta para sentir y
entender.

De este modo distingue cuatro grados de vida entre los vivientes:

- Los que poseen una naturaleza apta para alimentarse: plantas.


- Los que poseen una naturaleza apta para sentir: animales inmóviles (por ejemplo, las ostras).
- Los que poseen una naturaleza apta para moverse localmente: los animales comunes.
- Los que poseen una naturaleza apta para entender: el hombre.

2ª) La vida activa es distinta de la vida contemplativa. Pero la distinción está en algunas
operaciones que son distintas. Luego la vida es una operación.

Solución: La vida pertenece a la naturaleza que posee principios de los que proceden las obras
de vida. La naturaleza animal tiene en sí misma principios por los que el animal se mueve.

Ahora bien, en los hombres no sólo existen esos principios naturales, sino que también otros
principios sobreañadidos que se llaman hábitos, por los que uno se inclina como si fuera en virtud de
otra naturaleza a realizar determinados actos fáciles y agradables de realizar. Por esta semejanza es que
se llama vida a las obras que ésta realiza y a las que se siente inclinado a realizar en virtud de los
hábitos que ha adquirido.

29
Y es en este sentido en que se habla de vida contemplativa o de vida activa. Es como se dice –
en el mismo sentido– que un hombre, por sus malos hábitos, lleva una vida depravada, o por sus
buenos hábitos, una vida honrosa.

C) La vida en relación a Dios

Sed contra: Mi corazón y mi carne se regocijarán en el Dios vivo (Sal 83,3).

Corpus: Si la vida se atribuye a los seres que obran por sí mismos y no movidos por otros,
cuanto con mayor perfección convenga esto a un ser (es decir, cuanto más inmamente sean sus
operaciones) tanto más perfecta será la vida que hay en él.

Establecido este principio, Santo Tomás pasa a analizar como será esta percepción en la escala
de los seres vivos. El Aquinate dice que hay tres elementos a considerar, para poder establecer el
grado de perfección en los seres que mueven y son movidos: 1) El fin; 2) La forma; 3) La ejecución.

Veamos estos elementos en cada uno de los tipos de seres viventes:

1) Las plantas: se mueven a sí mismas pero sólo en orden a la ejecución del movimiento
desarrollándose y marchitándose y no para alcanzar un fin o una forma (puesto que se los da ya la
naturaleza).

2) Los animales se mueven a sí mismo a la ejecución del moviento. Pero además, se mueven
para adquirir la forma que le da origen a dicho movimiento, forma no anexa a su naturaleza, sino
adquirida por los sentidos. Por ejemplo: los animales se mueven para buscar el alimento necesario o se
mueven para alcanzar un ambiente propicio porque han conocido esa forma. Sin embargo no son ellos
los que se determinan a sí mismos, los que determinan el fin de sus actos o movimientos, sino que esto
sí lo llevan junto a su naturaleza. El instinto lleva a los animales a hacer lo que hacen, movidos por la
forma que perciben sus sentidos.

3) El hombre se mueve en orden a un fin propuesto por él mismo lo cual es solo posible por la
razón, que es a quien corresponde conocer la relación que hay entre el fin y los medios que a él
conducen, y subordinar éstos a aquel.

Sin embargo aunque nuestro entendimiento –en orden a algunas cosas– se mueve a sí mismo,
respecto de otras es necesario que sea movido, por ejemplo: su misma naturaleza le impone los
primeros principios respecto de los cuales no puede cambiar de parecer y también le impone el último
fin frente al cual no puede no querer.

De modo que el ser cuya naturaleza sea su propio entender, y que no deba a nadie lo que la
naturaleza tiene, dicho ser alcanza el grado supremo de la vida. Este ser es Dios, y por tanto la vida
alcanza en Dios el grado máximo.

Objeciones:

1ª) Vivir le compete a los seres que se mueven a sí mismos. Pero a Dios no le compete el
moverse. Luego tampoco vive.

Solución: Veamos en qué sentido puede decirse que Dios se mueve:

Ante todo hay que distinguir entre movimiento y acción:

-Movimiento: es el acto del móvil, es el acto de un ser imperfecto porque implica potencialidad.
30
-Acción: Es el acto del agente, de un ser perfecto porque implica actualidad. Si bien “movimiento” y
“acción” son conceptos distintos, sin embargo se establece entre ellos una analogía. ¿Como se aplica
ésto en Dios?

Dios se conoce a sí mismo; pero el conocer es una acción. Ahora bien, como entre el
movimiento y la acción hay una semejanza, se puede decir que el conocer es una especie de
movimiento y en este sentido se dice lo que dijo Platón: que Dios se mueve a Sí mismo. No en cuanto
se considera al conocer como movimiento estrictamente hablando –es decir como acto de lo
imperfecto– sino como acto de lo perfecto (como acción).

En segundo lugar, hay que recordar que hay dos tipos de acciones:

- Acciones transitivas: las que terminan fuera del que las realiza, perfeccionando la materia exterior.
Por ejemplo: calentar, cortar, etc.
- Acciones Inmanentes: las que terminan en el agente mismo que las realiza, perfeccionándolo.

2ª) Todos los vivientes tienen un principio de vida. Pero Dios no tiene principio. Luego: no le
compete vivir.

Solución: Dios es su mismo vivir, por lo tanto no necesita de ningún principio.

3ª) En los vivientes el principio de vida es el alma vegetativa que solo tienen los seres
corpóreos. Luego vivir no es algo que le compete a los incorpóreos.

Solución: Los seres corpóreos tienen alma vegetativa y justamente en razón de su cuerpo, que
es corruptible, necesita ser alimentado y reproducirse, funciones que no corresponden al alma. Pero los
seres incorpóreos no la necesitan.

IV. Definición genérica de vida

Distinguiendo los dos órdenes sustancial y accidental se puede afirmar lo siguiente:

A) En el orden sustancial: si el viviente, en cuanto a su acto primero (el alma), es el sujeto apto
para obrar inmanentemente, se puede decir que también la vida es un acto primero: es la capacidad o
facultad sustancial de obrar o moverse con acción inmanente.

B) En el orden accidental: si el viviente, en cuanto a su acto segundo (las operaciones) es el


sujeto produciendo actualmente acciones inmanente, decimos también que la vida, en cuanto a su acto
segundo, es la misma operación inmanente por la que actúa el principio vital.

Hay que considerar que a la vida en el primer sentido se le oponen la muerte, mientras que a la
vida en cuanto a su acto segundo, no; pues, en este sentido, la vida en los vivientes es accidental.

Finalmente decimos que la vida en acto es esencial al viviente por lo que Aristótoles decía: “El
ser de los vivientes es vivir” (vivere viventibus est esse).

Anexo: El pansiquismo

I. Historia

Aparece ya en las Escuelas presocráticas: Tales, Anaximandro, Parménides, Heráclito y


Empédocles enseñaron que todos los seres vivían.

31
Los estoicos concebían a Dios como “pneuma” o fuego vivificador que todo lo penetra y anima
como el alma del mundo.

En el Renacimiento profesaron el vitalismo universal: Paracelso y Cardano, Telesio y


Campanella. Esta misma doctrina se contiene en el panteísmo de Giordano Bruno, para quien Dios y la
naturaleza son dos aspectos del mismo ser. En los tiempos posteriores son legión los pampsiquistas:

- Spinoza: todas las cosas están animadas aunque en diverso grado (Dios es como la “sustancia” que
da sostén a los “accidentes”, es decir, al mundo creado).
- Leibniz: todos los cuerpos aun los inorgánicos constan de diversas “mónadas” inextensas y vivientes.
- Shopenhauer: con su “voluntarismo” llegó a afirmar lo mismo y discurre de esta manera:

“En nuestro interior se halla la llave mágica que nos abre la comprensión de la esencia intrínseca de la
naturaleza. En el hombre una misma es la fuerza que se manifiesta en sus revoluciones, esperanzas y
alegrías, en sus apetitos sensitivos, en el instinto de conservación y en el trabajo organoplástico (es decir
en la actividad vegetativa). Si pues el principio de la vida sensitiva en el hombre es la voluntad, voluntad
será también en el animal; y si el trabajo vegetativo en el hombre es la voluntad, lo será también en la
planta, y si la mera la fuerza natural aparece como voluntad en el hombre, será voluntad en toda la
naturaleza”4.

Aquí vemos que hay un paralogismo burdo, fundado en el uso equívoco de la palabra voluntad.

En los antiguos lo que de alguna manera justifica la existencia del panpsiquismo, es el influjo
del antropomorfismo, por el que concibieron todas las cosas; a la manera propia del hombre.

En los filósofos del renacimiento el influjo puede estar en la tendencia a la pulcritud de las
cosas mundanas en forma exagerada hasta concederles alguna forma de vida.

Pero en los filósofos modernos la causa de abrazar una doctrina tan opuesta al sentido común
y a la recta razón, es la tendencia al monismo y por lo tanto a la teoría de la evolución.

Hay dos tipos de monismos:

1º) Monismo materialista: que explica todo por átomos materiales y las fuerzas físicas de los
átomos: todo es materia, todo es energía; el pensamiento es una transmisión de energía. Este monismo
es rechazado por muchos por ser insuficiente para explicar los fenómenos psíquicos.

2º) Monismo psicofísico: hay una sola realidad que se dice material y tiene a la vez
propiedades psíquicas más altas, una misma realidad dotadas de acciones psíquicas y físicas que corren
paralelamente, sin que una serie de acciones influya en la otra. Según ellos así se evita el materialismo
craso y también el ateísmo, porque aquel único ser material y vivo a la vez se llama Dios. Y como no
admiten un Dios productor de la vida dicen que la vida del hombre, del animal y de la planta debe
proceder por evolución de la materia bruta, lo cual no podría realizarse si la materia careciese de toda
vida: debe por lo tanto vivir a su modo.

Como esta doctrina de panpsiquismo, en sus diversas formas, es defendida por muchos
filósofos –de los cuales muchos gozan de fama– conviene pues, analizarla un poco más y refutarla.

II. Fundamentos del pansiquismo


4 Cita de Ponce de León, pág. 39.
32
1) La tendencia de la mente a reducirlo todo a la unidad. A lo que se responde que, si bien
la razón tiende a la síntesis, al orden, a la clasificación, sin embargo no es verdad que tienda a
informarlo todo, es decir, a que todo sea lo mismo. Quien informa lo que no es uno, violenta las leyes
de la razón y de la verdad, tanto como el que desune lo que es uno. Por lo tanto es ilícito concluir de
esa premisa en el panpsiquismo.

2) La tendencia antropomórfica por la que el hombre tiende a concebirlo todo a su


semejanza, y atribuirle movimiento y vida, como hacen los poetas. Pero la razón de esta tendencia
no significa que los seres inorgánicos tengan vida, pues no lo demuestran, sino que la razón artística
utiliza un lenguaje matafórico para mejor expresar algo.

3) La tendencia naturalista por la cual se considera la Naturaleza como suprema deidad,


atribuyéndosele sentido y vida. Pero todos los fenómenos del mundo inorgánico se explican por
acciones transitivas (mecánicas, físicas, químicas) y no por acciones inmanentes, que son las propias
de los seres vivos.

4) La ley de continuidad que se extiende por toda la naturaleza quedaría violada si de una
manera brusca se diera un salto de los no-vivientes a los vivientes. Pero ya los antiguos observaron
que la naturaleza suaviza las transiciones de una a otra clase de cosas, disminuyendo sus diferencias a
medida que se acercan a los límites que los separan (supremun inferioris tangit infimum superioris, el
nivel suprem de lo inferior toca lo ínfimo de lo superior) y que enlaza todos sus reinos con los vínculos
de analogías nunca interrumpidas. Pero una continuidad que borre todo límite entre el reino inorgánico
y el orgánico consta, a posteriori, que no existe.

III. Crítica al panpsiquismo

El pansiquismo en cualquiera de sus formas no puede ser aceptado porque carece de pruebas
serias.

Por eso es que Gutberlet hablando del monismo decía: “En lugar de la metafísica sólida,
fundada en principios evidentes y en hechos verdaderos, establecen especulaciones quiméricas que
cada día revisten nuevas formas”. Y luego: “En realidad, rechazan toda metafísica que conduzca al
reconocimiento de Dios y a defender un alma inmortal”.

Ahora bien, la mejor refutación al hilozoísmo o panpsiquismo es la que hace Santo Tomás en la
Summa Theologica (I, 8, 1). Doctrina que completa en los dos artículos siguientes, como vimos.

33
CAPÍTULO III

EL ORIGEN DE LA VIDA

La cuestión es averiguar como apareció la vida por primera vez en el mundo: ¿Creó Dios al
principio el primer ser viviente –y aún todas las especies de vida–, o la misma materia inorgánica se
transformó en orgánica y por esta cierta virtud revistió la variedad de formas que hoy contemplamos?

Hay diversas sentencias al respecto:

a) Que la vida era eterna: o que los primeros gérmenes cayeron de los astros; o que en un
principio todos los cuerpos eran orgánicos y los que hoy llamamos inorgánicos son “cadáveres” de los
que un tiempo fueron orgánicos.

b) Que el primer viviente proviene de la generación espontánea de la materia inorgánica. Y


que la variedad de especies se debe a la evolución o transformismo de los primeros organismos.

c) Que el origen primero de la vida y la variedad de las especies es obra de la creación.

I. El evolucionismo o transformismo

Llamada también teoría de la descendencia, en su significación más amplia, es un sistema que


explica el origen y la diversidad de los vivientes, por la sucesiva transformación de una especie
inferior en otra superior.

En rigor, ambos términos (“evolucionismo” y “transformismo”) se diferencian por su


significación:

Evolucionismo: Se refiere a todos los seres y enseña la transformación sucesiva como


producto del impulso interno y necesario a la materia.

Transformacionismo: (también la teoría de la descendencia) se restringe a los seres orgánicos


y se limita al hecho de la transformación de las especies, ya provenga de la necesidad interna o bien
de los elementos externos.

A) El evolucionismo

Sus dogmas fundamentales del evolucionismo son 3:

a) La materia increada y eterna (actual teoría del big-bang).


b) La generación espontánea (a partir de la materia).
c) La mudanza de las especies.

Las formas principales del evolucionismo ateo y universal son dos:

El sistema de Spencer: Quiere explicar todo por la evolución de cierto principio: “el
incognoscible”. Dicha evolución tendría tres momentos:

1º) La evolución inorgánica, en sus dos vertientes: Geológica, que originó la corteza sólida de la tierra;
y la Astronómica, que dió origen a los astros.
2º) La evolución orgánica o Biológica, que dió origen a las plantas, animales, y al hombre.
3º) La evolución superorgánica o social, que dió origen a la vida social.

34
El sistema de Häckel: Quiere explicar todo por la evolución necesaria, sin ninguna finalidad de
la materia increada y eterna. Este autor sostiene que el organismo del cual descienden los demás, fue la
mónera, (cuerpito informe, exiguo, sin órganos, que se mueve con movimiento local, se nutre y se
reproduce y se multiplica por segmentación). A partir de la “mónera”, por una escala de 22 peldaños,
Häeckel llega hasta el hombre. Afirma que la primera mónera se formó en el seno del mar hacia los
comienzos del período Laurentino “por casualidad”, combinándose entre sí carbono, ácido carbónico,
hidrógeno y nitrógeno. Explica la evolución fundado en un principio que dice que: “La historia de la
evolución filogenética (ésto es, de la serie total de los vivientes) debe explicarse por la historia de la
evolución ontogenética, es decir, del embrión de cada individuo. Ésta es un resumen o compendio de
aquélla”.

B) El transformismo

El dogma fundamental del transformismo es uno: la mudanza de las especies.

Las formas principales del transformismo son dos:

El sistema de Lamarck: dice que la evolución -de la cual excluye al hombre- se verifica por una
adaptación activa del viviente a las circunstancias externas. Y el proceso de adaptación lo explica de
este modo:

1º) Todo cambio en el ambiente hace sentir al animal nuevas necesidades y exigencias.
2º) La percepción de esas necesidades origina en el animal diversos deseos y movimientos para
satisfacerlas, de donde se sigue:

O el uso más intenso de los órganos que posee, lo cual acrecienta la percepción de los mismos.
O el desuso de algunos órganos, con los que se reducen a un estado rudimentario.
O la producción de nuevos órganos....

....Y todo este cambio se trasmite por herencia.

El sistema de Darwin: Dice que todas las especies de animales y plantas hoy existentes
proceden de tres o cuatro tipos (llamados “prototipos”), por lenta transformación. Dicha
transformación se debería a la adaptación pasiva de una especie a las condiciones externas (cielo,
comida, clima, etc).Y explica la multitud y variedad por los siguientes principios:

1º) La selección natural: que a su vez implica:


- La lucha por la existencia.
- La victoria de los más fuertes o más adaptados.
- La selección sexual.

2º) La herencia: en virtud de la cual se transmiten la generación de las cualidades más útiles y
más valiosas.

3º) La correlación de incremento: (armonía orgánica) Por la cual, variado un miembro por la
selección natural, varían proporcionalmente todos los demás.

4º) La ley de permanencia: Por cuya virtud la transformación dura mientras los individuos
conservan formas inciertas e indefinidas; pero una vez que han adquirido caracteres determinados no
pueden mudarse en otra especie, sino que la especie permanece fija y estable.

35
Al principio, Darwin excluye de su teoría al hombre pero luego lo hará descendiente del mono
o del chimpancé o de otro ya extinguido, tronco común para el hombre y el mono. En el darwinismo la
causa que rige la evolución es la selección natural.

II. El neolamarckismo y el neodarwinismo

A) Neolamarckismo

En oposición al neodarwinismo, sostiene la adaptación activa al medio y la herencia de los


caracteres adquiridos en la vida individual. Se divide en dos clases:

a) Neolamarckismo antifinalista: que explica las variaciones de las especies por el influjo de las
fuerzas físico-químicas. Por ejemplo: la luz y el calor muda los colores de las mariposas.

b) Neolamarckismo finalista y vitalista: que admite en los vivientes un principio, dotado de


“cierta conciencia y voluntad”, al cual atribuye la adaptación al medio y la dirección de la evolución.

B) Neodarwinismo

Retiene el principio de la adaptación pasiva sin finalidad, pero rechaza los otros principios de
Darwin. Dos nombres pueden tenerse en cuenta:

a) Weismann: rechaza la herencia de caracteres adquiridos durante la existencia individual del


viviente (propuesta por Darwin) y admite la selección natural, aunque añade otras dos selecciones:

- La selección del plasma germinal: lucha entre los elementos de las células sexuales que
contienen en potencia todos los caracteres del individuo que de ellas han de nacer.
- La selección histonal: lucha entre los diversos órganos del ser viviente.

b) Hugo de Vries: Admite las transformaciones bruscas y repentinas, que llamó “mutaciones”:

- Mientras la especie permanece estable, alguno de los individuos puede alejarse de ella hasta el
punto de crear una nueva especie elemental, y esto por las mutaciones.
- Las mutaciones se producen al acaso en direcciones diferentes, es decir sin ninguna finalidad.
- La causa de tales mutaciones está formalmente en las células sexuales.

III. Crítica a los “dogmas”

Los aspectos más importantes, dada la vigencia de los mismos, son los siguientes:

A) Crítica a la materia increada

Ver I, 44, 2; 45, 5; 46, 1-2.

B) Crítica a la generación espontánea5

Entendemos generación espontánea como el origen de un viviente, sin germen preexistente, de


la materia bruta (también llamada “abiogenésis” distinguiéndola de la “bio-génesis”, que es el origen
de un viviente a partir de otro viviente). Y afirmamos que la generación espontanea no es sostenible
porque:

5 Para una refutación detallada de las teorías de Lamarck y Darwin puede verse: P. C. Biestro, Las jirafas son jirafas (Los
enigmas del Evolucionismo), en: Gladius 13, pp. 99-132.
36
1) Repugna a la experiencia: pues la experiencia ha dado fundamento a aquella ley de
Aristóteles: “Todo viviente parece que nace de germen, y el germen de los progenitores”. Y también a
aquel principio atribuido a Harvey que dice: “omne vivum ex ovo”. Y no hay pruebas convincentes
que demuestren lo contrario.

2) Repugna a la razón: Porque el ser viviente tiene un principio de actividad superior y más
noble que la materia inorgánica, y lo superior no puede proceder de lo inferior, porque nadie puede dar
lo que no tiene.

C) Crítica a la transformación de las especies

Según esta teoría afirmada por el transformismo todas las especies han nacido de una sola
especie por sucesivos cambios intrínsecos de la misma. Ésta teoría es inaceptable, pero antes de
refutarla, debemos considerar lo que es una especie y lo que es un género.

La especie: En sentido propio y filosófico es una naturaleza o conjunto de notas que


constituyen la esencia completa común a muchos individuos numéricamente distintos. Así por ejemplo
es específica la razón del hombre, incapaz de variar sino por accidentes de raza o de sexo u otros
semejantes, que están puestos fuera de la esencia. Así también es específica la razón de blanco, que
solo puede ser más o menos intenso, etc. En sentido impropio la esencia es la colección de individuos
semejantes en sus propiedades orgánicas y cuya unión es indefinidamente fecunda.

El género: Es la noción universal común; común a varias especies como parte de su esencia, la
cual debe ser determinada por la diferencia específica (parte esencial) para constituir una especie
determinada. Así, la razón animal con respecto al hombre y al león es género, y la racionalidad y la
forma constitutiva de león son las diferencias específicas.

Hecha esta declaración no se puede admitir la hipótesis de la transformación de las especies. Lo


que sí se puede admitir con más fundamentos es una evolución “especigenética” o “intraespecífica”
dentro de las especies naturales. Pero el “salto” de una especie a otra no puede ser sostenible por dos
razones fundamentales:

1) Por la experiencia: fundada en el testimonio de los científicos serios, como Yves Delage6 que
dice: “jamás se ha visto que una especie engendre a otra”. Y no se cuenta con una sola observación
absolutamente formal y demostrativa de que ésto haya tenido lugar una sola vez.

2) Por el principio de causalidad: pues no hay causa proporcionada cuando se quiere afirmar
que una especie surge por causa de una tendencia innata de la materia inorgánica, por causa del medio
ambiente o por la selección natural.

Las causas externas pueden modificar accidentalmente la acción de la naturaleza específica y


pueden impedirla indirectamente destruyendo la naturaleza misma; pero no pueden cambiarla
esencialmente mientras la naturaleza conserve su ser propio de modo que termine en otra naturaleza
específica.

Conclusión

Pujiula dice que no se puede negar que la teoría de la evolución –siendo aún el espíritu que
informa toda la biología moderna– ha perdido mucho. Según esto podemos decir:

6 (1884-1920) Profesor de Anatomía comparada de la Facultad de Ciencias de París y Miembro de la Academia de


Ciencias.
37
1º) Científica y filosóficamente es falsa la evolución monística. La razón es porque la ciencia
positiva ha destruído el puente ficticio de la generación espontánea demostrando que es imposible el
paso del reino mineral al reino de la vida y porque lo más no puede venir de lo menos.

2º) Tampoco puede admitirse en el terreno científico tanto la evolución monofilética como la
polifilética, porque las formas que hoy existen no difieren en lo sustancial de las que existían hace
siglos.

3º) La evolución progresiva va en contra de la paleontología.

4º) Debe rechazarse todo evolucionismo que excluya la finalidad porque la teleología es un
rasgo imborrable de la vida orgánica.

38
CAPÍTULO IV

EL PRINCIPIO VITAL

Probada la existencia de las operaciones inmanentes y teleológicas de los seres vivos, se


presenta la cuestión sobre el principio último de esas operaciones. Vamos a ver primeramente su
existencia y luego su naturaleza.

I. Existencia del principio vital

La existencia de las operaciones inmanentes en los cuerpos orgánicos como lo muestra santo
Tomás en la I, 18, 3 nos lleva a buscar cual es el principio último activo de tales operaciones. Para ésto
debemos tener presentes algunas consideraciones:

a) Los elementos en que se resuelven químicamente los organismos vivos son el carbono, el
hidrógeno, el oxígeno, el nitrógeno, y algunos otros, todos los cuales también se hallan en los cuerpos
inorgánicos.

b) Las operaciones inmanentes de la vida vegetativa se ejecutan próximamente por las fuerzas
físicas y químicas de los mismos elementos.

c) Las operaciones inmanentes tales como la nutrición el crecimiento y reproducción son


acciones completamente diversas de todas las operaciones del mundo inorgánico.

De esto surge la cuestión: tanta diversidad de operaciones ¿proviene solo de las fuerzas físico-
químicas, o de otro principio activo más alto distinto de todas aquellas fuerzas, que las domina y eleva
para producir efectos superiores?

Hay, frente a esta cuestión, dos posturas que quieren explicar las acciones inmanentes de los
seres orgánicos: la vitalista y la antivitalista.

A) Teorías antivitalistas

Hay entre estas dos principales:

1) El mecanicismo físico-químico: No admite otros principios en los organismos que las


fuerzas físico-químicas: afinidad, capilaridad, cohesión electricidad, calor, luz, etc. Defienden esta
teoría: Roux, Bütschli, P. Jensen, Leduc, y otros. Dicen que las diversas partes del organismo se han
originado por la afinidad de átomos. ¿Y cuál el principio? El azar, la casualidad. Así –dicen– es como
se originaron los primeros organismos simplísimos. La posterior perfección de dichos organismos se la
atribuyen a la evolución.

Actualmente hay pocos que sostienen esta teoría.

2) El mecanicismo maquinal u organicismo: La causa y razón suficiente de varias operaciones


vitales es la organización, es decir la estructura maquinal de los organismos. Para más claridad ellos
hablan de una especie de máquina que se encuentra no en la célula que se ve en el microscopio, sino
en el protoplasma y que es invisible; por eso la llaman “meta-estructura” (más allá de la estructura).
Esto sería propiamente la máquina vital.

Otros organicistas admiten como hipótesis cierta materia especialísima llamada “biógena”
(engendradora de vida) que, por supuesto, no logran demostrar.

39
Todos estos pensaron que la materia existe bajo formas primitivas y elementales; en algunos
casos, bajo formas no organizadas; en otros casos, bajo formas organizadas; y sostienen que ambos
tipos de materias son eternas. De esta manera evitan el problema sobre el primer origen de los
organismos.

Ya Descartes consideró a las plantas y a los animales como máquinas. Otros autores como Du
Bois-Reymond, reconocen la insuficiencia de las teorías antivitalistas, pero rehúsan admitir el
principio vital y colocan la vida entre los “enigmas” que el hombre no puede descifrar.

B) Teorías vitalistas

Todas convienen en un aspecto y es admitir que los procesos vitales no pueden explicarse sin
un principio distinto de las fuerzas comunes de la materia y de su organización.

“El vitalismo –escribe Wasman7– es tan antiguo como la filosofía natural”. Y Reinke afirma
que, entre los biólogos, “el vitalismo fue la sentencia predominante en la biología hasta la mitad casi
del siglo pasado”. Luego fue rechazado por naturalistas de autoridad como Du Bois, Reymond y
Virchow.

Pero a fines del mismo siglo surgía un neovitalismo que se acerca mucho al vitalismo
aristotélico-escolástico. Dos de sus primeros representantes, el botánico J. Reinke y el zoólogo Hans
Driesch, consideran el principio vital no como propia causa eficiente de los fenómenos vitales, sino
como principio interno y “organizador” del organismo viviente.

C) Demostración de la existencia del principio vital

No es necesario probar la existencia del principio vital en cada género de vivientes: basta
probar su necesidad en el ínfimo género de vida que es el vegetativo. Y para ello nos valemos de dos
argumentos:

1er argumento: Tanto en los seres inorgánicos como en los orgánicos existen elementos que se
rigen por fuerzas químicas, físicas y mecánicas. Pero en los seres orgánicos esas fuerzas presentan
ciertas características que no se observan en los seres inorgánicos:

1) Se modifican de una manera continua y estable adquiriendo un modo natural de obrar


diverso del que tienen los cuerpos inorgánicos; es decir, se observa en los seres orgánicos una cierta
estabilidad en sus operaciones.

2) Se elevan para producir efectos más nobles, a saber, la contextura orgánica; convirtiéndose
de ese modo en fuerzas plásticas aptas para plasmar la organización del ser vivo, los distintos tejidos,
órganos, etc. En otras palabras, se observa que las fuerzas químicas, físicas y orgánicas de los seres
orgánicos se traducen en operaciones inmanentes.

3) Son regidas y enderezadas a un fin determinado concreto y fijo, es decir que tales fuerzas se
orientan al desarrollo, conservación y reproducción de un ser viviente de tipo específico y
determinado, y todo esto con admirable unidad.

Esta actuación tan diversa en las fuerzas mecánicas físicas y químicas requiere necesariamente
en los seres orgánicos un principio esencial y superior que modifique eleve y rija dichas fuerzas, y por
lo tanto completamente diverso de las mismas. Ese es el principio vital.

7 Biología Moderna, p. 242.


40
Esta necesidad del principio vital se funda en el principio de causalidad o de razón suficiente.
Los procesos vitales exigen una causa proporcionada y ésta no puede ser: ni la materia bruta con sus
fuerzas (mecanicismo físico-químico), ni la estructura maquinal de los organismos (organicismo), ni el
impulso externo transitorio. ¿Y por qué estos principios, sostenidos por las teorías vitalistas y
antivitalistas que hemos mencionado, no pueden ser causa proporcionada (o razón suficiente) de los
procesos vitales? Vayamos por partes.

a) El mecanicismo físico-químico no logra explicar:

1º) Cómo y porqué siendo iguales las fuerzas físico-químicas en el mundo material, sin
embargo se comportan de diferentes maneras en los seres que llamamos vivos y en los que no lo son.

2º) Cómo y porqué las mismas fuerzas mantienen en los seres vivos un movimiento continuo en
equilibrio inestable (se mueven) y en otros tienden al equilibrio inerte (de reposo).

3º) Cómo y porqué la experiencia, no sólo la vulgar sino también la científica, presenta la
discontinuidad del mundo inorgánico y viviente de tal manera que, de hecho, la materia no-viviente
nunca engendra la vida, sino que siempre “vivum ex vivo”.

b) El organicismo con su “estructura maquinal” no explica:

1º) Cómo se forma tal organismo y con qué fuerzas se conserva y repara sus fuerzas.

2º) De dónde se forma la estructura de esa máquina.

c) Tampoco basta un impulso externo transitorio sobre “un principio interno solamente
«organizador»” (neovitalismo de Reinke y de Driesch) porque los procesos orgánicos son constantes y
estables en elementos que, de suyo, son inestables y tienden a la disolución.

Luego, no queda más explicación que la de un principio sustancial interno, que llamamos
principio vital.

2do argumento (Prueba “descriptiva” del Vitalismo orgánico):

En los seres vivos y orgánicos concurren también fuerzas físicas y químicas como tenía que
suceder tratándose de cuerpos vivos. Pero jamás podrán la química y la física presentar una fórmula de
adecuación que explique la actividad de aquellos.

Aún en los organismos que en menor escala participan de la vida, como son los vegetales,
podemos y debemos distinguir tres órdenes de fenómenos o actividades:

-Fenómenos físicos.
-Fenómenos químicos.
-Fenómenos fisiológicos vitales.

Esto, por el principio de causalidad, nos lleva a admitir en los vegetales tres tipos de fuerzas:
físicas, químicas, y las fisiológicas vitales.

Si tomamos una planta cualquiera, un olivo por ejemplo, se puede observar lo siguiente:

Por el hecho de ser cuerpo, tiene medidas, peso, es buen o mal conductor de la electricidad, etc.
Es decir, está sujeto a las leyes físicas de los cuerpos, por el hecho de ser uno de ellos.

41
Y si miramos la materia que constituye al olivo, la vemos sometida a cambios es decir a
metabolismos, por ejemplo: crece, produce hojas y frutos, etc. Y como no se conciben cambios de
materia sin procesos químicos (ya sean sintéticos y analíticos o de descomposición y composición) se
concluye que el olivo está sometido también a las leyes químicas.

Pero al olivo le queda otro tipo de actividad, pues observamos que tanto los fenómenos físicos
como los químicos no se estorban unos a otros sino que se cumplen unos y otros en perfecta armonía.
Luego se impone, en la planta que hemos elegido como ejemplo, un “principio de unidad”.

Y este principio de unidad se impone aún más cuando se observa la constitución morfológica y
fisiológica de los seres vivientes superiores, en particular, el hombre. En éstos puede comprobarse una
maravillosa heterogeneidad de partes (órganos, aparatos, sistemas) que no son el resultado de una
simple “agregación de moléculas”, sino de una perfecta subordinación y jerarquía que hace que dichas
partes concurran a un fin común, formando un solo organismo, un todo completo.

Tal unidad y maravillosa armonía no pueden explicarse sin la existencia de un principio o un


“algo superior” que “informe” las diversas partes “organizándolas” y “gobernándolas” para que
alcancen el fin común...

* un “algo superior” que ponga orden en aquél entramado de sustancias, en aquel conjunto de
fuerzas, energías y reacciones químicas...

* un “algo superior” que domine la materia y gobierne sus fuerzas, señalando a cada una lo
que ha de hacer, y cómo y cuándo han de entrar en juego con perfecta subordinación de fines
particulares a fines cada vez más generales, hasta obtener el fin “generalísimo” (o fin último) del olivo,
que es su conservación y reproducción.

Pues bien, ese “algo” que domina por completo a la materia; ese “algo” que gobierna sus
fuerzas y las rige es lo que llamamos “principio vital”. Principio o fuerza que si bien está ligado a la
materia y en ella ejerce toda su actividad, no es, con todo, “producto” de la materia, sino que trae su
origen de “otro principio” en todo semejante a él. Ese “principio” es quien produce en el mundo
perfecciones esencialmente nuevas, y a quien debe, en última instancia su existencia; ese principio es
el Creador.

El “principio vital” de los seres vivos, por tanto, se caracteriza por ser:

1º) Superior a la materia bruta, lo cual se desprende del dominio que aquél tiene sobre ésta.

2º) Distinto esencialmente de las fuerzas físico-químicas de la materia mineral. Esto se


demuestra por la irreductibilidad de los fenómenos específicos de la vida a tales fuerzas. Ejemplos de
lo dicho son:

- La fecundación y la herencia.
- La germinación. En este proceso, poco importa que la parte que corresponde a la futura raíz
esté orientada para arriba y el futuro tallo para abajo, pues éste último se acomoda, según este
principio vital, venciendo la ley de la gravedad (que hace que el tallo por su peso tienda hacia abajo) y
se eleva.
- La fotosíntesis, por la cual se produce la descomposición del CO2 del aire.

De todo lo expuesto, se concluye que se hace “necesario” reconocer la existencia de un


principio vital en los seres vivos, distinto de la materia y superior a las fuerzas que la rigen. Tal
principio es el que los antiguos filósofos llamaron alma.

42
II. Naturaleza del principio vital

¿Qué cosa es el principio vital? ¿Cómo coexisten y cooperan el principio vital y la materia
inorgánica? Ante todo debe recordarse que de la naturaleza de las operaciones vitales se puede deducir
–por razonamientos no siempre obvios– la naturaleza del principio remoto (principium quo) del ser
viviente.

Por el mismo hecho de no ser evidente la naturaleza de dicho principio remoto, es que muchos
biólogos están de acuerdo en la necesidad de admitir la existencia de tal principio, pero no concuerdan
acerca de la naturaleza del mismo. Lamentablemente la gran mayoría ignora las soluciones que da
Aristóteles, y la filosofía antigua, al problema.

Veamos algunos de los errores vitalistas:

A) Vitalismo antiguo (siglo XVIII). Acepta la existencia de una “fuerza vital” que dirige los
procesos de la materia pero lo concibe como una propiedad accidental de la materia orgánica; como
algo puramente material. Sería como un “cuerpo sutil”, o como un “fluido imponderable” (eléctrico o
electro-magnético). Entre estos, cabe mencionar a Gassendi y otros atomistas.

B) Vitalismo exagerado: Describen el principio vital como una sustancia completa. A veces
como “sustancia espiritual”. En esta corriente pueden mencionarse distintas escuelas:

1) El Psicovitalismo: (o psicobiologismo): Atribuye sentido a los vegetales para explicar su


actividad finalista. Aquí se destacan Lamarck y sus seguidores, tales como San Buhler, Pauly, A.
Wagner y otros.

2) La Escuela de Montpellier: Parece concebir el principio vegetativo del hombre como algo
separado del alma sensitiva y racional; como una fuerza independiente dotada de cierto instinto para
componer y “poner en movimiento” el organismo (sería como un cierto espíritu). Entre estos, Barthey.

3) El Animismo de G. Ernest Stahl: Enseña que el principio vegetativo procede de la misma


alma de la que procede la vida sensitiva y racional (a diferencia de la Escuela de Montpellier) pero lo
concibe como un principio psíquico, es decir, un principio que “conoce” y “dirige” la evolución
orgánica y todas las operaciones vegetativas. Así por ejemplo, el corazón funcionaría por la
“voluntad” del principio vegetativo (esto es un absurdo).

4) El Neovitalismo: Admite un principio vital “sustancial” que dirige los elementos del ser
orgánico. Se tratará de un principio “separado” (es decir, distinto de las fuerzas psíquicas y no unido
sustancialmente a los elementos del organismo) y “asistente” de la materia orgánica.

C) Vitalismo aristotélico-escolástico. Frente a los falsos vitalismos mencionados debe


oponerse el vitalismo aristotélico asumido posteriormente por la Escolástica.

1) Presupuestos metafísicos

Substancia: Es el ser que subsiste en sí y no en otro. En toda sustancia existen distintas


nociones que se identifican en la realidad (in re) pero que se pueden distinguir por la razón. Así
tenemos que la sustancia puede ser:

Completa: cuando tiene toda la perfección esencial que exige su naturaleza, y por tanto no se
ordena naturalmente a constituir, como parte esencial, un nuevo compuesto específicamente distinto.
Incompleta: cuando no tiene toda la perfección esencial correspondiente y, por su naturaleza,
se ordena a constituir, como parte esencial, un nuevo compuesto substancial con otro coprincipio.
43
Dos substancias incompletas se unen constituyendo una sola substancia, y el compuesto que
resulta de su unión es propiamente uno y subsiste en sí.

Esencia: Es aquello que constituye al ser en una determinada especie. Es lo que se predica de
muchos, numéricamente diferentes, y como constituyendo toda la especie.

Naturaleza: Es el principio radical, o fuente primera de la actividad. Luego se tendrá una


naturaleza, donde exista un solo principio primero de actividad del cual proceda una acción u
operación. Esta operación tiene que ser una por proceder de un solo agente. Por ejemplo: si varios
tractores arrastran un barco desde la costa, ponen una acción en cuanto al efecto producido (la tracción
de la nave); pero con respecto a los tractores, se dan varias acciones y, por lo mismo, ellos no
constituyen una naturaleza.

Supuesto (si el supuesto es de naturaleza racional, se dice persona): Es la substancia singular


completa que subsiste toda en sí. El supuesto es el sujeto de las operaciones (principium quod), de
donde proviene el axioma: “Las acciones pertenecen y se atribuyen al supuesto o persona”. La
operación es propiamente de quien posee el ser y la existencia con toda perfección, lo cual es principio
del supuesto. Por esto, aunque el supuesto no pueda obrar sino por virtud y eficacia de su naturaleza
(principium quo remoto) y por medio de sus facultades y potencias (principium quo próximo); él se
denomina sujeto y dueño de todas las acciones por ser principio total, completo, con respecto al cual
la naturaleza, específicamente considerada, se compara como la parte al todo, como la cosa poseída al
poseedor. Y así, por ejemplo, cuando la mano obra escribiendo, no se dice que la mano escribe, sino
que escribe el hombre.

Forma substancial: Es una parte de la sustancia (principio determinante) que por su


comunicación a la materia prima (principio determinable) la constituye intrínsecamente en alguna
especie de substancia corporal. La forma substancial, a su vez, puede ser:

Forma no-subsistente: Si depende de la materia en su producción y en su existencia, y


únicamente pude obrar en unión de la materia a la cual se une.
Forma subsistente: Si no depende intrínsecamente de la materia en su producción y existencia
y tiene operaciones propias, que puede ejercer separado de su materia, como es el alma humana. Todas
las demás formas substanciales son formas no-subsistentes en si, sino en el compuesto substancial.

Por tanto, en toda operación se debe considerar:

El Supuesto Es el sujeto o agente a quien se atribuyen, en última instancia, las operaciones


(principio quod).
La Naturaleza Es el principio activo mediato y radical (principio quo remoto).
La Potencia o Facultad. Es el principio activo inmediato. Es como el instrumento mediante el
cual la naturaleza obra (principio quo próximo).

2) Naturaleza del principio vital

Probada la existencia del principio vital, y habiendo hecho las necesarias precisiones
terminológicas, toca ahora tratar de definir la naturaleza del mismo. ¿Cuál es la índole del principio
vital? ¿Qué es, propiamente hablando, ese principio de las operaciones vitales?

Para ser claro en la exposición lo más conveniente será proceder a modo de sentencias
recurriendo a los argumentos de Santo Tomás en su Summa Theologica8, donde demuestra:

8 Cf. q. 75, aa. 1, 2 y 4.


44
1º) que el alma no es un cuerpo
2º) que el alma es un realidad subsistente
3º) que el alma sola no constituye la esencia del hombre, sino unida al cuerpo.

1º) El alma no es un cuerpo

En el Sed Contra San Agustin afirma que el alma “se dice simple con respecto al cuerpo porque
su masa no se extiende por el espacio local”.

En el Corpus luego de definir al alma como primer principio de vida en los seres que viven en
este mundo, el Aquinate pasa a tratar acerca de la esencia del alma.

La esencia de una cosa se conoce por sus operaciones, y las operaciones de un ser vivo son dos:
el conocer y el moverse. Ahora bien, ¿cuál es el principio que produce estas operaciones? Santo Tomás
sostiene que los antiguos filósofos, “que no alcanzaron a elevarse por sobre la imaginación”,
establecían que tal principio era un cuerpo, pues suponían que sólo los cuerpos son seres, y lo que no
es cuerpo nada es. De ello concluían que alma es un cuerpo. Pero esta concepción es falsa y Santo
Tomás la refuta con un sólo argumento que conserva su vigencia contra las modernas teorías que
hablan de un principio material de vida.

El Angélico afirma que el alma no puede ser cuerpo razonando del siguiente modo:

Es indudable que no todo principio de operación vital es alma, pues entonces los ojos serían
alma (ya que de algún modo son el principio de la visión); y lo mismo habría que decir de otros
órganos. Lo que entendemos por alma es el primer principio de la vida.

Un cuerpo puede, de alguna manera, ser principio vital al modo como lo es el corazón en los
animales. Pero ningún cuerpo puede ser, en cuanto cuerpo, el primer principio de vida, pues de lo
contrario todo cuerpo sería viviente o principio de vida. Luego el que un cuerpo sea viviente o
principio de vida le compete a un cuerpo en cuanto es tal cuerpo.

Ahora bien, ser tal cuerpo en acto es posible sólo cuando recibe esa actualidad de un principio
que se llama acto suyo. Luego, el primer principio de la vida –que llamamos alma– no es cuerpo sino
acto del cuerpo, así como el calor, que es el principio del calentarse no es cuerpo sino acto de un
cuerpo caliente.

Ver objeciones y respuestas de la Summa Theológica.

2º) El alma es una realidad subsistente9

El principio vital, o es accidental o es sustancial. Si se demuestra de algún modo que no puede


ser del orden accidental, deberá reconocerse que es una realidad sustancial o subsistente.

En un cuerpo viviente, todo accidente depende, en su ser y en su obrar, del cuerpo que le sirve
como sujeto de inhesión.

Pero el principio vital es aquello que especifica al cuerpo viviente (diferenciándolo del no-
viviente) y que le permite una diversidad de operaciones que no se observan en los cuerpos

9 En I, 75, 2, S. Tomás demuestra la “sustancialidad” del alma a partir del acto de conocimiento. Allí demuestra que el
principio de la operación intelectual que llamamos alma, es un principio incorpóreo y subsistente. Aquí se complementa la
argumentación del Doctor Angélico.
45
inanimados. Evidentemente, para esto el principio vital no puede depender, en su ser y en su obrar, del
cuerpo en cuanto tal.

Luego, el principio primero y “radical” de la vida no puede ser un accidente sino una realidad
subsistente o sustancial.

Entre el accidente y el sujeto de inhesión, del cual depende en su ser y en su obrar, debe existir
proporción en cuanto a la perfección.

Pero entre la energía vital (que supera en perfección a todas las energías del mundo inorgánico)
y los cuerpos orgánicos (que sólo poseen fuerzas productivas de acciones transeúntes, como el golpear,
cortar, calentar, etc.) no existe proporción.

Luego, la energía vital no puede ser una propiedad accidental que inhiere en los elementos
materiales de los vivientes, sino que debe brotar de un principio sustancial, superior y más excelente
que todos los cuerpos inorgánicos.

3º) El alma es forma sustancial del cuerpo viviente10

Por forma sustancial se entiende aquél acto o perfección sustancial que constituye al ente en
una especie determinada.

Pero se ha demostrado que el principio vital es aquello que constituye al ser viviente en cuanto
viviente, es decir, en su ser específico.

Luego, el principio vital es la forma sustancial del cuerpo viviente.

El principio vital, por tanto, no sólo es el principio efectivo de las operaciones vitales, sino
también –y sobre todo– el principio formal respecto del ser viviente, pues es el acto que lo constituye
como viviente.

Y si este principio vital es forma del cuerpo organizado en cuanto al ser y al obrar, debe unirse
a él en unidad de sustancia, es decir al modo como se une la forma sustancial con la materia.

Se trata, pues, de dos principios parciales o co-principios (dos sustancias incompletas) que
subsisten en el todo11.

Escolio: Divisibilidad del principio vital

Antes de hablar de la divisibilidad del principio vital es necesario tratar el tema de la unidad
sustancial del ser viviente.

La unidad sustancial del ser viviente se pone de manifiesto por lo siguiente:

1º) La coordinación de sus órganos. Para la unidad sustancial no se requiere que sus partes
formen un “continuo perfecto” sino que basta que las partes del organismo se “toquen” por algún

10 Este punto Santo Tomás lo desarrolla en la q. 76, a. 1 al tratar sobre la unión del alma con el cuerpo. Ahora simplemente
se da una argumentación general.
11 Luego, no puede aceptarse el neovitalismo que considera al principio vital “asistente” del cuerpo orgánico, es decir,
como una entidad subsistente en sí, no bien definida, que dirige la actividad orgánica sin estar unida sustancialmente al
cuerpo, al modo del auriga que dirige los caballos. Cf. supra.
46
extremo y estén “enlazadas” estrechamente sin interrupción. Esto es suficiente para que puedan ser
actuadas por un mismo principio vital y constituir una substancia completa y propiamente una12.

2º) La subordinación de sus funciones. Aunque las funciones se ejerzan con cierta autonomía
por sus respectivos órganos, sin embargo están regulados y gobernados por una “actividad general”
que las dirige a un fin común: la conservación del organismo.

Por consiguiente, se debe afirmar que en todo ser orgánico hay un solo principio vital que une
las diversas partes constitutivas de aquél. La pregunta que surge es la siguiente: ¿con qué tipo de
unidad las une? ¿Se trata de una unidad de simplicidad? (es decir que constituye un todo indiviso e
indivisible, propio de los entes carentes de partes); ¿o se trata de una unidad de composición? (esto es,
indiviso en sí pero divisible en las partes que lo componen).

Antes de responder conviene hacer algunas precisiones:

El problema de la divisibilidad no se plantea entre partes esenciales (materia y forma) sino de


partes sustanciales o integrales, es decir, partes que integran un todo, como es la mano respecto del
hombre.

Tampoco se trata de divisibilidad del alma humana que, por ser espiritual, es completamente
indivisible, sino del principio vital de las plantas y de los animales. En esto existen dos posibilidades:

- que el principio vital sea simple de tal modo que carezca de partes extra-partes (y por tanto de
extensión). En este caso el alma está en todo y en cada una de las partes del organismo vivificado y es
indivisible;

- que el principio vital sea divisible, es decir que posea partes extra-partes y,
consiguientemente, se co-extienda con el cuerpo de manera que sea divisible como lo es el cuerpo. En
este caso, no sería el alma per se lo que directamente se dividiría sino el cuerpo, y con él juntamente el
alma.

Respecto a esta cuestión, hay tres posturas o teorías:

1) San Agustín: el principio vital de las plantas y de los animales es integralmente simple y, por
tanto, indivisible.

2) Aristóteles y Santo Tomás: el principio vital de las plantas y de los animales inferiores es
extenso y divisible, pero el de los animales superiores es indivisible.

3) Scoto y Suárez: el principio vital de todas las plantas y de todos los animales es extenso y
divisible.

Frente a estas teorías o sentencias están los hechos:

* Algunas plantas se reproducen por estacas;


* Las lombrices de tierra pueden ser seccionadas en segmentos que continúan viviendo.
* Las lagartijas que vuelven a recuperar la cola cuando le es cortada.

¿Cuál es la teoría correcta? Debemos conformarnos con conjeturas:

- La primera sentencia no da razón suficiente sobre los hechos que hemos mencionado.

12 En los animales –sostiene Santo Tomás– más que perfecta continuidad existe cierto enlace estrecho de partes.
47
- Las otras dos sentencias son probables13.

III. Definición aristotélica del alma

1) Definición del alma (De Anima II, 1)

Según hemos visto anteriormente, aquél “principio vital”, distinto de la materia y superior a las
fuerzas que la rigen, los filósofos antiguos le llamaban alma. Pero debemos precisar diciendo que por
alma debe entenderse el principio primero y más profundo de la vida. En efecto, en la búsqueda de los
“principios” del orden vital, alguien podrá detenerse en los términos más inmediatos, como son los
órganos (por ejemplo, el corazón) o las facultades particulares (por ejemplo, la inteligencia). Por el
contrario, con el alma se llega al término más allá del cual no es necesario ascender más en la
explicación del dinamismo de los seres vivos14.

Es preciso aclarar, para evitar todo equívoco, que el alma de la cual se tratará en este capítulo
es el alma común a todos los seres vivos: vegetales y animales así como el hombre. En otras palabras,
los problemas considerados serán los que conciernen al alma en general; los problemas del alma
humana considerada como forma inmaterial y principio de la vida superior serán tratados más tarde.

A) El estudio del alma en Aristóteles y en Santo Tomás

Aristóteles fue conducido, por sus reflexiones personales, a evolucionar de una posición
espiritualista vecina a la de Platón, a la posición animista que llegaría a ser característica de su propia
concepción del ser vivo. Su doctrina en estado de madurez se halla consignada en su obra De Anima.
Santo Tomás, en su Comentario al De Anima sigue muy de cerca el texto del Estagirita15. En cuanto al
fondo –salvo el problema de la inmortalidad– su doctrina reproduce fielmente la de su maestro. Sin
embargo, conviene no olvidar que, cuando escribe una obra teológica se sitúa en otra perspectiva: el
alma espiritual, creada por Dios, es entonces dada, y la cuestión principal a saber será cómo puede ella
unirse a un cuerpo. Finalmente deberá tenerse en cuenta que Aristóteles y su discípulo tuvieron que
enfrentarse en esta cuestión con dos corrientes doctrinales que rechazaron igualmente: el mecanicismo
materialista y el dualismo espiritualista de Platón.

B) El animismo aristotélico

1ª Definición del alma: En el capítulo primero del libro II del De Anima –que constituye el
texto decisivo acerca de la definición del alma– Aristóteles procede por el sistema de clasificación en
las grandes categorías del ser. Veamos cómo razona:

1. La substancia, que es la primera categoría, es o espiritual o corporal;


2. La substancia corporal (que es para nosotros la más evidente) es, a su vez, o artificial o
natural.
3. Finalmente, entre las substancias corporales naturales algunas son inanimadas, mientras que
otras, cuya definición ahora queremos dar, tienen vida. ¿Qué son, exactamente, tales sustancias?
Habiendo reconocido que en toda substancia corporal hay tres cosas (la materia, la forma y el
compuesto), será necesario afirmar:
4. que el alma no puede ser la materia o el sujeto, pues la vida se manifiesta como algo
“diferente” que especifica al cuerpo viviente de los no vivientes;
5. que tampoco puede ser el compuesto que es el cuerpo viviente en su totalidad;

13 Ponce de León dice que la tercera de las hipótesis es quizá intrínsecamente más probable.
14 A este respecto dice Santo Tomás: “se presupone desde luego, al tratar de la naturaleza del alma, que entendemos por
alma el primer principio de vida en los seres que viven en este mundo”. S. Th, I, q. 75, a. 1.
15 Cf. Sobre todo: C.G., II, c. 56s.; S.Th. I, q. 75 y 76; Quest. Disp.de An., a. 1.
48
6. queda, por tanto, que el alma sea la forma que especifica y determina a la materia del cuerpo
“que tiene la vida en potencia”16.

Santo Tomás hará luego algunas precisiones sobre el texto del Estagirita:

Indica por qué está especificado que el alma es forma de un cuerpo “que tiene la vida en
potencia”: el cuerpo no tendrá la vida “en acto” sino cuando haya sido informado por el alma.
Luego muestra que el acto del que aquí se trata es un “acto primero”, es decir, una forma
esencial y no un acto operativo (accidental).
Finalmente, pone de relieve que el cuerpo, cuya forma es el alma, es un “cuerpo físico
organizado” (u “orgánico”). Por tener múltiples operaciones, y requerir como instrumentos órganos
diversificados, el alma no puede venir a informar sino a un cuerpo ya organizado.

Reagrupando estos elementos obtenemos la definición clásica del alma:

Actus primus corporis physici organici vitam in potentia habentis (“el acto primero –o la
forma– de un cuerpo físico organizado –u orgánico– que tiene la vida en potencia –o que está en
potencia para tener la vida–).

Precisemos un poco más esta definición:

- Es el acto primero..., es decir la forma sustancial que informa al cuerpo constituyéndolo en


su ser de viviente. Toda forma es acto, y la forma sustancial es acto “primero” porque constituye a la
cosa en el orden del ser, a diferencia del acto “segundo” que lo constituye en el orden del obrar. En el
caso del alma, se trata de la forma sustancial que constituye al cuerpo en su ser de “viviente”.

- Del cuerpo físico organizado. Se trata de un cuerpo físico o natural en contraposición al


cuerpo artificial o matemático, como puede ser una máquina. Además, el cuerpo al que informa el
alma es orgánico u organizado, queriendo significar con ello que está compuesto de partes
heterogéneas “animadas” por la forma sustancial para que ejerciendo cada una sus funciones concurran
a un fin común: nutrición, crecimiento y reproducción del compuesto. Las “partes” en el viviente se
llaman órganos.

En el sentido aristotélico-tomista la organización de un cuerpo viviente supone una sola alma


en todo el compuesto, cuyas partes informa de tal manera que se aplica diversamente en cada parte –
según la importancia y el oficio que dicha parte desempeña en el compuesto– y que toda el alma está
íntegra en cada parte.

- Que tiene la vida en potencia, lo que equivale a decir que el cuerpo no es viviente por sí
mismo sino por su alma o forma sustancial. Y aún estando animado por ella, el compuesto se halla en
potencia para el ejercicio ulterior de los actos vitales mediante sus potencias operativas específicas: las
potencias vitales.

Conforme a lo dicho, se puede concluir de esta primera definición que el ser viviente tiene la
vida: por su acto primero (su alma) y por su acto segundo (sus operaciones)

16 Dice Aristóteles: “Sic igitur cum sit triplex substancia, scilicet compositum, materia et forma, et anima non est
compositum quod est corpus habens vitam, neque est materia quae est corpus subjectum vitae; relinquitur, per locum
dialecticum a divisione, quod animam sit substantia, sicut formam talis corporis, scilicet corporis physici habentis in
potentia vitam” (De este modo, como es triple la sustancia, es decir, el compuesto, la materia y la forma, y el alma no es
compuesto que es el cuerpo que tiene vida; ni es la materia, que es el cuerpo sujeto de la vida; queda, por la dialéctica de la
división, que el alma sea una sustancia, como la forma de tal cuerpo, es decir, del cuerpo físico que tiene vida en potencia).
De Anima, II, 1, I.
49
2ª Definición del alma. En el capítulo 2 del mismo libro, Aristóteles propone otra definición, de
orden dinámico, del alma. Habiendo demostrado que “el alma es el primer principio de la vida”; y, por
otro lado, que “la vida es el hecho de alimentarse, crecer y decaer”, el Estagirita concluye que el alma
puede ser definida como el principio de estas funciones, a las cuales, por lo que se refiere al hombre, se
debe agregar la actividad superior del pensamiento. Así se obtiene, con Santo Tomás 17, la fórmula que
ha llegado a ser igualmente clásica:

Anima est primum quo et vivimus et movemur et intelligimus (el alma es lo primero por lo
que vivimos, somos movidos y pensamos).

Esta fórmula se incorpora en la anterior. En efecto, en una substancia compuesta sucede que el
principio primero de todas las operaciones es la forma, que de este modo es simultáneamente: aquello
por lo cual la substancia es (quo est); y, además, aquello por lo que la substancia actúa (quo operatur).

De esta segunda definición podemos concluir que las operaciones o “actos segundos” del ser
viviente proceden: de principios inmediatos (las facultades o potencias operativas) y de un principio
“radical” (el alma o forma sustancial)

ESCOLIO: el error escotista

La escuela escotista admite una forma de corporeidad distinta del alma humana. De este modo, el alma
humana no sería recibida en la materia prima organizándola sino en un cuerpo ya organizado por esa
forma de corporeidad. Si esto fuese verdadero se seguiría que el cuerpo ya habría recibido su forma
sustancial, y por tanto, el alma ya no se uniría sustancial e inmediatamente al cuerpo, lo cual es
incompatible con lo que venimos demostrando.

Toda forma sustancial confiere al propio cuerpo la perfección primera, sustantiva y fundamental. Un alma
que viniera en pos de él no le añadiría más que una perfección secundaria y accesoria; la unión, por tanto,
sería accidental. La escuela aristotelico-tomista no comparte la teoría de la escuela escotista, pues
sostiene que, en los vivientes, no hay más que una sola forma sustancial, el alma, la cual:

- en cuanto forma sustancial, constituye al cuerpo en su ser de cuerpo físico


- en cuanto alma o “principio vital”, lo constituye en su ser de viviente

El alma, para los tomistas, es aquello por lo cual primeramente vivimos (“vegetamos”), sentimos, nos
movemos localmente y entendemos.

2) Las potencias del alma

Aristóteles introduce en el De Anima la siguiente cuestión18: habiendo sido definida el alma


como principio de múltiples y diferentes actividades (sensaciones, deseos, pensamientos, movimientos
de desplazamiento, etc.), hay motivo para preguntarse: ¿es por el alma, toda entera, por la que el ser
vivo lleva a cabo todas estas operaciones? O ¿no será necesario distinguir en el alma, para este efecto,
partes diferentes?. Dejando el planteo del De Anima, que es muy complejo, vamos a presentar la
doctrina en el estado de síntesis que tiene en la Summma Teologica19.

A) La esencia misma del alma no puede ser su potencia


17 De Anima, II, l. 4.
18 II, c. 3.
19 I, qq. 77 y 78.
50
1) Distinción real del alma y sus facultades

¿Es necesario reconocer la existencia de principios de operación distintos de la esencia del


alma? Toda una serie de argumentos tiende a probarla20:

1º) En una misma línea, acto y potencia no pueden pertenecer sino al mismo género supremo de
ser. Ahora bien, las operaciones del alma no son –y esto es manifiesto– del género sustancia. Por tanto,
las potencias que les corresponden tampoco pueden pertenecer a este género. Luego, ellas son
accidentes y, por lo mismo, difieren realmente de la esencia del alma.

2º) El alma considerada en su esencia está en acto; si ella fuese inmediatamente principio de
operación, sería necesario sostener que obra de modo continuo, lo cual es contrario a la experiencia.
Luego, el alma no es principio inmediato de operación.

3º) Siendo diversas las actividades del alma no pueden ser reducidas al mismo principio. Ahora
bien, el alma es evidentemente una. Luego, es necesario que haya, distintamente de ella, una pluralidad
de potencias que dé cuenta exacta de la diversidad de actividades antes mencionadas.

4º) Ciertas potencias son actos de órganos corporales determinados, y de otros no lo son. Ahora
bien, es manifiesto que la esencia del alma, en su unidad, no puede encontrarse a la vez en esta doble
situación. Luego, para cada caso hay potencias distintas.

5º) Hay potencias que obran sobre otras, por ejemplo, la razón sobre el apetito sensible,
(concupiscible o irascible), lo cual no es admisible sino a condición de que se admita, además de la
esencia del alma, una pluralidad de potencias.

En la doctrina tomista, como se ha visto hasta aquí, las operaciones tienen:

- un principio próximo e inmediato que son las facultades o potencias del alma.
- un principio remoto o radical que es el alma. Así, cuando yo veo, pienso o quiero, tengo la
certeza que es mi alma la que obra, pero lo hace mediante mi vista, mi inteligencia o mi voluntad.

Lo que interesa saber es cómo el alma se distingue de sus potencias. Y la solución se encuentra
en los principios fundamentales de la Ontología, más particularmente en la doctrina del Acto y la
Potencia: es imposible la complementación de Potencia y Acto cuando pertenecen a un orden diferente
(es decir, sustancial y accidental).

La prueba tomista parte de un hecho experimental: si las potencias se confundieran entre sí,
identificándose con el alma, no se explicaría el conflicto entre nuestras facultades, de las que somos
testigos; y si el alma fuese el principio inmediato de nuestras operaciones deberíamos obrar (ver,
pensar, querer, etc.) continuamente –pues el alma está en acto de modo permanente comunicando el
ser al cuerpo viviente– lo cual no coincide con la experiencia.

Posteriormente se procede a aplicar los principios ontológicos ya mencionados. Veamos por


pasos:

1º) Se parte de dos presupuestos:


- Potencia y Acto están en el mismo género supremo.
- Los accidentes se distinguen realmente de la sustancia.

20 Cf. S. Th., I, q.77, a.1; Quaest. Disp. De Anima, a. 12.


51
2º) De lo dicho, resulta evidente que el alma (del orden sustancial) no puede identificarse con
su operación (del orden accidental).

3º) Admitido que Potencia y Acto no pueden complementarse cuando pertenecen a órdenes
diferentes, es claro que el alma no puede ser el principio inmediato de su operación. La operación es
un acto accidental que debe brotar de una potencia operativa accidental que llamamos facultad.

4º) Por tanto, el alma (sustancia) no opera inmediatamente por sí misma sino por medios de
“accidentes facultativos”, realmente distintos de ella y que pertenecen al género cualidad.

2) Emanación de la facultades

Cuando se afirma que las facultades “emanan” del alma, se está refiriendo al modo en que
aquellas proceden de ésta. Este origen natural no debe entenderse en un sentido material (como el río
que nace de la fuente), ni en un sentido lógico (como la conclusión procede de las premisas) sino como
una consecuencia física, al modo de las propiedades que resultan de la esencia. Es una emanación
natural, espontánea e irresistible. Se trata, pues, de un accidente necesario.

La acción del Creador llega a la sustancia, y por la sustancia a los accidentes (en nuestro caso a
las facultades). De maneras que las potencias operativas o facultades son con-creadas en virtud del
acto divino creador que produce el alma para unirla a un cuerpo21.

B) La especificación de las potencias

Demostrada la distinción real entre alma y facultades, surgen dos preguntas:

Primeramente: ¿hay lugar para distinguir en el alma varias potencias? Evidentemente la


respuesta es afirmativa. La multiplicidad y la diversidad de las operaciones que se observan en los
seres vivientes, no se explicaría sin ello.

Pero ¿cómo se distinguen esas potencias? Santo Tomás, fundándose en los principios de su
Metafísica22 sostiene que es por sus actos y por sus objetos: potentiae animae distinguuntur per actus
et objecta.

En efecto, una potencia, de por sí, dice orden a un acto; de lo cual se sigue que las potencias se
diversifican según los actos con los cuales se relacionan. Pero, por su parte, los actos son especificados
por sus objetos, lo que se verifica a la vez para las potencias pasivas (que son movidas por su objeto) y
para las potencias activas (que tienden a su objeto como a su fin).

Es necesario precisar que las diferencias de objetos que aquí se refieren son aquellas hacia las
cuales las potencias están orientadas según su propia naturaleza. Los sentidos, por ejemplo, están
diversificados por las cualidades del objeto sensible considerado como tal: color, sonoridad, sabor, etc.,
y no por lo que le ocurre accidentalmente, como para lo coloreado, objeto propio de la vista, la
cualidad de pequeño. En efecto, el ser pequeño le es accidental a este objeto blanco que yo percibo23.

21 “Qui dat esse, dat consecuentia ad esse”. Esto significa que Dios no puede –con potencia ordenada– crear un alma sin
facultades; cuando crea un alma para unirla a un cuerpo la crea con sus accidentes necesarios, a saber, la inteligencia y la
voluntad.
22 Cf. De Anima II, 1, 6; S. Th., I, q. 77, a. 3; Quaest. Disp. De Anima, a.13.
23 Esta doctrina de la especificación de las potencias por sus actos y por sus objetos tendrá en Santo Tomás una
importancia de primerísimo orden: de ella dependerán toda la ordenación de la Psicología y la distinción de los hábitos o de
las virtudes que tienen un mismo principio y toda la ordenación de la Moral. Los análisis tan detallados del Tratado de las
Virtudes de la Secunda Secundae, en particular, no son sino una continua aplicación de esta verdad.
52
C) División de las potencias y particiones del alma

1) Divisiones principales

Entre las potencias del alma Santo Tomás distingue dos órdenes:

* unas, que requieren un órgano corporal para actuar y se denominan potencia orgánicas.
* otras, que pueden ejercitarse sin órganos y se llaman potencias inorgánicas.

Esto no otra cosa que una aplicación de lo dicho acerca del alma:

- Siendo una sustancia singular y subsistente, en los cuerpos vivientes es la forma sustancial de
los mismos, pues les comunica el ser y el modo de ser.
- Perteneciendo a un orden puramente espiritual, posee todas las virtualidades de las formas
corporales.
- Unida sustancialmente a la materia, no se deja absorber por ella, conservando una virtud
superior que no admite mezcla de ningún género con el compuesto.

Así, pues, se comprende que el alma tenga dos órdenes de facultades:

* unas, correspondientes al ser que comunica al organismo: las facultades orgánicas.


* otras, correspondientes al ser que permanece por encima de la materia: las facultades
inorgánicas.

2) Sujeto de las facultades

La Psicología tomista afirma que todas las facultades radican en el alma (pues fluyen de ella
como emanaciones naturales), pero también sostiene que el alma, por sí sola, no podría ser el sujeto
inmediato de las potencias orgánicas. En efecto, una sustancia espiritual no puede recibir la impresión
directa de los objetos materiales y extensos que, desde el exterior, provocan la sensación; necesita de
un sujeto del mismo orden que los objetos cuya influencia experimente. Para explicar entonces la
sensación hace falta un elemento extenso (capaz de recibir las impresiones de fuera) y otro simple (que
sea el principio de unidad). Estos dos elementos son, precisamente el organismo animado o
compuesto, y el alma.

De lo dicho se comprende que el sujeto de las facultades orgánicas y el de las inorgánicas sean
diferentes:

Las facultades orgánicas tienen como sujeto el compuesto de alma y cuerpo, conocido más
bien como organismo animado o materia viviente. Producida la separación del alma y el cuerpo, las
facultades orgánicas no pueden desplegarse en su sujeto; sin embargo, el alma las conserva
“virtualmente”, como retraídas en su interior (pues el alma es “raíz” de ellas) hasta el momento de la
Resurrección.

Las facultades inorgánicas, por el contrario, al pertenecer al ser superior e incomunicable del
alma, reposan en lo íntimo de la sustancia. El sujeto de tales facultades, por tanto, es el alma sola.
Producida la separación de alma y cuerpo pueden continuar inalterables en su pleno ejercicio.

3) División del alma, de las potencias y de los géneros de vida


53
Esta cuestión ha sido tratada varias veces por Santo Tomás 24. Aquí basta con dar una visión de
conjunto de la exposición sintética de la Summa, que agrupa la división de las almas, de las potencias
y de los géneros de vida.

a) Hay tres almas. Esta primera división se refiere al principio más profundo de la actividad
psíquica, el cual se ve diversificado según que su operación esté más o menos libre del cuerpo y de sus
actividades. Así encontramos de modo sucesivo:

el alma racional, cuya operación no requiere del ejercicio de ningún órgano corporal;
el alma sensitiva, que solamente obra por medio de órganos, pero sin que tengan que intervenir
las propiedades de los elementos físicos;
y el alma vegetativa, que, además de la actividad de los órganos apropiados, supone la de los
elementos.

En los seres de grado más elevado, el alma superior asume las funciones que son propias de
las almas inferiores. Así, en el hombre, la única alma racional es a la vez principio de la vida
intelectiva, de la sensitiva y de la vida vegetativa.

b) Hay cinco géneros de potencias. Esta segunda división recurre a la universalidad del
conocimiento. En efecto, cuando más elevada es una potencia, tanto más universal es el objeto que la
considera. Desde este punto de vista se distinguen tres grandes géneros de objetos:

el cuerpo particular, que está unido al alma;


el conjunto de los cuerpos sensibles;
el ser, considerado universalmente.

Paralelamente, según un orden de perfección creciente, tenemos los siguientes géneros de


potencias:

1) Las potencias vegetativas, comprometidas totalmente en la información del cuerpo, por lo


que no pueden adquirir otras formas (no pueden conocer). Su objeto es nutrir, conservar y desarrollar
el cuerpo al que está unido y reproducirlo en otros seres semejantes.

Respecto a los otros dos géneros de objetos (cuerpos sensibles y ser) corresponden otros dos
géneros de potencias, en los cuales se deben distinguir, según se trate de conocimiento o de apetencia.
En el orden del conocimiento, tenemos:

2) Potencia sensitiva (si el objeto es el sensible). Su objeto, más extenso que el anterior, es el
poner el hombre en contacto con el mundo sensible.

3) Potencia intelectiva (si el objeto es el ser). Su objeto, más extenso aún, es el relacionar al
alma con el mundo inteligible.

En el orden de la tendencia, pueden distinguirse:

4) potencia apetitiva, si la tendencia es sólo de inclinación y de afecto.

5) potencia locomotiva (o simplemente motriz) cuando por estar lejos de los objetos útiles o
estar cerca los nocivos, permite acercarse a aquellos o alejarse de éstos. Esta potencia asegura la vida
de relación.

24 Cf. De Anima I, 1, 14; II, 1, 3. 5; S. Th. I, q. 78, a. 1; Quaest. Disp. De Anima, a. 13.
54
Para el hombre hay en total cinco géneros de facultades denominadas por Santo Tomás:
vegetativum, sensitivum, intellectivum, appetitivum, motivum secundum locum.

c) Hay cuatro modos de vida. Esta última distinción se funda sobre la jerarquía de perfección
de los seres vivos, la cual depende a su vez de la complejidad creciente de facultades correspondientes.
Así encontramos:

1- Seres que sólo tienen facultades vegetativas: las plantas.


2- Seres que tienen, además, la facultad sensitiva, pero sin estar dotados de motricidad: los
animales inferiores.
3- Otros que tienen, además, la facultad de moverse: los animales superiores, los cuales se
mueven por sí mismos en busca de lo que les es necesario para vivir.
4- Finalmente, hay otros que poseen, además, inteligencia: los hombres.

Por lo que se refiere al apetito, no es característico de ningún género particular de vida, puesto
que se encuentra analógicamente en todo ser.

55
CAPÍTULO V

EL ALMA VEGETAL Y EL ALMA ANIMAL

I. La vida vegetativa

Nacer, alimentarse, crecer, engendrar, decaer, son otras tantas actividades que todos están de
acuerdo en reconocer a los seres que viven en torno nuestro y que corresponden al grado más modesto
de vida, que se llama vida vegetativa. Este grado de vida tiene por característica referirse, como a su
objeto, sólo al cuerpo que está informado por el alma25.

A) Noción de vida vegetativa

Es el ínfimo de los tres géneros supremos o grados de vida que se dan en los seres corpóreos.
Es también el más común, pues no sólo las plantas poseen este tipo de vida sino que también la poseen
los animales y el hombre.

Al vegetal se lo define como: Aquel cuerpo organizado que se nutre, crece y se reproduce,
pero no siente.

Se diferencian de los animales justamente porque carecen de sensibilidad y de lo necesario para


tenerla, que es, no tienen el sistema nervioso ni órganos sensoriales. Sin embargo tienen ciertos
movimientos que podemos clasificarlos en tres tipos:

1) Tactismos o taxias: movimiento de traslación de todo el organismo (plantas unicelulares) o


de una de las partes móviles (granos de la clorofila en las células de las hojas, las células germinales)
provocados por agentes externos: luz, calor, electricidad, etc. Se denominan anteponiendo delante el
nombre del estímulo: foto-tactismo, quimiotactismo, etc.

2) Tropismos: cambio de dirección de las partes de las plantas fijas (raíces, ramas, hojas)
determinadas por la dirección de un estímulo externo (movimiento del girasol; de los zarcillos de la
vid). Son procesos ciegos de la naturaleza.

3) Nastias: movimiento de las plantas fijas excitados por un agente externo, pero cuya
dirección u orientación no provienen del excitante sino de la naturaleza específica de la planta (los
movimientos de la “mimosa púdica”; la posición de sueño de numerosas flores y hojas) Aquí se trata
de movimientos reflejos.

Todos estos movimientos se explican, sin participación de la sensibilidad, inexistente en los


vegetales, sino por reacciones físicas, químicas y biológicas.

B) Funciones y potencias de los vegetales

Así como la vida intelectiva posee dos operaciones que le son propias y que son la intelectiva y
la volitiva; y así como la vida sensitiva posee tres operaciones que son la sensación, la apetición y la
locomoción; así la vida vegetativa tiene tres funciones u operaciones propias que son tres: nutrición,
crecimiento y generación (o reproducción).

25 Cf. Summa Theol., I, q. 78, a. 1: vegetativum habet pro obiecto ipsum corpus vivens per animam.
56
1) Nutrición (función por la que se conserva en el ser)

Razón de ser: Los seres vivos que nos rodean no pueden subsistir sino alimentándose. Esto es
la evidencia misma: si un animal o una planta, dejan de alimentarse, dejan de vivir. La razón de ser
más inmediata de la nutrición es, pues, la conservación del ser.

Otro motivo justifica la existencia de la función nutritiva y es que de ella dependen las otras
dos funciones de la vida vegetativa. En efecto, el crecimiento y la generación sólo pueden ejercerse si
el ser vivo es alimentado. Así, la nutrición tiene, en este grado de actividad vital, la categoría de
función base.

Definición: “Se dice propiamente nutrido aquello que recibe alguna cosa en sí mismo para su
conservación” (id proprie nutriri dicimus quod in seipso aliquid recipit ad sui conservationem). Tal es
la definición dada por Santo Tomás en el De Anima26. Es importante hacer una precisión. Ni la
absorción del alimento, ni las alteraciones químicas que éste pueda experimentar inmediatamente en la
digestión, constituyen, propiamente hablando, la nutrición. La nutrición consiste, formalmente
hablando, en la conversión del alimento en la substancia de aquel a quien nutre, es decir, en la
asimilación por el ser vivo de una substancia extraña que lo conserva en el ser y le permite ejercer sus
otras actividades. Nótese que tal operación no puede ser reducida a una simple adición o
yuxtaposición de partes, sino que supone una verdadera transformación substancial.

2) Crecimiento (función por la que se desarrolla el ser)

Razón de ser: Es también de evidencia que los seres vivos no alcanzan toda su estatura ni su
completo desarrollo desde el principio; crecen y se desarrollan hasta el punto máximo que parece
corresponder a su perfecto acabamiento.

Definición. Es el incremento cuantitativo de los seres vivos. El objeto propio del incremento
es, pues, la cantidad del viviente, y la facultad propia que le corresponde, Santo Tomás, en el De
Anima la define como: “el poder gracias al cual el ser corporal dotado de vida puede adquirir la
estatura o la cantidad que le conviene, así como la energía que le corresponde”27.

Como toda operación vital, el aumento –que tiene su principio en el ser vivo y que se acaba en
él– es una operación inmanente, en este caso una operación por medio de la cual la sustancia orgánica,
asimilando los debidos alimentos, adquiere la debida magnitud.

En los diversos grados de la jerarquía de los seres vivos, se encuentra proporcionalmente un


proceso de desarrollo o crecimiento. Pero debe notarse que por encima del mundo corpóreo no se
puede hablar propiamente de aumento cuantitativo; allí sólo puede haber un crecimiento según la
cualidad28.

3) Generación (función por la que se adquiere el ser, o se produce un nuevo ser)

Razón de ser: Junto al poder de alimentarse y de alcanzar su completo desarrollo, los seres
vivos tiene el de engendrar o producir un ser específicamente semejante a ellos.

Para fijar la razón de ser de la generación, puede uno colocarse desde dos puntos de vista
diferentes:
26 II, 1, 9.
27 Secunda autem perfectior operatio est augmentum quo aliquid proficit in maiorem perfectionem, et secundum
quantitatem et secundum virtutem (De Anima, II, 1, 9).
28 Santo Tomás, en su Tratado de los “habitus”, ha estudiado muy de cerca las condiciones especiales de este proceso.
Aquí baste señalarlo.
57
Primeramente, con relación al individuo y al conjunto de sus actividades, y así la generación
aparece como un término y una perfección: un término en relación con las otras operaciones de la vida
vegetativa (nutrición y crecimiento) que le preparan; una perfección, puesto que engendrar es
comunicar el ser, darse, es decir, realizar de cierto modo lo que se entiende por la expresión “acto de lo
que es perfecto” (actus perfecti).

En segundo lugar, con relación al conjunto de los seres vivos, y entonces la generación aparece
como ordenada a un fin superior: la conservación de la especie.

En esta perspectiva lo perfecto e la especie que dura, y lo imperfecto es el individuo, el cual, no


pudiendo subsistir perpetuamente, debe, para de un cierto modo sobrevivir, comunicar su naturaleza a
otros que la prolonguen. Aquí la generación aparece como “el acto de lo que es imperfecto” (actus
imperfecti).

Demás está indicar que ambos puntos de vista se complementan.

Definición. Santo Tomás, en la Summa Theologica, la define de la siguiente manera: “La


generación significa el origen de un ser vivo a partir de un principio vivo conjunto, según una razón de
semejanza, en una naturaleza de la misma especie”29.

En esta fórmula, que ha llegado a ser clásica, puede destacarse lo siguiente:

- “el origen de un ser vivo”, designa el carácter común a toda generación;


- “a partir de un principio vivo conjunto”, precisa la diferencia específica de la generación de los seres
vivos;
- por los dos últimos añadidos (“según una razón de semejanza” y “en una naturaleza de la misma
especie”), se descartan todas las “producciones” de un cuerpo vivo que, tal como el crecimiento de los
cabellos o las diversas secreciones, no se terminan en una naturaleza específicamente semejante.

Todas estas operaciones de la vida vegetativa, (nutrición, crecimiento y generación) están


ordenadas a un fin completo y remoto: la evolución del cuerpo orgánico a su debida magnitud y
perfección y la reproducción del mismo.

4) Potencias vegetativas

A estas tres funciones vegetativas dichas les corresponden otras tres facultades o “fuerzas” que
constituyen las potencias propias de los vegetales y que son: facultad nutritiva, facultad aumentativa y
facultad generativa. Se deduce la existencia de estas potencias puesto que “las funciones vegetativas
tienen por objeto el cuerpo viviendo por el alma, con respecto al cual son necesarias tres operaciones
del alma... las de nutrición y crecimiento producen su efecto en el mismo sujeto en que se encuentran...
en cambio, la potencia generativa produce su efecto no en su propio cuerpo, sino en el de otro, pues
nadie se engendra a sí mismo”30.

C) Realidad del alma vegetal

Se puede concluir con cuatro afirmaciones referentes al alma vegetal.

29 Generatio significat originem alicuius viventis a principio vivente coniuncto secundum rationem similitudinis in natura
eiusdem speciei (I, q. 27, a. 2).
30 S.Th. I, 78, 2.
58
1) El vegetal es un ser vivo: lo cual se manifiesta por sus operaciones características: nutrición,
crecimiento, reproducción, etc.

2) El vegetal tiene un alma: porque si es vivo tiene que tener un alma que sea forma y principio
de todas sus actividades vitales. Y esta alma es inmaterial porque tiene que estar en todas las partes del
organismo vivificando (dando la vida).

3) El alma vegetal no es espiritual: porque llamamos espiritual a un ser que no depende de la


materia. Y el vegetal no presenta ninguna operación a la que no concurra intrínsecamente la materia.
Aunque sus operaciones son “inmanentes” en sentido amplio, son materiales porque siempre las
realiza un órgano material.

4) El alma vegetal no es subsistente: porque no es espiritual. Cuando el cuerpo se desorganiza


hasta tal punto que ya no es apto para vivir, entonces muere y el alma deja de existir.

Hay que dividir, pues, las nociones de alma y espíritu, y concebir un nivel de ser “intermedio”
entre la pura materia y el espíritu; si esto nos resulta difícil, es sólo en razón de la herencia cartesiana.

En cuanto a la desaparición del alma se puede concebir por analogía con la desaparición de las
formas sensibles: cuando se rompe una esfera de cristal, desaparece su forma redonda, porque sólo
existía en dependencia de un cierto estado de la materia. Igualmente cuando se corta un árbol, su
principio de vida desaparece, porque sólo existía mediando una cierta organización del árbol.

II. La vida sensitiva

Por encima de los seres dotados de vida vegetativa se encuentran, en la naturaleza, los seres
vivos que poseen además una actividad sensitiva. Esta actividad, como se ha probado, tiene su
principio en un alma particular, el alma sensitiva, a la que corresponde tres géneros de facultades:
conocimiento sensible, apetito sensible y potencia motriz.

A) Noción de vida sensitiva31

La vida sensitiva es aquella vida que posee el ser que conoce y apetece y que, por eso
mismo, se mueve a una perfección suya ulterior; pues éste es el fin de su actividad sensitiva la cual
en el animal todo se ordena a buscar alimentos, precaverse de lo nocivo, etc.

Y los términos de estas acciones inmanentes, no sólo se reciben en el sujeto, sino en la misma
facultad que los produce, es decir que “sienten”. La diferencia esencial entre las plantas y los animales
está, precisamente, en que estos últimos poseen sensibilidad.

En la sensibilidad comienza la psicología propiamente dicha.

31 Estructura del organismo animal:


Tejido nervioso: está compuesto de sustancia gris (cuerpos de células nerviosas) y de sustancia blanca (fibras nerviosas). El
tejido nervioso junto con el muscular son característicos del animal, sirven a la sensibilidad y a la locomoción.
Sistema nervioso: es de suma trascendencia en la vida sensitiva porque se considera como que es el órgano de ella. En los
animales más perfectos el sistema nervioso se compone de centros nerviosos y de nervios.
Hay dos centros nerviosos:
+ sistema cerebro espinal: contenido en el cráneo y en la columna vertebral;
+ sistema ganglionar o del gran simpático: que une y preside las funciones vegetativas.
Todo el sistema nervioso tiene como finalidad encaminar la vida sensitiva, cognoscitiva y apetitiva y concurrir a sus
funciones; el inervar los músculos para producir los movimientos voluntarios e involuntarios; encaminar y moderar las
varias funciones vegetativas: provoca las secreciones de las glándulas que producen los procesos de nutrición en las células.
Y todas estas funciones se ejercitan de una manera armónica por la admirable trabazón de las fibras y su comunicación en
la corteza cerebral.
59
La sensibilidad o vida sensitiva ejerce tres géneros de funciones conscientes llamadas Ade
relación”, porque mediante ellas el animal se comunica y relaciona con los otros seres. Estas son:
conocimiento sensitivo, apetito sensitivo, movimientos espontáneos y locales.

A estas funciones les corresponden tres clases de facultades: cognoscitiva, apetitiva y


locomotiva.

1) Facultad cognoscitiva: el conocimiento es la representación vital de algún objeto o la


imagen intencional de un objeto. En el conocimiento, a la impresión recibida del objeto se sigue, en el
sujeto cognoscente, cierta expresión inmanente del objeto que lo ha impresionado, por la que se
representa conscientemente el mismo objeto.

Por eso los escolásticos describen la facultad cognoscitiva diciendo que es la facultad que
tienen los seres cognoscitivos, de recibir en sí las formas intencionales de las otras cosas,
reteniendo su propia forma natural y sus propiedades, ya sustanciales, ya accidentales.

Los seres no-cognoscitivos sólo pueden tener su forma natural.

2) Apetito sensitivo: es la tendencia consciente a un bien sensible conocido. Se define como la


fuerza prosecutiva o adversativa de las cosas percibidas como buenas o malas por los sentidos. Esta
tendencia consciente es consecución necesaria del conocimiento sensitivo; pues carecería de finalidad
la representación de las cosas útiles o nocivas al bien corporal sin la tendencia correspondiente
prosecutiva o adversativa.

3) El movimiento espontáneo: se requiere para actuar la tendencia. Se define como: la fuerza


que, bajo el influjo de apetito sensitivo, produce los movimientos locales o para apropiarse los objetos
convenientes (alimentos), o para huir de los nocivos (enemigos).

Decimos, entonces, que los animales ejecutan parte de sus acciones ad extra de una manera
consciente, es decir, no por impulso ciego de la naturaleza (apetito natural) sino por el apetito elícito
precedido del conocimiento sensible.

B) Realidad del alma animal

Sobre el alma animal se pueden hacer las siguientes afirmaciones:

11) Los animales tienen alma. Se afirma esto en contra de Descartes y su teoría de los animales
máquinas. Él llega a afirmar que los animales no tienen alma porque no piensan y esto lo sabe porque
no hablan. A Descartes se lo refuta como ya se ha refutado al mecanicismo. Los animales tienen alma
aunque no lleguen a tener conocimiento espiritual.

21) El alma es única en cada animal. Es decir que en el animal no hay un alma vegetativa y
otra sensitiva sino que hay una sola que es la superior y que es la sensitiva y que realiza las funciones
inferiores. Metafísicamente esto se explica porque el alma en el ser vivo es su forma. Pero la forma es
lo que da el ser a la sustancia. Luego, si hubiera muchas formas habría también muchas sustancias y su
unión solamente podría ser accidental, luego serían dos seres y no uno32.

31) El alma animal no es espiritual. Porque el alma es inmaterial siempre, pero puede no ser
espiritual, y esto pasa cuando depende del cuerpo en cuanto al ser. En el hombre, en cambio, el alma es
espiritual porque realiza operaciones como la abstracción y la reflexión que no pueden ser orgánicas

32 Cf. capítulo III.


60
(pues no dependen del cuerpo)33. Y no encontramos esto en los animales. Porque el sentimiento, que es
lo propio del animal, es una operación del alma y del cuerpo. Y si la acción sólo tiene lugar con la
participación del cuerpo, el principio de la acción –que es el alma– no es independiente del cuerpo; no
existe sin el cuerpo, porque el operar sigue al ser.

41) El alma animal es engendrada y corruptible. Esto es por no ser subsistente o espiritual. Es
decir que como no existe independientemente del cuerpo, se engendra y muere junto con ese cuerpo.
Dice santo Tomás34 que esa alma comienza a existir cuando el cuerpo está suficientemente organizado
por los padres y cesa de existir cuando el cuerpo se hace incapaz de conservarla.

51) El alma animal es multiplicable. Esto ya lo hemos visto antes. Es multiplicable en algunos
animales inferiores. Es menos multiplicable que el alma vegetal porque exige una organización más
perfecta.

33 “El alma de los brutos proviene de alguna virtud corpórea (producitur ex virtute aliqua corpórea) y el alma humana
proviene de Dios” (S. Th. I, 75, 6, ad 1).
34 Cf. S. Th., I, q. 118, a. 1.
61
CAPÍTULO VI

EL CONOCIMIENTO SENSIBLE

I. Los sentidos externos

Emprendemos el estudio filosófico del fenómeno global del conocimiento sensible externo. Y
tal estudio comprende tres puntos:

- El estudio del objeto: sensibile (los sensibles)


- El estudio del sujeto: sensus (los sentidos)
- El estudio del acto: sensatio (la sensación)

El orden es indiferente; objeto y sujeto son correlativos y el acto supone a los dos. Pero existe
un orden lógico que seguiremos que consiste en ver, primero los dos términos antes de su síntesis, y
primero el objeto porque él es el que especifica el acto y la función.

A) El objeto de los sentidos

Como todos los sentidos del animal se orientan a ponerlo en contacto con el medio físico en el
que tiene que vivir, hay que distinguir entre:

1) el objeto material de tales sentidos, que es el universo material (corporal) o el conjunto de


cuerpos con que el hombre está en relación.
2) el objeto formal, que a su vez se divide del siguiente modo:
a) Per se (directo). Y dentro de éste,
* Objeto propio
* Objeto común
b) Per accidens (indirecto)

a) Objeto per se: Es lo que un sentido percibe en razón de su naturaleza o por su constitución.
Es el aspecto inmediato que un determinado sentido capta en su objeto material. Esto sin mezcla de
ninguna idea previa respecto al objeto, sin razonamientos ni juicios previos. Es muy difícil que se
capte así el objeto en los adultos porque sólo sucede en el caso de objetos que se ven por primera vez.

* Per se propio: es el que sólo es perceptible por un sentido. Este es el objeto formal
propiamente dicho de un sentido, por ejemplo, el color para el ojo; el sonido para el oído; la
consistencia para el tacto.

* Per se común: es el que puede percibirse por varios sentidos, en o por su objeto propio.
Aristóteles enumera cinco sensibles comunes que son: movimiento, reposo, número, figura y tamaño.
Por ejemplo: al movimiento cada sentido lo capta bajo su objeto propio, y así:

- la vista: como variación en la posición de un color,


- el oído: como variación de ruidos,
- el gusto: como sucesión de sabores,
- el tacto: como cambio de lugar.

b) Objeto per accidens: No afecta inmediatamente a los sentidos y no se dice “sensible” sino por estar
unido con el objeto propio de algún sentido.

El sensible per accidens, puede considerarse:


62
* en particular: es el sensible propio de un sentido con respecto a otro sentido, v. gr. lo dulce
respecto a la vista, y así decimos: “veo aquel dulce”.

* en general: lo que no se percibe por ningún sentido, como cuando decimos por ejemplo: “veo
tal persona”.

Sólo el entendimiento percibe inmediatamente, por el ejercicio de los sentidos, el sensible


accidental, como la sustancia corpórea. En los animales, el sensible per accidens es captado por la
estimativa35.

Los modernos llaman a los sensibles propios “cualidades secundarias” y a los sensibles
comunes “cualidades primarias”.

Conviene advertir 2 cosas:

a) que los objetos sensibles no sólo son excitantes del órgano sensorial, sino que también son
términos representados en las sensaciones.

b) que la sustancia corpórea no se manifiesta inmediatamente a los sentidos, sino en cuanto


sujeto permanente de accidentes variables: porque la sustancia en cuanto distinta de los accidentes
sólo es conocida por la razón.

B) Los sentidos externos

1) Existencia de los Sentidos externos (S. Th. I, 78, 3)

En primer lugar la existencia de los sentidos se explica por las necesidades vitales de los seres
vivos superiores, porque la naturaleza dota a cada ser de lo que le es necesario para vivir. De modo que
hay una conveniencia de que existan los sentidos, supuesto el hecho de que ya existe el ser vivo.

“No son las potencias por razón de los órganos, sino los órganos para las potencias: la naturaleza proveyó
de diversos órganos en congrua correspondencia a la diversificación de las potencias... Como el sentido es
una potencia pasiva susceptible por su naturaleza de ser inmutada por los objetos sensibles exteriores, se
distinguen (los distintos sentidos) entre sí según la diversidad de los objetos sensibles. Hay dos clases de
inmutación: una física y otra espiritual... La vista, pues, por cuanto está libre de inmutación física, tanto
por parte del órgano como del objeto, es el más espiritual y perfecto de todos los sentidos y el más univer -
sal. Después, el oído y el olfato, que sufren inmutación física por parte del objeto... El tacto y el gusto son
los más materiales...”36.

2) Naturaleza de los Sentidos externos

Decimos respecto a la naturaleza del sentido tres cosas:

1º) El sentido es una facultad: por la experiencia sabemos que un ser vivo reacciona frente a
diversos estímulos de distinto modo. Esto nos lleva a aceptar en estos seres el poder o la potencia para
realizar tales actos. Y una potencia (o facultad) no es un ser ni una sustancia (pues no tiene existencia
propia) sino que es un accidente: non est ens sed entis.

2º) El sentido es una potencia pasiva: aunque no “puramente pasiva” como concibe Kant.
Este autor define la sensibilidad como la “receptividad de las impresiones” y la actividad la reserva

35 Cf. Más abajo: Las organizaciones sensoriales.


36 S.Th. I, 78, 3.
63
sólo para la inteligencia. Como se verá más adelante en la inteligencia también hay pasividad y la
sensibilidad está dotada de cierta actividad, puesto que conoce. Pero el sentido realmente entra en
actividad y pasa al acto si es movido, es decir, excitado desde fuera37.

3°) El sentido no es material ni espiritual: es decir que:

* no es puramente material porque si el órgano no estuviera animado por un principio vital


jamás sería capaz de producir una sensación.

* no es puramente espiritual porque la sensación solamente puede ser producida por un órgano.

Santo Tomás prueba esto porque la intensidad de la excitación altera el sentido. En cierto
modo, son semejantes las relaciones, sólo en cuanto lo sensitivo y lo intelectivo se hallan en potencia
respecto a sus objetos. Pero en otro respecto se comportan de modo diferente, pues lo sensitivo recibe
de lo sensible inmutación corporal, y es por ello que una gran intensidad o excelencia de lo sensible
resulta dañoso para el sentido, v. gr. el ojo cuando se encandila al mirar el sol. Con el intelecto, en
cambio, no pasa lo mismo pues, mientras más excelente sea lo inteligible, al entenderlo, el intelecto se
hace más apto para entender después los objetos menos excelentes. Por lo tanto concluimos diciendo
que el sentido no es algo meramente material ni meramente espiritual sino que reúne ambas
realidades38 (por eso dirá luego Santo Tomás: “sentir es del conjunto” –sintire est coniuncti–39).

Los sentidos son la única función de conocimiento que nos pone en contacto con lo real o lo
existente.

C) La sensación

1) Naturaleza de la sensación

1º) Es un fenómeno psíquico: es decir un acto vital en su sentido amplio: la sensación es un


acto espontáneo en cuanto a su origen (principio intrínseco del acto) e inmanente en cuanto a su
término.

2º) Es un acto de conocimiento: si bien es cierto que por la sensación no conocemos la


naturaleza de la cosa (sino solamente sus accidentes), sin embargo, la sensación es un conocimiento
que revela algo: un aspecto de la naturaleza de la cosa, por lo cual el hombre (o el animal) conoce que
algo es útil o perjudicial. Si se admite que los sentidos nos dan a conocer la utilidad de algo, se debe
admitir que, a su manera, nos dan a conocer esa naturaleza. ¿Y cuál es esa manera? Revelando la
naturaleza de las cosas en la medida en que las cosas actúan sobre los sentidos.

3º) Es un conocimiento relativo: se trata de un conocimiento relativo:

- al Objeto: es lo que constituye a la sensación como conocimiento.


- al Sujeto: la sensación es “relativa”:
+ a la naturaleza de los sentidos, pues cada sentido, según su constitución, obra una selección
entre el conjunto de las acciones que recorren el universo;.
+ al estado del sentido, es decir si está sano, cansado, saturado, lesionado, etc.
+ a la atención del sujeto, y por lo tanto a lo que gobierna nuestra atención que son: las tenden-
cias y la voluntad. Por eso se dice que “no hay peor ciego que el que no quiere ver”.

37 “El sentido es una potencia pasiva que está ordenada naturalmente para ser inmutada por los sensibles exteriores”
(sensus est potentia passiva quae nata est inmutari ab exteriori sensibili) (S. Th. I, 78, 3).
38 Cf. S.Th. I, 75, 3 ad 2.
39 La fórmula completa es: “Sintiere non est proprium corporis, neque animae, sed coniuncti” (S. Th., I, 77, 5).
64
4º) Es una intuición: la relatividad de la sensación (o conocimiento sensible) no impide que
sea una intuición. Se llama intuición, propiamente, a todo conocimiento inmediato de un objeto
concreto presente. Y en el conocimiento sensible:

- El objeto es concreto y singular, pues los sentidos tienen por objeto lo singular, v. gr. “este
hombre y no el hombre”; “este color y no el color”.

- Por otra parte, el objeto está presente a los sentidos. No se hace presente de modo material
sino intencional (por medio de su acción o de su especie), pero con esa presencia basta.

- Y además el conocimiento sensible es inmediato, porque se produce sin “discurso”, sin


razonamiento. La sensación da lo real sin necesidad de razonar.

5º) Es un conocimiento objetivo: La sensación, como se dijo antes, da “lo real” sin que haya
necesidad de razonar.

Por todo lo cual podemos concluir este punto sobre la naturaleza de la sensación definiéndola
como una especie de conocimiento, que se produce por la asimilación intencional (representativa)
de la facultad sensitiva con el objeto conocido (al sensible externo). Dicho de otro modo, es la
representación intencional de un objeto material y concreto, hecha por los sentidos.

2) La génesis de la sensación

El proceso de la sensación externa comprende tres pasos que son:

1. Proceso físico-químico: que es la impresión producida por la cualidad objetiva (estímulo


excitante) en las terminaciones de los órganos sensoriales (conos y bastoncitos del nervio óptico,
corpúsculos táctiles, etc.).

2. Proceso fisiológico: corriente nerviosa centrípeta, producida vitalmente por el órgano


sensorial. Es una reacción vital contra el estímulo externo, de orden superior al físico-químico.

3. Proceso psíquico: aquí se da la sensación propiamente dicha, es decir, la representación vital


del objeto material concreto y presente que ha inmutado al órgano sensorial. Dicha representación es
producida, parte por el órgano animado, parte por el estímulo que lo está impresionando. Es lo del
axioma: “A partir de la potencia y del objeto nace el conocimiento” (ex potentia et obiecto paritur
notitia).

Dicho de otro modo, estando presente el objeto externo en las debidas circunstancias (una
campana que vibre, un cuerpo que emita o refleje la luz), los estímulos (vibraciones sonoras o
luminosas) se propagan por el medio según las leyes físicas y llegan a los órganos periféricos; en éstos
se producen ciertos procesos físico-químicos y fisiológicos, específicos para cada sentido, que se
transmiten a los centros cerebrales: reacciona el compuesto orgánico y produce el acto de la sensación
externa (audición del sonido, visión del objeto).

Por lo tanto, el conocimiento sensible envuelve dos elementos:

a) Elemento pasivo: es la impresión o modificación orgánica, producida por el objeto sensible


(especie impresa). En la sensación influyen por un lado la facultad vital y por el otro el objeto sensible.

La facultad sensible cognoscitiva, por sí sola, no es principio adecuado de conocimiento, sino


que necesita del concurso del objeto para conocer.
65
El objeto, entonces, puede influir en la facultad de dos modos:

- Inmediatamente: per se, cuando está presente y unido íntimamente a la potencia (como
sucederá en la visión beatífica).

- Mediatamente: siempre que el objeto no puede unirse por sí mismo a la potencia para
fecundarla y determinarla al acto.

En este segundo caso es que el objeto influye en el sentido imprimiéndole cierta excitación o
virtualidad llamada especie intencional impresa.

Especie: porque es como una forma, imagen o semejanza del objeto.


Impresa: para distinguirla de la especie expresa, es decir, el objeto en cuanto conocido. Esta
especie impresa es producida por la potencia cognoscitiva (sensibilidad o imaginación) ya en acto.
Esta especie impresa también puede llamarse “especie o imagen vicaria” porque hace las veces del
objeto.

Se puede definir, entonces, a la especie impresa como: La cualidad o impresión


representativa del objeto sensible producida por el objeto en la potencia orgánica para
completarle y concurrir con ella a la producción de la sensación o conocimiento del objeto
mismo.

Explica Ibero40: “La imagen real formada en la retina por la convergencia de los medios
dióptricos del ojo es de naturaleza física; la corriente o perturbación que se propaga desde la retina
hasta el área estriada cortical es de condición fisiológica. La impresión que esa corriente y
perturbación orgánica estampa en la potencia sensitiva que radica en todo ese trayecto es de índole
psíquica (que sería la especie impresa en el vocabulario escolástico) como que es el antecedente
inmediato de la sensación… Las impresiones retinianas se transmiten a los centros nerviosos no de
modo que se formen imágenes reales del objeto dotadas de luz y colorido, sino en modo de imágenes
virtuales porque no siendo ellas visibles, hacen visible el objeto para la sensación, de donde se
derivan”.

Los antiguos, que creían que en la vista no se daba una acción física del objeto en el órgano, se
creían obligados a inventar una nueva entidad, un “algo” que actuase la potencia visiva (¿un ángel?), y
por analogía hicieron lo mismo con los otros sentidos.

Pero hoy nadie duda que en todos los sentidos se da inmutación física, tanto externa como
interna: que en toda sensación precede la acción del objeto que afecta al órgano íntegro sensorial
(acción física y fisiológica), y que esta acción, en cuanto afecta también a la facultad cognoscitiva
(parte constitutiva del sentido externo) puede rectamente llamarse psíquica (o espiritual en la
terminología escolástica)41.

Aristóteles y toda la escolástica parten del principio de que la sensación es acto común del
objeto sensible y de los sentidos, y que, por lo mismo, supone la unión íntima del cognoscente con el
objeto cognoscible. El objeto cuando no puede unirse al sujeto por su propia realidad material, se une
por una acción sui generis representativa del mismo objeto que es la especie. El sentido, dice
Aristóteles, recibe la forma sensible sin la materia, como la cera recibe la impresión del sello sin
recibir el hierro o el oro del que está hecho. El objeto exterior es como el sello, la cera es el senti do, lo

40 Psicol. Emp. p. 235.


41 Cf. Monaco, Psychol, p. 309.
66
modelado de la cera vendría a ser la especie impresa en la que conocemos el sello (que no hemos visto
tal cual es).

b) Elemento activo: es el conocimiento del objeto, producido por la potencia sensitiva,


inmutada por el objeto sensible. El conocimiento, por ser un acto vital, no puede consistir en la
recepción pasiva de la especie sensible sino en la acción inmanente que la facultad cognoscitiva,
aptamente dispuesta, produce en sí asimilándose al objeto. Esta semejanza o asimilación intencional
es el conocimiento mismo, y se llama especie expresa, la que se puede describir como: “La imagen
intencional del objeto, producida por la cooperación del objeto mismo o de su especie impresa y
de la potencia cognoscitiva”. Esto se da en la imaginación como lo expresa Santo Tomás en Quodl. 5,
2 ad 2:

“Solución. El conocimiento del sentido exterior se perfecciona por la sola inmutación de lo sensible en el
sentido: por la forma impresa, por lo sensible en el sentido, éste siente. En efecto, el mismo sentido
exterior no forma para sí alguna forma sensible, sino que esto lo hace la fuerza imagi nativa, cuya forma
de algún modo es semejante al verbo del intelecto”.

3) Explicación sobre la sensación

11) El sentido permanece en potencia de sentir mientras no sea excitado por el objeto externo.

21) El objeto actúa según su naturaleza según aquello de que “el obrar sigue al ser (y lo
manifiesta)” (operari sequitur esse).

31) Esta acción no es puramente material porque tiene su origen en la forma del objeto. Esto
basta para asegurar el “parentesco” requerido entre los dos términos para que sea posible una unión.
No parece necesario hacer intervenir los astros ni los ángeles para explicar la sensación.

De modo que la acción del objeto sobre el sentido es portadora de una forma que es recibida
por un sentido apto para recibirla. Por eso se dice que:

- en el orden entitativo, el sentido consta de: el órgano sensorial, que se comporta como
“materia”; y la facultad, que hace las veces de “forma”;

- en el orden operativo, el sentido (constituido de órgano y facultad) se comporta como


“materia” respecto a su objeto, que es la “forma”.

41) El sentido recibe la acción del objeto según su naturaleza, pues “lo que se recibe se recibe al
modo del recipiente”. Y esta pasión del sentido es la especie impresa.

Ahora bien, esta pasión del sentido es la misma acción del objeto porque: actio et passio sunt
idem. La acción y la pasión son ontológicamente idénticas: la pasión es la misma acción en cuanto
recibida.

51) El sentido reacciona según su naturaleza, es decir, conociendo. La naturaleza misma del
sentido está hecha para que conozca cuando es excitado.

61) Por lo dicho es que la sensación también puede ser definida como: “El acto común del que
siente y lo sentido”42.

42 AActus communis sensati et sensus@ (De Anima, III, 2, 352).


67
Esta definición manifiesta los dos elementos en el conocimiento sensible (pasivo y activo) y
marca la unión entre ambos, pues es un mismo acto que, en cuanto brota del objeto es “excitante” y en
cuanto que es recibido por el sentido es “excitado” (conocido).

Escolio: los sentidos, ¿pueden errar?

No, o funcionan o no funcionan. Si no funcionan no hay sensación y si funcionan, funcionan bien


necesariamente.

Y esto es por lo que venimos diciendo, es decir, porque su acto es idéntico al de la cosa. Y el agente está
en el paciente cuando actúa. Solamente hay error en la interpretación de los datos sensibles y en el juicio
que se sigue de ellos (que es una acción de la inteligencia y no del sentido).

Además, los sentidos son la única función de conocimiento que nos pone en contacto con lo real o lo
existente, porque la imaginación construye imágenes y la inteligencia no conoce más que por conceptos
abstractos, dejando de lado los caracteres concretos y la existencia de su objeto; en pocas palabras, versa
sobre las esencias.

II. Los sentidos internos

A) Existencia y número

Los sentidos internos son facultades por las cuales el ser sensitivo percibe no sólo las
sensaciones externas sino también otros hechos sensibles que se realizan en su interior. En efecto, la
naturaleza no falta en lo necesario; provee a todas las cosas de lo necesario para que alcancen su fin. Y
si son diversas las operaciones que debe realizar un animal, diversas serán las facultades con las que
tiene que contar. Indagando en la vida de los animales adultos, Santo Tomás observa que éstos no
solamente necesitan aprehender los objetos sensibles presentes sino también en su ausencia, de lo
contrario no se movería en busca de lo que no tiene como de hecho vemos que lo hace. Por lo tanto
conviene al animal no sólo recibir las especies sensibles por inmutación de los sentidos sino también
retenerlas y conservarlas; y para esto se necesita de potencias distintas de la que recibe la especie
sensible.

El animal necesita percibir intenciones que no percibe el sentido externo, por ejemplo:

1) Necesita discernir entre los diversos sensibles para elegir lo conveniente; y esto pertenece al
sentido común.

2) Necesita buscar las cosas ausentes porque no siempre las tiene a mano; y para esto tiene la
imaginación que le representa las sensaciones recibidas antes de los objetos ahora ausentes.

3) Necesita de memoria para ser capaces, v. gr., de volver a sus nidos y reconocer a su prole y
de ser amaestrados. La memoria es justamente la que le da las sensaciones pasadas en cuanto pasadas.

4) Necesita también el animal, buscar lo provechoso para la conservación de la propia especie y


evitar lo nocivo. Y esto aún antes de toda experiencia. Esto se lo proporciona la estimativa o “fuerza
estimativa” (lo que los modernos llaman “instinto”)43.

B) El sentido común

El sentido común no es el “buen sentido”, común a todos los hombres, es decir, la inteligencia
en su actividad espontánea (es la lógica natural), ni tampoco es un sentido que tenga por objeto los

43 Cf S.Th. I, 78, 4.
68
“sensibles comunes”. El sentido común es un sentido interno. Se llama sentido común porque es la
raíz y principio de los sentidos externos y tiene como objeto todos los sensibles de los sentidos
externos y sus mismas sensaciones. Sus funciones son fundamentalmente dos:

1ª) El juicio de discreción al que se remiten como a su término común todas las percepciones
sensoriales. Esta función permite al sentido común comparar cualidades sensibles de orden diferente,
como por ejemplo, un color y un sabor. Ante un terrón de azúcar, nosotros distinguimos y unimos
cualidades de orden diferente: distinguimos lo blanco de lo azucarado y lo referimos a un mismo
objeto. Pero para hacer esta comparación es necesario probar o comparar a la vez los dos términos. Y
esto ningún sentido particular puede hacerlo: la vista distingue el blanco y el rojo, porque son dos
colores, pero no lo blanco y lo dulce, porque ella no experimenta lo dulce; igualmente, el gusto
distingue lo dulce y lo amargo, pero no lo dulce y lo blanco, porque no percibe los colores. Por
consiguiente hay que admitir en el hombre una función única que experimenta las diversas sensaciones
y las compara. A esta función se la llama sentido común.

2ª) El percibir los actos de los sentidos, como cuando uno ve que ve. Nosotros conocemos
nuestras sensaciones; no sólo sentimos el objeto, sino que sabemos que lo sentimos. Ahora bien, un
sentido no puede reflexionar sobre sí mismo porque es orgánico. El ojo ve los colores, pero no puede
ver su visión de los colores 44. Así, pues, hay que admitir una función de conocimiento singular que
tiene por objeto los actos directos del conocimiento sensible. Y éste es también el sentido común.

2) Naturaleza del sentido común

11) No es una función de reflexión, un volver sobre sí mismo, sino que simplemente tiene
como objeto las sensaciones de los demás sentidos.

21) No es una función intelectual, porque lo propio de la inteligencia humana es abstraer y el


sentido común no abstrae. Es una función sensible, que tiene por objeto este fenómeno concreto que es
la sensación de un objeto determinado.

31) Es superior a los sentidos externos, en el sentido de que sus objetos no son exteriores sino
que actúa sobre nuestra propia sensación de los objetos.

41) El sentido común es la raíz o el principio de la sensibilidad. Del sentido común procede
la capacidad de sentir de los cinco sentidos y en él se terminan las impresiones que reciben de sus
objetos. Dice Verneaux: “Por ello el sentido común no resultaría mal designado con el nombre de
conciencia sensible”45.

En el sentido común se da lo que Fabro llama la organización primaria de la que hablaremos


más adelante.

C) La imaginación o fantasía

Es la facultad interna que conserva las semejanzas de las cosas percibidas por los sentidos
externos, las reproduce, aún en ausencia de las cosas, y las combina de diversas maneras (esta última
función es solamente propia de la imaginación humana).

44 44 “Ningún sentido se conoce a sí mismo, ni su operación. La vista no se ve a sí misma, ni ve que ve” (nullus sensus
seipsum cognoscit nec suam operationem. Visus enim non videt seipsum, nec videt se videre, S.C.G. II, 65).
45 Filosofía del hombre, p. 67.
69
1) Descripción de la imaginación

La fantasía es una función de conocimiento, porque su función es representarse un objeto. Pero


es un conocimiento sensible, porque su objeto sigue siendo concreto. Lo que distingue a la imagen de
la sensación es que su objeto es irreal. La imagen no es la presentación sino la “re-presentación” de un
objeto real, en ausencia de éste. Santo Tomás explica que para que el animal reciba las formas
sensibles ha sido dotado de los sentidos externos y del sentido común que reúne en sí todas las
sensaciones, pero que además ha sido dotado de la fantasía o imaginación para conservar esas
formas46.

Cornelio Fabro dice que la vida psíquica no puede terminar en el sentido común porque
entonces toda la vida del animal –y del hombre– estaría en completa dependencia del mundo exterior;
no tendría aprehensión alguna ni sobre el pasado ni sobre el futuro; no podría extraer valoración prác-
tica alguna de los objetos en relación con sus propias necesidades –útil o nocivo–. Pero –sigue
diciendo– sabemos por experiencia que el sentido común no es más que la puerta que introduce en la
vida interior, “el intermediario” entre el mundo externo y el interno del sujeto. Lo que el sentido
común hace es presentar el objeto, a lo que le siguen en el alma la representación de ese objeto; y esto
es lo que hace la imaginación. Esta representación a cargo de la imaginación se llama imagen.

2) Funciones de la Imaginación

La imaginación tiene en realidad tres funciones:

1ª) Conserva las imágenes de las sensaciones anteriores. Por eso Santo Tomás la llama
“depósito de las formas recibidas en los sentidos”. Es lo que comúnmente –pero equivocadamente– se
llama memoria. Por la sensación, el sujeto recibe una nueva forma, la del objeto, sin perder la suya
propia. Cuando la sensación cesa, esa forma queda en la imaginación (“se conserva”).

2ª) Reproduce esas formas conservadas. Es la función llamada evocación y consiste en hacer
aparecer, en el campo de la conciencia, las formas conservadas. Esta reproducción puede ser
espontánea, cuando se realiza sin impulso extraño; o voluntaria, si obedece al influjo de la voluntad, y
en este caso se llama reminiscencia. La imaginación con frecuencia entraña errores. Los casos más
serios de estos errores son la ilusión y la alucinación.

* La ilusión es una imagen evocada por una sensación presente, pero más viva y precisa que
ella, de tal modo que creemos ver lo que sólo imaginamos (por ejemplo, tomar una palabra por otra
cuando leemos).

* La alucinación es una imagen viva y precisa sin objeto que le corresponda, aunque esa
imagen es reproducida con ocasión de una sensación.

3ª) Modifica y combina las imágenes evocadas formando otras nuevas. En este sentido se llama
a la fantasía “creadora”, y porque supone la reflexión sobre las imágenes ya tenidas, es algo propio de
los hombres.

D) La estimativa

La doctrina de la estimativa y de la cogitativa constituye una de las concepciones más notables


de la psicología sensible que venimos estudiando.

46 S. Th. Iª, 78, 4, c.


70
1) Existencia de la estimativa

Es un hecho que los animales “se dirigen” hacia ciertos objetos o les “huyen”, no solamente
por cuanto éstos tienen una relación favorable o desfavorable con tal sentido particular (por ejemplo,
tal color para la potencia visiva, o tal sonido para la potencia auditiva), sino también por cuanto son
útiles o perjudiciales para la naturaleza del individuo considerado en su totalidad. La oveja –gusta
decir Santo Tomás– huye del lobo, no en razón de su color o de su figura –es parecido al perro–, sino
en cuanto es dañino para su naturaleza; y, de modo semejante, el pájaro recolecta pajas, no por el
placer que produce a sus sentidos, sino en cuanto le resulta útil para el nido que se está construyendo.
Es evidente que tales objetos, es decir, la razón de “utilidad” o de “perjuicio”, no caen bajo ninguno de
los sentidos vistos hasta aquí; además, en el animal cuando menos, no se puede decir que hayan sido
percibidos por una inteligencia que no existe. Debe concluirse, por tanto, que hay un poder –o mejor,
una potencia– que tiene por objeto esas relaciones no sensibles (intentiones insensatæ, les llama Santo
Tomás), a partir de las cuales las potencias afectivas y motrices podrán reaccionar.

La teoría de la “estimativa” que acabamos de exponer parece haber sido inventada para
explicar ciertas reacciones originales de los animales. Pero, ¿no se encuentran también en el hombre, al
nivel de su actividad sensible, movimientos semejantes? No hay razón de peso para negar la existencia
de este sentido interno.

Se intuye, no obstante, que en un psiquismo más elevado, como es el del hombre, esta potencia
deberá tener una condición especial, dependiendo esto de la influencia que sobre ella ejercerá la
inteligencia, que es la facultad superior de gobierno. Por esta razón se le ha reservado un nombre
particular: en la tradición agustiniana, se hablaba en un sentido conexo de ratio inferior; Santo Tomás
adopta el término cogitativa.

2) Función de la estimativa

Es conocer la utilidad o nocividad de las cosas percibidas, lo cual no es conocido por ningún
sentido externo. Santo Tomás la llama intentio insensata. La estimativa supone, por un lado, la
percepción de un objeto (la sensación); pero también la imaginación de otra cosa, no dada, y que es el
efecto o la acción futura de la cosa percibida. Es decir, que de alguna manera “se imagina” lo futuro
(se forma una imagen de algo que se dará en el futuro), como el caso de la oveja que huye en la
presencia del lobo no porque éste sea negro o flaco sino porque “ve” (percibe e imagina) en él un
peligro real.

En el animal, la estimativa es lo que más se acerca –aunque la diferencia es abismal– a la


inteligencia humana, porque en ella hay también un cierto principio de abstracción, captando una
determinada relación (del objeto percibido con la acción futura del mismo). Pero no es inteligencia
porque no capta lo universal, sino que se mantiene siempre en lo concreto. En el ejemplo de la oveja,
el animal “capta” el peligro, no la naturaleza del lobo ni la suya propia; “percibe” algo nocivo para sí,
no abstrae conceptos.

En el hombre , la cogitativa es del mismo orden que la estimativa pero más perfecta, en cuanto
que el instinto de los animales –dice santo Tomás– está perfeccionado en el hombre por cierta afinidad
y aproximación a la razón universal que refluye sobre ella 47. Siendo más precisos, la “cogitativa” se
distingue de la “estimativa” en que tiene un campo de ejercicio más extenso y, sobretodo, en que ella
puede, en razón de su proximidad con las facultades superiores, efectuar en el orden concreto
relaciones que limitan con síntesis propiamente intelectuales. Por este motivo a la cogitativa también
se la conoce como ratio particularis, que es el fundamento de la experiencia humana: compara casos
particulares para obtener una regla práctica de acción.

47 Cf. S. Th., I, 78, 4, ad 5.


71
En esta contigüidad con la vida del espíritu la cogitativa debe jugar un papel extremadamente
importante. Entre el sentido, que actúa sobre lo singular y concreto, y la inteligencia, que es la facultad
de lo universal y abstracto, la cogitativa desempeña de algún modo el papel de mediador. Ella
interviene en la constitución de los esquemas imaginativos (fantasmas) que servirán de materia a la
intelección; y a ella la encontramos cuando se trata de adaptar los imperativos superiores de la razón a
la acción del mundo sensible. Si, por ejemplo, yo quiero escribir (imperativo de la razón), es la
cogitativa la que pone en relación, en mi espíritu, esta lapicera determinada que tengo entre mis dedos
con el fin perseguido, es decir, con los caracteres que deben trazarse sobre esta página blanca que está
frente a mí48.

E) La memoria

La conservación y la simple reproducción de las impresiones sensibles es, como se ha dicho, el


acto de la imaginación. Sin embargo es de experiencia que no sólo se conservan en nuestro espíritu las
imágenes (o formas) sino también esas relaciones abstractas o intenciones que había concebido la
cogitativa en una imagen concreta. Es lo que corresponde al último de los sentidos internos: la
memoria.

1) Función de la memoria

La memoria es, según lo dicho, el “tesoro” de las intentiones insensatae percibidas por la
cogitativa; la memoria las despierta en la conciencia al mismo tiempo que las imágenes. Pero el
carácter verdaderamente distintivo de esta potencia es, para Aristóteles, el poder que tiene para
representarse las cosas como pasadas, sub ratione praeteriti. De manera que la memoria es aquella
facultad que hace revivir en nuestra conciencia las imágenes ya conocidas pero, a diferencia de la
imaginación, en cuanto pasadas. El objeto formal de la memoria es, por tanto, el pasado. Su acto
propio entonces es el reconocimiento de los recuerdos; o el recuerdo como tal, es decir, una imagen en
su referencia al pasado y esto es el recuerdo como “contenido” u objeto representado en ese acto.

Así como la estimativa percibe la relación entre un objeto presente y el contenido de valor (o
intenciones) que dicho objeto tiene para el sujeto en un futuro inmediato; así la memoria, a raíz de
percibir un objeto presente, considera imágenes semejantes de objetos que ya pasaron. En ambos casos
uno de los términos de la relación no es dado (no está presente) y por tanto la relación misma no puede
ser percibida por los sentidos.

2) Condiciones de la memoria

La memoria requiere, además de una imagen presente, una cierta percepción del tiempo, pero
no el tiempo como concepto abstracto, ni como medida de tipo objetivo (años, meses, días, etc.) sino
que supone solamente la percepción concreta de la duración interior, que es lo que se da en llamar
tiempo subjetivo y que es la simple impresión de lo “ya visto”. Se dice que se recuerda una cosa
cuando se puede referir su percepción al pasado. Por ejemplo, cuando digo: “Ayer me encontré con tal
persona”, la imagen de este acontecimiento se presenta en mi conciencia con su situación en el tiempo.
¿Cómo se opera esta reproducción de la imagen y de las intenciones evocadas en un momento del
tiempo? Esta percepción supone a la vez dos cosas:

1º) La sucesión de los estados interiores.


2º) La identidad personal, ésto es, que yo subsisto a través del cambio.

48 Para un estudio más profundo de la cogitativa, puede verse: Fabro, Percepción y pensamiento; Summa Theologica,
BAC III, Introducción, p. 54-82.
72
De modo que hay un movimiento en mi interior en cuanto que evoco una imagen ya pasada
como pasada pero yo, como sujeto en ese movimiento, permanezco, no cambio. Por eso es que, en
cierto sentido, puede decirse que lo que fundamenta la identidad personal es la memoria.

Anexo: Las organizaciones sensoriales

P. CORNELIO FABRO, Percepción y pensamiento, EUNSA, Pamplona (1978).

Lo que vamos a tratar aquí brevemente –y servirá de conclusión a los capítulos sobre los
sentidos externos e internos– es cómo los sentidos se organizan entre sí partiendo de los sensibles.
Vamos a considerar una teoría aceptada por todos: “La aprehensión de los sensibles comunes (per se)
se inicia con los sentidos externos pero no se completa adecuadamente más que a través de la
elaboración combinada del sentido común y de la fantasía”. Ahora bien, qué pasa con los sensibles per
accidens. ¿Son ellos objetos de la sensibilidad o de la inteligencia?; o planteado de otro modo ¿agotan
el sentido común y la fantasía todas las formas de organización de la sensibilidad interior?

Thomas Werner Moore (un neoescolástico que quiso acercar la psicología aristotélica-tomista a
la contemporánea) dice que toda la actividad de organización de la experiencia sensible interna se
concentra bajo la denominación genérica de “sentido sintético o sentido común”. Pero, analizando más
detenidamente el art. 4 de la cuestión 78 de la Summa, se observa que el Aquinate distingue como dos
órdenes u organizaciones entre los sentidos internos:

1º) Los sentidos internos formales


2º) Los sentidos internos intencionales

1º Los sentidos internos formales

Son aquellos por los cuales los animales perfectos reciben y retienen las formas de las cosas. A
estas funciones, que son distintas, le corresponde a cada uno una facultad. Dichas facultades o
potencias son los dos sentidos formales: el sentido común que recibe la forma, y la imaginación que
la retiene en una imagen.

2º Los sentidos internos intencionales

Como no basta con que el animal se regule respecto a cuanto le produce placer o dolor según el
contenido puramente sensible de los objetos presentes, es necesario que aprenda algunos valores
concretos, llamados intenciones, que le interesan para vivir y que no pueden ser captados por los
sentidos externos. Como para las formas, también para las intenciones es necesario una facultad que
las reciba y otra que las conserve. Así tenemos los otros dos sentidos intencionales que son: la
estimativa (cogitativa) que capta el valor de útil o nocivo; y la memoria que los conserva como tales y
como pasados.

3º Diferencia entre sensibilidad animal y humana

Cornelio Fabro va a notar que tal diferencia no está en los sentidos formales porque los órganos
de ambos son semejantes, sino en los sentidos intencionales porque mientras el animal no puede llegar
por sí de nuevo a las aprehensiones que han de regular las conductas fundamentales (están en su
naturaleza: instinto), el hombre, en cambio, sí lo puede hacer por medio de una confrontación de
valores que de hecho ha ofrecido la experiencia pasada. Es, entonces, esta distinción entre los
contenidos sensoriales de “formae” et “intentiones” (que santo Tomás mantiene firme en casi todas sus
obras), la que permite que se distingan dos organizaciones: una primaria y otra secundaria.

73
Aclaremos primero bien, las nociones de “forma e intentio”. La distinción entre ambas y la
introducción de estas nociones en la teoría del conocimiento se deben a la filosofía árabe de Avicena y
Averroes.

FORMA: es el contenido ontológicamente “neutro” de los objetos, es decir, sin valoración, tal
como es dado por las cualidades exteriores: los “sensibles per se”.

INTENTIO: es un contenido de valor real, elaborado por la cogitativa y conservado por la


memoria, que se funda en la naturaleza del objeto y que a la vez interesa al sujeto que lo considera.
Pero por el hecho de que siempre es un contenido concreto se lo puede llamar en cierto sentido
“sensible”. El P. Fabro dice aquí que estas intentiones insensatae de las que habla Santo Tomás
coinciden exactamente con lo que nosotros conocemos como “sensibles per accidens”49.

Aclaradas las nociones de forma e intentio debe afirmarse lo siguiente:

1º) El dato propio y específico de cada sentido singular son cualidades indiferenciadas: una
mancha de color; una impresión táctil, térmica, dolorosa, etc., que, aunque sea extensa no es
configurada, es decir no se percibe aún la figura (sensible per se propio).

2º) Los caracteres de figura y de movimiento suponen una cierta síntesis primitiva (aquí hay
una configuración de una forma) que es una condición indispensable para la aprehensión del
significado de los objetos (sensible per se común).

3º) A continuación de ésta “síntesis primaria” se encuentra una “síntesis secundaria” que dice
relación a la percepción de los objetos como tales, es decir, que es aquí donde se da una interpretación
del objeto50. Concluyendo, pues, puede afirmarse que:

* En los sentidos externos hay una organización rudimentaria en la que se captan los sensibles
per se propios.

* En los sentidos internos hay dos organizaciones:

a) Una organización primaria: en la que preside el sentido común organizando lo captado por
los sentidos externos y elaborando una forma que presenta a la imaginación para que ésta la re-
presente en una imagen.

b) Una Organización secundaria: en la que preside la cogitativa dándole al objeto una


determinada valoración, un determinado significado que después guardará la memoria.

Por esto se dice que la cogitativa es la facultad que dirige en el hombre a todos los sentidos
internos en la preparación del “fantasma”, término de la organización sensorial secundaria y materia
sobre la cual actuará la inteligencia. Y la cogitativa puede organizar la experiencia de los sentidos en
orden al entender en cuanto se encuentra en contacto con el entendimiento y participa de alguna
manera del mismo.

49 El ser intencional es, en general, el modo de ser que tienen los objetos en cuanto son conocidos; y en cierto sentido
tanto la “forma” como la “intentio” tienen ser intencional. Pero la “intentio” propiamente dicha, en un sentido gnoseológico
más riguroso, dice relación al significado concreto que tienen los objetos, tanto para el animal como para el hombre. Y por
eso la “intentio” se refiere solamente al contenido de la cogitativa y de la memoria, como, por su parte, la “forma” se
refiere al contenido del sentido común y de la imaginación. La “intentio” para el animal viene dada naturalmente con la
estimativa, mientras que en el hombre la cogitativa tiene que realizar un complejo trabajo interior (Fabro).
50 Se puede completar este tema viendo casos patológicos de Percepción y pensamiento, p. 200.
74
CAPÍTULO VII

EL APETITO SENSIBLE

I. El apetito en general

Junto a nuestros actos de conocimiento, el análisis más elemental distingue en la corriente de


nuestra vida psíquica todo un conjunto de actos: deseos, voliciones, sentimientos y afecciones diversas
que evidentemente son de otro orden. Esta constatación conduce a reconocer la existencia, además de
nuestras potencias cognoscitivas, de un grupo de facultades que se denominan apetitivas (si se acentúa
el aspecto tendencial de su actividad), y afectivas (si se quiere, por el contrario, subrayar su
comportamiento respecto al sujeto).

Al contrario de algunas doctrinas más recientes, la psicología aristotélica refiere a las mismas
facultades estos dos aspectos de la vida afectiva. Así, desear o querer un objeto, y gozarlo o padecerlo
son actos de una sola facultad.

De lo dicho resulta que para el conjunto del psiquismo humano se deben distinguir solamente
dos y no tres grandes órdenes de facultades: las facultades del conocimiento y las facultades de
apetencia; división que tiene su fundamento en la metafísica general de la acción51.

A) Definición de apetito

La noción general es muy simple: el término “apetito” expresa inclinación, tendencia, amor.
“Apetecer no es otra cosa que dirigirse (encaminarse) a algo, casi un tender a algo ordenado a ello”
(appetere nihil aliud est quam aliquid petere, quasi tendere ad aliquid ad ipsum ordinatum52).

1º) Hay que notar ante todo que las nociones de apetito y de bien son correlativas. No se
puede definir el bien de otro modo que como el término de un apetito, ni definir el apetito de otro
modo que como una tendencia hacia un bien53.

2º) Por otra parte, el apetito es realista, e incluso extático: versa sobre el bien “en sí”, real, tal
como es concretamente. No se satisface con bienes imaginarios o puramente ideales. Santo Tomás
opone el conocimiento y el apetito del modo siguiente: “El acto de la potencia cognoscitiva es según
que lo conocido está en el cognoscente. Pero el acto de la virtud apetitiva está ordenado a las cosas
según que son –existen– en sí mismas” (actus cognoscitivae virtutis est secundum quod cognitum est
in cognoscente. Actus autem virtutis appetitivae est ordinatus ad res secundum quod sunt in seipsis54).

3º) Por otra parte, el apetito puede ser él mismo la fuente de un conocimiento original que
se llama conocimiento por connaturalidad. En efecto, un objeto puede ser conocido por la simple
51 Para la doctrina sobre el apetito sensible (o afectividad) en Santo Tomás, cf. De Veritate, q. 25, aa. 1-2; Summa
Theologica, I, q. 80, aa. 1-2; q. 81, a. 1-2.
52 De Veritate, 22, 1.
53 Esto ya nos permite tomar posición respecto de la “filosofía de los valores”, que actualmente está de moda. En efecto,
hay un relativismo esencial, al valor, en el sentido de que los bienes y los males no pueden definirse más que con relación a
las tendencias, y en definitiva con relación a los seres que tienen las tendencias. Pero el principio de relatividad, aquí como
en todas partes, no da nacimiento a una doctrina relativista más que si solamente se aplica a medias. Pues si el bien es
relativo al apetito, inversamente el apetito es relativo a un objeto, el cual debe poseer una perfección capaz de satisfacer el
apetito, una cualidad real que lo haga amable y sobre la que nuestras disposiciones, nuestros deseos, nuestra libertad no
tiene influencia, cualesquiera que sean nuestros deseos (por ejemplo, no podemos hacer que una piedra sea buena para
comer ni atribuirle un valor nutritivo por más que se desee).
54 S.Th. I, 19, 6. Cf. 1, 16, 1; De Veritate, 2, 1, 4.
75
conciencia de la tendencia que nos lleva hacia él. Así en el plano sensible el hambre define, de un
modo confuso pero muy concreto, los alimentos. En el plano moral sobre todo, una virtud (como la
justicia o la castidad) ilumina al hombre sobre lo que es conforme o contrario al bien que ama, y lo
ilumina mejor de lo que podría hacerlo la ciencia moral55.

4º) Finalmente, hay que notar que el conocimiento es propio de los vivientes superiores,
mientras que el apetito se encuentra en todo ser, incluso en los cuerpos brutos. Toma diversas formas
según que se despierte espontáneamente, con independencia de todo conocimiento (porque es innato
en la naturaleza del ser); o bien, por el contrario, que sea despertado por un conocimiento y resulte de
él. En el primer caso se llama natural, en el segundo elícito56.

B) El apetito natural

1) Noción de apetito

En todo ser, incluso no dotado de conocimiento, existen tendencias que se dirigen a ciertos
bienes o fines; tales tendencias derivan no del conocimiento, sino de la naturaleza del ser. Es ésta una
tesis muy firme que puede demostrarse de dos modos, en el fondo muy próximos: por el principio de
causalidad o por el principio de finalidad.

a) El principio de causalidad puede expresarse de diversas maneras. Nosotros lo tomaremos


bajo la forma: la acción sigue al modo de ser, todo ser es principio de acción, todo ser tiende a actuar.
Tiende a actuar por la acción en sí misma, sin que obtenga de ella ningún beneficio (como es el caso de
los cuerpos brutos cuya actividad es transitiva). Tiende también a actuar para adquirir una perfección
(y éste es el caso de los cuerpos vivientes cuya actividad es inmanente). Pero en ambos casos, el ser
tiende hacia un bien, la acción o el objeto, que es definido por su naturaleza misma. Tiene una
inclinación natural a la acción.

b) El principio de finalidad nos da una prueba aún más directa. Su fórmula es: todo agente obra
por un fin. El ser está orientado hacia un fin, que tiende a él por sí mismo si se le deja a sí mismo,
porque actúa siempre de la misma manera. Es su actividad natural. Se opone a la acción violenta, o
violentada, que se le impone desde fuera por una fuerza superior, contra su naturaleza y su inclinación
natural. Esta distinción cobra toda su importancia en el caso de los actos humanos, pues la primera
condición para que sean responsables es que emanen de la voluntad y no sean violentados.

Los apetitos naturales son innatos, inscritos de algún modo en la naturaleza misma del ser. Sin
embargo en todo ser pueden descubrirse dos principios, uno lejano y el otro próximo.

a) El principio remoto (lejano) de los apetitos naturales es el Creador de la naturaleza. La


existencia de estos apetitos proporciona una base sólida para una prueba de la existencia de Dios: es la
quinta vía de Santo Tomás. Se apoya sobre el orden del mundo. Pero el orden no debe entenderse en un
sentido vago y superficial, el orden aparente del conjunto del universo. Debe entenderse en un sentido
metafísico, como orientación de todo ser hacia su bien. Ahora bien, la razón última de esta orientación
no puede ser más que una inteligencia creadora de la naturaleza de cada ser. Pues, por una parte, la
orientación no está sobreañadida a una naturaleza amorfa que existiese antes, sino que está inscrita en
la naturaleza desde su origen. Y para ello se requiere una inteligencia, porque el fin no existe aún, debe

55 Cf. S.Th. I, 1, 6 ad 3; II-II, 45, 2


56 Un apetito natural puede hacerse consciente (en el hombre, por ejemplo) y no deja por ello de ser natural, no se
convierte en apetito elícito. En el plano sensible, a un apetito así natural y consciente, podríamos reservar el nombre de
necesidad, por oposición al deseo, apetito elícito despertado por la percepción de un bien. De hecho, las dos formas a
menudo se interfieren: tengo hambre, y experimento la necesidad de un alimento cualquiera; después, al percibir un pastel,
lo deseo. Cuando la libertad entra en juego, las cosas se complican aún más, pues entonces se puede, ya ratificar un apetito
natural, ya mortificarlo, o incluso contradecirlo eligiendo como fin un objeto que es contrario a la naturaleza del hombre.
76
ser concebido para que puedan ser adaptados los medios aptos para realizarlo. La adaptación de
medios con vistas a la realización de un fin es característica de la inteligencia.

b) Si consideramos ahora al ser que está orientado, podemos preguntarnos de dónde derivan sus
apetitos, esto es, cuál es el principio próximo de tales apetitos. Lo que constituye al ser en su
naturaleza es su forma; porque es ella la que especifica la materia de modo que sea un cuerpo y no
otro. Podemos, pues, enunciar el principio: “quamlibet formam sequitur inclinatio”, un apetito deriva
de una forma.

2) Valor de los apetitos naturales

El apetito natural, como todo apetito, se dirige hacia el bien en sí. Pero además, siendo ciego,
no puede equivocarse ni desviarse; es necesariamente recto; este privilegio deriva de que es natural.
Aquí rige el principio: “un deseo natural no puede ser vano” (desiderium naturae nequit esse inane).
Este principio está en el centro de la teología de la gracia. Los términos del problema son los
siguientes: por una parte, hay en el hombre un apetito natural de la beatitud; por otra parte, esta
beatitud sólo puede encontrarse en Dios visto “cara a cara”. Es esto a la vez un dato de fe y una verdad
filosófica; en efecto, puede demostrarse que ningún bien creado puede saciar el querer del hombre. Por
último, la visión beatífica es un don de la gracia, que sobrepasa las fuerzas y las exigencias de la
naturaleza. Así, pues, tenemos que preguntarnos si el hombre sin la gracia no está en un estado de
absurdidad, animado de un deseo que no puede satisfacer; y si la gracia no le es necesaria para
asegurar la rectitud de su apetito. Pero entonces la gracia sería exigida por la naturaleza, cosa que la
Iglesia se niega absolutamente a admitir porque es negar la gratuidad de lo sobrenatural57.

Leer: S. Th., I, 80, 1.

C) El apetito elícito

Por definición, el apetito elícito es el que resulta del conocimiento de un bien. Por lo tanto,
solamente existe en los seres vivos dotados de conocimiento. La inclinación sigue a la forma, sigue al
ser. La diferencia con el caso del apetito natural procede de que, en el conocimiento, el que conoce “se
convierte” en objeto a la vez que sigue siendo él mismo; y se convierte intencionalmente, adquiere la
forma del objeto además de su propia forma. Por lo tanto, a las tendencias naturales innatas que
derivan de su propia forma, se añaden unas tendencias adquiridas que se da al conocer. De ahí se sigue
que el apetito elícito se dirige hacia lo que parece bueno; su valor depende, pues, del valor del
conocimiento que lo excita y orienta. Si el conocimiento es verdadero, significa que es conforme con
la realidad, por lo tanto, que lo que parece bueno es bueno; la tendencia que de él resulta es entonces
recta. Pero el conocimiento puede ser erróneo. En este caso, lo que parece bueno no es bueno en
realidad. Se desea igualmente, pero la tendencia está viciada. Esta idea nos prepara dificultades cuando
se trate de explicar el pecado; pero cada cosa a su tiempo.

57 No faltan soluciones para esta dificultad fundamental. Indicaremos solamente dos:


-Una, la más sencilla, es la del padre Garriga-Lagrange. Consiste en admitir que el hombre tiene dos fines: uno
natural al que puede llegar con sus propias fuerzas; otro sobrenatural que conoce únicamente por la fe y que no puede
desear ni alcanzar sin la gracia.
- La otra solución es la del padre De Broglie. Está muy bien matizada. Ante todo, la idea de que el hombre tenga
dos fines últimos no le parece satisfactoria. Por otra parte, ¿cuál es el sentido exacto del principio desiderium naturae...?.
Solamente éste: no es imposible al hombre alcanzar su fin. El principio no dice que lo alcance siempre, ni que pueda llegar
a él por sí solo, sino solamente que su fin no le es inaccesible. De ello se sigue que el apetito de beatitud es sólo una
veleidad condicional, no una voluntad plena y eficaz. Y es una llamada, una espera, un deseo ineficaz de la gracia lo que le
permitiría pasar del estado de la veleidad al estado del querer efectivo. Así la gracia no está puesta sobre una naturaleza que
no la desea en modo alguno y que puede prescindir de ella para alcanzar su fin natural. Pero a la vez queda salvaguardado
el carácter gratuito de lo sobrenatural, ya que la gracia no está de ningún modo exigida por la naturaleza. Sin la gracia, la
naturaleza humana no sería vana o absurda puesto que tendría la veleidad de un bien posible.
77
Es importante destacar la importancia de los apetitos en la vida psicológica.

-Son la raíz de toda la vida afectiva, pues los sentimientos y las pasiones son, ya tendencias, ya
estados de conciencia que resultan de tendencias satisfechas o frustradas.

-Son también el principio de la vida activa, porque las acciones son la consecuencia directa de
las tendencias.

-Por último, mandan sobre el conocimiento mismo en cuanto a su ejercicio, porque hay en el
hombre una tendencia natural a sentir y a comprender.

Leer: S. Th., I, 80, 2.

II. El apetito sensible

A) Noción de apetito sensible

La noción de apetito sensible ya ha sido definida: es una tendencia hacia un objeto concreto,
aprehendido como bueno por los sentidos; podríamos llamarla también la sensualidad despertada
por la sensibilidad. En este nivel, el apetito sigue necesariamente al conocimiento. La elección libre
supone que se conozca el bien o la bondad, y que se compare un bien particular con la bondad pura y
perfecta, con el Bien absoluto. Pero la bondad pura y perfecta no es un objeto sensible, sólo puede
concebirla la inteligencia. Por lo tanto, no hay lugar para la libertad en el juego de los apetitos
sensibles.

Sin embargo, el apetito sensible puede ser presentado como algo análogo inferior de la
voluntad. Primero, porque es, como ella, un apetito elícito. Después, porque, antes de la aprehensión
del objeto, es indeterminado, dispuesto a tener por objeto cualquier bien; de suerte que si se reduce la
libertad a la indeterminación previa de los actos, no se encuentra ninguna diferencia entre el apetito
sensible y el apetito intelectual. Por último, porque las sensaciones que se presentan en un momento
dado son tan numerosas que la conducta de un animal es la mayor parte de las veces imprevisible;
parece libre para quien la observa desde fuera.

B) Clasificación de los apetitos sensibles

Leer: S. Th., I, 81, 1-2.

El fondo es único; es la tendencia hacia un bien, o el amor de este bien. Tomamos aquí el
término “amor” en el sentido de afición o gusto por algo. Este amor es la fuente de otros apetitos
diferentes que se distinguen por su objeto formal58.

1º) Primero, la tendencia hacia un bien implica la tendencia inversa respecto del mal, a saber:
que nos separemos y apartemos de él, lo que constituye el odio. Todo odio, en efecto, está fundado
sobre un amor previo, igual que la noción o la formalidad de mal aparece solamente como la contraria
de un bien. Así, pues, los odios de un hombre solamente pueden definirse en relación con sus amores,
como derivaciones o consecuencias. Los dos movimientos inversos de búsqueda y de huida pertenecen
al mismo apetito que Santo Tomás llama concupiscible. No hay en este término ninguna apreciación
moral59.
58 Cf. S. Th. I, 81, 2.
59 Desde el punto de vista religioso, y en el lenguaje de las Escrituras, la concupiscencia es un apetito de goce
desenfrenado, es decir, desconcertado, que no está sometido al dominio de la razón, sino que conduce al hombre a actos
desordenados. El apetito concupiscible es, sin duda, la fuente o la raíz de la concupiscencia, pero provisionalmente dejamos
de lado su relación con la razón, y lo consideramos tanto en el animal como en el hombre.
78
2º) Si el bien que hemos de alcanzar se presenta como difícil o arduo, el amor se transforma en
instinto de lucha contra el obstáculo. Pues decir que el bien es arduo es decir que estamos separados
de él por algún obstáculo que debe ser superado. Ahora bien, este instinto de lucha es diferente del
apetito concupiscible, ya que hace abandonar un placer y soportar sufrimientos. Inversamente, si el
mal amenaza, el instinto de huida deja paso al instinto de resistencia. Esta tendencia se llama apetito
irascible.

3º) Lo irascible por naturaleza está ordenado a lo concupiscible, pues la lucha contra el
obstáculo sólo tiene sentido y razón de ser si es para obtener un bien. No obstante, puede
momentáneamente considerarse como independiente, pues su fin próximo es la victoria sobre el
obstáculo, e incluso antes su fin inmediato es la lucha en sí misma. De modo que puede ocurrir que
habiendo abordado un obstáculo con vistas a obtener un bien, llega a olvidarse este fin para no pensar
más que en la victoria, e incluso que se olvide este fin próximo para concentrarse en la lucha que
entonces toma razón de fin, al menos provisionalmente.

C) Las pasiones

Ante todo, la pasión es el estado del que sufre. Las facultades de conocimiento tienen, sin
duda, una cierta pasividad original, pero en seguida reaccionan, y el conocimiento es precisamente su
reacción. Mientras que el apetito es constantemente pasivo: nos sentimos atraídos por un objeto. Y sin
duda el apetito desencadena una serie de operaciones para obtener el bien atrayente; pero, tomado en sí
mismo, solamente expresa el hecho de ser atraído. Las pasiones, hoy en día, toman otros nombres:
afectos, emociones, sentimientos.

Todo sentimiento está constituido por tres elementos:

1º) El conocimiento es un elemento esencial, pues él desencadena todo el proceso y especifica


el sentimiento. Si tiemblo, es porque he visto un oso. Pero el conocimiento sería inerte, puramente
especulativo sin el apetito que despierta.

2º) La “inmutatio corporalis” es otro elemento esencial de la pasión sensible. Sin ella, el
sentimiento estaría “desencarnado”, sería cerebral, intelectual; lo que significa que no sería un estado
de la sensibilidad. Tiemblo, tengo miedo, mi miedo está constituido por el temblor. Pero la
modificación física es solamente la base o la materia del sentimiento. No lo explica todo sólo el calor
del sentimiento, y por el contrario, ella misma necesita explicación: por qué se producen estas
modificaciones: por qué son, y por qué son así.

3º) El elemento principal del sentimiento: el apetito en sí mismo, que se despierta y especifica
por el conocimiento y que lleva consigo modificaciones físicas. Si tengo miedo del oso que veo es en
el fondo porque me gusta la vida y odio el sufrimiento y la muerte. De modo que las pasiones están
muy bien designadas con el nombre de movimientos del apetito.

D) Clasificación de las pasiones

Se trata de una clasificación genética, es decir, muestra claramente cómo las pasiones nacen y
se diversifican partiendo del apetito. Hay que distinguir primero los movimientos del apetito
concupiscible y los del apetito irascible.

1) Movimientos del apetito concupiscible

En relación con un bien considerado en sí mismo, existe el amor. Si el bien está presente,
poseído, hay delectación o goce. Si no poseemos el bien, es decir, si está ausente, el amor es deseo
79
Esta afirmación implica, lo que por otra parte es evidente, que el amor es el fundamento del goce;
dicho de otro modo, que la posesión de un bien que se ha dejado de amar no proporciona ningún goce.
Y esto es lo que ocurre a menudo cuando alcanzamos un bien que hemos imaginado y deseado
ardientemente bajo un aspecto imaginario: su posesión sólo nos proporciona desilusión.

En relación con un mal considerado en sí mismo está el odio. Si el mal está presente, lo
contrario del goce es el dolor o tristeza. Si el mal está ausente, lo contrario del deseo es la aversión.

2) Movimientos del apetito irascible

Ante un bien difícil de obtener, que forzosamente ha de ser ausente, pues un bien poseído ya no
es difícil, el deseo engendra dos pasiones. Si el bien aparece como posible de alcanzar, está la
esperanza; y si aparece como imposible, la desesperación.

Ante un mal difícil, las cosas se complican. Este mal puede estar presente o ausente, y si está
ausente puede aparecer como posible o como imposible de vencer. Tendremos, pues, las pasiones
siguientes. En el primer caso, cólera: luchamos contra el mal presente. En el segundo caso, audacia:
vamos al encuentro del mal porque lo consideramos vencible. En el tercer caso, temor: nos alejamos de
él porque lo creemos invencible.

Resumiendo, entonces, Santo Tomás distingue once pasiones según los actos de los apetitos
concupiscible e irascible. Y así tenemos:

+ En el apetito concupiscible:
1. Amor: complacencia en el bien absolutamente considerado.
2. Odio: repugnancia del mal absolutamente considerado.
3. Gozo: Deleite y descanso en el bien presente poseído
4. Deseo: aspiración al bien ausente y futuro.
5. Tristeza: displicencia y pesar del mal presente
6. Aversión: Fuga del mal inminente.

+ En el apetito irascible
1. Esperanza: tendencia al bien arduo ausente y asequible.
2. Desesperación: desfallecimiento ante un bien imposible.
3. Ira: lucha contra el mal presente
4. Audacia: intrepidez ante el mal vencible.
5. Temor: abatimiento ante el mal inminente y difícil de evitar.

3) Encadenamiento de las pasiones

Explicado esto, podemos mostrar cómo se engendran las pasiones en la conciencia. Tomemos
el caso más complicado: un bien arduo, separado de nosotros por un obstáculo.

* El primer movimiento es el amor del bien considerado en sí mismo; es el resorte de todo lo


que sigue.

* Por el hecho mismo de que el bien es amado, el obstáculo que de él nos separa aparece como
un mal y se convierte en objeto de odio.

* Simultáneamente se despiertan el deseo del bien y la aversión hacia el obstáculo.

* Según que el obstáculo aparezca como superable o insuperable, nace la esperanza o la


desesperación. Cada una de ellas da lugar a un desarrollo paralelo:
80
- La esperanza engendra la audacia: salimos al paso al obstáculo; después la cólera, en el
momento en que lo abordamos, y por último la delectación, cuando hemos vencido el obstáculo y
poseemos el bien.

- Paralelamente, la desesperación engendra el temor: retrocedemos ante el obstáculo. No hay


movimiento de cólera porque no llegamos a estar en contacto con el obstáculo. El temor engendra
directamente la tristeza porque no poseemos el bien deseado.

Leer: S.Th., I, 81, 3.

Conclusión

El valor de esta clasificación consiste ante todo en el orden que establece en los movimientos
complejos del corazón humano. Este orden es a la vez conceptual y genético.

¿Orden conceptual? La teoría precedente nos da una descripción precisa de las diferentes
pasiones, deduce su “esencia”. Por ejemplo, ¿qué es el deseo? Es el amor (sensible) de un objeto
concreto que aparece como bueno y no es poseído. ¿Qué es la cólera? Es el movimiento del apetito que
nace en contacto con un mal, etc.

¿Orden genético? La teoría permite explicar, en cierta medida, los movimientos del corazón.
Así el odio se funda en un amor, porque una cosa no aparece como un mal si no es con relación con un
bien que es amado; si no se tiende hacia un bien, no se hallarán obstáculos en el camino. O también se
comprende que la satisfacción pueda desaparecer en el momento mismo en que se consigue un bien
que se deseaba: lo dejamos de amar porque nos damos cuenta de que con nuestra imaginación lo
habíamos dotado de cualidades ilusorias. O también se comprende que los temperamentos miedosos
pocas veces monten en cólera: huyen ante el mal, de modo que, en la mayoría de los casos, no se
ponen en contacto con él.

Pero el orden es solamente secundario. Lo que constituye el valor principal de la teoría, es su


verdad, es decir, su correspondencia con la realidad de las pasiones y su juego: de ello se puede juzgar,
comparando lo expuesto con la propia experiencia.

81
CAPÍTULO VIII

EL CONOCIMIENTO INTELECTUAL

Por encima de la vida sensitiva hay en el hombre un grado superior de vida: el de la vida
intelectiva. Esta se divide –en el aristotelismo– según las dos grandes corrientes de actividad que ya
conocemos: actividad de conocimiento y actividad de apetencia; a las cuales corresponden,
respectivamente, las dos grandes facultades espirituales, la inteligencia y la voluntad. Según esto
seremos llevados a considerar sucesivamente los problemas de la inteligencia, los de la voluntad y,
remontándonos al principio radical común de estas dos facultades, a los del alma intelectiva misma.

A. POSICIÓN DEL TRATADO DE LA INTELIGENCIA

I. ¿Primacía de la inteligencia?

Hasta aquí hemos considerado el conjunto de los fenómenos vitales que el hombre tiene en
común con los seres vivos de grado inferior, plantas y animales. Con la vida intelectiva ascendemos al
plano de la vida propiamente humana: “la operación propia del hombre, en cuanto es hombre, es
entender”60. Tratemos de darnos cuenta de este hecho comparando bajo sus aspectos más generales el
conocimiento intelectual (propio del hombre) y el conocimiento sensible (común al animal y al
hombre)61.

Desde luego es menester decir, según una fórmula que se repite continuamente en Santo
Tomás, que la inteligencia tiene por objeto lo universal, mientras que el sentido no alcanza sino lo
singular: intellectus est universalium, sensus est particularium (el intelecto es de las cosas universales,
el sentido es de las cosas particulares); lo que yo veo con mis ojos es esta planta determinada y
particular y mi inteligencia comienza por formarse la noción general de planta. En segundo lugar,
sucede que la inteligencia aprehende objetos no sensibles, la idea de verdad por ejemplo, o la de Dios,
y el sentido, por su parte, no puede elevarse por encima de la percepción de las propiedades corporales.
Además, la inteligencia es una facultad que por reflexión puede tomar conciencia de sí misma y de su
actividad, cosa que no es dable al sentido, al menos en el mismo grado. En fin, se podría agregar,
comparando las actividades prácticas que le tocan a cada uno de estos poderes, que mientras una (la
que depende de la inteligencia) es capaz de elección, la otra (la que depende del sentido) es
naturalmente determinada; y así la golondrina construye su nido siempre de la misma manera.

Estas diferencias consisten en el fondo en que la inteligencia, que es la facultad del ser, penetra
hasta la esencia misma de las cosas, mientras que los sentidos se detienen en sus particularidades
exteriores. De todas maneras, es formalmente por su actividad intelectual por la que el hombre es un
animal dotado de razón: “homo est animal rationale”.

Si se comparan ahora entre sí las operaciones espirituales del alma, se impone una sola
constatación. En efecto, el acto de la voluntad supone siempre (¿?) un acto de la facultad intelectual
que le precede y que la informa; y así el conocimiento tiene, por este hecho, la precedencia sobre la
acción, que de cierta manera no aparece sino como su resultante. Esto es lo que se manifiesta en
particular en el caso notable de la visión beatífica, la cual no es amor sino en dependencia de una
contemplación. Consciente de esta primacía de la inteligencia, Aristóteles había ya proclamado la
superioridad del conocimiento desinteresado, o de la “theoría” sobre las actividades de la vida práctica.
En definitiva, todo esto converge hacia la conclusión de que la inteligencia tiene la primacía sobre las
otras facultades62.

60 Santo Tomás, In Metaf., I, 1. 1 núm. 3


61 Cf. Cont. Gent., II, c. 66 y 67.
62 Sobre la superioridad de la inteligencia sobre la voluntad, cf. De Veritate q.22, a. 11.
82
Esto es lo que hasta ahora se ha desarrollado en la escuela tomista. Sin embargo, gracias a los
estudios del P. Cornelio Fabro, se ha podido ver que, en base a textos del mismo Santo Tomás, la
preeminencia no es tan simple, como a primera vista aparece. Veamos algunos textos del Aquinate que
muestran a la voluntad con dominio de su acto por sí misma:

“La inteligencia es simplemente primera que la voluntad, porque el bien del intelecto es el objeto de la
voluntad. Pero en el obrar y mover primero es la voluntad. Pues el intelecto no entiende ni mueve sino
por la voluntad adjunta [accedente]; de donde también la voluntad mueve al mismo entendimiento en
cuanto es operativo: usamos, pues, del intelecto cuando queremos” (Q. D. De Caritate, a. 3, ad 12).

“La voluntad se inclina a algo de dos modos: un modo, desde el exterior; otro modo, desde el interior.
Del exterior como de un objeto aprendido, pues el bien aprendido [por la inteligencia] se dice que
mueve a la voluntad y por este modo se dice mover el que aconseja o persuade, en cuanto muestra que
algo es bueno. Del interior la voluntad es movida como por aquél que produce el mismo acto de la
voluntad. Pues el objeto propuesto a la voluntad no la mueve necesariamente… Resta, por tanto, que la
causa eficiente [perficiens] y propia del acto voluntario sea solo lo que interiormente obra; y esto no
puede ser otro que la misma voluntad como causa segunda y Dios como causa primera” (Q. D. De
Malo, q. 3, a. 3).

“Debemos considerar que de dos maneras alguna potencia se mueve: un modo, por parte del sujeto, otro
modo, por parte del objeto. Por parte del sujeto, como la vista se mueve por la inmutación de la
disposición del órgano para ver lo claro o menos claro; por parte del objeto, como la vista ahora ve lo
blanco, otra vez ve lo negro. La primera inmutación pertenece al mismo ejercicio del acto, es decir, en
cuanto hace o no hace, o mejor en cuanto hace débilmente; la segunda inmutación pertenece a la
especificación del acto, pues el acto se especifica por el objeto.
Pero debemos considerar que en las cosas naturales la especificación del acto es por la forma, pues el
mismo ejercicio del acto es por agente que causa la misma moción; pues el que mueve lo hace por el fin,
de donde queda que el primer principio del movimiento en cuanto al ejercicio del acto es por el fin. Pero
si consideramos los objetos de la voluntad y del intelecto encontramos que el objeto del intelecto es
primero y principalmente en el género de la causa formal, pues su objeto es el ente y lo verdadero. Pero
el objeto de la voluntad es primero y principalmente en el género de la causa final, pues su objeto es el
bien, bajo el cual se comprehenden todos los fines como bajo lo verdadero se aprenden todas las formas.
De donde el mismo bien, en cuanto es cierta forma aprehensible, se contiene bajo el verdadero como
cierto verdadero; y el mismo verdadero en cuanto es el fin de la operación intelectual, se contiene bajo
el bien como cierto bien particular.
Pero si consideramos el movimiento de las potencias del alma por parte del objeto que especifica el
acto, el primer principio del movimiento es el intelecto: pues de este modo el bien entendido mueve
también la misma voluntad. Pero si consideramos el movimiento de las potencias del alma por parte del
ejercicio del acto, el principio del movimiento es la voluntad. Pues siempre la potencia a la cual le
pertenece el fin principal mueve al acto a la potencia a la cual pertenece lo que es al fin [los medios],
como el militar mueve los frenos de los caballos para actuar. Y de este modo la voluntad se mueve
también a sí misma y todas las otras potencias: entiendo porque quiero, y de la misma manera uso
mis potencias y hábitos porque quiero” –intélligo quia volo, el simíliter utor ómnibus poténtiis et
habítibus quia volo– (Q. D. De Malo, q. 6, a. 6).

“No del mismo modo es movida la voluntad por el intelecto y por sí misma. Por el intelecto se mueve
según la razón del objeto; a sí misma, por el contrario, en cuanto al ejercicio del acto, según la razón del
fin” (I-II, q. 9, a. 3, ad 3).

“Es imposible que la voluntad se mueva por un principio extrínseco como por un agente [causa agente],
sino que es necesario que todo movimiento de la voluntad proceda del interior. Pues ninguna sustancia
creada se une al alma intelectual en cuanto a su interior sino solo Dios, quien solo es causa de su esse, y
la sostiene en el esse. Por tanto, el movimiento voluntario puede ser causado solo por Dios” (S. Contra
Gentes, III, cap. 88, amplius).

83
“La voluntad es dueña [domina] de su acto y en ella está el querer y no querer. Lo cual no sucedería si
no tuviera en su potestad moverse a sí misma a querer. Por tanto, ella se mueve a sí misma” (I-II, q. 9, a.
3, sed contra).

Con estos textos notemos que la primacía de la inteligencia sobre la voluntad no se ve tan
simple como ha sido presentada por la escuela tomista. Los textos muestran cómo la voluntad tiene un
cierto dominio: sobre sí y sobre las potencias del alma, incluida la inteligencia, en cuanto al “ejercicio
de acto”, puesto que la presencia del objeto a la voluntad, presentado por la inteligencia, no mueve a la
voluntad necesariamente, la voluntad mantiene su libertad sobre la elección o no de dicho objeto. Esto
quiere decir que la voluntad no es una potencia que sólo se mueva ante la presentación del objeto sino
que se mueve por la moción de la causa primera (Dios) hacia el bien en general (que es el objeto de la
voluntad): “Inclinar al bien universal es propio del primer movente [Dios] a quien se proporciona el
último fin. Por tanto, de ambos modos es propio de Dios mover la voluntad [inclinar al objeto de la
voluntad y Dios como bien común universal, objeto de la voluntad]… De donde ambos modos es
propio de Dios mover la voluntad: pero máximamente del segundo modo, interiormente inclinándola”
(I, 105, 4).

II. Significación de la teoría peripatética de la inteligencia

Como el conjunto de su psicología, la doctrina del conocimiento de Aristóteles se manifiesta


desde luego como una vía media entre el sensualismo materialista representado en la antigüedad por
Demócrito, y el intelectualismo extremo cuyo iniciador había sido Platón. De esta manera traza Santo
Tomás en la Suma esa postura63.

Para Demócrito, todos nuestros conocimientos resultan de la impresión que las partículas
emanadas de los cuerpos causan en nuestra alma; lo que en el fondo equivale a decir que la inteligencia
no se distingue del sentido. Para Platón, al contrario, no solamente la inteligencia se manifiesta como
una potencia original, sino que aún se debe afirmar que en su actividad ella es absolutamente
independiente de todo órgano corporal, de donde resulta -no pudiendo evidentemente ser afectado lo
incorporal por lo que es corporal- que los datos elementales de esa facultad proceden de una fuente
trascendente.

Entre estos dos extremos Aristóteles adopta una posición de conciliación que Santo Tomás
caracteriza así: con Platón admite que la inteligencia es diferente del sentido; con Demócrito, que las
operaciones de la parte sensible del alma son ciertamente causadas por la impresión de los cuerpos
exteriores, no, sin embargo, como éste lo quería, por un transporte de partículas. En cuanto a las
operaciones de la parte intelectual, hay que decir que exigen a la vez para producirse el concurso de
sensaciones (en las cuales encuentran su dato), y el de una potencia espiritual activa, el intelecto
agente, que tiene por función “desprender” de lo sensible lo inteligible que no estaba allí sino en
potencia. Volveremos ampliamente sobre estos análisis. Baste aquí con retener que la via Aristotelis,
que seguiría Santo Tomás, le parece a éste como una solución intermedia entre el sensualismo y el
intelectualismo extremo.

Habiendo prevalecido la causa de la existencia de un modo de conocer superior a las


sensaciones, las filosofías del conocimiento de Aristóteles y Santo Tomás, de hecho, aparecerán más
bien como una reacción contra lo que el intelectualismo platónico parecía tener de excesivo. Así es que
el fondo sobre el cual se destacará nuestro estudio estará constituido principalmente por las doctrinas
de ese intelectualismo, vistas, en Santo Tomás, a través de la adaptación que de él hace San Agustín,
no siendo así considerado el sensualismo sino secundariamente.

63 Cf. I, q. 84, a. 1.
84
III. El estudio de la inteligencia en Santo Tomás

Si en filosofía del conocimiento debe Santo Tomás su primera inspiración a Aristóteles, no se


abstiene de precisar, de profundizar y de completar su pensamiento. Por lo cual sus exposiciones,
propias de escritos teológicos, son ordinariamente más avanzadas y más ricas que el simple comentario
de la letra del De Anima. Así es que en lo que sigue nos conviene preferir como base de nuestro estudio
las exposiciones de las Sumas o de las Cuestiones disputadas, quedando así el texto de Aristóteles con
el carácter de fuente.

Convendrá también recordar que en el De Anima, por una parte, y en los escritos teológicos,
por otra parte, las perspectivas son distintas. La primera de estas obras pertenece a la filosofía de la
naturaleza, y el estudio del conocimiento intelectual se presenta como el término de una lenta
ascensión a través de las formas inferiores de psiquismo hasta la actividad trascendente del
pensamiento, por lo cual en último lugar se desemboca en el problema de un nous puramente
espiritual. En los escritos teológicos, al contrario, el alma espiritual se impone como un dato primero, y
ya no se manifiesta tanto como la “entelequia suprema” del mundo de los vivos sino como uno de los
grados –el más modesto a decir verdad– de la jerarquía de los espíritus. Considerada bajo esta luz, la
vida intelectiva se nos esclarece, no ya solamente por la vida sensitiva que la prepara, sino también por
la vida de los espíritus puros (los ángeles y Dios), a la que imita.

IV. Plan del estudio de la inteligencia

En el umbral el problema del conocimiento en general, se plantea lo siguiente: ¿qué es


conocer? ¿Y sobre qué se funda metafísicamente tal actividad? Respecto al conocimiento intelectual
humano, se deberá considerar sucesivamente su objeto (2) y su proceso, considerándose éste
primeramente en la fase de formación del acto (3) y luego en su fase perfectiva (4); y se fijarán en
seguida las grandes etapas de la vida de la inteligencia (5).

He aquí el esquema a seguir:

1. Noción general del conocimiento


2. El objeto de la inteligencia humana.
3. La naturaleza de la inteligencia humana
4. La formación del conocimiento intelectual.
5. La actividad de la inteligencia.
6. El progreso del conocimiento intelectual.

B. NOCIÓN GENERAL DEL CONOCIMIENTO

I. La amplitud ilimitada del ser dotado de conocimiento

La primera idea que se puede uno formar del conocimiento es la de la apertura de un ser con
relación a los otros. Si yo abro los ojos: se me presenta todo un conjunto de objetos exteriores a mí. Y
pienso: todo un mundo de realidades diversas y variadas invade el campo de mi conciencia. Y esta
extensión de mi ser hacia lo que no es él me parece que tiene algo de indefinidamente renovable e
ilimitado. Yo puedo mirar veinte veces el mismo cuadro, y puedo mirar otros cuadros al infinito. Si se
trata del conocimiento intelectual, nada de cuanto existe parece poder escapar a las aprehensiones de
mi percepción: todo ser es “pensable”, esto es, inteligible.

Con relación a tales constataciones es menester situar y comprender la fórmula, tan a menudo
repetida en el peripatetismo, de que el alma, por el conocimiento, es de cierta manera todas las cosas,
tanto las sensibles como las inteligibles (De Anima, III, 1, 13): Anima est quodammodo omnia
sensibilia et inteligibilia (el alma es, de algún modo, todas las cosas sensibles e inteligibles).
85
Tal capacidad de asimilar las cosas es, incluso para Santo Tomás, lo que distingue formalmente
a los seres inteligentes de los no-inteligentes. La prueba es este gran texto de la Summa:

“Los seres inteligentes se distinguen de los no inteligentes en que estos últimos no tienen más que su
forma propia, mientras que los primeros son capaces de recibir, además, la forma de una cosa extraña,
pues la semejanza de lo conocido está en el cognoscente. De lo cual se sigue que la naturaleza de lo no
inteligente es más restringida y limitada. Al contrario, la del inteligente tiene una mayor amplitud y una
mayor extensión. De allí viene que el Aristóteles diga, en el libro III del De Anima, que el alma es de
cierta manera todas las cosas” (I, q. 14, a. 1).

Por este texto se ve que la diferencia de amplitud de que se trata respecto a los seres
inteligentes es relativa a la posesión o recepción de formas: un ser inteligente tiene su forma
específica; pero puede tener también, en cuanto sujeto inteligente, la forma específica de otros. Santo
Tomás precisará, sin embargo, que el modo de existencia en el sujeto de estos dos tipos de formas no
es el mismo. Sobre esto volveremos más adelante.

II. La identidad, en el acto de conocimiento, de la inteligencia y de lo inteligible

A) Sentido de esta identidad

Los seres inteligentes pueden pues ser o llegar a ser todas las cosas. ¿Qué debemos entender
exactamente por esto? Evidentemente, que al término del proceso del conocimiento el sujeto
inteligente viene a ser una cosa con los objetos que conoce. Visto bajo esta perspectiva, el
conocimiento se manifiesta bajo el aspecto de cierta identificación del sujeto y el objeto, concepción
que se vuelve a hallar en varios pasajes del De Anima: “el acto de lo sensible y del que siente son un
solo y mismo acto”64; “y hay un intelecto que es tal como la materia porque viene a ser todos los
inteligibles”65; “agregamos que el alma es en un sentido todas las cosas”66. Santo Tomás fijará esta
doctrina en el siguiente adagio muchas veces repetido: intellectus in actu est intellectum in actu (el
intelecto en acto es lo entendido en acto).

Para penetrar tales fórmulas convendría desde luego colocarse en la línea de la vieja teoría
imaginada por Empédocles con el fin de explicar el conocimiento: el semejante –decía él– es conocido
por el semejante. En su pensamiento esto quería decir que los elementos exteriores –agua, aire, tierra,
fuego– eran conocidos respectivamente por el agua, el aire, la tierra o el fuego, cuya mezcla constituía
el órgano perceptivo.

Aristóteles abandona evidentemente lo que esta teoría tenía de grosero materialismo: los
elementos no están por sí mismos en los sentidos, sino solamente por sus semejanzas; pero sobre todo
precisa que, antes de conocer, la potencia no contiene de ninguna manera en acto su objeto: la “forma
inteligible” no está en el intelecto en potencia; el alma, por lo tanto, es primitivamente como una tabla
sobre la cual no hay nada escrito (sicut tabula rasa). El ingreso de lo inteligible no se produce sino en
el momento del acto, y solamente entonces es verdad decir que el intelecto (en acto) es el inteligible
(en acto). En esta perspectiva la expresión de que se trata tiene, por lo tanto, a la vez:

- una significación negativa: el intelecto (en potencia) no es el inteligible;


- y otra positiva: cuando está en acto es cuando el intelecto se identifica con lo inteligible.

64 III, c. 2, 425 b 26.


65 III, c. 5, 430 a 13.
66 III, c. 8, 431 b 21.
86
B) Los grados de la identificación

La identificación del sujeto y el objeto se halla en los diversos grados de los seres inteligentes.
Santo Tomás lo afirma en varios pasajes67. Pero el modo de unión es proporcional a cada caso:

* En Dios68 la unión realizada es máxima. Bajo ningún aspecto hay distinción real del
cognoscente y de lo conocido, y, siendo la esencia divina presente a sí misma inmediatamente, no hay
necesidad de ninguna semejanza para informar la inteligencia, y la identidad realizada es substancial
y absoluta: “por el hecho de que no hay en Dios ninguna potencia y de que Él es el Acto puro, resulta
que en Él inteligencia e inteligible son desde todos los puntos de vista idénticos... omnibus modis (en
todos los modos)”.

* Si el cognoscente y lo conocido, aun siendo distintos realmente, están sin embargo –desde el
punto de vista objetivo– presentes inmediatamente el uno al otro, tampoco en este caso hay necesidad
de una semejanza para realizar la unión; basta la información directa de la potencia considerada. Hay
entonces identificación por unión inmediata de dos entidades preexistentes. Esto es lo que se realiza en
la visión beatífica, o, en cuanto a la species quo (la especie por la cual) en el conocimiento del espíritu
puro por él mismo.

* En fin, en el grado inferior se encuentra el intelecto humano que, no pudiendo ser


inmediatamente informado por la esencia de los objetos exteriores, para conocerlos debe recibir
previamente sus semejanzas. Todavía aquí se puede hablar de identidad del cognoscente y de lo
conocido, pero según un modo evidentemente menos perfecto.

III. La recepción inmaterial de los formas

Una comparación con el orden de las realidades físicas va a permitirnos comprender mejor el
modo de identificación de que aquí se trata. Hemos dicho que el ser inteligente se distingue del no
inteligente en que puede poseer, además de su forma propia, la de las otras cosas. ¿De qué información
o de qué recepción de formas se trata aquí? Evidentemente no puede ser de la que se realiza en el caso
del ser físico: “no es el mismo el modo por el cual las formas son recibidas en el intelecto posible y en
la materia” (non est idem modus quo formae recipiuntur in intellectu possibili et in materia 69). Así
diremos que hay dos modos muy distintos de recepción de formas:

a) Recepción subjetiva o entitativa. El ser de la naturaleza está esencialmente constituido por


una forma substancial que recibe, con carácter de sujeto –y como si le perteneciera como propia (ut
suam)–, una materia. En esta unificación cada uno de los términos, materia y forma, permanece lo que
es y compone con el otro para constituir un tercer término: la materia informada, la cual es el ens
naturae (el ser de naturaleza), una sustancia.

b) Recepción objetiva o intencional. En el caso de la recepción de una forma conocida por el


sujeto que conoce ocurre otra cosa. La forma conocida no es recibida por el sujeto inteligente como
suya (ut suam) sino como si siguiera siendo la de otro (ut formam rei alterius), y así el sujeto es más
bien el que viene a ser (=se hace) el objeto, identificándose con él sin que se constituya un tercer
término. En el plano del conocimiento, la unión es por lo tanto más íntima, permaneciendo, por lo
demás, cada uno de los términos, en el plano ontológico, perfectamente distinto. Se habla entonces de
unión objetiva o intencional para significar que se produce en el orden de la representación y no en el
de la recepción física de las formas.

67 Cf. I Sent. d. 35, q. 1. a. 1, ad 3; S.Th., I, q.87, a.1, ad 3.


68 Cf. I, q. 14, a. 2.
69 De Veritate, q. 2, a. 2.
87
IV. La inmaterialidad, condición fundamental del conocimiento

Esforcémonos por penetrar más profundamente en la naturaleza del ser inteligente. Si se


comparan los dos modos precedentes de recepción de formas, uno es llevado a decir: mientras que en
la recepción subjetiva hay como un estrechamiento o un acaparamiento de la forma por el sujeto (el
cual le confiere así un modo de ser determinado: esse determinatum), en la recepción objetiva no se
produce nada de esto, lo que hace que la forma no reciba el esse determinatum. Ahora bien, es un
principio general en hilemorfismo que la forma es estrechada o determinada por la materia (coarctatio
formae est per materiam). De lo cual resulta que para que un sujeto esté en estado de recibir una forma
sin encerrarla en sus límites o sin determinarla, es necesario que él sea inmaterial. De donde resulta
finalmente que la inmaterialidad es para una cosa lo que la sitúa al nivel del conocimiento: patet igitur
quod inmaterialitas alicuius rei est ratio quod sit cognoscitiva 70 (queda claro, por tanto, que la
inmaterialidad de alguna cosa es la razón por la cual es cognoscitiva).

¿Qué se debe entender aquí por inmaterialidad? Ciertamente no la simple carencia de materia
física, sin la cual los ángeles –que como Dios tampoco tienen materia– estarían en el mismo nivel
noético que Él. Inmaterialidad es aquí co-extensivo a no-potencialidad: queda descartado así por esta
expresión todo lo que es imperfección en un ser.

Otra precisión: aquí, el término inmaterialidad no tiene una significación puramente negativa,
sino que designa también una perfección del ser. Así Santo Tomás, en varios pasajes, liga la
intelectualidad con la actualidad: “una cosa es inteligible en cuanto está en acto” 71. Tales fórmulas no
hacen más que repetir de un modo positivo la anterior verdad. Decir que un ser es inteligible, en la
medida en que es inmaterial, o en cuanto está en acto, en el fondo viene a ser lo mismo.

En fin, conviene agregar que la inmaterialidad de que se trata aquí concierne al sujeto tanto
como al objeto del conocimiento: mientras un ser es más inmaterial o en acto, es más inteligible y,
correlativamente, está más elevado en la jerarquía de las inteligencias. Sin embargo, se impone una
restricción, porque es claro que en los grados inferiores de la escala de los seres hay claramente objetos
de conocimiento, pero no de sujetos cognoscentes, y que, semejantemente, entidades puramente
espirituales, como la voluntad, no conocen. Así es que se imponen otras condiciones en cuanto al
sujeto72.

V. El ser y la existencia intencional

Los análisis que preceden conducen a otra conclusión: hay para cada cosa dos modos de
existir, o dos “esse” absolutamente diferentes:

- el “esse” simple, a veces calificado de “entitativo”, que designa la existencia misma de la


cosa en la realidad;

- el “esse intencional”, el cual significa la cosa en cuanto es conocida, o su existencia de


objeto. Por el conocimiento la cosa viene a existir en mí, pero de distinta manera de como existe en sí
o de como yo existo en mí mismo.

El “intencional”, en esta doctrina, designa todo lo que es conocido, considerado como tal. El
objeto conocido, en el pensamiento, será así significado por la expresión “intentio intellecta”; se habla
equivalentemente en cuanto al ser conocido de “esse objetivo”. Es esencial observar que para Santo
Tomás la intencionalidad de que aquí se trata no corresponde a ninguna “tendencia activa” hacia el

70 S.Th., I, q. 14, a. 1.
71 Iª Pars, q. 12, a. 1. Cf. I, q. 14, a. 12.
72 Cf. De Veritate, q.2, a.2. Gardeil, Texto V: El Fundamento de la Intelección, p. 207-211.
88
objeto. Así es que se debe distinguir cuidadosamente de la intencionalidad voluntaria, que por su parte
implica una inclinación efectiva (o sea, tiene buena o mala intención); el orden a la realidad en el
conocimiento tiene una significación puramente representativa y de ninguna manera dinámica.

Por eso, y gracias a la introducción de esta categoría del intencional, se distinguen en el mundo
del ser dos grandes órdenes:

- el del SER entitativo, que corresponde a la existencia pura y simple de las cosas; y viniendo
de alguna manera a duplicarla,

- el del SER intencional, o del ser en cuanto conocido. Y así vemos –nos dice Cayetano– “de
cuánta incultura dan muestra los que, tratando acerca del sentido y de lo sensible, de la inteligencia y
de lo inteligible, juzgan de éstas como de las otras cosas. Aprende, pues, prosigue el docto autor, a
levantar todavía más tu espíritu y a penetrar en otro orden de cosas”73.

C. EL OBJETO DE LA INTELIGENCIA HUMANA

En el aristotelismo una potencia se especifica y, por lo tanto, se define por su objeto. Pero como
hay varios géneros de objetos, primeramente debemos precisar de cuál vamos a tratar.

I. Los diversos objetos de las potencias

La escolástica establece continuamente una primera distinción: la de objeto material (la cosa
exterior conocida en su realidad total) y la de objeto formal (el aspecto preciso considerado en esta
cosa por la potencia). Santo Tomás, por su parte, si no impugna de ninguna manera la legitimidad de
esta distinción, ordinariamente no habla de ella. El objeto, para él, es normalmente el objeto formal.

Si ahora nos referimos al texto fundamental del De Anima (II, c. 6), se ve que conviene
distinguir, con relación a las potencias, tres clases de objetos:

1) Objeto propio: lo que es alcanzado inmediatamente y por sí (“primo et per se”) por la
potencia. Por ejemplo: el color, alcanzado por la vista; el sonido, por el oído; etc. Respecto de tal
objeto, una potencia no puede fallar, al menos si se halla en condiciones normales de percepción (como
ya vimos).

2) Objeto común: lo que es alcanzado por varias potencias diferentes, aun perteneciendo a un
mismo género de objeto. Así, para Aristóteles, el movimiento, el reposo, el número, la figura y el
tamaño, constituyen el grupo de los sensibles comunes. Y como no hay en el hombre más que una sola
facultad intelectual, no se podrá, en este nivel, hablar de objeto común sino relativamente a las
inteligencias de diversos grados: divina, angélica y humana.

3) Objeto accidental: lo que es alcanzado indirectamente por la potencia, en cuanto asociada a


su objeto propio. Por ejemplo: es accidental para mi vista que el objeto blanco que avanza hacia mí sea
el hijo de Juan.

En la doctrina de la inteligencia se tratará, al lado de su objeto propio, acerca de su objeto


adecuado o extensivo: es el que corresponde a todas las virtualidades de esta facultad, las cuales
pueden no ser sino incompletamente determinadas por su objeto propio; prácticamente será el objeto
común considerado bajo el aspecto en que llena toda la capacidad de una inteligencia determinada.

73 Comm. in Iª Part., q. 14, a. 1, v. II.


89
II. El objeto propio de la inteligencia humana

A) Las teorías antecedentes

Para encaminarse hacia la definición del objeto propio de la inteligencia humana nada mejor
que seguir la marcha progresiva de los artículos por los cuales llega allí Santo Tomás mismo en la
Summa Thelogica. En la q.85,de la Iª Pars el Angélico se pregunta: “¿Cómo el alma humana unida a
un cuerpo puede conocer las realidades corporales que están por debajo de ella?”.

1) El alma, por su inteligencia, conoce los cuerpos (a. 1). En este primer artículo, Santo
Tomás establece una discusión general de la tesis platónica. Con el objeto de escapar del materialismo
movilista de Heráclito, que comprometía la verdad de todo conocimiento, Platón le había dado a la
ciencia por objeto las realidades inmóviles y separadas, de lo cual resultaba que el conocimiento
intelectual no se refería de ninguna manera a las cosas percibidas por los sentidos. Esta doctrina tiene
un doble inconveniente:

a) hace vana toda ciencia de la naturaleza;

b) desemboca en la consecuencia absurda de que para dar cuenta de cosas que nos son
manifiestas, se recurre a seres que difieren de ellas substancialmente.

El error de Platón consiste en el fondo en que no pudo comprender que las cosas tienen un
modo de existir diferente en el espíritu y en la realidad: universal e inmaterial en el primer caso,
particular y material en el segundo.

2) El alma no conoce los cuerpos por propia esencia (a. 2). Pueden formularse otras
hipótesis. Así por ejemplo: ¿no conoceríamos las cosas corporales en nosotros percibiéndonos a
nosotros mismos, como Dios conoce todas las cosas en su esencia? Los antiguos naturalistas (entre
ellos Empédocles) habían dado una forma materialista a esa teoría: lo semejante es conocido por lo
semejante, el fuego exterior por el fuego que existe en nosotros, etc. Explicación que evidentemente no
es sostenible, porque, entre otras razones, el conocimiento no puede suponer en el alma sino una
presencia inmaterial de las cosas. En realidad, únicamente la inteligencia divina conoce las cosas por
su esencia, per essentiam; las inteligencias inferiores, humanas o angélicas, no pueden aprehenderlas
sino por medio de una semejanza, per similitudinem.

3) El alma no conoce las cosas por ideas infusas o innatas (a. 3). Podríamos imaginar que las
semejanzas de que el alma tiene necesidad para conocer algo distinto de ella le han sido originalmente
comunicadas, por un privilegio de naturaleza. Pero no puede ser así, porque entonces deberíamos tener
de ello un conocimiento siempre actual, lo que evidentemente no ocurre. Decir con Platón que esta
“no-actuación” de hecho de las formas que nosotros poseeríamos estriba en el obstáculo de nuestro
cuerpo, no hace más que arrojarnos en otra dificultad: ¿de dónde vendría que una unión que es según
la naturaleza (la del alma y el cuerpo) podría impedir el ejercicio de una actividad fundada, también
ella, en la naturaleza (el conocimiento de las especies naturalmente presentes al alma)?

4) El alma no puede conocer por especies que vengan de formas separadas (a. 4). Una vez
más la que se ataca es la tesis platónica, pero ahora bajo la forma que había revestido en Avicena. Las
formas separadas no tendrían existencia independiente, lo que es poco inteligible, pero preexisten en
inteligencias superiores. Éstas las comunican al intelecto agente, de donde informan, en el momento
conveniente, al intelecto posible. Serían así superadas las dificultades relativas a la existencia separada
de las ideas. Queda, con esta teoría, que la unión del alma y el cuerpo sigue sin justificarse. Si el
cuerpo no tiene por función superior hacernos llegar las semejanzas de las cosas, no tiene ya razón de
ser.

90
5) En qué sentido conoce el alma en las “razones eternas” (a. 5). Aquí se pregunta Santo
Tomás sobre el valor de la adaptación que San Agustín hizo de las concepciones de Platón. Desde
luego, éste es un punto en el que se debe dar la razón al intérprete cristiano de la teoría de las ideas:
colocando éstas en Dios resuelve de un solo golpe todas las dificultades que presenta su existencia
separada. Pero ¿se puede afirmar con él que conocemos las cosas por esas “razones” que, de toda la
eternidad, las representan en el pensamiento Creador? Sin dañar en nada su propia doctrina, una feliz
distinción va a permitir a Santo Tomás concordar con el Doctor de Hipona. Conocer una cosa “en otra”
puede ser tomado en dos sentidos:

a) como “en un objeto conocido”, lo que aquí es imposible;


b) como “en un principio de conocimiento”, es el caso en el que no podemos decir que
conocemos todo “en las razones eternas”, no siendo nuestra luz intelectual sino una semejanza
participada de la luz increada en la que se contienen las dichas razones. Ello no quita que, para que el
conocimiento tenga lugar se requieran, además, semejanzas extraídas de las cosas sensibles. Aristóteles
y San Agustín se hallan así de acuerdo.

6) Conclusión: Nuestro conocimiento intelectual procede de las cosas sensibles (aa. 6, 7, 8).
Tropezando con toda clase de incompatibilidades la teoría platónica, como por otra parte el
sensualismo de Demócrito, sólo un camino permanece abierto: el del intelectualismo fundado sobre el
conocimiento sensible que constituye la “via media” de Aristóteles. Nuestro conocimiento intelectual
viene íntegro de los sentidos: el objeto propio de este conocimiento, se concluirá, es la naturaleza o
“quididad” de las cosas sensibles.

B) Definición del objeto propio de la inteligencia humana

1) Carácter de este objeto propio. De lo que precede resulta, pues, que el objeto propio del
intelecto humano que está unido a un cuerpo, es la quididad o la naturaleza existente en la cosa
corporal: intellectus autem humani qui est conjunctum corpori proprium objectum est quidditas, sive
natura, in materia corporali existens (el intelecto humano, que está unido al cuerpo, su propio objeto
es la quididad o naturaleza, existente en la materia corporal; a. 7).

Innumerables textos hacen eco a éste:

- “el objeto propio de la inteligencia es la quididad de la cosa, la cual no está separada de las
cosas como lo pretendieron los platónicos” (De Anima, III, I, 8, n. 717);

- “el objeto de nuestra inteligencia en nuestro estado presente es la quididad de la cosa


material” (I, q. 85, a. 8), etc.

¿Qué se debe entender exactamente por el término “quididad”? Etimológicamente, quidditas


designa la concepción que se forma para responder a la pregunta quid est?: ¿qué es esto? Es tal cosa:
quidditas. La quididad designa pues la naturaleza profunda de una cosa, su esencia, lo que la hace ser
tal cosa. Mientras que los sentidos no perciben sino los accidentes exteriores, la inteligencia llega
hasta el ser de la cosa. De suyo, la inteligencia está hecha para aprehender primeramente la esencia de
las cosas.

Esta “quididad”, que constituye el objeto propio de la inteligencia humana, designa la


naturaleza abstracta de la cosa, esto es, la naturaleza considerada independientemente de todo lo que
la singularice o la individualice. Lo propio de la inteligencia humana es, en efecto, conocer la forma,
que existe ciertamente en la materia corporal, pero en cuanto está ella en la materia. Pues bien,
conocer lo que hay en la materia individual, pero no en cuanto existe en tal materia, es abstraer la
forma de la materia individual que representan las imágenes.

91
Estando desprendida de lo que la hace singular, la “quididad” debe además ser considerada
como universal. Así, al contrario de los sentidos, que no alcanzan sino realidades singulares, la
inteligencia puede definirse como la facultad de lo universal.

2) Comparación con el objeto propio de las otras inteligencias. La anterior doctrina se


esclarece singularmente si la relacionamos con la del objeto propio de las otras potencias de conocer,
cosa que Santo Tomás ha hecho muchas veces74. Así:

* En lo más bajo de la escala del conocimiento, está el sentido, que es una potencia ligada a un
órgano corporal. Su objeto propio es la forma, en cuanto existe ella en tal materia corporal: “forma
prout in materia corporali existit” (forma en cuanto existe en la materia corporal).
* Por encima está la inteligencia humana, que, acabamos de decirlo, tiene por objeto la forma
que existe en la materia corporal, pero no en cuanto está ella en tal materia: “forma, in materia quidem
corporali existens, non tamen prout est in tali materia” (forma, existente en la materia corporal, pero no
en cuanto está en tal materia).

* Viene en seguida la inteligencia angélica, totalmente desprendida de la materia; su objeto


propio es, paralelamente, la forma subsistente sin materia: “forma, sine materia subsistens” (forma,
subsistente sin materia).

* En fin, en la cúspide, está la inteligencia divina, que es idéntica al ser mismo subsistente de
Dios y que ella sola tiene a este ser como objeto propio: “cognoscere ipsum esse subsistens est
connaturale soli intelectui divino” (conocer al Mismo Ser Subsistente es connatural solo al intelecto
divino).

III. El objeto adecuado de la inteligencia humana

Si nuestra inteligencia estuviese estrictamente limitada a su objeto propio, no podría conocer


ninguna otra cosa que la esencia de las cosas materiales, como la vista no puede percibir más que la
extensión coloreada. Pero nuestra alma, que es espiritual, tiene una apertura ilimitada. Por otra parte, la
experiencia testifica que tenemos cierto conocimiento de cosas que están fuera del objeto en cuestión:
alcanzamos lo singular, y en un orden superior especulamos sobre las substancias separadas. Todas las
posibilidades de nuestra inteligencia no están pues determinadas por su objeto propio, y habrá que
establecer para ella un objeto más comprehensivo, el objeto adecuado, es decir, que corresponda a toda
la apertura de la potencia.

1) El objeto adecuado de la inteligencia humana es EL ENTE considerado en toda su


amplitud. Esta tesis se demuestra en metafísica. Bástenos aquí mencionar que su demostración resulta
principalmente del análisis de las operaciones de la inteligencia: en todas sus operaciones, la
inteligencia alcanza su objeto sub ratione entis (bajo la razón, noción o concepto de ente).

- Por simple aprehensión, capta lo que es el objeto;


- Por el juicio, enuncia que es;
- Por el razonamiento, demuestra porqué es o porqué es tal.

Por consiguiente, el objeto de la inteligencia es siempre EL ENTE.

2) Sin embargo, la inteligencia humana no alcanza de la misma manera lo que es y lo que


no es su objeto propio. Surge aquí una dificultad: ¿para qué reconocer un objeto especial a nuestra
inteligencia, si esta facultad es efectivamente capaz de extenderse más allá?

74 Cf . Iª Pars, q. 12, a. 4; q.85, a. 1.


92
Se debe responder que solamente la “quididad” de las cosas sensibles, o sea, el objeto propio,
es aprehendido directamente y en su naturaleza específica. Las demás cosas no son alcanzadas sino
mediatamente o por mediación del objeto propio:

- por reflexión, como lo singular o la propia alma;


- por analogía si se trata de realidades trascendentes.

Así es que, aun estando abierta a todo el ser, nuestra inteligencia, en su modo de actividad, está
especificada primeramente por el conocimiento de esencias materiales. Y así lo inmaterial no puede ser
representado sino a partir de la concepción que nos formamos de los cuerpos, condición evidentemente
muy inferior para un espíritu, y que nos sitúa –Santo Tomás gusta de repetirlo– muy por abajo en la
escala de las inteligencias.

3) Corolario: unidad de la facultad intelectual. En razón de su amplitud ilimitada, la


inteligencia no podrá ser dividida, como el sentido, en varias potencias: la noción de ser envuelve y
domina todas las distinciones de objetos. Así es que cierta diversidad en las denominaciones no deben
engañarnos. Así por ejemplo:

- la razón (inteligencia discursiva) no es realmente distinta de la inteligencia (inteligencia


intuitiva). El acto de la razón se contrapone al de esta última facultad como el movimiento al reposo.
Ambos actos deben ser referidos a una misma potencia75.

- el intelecto práctico (facultad directiva de la acción) no es distinto realmente del intelecto


especulativo (facultad del conocimiento puro) porque lo que no se relaciona sino accidentalmente con
el objeto de una potencia no es para esta potencia principio de diversidad; y es accidental al objeto de
la inteligencia el ser ordenada a la operación76.

- por el mismo motivo se negará con Santo Tomás la existencia de una memoria intelectual
realmente distinta del intelecto posible, siendo accidental con relación al objeto de la inteligencia la
“razón del pasado” que caracteriza a la memoria. Así es que esta facultad, como simple potencia, basta
para la conservación y la reproducción de las especies77.

Subsistirá únicamente, como realmente separada, la pareja Intelecto agente-Intelecto posible,


no dependiendo ya aquí la distinción del objeto mismo, sino del comportamiento activo o pasivo de la
potencia78 .

Escolio: La inteligencia humana y la visión de Dios

A) Posición del problema

1) ¿Es posible ver a Dios? La inteligencia humana está pues abierta a la totalidad del ser. ¿De
ello se sigue que ella pueda tener un conocimiento directo e inmediato del Ser divino? Siendo Éste, en
verdad, perfectamente en acto, es también absolutamente inteligible. Pero se impone por otra parte que
haya cierta proporción entre la potencia y su objeto; y aquí el objeto es evidentemente infinito,
mientras que la potencia, que pertenece al orden creado, no puede ser sino limitada:

“Siendo lo conocido la perfección del cognoscente, es necesario que haya entre estos dos términos cierta
proporción; ahora bien, ninguna proporción hay entre el intelecto creado y Dios, estando éstos separados

75 I, q. 79, a. 8.
76 I, q. 79, a. 11.
77 I, q. 79, a. 6.
78 I, a. 79, a. 7.
93
por una distancia infinita; luego es imposible que el intelecto creado tenga la visión de la esencia divina”
(I, q. 12, a.1, obj. 4.).

Ciertamente, ninguna objeción de principio hay a que una inteligencia limitada obtenga, a
partir de sus efectos creados, cierto conocimiento de la esencia del ser divino; pero lo que parece
exceder las posibilidades de tal inteligencia es que tenga de esa Esencia una visión directa e inmediata,
“cara a cara”, como se dice. En contrario, sin embargo, tenemos la afirmación de la fe cristiana, que
atestigua que tal visión es el término mismo de la vida humana. Así está planteado el problema de la
posibilidad de la visión de la Esencia divina, problema eminentemente teológico, pero que interesa
igualmente al filósofo en cuanto concierne a la determinación de los límites naturales de la inteligencia
humana. ¿Puede la razón establecer esta posibilidad que la fe afirma? Tal es la cuestión que se nos
plantea.

2) Doctrina de Santo Tomás. El Doctor Angélico ha expuesto su pensamiento en varios textos


célebres, en los cuales se funda –para justificar la posibilidad de la visión–, sobre la existencia en
nosotros de un deseo de ver a Dios en su esencia79.

Véase el esquema de ese famoso argumento:

Hay en el hombre un deseo natural de conocer la causa cuando aprehende un efecto, y estando
hecha la inteligencia, de por sí, para llegar hasta la esencia de las cosas, ese deseo abarca aun el
conocimiento de la esencia de la causa.
Así pues, si puestos frente a efectos creados, no aprehendemos de Dios sino su existencia, vano
sería el deseo natural que tenemos de conocerlo como causa; ahora bien, tal cosa no la podemos
admitir.
Luego es necesario que nuestra inteligencia sea radicalmente capaz de la visión de Dios.

Veamos la formulación más concisa de la Summa Theologica:

“Inest enim homini naturale desiderium cognoscendi causam, cum intuetur effectum; et ex hoc
admiratio in hominibus consurgit. Si igitur intellectus rationalis creaturae pertingere non possit
ad primam causam rerum, remanebit inane desiderium naturae” (hay en el interior del hombre
el natural deseo de conocer la causa, cuando considera el efecto. Y por esto surge la admiración
en los hombres. Si, por tanto, el intelecto de la creatura racional no puede alcanzar la primera
causa de las cosas, permanecería vacío –sin consistencia– el deseo natural; I, q. 12, a. 1).

Considerados superficialmente textos como éste, inclinarían a creer que para Santo Tomás la
visión de la esencia de Dios no solamente es posible para una inteligencia creada, sino que le es
connatural, correspondiendo aun a una inclinación positiva de nuestro ser: así tendríamos, conforme a
nuestros propios recursos, el poder de ver a Dios. Tal exégesis choca inmediatamente con las
dificultades más graves. Aparte de la objeción precedente de la infinita distancia entre la potencia y su
objeto, se topa con las afirmaciones más claras de la fe: nuestra elevación a lo sobrenatural, y por lo
tanto a la visión beatífica, es un efecto, no de la naturaleza, sino de la gracia; y solamente el Intelecto
divino está proporcionado, de por sí, con el Ser mismo subsistente (Ipsum Esse Subsistens). Por lo cual
Santo Tomás podrá concluir en términos aparentemente opuestos a los precedentes, del siguiente
modo:

“Relinquitur ergo quod cognoscere ipsum esse divinum sit connaturale soli intellectui divino, et
quod sit supra facultatem naturalem cuiuslibet intellecti creati... Non igitur potest intellectus
creatus Deum per essentiam videre, nisi in quantum Deus per suam gratiam se intellectui creato
conjungit, ut intelligibile ab ipso” (resta, por tanto, que conocer al mismo esse divino sea

79 Cf. particularmente: Cont. Gent., III, c. 25; Comp. Theol., c. 104-105; I, q. 12, a. 1; I-II, q. 3, a. 8.
94
connatural al sólo intelecto divino, y que está sobre la facultad natural de cualquier intelecto
creado… Por tanto, el intelecto creado no puede ver por esencia a Dios, sino en cuanto Dios,
por su gracia, une a sí mismo al intelecto creado, como lo inteligible para él –entendimiento
creado–; I, q. 12, a. 4).

Se impone evidentemente una puntualización del sentido exacto del argumento del deseo
natural.

B) Significación del deseo natural de ver a Dios80

1) Solución escotista. Según algunos teólogos, a cuya cabeza se pone habitualmente a Scoto, la
visión de Dios sería de alguna suerte positivamente exigida por nuestra naturaleza. Ciertamente –¡y
cómo no reconocerlo!– carecemos de los medios para alcanzar ese objeto, y es necesaria la gracia;
pero verdaderamente se podría hablar de una inclinación natural innata, aunque ineficaz, a lo
sobrenatural. Tal concepción es ciertamente extraña a Santo Tomás, que al hablar del deseo natural
jamás pensó que éste fuese una inclinación de la naturaleza o una apetencia innata. Tal apetencia, en
efecto, no hace sino expresar las virtualidades efectivas de una naturaleza: decir que se tiene un apetito
innato de la visión de Dios equivale a pretender que la visión de Dios nos es connatural. Por otra parte,
reservar la gracia al orden de los medios, mientras que la naturaleza conservaría el de los fines, es caer
en la incoherencia.

2) Verdadera concepción del deseo natural. Al contrario de lo que acaba de sostenerse, es


menester desde luego reconocer que el deseo en cuestión es un deseo elícito, esto es, no una tendencia
inconsciente, consecuente de manera inmediata a la naturaleza, sino una inclinación psicológicamente
discernible que se forma en el espíritu siguiendo a una aprehensión determinada. Así, en el caso
presente, habiendo reconocido que Dios es la causa de todos los seres de los que tengo la percepción,
experimento el deseo de ver esa causa, es decir, a Dios, y no solamente como causa, sino en su
naturaleza misma.

Pero entonces, si aparece como un simple hecho de conciencia, ¿cómo puede postularse con
razón que tal deseo pueda todavía merecer el calificativo de natural? Se han dado algunas
explicaciones sobre este punto. Veamos a continuación la que parece mejor fundada81.

Consideremos la manera como nuestro deseo puede dirigirse hacia el soberano Bien o
Bienaventuranza. Desde luego el ser felices es una cosa que no podemos no querer: la dicha, o el Bien,
universalmente considerado, se nos impone de manera absoluta. Esta inclinación incoercible no es otra
cosa que el apetito natural innato de nuestra voluntad al bien o a la obtención de nuestro último fin.
¿Es posible desear ver a Dios conforme a tal inclinación? No, porque si la visión de Dios es
efectivamente nuestra bienaventuranza, no tenemos convicción de que ello sea necesario: ¿acaso no
parecen algunos hombres totalmente indiferentes a este respecto? No puede pues tratarse sino de un
deseo condicional: tal fin es deseable en la medida en que me parece ligado al bien universal, que es el
objeto necesitante de mi voluntad. Y por lo demás, para razonar correctamente, esta conclusión se
impone o sobreviene como naturalmente.

Así, la visión de Dios debe ser asimilada a esta clase de bienes distinguidos por Santo Tomás,
los cuales son, con relación a mis facultades, bienes particulares, naturalmente queridos, según una
necesidad no absoluta, sino de conveniencia o condicional 82. Y el deseo que corresponde a esa visión
será “natural”, no como una inclinación innata, una fuerza de la naturaleza, sino en cuanto surge
“naturalmente” en el curso del desenvolvimiento de nuestra vida racional, si ésta es normal. Ahora

80 Acerca de toda esta cuestión, cf. A. Gardeil, La structure de l’âme et l'expérience mystique, t. I, pp. 268-348.
81 Cf. La Structure... pp. 291 y ss.
82 Cf. I-II, q. 10, a. 1.
95
bien, tal deseo, estima Santo Tomás, no puede ser vano o desprovisto de fundamento: luego la
posibilidad de la visión beatífica se nos impone, no según una conclusión evidente, sino como una
verdadera conveniencia de la naturaleza.

3) La potencia obediencial o sobrenatural. En este punto hemos alcanzado con Santo Tomás
lo que el teólogo denomina la potencia obediencial o sobrenatural. Si nuestra naturaleza puede ser
elevada a la visión de Dios, es que tiene ella esa capacidad, o que está en potencia a ese respecto; pero
sabemos que no está ordenada a eso “activamente” o de manera eficaz, pues sólo Dios por una
intervención gratuita podrá venir Él mismo a hacer actual esa potencia; así es que ésta no será sino la
disposición completamente pasiva, o de pura obediencia, en la cual está toda creatura con relación a
Dios, para todo lo que no implique contradicción. Aquí tocamos evidentemente lo que hay de más
elevado en la vida de nuestra inteligencia; pero como ante todo este es un asunto de gracia, conviene
que aquí le cedamos el lugar al teólogo.

C) Conclusión: ¿facultad del ser o facultad de lo divino?

La solución que acaba de ser dada al problema de la posibilidad para la inteligencia creada de
ver a Dios (solución afirmativa: esa inteligencia es efectivamente capaz de tal visión; pero solución
restrictiva: no siendo la capacidad reconocida más que la posibilidad puramente pasiva de ser elevado,
según el beneplácito divino, a esa actividad suprema) nos permite responder a una pregunta que fue
hecha en un libro que hace poco tiempo hizo ruido: ¿la inteligencia humana es la facultad del ser o la
facultad de lo divino?83. El mismo P. Rousselot respondía: “la inteligencia es la facultad del ser porque
es la facultad de lo divino”.

Esta fórmula, seductora por su elegancia, no deja de prestarse a equívoco, e interpretada con su
autor conduce a confusiones. La inteligencia humana, como toda facultad, se define por su objeto
propio; y si nosotros la consideramos como participación analógica del intelecto en sí, por su objeto
adecuado. Así podemos decir que ella es la facultad del ser (del ente), de la quididad material, o,
adecuadamente tomada, la facultad del ser (del ente) considerado en toda su amplitud. Pero no estando
comprendida determinadamente en estos objetos la Esencia divina, no se puede decir que aquélla sea
formalmente la facultad de lo divino. Dios no es aprehendido por ella sino indirectamente, en la
analogía de las creaturas y con el carácter de Causa del ser. Sólo una inteligencia, la de Dios mismo, es
proporcionada a ese objeto supremo. Todas estas precisiones pueden representarse en este esquema:

Intellectus divinus: obj. proprium: ipsum esse subsistens.

Intellectus humanus: obj. proprium: quidditas rei materialis.


obj. adaequatum: ens commune.

La inteligencia sigue siendo así esencialmente la facultad del ser y no debe justificarse sino con
relación a este objeto. En consecuencia, toda tentativa para fundar el valor objetivo del conocimiento
sobre un dinamismo que quisiera tomar directamente su punto de apoyo en Dios mismo debe
considerarse que conduce al error.

D. NATURALEZA DE LA INTELIGENCIA

La inteligencia humana es una facultad espiritual, es decir, subjetivamente independiente del


cuerpo.

83 Rousselot: L’intellectualisme de saint Thomas.


96
I. Posición del problema

Al estudiar el objeto propio de la inteligencia humana se ha demostrado que el cuerpo es


necesario para su ejercicio, y porqué. La inteligencia originariamente está en potencia y sólo pasa a
acto si se le presenta un objeto. Pero el único objeto proporcionado a la inteligencia humana es una
cosa material, dada por los sentidos y re-presentada por la imaginación, facultades estas que dependen
intrínsecamente del cuerpo. Por tanto, el ejercicio de la inteligencia dependerá también del cuerpo: éste
es una condición necesaria de aquella.

Pero este hecho no implica que la inteligencia sea en sí misma independiente del cuerpo.
Ciertamente depende de él extrínseca u objetivamente, pero de ello no se sigue que dependa del mismo
intrínseca o subjetivamente, es decir, en cuanto a su ser.

La prueba principal de la independencia de la inteligencia –en cuanto a su ser– del cuerpo, es


el principio de causalidad : operari sequitur esse, es decir, se actúa según lo que se es; o dicho de otro
modo, la naturaleza de un ser se conoce por sus actos. Así, pues, si puede demostrarse que la
inteligencia tiene actos tales que excluyen la participación directa de un órgano, legítimamente podrá
concluirse que la inteligencia humana, en sí misma, es inorgánica.

Para la demostración, no puede tomarse como punto de partida la memoria, que es una facultad
sensible. Pero podemos tomar uno cualquiera de los actos directos del conocimiento intelectual:
concepto, juicio o razonamiento, o el acto de reflexión; o también el hecho de que la inteligencia puede
conocer todos los cuerpos. Este último argumento es el que prefiere Santo Tomás, pero es el más
delicado84. Los más sencillos son el primero y el cuarto; los argumentos segundo y tercero se reducen
al primero.

II. Pruebas de la espiritualidad de la inteligencia

A) Por los actos directos de conocimiento

1) Por el concepto. La inteligencia capta una quidditas abstracta y universal. Ahora bien, una
quididad abstracta y universal no puede ser un cuerpo, pues todo cuerpo es singular, hoc, hic et nunc
(esto, aquí y ahora). Por tanto, el acto que aprehende una quidditas es espiritual; y el principio de tal
acto, la inteligencia, lo es igualmente85. El mismo argumento vale para el juicio y el razonamiento.

2) En el juicio. La inteligencia capta (o afirma) una relación. Ahora bien, si una relación no es
física, sensible, es, en cuanto abstracta, entre dos conceptos abstractos.

3) En el razonamiento. El espíritu capta un lazo de dependencia necesaria entre determinados


juicios; y si hay necesidad lógica, es también en lo abstracto.

B) Por la reflexión

El alma capta su acto y a sí misma. Ahora bien, un órgano corporal no puede volverse sobre sí
mismo, pues está constituido por partes extensas, y dos partes físicas no pueden coincidir en virtud de
la impenetrabilidad de la materia. Así, pues, el acto de reflexión es espiritual, y la inteligencia que lo
realiza lo es igualmente86.

84 Cf. S.Th., I, q. 75, a. 2. Esta argumentación es usada por el Aquinate para demostrar que el alma no puede ser de
naturaleza corporal.
85 Cf. S.C.G., II, 50.
86 Cf. S.C.G., II, 49 y 66.
97
Evidentemente, se trata aquí, de la reflexión propiamente dicha, por la que un ser se vuelve
sobre sí mismo y se conoce a sí mismo. En el plano del conocimiento sensible, se ha visto ya que un
sentido no puede reflexionar: el ojo ve colores, pero no ve su visión. En el plano del conocimiento
intelectual la reflexión no consiste en examinar un problema, en reflexionar sobre alguna cosa (que es
la cogitatio) sino en reflexionar sobre sí (que es la redditio completa). Así entendida, la reflexión es el
camino de acceso a lo espiritual más directo que tenemos; es casi experimental.

C) El hecho que la inteligencia es capaz de conocer todos los cuerpos

Basta para probar que ella no es un cuerpo. En efecto, una facultad no puede conocer un objeto
si ella ya tiene en sí misma la naturaleza de este objeto (“intus existens prohibet extraneum”) 87. Si la
inteligencia conoce los cuerpos (lo que es de experiencia), ella no es corporal.

III. Corolarios

De lo expuesto se pueden deducir algunas conclusiones interesantes:

1º) Hay que admitir dos tesis aparentemente opuestas. Tesis: la inteligencia depende del cuerpo.
Antítesis: la inteligencia no depende del cuerpo. Pero tal antinomia es ficticia. Los dos miembros son
verdaderos a la vez. El cuerpo es condición del ejercicio de la inteligencia; es necesario que se le
presente un objeto y que ella pase al acto. Pero el acto, en sí mismo no es material y la facultad, en sí
misma, tampoco lo es88.

2º) ¿Qué hay que pensar de la opinión de que el cerebro es “el órgano del pensamiento”?

- Si entendemos por pensamiento el trabajo total que termina en la idea, es verdad que el
cerebro, y más ampliamente todo el sistema nervioso –e incluso todo el cuerpo– es el órgano del
pensamiento. En realidad el cerebro es el órgano propiamente dicho de todas las operaciones sensibles,
las cuales son la condición para el pensamiento.

- Pero si por pensamiento entendemos los actos intelectuales estrictamente tomados, es falso
que se realice por un órgano. La dependencia extrínseca u objetiva de la inteligencia en relación con el
cuerpo basta para explicar por qué las lesiones del cerebro provocan enfermedades mentales.

3º) ¿Y cómo explicar que el trabajo intelectual se acompañe de fatiga física, especialmente
fatiga de la cabeza? Ello sucede porque el trabajo exige el concurso de la imaginación que está ligada a
un órgano. Además se acompaña ordinariamente de actividades anexas, como leer y escribir, y una
actitud general del cuerpo, como estar sentado, encerrado, etc., que son de orden físico89.

87 Si una facultad de conocimiento tiene en ella y por naturaleza una forma, no podrá ya recibirla; conocerá sin duda esta
forma, pero por conciencia; como subjetiva, no como objetiva; como sí, no como otro.
88 Cf. S.Th. I, q.75, a.2, ad 3.
89 Cf. S.Th. I, q.75, a.3, ad 2.
98
CAPÍTULO IX

EL ACTO DE INTELECCIÓN

A. FORMACIÓN DEL CONOCIMIENTO INTELECTUAL HUMANO

La inteligencia humana, potencia espiritual, tiene por objeto la quididad de las cosas sensibles.
Entre estos dos términos hay manifiestamente diferencia de nivel noético, lo cual no puede sino
acarrear, en el funcionamiento de nuestra facultad superior, cierta complicación. Para proceder con
orden consideraremos sucesivamente:

1º) El intelecto agente y la abstracción de lo inteligible.


2º) El intelecto posible y la recepción de la “species”.

I. El intelecto agente y la abstracción de lo inteligible

A) Posición filosófica del problema

En el aristotelismo, el intelecto humano está originalmente en pura potencia respecto a los


inteligibles; no hay formas o ideas innatas. Se impone, pues, para que entre en actividad, que reciba su
objeto. ¿De dónde podrá venirle éste? No puede ser sino de un mundo trascendente, ideas separadas o
inteligencias superiores: tal hipótesis, ya lo sabemos, no está verdaderamente fundada y va contra la
experiencia. Queda en pie que nuestras ideas proceden del conocimiento sensible. Pero aquí surge la
dificultad precedentemente evocada: ¿cómo van a poder imprimirse en una facultad puramente
espiritual objetos materiales? En el caso de la percepción sensible, todavía se explicaba que tales
objetos pudiesen ser recibidos, hallándose los sentidos –por su órgano– en continuidad con el mundo
de los cuerpos. Pero para la inteligencia tal dependencia respecto a realidades de un grado inferior
parece inaceptable. En suma, las cosas materiales no son sino de lo inteligible en potencia; luego, nos
falta desembocar en una inteligencia y por lo tanto en lo inteligible en acto.

La solución de este problema se deja entrever. ¿La actuación de lo inteligible en lo sensible no


podría ser la operación del espíritu mismo? Si se supone en él una potencia activa, cuya función sería
elevar al nivel inteligible el objeto que, en el dato sensible, no se halla en el grado conveniente de
inmaterialidad, la dificultad se desvanece. No razona de otra manera Santo Tomás en la Iª Pars de la
Summa Theologica:

“No habiendo admitido Aristóteles (contrariamente a Platón) que las formas de las realidades materiales
podían subsistir sin materia, y no siendo estas formas, en su condición material, inteligibles en acto, se
seguía que las naturalezas o formas de las cosas sensibles aprehendidas por nuestra inteligencia no eran
inteligibles en acto. Se impone, por lo tanto, que se admita la existencia, del lado de la inteligencia, de
cierta potencia cuya función sea actuar los inteligibles, abstrayendo de sus condiciones materiales las
especies. Lo cual obliga a admitir un intelecto agente”90.

B) El problema histórico del intelecto agente

Si la posición ideológica del problema del intelecto agente es –ya se ve– relativamente simple,
su solución en el peripatetismo debía embrollarse extremadamente. La razón de ello es que los textos
de Aristóteles en que se abrevaba la doctrina presentan ambigüedades que vinieron a ser la materia de
interminables controversias. Como Santo Tomás se refiere continuamente a ella, no podemos evitar el
dar de la misma una idea.

90 “Oportebat igitur ponere aliquam virtutem ex parte intellectus, quae faceret intelligibilia in actu per abstractionem
specieram a conditionibus materialibus. Et haec est necessitas ponendi intellectum agentem....” I, q.79, a.3. Cf. Quaest.
Disp. De Anima, a.4 y 5. Gardeil, Texto VII: El Intelecto Agente, pp. 220-229.
99
El texto de Aristóteles y sus dificultades. En el capítulo 4 del libro III del De Anima aborda
Aristóteles la cuestión de la inteligencia, que él considera primeramente como una potencia pasiva. En
el capítulo siguiente, sin otra preparación, y por simple comparación con lo que ocurre en el mundo
físico, se pone a distinguir dos intelectos en el alma:

“Puesto que en la naturaleza entera se distingue primeramente algo que sirve de materia a cada género... y
en seguida otra cosa que es la causa del agente... así, en el alma se distingue, de una parte, el intelecto que
es análogo a la materia, porque viene a ser todos los inteligibles, y, por otra parte, el intelecto que produce
todo”.

Y Aristóteles compara este último intelecto con la luz cuya función es actuar los colores que no
son visibles sino en potencia en el objeto. Viene en seguida una enumeración de propiedades de este
intelecto activo. Éste es: “separado, impasible y sin mezcla, estando por esencia en acto”.

En fin, en un texto particularmente oscuro, Aristóteles parece afirmar que sólo el intelecto
activo es inmortal y eterno, siendo corruptible el intelecto pasivo, de suerte que, después de la muerte,
no podría subsistir ningún recuerdo relativo a esta vida. Sobre todo dos puntos de este texto debían dar
lugar a controversia.

1º) ¿En qué sentido puede decirse que el intelecto agente es “separado”? ¿Sería como un
principio trascendente y autónomo, único para todos los individuos? (la solución más común). ¿O
solamente como una potencia espiritual, multiplicada según los individuos y subsistente en cada uno
de ellos? (solución de Santo Tomás).

2º) ¿Qué se debe concluir en cuanto a la inmortalidad del alma? Si descubrimos que el intelecto
pasivo en particular es corruptible, y el intelecto agente trascendente y único ¿no deberá reconocerse
que no hay inmortalidad individual? (solución de Alejandro de Afrodisia y de Averroes). Agreguemos
que el problema se complica todavía por la concepción que se tenía del intelecto posible, corruptible
para unos, incorruptible para otros, y en esta última hipótesis, separado o no separado.

Las interpretaciones dadas por Santo Tomás. La tesis del intelecto agente separado aparece,
en los comentaristas antiguos de Aristóteles, con Alejandro de Afrodisia (siglo II d.C.), que distinguía:
un intelecto material, probablemente corruptible; un intelecto como habitus, que determina al
precedente; y un intelecto agente inmaterial, separado, que presenta todos los caracteres de la
divinidad.

Los peripatéticos árabes, Alfarabí, Avicena, Averroes, con los cuales tiene que habérselas
particularmente Santo Tomás, sustentan, en conjunto, la separación real de la inteligencia agente y su
trascendencia respecto a los individuos. En Avicena aparecerá este intelecto en la concepción
jerárquica que él se forma de las inteligencias, como la inteligencia inferior del sistema, de la cual
emanan a la vez las formas de las cosas materiales y, en las almas, los principios del conocimiento que
éstas tienen de ellas. Notemos que Santo Tomás la tomará sobre todo con el averroísmo, que por su
concepción de un intelecto posible separado comprometía más que nadie la inmortalidad del alma.

C) Naturaleza del intelecto agente

El intelecto agente es efectivamente una potencia del alma. En oposición con la mayoría de
estos comentadores, Santo Tomás afirma netamente que el intelecto agente es, en cada alma humana,
algo real: “est aliquid animae” (es algo del alma)91. Las razones en que se funda para hablar así son a la
vez muy simples y perfectamente pertinentes. En efecto, siguiendo una ley muy general, las causas
universales y trascendentes no obran sino con el concurso de principios propios de los seres
91 I, q. 79, a. 4
100
particulares. El intelecto agente trascendente, si lo hay, requerirá, por lo tanto, la cooperación de una
potencia derivada, que pertenece a cada alma. Por otra parte, y esta razón parece decisiva, es patente
que del nous por el que abstraemos las especies, procede la intelección; luego, no se puede decir que
una acción se refiere a un sujeto cualquiera si no procede de él según una forma que le es inherente (et
hoc experimento cognoscimus, dum percipimus nos abstrahere formas universales a conditionibus
particularibus, quod est facere actu intelligibilia. Nulla autem actio convenit alicui rei, nisi per aliquod
principium formaliter ei inhaerens. Por este experimento conocemos, mientras percibimos que
abstraemos las formas universales de las condiciones particulares, que es hacer en acto los inteligibles.
Pero ninguna acción conviene a alguna cosa, sino por algún principio formalmente en ella inherente).

¿Será todavía posible, en esta concepción, hablar de un intelecto agente separado? Sí, pero a
condición de que en este intelecto no se vea ninguna otra cosa que a Dios Creador e iluminador de
nuestra alma. En cuanto al verdadero intelecto agente, permanece en el alma, de la que es una potencia
particular, distinta realmente del intelecto considerado en su función receptora, o de intelecto pasivo.

La actualidad del intelecto agente. Hay un punto que requiere una precisión. ¿En qué sentido
se debe decir que el intelecto agente es una potencia siempre en acto? En efecto, no se ve claramente
desde luego cómo en una misma inteligencia pueda haber a la vez, respecto a inteligibles, una facultad
en potencia y una facultad en acto. Santo Tomás 92 responde haciendo observar que la pasividad de una
de estas facultades y la actualidad de la otra no deben considerarse en una misma línea. El intelecto
pasivo está en potencia con relación a las determinaciones de los seres exteriores que se trata de
conocer, y se dice que el intelecto agente, por su parte, está en acto en cuanto es inmaterial y, por lo
tanto, apto para hacer inmaterial el objeto que no era inteligible sino en potencia93.

D) Fase preparatoria sensible de la abstracción

Santo Tomás designa habitualmente con la expresión “phantasma” el elemento de


conocimiento sensible a partir del cual va a proceder la intelección. ¿A qué corresponde exactamente
este término?

Psicológicamente, los “phantasmata” pueden ser considerados como imágenes, pero a


condición de precisar que el conjunto de los sentidos externos e internos ha contribuido a su
formación. Por lo cual no se debe mirarlos como simples “dobles” de sensaciones, sino como la
resultante de toda una elaboración muy compleja. Santo Tomás mismo94 parece reconocer que antes de
la intelección deben formarse, en el nivel del conocimiento sensible, esquemas que tengan ya cierto
carácter de generalidad, los cuales constituyen una especie de intermediario entre el singular
directamente percibido por los sentidos y el verdadero universal que sólo la inteligencia alcanzará. Las
simplificaciones de las fórmulas a menudo empleadas en el tomismo para explicar el conocimiento no
deben hacernos perder de vista toda la complejidad (que esta filosofía de ninguna manera ignora) de la
actividad concreta del espíritu.

Desde el punto de vista objetivo, se dice que los “phantasmata” son inteligibles en potencia o
contienen en potencia lo inteligible. ¿Será que la forma del objeto exterior que ellos representan no se
encuentra allí de manera determinada? De ninguna manera. Los “phantasmata” contienen actualmente
la esencia de la cosa que deben hacer conocer (sin esto no se ve cómo podrían transmitirla a la
inteligencia), pero se dicen en potencia con relación al ser inteligible o “intencional” que esa esencia
debe revestir para ser efectivamente conocida. La actuación de lo inteligible –de la que hablaremos–
concierne, por lo tanto, no a la determinación formal del objeto que viene del exterior sino a su ser
objetivo o de representación en el espíritu.

92 Cf. De Anima, III, 1. 10, n. 737; I, q. 79, a. 4, ad 4.


93 Cf. De Anima, III, 1. 10, n. 739.
94 Metaph., I, lect. 1; II Anal., II, lect. 20.
101
E) La acción del intelecto agente

¿Cómo comprender la acción por la cual el intelecto agente va a hacer inteligible en acto lo
inteligible en potencia de las imágenes y permitir así la recepción de la semejanza espiritual del
objeto? Pueden ayudar en esto varias analogías tradicionalmente utilizadas:

1) Analogía de la luz. Esta es la comparación empleada por Aristóteles: así como los colores,
objeto de la vista, no se hacen visibles sino gracias a la iluminación debida a la luz, así lo inteligible,
contenido en potencia en las imágenes no se hace actual si no es asimismo iluminado por el intelecto
agente.

Esta comparación saca provecho felizmente de la necesidad de un principio activo distinto del
objeto para hacer posible la intelección. Y sugiere también ciertos caracteres de la actividad de este
principio: la no coloración de la luz evoca la ausencia de determinación formal del intelecto agente; su
espiritualidad relativa, la espiritualidad efectiva de la actividad de esta facultad. Por el contrario, con
esta analogía no se ve bien cómo el intelecto posible va a ser actuado él mismo, y además está uno
orientado hacia la concepción falsa de un inteligible existente frente a la inteligencia, como un objeto
que contemplar, cuando que en realidad no se puede hablar de inteligible en acto sino en la facultad
receptora misma.

2) La metáfora de la abstracción. En al aristotelismo, la actividad del intelecto agente


continuamente se designa también con el término “abstracción”. Se dice que esta facultad abstrae el
objeto inteligible (o la “species”) de la “imagen sensible”, o también que despoja a la “species” de las
condiciones de la materia que la singularizan.

Aquí se deben tomar evidentemente en un sentido metafórico las palabras abstracción y


despojo. Como la precedente, esta analogía tiene el inconveniente de no hacer resaltar el aspecto de
información del intelecto pasivo implicado en esta operación; y el objeto inteligible parece siempre
como una cosa inerte colocada frente a la facultad cuando efectivamente obra sobre ella. ¿Cómo, pues,
se puede concebir esta causalidad?

3) La causalidad común del intelecto agente y de la “species”. Es desde luego manifiesto que,
aisladamente considerados, ni el intelecto agente –que es formalmente indeterminado–, ni la “imagen
sensible” –que en el orden inteligible está solamente en potencia– pueden obrar sobre el intelecto
posible; se requiere el concurso de los dos elementos. De esto se han propuesto dos explicaciones:

* La “imagen sensible” intervendría en la impresión de la especie con el carácter de causa


material ejerciendo entonces el intelecto agente una suerte de causalidad formal. Esa manera de
representarse las cosas tiene entre otros inconvenientes el de sugerir, sin razón, que la “imagen
sensible” en esta actividad es sujeto, cuando en realidad es más bien el intelecto posible el que juega
ese papel.

* Por lo cual parece preferible considerar aquí, con Juan de Santo Tomás 95, la “imagen
sensible” como una causa instrumental realzada por la acción del intelecto agente, causa principal. Uno
y otro de los factores que obran guardan así, en su línea, su acción determinante: la “imagen sensible”
en el orden de la esencia; el intelecto agente en el del ser inteligible, estando las dos acciones
jerárquicamente organizadas. Santo Tomás mismo sugiere esta interpretación96. He aquí su texto más
formal:

95 Cursus phil. De Anima, q. 10, a. 2, sec. diffic.: Dicendum nihilominus.


96 Cf. De Veritate, q. 10, a. 6, ad 1, 7, 8; I, q. 85, a. 1, ad 3,4.
102
“En la recepción por el intelecto posible de las especies de las cosas que provienen de las imágenes
sensibles, estas últimas desempeñan el papel de agente instrumental y secundario, teniendo el intelecto
agente el de agente principal y primero. El resultado de esta actividad en el intelecto posible trae en
consecuencia el signo de uno y otro agente, y no el de uno de los dos solamente; así es que el intelecto
posible recibe las formas, como inteligibles en acto, en virtud del intelecto agente, y como semejanzas
determinadas de las cosas, en razón del conocimiento de las imágenes sensibles; y así las formas
inteligibles en acto no existen por sí, ni en la imaginación, ni en el intelecto agente, sino solamente en el
intelecto posible” (De Veritate, q. 10, a. 6, ad 7).

Se notará que el precedente proceso no es consciente de ninguna manera, en su momento


esencial. Nosotros percibimos las imágenes y al término aprehendemos lo inteligible, pero el cómo del
paso del primero al segundo de estos conocimientos no es más que una explicación a posteriori, por lo
demás, perfectamente legítima.

Comparado con el proceso semejante de la formación de la representación sensible, la


abstracción intelectual aparece como más activa del lado del espíritu: siendo el acto de éste la
elevación al nivel del ser inteligible o intencional. Sin embargo, en los dos casos la determinación
formal del objeto percibido resulta de la acción de la cosa exterior97.

II. El intelecto posible y la recepción de la “species”

El intelecto agente no es, estrictamente hablando, una potencia de conocer. Esta función
pertenece al intelecto posible o pasivo (se le llama de una y otra manera), cuyo estudio debemos
abordar. Sucesivamente veremos que esta facultad está, frente a los inteligibles, en pura potencia (A);
que para pasar al acto debe ser previamente informada por la especie (B); faltará precisar el papel
exacto desempeñado en el acto intelectual por esta última entidad (C), y la relación que ella tiene con
la cosa exterior (D).

A) El intelecto posible es una potencia pasiva

Esta afirmación de la pasividad de nuestras potencias de conocer gobierna –ya lo sabemos–


toda la psicología aristotélica. Su significación debemos precisarla aquí exactamente con Santo
Tomás98.

Desde luego que en el caso de la inteligencia, la presente afirmación está fundada, porque
descansa en el objeto mismo de esta facultad: el ser universal. Porque si la inteligencia estuviese
previamente actuada, siendo infinito el ser universal, ella también sería infinita; pero solamente la
inteligencia divina posee esta cualidad. Mas ¿qué puede exactamente significar, para una inteligencia
que es ser espiritual, el hecho de padecer? Santo Tomás tiene el cuidado de explicar que la pasividad
de que se trata no entraña de ninguna manera, en el sujeto receptor, algún deterioro, o la extirpación de
alguna propiedad natural: padecer, en el presente caso, no significa sino el simple paso, bajo la acción
del agente, de la potencia al acto, o el hecho de que el sujeto adquiere el acto con relación al cual
estaba en potencia. Entendida en este sentido una pasión es un perfeccionamiento.

Los comentadores99 precisan que, en realidad, en la recepción de lo inteligible, el intelecto es


pasivo de dos maneras diferentes:

- primeramente, según una pasividad material, debiendo ser previamente recibida


entitativamente la especie en cuestión en la inteligencia, como toda forma en un sujeto;

97 Cf. I, q. 85, a. 1.
98 Cf. I, q. 79, a. 2.
99 Cf. Cayetano, In Iª Part., q.79, a. 2, XVI a XX; Juan de Santo Tomás, Curs. Philos., De Anima, q. 6, a. 3.
103
- en segundo lugar, según una pasividad inmaterial, yendo también el objeto que se conoce a
perfeccionar la potencia en el orden objetivo o intencional. Evidentemente esta segunda pasividad será
la característica del conocimiento.

B) Recepción de la “species”

Consideremos ahora la actuación del intelecto posible. Ya se sabe que es debida a la acción
conjugada del intelecto agente, causa principal, y de la imagen sensible, causa instrumental. Esta
acción tiene por efecto, primeramente, modificar como ser el sujeto inteligente, determinando en él,
con el carácter de accidente, una especie. Conjuntamente se produce una segunda información que
modifica al sujeto inteligente en el obrar, ya que la inteligencia es actuada como potencia intencional.
Solamente entonces el acto de conocimiento propiamente dicho puede producirse.

Esta segunda información, subrayémoslo, puede seguir o no seguir a la información entitativa.


La segunda de estas alternativas se presenta cuando la inteligencia cesa de pensar un objeto. Este
objeto, entonces, ya no está “inteligiblemente” presente. Sin embargo, sigue estando en la potencia con
carácter entitativo, o “como habitus”.

De nuevo, por otra parte, la inteligencia, a partir de esta presencia entitativa, podrá pasar,
gracias a una nueva información intencional, a un nuevo acto de conocimiento. Así se explican los
tránsitos sucesivos de la idea no pensada a la idea actualmente aprehendida, esto es, el fenómeno de la
memoria intelectual.

C) Papel de la “species” en el acto intelectual

Así pues, una vez informado el intelecto posible es apto para pasar a su acto. ¿Cómo se
produce éste? Por la actividad de la facultad en cuanto es objetivamente determinada por la especie.
Toda acción, en su principio, supone una potencia y una forma. La potencia está dada y la forma no es
otra cosa que la especie recibida; por tanto, se realizan las condiciones de la actividad cognoscitiva.

De lo que se acaba de decir se sigue que la especie, o la forma del objeto recibida en la
inteligencia, no es de ninguna manera “lo que” es conocido (quod cognoscitur), sino solamente
“aquello por lo que” se le conoce (quo cognoscitur)100. Lo que directamente se alcanza es el objeto o la
cosa misma; la especie, en el principio del acto, sólo es aprehendida en un segundo momento, por una
actividad reflexiva. Volveremos sobre este punto.

D) La “species” como semejanza del objeto

Hemos dicho que la especie no es el objeto que conocemos efectivamente. ¿De ello se sigue
que no tenía ella con él ninguna relación? Muy al contrario. Su función misma es unir el objeto a la
inteligencia o hacérsela presente. Y la especie logra esto porque es del objeto una semejanza: siendo
ella semejante a él, puede tener su lugar en nuestro espíritu. Recuérdese que Empédocles, con su
conocimiento del semejante por el semejante, está en el origen de esta concepción. Sin embargo,
contrariamente a lo que él pensaba, la semejanza en cuestión no debe ser comprendida como un doble
material, sino como una reproducción de orden objetivo, siendo el modo de ser distinto en el espíritu
que en la realidad.

Es igualmente muy importante darse cuenta de que la semejanza de la cosa puede representar a
ésta de manera más o menos perfecta. La inteligencia humana no tiene de inmediato la intuición clara
de las esencias; inicialmente no las aprehende sino de manera confusa y a través de conceptos
totalmente generales. Las semejanzas o especies primitivas no representan pues el objeto sino bajo sus

100 Cf. I, q. 85, a. 2.


104
aspectos más comunes. Todo el trabajo del espíritu será precisamente determinar progresivamente esta
primera aportación todavía muy indistinta.

B. LA ACTIVIDAD DE LA INTELIGENCIA

Además de los dos elementos que acabamos de distinguir en el principio de esta actividad
(intelecto posible y especie), Santo Tomás enumera, integrando el acto completo, otros dos elementos:
la intelección (“intellígere”) y la concepción interior de la inteligencia, (“conceptio intellectus”), en la
cual la facultad contempla su objeto. Así se expresa el Angélico:

“El entendimiento al entender puede estar en orden a cuatro cosas, a saber: la cosa que entiende, la
especie inteligible por la cual es actuada la inteligencia, su intelección y la concepción de la
inteligencia...”101.

Nos queda pues por considerar: la intelección misma (1) y la concepción de la inteligencia (2).
Después de esto, volviendo a las imágenes que están en el origen de nuestra actividad intelectual,
mostraremos que esta actividad supone siempre una referencia a lo sensible (3)102.

I. La intelección

A) La intelección es la perfección última del sujeto

La actividad psíquica tiene en Aristóteles la característica de que sale en cierta manera del
agente para pasar a la cosa que es exterior a él y transformarla. ¿Ocurre lo mismo en el caso del
conocimiento? Ya sabemos que no. A medida que se eleva en la escala de los seres vivos, se va en el
sentido de una interioridad creciente: el sujeto considerado recurre cada vez menos a los otros y cada
vez menos se adapta a ellos. Del orden de la actividad transitiva se pasa al de la actividad inmanente
cuyo conocimiento intelectual representa justamente el tipo más perfecto.

De esto resulta que en la intelección no es la cosa exterior lo que se modifica sino el sujeto
cognoscente mismo. En varias circunstancias precisa Santo Tomás que esta modificación puede ser
comparada con la recepción del esse en una esencia concreta:

“La intelección no es una acción que proceda hacia algo exterior, sino que permanece en el agente, como
su acto y su perfección, así como el esse es la perfección de lo que existe. En efecto, así como el esse
sigue a la forma, así la intelección sigue a la especie inteligible...” 103.

Entonces, así como el “esse” –en el orden del ser– representa la perfección última de una cosa,
análogamente el “intelligere” (la intelección) lo es en el orden del conocimiento (o, más generalmente,
en el orden de la actividad); perfección, en el último caso inmanente, esto es, ordenada al bien del
sujeto, y que además no es productora de ningún efecto. Aquí alcanzamos un término último.

B) La intelección es virtualmente productora de un término exterior: el verbo mental

101 “Intellectus autem in intelligendo ad quatuor potest habere ordinem scilicet ad rem quae intelligatur, ad speciem
intelligibilem qua fit intellectus in actu, ad suum intelligere, et ad conceptionem intellectus” (De Pot., q. 8, a. 1).
102 En toda esta cuestión, para responder a las exigencias de los problemas teológicos, especialmente el del Verbo Divino,
Santo Tomás se ve llevado a exceder a Aristóteles. Los principales textos utilizados son: Cont. Gent., I, c. 53; De Pot., q. 8,
a. 1; q. 9, a. 5 y 9; De Verit., q. 4, a. 2; I, q. 14, a. 4; q. 27, a. 1; q. 34, a. 1 y 2. En cuanto a los comentadores cf.: Juan de
Santo Tomás, Curs. Phil., De Anima, q. 11, a.1 y 2.
103 “Intelligere non est actio progrediens ad aliquid extrinsecum, sed manet in operante, sicut actus et perfectio eius, prout
esse est perfectio existentis. Sicut enim esse consequitur formam, ita intelligere sequitur speciem intelligibilem” (I, q. 14, a.
4).
105
Sin embargo, la realidad es más compleja de lo que acabamos de decir. En Santo Tomás la
intelección es igualmente productora de un término o de un quasi-término, interior ciertamente, pero
realmente distinto de ella: el “verbum mentis”, o la “conceptio intellecta”. Al mismo tiempo que yo
contemplo el objeto –y aun para estar en capacidad de contemplarlo– formo en mi inteligencia una
imagen de ese objeto que me lo hace presente. En otros términos, para una inteligencia el pensar es
contemplar, pero también es concebir.

¿Cuál es, por lo tanto, el término concebido por la inteligencia? Y la actividad de concebir que
acabamos de mencionar, ¿se distingue realmente de la aprehensión de la inteligencia o de la
intelección? ¿Qué relaciones hay exactamente entre estos dos aspectos del acto de conocer? Tales son
los problemas que se nos plantean ahora.

II. El verbo mental104

A) Posición del estudio del verbo mental

Muchas de las dificultades en el estudio de la teoría del verbo mental en Santo Tomás
provienen de que no se ha tenido cuidado de volver a situar los textos de que se ha echado mano en las
diversas perspectivas en que fueron elaborados.

Tenemos desde luego todo un conjunto de textos sobre el conocimiento en que de ninguna
manera se trata de un término interior o de un verbo. El Doctor Angélico no hace entonces sino seguir
a la letra la enseñanza de Aristóteles: lo que se alcanza directamente es la cosa (“res”), y no la
modificación del espíritu. Pretender lo contrario es caer con Protágoras en un relativismo insostenible;
todo lo que se me presenta es verdadero en cuanto tal. Ciencia y verdad están así comprometidas. Por
lo contrario es necesario afirmar que la especie inteligible no es más que un principio “quo” de
intelección, esto es, que no está sino en el origen del acto, y así no puede ser aprehendida sino de
manera reflexiva.

De hecho –excepto dos o tres textos– la teoría del Verbo no fue desenvuelta por Santo Tomás
sino con el objeto de utilizarla para el dogma de la generación de la Segunda Persona en Dios. No
pudiendo ser concebida tal operación sino como un proceso de conocimiento, viene a ser en efecto del
mayor interés reconocer en toda intelección una “producción interior” con la que podrá verse
comparada la generación Trinitaria. Dicho sea de paso, tenemos aquí uno de los tipos más acabados del
desenvolvimiento de una doctrina filosófica bajo el influjo de la fe.

Sin embargo, la Teoría del Verbo, si fue elaborada en medio de preocupaciones de orden
teológico, puede ser igualmente estudiada como problema de filosofía: habiendo sido reconocida la
actividad intelectual como inmanente, se plantea necesariamente la cuestión de la existencia de un
término interior al pensamiento105.

B) Razón de ser de la producción del verbo

104 La expresión “verbum mentis”, por comparación con “verbum oris” (la palabra), habitualmente la emplea Santo
Tomás en atención a aplicaciones trinitarias de la doctrina. En un contexto psicológico se habla preferentemente de
“conceptio” o de “intentio intellecta”. La expresión corriente en la escolástica contemporánea de “species expressa” por
oposición a la “species impressa”, que designa la forma principio del conocimiento, no se encuentra sino más tardíamente.
105 Cf. De Potentia, q. 8, a. 1. Gardeil, Texto IX: El verbo mental, p. 237-239.
106
En un texto clásico106 Santo Tomás da dos razones de la existencia del verbo en el conocimiento
intelectual.

* En primer lugar, siendo capaz la inteligencia de aprehender las cosas en su ausencia lo mismo
que en su presencia, se impone evidentemente, al menos en el primer caso, que el objeto conocido se
halla (de algún modo) en la potencia de conocer.

* El segundo motivo es más fundamental y vale universalmente: como el objeto aprehendido


por la inteligencia debe ser, en cuanto aprehendido, separado de las condiciones de la materia, es
necesario, si se trata de cosas materiales, que la facultad de conocer le confiera un modo de existencia
correspondiente, lo que no puede ocurrir sino en el seno de su inmanencia.

Estas razones, que se fundan más bien en las condiciones de imperfección del conocimiento
humano, no bastan sin embargo para asegurar a la doctrina trinitaria de la generación la base analógica
que requiere. Por lo cual, Juan de Santo Tomás 107, apoyándose en ciertos textos de Santo Tomás,
invoca igualmente para justificar la producción del verbo cierta ley positiva: naturalmente se es llevado
a expresar y a manifestar, diciéndolo, lo que se ha aprehendido: hay en esto cierta exigencia de
perfección del pensamiento. Sin embargo, prosigue nuestro autor, que no se vaya hasta hacer de la
dicha producción una necesidad absoluta, ni a darla como fin a la intelección misma: este último acto,
ya lo vimos, es absolutamente término, y si se necesita un verbo, es más bien en beneficio de la
intelección.

¿Se deberá reconocer, sin embargo, que en toda intelección hay un verbo? En el caso del
conocimiento humano tal exigencia existe no solamente para el conocimiento de las cosas materiales,
sino también en el conocimiento del alma por sí misma. De manera semejante el ángel, aunque su
esencia, objeto propio de su inteligencia, le sea inmediatamente presente, no se conoce sino en un
verbo. Finalmente, Santo Tomás no reconocerá más que un caso, en cuanto a la intelección creada, en
que la producción de un verbo no tendrá lugar: el de la visión beatífica. En efecto, Dios es
perfectamente inteligible por sí mismo, y puede así terminar de manera inmediata el acto de
aprehensión de su esencia. Además, siendo infinita su Esencia no podría ser representada de manera
adecuada por ninguna semejanza creada.

C) El verbo como producción y como semejanza

El verbo, en el conocimiento, se refiere a dos cosas: a la actividad intelectual que lo produce, y


a la cosa que él representa al espíritu. O dicho de otra manera, el verbo puede ser considerado:

- en su ser entitativo (subjetivamente): en su relación al sujeto que lo produce;


- en su ser representativo (objetivamente): en relación al objeto conocido que el verbo
representa.

El Verbo como producción. La cuestión que se plantea aquí es saber si la producción del verbo
es un simple efecto de la intelección o si no supone una actividad distinta del espíritu. Santo Tomás 108
se adhiere a la primera hipótesis: parece completamente gratuito y sería superfluo duplicar en nosotros
el acto propiamente dicho de conocer por una actividad productora de un verbo. Así, el verbo resulta
de manera inmediata de la intelección. Se recordará, sin embargo, que el verbo no es propiamente
hablando el fin de la intelección.

106 Cont. Gent, I, 53. Cf. infra: Vista sintética de la Inteligencia.


107 Cf. De An., q. 11
108 De Veritate, q. 4, a. 2, ad 5.
107
El Verbo como semejanza. Referido, ya no al sujeto que lo produce, sino al objeto conocido, el
verbo se presenta entonces como una semejanza. Esta cualidad le viene de que la propia “species”, que
está en el principio del acto intelectual, es una semejanza de la cosa exterior: Dice el Aquinate:

“Por el hecho de que la species inteligible, que es la forma del intelecto y el principio de la intelección, es
la semejanza de la cosa exterior, resulta que el intelecto produce una intención que es semejante a esa
cosa” (Cont..Gent. I, c. 53).

¿Qué representa justamente esta semejanza? De una manera general, “semejanza” quiere decir
unidad en el género cualidad. Pero aquí cualidad debe entenderse en el sentido amplio: para significar,
en particular, la diferencia específica o la esencia de la cosa. Es pues a ésta última a la que el verbo se
refiere primeramente. Sin embargo, siendo siempre las primeras aprehensiones de nuestra inteligencia
muy generales y confusas, las representaciones que les corresponden no pueden ser, por su parte, sino
imperfectas. Así es que la relación de semejanza del verbo no se precisará sino de manera progresiva.

D) El verbo: ¿término relativo o término último del conocimiento?

Posición del problema. La interposición en el conocimiento, entre la inteligencia y la cosa


exterior, de un término inmanente no puede dejar de suscitar una grave dificultad. ¿Es, en definitiva, la
cosa lo que se alcanza por la inteligencia? ¿O habrá que decir que es la concepción interior del espíritu
lo que es aprehendido por el intelecto? Y si se admite esta segunda hipótesis ¿no se compromete el
realismo del conocimiento, no siendo entonces el objeto lo que se percibe sino una modificación o una
determinación interior del acto?

Este problema, que no preocupó mucho a los medievales, ha alcanzado toda su agudeza con la
controversia idealista109. Como la discusión no ha dejado de ser confusa, será de alguna utilidad que
nos detengamos un poco en este punto.

2) Los textos de Santo Tomás. En una primera lectura parece irrealizable fijar el verdadero
pensamiento de nuestro Doctor, pues una serie de textos parece preconizar un inmediatismo tajante,
mientras que otros, con una no menor nitidez, afirman que el verbo es el término mismo alcanzado en
el conocimiento.

A favor de la primera concepción no hay sino recordar la exposición perfectamente explícita de


la Prima Pars110, en que se declara que lo que es conocido directamente es la cosa y no la “species”, la
cual no se alcanza sino por reflexión. Así: “quod cognoscitur est res”. Otros textos son todavía más
categóricos, como por ejemplo el siguiente:

“Que la intención de que se trata no sea en nosotros la cosa aprehendida por la inteligencia resulta
claramente del hecho de que una cosa es aprehender la cosa, y otra aprehender la intención inteligible, lo
que la inteligencia realiza cuando reflexiona sobre su acto” (Cont. Gent., IV, c. 11).

La “intención inteligible”, o sea el verbo, no es pues alcanzado sino en un acto reflejo, siendo
alcanzada directamente la cosa sola: es algo completamente claro.

Otros textos, por desgracia, parecen afirmar exactamente lo contrario. Por ejemplo:

“Lo que es aprehendido por sí por la inteligencia no es esta cosa de la que se tiene el conocimiento... sino
que es primeramente y por sí aprehendido lo que la inteligencia concibe en sí misma de la cosa conocida”
(De Pot., q. 9, a. 5).

109 Cf. La reciente polémica entre tomistas: Maritain, Refléxions sur l'intelligence, c. 2; Les degrés du sávoir, c. 3, 26 y
Apéndice I; Roland Gosselin. Rev. Sc. Phil. et Théol. 1925, pp. 200 ss.; Blanche, Bull. Thom., 1925, p. 361 ss.
110 I, q. 85, a. 2.
108
En fin, algunos pasajes parecen querer realizar una conciliación:

“La concepción de la inteligencia es intermediaria entre la inteligencia y la cosa porque por ella la dicha
operación llega hasta la cosa, de lo cual se sigue que la concepción de la inteligencia no es solamente lo
que es aprehendido (id quod intellectam est), sino también aquello por lo que la cosa es aprehendida (id
quo res intelligitur), de suerte que lo que es aprehendido se puede decir que es tanto la cosa misma como
la concepción de la inteligencia (sic quod intelligitur possit dici et res ipsa et conceptio intellectus) (De
Veritate, q. 4, a. 2 ad 3)111.

3) Interpretación de la doctrina. Para poner un poco de claridad en este debate, importa


primeramente acordarse de que Santo Tomás escribe aquí en dos perspectivas diferentes: en la línea de
la teoría del conocimiento de Aristóteles, y en la de la teoría de la generación trinitaria del verbo.

- Con Aristóteles trata de evitar el subjetivismo de Protágoras, para quien el objeto del
conocimiento sería la modificación misma del sujeto. Y es la inmediación del conocimiento lo que
evidentemente debe ponerse en evidencia.

- Con los teólogos trata de asegurarse de un término interior del pensamiento, y muy
naturalmente es llevado a subrayar el carácter de inmanencia del acto de la inteligencia. Reconocido
éste, se permitirá admitir que nuestro autor, llevado por la preocupación especial de cada una de sus
exposiciones, no ha tenido cuidado de circunstanciar todas sus fórmulas. Los textos más completos y
sobre los cuales conviene ante todo apoyarse son, por lo tanto, aquellos en que se proponen los dos
aspectos de la doctrina.

Así pues, lo que es aprehendido por el espíritu se puede decir que es tanto la cosa misma
como la concepción de la inteligencia (et res ipsa et conceptio intellectus), de suerte que el verbo es a
la vez: quod intellectum est y id quo intelligitur (lo que es entendido y aquello por lo cual se entiende);
y es ciertamente un término, pero un término relativo solamente, siendo el término absoluto la cosa
misma.

4) El verbo como signo formal. Se recurre a veces, en la discusión de este problema, a una
doctrina del signo cuyo desenvolvimiento parece que se debe atribuir a Juan de Santo Tomás 112. La
concepción del espíritu sería un signo de la cosa que ella representa. Pero hay dos especies de signos:

- El signo instrumental, que tiene por carácter propio llevar al espíritu a una realidad distinta de
la que es aprehendida; y así, percibiendo el humo, yo infiero el fuego, que es otra cosa.

- El signo formal, que también hace conocer otra cosa, pero en sí mismo y de manera
inmediata; y en este caso hay simultaneidad entre la aprehensión del signo y la del significado.

Si el verbo mental es un signo, debe ser evidentemente un signo formal, o sea, que no es una
cosa que nos conduzca al conocimiento de otra cosa, sino una cosa en la cual directamente
aprehendemos otra, hallándose así inmediatamente aprehendida la razón formal del objeto exterior, aun
no siendo alcanzado sino en un término inmanente al espíritu. Doble aspecto de la inmanencia y de la
exterioridad de nuestro conocimiento intelectual que conviene mantener simultáneamente si se quiere
evitar los extremos de la mediación ruinosa de las “ideas tablas” y de una inmediación de la cosa y de
nuestra facultad que es perfectamente ininteligible.

E) Vista sintética del acto de inteligencia

111 Cf. asimismo In Joan., c. 1.


112 Cf. Curs. phil.; Log.; IIª Pars, q. 22, a. 1 y 2.
109
Así pues, el acto intelectual, en el hombre, se nos presenta constituido de cuatro elementos: la
facultad misma, la “species” que la actúa, la intelección y el verbo. Consideradas en la línea de una
metafísica general de la actividad, las condiciones especiales de este acto nos han conducido a estas
distinciones Sin embargo, jamás conviene olvidarlo, analizar no es partir; en la pluralidad de sus
principios, el acto de conocimiento guarda una verdadera unidad, y esto es en definitiva lo que
impresiona primeramente la conciencia. Para recapitular todo una vez más citaremos un bello texto de
la Summa Contra Gentes:

“La cosa exterior aprehendida por nosotros no existe en nuestra inteligencia según su naturaleza propia,
sino que es menester que su semejanza, por la cual es puesto en acto el intelecto, esté en éste. Actuada por
dicha semejanza como por su forma propia, nuestra inteligencia aprehende la cosa misma; no que la
intelección misma sea una acción que pase a la cosa entendida, como el calentamiento se comunica a lo
que es calentado, sino que permanece en el que entiende, y según esto tiene relación con la cosa que es
aprehendida, porque la predicha especie, que es principio de la operación intelectual, como forma, es la
semejanza de esta cosa.
“Todavía es menester considerar que la inteligencia, informada por la ‘species’ de la cosa, entendiendo,
forma en sí misma cierta ‘intención’ del objeto aprehendido, la cual es su razón a la que significa su
definición. Esto se impone por el hecho de que la inteligencia aprehende indiferentemente una cosa
ausente o presente, en lo cual coincide con el entendimiento la imaginación. Pero la inteligencia tiene de
particular que también aprehende la cosa como separada de las condiciones materiales, sin las cuales no
puede existir en la realidad concreta, lo cual sería imposible si la inteligencia no se formara la predicha
‘intención’. Ahora bien, esta ‘intención’ aprehendida, por el hecho de que es el cuasi -término de su
operación inteligible, es distinta de la ‘especie inteligible’, la cual actúa la inteligencia, lo que debe ser
considerado como el principio de la operación inteligible, aunque una y otra cosa sean semejanzas de la
realidad conocida. En efecto, por ser la ‘especie’ inteligible, que es la forma de la inteligencia y el
principio de su acto, la semejanza de la cosa exterior, la inteligencia forma una ‘intención’ semejante a esa
cosa, pues según sea una cosa así será su operación. Y de que la ‘intención’ aprehendida es semejante a
alguna cosa, se sigue que la inteligencia al formar tal intención aprehende la cosa misma” (S.C.G. I, c.53).

III. El retorno a las imágenes

El acto intelectual del que se acaba de hacer el análisis tenía su origen en el conocimiento
sensible, o en las “imágenes sensibles”. Según vamos a verlo, para Santo Tomás las imágenes se
encuentran una segunda vez en el proceso intelectual, pero esta vez al término del conocimiento o del
lado del objeto. Así la inteligencia, para reasumir su propia expresión, nada puede aprehender sino
volviéndose hacia las imágenes (nisi convertendo se ad phantasmata), siendo manifiestamente la
conversión a la que aquí se alude algo distinto de la simple indicación de una relación de origen113.

En el artículo 7 de la cuestión 84, que es aquí el texto mayor, Santo Tomás apela primeramente
a la experiencia y luego al argumento de razón.

1) Prueba experimental. Dos hechos tienden a probar la necesidad para la intelección de ese
retorno a las imágenes:

- en primer lugar, el hecho de las lesiones corporales, que paralizan la actividad de la


inteligencia, pues como esta facultad no utiliza ella misma ningún órgano, el impedimento
comprobado no puede ser relativo sino a actividades sensibles, que serían requeridas para la
intelección, y así, cuando falla la imaginación no puede haber conocimiento intelectual;

- un segundo hecho prueba más directamente: ¿no ocurre que cuando se esfuerza uno por
comprender algo, espontáneamente se forma imágenes en las que parece que se aplica a examinar lo
que quiere aprehender por la inteligencia?

113 Cf. sobre esta materia: I, q. 87, a. 7 y 8; q. 86, a. 1; q. 89, a. 1; Cayetano, In Iª Part, q. 84, a. 7; Juan de Santo Tomás,
De Anima, q. 10, a. 4.
110
2) Justificación racional. Estos hechos pueden ser justificados a priori, ya que el volverse hacia
las imágenes está implicado en las condiciones mismas del objeto propio de la inteligencia humana. En
efecto, se sabe que este objeto es la “quididad”, esto es, la naturaleza de las cosas sensibles. Ahora
bien, es propio de esta naturaleza el no existir sino en lo singular, o sea, en la materia corporal; y así, es
de la naturaleza de la piedra el existir en tal piedra determinada. De donde se sigue que la naturaleza
de la piedra o de cualquier cosa material no puede ser conocida “completamente” y “en verdad” sino
siendo aprehendida como existente en lo particular, el cual no puede ser aprehendido sino por los
sentidos o en las imágenes. Así es que para alcanzar su objeto propio la inteligencia debe
necesariamente volverse hacia las imágenes, a fin de considerar en ellas la naturaleza universal
existente en lo particular114.

3) Conclusión: solidaridad de las actividades intelectual e imaginativa. Las precedentes


observaciones manifiestan claramente que si en el tomismo se distinguen formalmente el conocimiento
intelectual y el conocimiento sensible, muy bien se cuida de aislar una y otra de estas actividades. Las
imágenes están a la vez en el principio del conocimiento intelectual, como su materia, y en su término,
en cuanto solidarias de su objeto. De este modo lo singular podrá venir a ser indirectamente el objeto
de nuestra inteligencia; y en la práctica nuestra vida, que discurre en lo concreto, tendrá que referirse
continuamente a él. Inicialmente y esencialmente facultad de lo abstracto y de lo universal, nuestra
inteligencia se revela igualmente como la facultad de lo individual sensible: riqueza y complejidad de
una filosofía cuya aparente simplicidad de fórmulas suele engañar.

C. EL CONOCIMIENTO DEL ALMA DESPUÉS DE LA MUERTE

I. Introducción

Aparentemente desprovista de interés para la psicología, la cuestión del estatuto intelectual del
alma separada es en realidad muy rica en enseñanzas para quien quiera descender, con Santo Tomás,
hasta las estructuras profundas del hombre. En efecto, es aquí donde el problema central de la unión
del alma y el cuerpo termina de esclarecerse en la obra del Aquinate.

Puesto que en nuestra presente condición de unión la estructura del alma intelectiva está en
cierta manera velada, sería muy deseable que pudiese representarse el estado del alma cuando ella está
separada del cuerpo. El Doctor Angélico, con su intrepidez de metafísico, se ha esforzado por realizar
teóricamente esta experiencia. Lo que él ha dicho a este propósito va a permitirnos comprender mejor
la naturaleza de nuestra vida intelectiva.

Acerca de la “actividad intelectual” del alma después de la muerte hay a lo largo de las obras
del Aquinate115 un desarrollo que alcanza su madurez en la Summa Theologica. Los problemas sobre
los que trata el Angélico son:

1) la posibilidad de conocer que tiene el alma después de la muerte.


2) el modo de conocer del alma separada.
3) el conocimiento de algunos objetos que presentan particular dificultad: las sustancias separadas, los
singulares, las cosas que suceden en este mundo, etc.

114 “Intellectus autem humani qui est conjunctus corpori, proprium objectum est quidditas, sive natura in materia
corporali existens... De ratione autem hujus naturae est quod in aliquo individuo existat, quod non est absque materia
corporali: sicut de ratione naturae equi est, quod sit in hoc equo. Unde natura lapidis vel cuiuscumque materialis rei
cognosci non potest complete et vere, nisi secundum quod cognoscitur ut in particulari existens. Particulare autem
apprehendimus per sensum et imaginationem. Et ideo necesse est ad hoc quod intellectus intelligat suum objectum
proprium, quod convertat se ad phantasmata ut speculetur naturam universalem in particulari existentem” (I, q. 84, a. 7).
115 In III Sententiarum, d. 31, q. 2, a. 4; IV, d. 50, q. 1; De Veritate, q. 19; Quest. disp. De Anima, a.15; Summa
Theológica I, q. 89.
111
Nuestro trabajo pretende presentar la doctrina del Aquinate sólo en lo que se refiere a la
posibilidad y al modo de conocer del alma separada, tratando de mostrar los principios que permitieron
a Santo Tomás resolver un problema al que grandes filósofos que lo precedieron, como Platón,
Aristóteles y Avicena, no lograron solucionar.

II. Sobre la posibilidad de conocer del alma separada

La dificultad para responder sobre la posibilidad de que el alma en estado de separación pueda
conocer, estriba en que el alma humana, en su estado presente (de unión con el cuerpo) tiene
necesidad de objetos sensibles para entender. ¿Qué sucederá, entonces, cuando el alma esté privada
del cuerpo, que es el que la relaciona con el mundo sensible? Y esta dificultad –en el orden del
entender– nos lleva a plantear otra –en el orden del ser– que es sobre el tipo de unión que se da entre
al alma y el cuerpo. Vayamos por partes.

En el artículo 15 de su Quaest. disp. De Anima, Santo Tomás afirma que la verdad de esta
cuestión debe juzgarse según las diversas razones que se tengan sobre la necesidad de las cosas
sensibles para entender. El Aquinate analiza primero las teorías filosóficas más destacadas que le
precedieron, para luego dar su postura. Una vez resuelta la dificultad sobre el papel de los sentidos en
la operación propia del alma, recién entonces deberá plantearse si es posible que el alma humana
separada entienda y, en caso afirmativo, investigar el modo de conocer en tal estado de separación.

Siguiendo la exposición del Angélico, veremos brevemente la teoría de los platónicos, la de


Avicena y la de Aristóteles, para referirnos luego a la solución que el Doctor Angélico dio a esta
“difícil cuestión”116.

A) Teoría de los platónicos

Los platónicos pretendieron, dice Santo Tomás, que los sentidos son necesarios al alma para
entender; pero no por sí (como si la ciencia fuese causada en nosotros por los sentidos), sino por
accidente. Dicho de otro modo, nuestra alma, por los sentidos, es “excitada” de alguna manera a
acordarse de lo que había conocido anteriormente y de lo que ella tiene por una ciencia naturalmente
infundida117.

Con tal concepción de la ciencia y de los sensibles la cuestión es fácil y ya está resuelta. En
efecto, en esta hipótesis, el alma, para entender, no tiene necesidad de sensibles según su propia
naturaleza, sino de manera accidental. Lo cual cesa de tener lugar, evidentemente, cuando es separada
del cuerpo. Al desaparecer la “pesadez” del cuerpo, el alma ya no tiene necesidad de “excitante”
alguno, sino que ella misma estará por sí misma como en estado de vigilia, pronta para comprender
todas las cosas. Hasta aquí la teoría platónica.

Si se acepta esta opinión –afirma Santo Tomás– ya no se ve que se pueda asignar un motivo
razonable al hecho de que el alma esté unida a un cuerpo: No puede serlo a causa del alma, porque
ésta, cuando no está unida a un cuerpo, puede ejercer de manera perfecta su operación propia, y en el
estado de unión se hallaría impedida de esa operación. De manera semejante, no se pude admitir –dice

116 “Ista quaestio difficultatem habet”, S. Th., I, q. 89, a. 1.


117 Para comprender mejor esta teoría es necesario saber que Platón sostenía que las especies subsistían separadamente y
eran inteligibles en acto; y les dio el nombre de “ideas”, afirmando que es por su participación y, en cierto modo, por su
influjo por lo que nuestra alma es sabia e inteligente. Antes de ser unida a un cuerpo, el alma podía –según Platón– usar
libremente esa ciencia; pero por la unión con el cuerpo, el alma se halla a tal punto entorpecida –y como absorbida– que
parece sin memoria de las cosas que precedentemente había sabido, y de las que tenía un conocimiento connatural. Pero se
halla en cierta manera “excitada” por los sentidos para entrar de nuevo en sí misma y recordar lo que había conocido
anteriormente y de lo que tenía una ciencia innata. Cf. Q.disp. De Anima, a.15.
112
el Aquinate– que eso sea a causa del cuerpo118. En efecto, el alma no existe por razón del cuerpo, sino
que más bien el cuerpo existe por razón del alma, por ser ésta más noble que el cuerpo. No parece pues
conveniente que por ennoblecer al cuerpo sufra detrimento el alma en su operación propia.

Además, de esta opinión resulta que la unión del alma y del cuerpo no es natural, pues lo que
es natural a una cosa, ciertamente no le impide su operación propia. Por lo tanto, si la unión del cuerpo
paraliza la actividad intelectual del alma, no será natural al alma estar unida a un cuerpo sino contra
natura. Y así el hombre, que está constituido por la unión del alma al cuerpo, no sería algo natural, “lo
cual parece absurdo”, dice el Doctor Angélico.

Además, concluye el Aquinate, la misma experiencia muestra que la ciencia, en nosotros, no


resulta de la participación de ideas separadas, sino que proviene de objetos sensibles, pues quien está
privado de uno de los sentidos, carece igualmente del conocimiento de los objetos sensibles que con
ese sentido se aprehenden. Por lo cual, el ciego de nacimiento no puede saber nada acerca del color.

B) Teoría de Avicena

Una segunda teoría, la de Avicena, sostiene que los sentidos sirven al alma para entender no
accidentalmente (como pretendía la teoría platónica) sino por sí. Sin embargo, no de tal suerte que se
reciba la ciencia de las cosas sensibles, sino en cuanto el sentido “dispone” al alma a adquirir por
otra parte su saber; dispone al alma para recibir las especies inteligibles infundidas por una sustancia
separada: el intelecto agente119.

En esta hipótesis, la cuestión que estamos tratando presenta una dificultad: si los sentidos no
son necesarios para entender sino en cuanto “disponen” a recibir de la inteligencia agente las especies
(orientando nuestra alma hacia esa inteligencia), una vez separada del cuerpo, nuestra alma, por sí
misma se volverá hacia la inteligencia agente, y recibirá de ella las especies inteligibles. Los sentidos,
entonces, ya no le serán necesarios para entender.

Santo Tomás advierte que de esta opinión parece resultar que el hombre adquiere
inmediatamente toda ciencia: tanto la ciencia de las cosas percibidas por un sentido, como la ciencia
de las otras cosas. En efecto, si el alma humana entiende por las especies que fluyen en ella de la
inteligencia agente, y si para recibir este influjo no se requiere más que la conversión del alma hacia
dicha inteligencia, una vez cumplida dicha conversión, el alma podrá recibir el influjo de cualquier
especie inteligible, pues no se puede sostener que se vuelva hacia una cosa y no hacia otra. Y así,
ejemplifica el Angélico, el ciego de nacimiento, imaginando los sonidos, podrá adquirir la ciencia de
los colores. Lo cual es evidentemente falso.

Además, es de experiencia que las potencias sensibles son necesarias al alma para entender, y
no sólo para la adquisición de la ciencia, sino también para el uso de la ciencia ya adquirida. Aunque
Avicena diga lo contrario, Santo Tomás afirma: “no podemos considerar ni siquiera aquello cuya
ciencia tenemos, sino volviéndonos hacia las imágenes”120.

De allí viene que si los órganos de las potencias sensibles (por las que se aprehenden y
conservan las imágenes) son lesionados, queda impedida la actividad del alma aún respecto a los

118 “Similiter etiam non potest dari quod propter corpus...”. Cf. Q.disp. De Anima, a.15.
119 Avicena sostenía la existencia de una sustancia separada, que denominaba “intelecto (o inteligencia) agente” y de la
cual “fluían” en nuestro intelecto las especies inteligibles por las que entendemos. Concibe, además, que por las
operaciones de la parte sensitiva del alma, a saber, la imaginación y otras potencias sensibles, nuestro intelecto se prepara
para volverse hacia la inteligencia agente, y para recibir de ella misma el influjo de las especies inteligibles.
120 “Non enim possumus considerare etiam ea quorum scientiam habemus, nisi convertendo nos ad phantasmata”.
Quaest. Disp. De anima, a.15. Cf. In Sent. III, d. 31, q. 2, a. 4.
113
objetos cuya ciencia posee. Incluso en las revelaciones divinas –insiste el Aquinate– que se producen
en nosotros por la influencia de las sustancias superiores, tenemos necesidad de imágenes121.

C) Teoría de Aristóteles

La tercera tesis que presenta Santo Tomás en el De Anima es la de Aristóteles; tesis que el
Aquinate no tiene dificultad en compartir en lo que respecta a la necesidad de las potencias sensibles
para la intelección del alma humana. La dificultad surgirá en cambio cuando se pregunte acerca del
entendimiento del alma humana en el estado de separación. Respecto a lo primero dice el Angélico:

“Es pues necesario sostener otra tesis y decir que las potencias sensibles son necesarias a nuestra alma
para la intelección: no de manera accidental, como “excitantes”, como pretendía Platón; ni simplemente
como “dispositivos”, según el decir de Avicena, sino en cuanto presentan al alma intelectiva su objeto
propio”122.

Y a continuación cita a Aristóteles en su Libro IIIº del De Anima: “las imágenes son al alma
intelectiva lo que los objetos sensibles son a los sentidos”. Así como los colores no son visibles en acto
sino por la luz, las imágenes no son inteligibles en acto sino por el intelecto agente.

Dejando de lado en esta ocasión si el Intelecto agente es una sustancia separada –como
sostenían otros– o un “lumen” del que nuestra alma participaría a semejanza de las sustancias
superiores, Santo Tomás afirma con Aristóteles que el Intelecto agente causa la ciencia en nuestro
intelecto posible por las imágenes que hace inteligibles en acto123.

De modo que el alma, mientras permanece unida al cuerpo, necesita de las imágenes que le
proporcionan las potencias sensibles para su operación propia. La dificultad surge, como ya se dijo,
cuando se plantea el conocimiento en el alma separada. Dice Santo Tomás:

“Pero en esta hipótesis es más difícil de comprender cómo el alma separada puede entender. Porque ya
no habrá entonces imágenes, teniendo éstas necesidad, para ser conocidas y conservadas, de órganos
corporales: si se suprimen las imágenes, parece que el alma no puede ya entender, como, si se suprimen
los colores, la vista ya no puede ver”124.

Como se habrá advertido, Santo Tomás da por supuesto un hecho: que el alma después de la
muerte subsiste. No se ha propuesto demostrar, como primer paso, la posibilidad de que el alma
subsista una vez producida la muerte corporal; el Aquinate plantea directamente la dificultad que ve
para explicar “cómo el alma separada puede entender”.

En la Quaest. Disp. De Veritate, Santo Tomás reconoce la dificultad para establecer el modo de
entender del alma separada125, pero no duda en afirmar el hecho: para el alma, después de la muerte,
entender es posible. Y en esta ocasión, Santo Tomás se vale curiosamente de un argumento que incluye
un dato de fe126. El razonamiento es el siguiente: si ninguna de las operaciones del alma le fuese propia
(esto es, que nada pudiese obrar sin el cuerpo) de ningún modo podría el alma separarse del cuerpo,

121 “Manifestum est etiam quod in revelationibus quae nobis divinitus fiunt per influxum substantiarum superiorum,
indigemus aliquibus phantasmatibus”. Quaest. Disp. De anima, a. 15.
122 “Intellectivae animae phantasmatae sunt sicut sensibilia sensui”. Quaest. Disp. De anima, a. 15.
123 “Ita ponimus quod Intellectus agens per phantasmata ab eo facta intelligibilia actu, causat scientiam in Intellectu
possibili nostro” Quaest. disp. De Anima, a. 15.
124 Quaest. Disp. De anima, a. 15.
125 “Sed modum intelligendi difficile est considerare,...”. De Veritate, q. 19, c.
126 Decimos curiosamente, puesto que es sabido que la subsistencia e incorruptibilidad del alma son afirmaciones que
pueden ser demostradas por argumentos filosóficos, sin necesidad de recurrir al dato revelado, como lo hará el mismo
Aquinate en la Summa Theologica. Cf. I, q. 75, aa. 2 y 6.
114
pues la operación de cualquier cosa es su quasi-fin. Pero, “según la fe católica debe sostenerse que el
alma, después de la muerte, permanece separada del cuerpo” 127. Luego, si permanece separada después
de la muerte, al menos una operación tendrá, y sabiendo que la operación propia del alma es la
intelectual, debe concluirse que el alma, “existiendo sin el cuerpo, puede entender”128.

III. Sobre el modo de conocer del alma separada

Después de un análisis suficientemente detallado de la intelección humana cuando el alma está


unida al cuerpo, Santo Tomás expone en la Summa Theologica129 el problema referido al entendimiento
cuando el alma humana se encuentre ya desligada de la materia. Y es en este lugar de su obra donde el
Aquinate presenta su doctrina más completa sobre el tema que nos ocupa.

A) Dos modos de existir, dos modos de entender

En el corpus de la q. 89, a 1, el Angélico comienza por plantear un dilema referente al tipo de


unión que se da entre alma y cuerpo, y que es un presupuesto para resolver el problema del
conocimiento en al alma separada. El dilema es el siguiente:

O el alma, como querían los platónicos, está unida al cuerpo de modo accidental, de modo que
cuando queda separada recobra su condición de espíritu puro (de nous) inmediatamente adaptado a los
inteligibles. En esta hipótesis no se ve qué razón asignar a la unión, que parece ser desventajosa al
alma.

O bien la unión es natural y para bien del alma, y en este caso parece imposible reconocer en
ésta, después de la muerte, alguna actividad cognoscitiva. ¿Cuál es la solución?

Santo Tomás escapa a esta dificultad admitiendo para el alma dos tipos de actividad intelectual,
correspondientes a dos modos diferentes de ser del alma respecto del cuerpo: el de unión y el de
separación, conservando, sin embargo, la misma naturaleza130:

Unida al cuerpo, el alma intelectiva conoce por conversión a las imágenes;


Separada del cuerpo, conoce a la manera de los espíritus puros, por conversión a los objetos
que de suyo son inteligibles131.

¿Y cómo se da este último conocimiento?

En el De Veritate, hablando del conocimiento de los singulares, Santo Tomás distingue, en el


alma separada, dos modos de conocer. Dice el Aquinate:

“El alma separada conoce de dos modos: un modo, por especies que le son infundidas en la misma
separación (adquiriendo un conocimiento semejante al de los ángeles); el otro modo, por las especies que
recibió en el cuerpo”132.

127 “Unde, firmiter secundum fidem catholicam, sustinemus quod anima post mortem remaneat a corpore separata;...”
Ibid.
128 “Ita, sustinere necese est quod sine corpore existens intelligere possit”. Ibid.
129 I, q. 89.
130 “Habet autem anima alium modum essendi cum unitur corpori et cum fuerit a corpore separata, manente tamen eadem
animae natura”. I, q. 89, 1.
131 Y en la Summa dice: “hay dos maneras de entender: una, por abtracciónde las imágenes....Otra,mediante las especies
infundidas por Dios...” I, q. 89, a. 4.
132 De Veritate, q.19, a.2. Allí mismo el Angélico explica cada uno de los modos: “1) Et quantum ad primum modum,
attribuenda est animae separatae cognitio similis angelicae cognitioni; unde, sicut angeli singularia cognoscunt per species
concreatas, ita et anima per species ipsas sibi in ipsa separatione inditas... 2) Species autem quae sunt acceptae a sensibus,
115
En la Summa Theológica el Angélico trata más detalladamente esta doctrina. En la respuesta a
la 3ª objeción de la q.89, Santo Tomás precisa que el alma, después de la muerte, adquiere un modo de
conocimiento natural a su estado:

“El alma separada no entiende por medio de especies innatas; ni por las abstraídas entonces (cuando el
alma esté privada del cuerpo); ni únicamente por las que haya conservado como pretende la objeción
(que el alma del niño después de la muerte nada entendería); sino por medio de especies recibidas en
virtud del influjo de la luz divina, de las cuales participa el alma como las demás substancias separadas,
aunque de menor grado. Por eso, inmediatamente que cesa su relación con el cuerpo, se relaciona con las
realidades superiores, lo cual no impide que el conocimiento sea natural, porque Dios es autor no sólo
del influjo de la luz de gracia sino también de la natural” .

En esta ocasión, natural debe entenderse en oposición a sobrenatural, esto es, conocimiento
por especies, en oposición al conocimiento que poseerán los bienaventurados por el lumen gloriae.
Como veremos a continuación, bajo otro respecto, el conocimiento del alma en su estado de separación
es un conocimiento que no es natural al hombre, sino que está fuera de la naturaleza.

B) El alma humana y las sustancias separadas

Hemos visto que Santo Tomás distingue dos modos de entender correspondientes a dos modos
distintos de existir del alma en su relación con el cuerpo: por conversión a las imágenes (en el estado
de unión), y por conversión a los objetos de suyo inteligibles (en el estado de separación). Pero nuestro
autor precisa –y esto es lo que da todo su alcance a su doctrina– que el modo de conocer como el de
existir natural al alma se dan en el estado de unión, mientras que los que se dan en estado de
separación deben llamarse preternaturales:

“El modo de entender volviéndose a las imágenes es natural al alma, como lo es su unión al cuerpo; en
cambio, estar separada de él, y entender sin recurrir a las imágenes, es algo que está fuera de su
naturaleza. Por eso se une al cuerpo, para existir y obrar conforme a su naturaleza”133.

De manera que el estado de unión –y la vida que le corresponde– constituyen, según el


Angélico, la condición mejor para el hombre. Subsiste sin embargo una duda. Si el alma, como se
acaba de decir, es radicalmente capaz de entender a la manera de los espíritus puros, ¿cómo puede
sacar provecho del uso de un modo inferior de conocer? Dice Santo Tomás:

“Puesto que la naturaleza se ordena siempre a lo mejor y es más perfecto conocer volviéndose a lo que de
suyo es inteligible que recurriendo a las representaciones de la fantasía, la naturaleza del alma debió ser
formada de tal modo por Dios, que la manera más perfecta de conocer le fuese connatural, sin que para
ello necesitara unirse al cuerpo”134.

Santo Tomás resolverá esta difícil objeción recurriendo a la noción de participación aplicada a
las sustancias separadas, manifestando, una vez más, la originalidad y genialidad de su filosofía. Dice
el Aquinate:

“Es claro que, según el orden natural, las almas humanas son las menos perfectas entre las sustancias
espirituales, contribuyendo así a la perfección del universo, que exige la existencia de grados diversos en
las cosas”135.

sunt similes rebus secundum hoc tantum quod res agere possunt; et hoc est secundum formam”.
133 “Modus intelligendi per conversionem ad phantasmata est animae naturalis sicut et corpori uniri, sed esse separatum a
corpore est praeter rationem suae naturae, et similiter intelligere sine conversione ad phantasmata est ei praeter naturam. Et
ideo ad hoc unitur corpori, ut sit et operetur secundum naturam suam” Summa Theol. I, q. 89, a. 1.
134 Summa Theol., I, q. 89, a. 1.
135 “Hoc autem perfectio universi exigebat, ut diversi gradus in rebus essent”. Summa Theol., I, q. 89, a. 1.
116
Sentado este principio, el razonamiento del Doctor Angélico es clarísimo:

“En todas las sustancias intelectuales, la facultad cognoscitiva proviene de un influjo de la luz divina, la
cual en su Primer Principio es una y simple; pero cuando más van alejándose de Él las criaturas
intelectuales, tanto más se divide y diluye...... De aquí que Dios entienda todas las cosas por su sola
Esencia, y las sustancias intelectuales superiores, aunque conozcan por medio de varias formas, se sirvan
de pocas, las más universales y eficaces para la comprehensión de las cosas, debido al poder de la fuerza
intelectiva (virtus intellectiva) que en ellas reside. En cambio, las sustancias inferiores necesitan muchas
formas, menos universales y menos eficaces para penetrar la realidad, a causa de que carecen del poder
intelectual de las superiores. Si las sustancias inferiores poseyeran formas tan universales como las
superiores, no poseyendo la fuerza intelectiva de aquellas, no poseerían un conocimiento perfecto de las
cosas, sino uno genérico y confuso (in quadam communitate et confusione)”136.

Esta afirmación sobre la imperfección y confusión del conocimiento del alma humana en
estado de separación es recurrente en los artículos siguientes de la q. 89, cuando se estudian los
distintos objetos que el entendimiento separado conoce por especies infusas. Por ejemplo, al
preguntarse si conoce todas las cosas naturales dice Santo Tomás:

“Hemos indicado ya que el alma separada entiende mediante especies recibidas por influjo divino, al
igual que a los ángeles. Siendo, no obstante, la naturaleza del alma inferior a la del ángel.......el
conocimiento que el alma separada consiga mediante estas especies no es perfecto, sino general y confuso
(quasi in communi et confusam)....
Por eso, las almas separadas tienen de todas las cosas naturales un conocimiento no propio y perfecto
sino general y confuso (communem et confusam)”137.

Y luego, estudiando el conocimiento de las cosas singulares, dice:

“Las almas separadas conocen algunos singulares, pero no todos, ni siquiera los que existen en el
presente... La diferencia entre los ángeles y las almas separadas está en que aquellos tienen, por esas
especies, un conocimiento perfecto y propio de las cosas; en cambio, el de las almas separadas es sólo
confuso”138.

La noción de participación, aplicado en este caso a las sustancias separadas, permiten al


Angélico confirmar aquello que nos dice las Sagradas Escrituras acerca de cada creatura: et vidit Deus
quod esset bonum, es decir, que todas y cada una de las cosas fueran creadas naturalmente buenas, y
que la naturaleza de cada cosa fue creada de tal manera que la manera más perfecta de obrar le fuese
connatural. En el caso del hombre, según lo afirmado, el modo de conocer más perfecto debe ser el
que se da cuando el alma está unida al cuerpo, pues Dios creó al hombre compuesto de alma y cuerpo;
el estado de unión, entonces, es el estado natural del alma humana. Por eso Santo Tomás sostiene que
para el alma humana, la menos perfecta entre las sustancias espirituales, es bueno y conveniente estar
unida a un cuerpo. Dice el Santo:

“Si Dios hubiera dotado a las almas humanas de la intelección propia de las sustancias separadas, su
conocimiento no sería perfecto, sino genérico y confuso (confusam in commune). Para que pudieran
conocer con propiedad y perfección las cosas, han sido ordenadas naturalmente a unirse a los cuerpos,
para recibir de este modo, de las mismas cosas sensibles, un conocimiento adecuado de ellas, a semejanza

136 Summa Theol., I, q. 89, a. 1. Cf. De Anima, a. 15.


137 I, q. 89, a. 3.
138 Y a continuación el Angélico explica cómo el alma separada conoce los singulares. Dice el Santo: “Por eso los
ángeles, debido a la eficacia de su entendimiento, no sólo pueden conocer por tales especies las naturalezas de las cosas de
modo específico, sino también los singulares comprendidos en las especies. En cambio, las almas separadas no pueden
conocer por dichas especies más que aquellas cosas singulares con las cuales tengan alguna relación: por un conocimiento
anterior, por una inclinación natural o por disposición divina, puesto que todo lo que se recibe en algún sujeto está
determinado en él por el modo de ser del que lo recibe” Summa Theol., I, q. 89, a. 4.
117
de lo que sucede a los hombres rudos, que no pueden llegar a la ciencia si no es por medio de ejemplos
sensibles”139.

Queda, sin embargo, que le es posible existir en el estado de separación y tener, entonces, otro
modo de actividad intelectual.

Conclusión

1º) El alma humana, que en esta vida realiza su operación intelectiva por conversión a las
imágenes sensibles, después de la muerte, privada del cuerpo, no podrá conocer ya de ese modo. Y a
no ser que se juzgue la unión con el cuerpo –y por ende, el modo de conocer que le es propio– como
accidental, se presenta una grave dificultad para afirmar que el alma separada pueda conocer de algún
modo.

Para solucionar esta cuestión, Santo Tomás recurre a un principio básico de su doctrina: “el
modo de obrar sigue al modo de ser”. Así, la Inteligencia humana realizará su operación según las
distintas modalidades de su existencia: por conversión a las imágenes, cuando el alma existe unida al
cuerpo; por conversión a los objetos de suyo inteligibles, cuando el alma existe separada del cuerpo. Y
esta afirmación el Aquinate la sostiene sin querer significar con ello que se modifique la naturaleza del
alma, ni que la unión de ésta a un cuerpo sea accidental.

2º) El conocimiento intelectual del alma separada tiene propiedades características: no se


verifica por ideas innatas, ni por abstracción de imágenes sensibles, ni únicamente por el uso de
especies abstraídas en esta vida y luego conservadas sino mediante especies recibidas por influencia
de la luz divina, lo que no significa que se trate de un conocimiento sobrenatural, ya que “Dios es
Autor no sólo de la luz de la gracia sino también de la luz natural”. La dificultad que surge de esta
doctrina es conciliar esta capacidad de conocer “al modo de espíritus puros” que posee el alma
humana, con su modo natural de conocer que, a primera vista, aparece como inferior a aquél.

La solución de Santo Tomás a esta nueva dificultad será mediante otro principio fundamental
de su filosofía, que acertadamente el Padre Fabro considera la “esencia” del tomismo: la noción de
participación del esse, en este caso aplicado a las sustancias separadas: “es claro que, según el orden
natural, las almas humanas son las menos perfectas entre las sustancias espirituales, contribuyendo así
a la perfección del universo, que exige la existencia de grados diversos en las cosas”.

Por eso, aunque en sí mismo el conocimiento por conversión a los objetos de suyo inteligibles
sea más perfecto que el que se realiza por conversión a las imágenes, no lo es para el hombre, cuya
alma, por ser “la menos perfecta entre las sustancias espirituales”, no tiene la virtus intellectiva propia
de las sustancias separadas para conocer adecuadamente las cosas. Para tener un conocimiento
adecuado y perfecto de las cosas (y no genérico y confuso) el alma humana debió ser al cuerpo.

Tal es, según parece, la última palabra de la filosofía de Santo Tomás sobre el problema de la
unión del alma y del cuerpo y de las consecuencias que de esto se desprenden en cuanto a su operación
intelectual en el estado de separación.

139 Ibidem., a. 1, c.
118
CAPÍTULO X

EL OBJETO FORMAL PROPIO E INDIRECTO DE LA INTELIGENCIA HUMANA

Dentro del objeto propio, además de la quidditas rei sensibilis, la inteligencia humana puede
alcanzar otros objetos por caminos indirectos:

Por reflexión: el conocimiento de los singulares y de la misma alma;


Por analogía: las realidades superiores inmateriales.

A. EL CONOCIMIENTO DE LO SINGULAR Y DE LO EXISTENTE

El conocimiento intelectual se nos ha presentado hasta aquí como un conocimiento abstractivo


y universal. Desprendiendo lo inteligible de la materia y de sus condiciones individuantes, tomaba
aquél por objeto la esencia misma de las cosas, dejando a un lado lo que la singulariza y el hecho
mismo de su existencia. E1 individuo concreto (Pedro, este hombre, esta mesa....) han permanecido
fuera de nuestro horizonte. En este plano, bien puedo formarme una idea abstracta y universal del
individuo, y entonces tengo un conocimiento quiditativo de él; pero tal conocimiento no es la
aprehensión misma del ser particular que está presente aquí delante de mí.

Y sin embargo no es manifiesto que nuestra vida intelectual se refiera continuamente a tales
seres concretos y determinados. Santo Tomás 140 señala tres circunstancias en que ese hecho se presenta
con evidencia:

1º) ¿no se forman proposiciones cuyo sujeto es un ser particular, tal como éste: “Pedro es un
hombre”?, lo cual sería inexplicable si previamente no se hubiese tenido el conocimiento de dos
términos frente a frente, especialmente el de Pedro;

2º) la inteligencia, en su función práctica, es directriz de la acción; ahora bien, ésta tiene
necesariamente relación con singulares concretos, y por lo tanto la inteligencia debe conocer tales
seres;

3º) la inteligencia se aprehende a sí misma en su actividad; ahora bien, ésta es manifiestamente


singular; luego la inteligencia debe conocer al menos este objeto singular que ella constituye.

¿Cómo conciliar estas dos tesis que parecen imponerse igualmente: la inteligencia humana
tiene un objeto abstracto y universal; la misma inteligencia alcanza lo singular concreto? Este
problema da lugar en filosofía tomista a dos órdenes de consideraciones convergentes, relativo, el
primero, al conocimiento de lo singular como tal, y el segundo a la aprehensión de su existencia.
Sucesivamente vamos a estudiar cada uno de estos dos puntos, limitándonos, para mayor simplicidad,
a la experiencia de las realidades físicas. La experiencia del alma y de la vida psíquica y la de las
realidades trascendentes o la experiencia mística deben considerarse aparte.

I. El conocimiento de los singulares

A) La doctrina de Santo Tomás

1) El conocimiento de lo singular no es más que indirecto

Apoyada en los principios más generales del sistema, la tesis defendida por Santo Tomás es
lógicamente inatacable:

140 I, q. 86, a. 1
119
“Nuestra inteligencia no puede aprehender de manera directa e inmediata lo singular en los seres
materiales. La razón de ello es que el principio de la singularidad en tales cosas es la materia individual
Ahora bien, nuestra inteligencia, como ya se dijo, entiende abstrayendo de esa materia la especie
inteligible, y lo que es abstraído de la materia individual es universal. Nuestra inteligencia no alcanza
pues directamente sino lo universal. Puede, sin embargo, alcanzar lo singular, pero de manera indirecta y
por cierta reflexión, (indirecte et per quamdam reflexionem) porque, según lo dicho, aun después que el
entendimiento ha abstraído las especies inteligibles, no puede por ellas entender en acto sino recurriendo
a las imágenes sensibles, en las cuales entiende las especies inteligibles. Así pues entiende directamente
lo universal por la especie inteligible, e indirectamente los singulares representados por medio de las
imágenes sensibles” (I, q. 86, a. 1)141.

2) Significación del recurso a las imágenes

¿Cómo debemos representarnos esta conversio ad phantasmata que está en el principio del
conocimiento indirecto de lo singular? Desde luego es cierto que no se trata aquí sino de la conversio
que se estableció cuando nos preguntamos si era posible conocer intelectualmente sin imágenes. Pero
¿puede precisarse cómo se efectúa esta conversio? He aquí cómo nos la describe Santo Tomás:

“Sin embargo, el espíritu logra ingerirse en las cosas particulares en cuanto es prolongado por las
potencias sensibles que tienen por objeto lo singular... Y así conoce lo singular mediante cierta reflexión,
por cuanto conociendo su objeto, que es una naturaleza universal, vuelve sobre el conocimiento de su
acto, y ulteriormente sobre la especie inteligible que está en su principio, y en fin a la imagen sensible de
donde fue abstraída la especie inteligible, y así es como tiene cierto conocimiento de lo singular” (De
Veritate, q. 10, a. 5).

Así es que teniendo conciencia del origen de su acto es como la inteligencia aprehende lo
singular: ese acto, sobre el cual ella reflexiona, tiene por principio una especie inteligible, que veo que
proviene de imágenes; y siendo el objeto de éstas siempre particularizado, el entendimiento, por el
prolongamiento del conocimiento sensible, alcanza así lo singular. Sin embargo, no siendo
aprehendido lo singular de manera directa sino por las potencias sensibles, no se trata allí sino de un
conocimiento indirecto. ¿Puede irse más lejos en esta determinación y admitir en particular que la
inteligencia en esta actividad se forma una concepción propia de lo singular?142

B) Las precisiones de los comentaristas

1) El conocimiento “arguitivo” de Cayetano. Cayetano143 estima que no tenemos de lo


singular así aprehendido sino un concepto exótico, o sea, que no lo representa como propio, aun
cuando no le conviene sino a él.

Echemos mano de una comparación. Si hablamos de la sabiduría infinita, pensamos en una


cosa de la que no tenemos concepto propio, sino solamente un concepto inadecuado. Así ocurre con lo
singular. Aún cuando comprendemos lo que es el singular universalmente considerado, no concebimos
lo que es en particular la “socrateitas”, pero concibiendo en nosotros lo que es el “hombre” y la
“singularidad”, y que el “hombre” no subsiste por sí, “argüimos” y concluimos que hay en la realidad
una cosa singular diferente del universal “hombre” por un conocimiento quiditativamente no
representable, a saber, la “socrateitas”. Así es que no nos representamos formalmente lo singular sino
que lo concluimos en un concepto extraño que lo comprende en cierta suerte de manera confusa y a
continuación de una reflexión sobre su origen singular. Así es que el concepto de “Sócrates” no es sino

141 Cf. igualmente, sobre esta doctrina: I, q. 4, a. 11; q. 57, a. 2; Quaest. disp. de anima, a. 20; De Veritate, q. 10, a. 5.
142 Cf. De Veritate, q.10, a.5. Gardeil: Texto X: El conocimiento de los singulares, pp. 239-242.
143 In Iª Partem q. 36, q.1, VII.
120
el concepto de “hombre” relacionado por una especie de razonamiento implícito con este individuo
singular que percibo por los sentidos.

2) El concepto propio y distinto de lo singular de Juan de Santo Tomás . Juan de Santo


Tomás no adopta esa manera de ver144. Según él, si no se tiene una representación directa y adecuada
de lo singular, sin embargo, se posee de él un concepto propio y distinto, y sin él se estaría en la
imposibilidad de distinguir unos de otros a los diversos individuos y de pronunciar juicios
perfectamente determinados como éstos: “Pedro es un hombre”, “Juan no fue Cristo”. Esta opinión
parece distinguirse de la precedente en que, según ella, la relación de origen con la imagen basta por sí
sola, cuando es percibida, para determinar singularmente el concepto, sin que sea necesario recurrir a
una especie de razonamiento. Resulta que en una y otra de estas explicaciones hay un concepto de
Sócrates que, en referencia con el conocimiento sensible, no le conviene más que a él.

Juan de Santo Tomás se dio perfecta cuenta de que su teoría no carece de dificultad. En efecto,
¿cómo conciliar con lo que se acaba de decir la tesis fundamental en peripatetismo de la primacía del
conocimiento de lo universal? Si cada concepto debe ser referido a una imagen, a su vez representativa
de lo singular, ¿no habrá originalmente sino conceptos, indirectos –claro está– pero propios y precisos
de lo singular? No, responde él145, porque lo que determina el concepto es eso hacia lo que tiende el
movimiento del pensamiento. Ahora bien, este movimiento, en la aprehensión del objeto, puede ir ora
hacia lo universal, ora hacia lo singular que él representa: en el primer caso se tiene el concepto
universal (que él solo representa directa y adecuadamente su objeto), y en el segundo, el concepto
singular (que no lo representa sino indirectamente e inadecuadamente). Así es que en virtud de una
actividad psicológica continua se pasa de lo universal a lo particular, tesis que tiene la ventaja de dar
una unidad concreta a la vida del espíritu, que la distinción demasiado rígida de las facultades y de sus
objetos pone en peligro de olvidar. En definitiva, es un mismo sujeto el que piensa e imagina,
aprehende lo singular o entiende lo universal: y lo que había que separar, legítimamente por lo demás,
en seguida debe ser comprendido de nuevo en la unidad de una sola conciencia viva.

II. El conocimiento de la existencia concreta

El problema de la percepción de la existencia concreta, o sea, de la existencia de este ser que yo


percibo por los sentidos está en íntima conexión con el del conocimiento de lo singular. De suyo, lo
singular y lo existente no son de ninguna manera ininteligibles: lo que embaraza la visión del espíritu
son las condiciones en las que se hallan implicados en el mundo que nos rodea y que los limita: la
materialidad o la potencialidad.

Es importante observar que el conocimiento de la existencia de que ahora se trata no es la


concepción universal, o quiditativa que la inteligencia puede formarse de esta noción. Así, yo tengo la
idea común de lo que existe. Más fundamentalmente todavía, se debe reconocer que en su primera
aprehensión, que es la del ser, el espíritu se refiere siempre a la existencia, pues el ser es lo que existe o
puede existir. En su primer despertar la inteligencia junta de cierta manera el orden de lo abstracto con
el de lo concreto, y por esto podrá ir enseguida de uno al otro. Pero actualmente es de la aprehensión
de tal existencia determinada de lo que se trata. Recordemos que todavía aquí nos limitamos
voluntariamente al problema del conocimiento, por la inteligencia humana, de la realidad percibida por
los sentidos.

144 Cf. De Anima, q. 10, a. 4.


145 In 1ª Partem, loc. cit.
121
A) La tesis común del conocimiento de lo contingente

Esta cuestión de la aprehensión por la inteligencia humana de lo concreto existente se


comprende dentro de la tesis más general del conocimiento, por toda inteligencia, de lo contingente146.

El ser contingente es el que no existe necesariamente o que puede no existir. ¿Cómo


lograremos alcanzarlo? Conviene desde luego poner aparte un primer conocimiento de ese ser que se
reduce al conocimiento quiditativo. En efecto, en todo ser contingente hay determinaciones necesarias
que dependen de su forma o de la naturaleza de las cosas y que la inteligencia puede evidentemente
concebir. Así yo diría que si Sócrates se pone a correr es necesario que se mueva. ¿Pero cómo podría
yo efectivamente reconocer que Sócrates corre, lo cual es evidentemente un hecho contingente?

En la respuesta que da aquí a esta cuestión Santo Tomás recurre a la misma explicación que
había propuesto para lo singular: en realidad los dos problemas se confunden puesto que singularidad
y contingencia tienen semejantemente su raíz en la materia. Así pues, como lo singular, lo contingente
será aprehendido de manera directa por el sentido e indirectamente por la inteligencia: “Los seres
contingentes, en cuanto son contingentes, se conocen directamente por el sentido, pero,
indirectamente, por el intelecto” (contingentia, prout sunt contingentia, cognoscuntur directe quidem
sensu, indirecte autem intellectu147). En consecuencia, en y por la reflexión de las imágenes es como se
alcanza la existencia concreta de las cosas, la cual no se refiere directamente sino al sentido. ¿Será
posible precisar mejor el modo de este conocimiento concreto de lo existente?

B) Conocimiento de visión o “per praesentiam”

1) La ciencia divina de visión. Santo Tomás se ha explicado sobre todo en este punto a
propósito del caso privilegiado del conocimiento por Dios de lo contingente existente 148. Habría que
distinguir en Dios dos tipos fundamentales de saber:

- la ciencia de visión, que se da sobre lo que concretamente es existente (en el pasado, el


presente o el futuro);

- la ciencia de simple inteligencia, que concierne a los posibles que jamás se rea1izarán.
Aproximadamente, esta distinción corresponde a la que se da en nuestro caso del conocimiento
abstractivo y de la aprehensión de lo concreto.

¿En qué, pues, difieren exactamente los dos saberes considerados? Juan de Santo Tomás 149
glosando ciertos pasajes de Santo Tomás150, concluye que la ciencia de visión se distingue de la ciencia
de simple inteligencia en que le agrega una diferencia que está fuera del orden de la representación, y
que es la presencia de la cosa: la cosa concebida de manera abstractiva “se ve” como presente. La
“visión”, notémoslo, significa siempre la aprehensión de un objeto realmente existente. En lenguaje
moderno se habla más bien de intuición. Es de notarse, a favor de esta interpretación, que Santo Tomás
mismo, al tratarse del conocimiento actual de lo contingente, habla siempre de la presencia de la cosa:
la ciencia de visión es así formalmente un conocimiento “per praesentiam”.

2) La visión de la inteligencia humana. El comentarista que seguimos aquí aplica al caso del
conocimiento humano el anterior análisis. Por lo tanto ¿qué modificación deberá sufrir el conocimiento
abstractivo o conceptual que se da primero en nosotros para alcanzar la existencia como tal? La misma

146 Cf. I, q. 86, a. 3.


147 I, q. 86, a. 3.
148 Cf. I, q.14, a.2
149 Cf. Logica, q. 23, a. 1.
150 En particular De Veritate, q. 3, a. 3.
122
que precedentemente: habrá que referir el concepto a la cosa vista como presente a nuestra facultad, o
que nuestro conocimiento se termine en esa cosa, quedando especificado que la presencia de que aquí
se trata es concreta y no simplemente representada: en efecto, yo sé que Dios está presente en todas
partes, mas no por eso puedo decir que lo veo. Todavía convendría precisar que la presencia en nuestra
facultad aquí invocada supone la actividad del objeto sobre la potencia y se funda en ella. En nosotros
el orden del conocimiento concreto descansa en último análisis sobre el de la eficacia causal.

C) Conclusión: el juicio de existencia

El juicio de existencia concreta (“esto que percibo actualmente existe”) no hace sino explicar –
al nivel de la operación perfectiva del espíritu– lo que ha sido dado en la primera aprehensión,
duplicado con la reflexión sobre el conocimiento sensible que hay en su origen. Se presenta un objeto a
mis sentidos. Por abstracción yo lo concibo intelectualmente como algo que es (noción confusa del ser
material); pero simultáneamente esta concepción se me presenta ligada al objeto que aprehendo como
presente. Si descompongo este dato primitivo según los dos aspectos que me presenta de sujeto
determinado y de existencia actual, veo que la existencia actual conviene a este sujeto y yo se la
atribuyo, y entonces pronuncio el juicio: “esto existe”; en el cual afirmo el carácter concreto del ser
percibido, y al mismo tiempo tengo conciencia de la verdad de mi pensamiento, en cuanto éste se
compara con el objeto considerado.

Así se cierra el ciclo total de la actividad intelectual, la cual trata de alcanzar el ser hasta en su
actualidad última y perfectiva, la existencia. Queda evidentemente por efectuar, en otra línea, todo el
proceso precedentemente descripto por el cual la inteligencia trata de adquirir un conocimiento preciso
de la esencia.

B. EL CONOCIMIENTO DEL ALMA POR SÍ MISMA

I. Generalidades

Hasta aquí hemos elaborado nuestra teoría de la inteligencia en función del conocimiento,
fundamental en aristotelismo, de las cosas materiales. Pero es cierto que hay en nosotros un
conocimiento privilegiado de un ser que no es puramente material: el sujeto que piensa. En la filosofía
moderna este dominio del psiquismo ha sido el objeto de una atención muy particular, y el
conocimiento del “yo” ha tomado así una creciente importancia.

No considerando más que el aspecto metafísico de esta cuestión, se puede preguntar, con varios
filósofos de nuestra época, si la aprehensión de ese “yo” no sería el principio mismo del saber;
principio por otra parte concebido de manera muy diferente por un Descartes, que ve en él una
substancia espiritual; por un Maine de Biran, que lo identifica con el esfuerzo motor voluntario; por un
Bergson, que lo confunde con la permanencia; por un Fichte, que hace de él una actividad a priori y
absoluta, mientras que por lo contrario Kant afirma que, ontológicamente considerado, el “yo”
pertenece al mundo inasible del noúmeno. Habrá lugar de volver, para apreciarlas desde nuestro punto
de vista, sobre estas posturas principales. Por ahora nuestra intención es exponer la doctrina de Santo
Tomás en la línea misma de su problemática y de su desenvolvimiento original. Solamente enseguida
una confrontación con otros pensamientos podrá llegar a ser verdaderamente fructuosa.

II. La explicación de Santo Tomás

A) La asimilación del dato agustiniano (De Veritate, q. 10, a. 8)

Se trata de saber si el alma intelectiva (mens) se conoce directamente por su esencia o por la
mediación de especies abstractas de imágenes que vendrían a actuarla: “Utrum mens seipsam per
essentiam cognoscat vel per aliquam speciem?”.
123
Dos series de objeciones, una de 16 en favor de la tesis aristotélica del conocimiento indirecto
“per speciem”, la otra de 11, en el sentido de la tesis agustiniana del conocimiento “per essentiam”,
plantean el problema en toda su agudeza.

En el cuerpo del artículo, Santo Tomás comienza por distinguir dos tipos de conocimiento del
alma por sí misma: uno, por el cual el alma se conoce en lo que ella tiene de propio (conocimiento
individual y concreto); el otro, por el cual se conoce ella en lo que tiene de común con las otras almas
(conocimiento universal y abstracto). Dejemos de lado este último conocimiento que interesa a las
técnicas elaboradas de la ciencia para detenernos en la aprehensión primitiva y experimental del alma.
Todavía aquí hay que distinguir el caso del conocimiento actual, en el cual el alma se conoce por sus
actos, como quiere Aristóteles; y el del conocimiento habitual, según el cual conviene con San Agustín
en afirmar que el alma se conoce por su esencia. Precisemos estos dos puntos.

1) Conocimiento actual del alma por sí misma. “En esto es en lo que cada quien percibe que
tiene un alma y que vive y existe: en que siente y entiende y cumple actos vitales de este orden”. Para
Aristóteles hay allí incontestablemente un dato primitivo; y es en y por mi actividad psíquica como yo
me conozco; y cuando tal actividad cesa, la conciencia del yo queda por eso mismo abolida. Pero esto
se justifica igualmente a priori por la teoría de la inteligibilidad precedentemente propuesta: una cosa
es inteligible en la medida en que está en acto; ahora bien, antes de la recepción de las especies, la
inteligencia está en potencia en el orden de los inteligibles; luego no es ella inteligible por sí misma y
no será tal sino cuando haya sido actuada por una “species”. Deberá concluirse que es por mediación
de ésta como el alma se conoce actualmente.

2) Conocimiento habitual del alma por sí misma. Aquí no se requiere la mediación de ninguna
especie sensible sino que basta la sola presencia del alma ante ella misma: “por el hecho de que su
esencia le es presente, el alma tiene la posibilidad de pasar al conocimiento de sí misma”. Así como el
que tiene el hábitus de una ciencia –el matemático, por ejemplo– puede inmediatamente y por sus
propios recursos pasar al ejercicio de su ciencia, así el alma tiene de dónde producir el conocimiento
de sí misma.

¿Cuál es exactamente el alcance de esta afirmación? Apresurémonos primeramente a descartar


una interpretación que sería defectuosa. El conocimiento habitual de que aquí se trata no es de ninguna
manera actual ni consciente; así es que nada tiene que ver con la percepción apagada y continua de sí
que acompaña toda nuestra vida psíquica. Estamos ahora en el nivel de las estructuras profundas del
alma. Desde este punto de vista no es dudoso que el Doctor Angélico no pretendiera comparar aquí el
conocimiento humano con el de los espíritus puros. De suyo, el alma espiritual es inteligible. Por otra
parte, evidentemente ella está presente a sí misma en cuanto inteligente; así es que hay radicalmente
cuanto es menester para justificar un acto de conocimiento de sí misma. Únicamente las necesidades
previas del conocimiento abstractivo son un obstáculo para la realización actual, inmediata y
permanente, de ese estado latente de conocimiento de sí.

¿En la presente condición de la unión a un cuerpo es posible una actuación de ese conocimiento
habitual? O, cosa que se incorpora a esta cuestión, ¿no se debe reconocer que el conocimiento actual
de que anteriormente hemos hablado no es más que una actuación parcial y derivada del dicho
conocimiento habitual? No es explícito Santo Tomás sobre estos puntos. Sin embargo, las respuestas a
varias dificultades del artículo151 nos sugieren que el conocimiento actual –en cuanto es sobre la
existencia y no sobre la esencia del alma– está para él en la prolongación del conocimiento habitual:
“el alma intelectiva se conoce por sí misma por el hecho de que hay en ella lo que es necesario para
que pueda pasar al acto de conocerse actualmente percibiendo que existe”152.

151 Especialmente: ad 1 in contrariam.


152 Cf. Gardeil: Texto XI: El conocimiento del alma por sí misma, pp. 242-246.
124
B) La determinación de la Suma (1ª Pars, q.87, a.1).

En la Suma Teológica se asiste de manera manifiesta a cierto endurecimiento de Santo Tomás


en el sentido de una aplicación más estricta de los principios del peripatetismo. El cuerpo del artículo
concluye en el solo conocimiento del alma por su acto: “Por tanto, no por esencia sino por su propio
acto nuestro intelecto se conoce” (non ergo per essentiam suam sed per actum suum se cognoscit
intellectus noster). Nos es conocida la razón de esta afirmación: una cosa es inteligible en la medida en
que está en acto; ahora bien, en el orden de las cosas inteligibles, nuestra inteligencia está en pura
potencia. Como en el De Veritate, Santo Tomás distingue enseguida para el alma un conocimiento
particular (experimental) y un conocimiento universal (científico).

No puede uno menos de preguntarse, leyendo estos textos, si el conocimiento habitual y directo
del alma está aquí positivamente eliminado. Parece que se debe responder de manera negativa. En
efecto, si se urgen los términos por los cuales nuestro Doctor caracteriza ahora el conocimiento
particular del alma, se constata que la razón que lo funda es, como anteriormente, la simple presencia
del alma a sí misma: “Para tener el primer conocimiento de la mente –alma–, es suficiente la misma
presencia del alma” (ad primam cognitionem de mente habendam, sufficit ipsa mentis praesentia). Por
otra parte, el término de este conocimiento es todavía aquí la existencia del alma y de nuestras
actividades y no su naturaleza. El individuo particular percibe que hay un alma intelectiva, por el
hecho de que se da cuenta de su actividad inteligente: “Se percibe que se tiene alma intelectiva porque
percibe que entiende” (percipit se habere animam intellectivam ex hoc quod percipit se intelligere). Se
requiere siempre la intervención del acto mediador, pero la razón última de la conciencia de sí es
todavía, según parece, la presencia inteligible del alma a sí misma que entendía significar la noción de
conocimiento habitual.

C) El caso del alma separada (I, q. 89, a. 1)

Puesto que en nuestra presente condición de unión la estructura profunda del alma intelectiva
está en cierta manera velada, sería evidentemente muy deseable que pudiese representarse el estado del
alma cuando ella está separada del cuerpo. Con su intrepidez de metafísico, Santo Tomás se ha
esforzado por realizar teóricamente esta experiencia153. Lo que él ha dicho a este propósito va a
permitirnos comprender mejor la naturaleza de nuestra vida intelectiva. Presenta este dilema:

- O el alma –como quieren los platónicos– no está unida sino de manera accidental al cuerpo,
de modo que cuando queda separada recobra su condición de espíritu puro inmediatamente adaptado a
los inteligibles; pero ya no se ve en esta hipótesis qué razón asignar a la unión, que aparece serle
desventajosa;

- O bien la unión es natural y para el bien del alma, y en este caso parece imposible reconocer
en ésta, después de la muerte, ninguna actividad cognoscitiva.

Santo Tomás escapa a esta dificultad admitiendo para el alma dos tipos de actividad intelectual,
correspondientes a sus dos modos diferentes de existir, el de unión y el de separación respecto del
cuerpo. Unida al cuerpo, el alma intelectiva conoce por conversión a las imágenes; separada de él,
conoce a la manera de los espíritus por conversión a los objetos que de suyo son inteligibles. Pero,
precisa nuestro autor, y esto es lo que da todo su alcance a su doctrina, el modo de conocer como el de
existir del primer tipo es natural al alma, mientras que los del segundo tipo se deben llamar
preternaturales:

153 Cf. I, q. 89.


125
“El modo de entender por ‘conversión’ al fantasma es natural al alma, como estar unida al cuerpo; sino
que estar separada del cuerpo es fuera de la razón de su naturaleza, y de la misma manera, entender sin la
conversión al fantasma es, para ella, fuera de la naturaleza” (modus intelligendi per conversionem ad
phantasmata est animae naturalis sicut et corpori uniri, sed esse separatum a corpore est praeter rationem
suae naturae, et similiter intelligere sine conversione ad phantasmata est ei praeter naturam) .

El estado de unión y la vida que le corresponde serían por lo tanto en definitiva para el hombre
la condición mejor. Subsiste sin embargo una duda. Si el alma –como se acaba de decir– es
radicalmente capaz de pensar a la manera de los espíritus puros, ¿cómo puede sacar provecho del uso
de un modo inferior de conocer? Es que el alma humana –explica Santo Tomás– , que es la última de
las substancias intelectuales, por el solo modo de intelección de las substancias espirituales no
alcanzaría conocimientos suficientemente distintos y precisos; y así, concluye él, para ella es bueno
estar unida a un cuerpo y hallar su objeto común en la sombra de las imágenes. Queda sin embargo que
le es posible existir en el estado de separación y tener entonces otro modo de actividad intelectual. Tal
es, según parece, la última palabra de la filosofía de Santo Tomás sobre el problema de la unión del
alma y el cuerpo y de las consecuencias que de esto se desprenden en cuanto a la actividad del
hombre154.

C. EL CONOCIMIENTO DE LAS REALIDADES SUPERIORES

En su tratado sintético de la Summa Theologica, Santo Tomás distingue los modos del
conocimiento intelectual humano según el grado de elevación de los objetos que puede tomar en
consideración: las cosas materiales que están por debajo de ella, el alma que está a su nivel, las
substancias espirituales que están más elevadas. Nos falta dar algunas indicaciones sobre este último
tipo de conocimiento: Santo Tomás considera sucesivamente el caso del ángel (q. 88, aa. 1 y 2) y el de
Dios (q. 88, a. 3).

1) El conocimiento del ángel por el hombre. En los artículos señalados, la exposición de la


doctrina se complica por la discusión de las opiniones de varios comentaristas, Averroes y Avempace
en particular, para quienes la bienaventuranza misma del hombre consistiría en el conocimiento de las
substancias separadas. Sigamos adelante. Positivamente se concluye:

a) que en el estado presente no podemos aprehender por nuestro intelecto las substancias
inmateriales en sí mismas;

b) que es posible, por la analogía de las cosas materiales, elevarnos a cierto conocimiento
indirecto e imperfecto de su naturaleza. Todo esto es lógico para quien admita la teoría general
precedentemente expuesta, y es claro por otra parte que nosotros no tenemos la experiencia directa de
los espíritus. En su tratado de los ángeles Santo Tomás estudiará el problema de la comunicación que
puede haber entre los espíritus puros, y llegará a conclusiones positivas; pero lo que dice entonces no
puede convenir al caso del alma humana en su presente estado de encarnación.

2) El conocimiento de Dios por el hombre. Si actualmente no podemos aprehender por nuestra


inteligencia las substancias espirituales creadas, es claro que mucho menos todavía nos es posible
alcanzar el conocimiento propio y directo de Dios. Porque nuestra inteligencia no es la facultad de lo
divino. Sin embargo, a partir de las cosas sensibles, por analogía, y según la vía de “eminencia” y de
“remoción” que conocen los teólogos, nos será posible alcanzar por nosotros mismos cierto
conocimiento de Dios: de su existencia, y muy imperfectamente de su naturaleza y de sus
perfecciones. Al metafísico le toca precisar cómo se puede llegar a ello. Aquí nos bastaba con abrir a
nuestra inteligencia estas perspectivas superiores.

154 Cf. Gardeil: Texto XII: El conocimiento del alma separada, pp. 246-256.
126
CAPÍTULO XI

EL APETITO INTELECTUAL O LA VOLUNTAD

I. Noción de la voluntad

La apetencia representa, al lado del conocimiento, uno de los grandes aspectos de nuestra vida
psíquica. Conocer, tender hacia, con todos los matices de afectividad que esta última expresión puede
implicar (amor, deseo, gozo, etc.) tales son, en efecto, los fenómenos más característicos de esta vida.

Recordemos las principales conclusiones tratadas al estudiar los apetitos.

A) Divisiones generales del apetito

En el tratado que le es consagrado en la Summa Theologica155, la vida afectiva está organizada


en los cuadros de una metafísica de la acción, siendo el principio general al cual se refiere que a toda
forma le sigue cierta inclinación (“quamlibet formam sequitur aliqua inclinatio”). Así:

- en los seres desprovistos de conocimiento hay, según su forma natural, una inclinación o
apetito llamado “natural”: appetitus naturalis;

- en los seres que conocen, según la forma aprehendida, hay un apetito llamado animal, o
mejor, porque se expresa en un acto elícito, appetitus elicitus. Cada facultad apetitiva, en
consecuencia, tiene:

- correspondiente a su naturaleza de facultad, un apetito natural; y

- correspondiente a la forma que es conocida, un apetito elícito.

Así lo expresa Santo Tomás en la Summa Theologica:

“Es necesario admitir en el alma una potencia apetitiva para cuya evidencia debemos tener en cuenta que
cada forma lleva aneja una inclinación, así como el fuego tiende por su forma a elevarse y producir un
efecto semejante a sí. Ahora bien la forma se encuentra de modo más eminente en los seres dotados de
conocimiento que en los desprovistos de él.... Luego, por lo mismo que las formas de los seres dotados de
conocimiento tienen un modo de ser más elevado que el de las formas naturales, también deben existir en
ellos una inclinación más noble que la natural o apetito natural. Y esta inclinación superior corresponde a
la potencia apetitiva del alma (la voluntad), por la cual el animal puede apetecer cuantas realidades
aprehende, y no sólo aquellas a las cuales le inclina su forma natural” 156.

B) Existencia de la voluntad

La existencia de una potencia espiritual de apetencia, distinta de las potencias apetitivas


sensibles, es una consecuencia inmediata de los principios que acaban de ser formulados. En efecto,
del hecho de que existen dos géneros de potencias cognoscitivas –los sentidos y la inteligencia– resulta
que hay dos géneros de potencias apetitivas: las potencias apetitivas sensibles, que siguen al
conocimiento sensible, y la potencia apetitiva intelectual o voluntad, que sigue al conocimiento
intelectual. En la Summa Contra Gentiles, el Angélico expresa:

“Se impone que en toda naturaleza intelectual haya una voluntad. En efecto, el intelecto es actuado por la
forma inteligible, en cuanto entiende, como la cosa de la naturaleza es actuada en su ser natural por su

155 I, qq. 80-83.


156 I, q. 80, a. 1.
127
propia forma. Ahora bien, la cosa de la naturaleza tiene, en virtud de la forma que la perfecciona en su
especie, una inclinación hacia las operaciones y el fin que le convienen; y en efecto, según es cada cosa,
así obra y tiende hacia las cosas que le convienen. De modo semejante, conviene que a la forma
inteligible siga, en el que entiende, una inclinación hacia sus operaciones y su fin propios. Esta
inclinación en la naturaleza intelectual no es otra cosa que la voluntad, que es el principio de operaciones
que hay en nosotros, por las cuales el que entiende obra en vista de un fin: en efecto, el fin y el bien es el
objeto de la voluntad. En consecuencia, en todo ser inteligente debe haber también una voluntad”157.

De nada sirve objetar a esta distinción de la voluntad respecto de las potencias apetitivas
sensibles que el hecho de ser conocido no es para el objeto deseado más que una diferencia accidental
que por lo tanto no afecta su naturaleza 158. Al contrario, precisamente en cuanto es aprehendido el
objeto provoca el movimiento afectivo, y no viene a ser lo mismo el ser aprehendido por el sentido que
por la inteligencia: por la primera de estas facultades el objeto es aprehendido como bien particular;
por la segunda es alcanzado bajo la razón universal de bien. Por lo tanto, aunque se dirija hacia cosas
que necesariamente no pueden existir sino de manera singular, la voluntad –como la inteligencia– es
una facultad de lo universal.

Con tal carácter, nuestra potencia apetitiva espiritual debe igualmente ser única. Así, mientras
que la afectividad sensible se divide según que el bien considerado es fácilmente o difícilmente
alcanzado, en dos facultades -concupiscible e irascible-, la voluntad comprende en su objeto estas dos
modalidades. De modo semejante, la voluntad tiene relación a la vez con el fin (bonum honestum) y
con los medios (bonum utile), y es también ella la que tiene el goce del bien cuando es poseído (bonum
delectabile).

C) Presencia del amado en el que ama

Para justificar la existencia de la inclinación voluntaria nos falta resolver una dificultad. Todo
acto de una potencia frente a un objeto supone, según parece, una unión previa con ese objeto que la
determina. En el caso del conocimiento, la especificación del acto tenía lugar gracias a la semejanza
que hacía presente el objeto en la facultad misma. Pero parece que no puede suceder lo mismo con la
voluntad, por estar inclinada esta facultad hacia la cosa que desea, por cuanto ésta existe fuera de ella,
y hablar en este caso de semejanza ¿no es asimilar de manera totalmente indebida nuestra potencia
apetitiva a nuestras facultades de conocimiento? Propiamente hablando, no hay –y Santo Tomás lo
reconoce– semejanza del objeto en la potencia apetitiva, y sin embargo, se encuentra aquí una cierta
adaptación de orden afectivo (coaptatio) que resulta del movimiento primero de la facultad o del amor.
Percibiendo un objeto que me conviene, me pongo a amarlo, y en y por este amor mismo mi voluntad
se conforma de cierta manera con ese objeto que efectivamente viene a estar presente en mí:

“Así es que lo que es amado no solamente está en la inteligencia del que ama sino también en su
voluntad, aunque de distinta manera en uno y otro caso. En efecto, en la inteligencia está según una
semejanza específica, y en la voluntad del que ama está como el término del movimiento en el principio
motor, el cual está así adaptado por la conveniencia y la proporción que mantiene con él; y así en el fuego
está en cierto modo el lugar superior -lugar propio del fuego- bajo la razón de ligereza, por cuanto este
elemento tiene proporción y conveniencia para tal lugar” 159.

Hay en nosotros una doble presencia de las cosas que alcanzamos con nuestro espíritu: por
asimilación vital en nuestra facultad de conocer, por adaptación afectiva en nuestra voluntad,
denunciando una y otra de estas presencias, por su modo característico, lo que hay de específico en
cada una de nuestras operaciones superiores. Para ahondar más la cuestión de la adaptación del apetito

157 IV, c. 19.


158 I, q. 80, a. 2, ad 1 y 2.
159 Cont. Gent., IV, c. 19.
128
al objeto amado será provechoso tener en cuenta las consideraciones que sobre esto dan los teólogos a
propósito de la procesión del Espíritu Santo160.

II. Naturaleza de la voluntad

Como lo exige el estudio de cualquier facultad, en la voluntad deben considerarse el objeto y el


sujeto de la misma.

A) El objeto de la voluntad161

El objeto que especifica a la voluntad, es el bien concebido por la inteligencia. Esta afirmación
expresa un hecho primario que no es susceptible de demostración. Sin embargo puede ser explicitada
por algunos corolarios:

1º) Afirmar que el objeto de la voluntad es el bien, equivale a decir que el mal nunca es deseado
por sí mismo; que el mal no puede ser amado.

2º) Si el objeto de la voluntad es el bien concebido por la inteligencia, se sigue que no puede
quererse lo que no se conoce.

3º) Si la voluntad tiene por objeto el bien, se sigue que amará necesariamente al bien puro y
perfecto; al bien absoluto, que constituye su fin último y que la Inteligencia concibe como un ideal 162.
En ésto hay necesidad de naturaleza comparable a aquella que determina a la Inteligencia a la
afirmación cuando capta la evidencia de los primeros principios, pues el Fin Último, en el orden
práctico, juega el mismo papel que los primeros principios en el orden especulativo163.

Considerada en este movimiento espontáneo que resulta de su misma naturaleza, la voluntad


recibe el nombre de voluntas ut natura, y se opone a la voluntad libre o voluntas ut libera.

Leer y explicar los artículos 1 y 2 de la q. 82.

La trascendencia de estos dos artículos es enorme, especialmente para la Moral. Y la tesis


sostenida en los mismos es “medular” en la Metafísica tomista: la libertad supone la necesidad, como
el movimiento la inmutabilidad. Más aún: la necesidad es causa de la libertad: del hecho que la
Voluntad sólo pueda ser saciada por un objeto –capaz de “saturar” su capacidad infinita de deseo– se
sigue que ningún otro objeto finito puede actualizarla por entero y que, por consiguiente, frente a todos
ellos permanezca en un estado de indiferencia dominante.

El Angélico desarrolla esta tesis en múltiples lugares contraponiendo la voluntas ut natura a la


voluntas ut libera. Aquí es preciso reivindicar un principio olvidado por la filosofía moderna 164 y es
que los actos necesarios de la voluntad –reductibles al omnímodo deseo de felicidad– son más
perfectos que los actos libres, pues son más perfectos los actos acerca del fin que los que se refieren a
los medios que conducen a dicho fin. La voluntas ut libera ama los bienes particulares en virtud del
amor fundamental que la lleva hacia el bien; y los ama en la medida que éstos presentan un reflejo, una
participación de este bien, y que puedan servir de medio para alcanzarlo.

160 Cf. especialmente Juan de Santo Tomás, Curs. Theol., IV, disp. XII, a. 7.
161 Cf. S.Th. q. 82, a. 1-2.
162 Cf. De Verit., 22, 5; S.Th., I, q. 82, a.1; Iª-IIae, q. 10, a. 1.
163 Cf. S.Th., I, q.82, a.1.
164 Especialmente el existencialismo.
129
B) El sujeto de la voluntad

Como facultad del alma, la voluntad se caracteriza por su espiritualidad. La voluntad es una
facultad espiritual; está en el mismo nivel ontológico que la inteligencia. Si se admite que la voluntad
es un apetito racional, todo está resuelto respecto a su naturaleza: si el objeto al que se dirige es
espiritual –porque es concebido por la inteligencia– el acto de querer será espiritual, e igualmente la
facultad que ejerce dicho acto.

El punto que presenta mayor dificultad es saber si la voluntad, como la inteligencia, es capaz de
reflexión. Evidentemente su “reflexión” no consistirá en “conocer” su propio acto (puesto que no se
trata de una facultad cognoscitiva) sino en “querer o amar su propio acto”.

La experiencia corriente demuestra que si se ama a alguien, se ama también a este mismo amor.
Santo Tomás elabora la teoría de dicha experiencia:

- el objeto de la voluntad es el bien en general;


- pero el acto de querer es cierto bien (ipsum velle est quodam bonum);
- luego, nada impide que queramos querer o amemos amar (potest velle se velle).

Y el Aquinate añade que la reflexión está implícitamente contenida en el acto directo de amar:
por el mismo hecho de que uno ame, ama amar165.

Objeción: muchas veces, lejos de amar nuestro amor, lo odiamos, por ejemplo, cuando amo
algo o a alguien a mi pesar, sin poder impedir que lo ame.

Respuesta: hay que distinguir dos situaciones:

- Si se trata de un amor sensible (de una pasión), nada hay de asombroso que la voluntad odie
el amor a un bien sensible que me perjudica 166, pues la voluntad no tiene poder directo sobre las
pasiones.

- Si se trata de un amor espiritual (de la voluntad) parecería que no se puede odiar un objeto al
mismo tiempo que se experimenta amor por él. Lo que ocurre en este caso es que este amor no es un
amor puro, sino Amezclado” con odio: amo a este hombre en la medida que me parece bueno, y al
mismo tiempo lo odio en la medida que me parece malo. De hecho, tal hombre puede ser, a la vez, lo
uno y lo otro, aunque bajo distintos respectos.

III. Los actos de voluntad: descripción del acto voluntario

Única potencia apetitiva en el orden espiritual, la voluntad –como por lo demás lo manifiesta la
experiencia– puede estar en el principio de una gran variedad de actos: amor, deseo, elección, fruición,
etc. En la parte moral de su obra Santo Tomás se aplica a clasificar estos actos 167. Dejando a la moral el
estudio detallado de todo este organismo, nos limitaremos aquí a enunciar lo que pertenece al acto
voluntario.

Para el estudio del acto voluntario, conviene primero aislarlo y luego analizarlo.

165 Cf. S.Th., IIª-IIae, q. 24, a. 2.


166 O, en el caso contrario, que la voluntad ame el rechazo sensible ante una purificación.
167 Es el Tratado de Pasiones.
130
A) Querer y deseo

No es difícil distinguir una tendencia de un conocimiento, pero sí lo es cuando se trata de


distinguir las tendencias de orden sensible (el deseo u otra pasión) de las tendencias de orden
inteligible (el querer)168.

Muchas veces se producen equivocaciones a causa del modo corriente de hablar: se dice
“quiero” cuando debería decirse “deseo” y viceversa. La confusión procede de que, en general, el
querer y el deseo son concomitantes y concurrentes, pues el mismo objeto es, a la vez, querido y
deseado. El querer es despertado por la representación abstracta de un bien, pero no se dirige al bien
como abstracto (tal como está en la inteligencia); como todo apetito se dirige hacia el bien en sí
mismo, real y concreto, que está representado de un modo abstracto. ¿Cómo es esto?

La imaginación provoca una idea o, inversamente, la idea se acompaña de imágenes; en un


caso o en el otro, las dos tendencias (querer y deseo) nacen a la vez y se dirigen hacia el mismo objeto
(por ejemplo: querer descansar... en una hamaca paraguaya a orillas del mar).

La diferencia aparece más clara cuando el bien concebido intelectualmente no es sensible. El


concepto tiene siempre una base sensible, pero si el bien no es sensible, entonces tendremos un querer
sin deseo; por ejemplo: la idea de “justicia” que parte de una balanza, hace que se pueda querer o
amar la justicia sin desear la balanza.

La diferencia es más evidente aún cuando hay oposición entre querer y deseo. El caso más
frecuente es el conflicto entre el deber y la pasión: el deseo tiende a un bien sensible (percibido o
imaginado) mientras que el querer tiene por objeto un bien inteligible (concebido). El criterio de la
voluntad en este caso es “vencerse”.

B) Análisis del acto voluntario

Un acto voluntario completo tiene doce fases169. Como hay interferencia constante entre la
inteligencia y la voluntad, seis de estas fases conciernen a la inteligencia y seis a la voluntad:

1) El punto de partida de todo el proceso está en la Inteligencia: es la concepción de un objeto


como bueno.

2) El simple pensamiento de un bien despierta en la voluntad una complacencia no deliberada y


espontánea. Esta complacencia se llama veleidad y se despierta necesariamente, incluso si el bien es
difícil de alcanzar. El acto puede detenerse aquí. Pero supongamos que el atractivo sea bastante “vivo”.

3) La complacencia provoca un examen más atento del objeto, para ver si es posible hic et
nunc, es decir, para mí, aquí y ahora; para mí en la situación concreta en que me encuentro. Este
examen es un acto intelectual. Si encontramos que el objeto no es posible, todo se detiene; pero
supongamos que el bien sea posible.

4) La simple complacencia se precisa en una intención de conseguir el bien. Por este mismo
hecho, tal bien se convierte en un término o fin. La intención contiene implícitamente la voluntad de
poner los medios necesarios; sin embargo, como aun no los conocemos, no los queremos formalmente.

168 Cf. S.Th., I, q. 80, a. 2.


169 Cf. Sertillanges, La Philosopie morale de St. Thomas, resumiendo S.Th. I-IIae, 8-19.
131
5) La intención de alcanzar el fin provoca la búsqueda de los medios capaces de conducirnos a
él, lo que constituye un trabajo intelectual. Si no los encontramos, todo se detiene. Pero supongamos
que encontramos los medios.
6) Habiendo encontrado los medios, se consiente en los mismos con vistas al fin. Este es un
acto de voluntad netamente caracterizado, pues a veces ocurre que cuando descubrimos los medios que
debemos emplear retrocedemos. En este caso nos quedamos en la intención 170. Si sólo se dispone de un
medio, se saltan las dos fases que siguen, para pasar al orden de la ejecución. Pero supongamos que
hay varios medios.

7) El consentimiento provoca el examen de los diversos medios, teniendo presente su valor


relativo: ¿cuál es el más fácil, el más directo, el más eficaz? Se trata de un trabajo intelectual: la
deliberación o consilium171 : Recordar que la deliberación nunca es acerca del fin sino sólo de los
medios.

8) La deliberación termina con la elección de un medio con exclusión de los otros. La elección
o decisión es el acto central de la voluntad. Sólo aquí hay lugar para la libertad. Más adelante, al
tratar el tema de la libertad, se volverá sobre esto.

9) Hecha la elección, sigue la ordenación de las operaciones a realizar. Es un trabajo


intelectual que recibe el nombre de imperium y que consiste en prever, combinar y poner en orden en
el espíritu la serie de actos a ejecutar.

10) La voluntad, “imperada” por la inteligencia, pone en movimiento las facultades que
deben obrar; las aplica a su actividad propia, por ejemplo: la imaginación, si se trata de explicar una
historia; o la misma inteligencia, si se trata de resolver un problema; o el sistema locomotor, si hay que
realizar movimientos; etc.

11) Sigue la ejecución. Las facultades actúan según su naturaleza, pero como dicha ejecución
se da bajo la influencia de la voluntad, esta fase es llamada usus passivus.

12) Si todo va bien, se obtiene el bien concebido primitivamente, y entonces se produce el goce
o fruitio.

IV. La voluntad y las otras facultades del alma

La actividad de la voluntad –como se puede deducir de lo visto– está en pleno corazón de


nuestra vida psíquica, y por este hecho mantiene con nuestras otras facultades múltiples relaciones.
Solamente dos cuestiones retendrán aquí nuestra atención.

A) La voluntad y la inteligencia172

Dos cuestiones preocupan a Santo Tomás: en primer lugar, cuál de estas dos facultades tiene la
superioridad; en segundo lugar, la mutua influencia de estas dos potencias espirituales.

1) La superioridad de la inteligencia sobre la voluntad

Razones en favor del primado de la voluntad. A primera vista parece que debe prevalecer la
voluntad. En efecto:

170 Aquí se aplica aquello de que “el infierno está pavimentado de buenas intenciones”: Yo tenía intenciones de salvarme,
pero cuando he visto cuán difícil es la virtud, qué penosa, he renunciado a poner los medios necesarios para mi salvación.
171 En otras palabras, se trata de analizar los pro y contra de cada uno de los medios.
172 Para este tema ver S.Th., I, q. 82, aa. 2-4.
132
1) la dignidad de una facultad depende, según parece, de la de su objeto; ahora bien, el objeto
de la voluntad –el bien– que significa el ser en su plenitud de perfección, por incluir en particular el
acto último de existir, es más perfecto que el objeto de la inteligencia, lo verdadero, que es más
abstracto;

2) al poner en movimiento a la inteligencia, parece que la voluntad la domina, pues tiene por
objeto el bien o el fin que es la primera de las causas;

3) en el plano sobrenatural, y fundándonos sobre el testimonio de San Pablo, debemos decir


que el hábito más perfecto, la caridad, está en la voluntad (major autem horam est caritas). Ahora
bien, conviene que haya proporción entre los hábitos y las facultades que ellos determinan; luego la
voluntad, sujeto de la caridad, debe ser la más perfecta de las potencias. Luego, la voluntad es más
perfecta que la inteligencia.

Razones en favor del primado de la inteligencia 173. Para Santo Tomás, absolutamente
hablando, la Inteligencia es superior a la voluntad. Su argumentación puede ser condensada en estas
dos fórmulas:

- mientras más elevada una cosa, tanto más simple y más abstracta es (“quanto autem aliquid
est simplicius et abstractius, tanto, secundum se, est nobilias et altias);

- ahora bien, el objeto de la inteligencia es más simple y más absoluto que el de la voluntad...
(“objectum enim intellectus est simplicius et magis absolutum quam objectum voluntatis”).

La primera de estas fórmulas no es sino una aplicación de la doctrina general de la


inmaterialidad como fundamento del conocimiento: mientras más inmaterial es el modo de un objeto,
es más actual y perfecto, y la potencia que con él se relaciona está más desprendida de potencialidad y
es, por tanto, más perfecta.

Ahora bien, de acuerdo a la segunda fórmula, el objeto de la inteligencia (la quididad), es más
abstracto y más inmaterial y por lo tanto más absoluto y más elevado que el de la voluntad (el bien),
que comprende el ser en toda su realidad concreta.

En el De Veritate174, Santo Tomás hace valer otra razón. Colocándose en el punto de vista del
modo de la operación (de donde resulta para el acto intelectual una toma de posesión más íntima del
objeto), concluye en el primado de la facultad de conocer. En efecto, el objeto que yo conozco viene a
hacerse presente en la facultad misma, mientras que aquel que yo deseo permanece fuera de mí. Ahora
bien, es más digno poseer en sí algo eminente de otra cosa que convenir con una cosa noble existente
fuera de sí175. Luego, la asimilación cognoscitiva es más perfecta que la unión afectiva.

Con una perfecta lógica, en el Tratado de la bienaventuranza 176, Santo Tomás deducirá que la
dicha soberana consiste formalmente no en un acto de voluntad, o en la fruición afectiva (que no es
más que su consecuencia), sino en el conocimiento mismo o en la visión de Dios. Sin embargo, la
delectación de la voluntad es una concomitancia necesaria y esencial de la toma de posesión, por
nuestra facultad cognoscitiva, de nuestro último fin.

173 Cf. el Comentario de Cayetano sobre el artículo citado, y Juan de Santo Tomás, De Anima, q. XII, a. 5.
174 q. 22, a. 11.
175 “Perfectius autem est... habere in se nobilitatem alterius rei, quam ad rem nobilem comparari extra se existentem”.
176 Cf. Iª-IIª, q. 3, a. 4.
133
Sería demasiado a nuestro propósito entrar en las discusiones que se han suscitado alrededor de
esta cuestión del primado de una o de la otra de nuestras facultades espirituales177.

Primado relativo de la voluntad. Hay sin embargo un caso en que la voluntad prevalece sobre
la inteligencia: cuando el objeto que aquella alcanza es, en sí mismo, más elevado que el que es
aprehendido por esta última facultad. Ahora bien, en la práctica, esto se realiza respecto de todos los
objetos que están por encima del alma y especialmente respecto de Dios, de donde resulta, en esta
vida, el primado de la caridad. En definitiva, Santo Tomás concluirá que “el amor de Dios es mejor que
el conocimiento que de Él se tiene; y a la inversa, el conocimiento de las cosas corporales es superior a
su amor. Sin embargo, absolutamente hablando, la inteligencia es más noble que la voluntad”178.

2) La mutua influencia de la voluntad y de la inteligencia

Según lo expuesto es claro que la voluntad sigue a la inteligencia; en cierto sentido depende de
ella, puesto que solamente es despertada por la concepción de un bien. Pero, una vez despierta la
voluntad por la inteligencia, existe reciprocidad de acción entre las dos facultades: la voluntad aplica a
la inteligencia al objeto que ama para conocerlo mejor, y la inteligencia aumenta la intensidad del amor
precisando su objeto.

Hay, pues, una especie de “circulación” entre la inteligencia y la voluntad. Cada una es causa
de la otra a su manera, lo cual nada tiene de contradictorio, sino que es una aplicación del principio
general de Metafísica: “causae ad invicem sunt causae”. La inteligencia mueve a la voluntad per
modum finis, presentándole un bien que debe ser amado; y la voluntad mueve a la inteligencia per
modum agentis, aplicándola a la consideración de su objeto179.

B) La voluntad y las otras potencias

Leer y explicar S.Th., I, 82, 4,

Como se acaba de ver, en el orden de la especificación, la voluntad está determinada por la


inteligencia, pero en el orden de la eficiencia o el ejercicio, es la voluntad la que mueve a la
inteligencia y, más universalmente, la tenemos en el principio de la actividad de todas las otras
facultades. La razón de ello es que en todo sistema de potencias ordenadas, aquella que tiene por
objeto el Bien universal es motriz de las potencias que se relacionan con bienes particulares. Así, para
tomar un ejemplo, el rey que tiene cuidado del bien de todo el reino pone en movimiento con sus
órdenes a cada uno de aquellos que están encargados de las diversas ciudades. La voluntad tiene por
objeto el bien y el fin considerados universalmente; las otras potencias, en cambio consideran bienes
sólo aquellos que les son propios. Luego, la voluntad, de por sí –y la experiencia lo confirma– pone en
movimiento a las otras potencias.

Primeramente, y de manera inmediata, este impulso se ejerce sobre la inteligencia y sobre sus
actos. Con relación al Bien universal, lo verdadero no aparece, en efecto, sino como un bien particular:
el de la inteligencia; y así la voluntad “utiliza” a la inteligencia para sus fines. Esto es lo que ocurre en
el acto voluntario en que, bajo la presión de la intención del fin, la inteligencia se pone en busca de los
medios propios para conseguirlo; delibera acerca de ellos y juzga qué es preferible.

177 La escuela escotista mantiene la superioridad de la voluntad, y muchos siguen esta vía. Sin embargo, los argumentos
dados más arriba permanecen en su solidez metafísica. Por otra parte, está fuera de duda que adoptando esta manera de ver,
Santo Tomás fue fiel a Aristóteles, quien muy claramente, en su estudio de la felicidad soberana, da el primado al
conocimiento, no siendo el placer sino un elemento de añadidura que se agrega al acto de contemplación “como la belleza
para quienes están en la flor de la juventud”.
178 Cf. De Veritate, q. 22, a. 11. Gardeil: Texto XIII: Superioridad de la inteligencia sobre la voluntad, pp. 256-259.
179 Cf. S.Th., q. 82, a. 4, ad 1.
134
Con el concurso del juicio imperativo de la inteligencia (imperium), la voluntad pone en
movimiento las potencias de conocimiento, de apetencia sensible y de motricidad, cuya intervención
puede requerirse en las condiciones concretas de la acción.

Este poder de la voluntad sobre las otras facultades, nótese bien, no siempre será absoluto,
pudiendo intervenir otros factores. Así se verifica sobre los sentidos internos o las pasiones: estando
sometidos a influencias corporales, la voluntad no tiene más que un poder político.

C) La voluntad y las pasiones

Leer y explicar S.Th., I, 82, 5.

Aquí no se plantea la cuestión de la superioridad o preeminencia. Siendo la voluntad un apetito


racional, de naturaleza espiritual, evidentemente es superior a la pasión que es un apetito sensible, de
naturaleza material. Queda ver, por tanto, la cuestión de la influencia.

En la q. 82 de la Prima Pars, Santo Tomás no trata la influencia entre voluntad y pasiones, sino
que se limita a comparar la voluntad en cuanto apetito racional, con el apetito sensitivo 180. Allí el
Angélico niega diversidad de potencias apetitivas en la voluntad, contrariamente a lo que sucede con el
apetito sensitivo, en el que distinguen el concupiscible y el irascible 181. La voluntad mira al bien bajo
la razón universal de bien; por consiguiente, en ella, que es un apetito intelectivo, no hay diversidad de
potencias apetitivas.

Veamos, aunque sea brevemente, la interacción de la voluntad y las pasiones.

1) La acción de las pasiones sobre la voluntad

Es un hecho que las pasiones mueven a la voluntad 182. No corresponde estudiar el caso en el
que la pasión desencadena una acción antes de que se haya podido detener para deliberar sobre su
conveniencia. En tal caso, es claro que no hay influencia alguna de la pasión sobre la voluntad; la
pasión es causa de un movimiento “involuntario”. Cuando la pasión obra sobre la voluntad nunca es
directamente, pues hay entre ellas diferencia de orden; la influencia se da de un modo indirecto.

La pasión actúa sobre la Voluntad de dos modos: ex parte subiecti y ex parte obiecti.

Ex parte subiecti. Esta influencia se comprueba por lo siguiente:

- La pasión modifica las disposiciones del hombre y, en consecuencia, modifica su estimación


de los bienes y de los males 183. Por ejemplo, si yo estoy encolerizado, consideraré que puedo
pronunciar palabras que consideraría malas estando en calma, y las diré voluntariamente. Por ello
constituye un pecado de cólera.

- De un modo más particular, la pasión actúa por una especie de distracción. Esto porque el
poder de atención del hombre es limitado, de modo que, si la pasión es viva, absorbe toda la atención y
no podemos considerar en el objeto otros aspectos que los que nos complacen.

180 Cf. q. 82, a. 5.


181 El apetito sensitivo se diversifica según las diversas formalidades de los bienes particulares. Así: el apetito
concupiscible mira a la razón propia del bien en cuanto deleitable al sentido y conveniente a la naturaleza, mientras que el
irascible mira a la razón de bien en cuanto rechaza y combate lo que le es perjudicial.
182 Cf. S.Th. Iª-IIª, q. 9, a. 2; q. 10, a. 3; q. 77, a. 1.
183 En virtud del principio: “Talis unusquisque est, talis finis videtur ei”.
135
Ex parte obiecti. Se da cuando la pasión presenta a la inteligencia un objeto de tal modo que
sea querido necesariamente. Esto se logra por mediación de la imaginación:

- la pasión excita la imaginación, que está llena de imágenes vivas y obsesivas;


- la inteligencia, a su vez, concibe y juzga según lo que la imaginación le presenta;
- y la voluntad, por último, sigue al juicio184.

2) La acción de la voluntad sobre las pasiones

Inversamente, la voluntad puede gobernar sobre las pasiones185. No tiene sobre ellas poder
despótico, sino solamente un poder político, según la célebre fórmula de Aristóteles. Ello significa que
las pasiones no son sus esclavas, como los miembros del cuerpo que le obedecen sin resistencia, sino
que, teniendo una actividad propia, disfrutan respecto de ella cierta independencia y cierto poder de
resistencia. Pero entonces, de hecho, ¿qué puede la voluntad?

- Puede, por una parte, dirigir el pensamiento, apartando la atención del objeto que seduce –ya
percibido, ya imaginado– aplicándolo a otra cosa.

- Puede, por otra parte, imperar acciones físicas que aparten la presencia o la imaginación del
objeto, por ejemplo: apartar los ojos, volver la cabeza, salir, andar, etc.

En ambos casos, si la Voluntad es bastante perseverante, obtendrá a la larga que la pasión “se
adormezca”.

184 Cf. Iª-IIª, q. 77, a. 1.


185 Cf. I, q. 81, a. 3.
136
CAPÍTULO XII

EL LIBRE ALBEDRÍO O LA LIBERTAD

Analizando el acto voluntario, hemos señalado el lugar de la libertad indicando el momento en


que puede introducirse en su dinamismo. Pero ello deja intacto el problema de saber si el hombre está
efectivamente dotado de libertad. Y éste es uno de los problemas capitales de la filosofía, pues, según
la solución que se adopte, cambia toda la vida y, especialmente, la moral186.

I. Las formas de libertad

El primer trabajo a realizar es aclarar las ideas, es decir, elaborar una noción precisa de la
libertad. Pues la libertad reviste múltiples formas, y puede tenerse una sin tener la otra. Nada es más
equívoco, a pesar de su aparente simplicidad, que el lema: “La libertad es total o no es libertad”.

La primera observación que se impone es que la libertad, igual que la vida, no es un ser, ni una
substancia, ni una facultad, ni tampoco un acto. Es solamente un carácter de ciertos actos de voluntad.
Pues la substancia es el hombre; la facultad del hombre en donde reside la libertad es la voluntad, de
esta facultad emana el acto voluntario; y en algunos casos este acto es libre.

Por otra parte, hay que distinguir cuidadosamente la libertad de actuar y la libertad de querer,
pues únicamente de esta última trata el problema psicológico.

1) La libertad de actuar

Es una libertad puramente exterior. Es cierto que es importante, pero todas las libertades
posibles no bastan para hacer un hombre libre.

Un acto puede ser llamado libre cuando está exento de toda coacción exterior, cuando no lo
hace necesario una intervención de fuera, o no está determinado por una fuerza superior. Esta libertad
recibe el nombre de libertas a coactione. Bajo la fórmula negativa se expresa una noción positiva,
pues, si un movimiento dado no está coaccionado, es que es “natural”. La libertad reside, pues, en el
movimiento al que una cosa tiende por naturaleza y que realiza cuando se la abandona a sí misma .
Poco importa que este acto esté determinado desde dentro por la naturaleza de la cosa. De este modo
se habla de un “pájaro libre” por oposición a un “pájaro cautivo”, o de una “caída libre” por oposición
a una “caída acelerada”.

En este sentido, para que una acción humana se llame libre, basta que no esté obligada desde
fuera. La noción se aplica entonces tanto al acto automático, al reflejo, al hábito, como al acto pasional
y al acto voluntario. Pero esta libertad es esencial al acto voluntario, pues un acto violentado no es
evidentemente un acto voluntario187.

La libertad de acción se diferencia según los diversos tipos de coacción de los que el sujeto está
libre:

186 Cf. Simon, Traité du libre arbitre; Laporte, La conscience de la liberté; ID., Le Libre-arbitre et l=attention selon St
Thomas, en ARevue de Métaf. Et de Moral@ 1931, 1932 y 1934.
187 AHaec igitur coactionis necessitas omnino repugnat voluntati. Nam hoc dicimus esse violentum quod est contra
inclinationem rei. Ipse autem motus voluntatis est inclinatio quaedam in aliquid. Et ideo, sicut dicitur aliquid naturale, quia
est secundum inclinationem naturae, ita dicitur aliquid voluntarium quia est secundum inclinationem voluntatis. Sicut ergo
impossibile est quod aliquid sit simul violentum et naturale, ita impossibile est quod aliquid sit coactum, sive violentum, et
voluntarium@ (S.Th. 1, 82, 1).
137
- La libertad física consiste en poder actuar sin ser detenido por una fuerza superior, como el
peso, las cadenas o los muros de una prisión.

- La libertad civil consiste en poder actuar sin que lo impidan las leyes de la ciudad. Se tiene la
libertad física de quebrantarlas, pero entonces se entraría en contravención con la ley, y la fuerza
pública intervendría para privar de su libertad física a aquel que habría abusado de ella.

- La libertad política consiste en poder actuar en el gobierno de la ciudad de la que se es


miembro. Se opone a la “tiranía” o dictadura, régimen político en el que los ciudadanos están
sometidos a las órdenes de un dueño sin poder influir en sus decisiones.

- La libertad moral, por último, consiste en poder actuar sin ser retenido por una ley moral, es
decir, por una “obligación”. La obligación pesa no sólo sobre los actos exteriores, sino en lo más
íntimo de la conciencia. No obstante, es del mismo orden que las coacciones precedentes, pues no
quita la libertad física ni la libertad psicológica: “podemos” siempre quebrantar las leyes morales; es
más, sólo hay obligación para un sujeto en posesión de su libertad psicológica.

Así, la libertas a coactione concierne solamente a la ejecución de los actos; no concierne a los
actos voluntarios en sí mismos, que son puramente interiores. Podemos muy bien querer libremente sin
poder ejecutar lo que hemos decidido. Sin embargo, a decir verdad, en razón de la implicación que
existe entre la ejecución y el querer, ocurre que dejamos de querer lo que no podemos ejecutar porque
parece inútil; e inversamente ocurre que acabemos por consentir lo que rechazábamos porque hemos
sido obligados a hacerlo. Las libertades exteriores, pues, no dejan de tener importancia para la libertad
interior. No obstante, tales cambios son dimisiones, son prueba de una voluntad débil.

2) La libertad de querer

En psicología, cuando se habla de libertad, se trata de una libertad interior, libertad de la


decisión o de la elección, que es la fase esencial del acto voluntario.

La libertad de querer se define fácilmente por analogía con la libertas a coactione. Consiste en
estar exento de una inclinación necesaria a poner un acto, es decir, a hacer tal elección, o a tomar tal
decisión.

No diremos que el acto libre es indeterminado: esto no tiene sentido, pues un acto siempre es
determinado; desde el momento que existe, es uno u otro; un acto indeterminado no sería ni esto ni lo
otro, no sería nada. Pero el acto libre no está predeterminado. La voluntad, primero indeterminada, se
determina a sí misma a ponerlo, es dueña de su acto; es, por así decirlo, su “árbitro”. De ahí viene el
nombre libre arbitrio que se da a esta forma de libertad. El término es perfectamente claro y preciso,
mientras que el término “libertad” es confuso y equívoco.

La Libertad de elección o libertas arbitrii, puede tomar dos formas, pues puede hacerse sobre
dos alternativas diferentes:

- En la primera, puede elegirse entre actuar o no actuar, ejecutar el acto o no; es lo que se llama
libertad de ejercicio, libertas exercitii.

- En la segunda, la elección se hace entre hacer esto o lo otro, ejecutar este acto u otro; es la
libertad de especificación, libertas specificationis188.

188 Cf. S.Th. I-II, 10, 2.


138
Estas dos formas de libertad son distintas. Puede tenerse la primera sin tener la segunda; por
ejemplo, puedo elegir salir o no salir, pero si decido salir no puedo elegir los medios, pues sólo puedo
salir por la puerta. Pero la segunda supone la primera, que es fundamental. En efecto, no tengo libertad
de elegir un acto u otro, a no ser que tenga la libertad de poner o no cada uno de ellos.

Es aquí solamente que la libertad aparece como una especie de absoluto, en el sentido de que
no tiene grados (por eso el carácter confuso de la palabra “libertad”). Una acción tomada globalmente
no puede ser más o menos voluntaria; por ello el hombre no es siempre plenamente responsable de sus
actos, como todos los moralistas admiten. Pero cuando se trata de la voluntad misma, todo se reduce a
la cuestión: ¿ha habido elección o decisión deliberada? Si la respuesta es no, reinaba la necesidad;
entonces poco importa su fuente y su modo. Si la respuesta, en cambio, es sí, el hombre se ha
comprometido en su acto porque se ha decidido con conocimiento de causa.

II. Pruebas de la existencia de la libertad

Pasemos revista a algunos de los argumentos clasicos en favor de la libertad. Intentaremos


precisar su naturaleza y su valor.

A) Prueba moral

1) Argumento

Este argumento deriva de Kant. En su primera Crítica, sostiene que la razón no puede
demostrar la libertad, pero tampoco puede negarla, de modo que le deja un lugar vacío. En la Crítica
de la razón práctica demuestra que la libertad es un postulado de la moral. El término “postulado”
está perfectamente elegido para expresar su posición: no se tienen razones para afirmar la libertad,
pero debemos afirmarla por un acto de fe. En efecto, la libertad es una condición de la moralidad. Y
como estamos obligados a vivir moralmente, estamos obligados a creer en la libertad189.

2) Crítica

Hay aquí un nudo de ideas muy confuso. Es cierto que la libertad es una condición de la vida
moral: la obligación sólo atañe a los sujetos libres. También para el cristiano es un punto de fe, y a
falta de otras razones la autoridad de la Iglesia bastaría para decidir la cuestión (DS 1555, 1965/815,
1065). Sólo que la Iglesia enseña que la libertad, como la espiritualidad del alma y la existencia de
Dios, “puede probarse con certeza por la razón” (DS 2812/1650). El cristiano se encuentra en situación
paradójica: debe creer que la libertad puede ser probada.

Situémonos, pues, en el plano filosófico. Hay un texto de Santo Tomás que está extrañamente
en consonancia con Kant. Negar la libertad, escribe, es una opinión extraña a la filosofía porque
aquella es la base de la filosofía moral 190. Sólo que Santo Tomás no considera este argumento
suficiente. No es más que una refutación sumaria del adversario; inmediatamente después, desarrolla
largamente su prueba metafísica.

Y, en efecto, la argumentación de Kant es sólo un aspecto de la “revolución” que ha hecho en


filosofía. Supone, por una parte, que toda metafísica es imposible; por otra parte, que la libertad no es
un hecho de experiencia, y en fin, que la moral es una especie de absoluto que se impone a todo ser
racional. Ahora bien, esto es trastornar el orden normal de las ideas. Hay que demostrar primero la

189 Esta doctrina está bien resumida por Alain: “Si tengo deberes, el primero es creerme libre@.
190 AHaec opinio... adnumeranda est inter extraneas philosophiae opiniones: quia non solum contrariatur fidei, sed
subvertit omnia principia philosophiae moralis@ (De Malo 6, 1).
139
libertad para hacer posible la moral. Si yo no supiera que soy libre, consideraría nulas todas las
obligaciones morales sin ninguna clase de remordimiento.

B) Prueba por el consentimiento universal

1) Argumento

Esta clase de prueba ha estado muy en boga en el siglo XIX. Encontramos huellas de ella en
Santo Tomás. Si el hombre no estuviese dotado de libre arbitrio, dice, no tendrían razón de ser los
consejos y las exhortaciones, los preceptos y las prohibiciones, las recompensas y los castigos 191.
Como muestra muy bien G. Marcel, una promesa solamente tiene sentido si puedo faltar a ella:
“Constituye la esencia de una promesa el que pueda ser quebrantada”.

2) Crítica

Es evidente que todos estos actos sólo tienen sentido si el hombre se cree libre. Y como se dan
en todas las sociedades, podemos tener por cierto que todos los hombres se creen libres. Es una
presunción seria que lo son en efecto, pues es poco verosímil que se equivoquen todos, y habría que
tener razones muy sólidas para ir contra una creencia tan general. No obstante, no es más que una
presunción. La verdad no depende del número, y puede ocurrir que la creencia común sea un error
común, que un solo hombre tenga razón contra todos. Queda, pues, sin resolver la cuestión de saber si
los hombres tienen razón de creer en la libertad.

C) Prueba psicológica

1) Argumento

Es una prueba que se ha difundido en la filosofía moderna desde Descartes. La han adoptado
los tomistas contemporáneos aunque es desconocida para Santo Tomás. Culmina en Bergson 192. Todo
se resume en que la libertad es un hecho. Descartes decía: “Estamos tan seguros de la libertad y de la
indiferencia que hay en nosotros, que no hay nada que conozcamos más claramente” 193. Y Bergson le
hace eco: “La libertad es un hecho, y, entre los hechos que observamos, no hay otro más claro” 194. Pero
la pregunta es la siguiente: ¿Hay una experiencia interior de la libertad?

Importa recordar que la libertad de que hablamos es el libre arbitrio. No es la libertad de


Descartes, que es indiferencia195, ni la libertad de Bergson, que es una espontaneidad interior. El
análisis de Bergson, en particular, no puede aceptarse tal como está en una perspectiva tomista. Pero
creemos que existe efectivamente una experiencia de la libertad como libertad de elección.

Tiene dos momentos. Primero hay conciencia de indeterminación de la voluntad. No es un


estado puramente negativo, como podría hacer creer el término “indeterminación”. La indecisión es un
estado muy positivo de vacilación, de oscilación que puede prolongarse mucho tiempo y sentirse hasta
el sufrimiento. Ninguno de los motivos de obrar es, por sí mismo, determinante, de modo que se
experimenta vivamente el “apuro de la elección”. Si se sale de él, es por una autodeterminación de la
voluntad, de la que tenemos conciencia como de una tensión estrictamente original: después de sopesar
todo bien, me decido.
191 AHomo est liberi arbitrii. Alioquin frustra essent consilia, exhortationes, praecepta, prohibitiones, praemia et poenae
(S.Th. I, 83, 1).
192 En el capítulo III de Données immédiates.
193 Principes I, 41.
194 Données immédiates, p. 169.
195 Para un conocimiento profundo de la concepción cartesiana de la libertad, véase la tesis de GILSON, La liberté chez
Descartes et la Théologie (Alcan, 1913).
140
2) Crítica

Se comprende que una prueba de este género, que consiste en remitir a cada cual a su
experiencia, solamente es valedera para los que han realizado algún acto de querer libre. Ahora bien, es
posible que algunos individuos no realicen ningún acto libre en toda su vida. Objetarán, pues, que la
descripción no responde a su experiencia, y a esto no hay nada que responder. Pero la mayoría de los
hombres han tomado a veces decisiones libres y están en situación de verificar el argumento
psicológico.

Por otra parte, la experiencia no puede hacer más que constatar la libertad como un hecho
psicológico. Creemos que lo establece con certeza. No obstante, la experiencia por sí sola no puede
aclararlo ni explicarlo. Corresponde a la metafísica demostrar la posibilidad del hecho, y mientras no
lo haya hecho, siempre alguien puede pretender que la conciencia de la libertad es una ilusión porque
la libertad es imposible.

D) Prueba metafísica

Cuando nos situamos en el punto de vista metafísico, la primera cuestión que se presenta es
saber si, en el caso de la libertad, es posible una demostración. Es una idea bastante extendida que la
libertad no puede demostrarse porque habría contradicción entre la forma y el fondo: “demostrar” es
hacer la conclusión necesaria, pero declarar la libertad “necesaria” es negarla. La libertad, pues, sólo
puede afirmarse libremente196.

A nuestro entender, hay ahí un paralogismo –razonamiento falso–, por no decir un sofisma. Se
supone que hay que optar entre una libertad absoluta y una necesidad igualmente absoluta. Si el
hombre es libre, dicen, debe serlo entero, en todas sus funciones. Pero esta afirmación es falsa. Yo
puedo muy bien ser libre sin ser totalmente libre. De hecho, la razón no es libre, lo es sólo la voluntad.
No hay, pues, nada imposible, ni contradictorio, ni incluso chocante en intentar fundamentar
racionalmente la libertad.

La única cosa que hay que retener es que es imposible demostrar la libertad de un acto dado en
un individuo dado. Sólo él puede saber si ha puesto un acto libre: es el misterio de los corazones, de la
individualidad, de la subjetividad. La metafísica se limita a demostrar que la libertad es posible, que
resulta del hecho de que el hombre está dotado de inteligencia y de voluntad. Diremos, pues, que la
metafísica no pretende demostrar en particular la existencia de ningún acto libre, sino sólo en general
que la libertad es un atributo de la naturaleza humana, o mejor, que el hombre está dotado de libre
arbitrio.

“Sin ninguna duda, es necesario poner en el hombre el libre arbitrio. Pues para esto la fe nos apremia…
Para esto nos inducen manifiestos indicios… Para esto, también, la razón evidente nos impele” (absque
omni dubitatione hominem arbitrii liberum ponere oportet. Ad hoc enim fides astringit... Ad hoc etiam
manifesta indicia inducunt... Ad hoc etiam evidens ratio cogit; De Veritate 24, 1).

He aquí la argumentación de Santo Tomás en su forma más simple y más clara. La voluntad
sigue a la concepción de un bien. Si el objeto representado es bueno absolutamente y en todos sus
aspectos (simpliciter), la voluntad tenderá necesariamente hacia él. Si el objeto no es necesariamente
bueno, en la medida en que no realiza la bondad perfecta, (secundum quid) puede ser juzgado
no-bueno y no-amable. La voluntad entonces no tiene necesidad de quererlo. Pero ningún objeto fuera

196 Esta idea tiene su origen en Kant, que no admite que la razón pueda demostrar la libertad y que la admite por un acto
de fe. Y ha pasado a Lequier y Renouvier en el siglo pasado. Actualmente vuelve a encontrarse en los filósofos
“personalistas”, como J. Lacroix y G. Marcel.
141
de la beatitud es el bien perfecto. Por consiguiente, la voluntad no es determinada por ningún bien
particular. Si lo quiere, es que lo elige, es decir, se determina a sí misma197.

Así la raíz de la libertad está en la inteligencia, que concibe el Bien perfecto y juzga a los
bienes particulares imperfectos en comparación con el Bien. Se podrá, pues, atribuir la libertad a
priori a todo ser inteligente, en lo que concierne a la elección entre bienes particulares:

“Solo el que tiene intelecto puede hacer un juicio libre: en cuanto conoce la universal razón de bien, a
partir de la cual puede juzgar que esto o aquello es bueno. De donde, donde haya intelecto, hay libre
arbitrio” (solum quod habet intellectum potest agere iudicio libero: in quantum cognoscit universalem
rationem boni, ex qua potest iudicare hoc vel illud esse bonum. Unde ubicumque est intellectus, est
liberum arbitrium; S.Th. I, q.59, a.3).

Esto puede bastar. Pero acaso tenga interés anotar algunas de las variaciones que Santo Tomás
hace sobre este tema. La misma prueba, en efecto, puede presentarse de muchas otras maneras.

Puede deducirse, primero, la libertad de la naturaleza de la razón, o más exactamente, del


corte que existe entre el plano de la razón y el de la acción. El hombre, como ser racional, no actúa por
instinto como los animales, sino por juicio. Ahora bien, hay un abismo entre el plano de las
necesidades lógicas, donde se mueve la razón, y el plano de las situaciones particulares y contingentes,
en el que se desenvuelve la acción. Nunca la razón puede deducir rigurosamente partiendo de los
primeros principios la acción precisa que debe aplicarse hic et nunc. Por consiguiente, en lo que
concierne a una acción, siempre particular y contingente, el juicio no está determinado, queda como
suspendido entre el sí y el no. Así, pues, si se actúa en estas condiciones, será por una decisión libre198.

La libertad puede también deducirse de la naturaleza del pensamiento abstracto. La


representación intelectual del Bien es universal. Como ningún objeto particular iguala lo universal ni
lo realiza en toda su amplitud y toda su pureza, la voluntad que se dirige al bien queda indeterminada
respecto de los bienes. Es así que un arquitecto, habiendo concebido una casa en general, digamos la
esencia “casa”, queda indeterminado cuando debe decidir si construirá una casa circular o cuadrada, en
ladrillo o en piedra199.

Por último, Santo Tomás hace derivar a veces la libertad de la capacidad de reflexionar. La
voluntad sigue al juicio. Si no somos dueños de nuestro juicio, no seremos dueños tampoco de nuestro
querer. Pero el hombre, al juzgar lo que debe hacer, puede juzgar su juicio porque conoce el fin, el
medio y la relación del uno con el otro. Es, pues, dueño de su juicio gracias a la reflexión200.

197 “Si proponatur aliquod obiectum voluntati quod sit universaliter bonum et secundum omnem considerationem, ex
necessitate voluntas in illud tendit, si aliquid velit, non enim poterit velle oppositum. Si autem proponatur sibi aliquod
obiectum quod non secundum quamlibet considerationem sit bonum, non ex necessitate voluntas fertur in illud. Et quia
defectus cuiuscumque boni habet rationem non boni, ideo illud solum bonum quod est perfectum et cui nihil deficit, est tale
bonum quod voluntas non potest non velle, quod est beatitudo. Alia autem particularia bona, in quantum deficiunt ab aliquo
bono, possunt accipi ut non bona; et secundum hanc considerationem, possunt repudiari vel approbari a voluntate quae
potest in idem ferri secundum diversas considerationes” (S.Th. I-II, q. 10, a. 2). Cf. I, q. 82, a. 2.
198 “Homo agit iudicio, quia per vim cognoscitivam iudicat aliquid esse fugiendum vel prosequendum. Sed quia iudicium
istud non est ex naturali instinctu in particulari operabili, sed ex collatione quadam rationis, ideo agit libero iudicio, potens
ad diversa ferri. Ratio enim circa contingentia habet viam ad opposita. Particularia autem operabilia sunt quaedam
contingentia, et ideo circa ea iudicium rationis ad diversa se habet et non est determinatum ad unum. Et pro tanto necesse
est quod homo sit liberi arbitrii ex hoc ipso quod rationalis est” (S.Th. I, q. 83, a. 1).
199 “Forma intellectualis est universalis, sub qua multa possunt comprehendi. Unde cum actus sint in singularibus, in
quibus nullum est quod adaequet potentiam universalem, remanet inclinatio voluntatis indeterminate se habens ad multa.
Sicut si artifex concipiat formam domus in universali, sub qua comprehenduntur diversae figurae domus, potest voluntas
eius inclinari ad hoc quod faciat domum quadratam vel rotundam vel alterius figurae” (De Malo 6, 1).
200 “Si iudicium non sit in potestate alicuius, sed sit determinatum aliunde, nec appetitus erit in potestate eius, et per
consequens nec motus vel operatio. Iudicium autem est in potestate iudicantis secundum quod potest de suo iudicio
iudicare: de eo enim quod est in potestate nostra possumus iudicare. Iudicare autem de iudicio suo est solius rationis, quae
142
III. Límites de la libertad

La deducción precedente fundamenta la libertad, pero al mismo tiempo la limita. Insistamos un


poco en este último punto.

Importa ante todo subrayar que la libertad tiene límites. No es sólo un hecho que resulte de la
imperfección del hombre, criatura finita y contingente; es una verdad en cierto modo a priori,
necesaria y universal, que se reduce a esto: la idea misma de una libertad absoluta es intrínsecamente
contradictoria. En efecto, ¿qué sería una libertad absoluta?

La indeterminación total del querer: sería una tendencia que no tendería hacia nada. Pero
entonces la noción misma de tendencia se desvanece, y con ella toda posibilidad de actos libres. O
también sería la espontaneidad de un ser sin naturaleza definida. Y es así como lo entiende el
existencialismo: el hombre se crea por su libertad. Pero, tomada en su sentido estricto, la idea es
francamente absurda, pues sería necesario a la vez ser (para crear) y no ser (para crearse). Por otra
parte, el existencialismo no se queda en esta teoría201.

La libertad humana supone lógicamente la naturaleza humana; si no, no sabríamos de que


hablamos. Y en el hombre la libertad supone la voluntad como tendencia hacia el bien. y la inteligencia
como poder de representación y de juicio; si falta uno de estos dos términos, el término elección pierde
todo su significado.

Para fijar los límites de la libertad humana, consideremos sucesivamente sus dos formas
principales: la libertad de ejercicio y la libertad de especificación.

a) Para, la libertad de ejercicio, resulta lo siguiente. Por una inclinación interior natural y
necesaria, la voluntad quiere el Bien universal, puro y perfecto. Todo acto tiende a este fin sobre el que
no se delibera. Así, pues, si la inteligencia concibe un objeto absolutamente bueno, la voluntad lo ama
necesariamente.

Pero mientras el Bien no está presente en su realidad concreta, es decir, mientras que no es
captado por una intuición inmediata, tenemos entera libertad de pensar en él o no pensar. Pues la
representación abstracta del Bien no es el Bien, no es más que un bien particular. En lenguaje
cristiano, esta idea se traduce así: no hay nada más interesante que Dios, y cuando lo veamos cara a
cara, quedaremos arrebatados y fascinados por su belleza, hasta el punto de que no podremos apartar
nuestras miradas de Él. Pero hay en este mundo mil cosas más interesantes que el pensamiento de
Dios, como cada uno comprueba con las distracciones que lo asaltan cuando se aplica a meditar el
misterio de la Santísima Trinidad202.

Así, mientras pensamos en la beatitud, no podemos obrar de otro modo que queriéndola. Pero
podemos pensar en cosas distintas de la beatitud, y así no quererla en acto aunque la queramos siempre
implícitamente. Por ello Santo Tomás dice que, en cuanto al ejercicio, la voluntad no es movida de un
modo necesario por ningún objeto:

“La voluntad no se mueve por necesidad de ningún objeto: alguien puede, pues, no pensar de algún
objeto, y por consiguiente, ni quererlo en acto” (voluntas a nullo obiecto ex necessitate movetur: potest

super actum suum reflectitur, et cognoscit habitudines rerum de quibus iudicat et per quas iudicat. Unde totius libertatis
radix est in ratione constituta@ (De Veritate 24, 2). Cf. ibid. 24, 1, y S.C.G. 11, 48.
201 Sartre define al hombre como conciencia (ser para sí) por oposición a las cosas (ser en sí) y discierne en él una
tendencia natural que llama “proyecto fundamental”: el deseo de ser Dios.
202 Cf. S.Th., I, q. 82, a. 2.
143
enim aliquis de quocumque obiecto non cogitare, et per consequens neque actu velle illud” (S.Th. I-II,
q.10, a.2).

b) Para la libertad de especificación, se ha dicho que cuando pensamos en el Bien absoluto, lo


amamos necesariamente; no somos, pues, libres de querer otra cosa como fin último.

Pero tampoco somos libres respecto de un medio reconocido como necesario para alcanzar el
Bien: lo queremos con la misma necesidad que se quiere el fin:

“Cuando no podemos alcanzar el fin sino por un único camino, entonces, sería la misma razón de querer
el fin y aquellas cosas –medios– que son hacia el fin” (quando ad finem non potest perveniri nisi una via,
tunc eadem ratio esset volendi finem et ea quae sunt ad finem” (De Malo, 6, 1 ad 9).

Solamente hay libertad en la elección de los medios no necesarios. Se quiere necesariamente


un medio, pero libremente este medio.

IV. Naturaleza de la libertad

Ya hemos dicho lo esencial, pero no sera inútil precisar algunos puntos y negar formalmente las
teorías equivocadas.

A) La libertad de indiferencia

Esta concepción ha entrado en la filosofía moderna con Descartes203 y ha tomado su forma


definitiva en el siglo XVII con Reid. Posee tres ideas directrices: 11) La libertad disminuye en la
medida en que la voluntad es atraída por un motivo. 21) Por consiguiente, la libertad consiste en ser
indiferente a los motivos, libre de toda influencia. 31) El ideal de la libertad es, pues, una decisión sin
motivos, o, lo que es lo mismo, una decisión en presencia de motivos contrarios de igual fuerza, ya que
se anulan. Si se elige un partido, no es porque sea el mejor, sino solamente porque lo queremos: por
ejemplo, tomar del bolsillo una moneda mejor que otra.

Crítica. Esta teoría se ha acreditado como la teoría “clásica” de la libertad; de modo que
rechazarla ha parecido, durante mucho tiempo, que era sostener el determinismo. No obstante, es
inadmisible.

Seguramente que hay una cierta indiferencia en la voluntad libre, pero no puede definirse la
libertad como una indiferencia. Pues si no hay motivo, no hay acto de voluntad, ni tampoco de
libertad. La libertad supone una deliberación, y deliberar es precisamente tener en cuenta los motivos,
compararlos, pesarlos. Por otra parte, la hipótesis de motivos contrarios de igual fuerza, que dejen la
voluntad indiferente, es una quimera: o bien no se reflexiona, y entonces no hay acto libre, o bien se
reflexiona, y entonces se verá una diferencia después de un examen más o menos prolongado.

B) La libertad de espontaneidad

Es la doctrina de Leibniz, y ha pasado a un gran número de filósofos modernos. En Leibniz la


teoría es la siguiente: No hay acto voluntario sin motivo: si fuésemos absolutamente indiferentes, no
elegiríamos, actuaríamos al azar. El motivo más fuerte siempre prevalece, pues el hombre es
inteligente y elige lo que le parece que es mejor. Pero, siguiendo el motivo más fuerte, la voluntad es
libre, pues el acto es contingente (no metafísicamente necesario), espontáneo (no obligado desde
fuera) e inteligente. Y estas tres condiciones bastan para definir la libertad.

203 Encontramos huellas en Bossuet, en el Traité du libre arbitre.


144
De ahí se sigue esta definición breve de la libertad: spontaneitas intelligentis, la espontaneidad
de un ser inteligente. De ahí se sigue también la célebre comparación de la balanza que discierne los
pesos. Esta concepción ha influido profundamente en la filosofía moderna. Consideremos los dos
maestros que han dominado el pensamiento francés en la primera mitad del siglo XX: Brunschvicg y
Bergson.

1) Brunschvicg es idealista. Profesa un idealismo crítico salido de Kant, según el cual el


espíritu es el que construye el mundo. Las leyes de la naturaleza, tales como las formula la ciencia, han
sido inventadas por el espíritu y siempre son reformables. El mismo espíritu es una pura
espontaneidad, superior y anterior a todas las leyes naturales. Es por tanto libre, o mejor, tal vez es
una libertad.

2) Bergson aborda el problema de la libertad como psicólogo. Sus enseñanzas han sido muy
bienhechoras como reacción contra la mentalidad racionalista y cientista del siglo XIX 204. Pero no es
enteramente satisfactorio en ningún punto.

Su idea fundamental es que la vida psicológica es pura duración, corriente continua en la que
todos los estados se compenetran. Un acto es libre cuando expresa nuestra personalidad profunda. Tal
acto es imprevisible, pues, para poderlo prever, un observador debería coincidir con la historia total del
individuo y, en definitiva, ser él en el momento en que actúa. No admite ni a los deterministas ni a los
partidarios del libre arbitrio, porque ambos suponen una concepción asociacionista de la vida psíquica:
una yuxtaposición de estados distintos, y una detención de la vida interior en el momento de la
deliberación. Ello implica una visión espacial de la conciencia que es falsa, pues la conciencia no está
en el espacio205.

Crítica. Estas doctrinas vienen a identificar la libertad con el determinismo psicológico, lo que
constituye una concepción verdaderamente asombrosa de la libertad, y equivale en el fondo a negarla
pura y simplemente. Leibniz decía: “El alma humana es una especie de autómata espiritual”. Si esto es
cierto, más vale abandonar la palabra libertad.

Leibniz tiene razón cuando sostiene que no hay acto de libertad sin motivo, y que siempre se
elige la parte que parece mejor. Dicho de otro modo, hay en el acto libre una parte de espontaneidad.
Pero así como no puede definirse la libertad por la indiferencia, tampoco puede definirse por la
espontaneidad. Una espontaneidad, incluso inteligente, no basta: se necesita una decisión que cierre
una fase de indecisión. Ninguno de los motivos que estén en presencia, ni siquiera el más fuerte, basta
para ocasionar la decisión. Si lo hace, si determina a la voluntad, no hay, hablando propiamente,
decisión ni libertad.

La concepción de Bergson es aún menos satisfactoria que la de Leibniz, porque se ha


suprimido el papel de la inteligencia. La libertad de Bergson no es de ningún modo característica del
hombre: es valedera para toda forma de vida. Somos más exigentes en un hecho de libertad. Si no nos
representamos muchos caminos posibles, muchos futuros desplegados ante nosotros como una especie
de abanico, no elegimos nuestro camino y entonces, según seamos en el momento dado, actuaremos
automáticamente206.

C) El libre arbitrio

Consideremos por último la teoría tomista de la libertad. Ya hemos dado el principio general:
la voluntad es libre cuando se determina a sí misma a un acto. Precisemos un poco la idea.

204 Cf. R. Maritain, Les Grandes amitiés.


205 Données immediates, cap. III.
206 Cf. Sertillanges, Le libre arbitre chez St. Thomas et chez H. Bergson, en “La Vie intellectuelle”, 1937.
145
Puede definirse al ser libre como aquel que es “causa de sí mismo” 207. Pero, ¿qué significa
esto? ¿Que se crea a sí mismo? De ningún modo, pues nada puede ser causa eficiente de su propia
existencia: “nihil potest esse sibi causa essendi” 208. Esto significa que es causa de su acto: “sibi causa
agendi”209; “causa sui motus”210. Por su libre arbitrio, el hombre se mueve a sí mismo a obrar. ¿Cómo
comprender esto?

Primero, esta autodeterminación del querer no tiene nada de contradictorio. La voluntad no


está en acto y en potencia en el mismo aspecto. Está en acto con relación al fin, y está en potencia en
relación con este o aquel medio de conseguir tal fin. Es movida por el fin y se mueve a sí misma a
emplear tal medio211. Dicho de otro modo –y en términos más modernos–, hay en la libertad una parte
de espontaneidad y una parte de indiferencia. La voluntad tiene una parte de espontaneidad natural
hacia el bien, y en esto no es libre. Hay que admitir tal espontaneidad para comprender que actúe, pues
en la hipótesis de la indiferencia absoluta, no se comprende que se determine a un acto más que a otro.
Pero tiene también una parte o una zona de indiferencia, pues sin ella no se comprendería que tuviese
la menor libertad de elección.

Hablando estrictamente, pues, el acto libre tiene un doble origen: la espontaneidad y la


indiferencia de la voluntad. Pero la libertad del acto tiene su fuente solo en la indiferencia. Por ello, si
se habla formalmente, como hacen siempre Santo Tomás y los grandes escolásticos, debe definirse la
libertad por la indiferencia. Pero cuando el lenguaje y el pensamiento se relajan, como ocurre en la
filosofía moderna, la misma fórmula se convierte en un error.

Intentemos ahora aclarar el acto de la decisión. La voluntad siempre es movida por un motivo,
por la representación de un bien que obtiene su atractivo de su relación con el Bien. Pero como este
bien no es el Bien, no necesita el querer, no es de suyo determinante. La decisión consiste, pues, en
hacer determinante a un motivo eligiéndolo. La voluntad sigue siempre al motivo más fuerte, pero es
ella quien ha hecho que este motivo sea determinante para ella. Y lo hace simplemente deteniendo el
movimiento de deliberación, es decir, fijando la inteligencia en un juicio: “Sí, esto es lo mejor, esto es
lo que hay que hacer”. La inteligencia dejada a sí misma hubiese continuado indefinidamente
examinando las cosas, sopesándolas, pasando revista a los lados buenos y malos de cada acción
posible. En otros términos, la voluntad sigue el “último” juicio práctico, pero ella es la que hace que
este juicio sea el ultimo.

Llegamos así a un punto ya tocado, a saber, la circulación, la reciprocidad de influencia que


existe entre la inteligencia y la voluntad. Cada una mueve a la otra a su manera.

Para el problema actual, Santo Tomás explica que la inteligencia mueve a la voluntad
especificando su acto (quantum ad specificationem actus), y que la voluntad mueve la inteligencia
poniéndola en actividad (quantum ad exercitium actus212). Ahora bien, está claro que la especificación
depende del ejercicio: yo solamente quiero esta cosa si pienso en ella, pero yo solo pienso en ella si
quiero. Es, pues, voluntariamente como me fijo en este juicio práctico.

De ahí se sigue que el acto libre no es sin causa. Tiene por causa la voluntad y el motivo
conjuntamente, y el acto libre está determinado por ellos. Esta casualidad no es mecánica –está de más
decirlo– es de un orden distinto, espiritual. Pero, por esta misma razón, es para nosotros

207 “Liberum est quod sui causa est@ (S.C.G. II, 48; De Veritate, 24, 1).
208 S.C.G. II; S.Th., 47.
209 S.C.G. II, 48.
210 S.Th. I, q. 83, a. 1 ad.
211 Cf. De Malo, 6, 1.
212 De Malo, 6, 1.
146
profundamente misteriosa. Es, sin duda, más inteligible “en sí” que la causalidad mecánica, pero no
“para nosotros”, que obtenemos todas nuestras ideas de lo sensible.

Es pues normal e inevitable, que se llegue al concepto de misterio. No tenemos, pues, ninguna
dificultad en reconocer con G. Marcel que la libertad es un misterio, como lo son el conocimiento y la
vida. Hay, no obstante, dos diferencias entre nuestra posición y la de G. Marcel:

- La primera, es que nosotros reconocemos el misterio después de haber intentado comprender,


mientras que él proclama el misterio para dispensarse de intentar comprender.

- La segunda es que, si la libertad es misteriosa, no es, como él dice, porque ella sea nosotros
mismos, “nosotros mismos en cuanto sujeto”, sino porque es un principio, el primer término de una
serie causal. Por esto precisamente es la más pura, la más alta participación de la criatura en el acto
creador de Dios, y puede ser llamada, analógicamente, creadora.

V. La libertad y los determinismos

No queda ahora ya más que responder a las objeciones. Las doctrinas que niegan la libertad
reciben ordinariamente el nombre de “deterministas”. Se clasifican según los tres grandes tipos de
conocimiento humano: ciencia, filosofía y teología. Pero inmediatamente hay que señalar que las
doctrinas deterministas son todas de orden filosófico. Es un error creer que puede negarse la libertad
“en nombre de la ciencia” permaneciendo en el plano científico; o que, en el otro extremo del
pensamiento, el determinismo llamado “teológico” es una doctrina teológica.

En el primer caso, nos encontramos ante una doctrina filosófica que generaliza algunos datos
científicos, los lleva al absoluto y los aplica fuera de su orden propio al problema de la libertad. En el
segundo, tenemos una transposición de ideas y de principios teológicos, aplicados a un problema de
orden inferior. En un caso, hay sublimación, si puede decirse así; en el otro, degradación; y en ambos
casos, extrapolación.

A) El determinismo científico

Se presenta bajo dos formas netamente distintas.

En primer lugar, puede ser la afirmación de un determinismo universal, que engloba


evidentemente la negación de la libertad, pero solamente como caso particular de la negación de toda
contingencia en la naturaleza.

Puede, en segundo lugar, revestir formas especiales que tienen por objeto la libertad
directamente y la niegan en nombre de leyes especiales.

1) El determinismo universal

La idea general ha sido formulada en el siglo XIX por Laplace. Una inteligencia que conociese
todas las fuerzas de la naturaleza y la situación respectiva de todos los seres, podría reducir la ciencia a
una fórmula única y deducir los movimientos de todos los cuerpos. “Nada sería ya incierto para ella, y
tanto el futuro como el pasado estaría presente a sus ojos”.

La cuestión es, pues, saber si la ciencia, es decir, la Física, permite alimentar la ambición de
una deducción universal, de una previsión universal. A ello debe responderse que no, porque el
determinismo universal no es un hecho, ni una ley, ni un postulado de la ciencia.

147
a) El determinismo no es un hecho. Primero, porque el hombre no puede tener una experiencia
total, integral, del universo; solamente experimentamos aspectos limitados del mundo. Y, suponiendo
que el determinismo universal hubiese sido comprobado en un momento determinado, ¿estaríamos
autorizados a sostener que será siempre válido en el futuro? De ningún modo. La experiencia, por sí
misma, no permite esta extrapolación. La previsión sólo es posible si el espíritu, yendo más allá de los
hechos brutos, se apoya en unas leyes.

b) ¿Es, entonces, el determinismo una ley natural? Tampoco. Primero, porque 1as leyes sólo
tienen valor real si han sido comprobadas experimentalmente. Después, porque se demuestra, por el
contrario, la imposibilidad de obtener leyes exactas en la escala microscópica 213. Así, las leyes
aparentemente precisas del mundo sensible no son, si lo miramos bien, más que leyes estadísticas, es
decir, promedios.

c) Queda aún que el determinismo sea afirmado, por un acto de fe, como postulado de la
ciencia. Y, sin duda, como ha dicho Claude Bernard, “para hacer ciencia, hay que creer en las ciencias.
Y, siendo el fin de la ciencia establecer las leyes de los fenómenos, el sabio debe presumir que los
fenómenos obedecen a leyes. Si se afirmase a priori la hipótesis contraria, la de que en la naturaleza
todo se produce al azar, la investigación científica no tendría sentido. El sabio no puede, pues, profesar
el indeterminismo universal; por otra parte, nadie lo hace. Pero este acto de fe es una hipótesis de
trabajo, no es una tesis dogmática. Además, podría muy bien suponerse que el determinismo reina en
un dominio y no en otros. Por último, si se admitiese el determinismo universal, obligaría al sabio a
considerar todos los seres y acontecimientos del universo para estudiar uno solo. En la práctica sólo se
apoya en un determinismo parcial.

En conclusión, la ciencia no puede imponer el determinismo universal. Esta conclusión


negativa nos basta. Consideremos ahora las doctrinas que niegan la libertad en nombre de ciertas
constataciones o leyes particulares.

2) El determinismo físico

La libertad humana, ¿no se opone al principio de la conservación de la energía? Un acto libre,


siendo un comienzo absoluto, parecería una creación de energía; pero en la naturaleza, la cantidad de
energía permanece constante: “nada se pierde, nada se crea”.

Pero este principio no es un hecho ni un axioma: es una teoría física, es decir, una proposición
formada por generalización de experiencias y su extensión al límite. Por otra parte, solamente se aplica
en los “sistemas cerrados”. Y en nuestra experiencia no hay un sistema cerrado, y nada autoriza a decir
que el mismo universo sea uno de ellos. Por otra parte, no está comprobado en el campo biológico: en
él se encuentra una ley inversa, que Wundt llama la ley de la “energía creciente”: la reacción es
superior a la excitación en razón de la espontaneidad del viviente y por descarga de energía acumulada.

Por último, sea lo que fuere de los argumentos precedentes, la verdadera respuesta es la
siguiente: si el acto libre es un acto espiritual, está fuera del circuito de las fuerzas físicas. El principio
no puede valer más que para el movimiento voluntario; y este se cumple con el sólo juego de las
fuerzas físicas, la voluntad no hace más que provocar y orientar las fuerzas, sin contarse entre ellas.

3) El determinismo fisiológico

Nuestros actos, ¿no estarán determinados por un estado de nuestro organismo, por la salud o la
enfermedad, el temperamento, la herencia, el régimen alimenticio, el clima, etc.?

213 Las “relaciones de incertidumbre”, de Heisenberg, expresan esta imposibilidad.


148
Sin lugar a dudas, la influencia de estos factores es enorme: limita la libertad, fija las
condiciones de su ejercicio, puede llegar a suprimirla. Pero no puede afirmarse a priori, de un modo
absoluto, que la suprima. Puede dejar lugar a actos libres. Para ello, es necesario y suficiente que se
haya podido deliberar la propia conducta.

4) El determinismo social

Algunos sociólogos han pretendido que la presión social determina todos los actos de los
individuos. La mejor prueba es que la conducta de los hombres que viven en sociedad está regida por
leyes constantes que revelan las estadísticas. Los actos que podrían creerse más libres, como
matrimonios, crímenes, suicidios, etc. serían entonces previsibles de un modo casi infalible.

También aquí hay que reconocer que la influencia de la sociedad es muy grande, que limita
siempre y a veces suprime la libertad. Las fuerzas económicas, la educación, las costumbres, las
influencias del medio, de la familia, del trabajo, forman al individuo y determinan su comportamiento
en una parte más o menos grande.

Pero ¿cuál es el valor de las estadísticas? Ante todo, es evidente que no registran de ninguna
manera el mecanismo interior de los actos, sino solamente el resultado objetivo. Pero la libertad se
sitúa precisamente en la intimidad de la conciencia, que escapa a toda observación exterior. E incluso
desde un punto de vista objetivo, establecen promedios; solamente permiten prever el total, nunca un
caso individual. Y una decisión es siempre individual. Podemos prever aproximadamente, por ejemplo,
el número de crímenes que se cometerán en Argentina el año próximo; pero ello no permite prever que
un individuo determinado deba cometer un crimen.

5) El determinismo psicológico

Lo sostienen actualmente los defensores del psicoanálisis, y, todavía más los de la psicología
científica. La idea general es que la vida psíquica puede ser reducida a leyes: que el carácter es
constante (incluso la forma “inestable” es una forma constante), que nuestra conducta está gobernada
por los instintos, especialmente por la libido, que el comportamiento es un conjunto de reflejos
condicionados, etc.

Hay una gran parte de verdad en estas afirmaciones. Las premisas son verdaderas, pero la
conclusión es falsa porque va más allá que ellas. Primero, habría que ver si los hábitos y el carácter no
se han formado libremente, al menos en parte. Luego, el instinto es sin duda poderoso, pero no lo
suficientemente preciso en el hombre como para determinar siempre una conducta adaptada: las
situaciones nuevas plantean problemas sobre los que hay que reflexionar para poder resolverlos. Por
otra parte, las leyes de la psicología solamente son cuantitativas cuando versan sobre fenómenos
físicos o fisiológicos. El psiquismo escapa a toda medida directa porque no está en el espacio, como
Bergson ha demostrado muy bien. Y las leyes psicológicas rigen campos en los que no se pretende que
haya libertad: hay leyes lógicas para el pensamiento, leyes de asociación para la imaginación, leyes de
transferencia para los sentimientos, leyes de las formas para la percepción, etc. En cuanto a la
previsión de la conducta, no tiene nada de absoluto. Todos los datos que podamos poseer sobre un
hombre no permiten rebasar la simple probabilidad. Como dice Bergson, hacemos un juicio menos
sobre nuestras acciones futuras que sobre nuestro pasado. La propia libertad puede siempre desmentir
las previsiones más seguras.

B) El determinismo filosófico

Consiste en una negación de la libertad fundada en teorías o principios filosóficos.

149
1) La forma más clara es la que deriva de una metafísica panteísta, como puede verse en
Spinoza. Su tesis es la siguiente: en el fondo, no hay más que un ser, una sustancia infinita, eterna que
existe necesariamente porque es a se. Dios se manifiesta de un modo igualmente necesario por dos
atributos infinitos, el pensamiento y la extensión. Estos atributos, a su vez, revisten modos finitos que
se desarrollan paralelamente, y siempre de un modo necesario. Spinoza habla mucho de la libertad:
toda la cuarta parte de la Ética le está dedicada. Pero ¿qué entiende él por “libertad”? La necesidad
comprendida. E1 hombre es esclavo cuando sufre las acciones del universo sin comprenderlas. Se hace
libre cuando se eleva al “tercer género de conocimiento”, que es una intuición de la sustancia. Ve,
entonces, que todas las cosas fluyen necesariamente de la esencia de Dios; se sabe y se siente Dios,
libre porque no depende más que de sí mismo.

No podemos hacer aquí una crítica del panteísmo. Pero se puede observar lo siguiente. Spinoza
afirma a priori la necesidad universal; declara que cuando llegamos al “conocimiento del tercer
género”, vemos reinar en el universo la necesidad divina. Pero no explica en ninguna parte, porqué se
debe llegar a la intuición de la sustancia, cómo se encadena todo; además, no deduce las diversas
cosas, el hombre y los hombres, los pensamientos, los deseos de un individuo, mostrando que esto no
podría ser de otro modo. Y esto sería lo único que habría que hacer para convencer con su teoría.

2) Existe otra forma de determinismo filosófico que podemos llamar crítico o lógico: es el que
se apoya en los principios primeros, especialmente en el principio de razón suficiente y en el principio
de causalidad.

Para Leibniz, la noción de un ser individual envuelve todos los atributos que podrían serle
atribuidos con verdad. Estos atributos pueden, pues, en principio –para un espíritu suficientemente
penetrante–, deducirse a priori. Así, la noción de Adán implica que pecará, la de César, que franqueará
el Rubicón. Un acto libre, en el sentido en que nosotros lo entendemos, sería sin razón suficiente, lo
que es imposible, pues Atodo lo que sucede tiene una razón suficiente” o determinante que explica por
qué esto es así y no de otro modo.

Más especialmente se dice a veces que la libertad está excluida por el principio de causalidad:
“Todo lo que empieza a existir tiene una causa”), o por el principio de legalidad, que se le parece: “Las
mismas causas producen los mismos efectos”. Un acto libre, pues, no tendría causa, o el mismo ser
sería capaz de actuar de modos distintos.

Hay en esto una dificultad real, pero no insoluble.

a) El principio de razón suficiente no es un principio primero evidente, es una invención de


Leibniz y un postulado del racionalismo, que suprime toda contingencia y toda libertad. Si hay un
principio que se le aproxime, es el principio de razón de ser. Pero no exige que se puedan deducir las
acciones de un ser como las consecuencias lógicas de un principio. Significa solamente que, dándose
un ser, tiene una razón de ser y que debe poder ser explicado. Ahora bien, un acto libre no es
“absurdo”; no es sin razón: su razón de ser es el hombre, por ello éste es responsable de sus actos.

b) Igualmente, el principio de causalidad no exige un lazo necesario entre la causa y el efecto,


o, más exactamente, no exige que la causa produzca necesariamente su efecto. Afirma solamente que
la causa tiene en sí misma la energía de producir su efecto. Y así es la voluntad.

c) En cuanto al principio de legalidad, la respuesta de Bergson parece válida: el yo nunca


permanece exactamente idéntico a sí mismo, sino que cambia constantemente. La identidad personal
es una permanencia en un cambio continuo; el yo nunca es exactamente el mismo en dos momentos
distintos.

150
En el fondo, esto equivale a decir que los principios no exigen que pueda deducirse a priori el
efecto de la causa, sino que dado el efecto, podamos encontrarle una causa. Y esto es lo que ocurre en
el acto libre Es siempre explicable después: He decidido esto porque... pero no era previsible antes de
realizarse.

C) El determinismo teológico

Podríamos incluir en este título el determinismo que sale del panteísmo. Pero el Dios del
panteísmo es a nuestros ojos un dios falso, un ídolo. Lo que debemos estudiar aquí son las dificultades
reales que surgen en la teología cristiana. Existen dos principales: la conformidad de la libertad con la
presciencia divina y con el concurso divino. Bossuet abandona demasiado pronto la partida cuando
escribe: “Hay que sostener fuertemente los dos extremos de la cadena aunque no se vea siempre el
medio por donde se continúa el encadenamiento”. Es cierto, a falta de algo mejor. Pero puede intentar
siempre comprender un poco más.

1) Libertad y presciencia

Tomaremos por concedido, poco importa que sea por la fe o por la razón, que Dios conoce de
antemano todo lo que haremos, decidiremos, elegiremos. La objeción surge entonces por sí misma:
¿Cómo, en estas condiciones, pretender aún que somos libres?

Es cierto que en el nivel del conocimiento científico el determinismo se identifica con la


previsibilidad. Pero ¿por qué? El sabio considera que hay determinismo cuando hay previsibilidad,
porque solamente puede prever los fenómenos futuros apoyándose en leyes. Se sitúa, y no puede
hacerlo de otro modo, en el nivel del espíritu humano. Pero la idea no puede ser pasada al plano del
conocimiento divino, porque Dios es eterno.

La solución de la dificultad está en una noción justa de la eternidad de Dios. Cuando decimos
que Dios prevé nuestros actos, está mal dicho: Él los ve realizarse. Pues su eternidad consiste en que
todos los momentos del tiempo son igualmente presentes ante Él; les es, si así podemos decirlo,
contemporáneo. Hablando propiamente, pues, Dios no prevé nuestros actos; ve nuestra vida entera,
desde el nacimiento a la muerte, desarrollada ante Él. El hecho de que conozca nuestras decisiones no
impide en modo alguno que las tomemos libremente.

2) Libertad y concurso

La segunda cuestión es mucho más delicada. Tomamos como concedido que Dios concurre a
toda acción de las criaturas. No es más que un aspecto del acto de creación. Igual que Dios da la
existencia a las criaturas, da existencia a sus acciones. En lo que concierne al hombre especialmente,
Dios lo mueve a querer, a decidir. San Pablo dice con fuerza: Dios es que obra en nosotros el querer y
el hacer (Flp 2,13). La libertad parece desaparecer, e incluso toda actividad propia de las criaturas.

Pero no es así. Primero, contra Malebranche y su teoría del ocasionalismo, hay que sostener
que las criaturas tienen una actividad propia, que actúan realmente según su naturaleza, justamente
porque Dios les concede ser y actuar. La acción de Dios no se suma a las de las criaturas, las sostiene
en todo momento.

Si se comprende esto en general, el caso de la libertad no presenta ya dificultad. El concurso de


Dios, lejos de hacer desaparecer la libertad, la fundamenta, es decir, hace que exista. San Pablo tiene
también sobre esto una frase que aclara mucho: Nuestra suficiencia es de Dios (2 Co 3,5). Podríamos
parafrasearla así: “Tenemos todo lo necesario para obrar, una naturaleza, una voluntad, una libertad; y
todo ello nos lo da Dios”. Igual que Dios hace crecer, florecer y fructificar los árboles, de modo que
cada árbol crece y fructifica según su naturaleza, también hace querer al hombre. Este querer es del
151
hombre, necesario en algunos casos (la voluntad del fin), libre en otros (la elección de los medios). La
libertad pertenece a la naturaleza del hombre, dotada de inteligencia y de voluntad; sería
contradictorio que Dios la violentase. Sería crear un hombre que no sería hombre. Así el concurso
divino, lejos de suprimir la libertad, la fundamenta ontológicamente.

Escolio: Naturaleza y libertad

A modo de conclusión, se podría reunir los elementos esparcidos en las páginas precedentes,
que conciernen al problema de la naturaleza humana. Es necesario hacerlo para saber si debemos ir
más lejos, pues si el hombre no tiene “naturaleza”, la última palabra de la psicología será “libertad”;
pero si tiene una, la psicología debe analizarla.

¿Existe una naturaleza humana? Este problema está en el punto de concurrencia de diversas
líneas de pensamiento. Desde el punto de vista científico, es un problema de biología: los seres vivos,
¿pueden clasificarse en especies distintas, y, especialmente, es definible una especie humana, con
aproximación suficiente, por rasgos característicos? Desde el punto de vista metafísico, es el problema
de la relación entre la esencia y el esse; ¿hay que admitir que en el ser humano, diferente en esto de las
cosas, la existencia precede a la esencia y la constituye progresivamente? Desde el punto de vista
crítico, es una aplicación particular del antiguo problema de los universales; ¿existe alguna cosa que
corresponda a la idea general de hombre? Desde el punto de vista cosmológico, el problema se reduce
a saber lo que constituye la naturaleza y si el hombre forma parte de ella. Desde el punto de vista
psicológico, por último, es un aspecto del problema de la libertad.

¿Existe una naturaleza humana? La respuesta negativa es característica de la filosofía llamada


existencialista. Esta entraña una subversión total de la moral, pues la libertad se convierte en el único
fundamento de los “valores”, lo que significa que, aquello que cada uno elige como su bien, es bien
para él porque ninguna regla preexiste a su elección.

Desde el punto de vista teológico, trastorna la formulación de los dogmas de la Encarnación y


de la Redención, pues en ellos se utilizan las nociones de naturaleza humana y de género humano 214. Y
suprime lo sobrenatural, que solamente puede definirse en relación con una naturaleza humana.
Importa ver estas consecuencias, pero también es importante ver que no bastan para resolver el
problema filosófico. Pues desde el punto de vista moral, se muestra solamente que la naturaleza
humana es un “postulado” de la moral, con el mismo título que la libertad, y se va a parar a la posición
de Kant.

Desde el punto de vista religioso, podría sostenerse que la fe sola nos enseña la existencia de
una naturaleza humana; dicho de otro modo, que es una verdad revelada, inaccesible a la simple razón,
y la fe impide al filósofo cristiano negar la naturaleza humana.

Por otra parte, tal negación tampoco puede hacerse “razonablemente”. Una cosa al menos está
completamente clara: negar toda comunidad de naturaleza entre los hombres no puede hacerse en
serio. Pues primeramente, desde el momento en que se habla y se escribe, se admite de hecho (in actu
exercito), la existencia de otros hombres, lo bastante parecidos a uno mismo para que puedan
comprender lo que se dice. Y puesto que se habla del hombre, se admite, esta vez formalmente (in actu
signato), que la “realidad humana” es idéntica en todos los hombres. Pero esto no lo arregla todo. La
dificultad del problema reside en la flexibilidad y la complejidad de la noción de naturaleza.

- Si se oponen naturaleza y vida, es decir, si se entiende por naturaleza el conjunto de los


cuerpos brutos, el hombre trasciende la naturaleza, evidentemente, puesto que vive; pero todos los
seres vivos están en la misma situación.

214 Dz. 148, 175, 789.


152
- Si se oponen naturaleza y conciencia, es decir, si se engloba en la naturaleza no sólo el reino
mineral, sino también el reino vegetal, el hombre trasciende la naturaleza, y los animales también.

- Si se oponen, por último, naturaleza y espíritu, entonces el hombre trasciende la naturaleza y


es el único. Pero ¿el espíritu mismo no tiene una naturaleza? Éste es el nudo de la cuestión.

La cuestión se plantea tanto para la inteligencia como para la libertad

Para la libertad, está claro. En tanto que es libre, el hombre no está determinado a ser tal
hombre (santo, sabio, borracho o pervertido). Se determina a ello por propia elección, de modo que
solamente lo podemos calificar por su pasado y definirlo después de su muerte215.

Pero la inteligencia no está tampoco estructurada. Lo está en Kant, porque está sometida a
doce categorías, que son las leyes inmanentes de su actividad. No lo está en Aristóteles, porque puede
“llegar a ser, de algún modo cualquier cosa”. Es, decimos, infinitamente abierta y plástica, porque tiene
por objeto el ser en toda su amplitud, y porque conocer es llegar a ser el objeto mismo que se conoce.

¿Debemos, entonces, abandonar la idea de naturaleza por lo que concierne al espíritu? De


ningún modo. Primero, porque ser espíritu es ya una cierta naturaleza, distinta de la naturaleza
material. Tanto más cuanto el hombre está en el grado más bajo de la espiritualidad: es solamente un
espíritu finito y encarnado, lo que especifica y determina aun su naturaleza. Después, porque la
inteligencia y la libertad no están, aunque lo parezca, desprovistas de toda naturaleza.

La inteligencia humana tiene, ante todo, una naturaleza que obtiene de su unión a un cuerpo:
es abstractiva y discursiva, e incluso si la consideramos como inteligencia, tiene una naturaleza que
consiste en que está hecha para conocer la verdad. Está animada por un apetito natural de saber y de
comprender, por una curiosidad que se traduce en un asombro ante los hechos brutos. Y todos estos
pasos están dirigidos por la evidencia de los primeros principios que es en cierto modo su luz natural.

La libertad, digan lo que digan los existencialistas, está tal vez aún más manifiestamente
dotada de naturaleza. Pues cada hombre sin duda, se hace a sí mismo por su elección, pero no puede
hacerse más que un hombre, éste o aquél, sí, pero hombre. No puede trascender su ser ni hacia arriba ni
hacia abajo, hacerse Dios o caballo, ángel o pez216. Y, si precisamos aun más las cosas, vemos que la
libertad se injerta en una tendencia al bien, sobre la que no tiene medios de influir, porque vive de ella,
si podemos decirlo así. El hombre elige los fines de su acción, pero no elige su fin último, que es para
él una necesidad de naturaleza. Y sobre esta ley natural se fundamenta toda la moral: es buena
moralmente la acción que está en la línea del fin último; y mala, la acción que está libremente desviada
de él. Así, la noción de naturaleza lleva consigo múltiples realizaciones, que constituyen una especie
de escalonamiento.

Santo Tomás proyecta sobre la cuestión toda la luz deseable en el artículo de la Summa
Theologica en que indaga “si la vida conviene a Dios” 217. Supone la definición aristotélica de la
naturaleza: el principio intrínseco de la actividad de un ser. Después distingue tres elementos en la
actividad: el fin al que tiende la acción, la forma de la que deriva y, por último, la misma ejecución del
acto. Dicho esto, veamos el escalonamiento de las naturalezas.

En un cuerpo bruto, todo está determinado, fin, forma y ejecución.


215 Según palabras de Hegel, tan profundas como intraducibles, Wesen ist was gewesen ist, idea que Amiel expresa en
francés: L'homme n'est que ce qu'il devient.
216 Amiel, a quien citamos como eco de Hegel, nos da la nota justa: “El hombre no es más que lo que llega a ser, verdad
profunda. El hombre no llega a ser más que lo que es, verdad más profunda todavía”.
217 I, q. 18, a. 3.
153
El ser vivo se caracteriza por una cierta espontaneidad, se mueve a sí mismo. Pero los seres
vivos a su vez se reparten en tres planos:

- Las plantas tienen un fin y una forma naturales: sólo la ejecución de los actos es
espontánea218.

- En los animales, el fin es natural, pero la forma y la ejecución no lo son. No sólo se mueven
en cuanto a la ejecución de los actos, sino que se dan la forma de su actividad gracias a su
sensibilidad219.

- La actividad humana es indeterminada en todos los aspectos, en cuanto a la ejecución, en


cuanto a la forma y en cuanto al fin que el hombre elige libremente220.

He aquí, según parece, expresada la noción de naturaleza en lo que concierne al hombre. Pero
no absolutamente. Aunque el hombre se mueva en todos los aspectos de la actividad, dos cosas son
una naturaleza para él: los primeros principios, que determinan todos los movimientos de su
inteligencia, y el fin último que determinan todos los movimientos de su voluntad221.

Lo dicho son sólo ideas directrices. Pero, según creemos, basta ahondarlas y desarrollarlas para
elaborar una teoría perfectamente satisfactoria de la naturaleza humana.

218 “Inveniuntur quaedam quae movent seipsa, non habito respectu ad formam vel ad finem quae inest eis a natura, sed
solum quantum ad exercitium motus. Sed forma per quam agunt, et finis propter quem agunt, determinantur eis a natura”.
219 “Quaedam vero ulterius movent seipsa, non solum habito respectu ad exercitium motus, sed etiam quantum ad
formam, quae est principium motus, quam per se acquirunt; et huiusmodi sunt animalia quorum principium motus est
forma, non a natura indita, sed per sensum acepta”.
220 “Supra talia animalia sunt illa quae movent seipsa etiam habito respectu ad finem quam sibi praestituunt. Quod
quidem non fit nisi per rationem et intellectum”.
221 “Quamvis intellectus noster ad aliqua se agit, tamen sunt ei praestituta aliqua a natura: sicut sunt prima principia, circa
quae non potest aliter se habere, et ultimus finis, quem non potest non velle”.
154
CAPÍTULO XIII

ESENCIA DEL ALMA HUMANA

A. CONTINUACIÓN DEL ESTUDIO DEL ALMA.

En nuestro estudio general del ser vivo, ya hemos tratado una primera vez el problema del
alma. He aquí las conclusiones a las cuales hemos llegado.

En primer lugar el alma se nos manifiesta como el primer principio de la vida, concepción
espontánea y común en filosofía. Considerando después el alma en la línea de la teoría hilemorfista de
la substancia, hemos sido llevados a esta segunda afirmación, característica del peripatetismo: el alma
es la forma del cuerpo. De ahí se derivaba todo un conjunto de propiedades: siendo principio formal de
un ser vivo que es uno, no puede el alma misma ser sino una y única. Como consecuencia ella es
indivisible y se encuentra presente toda entera en todas las partes del cuerpo. Además, de conformidad
con las leyes generales de las substancias físicas, se impone que ella desaparezca o se corrompa
cuando el compuesto se disuelva.

Acerca de este último punto ya hemos tenido motivos para reservar el caso del alma humana
que, siendo principio de una vida de grado más elevado –la vida intelectiva– parecía gozar de
prerrogativas especiales e incluso diferir, en su naturaleza profunda, de las almas inferiores. Esto es lo
que nosotros hemos de establecer ahora de manera más explícita.

I. El alma humana en el aristotelismo

La afirmación de la separación, respecto de la materia, del mundo inteligible, y en


consecuencia del alma intelectiva, había sido una de las conquistas esenciales del platonismo. En
reacción contra lo que le parecía excesivo en esta teoría, Aristóteles había propuesto –según sabemos–
su fórmula original de la definición del alma como forma del cuerpo; pero en esta concepción el
problema de un nous puramente espiritual no estaba sino diferido y, efectivamente, lo vemos
reaparecer cuando es abordada la cuestión de la vida intelectiva222.

La potencia de conocer se manifiesta entonces como dotada de propiedades que la distinguen


absolutamente de las realidades materiales. Por una parte 223, como lo quería Anaxágoras, ella debe ser
sin mezcla, es decir, privada de toda naturaleza corporal. En efecto, estando en potencia para todas las
determinaciones de estas naturalezas, el intelecto no debe poseer actualmente ninguna de ellas. Por
otra parte224, aparece que esta potencia, en cuanto agente, está separada de la materia, y es inmortal y
eterna.

Hemos visto que estos pasajes no habían dejado de suscitar, a causa de su obscuridad, diversas
interpretaciones. Antes de Santo Tomás de Aquino se concluía muy comúnmente en la existencia de un
principio intelectivo espiritual pero absolutamente separado y único para todos los hombres,
encontrándose así sacrificada la inmortalidad personal del alma.

II. La posición de Santo Tomás

Como todos los doctores cristianos, Santo Tomás poseía, por la Revelación, una doctrina del
alma espiritual e inmortal que se le imponía. Por esto no debe sorprender verle dar a los textos

222 Cf. De Anima III, c. 4 y 5.


223 Cf. c. 4, 429, a. 18-28.
224 Cf. c. 5, 430, a. 17.
155
precedentes, de acuerdo con esta doctrina, un sentido a la vez espiritualista y personalista: el alma
humana es forma del cuerpo, pero tiene además una subsistencia espiritual en cada individuo y es
incorruptible: afirmaciones cuyo alcance va a sernos necesario precisar primeramente (cap. II: La
naturaleza del alma humana)

B. LA NATURALEZA DEL ALMA HUMANA

Tres afirmaciones que están íntimamente relacionadas expresan en su esencia la doctrina de la


naturaleza del alma humana: el alma humana es espiritual; es subsistente, es incorruptible.

I. El alma humana es espiritual y subsistente

Como ya lo sabemos, la naturaleza de nuestra alma no puede sernos manifestada sino por sus
operaciones, las cuales, solas, son para nosotros directamente perceptibles. Así pues, consideremos de
entre ellas, aquella que es específicamente característica del hombre, la intelección. Su espiritualidad
se manifiesta desde dos puntos de vista.

En primer lugar, en cuanto a su objeto. En efecto, debiendo todas las naturalezas corporales
poder ser aprehendidas por nuestra facultad superior de conocer, se impone que esta facultad no sea
determinadamente ninguna de esas naturalezas, y por lo tanto que sea no corporal, o espiritual. Es lo
que Santo Tomás expresa perfectamente en este pasaje de la Summa:

“Es manifiesto que el hombre puede conocer por su inteligencia las naturalezas de todos los cuerpos.
Ahora bien, se impone que lo que tiene el poder de conocer ciertas cosas no posea nada de ellas en sí. Así
vemos que la lengua del enfermo que está infestada de bilis y de humor amargo no puede tener la
percepción del dulce y todo le parece amargo. Así es que sí el principio intelectivo poseyese en sí la
naturaleza de algún cuerpo, no podría tener el conocimiento de todos, teniendo cada uno de ellos en
efecto una naturaleza determinada. Es pues imposible que el principio intelectual sea un cuerpo...” 225.

Prosigue Santo Tomás indicando que tampoco debe decirse que la inteligencia esté mezclada de
corporeidad a causa de órganos que ella utilizase. Teniendo una naturaleza determinada, tales órganos
no podrían dejar –ellos también– de poner obstáculos al conocimiento de todos los cuerpos.

“Es igualmente imposible que entienda por medio de un órgano corpóreo, porque la naturaleza concreta
de tal órgano corpóreo impediría también el conocimiento de todos los cuerpos, así como la presencia de
un color determinado, no ya solamente en la pupila sino aún en un vaso de vidrio, el líquido que en él se
derramase parecería del mismo color. El principio intelectual mismo que es llamado ‘mens’ o intelecto
tiene pues una operación propia por la cual él no comunica con el cuerpo” 226.

En segundo lugar, en cuanto a su modo. La inteligencia, en efecto, de por sí capta su objeto de


manera abstracta y universal, o independientemente de todas las circunstancias materiales. Además
resulta que, gracias a su proceder abstractivo, esta facultad es capaz de representarse las realidades
puramente espirituales, lo cual no sería si ella misma estuviese en su acto implicada en la materia. Pues
bien, por estas razones la operación intelectual no puede ser sino puramente espiritual.

Que el alma humana sea un ser subsistente por sí, un hoc aliquid, como dice Santo Tomás,
esto se sigue igualmente de manera inmediata de lo que acaba de establecerse. En efecto, ninguna cosa
puede obrar con el carácter de principio radical que no sea subsistente por sí: el alma espiritual, la
mens, el más profundo principio de la vida intelectiva, es pues una substancia espiritual. Debemos
reconocer con Santo Tomás que hay, para un ser, dos modos de subsistir:

225 I, q. 75, a. 2.
226 I, q. 75, a. 2.
156
- un modo específicamente completo -como sucede con esta planta, con esta piedra, e
igualmente con este hombre;

- y un modo específicamente incompleto, como es el caso del alma humana, que, como
substancia específica, no existe acabada o perfecta sino unida a un cuerpo.

II. La incorruptibilidad del alma

La afirmación de la incorruptibilidad o, lo que viene a ser lo mismo, de la inmortalidad del


alma, no es más que una consecuencia de lo que precede. En efecto, una cosa puede corromperse de
dos modos: o per accidens o per se.

Se dice que está corrompido de manera accidental lo que desaparece por el hecho mismo de la
supresión de una realidad aneja, tales como las formas que se hallan en un sujeto que viene a ser
destruido. Así, en los animales, la corrupción del individuo trae consigo la desaparición de la forma
substancial o alma. Es claro que tal modo de corrupción no puede ser reconocido en un ser que, como
el alma, subsiste por sí, es decir, independientemente de todo otro ser.

Así pues, sólo una corrupción, como una generación, substancial (que alcance en sí la cosa
considerada), puede ser examinada aquí. Ahora bien, esto mismo es imposible. Siendo una forma
absolutamente simple, el alma no puede perder lo que es su constitutivo mismo, su forma. Por lo tanto
tampoco puede perder por sí misma su ser, que le es solidario. Así pues, ella es incorruptible y por
consecuencia inmortal.

¿Resulta de ello que no pueda de ninguna manera desaparecer, de modo que, como Dios, sea un
ser absolutamente necesario? Tal conclusión es, evidentemente, absurda. El ser del alma es creado. Por
lo tanto, continúa permaneciendo en dependencia de la causa que está en su principio, y esta causa que
pudo crearlo puede igualmente aniquilarlo, no teniendo dominio sobre él ningún agente subordinado.
Incorruptible o inmortal en el plano de la realidad creada y de su eficacia, el alma lleva al mismo
tiempo en su ser profundo el sello de su absoluta sumisión respecto a su Creador.

No carece de interés hacer notar que al lado de esta argumentación de fondo en favor de la
incorruptibilidad del alma, Santo Tomás hace valer otra prueba por indicio, que se apoya en el deseo
de la inmortalidad, el cual, siendo un deseo natural, no puede ser vano. He aquí, en su texto original,
este argumento:

“Todo ser desea de modo natural existir del modo que le es conveniente. Ahora bien, en los seres
cognoscentes, el deseo sigue al conocimiento. El sentido, por su parte, no conoce más que lo que existe
“hic et nunc”, mas la inteligencia aprehende el ser de modo absoluto e independientemente del tiempo. Se
sigue de ello que todos los que tienen una inteligencia tienen el deseo de una existencia perpetua. Mas un
deseo natural no puede ser vano. Luego toda substancia intelectual es incorruptible” 227.

Leer texto de la Quaest. Disp. De Anima, a. 14228.

III. La estructura intelectiva del alma humana

Así pues, el hombre, por su alma, pertenece al mundo de los espíritus. )Puede concebirse que
su naturaleza profunda no tenga nada de común con la de esos seres superiores? Ya hemos podido
darnos cuenta de que Santo Tomás, al estudiar el conocimiento del alma por sí misma, no lo pensaba.
Nos es necesario volver a examinar aquí, en toda su amplitud, esta cuestión229.
227 I, q. 75, a. 6.
228 Ver en H. D. Gardeil, Psicología, Texto XV: El alma humana es inmortal, p. 262.
229 Cf. A. Gardeil, Structure de l= âme, l parte, t. I, pp. 47-152.
157
A) La estructura intelectiva de la mens

Para designar el alma espiritual del hombre, nuestro Doctor posee un vocablo técnico: el de
mens. Algunas veces lo aplica a los espíritus puros, que serán llamados “totaliter mens”, pero
normalmente lo reserva para el espíritu encarnado que es nuestra alma. Puede uno preguntarse si esta
expresión de mens corresponde a la potencia intelectiva o a la esencia misma del alma. De hecho, así
como el término mismo de intellectus a veces significa la potencia y a veces el alma intelectiva misma,
el de mens puede ser aplicado a una y a otra de estas cosas. De modo sintético se dirá que la mens
designa el alma espiritual en cuanto es principio de nuestras operaciones superiores.

¿Cuál es, pues, la estructura de la mens? Para comprenderla volvamos nuestra vista hacia los
espíritus creados más perfectos –los ángeles– y preguntémonos cómo están constituidos. Sabemos que
todo ser elevado a un grado de inmaterialidad conveniente, llega a ser apto para recibir, además de su
forma propia, la de los otros seres. Es un sujeto cognoscente. Pero, además, si está absolutamente libre
de la materia corporal, y éste es el caso de los ángeles, ocurre que es inmediatamente inteligible. El
espíritu puro, el ángel, desde el punto de vista de su actividad superior, se caracteriza, por lo tanto, en
que es, a la vez, inteligencia e inteligible en acto y en que, además, el inteligible que constituye su
esencia está inmediatamente presente a su potencia. Nada falta, por lo mismo, para que el acto de
conocimiento se produzca: el ángel se conoce a sí mismo por su esencia y es, en su caso, esta esencia
la que constituye el objeto propio de su facultad cognoscitiva.

¿Ocurre lo mismo con el hombre? En el estado de alma separada, el hombre piensa (muy
imperfectamente por lo demás) según el modo angélico. Por lo tanto ya en esta vida debe poseer el
hombre en estado latente, o en el nivel del hábitus, la posibilidad de conocerse a sí mismo: lo que
Santo Tomás quería significar por su conocimiento habitual del alma por sí misma. En su estructura
profunda de espíritu, el alma humana (la mens), se caracteriza, por lo tanto, por la presencia de un
objeto inteligible y de un sujeto inteligente. Sólo la necesidad previa del conocimiento abstractivo
suspende para esta vida la actuación correspondiente a este estado interior del alma. Todas estas cosas
las expresa Juan de Santo Tomás perfectamente en este bello texto:

“En nuestro estado actual, la unión objetiva del alma inteligible al alma sujeto y raíz de la inteligencia ya
está realizada, pero virtualmente, puesto que el estado de separación del alma y el cuerpo es aquí virtual.
Sin embargo, en esta unión no se manifiesta actualmente (aun cuando esté actualmente en la inteligencia)
a causa de la necesidad en que el alma está, para conocer, de volverse hacia las cosas sensibles: lo que le
impide conocerse inmaterialmente, puramente, por sí misma. Por esto la potencia intelectual, emanando
del alma, emana de ella como de una raíz inteligente y como de un objeto inteligible, pero que de suyo no
manifiesta todavía su inteligibilidad, puramente, espiritualmente e inmediatamente, mientras existe en el
estado presente. Su inteligibilidad permanece ligada, en razón de la necesidad de recurrir a las cosas
sensibles para actualizarse. Y por eso, esta unión íntima de la inteligencia y el alma inteligible no se
revela, ni de un lado, ni del otro, hasta que el alma sea separada” 230.

En definitiva es de la naturaleza del alma humana informar un cuerpo y obrar según esta
condición. Hay igualmente en ella, en estado latente, lo que es necesario para vivir a la manera de los
espíritus: dualismo de lo encarnado y lo espiritual que hemos encontrado en todos los grados del
psiquismo y que no podía no hallarse en el fondo mismo del hombre.

B) La imagen de Dios

En este admirable parentesco con los espíritus puros se agrega, para el alma del hombre, un
parentesco más sorprendente todavía que el Doctor cristiano no podía descuidar: Hagamos al hombre
a nuestra imagen y semejanza, había declarado el Creador (Gn1,5; 2b). Toda la psicología de un San

230 Curs. theol, In I Part., q. 55, disp. 21, a. 2, n. 13.


158
Agustín, y a continuación toda la de la Edad Media quedan esclarecidas con estas palabras del sagrado
relato. Un San Buenaventura, que doquiera se ejercita en descubrir las huellas o vestigios de Dios, se
complacerá en ello de manera muy particular. Con esta luz nueva dejamos evidentemente el estudio
puramente racional del alma por el plano de la fe, pero en nuestros maestros hay implicación continua
de las dos perspectivas y nosotros no podemos dar una idea justa de su pensamiento si no evocamos
esos horizontes superiores231.

¿Qué se debe entender desde luego por imagen? Una imagen no es una simple semejanza: dos
objetos pueden parecerse sin que uno pueda llamarse, propiamente hablando, imagen del otro. Para
esto es necesario también que sea la expresión de éste. La imagen procede del modelo. Y hay que
agregar que en esta “procesión” se debe realizar, no una semejanza lejana sino específica, un
verdadero parentesco de naturaleza. Así, todas las criaturas proceden ciertamente de Dios y, de hecho,
llevan algunas huellas de Él, pero no todas pueden llamarse imágenes suyas. Propiamente hablando,
sólo las criaturas intelectuales merecen ese título, y por debajo de ellas no hay más que vestigios de
Dios.

Si se ve más de cerca, encontramos en la creatura inteligente la imagen de Dios en dos grados


de profundidad, según que exprese solamente, en su unidad, la naturaleza del Ser supremo, o que
exprese la Trinidad de sus personas. Ya por el solo hecho de que tiene vida intelectiva, el alma
espiritual puede llamarse la imagen de Dios. Pero por advertirse en ella cierta Aprocesión” de un verbo
mental, según la inteligencia, y una cierta “procesión” de amor, según la voluntad, se puede igualmente
hablar de una imagen de la Trinidad de personas, distinguiéndose éstas en Dios según las relaciones
del Verbo con Aquel que dice, y del Espíritu con el uno y el otro de estos términos.

En el capítulo del alma como la imagen de la Trinidad, Santo Tomás tenía para inspirarse los
sutiles pero penetrantes análisis del alma del De Trinitate de San Agustín. Este, para que su lector
descansara de la consideración directa de los misterios de Dios, buscaba analogías en nuestro mundo
espiritual. Así, según se considere el alma al nivel de las potencias o hábitus, o en el de los actos, se
encuentra una primera (mens, notitia, amor), o una segunda (memoria, intelligentia, voluntas) imagen
de la Trinidad en nosotros. Debemos indicar que en la primera de estas comparaciones mens designa la
potencia, y “notitia” y “amor” son los hábitus que la disponen para su acto. En la segunda, que es más
perfecta, “memoria” significa el conocimiento habitual del alma, “intelligentia” y “voluntas” los actos
que de ella proceden232.

El alma no puede evidentemente percibir la significación de estas imágenes, ocultas en el fondo


de sí misma, del Dios Uno y Trino sino a la luz de la fe, o según las leyes de una psicología
sobrenatural. Por eso excedemos los límites de nuestra presente investigación. Pero nos era imposible
no llegar al umbral de lo que el Doctor Angélico consideraba evidentemente como la mejor parte de
nuestra vida, la del alma imagen de Dios en su intimidad, y capaz, por ese mismo hecho, de vivir su
vida233.

Esencia del alma humana en la Summa Theologica (I, q.75)

El orden que sigue aquí Santo Tomás para la exposición es justamente el inverso al que debe
seguirse en un proceso de adquisición cognoscitiva. La cuestión 75 tiene como 3 partes:

1º) La esencia del alma en comparación al cuerpo (aa.1-4).

a) si el alma es cuerpo o parte del cuerpo, esto es su forma (a. 1).

231 Cf. sobre esta cuestión: I, q. 93.


232 Cf. De Veritate, q. 10, a. 3.
233 Cf. I, q. 93, a. 4. En H. D. Gardeil: Texto XVI: La imagen de Dios, p. 267.
159
b) si existe o puede existir independientemente del cuerpo (si es subsistente): en el hombre (a.2), en los
animales irracionales (a.3).
c) si el alma humana constituye por sí sola al hombre o junto con el cuerpo (a. 4).

2º) La esencia del alma en sí misma.

a) si se compone de materia y forma o si es una pura forma, simple y espiritual (a. 5).
b) si, en consecuencia, es incorruptible (a. 6).

3º) Ya que es espíritu, se compara la esencia del alma con la del ángel (a. 7).

Veremos los dos primeros artículos en detalle.

A. 1: si el alma humana es cuerpo

Santo Tomás define el alma como el primer principio de vida de los seres que viven en este
mundo. Luego de definirla como primer principio, va a tratar de descubrir lo que es el alma, es decir su
esencia. La esencia de una cosa se conoce por sus operaciones y las operaciones de un ser vivo son
principalmente dos: conocer y moverse; hay que averiguar, pues, cuál es principio del cual proceden el
conocimiento y el movimiento.

Los antiguos filósofos, “que no alcanzaron a elevarse por encima de la imaginación”, decían
que tal principio era un cuerpo porque sólo los cuerpos son seres, y lo que no es cuerpo es la nada.
Esto es falso. Y la refutación que hace aquí Santo Tomás sirve también para refutar errores modernos
que hablan de un principio de vida material.

Santo Tomás afirma que el alma no puede ser cuerpo o materia por lo siguiente:

1º) Es indudable que no todo principio de operación vital es alma porque entonces los ojos, que
son de algún modo “principio de la visión”, serían almas. Por alma debe entenderse el primer principio
de la vida, mientras que un cuerpo solo puede ser principio de una determinada operación, como es el
caso del corazón o del ojo.

2º) Ningún cuerpo puede, en cuanto tal, ser principio de la vida porque de lo contrario todo
cuerpo sería viviente o primer principio de la vida. Si un cuerpo es “viviente” -o incluso principio de la
vida- lo es en cuanto ese cuerpo es “tal” cuerpo; pero ser “tal cuerpo” en acto lo recibe de un principio
que se dice acto de aquel cuerpo (que es el alma).

A. 2: si el alma humana es una realidad subsistente

Toda la cuestión gira en torno a este artículo porque del tema de la subsistencia se desprende
justamente la espiritualidad e inmortalidad del alma humana. Santo Tomás afirma que el alma del
hombre es un principio incorpóreo (corpus) y subsistente (ad 2).

A) Incorpóreo: lo demuestra del siguiente modo234:

1. El hombre puede conocer por su entendimiento todas las cosas.


2. Pero para que se puedan conocer cosas diversas es preciso que no se tenga ninguna de ellas
en su propia naturaleza porque ello impediría el conocimiento de las demás (como sucede en el
enfermo que por tener su lengua impregnada de bilis no capta lo dulce).
3. si el alma tuviese en sí la naturaleza de algún cuerpo no podría conocer los otros cuerpos.

234 Cf. De Anima, 283.


160
Luego, es imposible que el principio de la intelección sea un cuerpo.

B) Subsistente: A veces ocurre que se llaman subsistentes per se a realidades que no obstante
ser partes, no son inherentes a la manera del accidente o de la forma material (diferenciándola de la
forma espiritual). Es el caso del ojo o de la mano. Sin embargo, propiamente hablando, subsistente por
sí es lo que ni es parte, ni inhiere al modo de accidente. Por eso es que no se puede decir que las manos
o los ojos sean subsistentes per se ni, por consiguiente, que obren por virtud propia. Las operaciones
de las partes se atribuyen siempre al todo mediante las partes.

El alma no es una sustancia completa, como podría indicar la noción propia y per se de
subsistencia, sino que el alma humana –dice santo Tomás– es “algo subsistente, que existe por sí
misma” (aliquid subsistens, quod per se existit) Es decir, es una substancia incompleta pero
subsistente, y la razón de su subsistencia es que “tiene una operación propia en la cual no participa el
cuerpo”. Por esto, dice santo Tomás, el alma humana llamada entendimiento o mente es un ser
incorpóreo y subsistente.

III. Pruebas de la inmortalidad del alma

Santo Tomás prueba la inmortalidad por dos caminos:

A. Partiendo de la naturaleza de la operación intelectual

1º) Demostrando que es incorpórea (1 y 2a): entiende todas las cosas.


2º) Demostrando que es subsistente (2b): independiente del cuerpo.
3º) Demostrando que es simple (5): no compuesta de forma y materia.
4º) Demostrando que es incorruptible (6): porque el ser le corresponde por esencia.

Y de la incorruptibilidad se desprende inmediatamente la inmortalidad (perpetuidad de


existencia en el futuro) porque: “No dejará de ser lo que en sí mismo no encierra causa alguna de
destrucción”.

B. Por razón de la afectividad

La inquietante aspiración del hombre a una felicidad inextinguible cuyo argumento metafísico
está fundado en dos principios:

1º) “A toda forma sigue una inclinación” (I-II, 8, 1)


2º) “Es imposible que un apetito natural sea vano” (CG, 2, 69).

Todo ser tiende naturalmente a existir según la forma que le es propia. En los seres
cognoscitivos, tal inclinación se convierte en deseo que sigue al conocimiento. El entendimiento
aprende el ser de una manera absoluta e intemporal. Luego: Todo sujeto intelectual desea naturalmente
existir siempre, y existirá de hecho porque no puede ser vano un deseo semejante235.

235 Cf. a. 6.
161
CAPÍTULO XIV

LA UNION DEL ALMA Y DEL CUERPO

I. La unión del alma con el cuerpo es sustancial

Se llama sustancial a una unión de elementos tal que resulta de ellos una sola sustancia, y en
este sentido se opone a una unión meramente accidental, en la que los elementos permanecen extraños
y sólo están aglomerados. El caso del hombre es, de todos modos, muy peculiar, ya que no es una
sustancia constituida por la síntesis de dos sustancias preexistentes, y sus elementos permanecen
ontológicamente distintos: el alma no es el cuerpo.

Platón, heredero de los pitagóricos, consideraba al alma como un puro espíritu, caído en un
cuerpo como una prisión como consecuencia de una falta. Esta idea reaparece en Descartes, quien
define al cuerpo y al alma como dos sustancia heterogéneas. Para Spinoza, el alma y el cuerpo no son
dos sustancias sino dos modos de una misma sustancia. Para Malebranche y Leibniz, el alma y el
cuerpo son dos sustancias pero que no se comunican, no tienen actividad común y no actúan la una
sobre la otra.

Es claro e innegable que el hombre es uno, ya que es un hecho de experiencia. Es bastante claro
también de que el hombre no es un simple cuerpo (como ya hemos visto). El punto importante aquí es
mostrar que el hombre no se reduce a su alma, que el alma no es el hombre 236. Para esto tenemos tres
experiencias:

1. Es el mismo hombre, numéricamente considerado (Juan), el que tiene conciencia de pensar y


de sentir237. Aunque la sensación y el pensamiento sean actos de naturaleza distinta, pertenecen a un
mismo yo. Y es imposible que un sujeto perciba como suyos los actos de otro, de un ser esencialmente
diferente.

2. Las diversas actividades del hombre (sensible por una parte e intelectual por otra) se oponen
unas a otras, se obstaculizan y pueden llegar hasta a suprimirse. Si escuchamos algo con gran atención
o experimentamos un dolor vivo no podemos al mismo tiempo reflexionar o pensar en un problema
abstracto: toda la atención está absorbida por la sensibilidad. Ahora bien, una oposición tal entre
diversas energías psíquicas sólo es posible si derivan de un principio único; si procediesen de
principios distintos, el despliegue de una no impediría el de la otra238.

3. Es claro que seres diferentes no pueden realizar en cuanto al agente una acción una y única
(sí puede realizarla en cuanto al efecto producido, como muchos hombres que tiran de una barca). El
alma, por su parte, tiene una actividad en la que el cuerpo no participa. Y, por otra parte, hay en el
hombre actividades que son a la vez del alma y del cuerpo (encolerizarse, temer, etc.), que llevan
consigo incluso una modificación física en el cuerpo. Por esto se advierte que el alma y el cuerpo
constituyen, como co-principios sustanciales y unidos, un solo ser239.

236 Cf. S.Th. I, 75, 4.


237 Cf. S.Th. I, 76, 1.
238 Cf. C.G. II, 58.
239 Cf. C.G. II, 57.
162
II. El alma es la forma del cuerpo

Partiendo del hecho que el hombre es una sustancia, es preciso ver cómo es posible la unión
sustancial de un alma espiritual con un cuerpo. La única explicación satisfactoria con la realidad que
advertimos es la del hilemorfismo. El alma es forma, es decir, principio del ser y del obrar, del cuerpo.

En el orden del ser, se requieren, para que de entre dos elementos uno tenga razón de forma
respecto del otro, dos condiciones: que uno de los dos elementos sea principio de la existencia
sustancial del otro, y que los dos elementos no tengan sino una sola existencia, es decir, sean un solo
ser. Esto es lo que se realiza en el hombre: por una parte, el alma hace existir al cuerpo como sustancia
viva, le confiere su organización, su unidad, y la mantiene mientras está presente; por otra parte, está
unida al cuerpo de tal manera que hay solamente un acto de existencia, constituyendo los dos una sola
sustancia240. Como forma del cuerpo está presente entera en todo el cuerpo y en cada parte del cuerpo,
si bien no está en cada parte del mismo modo y según la totalidad de sus energías: está presente en
cada parte del modo que a cada parte conviene, es decir, según el modo de ser y de obrar de esta
parte241.

En el orden del obrar, la forma es aquello que se constituye en el primer principio intrínseco de
la actividad de un ser. Y en el hombre es el alma el principio de todos los actos vitales (nutrirse,
moverse, sentir, pensar)242. No es un obstáculo para esto el que el alma humana sea subsistente. Desde
el punto de vista del ser no hay nada imposible en que el alma comunique al cuerpo su acto de existir,
puesto que ella misma está dotada de una existencia de orden superior. Y, por otra parte, tampoco hay
nada imposible en que una forma no sea enteramente absorbida por su función de información, de
animación de un cuerpo, sino que tenga además una actividad propia en la que cuerpo no participa.

Esta doctrina del alma humana como forma del cuerpo ha sido definida como dogma de fe en
el Concilio de Vienne en 1312 (DS 902; 1440).

Es importante aclarar que, aunque el alma humana es subsistente, no es sin embargo una
sustancia completa: su relación a un cuerpo le es esencial, está hecha naturalmente para informar un
cuerpo. Necesita de él porque no está dotada de ideas innatas y sólo puede pensar con la ayuda de una
sensibilidad que le proporciona los objetos. Si bien el alma es una sustancia espiritual (porque subsiste
en sí) no es sin embargo un hoc aliquid, es decir, un ser completo, individual que se basta a sí mismo.
No es el alma, sino el hombre, quien es hoc aliquid243. De aquí que la unión del alma con el cuerpo es
natural, no contra natura como consideraba Platón. La situación del alma separada, si bien no es según
su naturaleza, no es tampoco contra su naturaleza, por lo que no es exigitiva de la resurrección del
cuerpo. Sin embargo, la condición del alma como forma deja abierta la posibilidad; la certeza de esta
realidad futura nos viene por la Revelación.

III. Exposición de Santo Tomás en S.Th. I, 76

Son tres los problemas claves que Santo Tomás trata en S.Th. I, 76:

a. El carácter sustancial de la unión de alma y cuerpo (a. 1 y 2).


b. La unicidad del alma espiritual como forma del cuerpo humano (a. 3-5).
c. El carácter inmediato de esta unión (a. 6-8).

Nosotros nos detendremos en particular en los artículos 1 y 3.

240 Cf. C.G. II, 68.


241 Cf. S.Th. I, 76, 8.
242 Cf. S.Th. I, 76, 1.
243 Cf. S.Th. I, 75, 2 ad 1; 4 ad 2; De Anima II, 1, nº 215.
163
A. 1: Si el principio intelectivo se une al cuerpo como forma

Este artículo es la clave de toda la psicología tomista frente al materialismo y al idealismo.

Responde que sí y argumenta diciendo:

a) Lo primero en virtud de lo cual obra un ser es la forma.


b) Lo primero que hace que el cuerpo viva es su alma (y en el hombre el alma intelectiva).
c) Y como también es lo primero por lo cual entendemos...
d) Luego, este primer principio es también forma del cuerpo.

Y si alguno pretende negar esto debe explicar entonces de qué modo se le puede atribuir la
acción de entender a este hombre concreto. Hay tres maneras de atribuirle la acción a un ser:

1) Accidentalmente: como decimos la música entiende por decir que el músico entiende.
2) A todo su ser: todo el hombre entiende (Platón); pero evidentemente se diferencia
inteligencia y voluntad.
3) A parte de su ser: entiende una parte; pero debe unirse de alguna manera con el cuerpo.

Santo Tomás, hablando de esa unión, pone 3 soluciones posibles:

1º) Averroes: El entendimiento y el cuerpo se unen por la especie inteligible. Porque ésta, dice
Averroes está a la vez en el entendimiento posible y en las imágenes de los órganos sensibles. El que
entiende –según Averroes– es el intelecto agente universal.

Pero el hecho de que las especies inteligibles están en Sócrates no quiere decir que éste las
entiende como no puedo decir que entiende una pared por el hecho de que en ella haya imágenes.

Luego, Averroes no puede atribuirle la operación de entender a un individuo concreto.

2º) Otros (Platón y neoplatónicos): El entender se une con el cuerpo como el motor con el
móvil. Pero éstos tampoco explican cómo el entender pertenece a éste hombre concreto. Por varias
razones:

a. El entender no mueve al cuerpo sino por el apetito sensible cuyo movimiento presupone la
acción del entendimiento. Luego, no entiende Sócrates porque es movido por el entendimiento (motor
al móvil) sino al revés, es movido por el entendimiento porque entiende.

b. La naturaleza de Sócrates es una compuesta de materia y forma. Si el entendimiento no es su


forma se sigue que es extraño a su esencia. Luego, no le podemos atribuir el entender a Sócrates sino
el entendimiento que está fuera de él.

c. La acción del motor se le atribuye al móvil en calidad de instrumento. Pero si el entender se


une con el cuerpo como motor y móvil síguese que el entender se le atribuiría a Sócrates en calidad de
instrumento. Y entonces estaría en contra de lo que dice Aristóteles que el entender no se realiza
mediante instrumentos corpóreos.

d. Si fuera así no habría unidad sustancial como no la hay entre un motor y su móvil.

3º) Aristóteles: Dice que cada hombre entiende porque su misma forma es el principio
intelectivo. De modo que por el sólo hecho de entender se prueba que el alma (principio intelectivo) se
une al cuerpo como su forma.
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Santo Tomás pone otro argumento:

a. Toda naturaleza se manifiesta por su operación.


b. la operación propia del hombre es el entender, cuyo principio es el alma.
c. Ahora bien, a los seres les viene la especie de su propia forma.
Luego, es necesario que el principio intelectivo, el alma sea forma del cuerpo.

A. 3: Si además del alma intelectiva hay en el hombre otras almas esencialmente diferentes de
ella.

Es decir, si en el hombre son diferentes esencialmente al alma vegetativa, sensitiva e


intelectiva. Responde que no y da como principales argumentos:

1º) Argumento metafísico: si fuese así, el hombre no sería uno.

a. La unidad le viene al individuo por la forma única, por la que tiene el ser, pues del mismo
modo se tiene el ser que la unidad.
b. Si en el hombre fuesen distintas las formas, y por el alma vegetativa tuviese que vivir; por la
sensitiva el ser animal y por la intelectiva el ser hombre.
c. Se tendría que decir que el hombre no es esencialmente uno.

2º) Argumento lógico: No se podría decir que el hombre es animal racional.

a. Los predicados tomados de distintas formas se predican unos de otros de modo accidental si
tales formas no están relacionadas entre sí, v.gr. lo blanco es dulce.
b. Pero si las formas están relacionadas entre sí la predicación es necesaria conforme al
segundo modo de predicación “esencial”, pues el sujeto entra en la definición del predicado, v.gr. la
superficie de un cuerpo está pintada: aquí el color supone la superficie de algún cuerpo y la superficie
de algún cuerpo supone un color. Pero las formas aunque relacionadas entre sí son distintas.

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