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NOVIEMBRE 28, 2017

Cataluña como laboratorio político

por Santiago López Petit

Finalmente el Régimen del 78 tampoco ha muerto esta vez. Las luchas obreras autónomas de los
setenta fueron derrotadas con muertos y mediante los Pactos de la Moncloa firmados por los mismos
sindicatos de clase. El movimiento del 15-M que elaboró una crítica radical de la representación
política, se lo calló empleando como armas efectivas el ridículo y el aislamiento. La rebelión catalanista
que, por unos momentos, ha parecido arañar los fundamentos del Régimen, también ha sido
derrotada. En realidad, este tercer intento no ha tenido eco en España donde ha predominado la
perplejidad cuando no lo ha hecho una total incomprensión. El llamamiento al orden mediante la
aplicación del artículo 155, ha bloqueado todo intento de cambio. El presidente Rajoy lo ha
afirmado con su habitual capacidad argumentativa: “El Estado se defiende de los ataques de quienes
lo quieren destruir”. Y ha añadido la pequeña puntualización que el artículo 155, aunque un día deje de
aplicarse, nunca dejará de funcionar. Es el que se denomina “Hacer cumplir la Ley”. El aviso es
inequívoco. La represión y la humillación contra la Cataluña que ha pretendido rebelarse serán grandes.

Pocas veces ha sido tan evidente que la defensa de la Ley (con mayúscula) suponía una declaración
de guerra. Esto es una cosa que los juristas tertulianos tan presentes actualmente en los medios
difícilmente pueden llegar a entender. La ley es una correlación de fuerzas. Ha ganado Foucault por
goleada ante los Habermas y compañía. Un amigo jurista me dijo un día: “Pues si así son las cosas,
ya podemos plegar”. El poder es, siempre y en última instancia, poder matar; el Estado de Derecho
sirve para encubrirlo. Usualmente, y para afirmar lo mismo aunque de manera más sofisticada, se habla
que el Estado posee el “monopolio de la violencia física legítima”. Esta verdad del Estado de Derecho
es con la que se toparon los miembros del gobierno catalán. Cuando uno de ellos afirma que la
Generalitat no estaba preparada para desarrollar la República “haciendo frente a un Estado autoritario
sin límites para aplicar la violencia”. O cuando el portavoz de los republicanos nos dice que: “Ante las
pruebas claras que esta violencia podría llegar a producirse, decidimos no traspasar esta línea roja” y
acaba con una confesión estremecedora : “Nunca quisimos poner en riesgo a los ciudadanos de
Cataluña”. La respuesta es de acuerdo. Muchas gracias. A nadie le gusta morir. Pero aquí hay gato
encerrado. Dicho con otras palabras: ¿los miembros del Gobierno son unos ingenuos o son
unos ineptos?

Spinoza tiene en su Ética una frase que se ha hecho muy conocida: “No sabemos lo que puede un
cuerpo”. Sustituir “cuerpo” por “Estado” es útil para explicar los hechos. El gobierno no sabía qué
puede hacer realmente un Estado. Pero el gobierno quería construir un Estado propio ¿verdad? Nadie
puede negarles experiencia. Incluso una persona perdió un ojo debido a una bala de goma. Digámoslo
claramente: lo que no creían es que la represión del Estado español pudiera llegar a la que denominan
la “buena gente”. A los radicales sí… pero a personas pacíficas y cívicas! Es lo que el Consejero de
Sanidad reconoce cuando asegura que “la hoja de ruta de Junts pel Sí no tuvo en cuenta la violencia
del Estado”.
Efectivamente el gobierno acabó siendo un gobierno posmoderno. Prisionero de su propio aparato de
comunicación, creaba la realidad, y la misma realidad retroalimentaba un aparato que veía así
confirmada su apuesta.

La participación masiva en tantas efemérides no permitía ninguna duda y el camino hacia la


independencia parecía abierto. Hasta que la crueldad y el sadismo de la maquinaria jurídico-represiva
p p q y q j p
del Estado español ahogó en lágrimas el anhelo de libertad de algunos e hizo nacer una rabia inmensa
en muchos. ¿Baño de realidad? Depende de para quien. Para el gobierno, ciertamente. Dentro de su
burbuja autocomplaciente no podía comprender el asalto que se ponía en marcha y el desconcierto
empezó a abrumarlos. Fueron incapaces de reaccionar ante dos hechos fundamentales: la fuga de
empresas, que es una de las expresiones actuales de la lucha de clases, y la presencia de otra
Cataluña que también expresa la lucha de clases aunque a menudo de una manera perversa. Fue,
pero, la extraña proclamación de la DUI (Declaración Unilateral de Independencia), el acontecimiento
que acabó por convertir al gobierno en un auténtico gobierno posmoderno obligado a
emplear un lenguaje teológico para poder salvarse. Por esta razón la DUI tuvo un carácter
inefable: ¿realidad o ficción?

Dejemos de lado las peripecias concretas (secretismo, aplazamientos, desaparición del gobierno, etc.).
A partir del momento en que aparece la represión brutal del Estado Español, el único objetivo de los
partidos independentistas se reduce a pensar la acción política exclusivamente en función de sus
efectos penales. Seguramente es correcto actuar así. No queremos mártires y hay que evitar la prisión
siempre que se pueda. A pesar de todo, surge una sombra de duda. Cuando una convicción, es
decir, una verdad política, no se defiende hasta las últimas consecuencias por las razones que sean:
¿esta verdad se ve de alguna manera afectada en ella misma? Pongo un ejemplo. Cuando Galileo
jura ante sus jueces y admite que la Tierra no gira alrededor del Sol, la verdad científica no se ve en
absoluto afectada por su decisión. En cambio si la presidenta del Parlamento no va a la manifestación
por la libertad de sus compañeros -porque así se lo aconseja su abogado- a pesar de no existir
ninguna condición judicial explícita: ¿su retracción tiene el mismo valor que en el caso anterior? Se
podrían traer a colación otros ejemplos de esta estrategia “preventiva” que va desde aceptar pagar
multas elevadísimas hasta refugiarse en frases ambiguas. El problema es hasta qué punto una
estrategia de este tipo no contamina finalmente el mismo discurso, y lo debilita al extender una
sensación de confusión. El gobierno español y sus adlátares han aprovechado enseguida la ocasión
para hablar de cobardía y de engaño. El gobierno catalán nos habría engañado a todos los catalanes y
a todas las catalanas.

No hay que perder mucho tiempo a denunciar el cinismo asqueroso de quien ataca y después
reprocha al atacado la falta de valentía. Vamos al esencial. No. No fuimos engañados. El gobierno, en
cambio, sí que se va autoengañar. Creyó en la política. Se obstinó a jugar a ver quién era lo más
demócrata cuando la democracia no existe. Existe aquello democrático. Aquello democrático es la
forma como hoy el poder ejerce su dominio. Tiene dos caras: estado-guerra y fascismo posmoderno,
heteronomia y autonomía, control y autocontrol. El diálogo y la tolerancia remiten a una pretensa
dimensión horizontal. La existencia de un enemigo interior / exterior a eliminar, remite a una dimensión
vertical. “Aquello democrático” vacía el espacio público de conflictividad, lo neutraliza
política y militarmente.  Aquéllo democrático es esta Europa, auténtico club de estados asesinos,
que externaliza las fronteras para no ver el horror. No hubo fracaso de la política como a los
bienpensantes les gusta decir ahora. La política democrática consiste en callar y acallar las disonancias
que podrían amenazar la orden. El gobierno catalán incapaz de entender el funcionamiento real de
aquello democrático, se vió abocado a un camino lleno de incoherencias. Por eso es de agradecer la
honestidad de Clara Ponsatí cuando desde el exilio se atrevió a decir: “No estábamos preparados
para dar continuidad política a lo que hizo el pueblo de Cataluña el 1-O”. Fue muy atacada, pero afirmó
la verdad inevitable: el Gobierno no supo estar a la altura del coraje y de la dignidad de la gente que
puso sus cuerpos para defender un espacio de libertad. Por supuesto, sin sacralizar las urnas, es
evidente que lo que pasó aquel día marca un antes y un después. Pero ¿qué sucedió exactamente?

Por unos momentos la política con su juego de mayorías, con sus correlaciones de fuerza, etc. quedó
l d l t l f té ti d fí l ti U d fí l ó l
relegada, y lo que tuvo lugar fue un auténtico desafío colectivo. Un desafío que se prolongó en la
impresionante manifestación del 3 de octubre para rechazar la represión. Es difícil analizar la fuerza
política inmensa, y a la vez, escondida que había en esta manifestación. Allá empezó a formarse un
sujeto colectivo que desbordaba el paralizante “un solo pueblo”. ¿Cómo podemos denominar a este
sujeto político? Eran unas singularidades que, habiendo dejado el miedo en casa, no estaban
dispuestas a claudicar fácilmente. Un pueblo que estalla en miles de cabezas capaces de expulsar a
los fascistas infiltrados con exquisita violencia. La sospecha que toma más fuerza es si el miedo del
gobierno, no era tanto en cuanto a la acción del Estado, como respecto al que esta gente un día
pudiera llegar a hacer. Gente que era una amalgama entre la irreducible consistencia del catalanismo
popular y el malestar social existente. Por eso, resultan empalagosos tantos llamamientos al civismo, a
la buena gente, y a las sonrisas en unos momentos de represión desbocada. Me sabe mal. Cuando
siento la palabra “civismo” pienso automáticamente en las normativas cívicas que sirven para limpiar el
espacio público de residuos sociales de todo tipos.

Sorprende, después de todo lo que ha pasado, la facilidad con que los partidos políticos
independentistas han aceptado una convocatoria de elecciones directamente impuesta. Sorprende esta
rápida adaptación a un nuevo escenario a pesar de existir presos políticos. El planteamiento es
bastante ilusorio: las elecciones son ilegítimas pero con nuestra elevada participación conseguiremos
legitimarlas (y, por lo tanto, legitimarnos ante el mundo). El discurso independentista o bien se hace
necesariamente autocontradictorio, o bien tiene que aceptar explícitamente una renuncia a la
independencia. “Seremos independientes si somos perseverantes y conseguimos una mayoría.
¿Cuándo? No lo sabemos. Antes de independentistas somos demócratas. Y antes de demócratas,
somos buena gente”, asegura un importante político republicano.

¿Y si probáramos a ser, por una vez, “malos” y, en vez de aspirar a ser un país normal con
su pequeño estado, quisiéramos ser una anomalía que no encaja? Liberar Cataluña de este
horizonte independentista que siempre acaba por ahogarla -puesto que todo horizonte siempre
encadena- quizás podría abrir una vía inédita. En una anomalía hacia todo el que el catalanismo
hegemónico ocultaba. Desde la fuerza del dolor de la Cataluña interior pobre, hasta los silencios de las
periferias. Nos querían presentables ante una Europa que, sin embargo, mira hacia otro lado. Por qué
emperrarse a ser presentables? Los partidos políticos de cualquier color corren apresurados hacia las
subvenciones. Pero ante estas elecciones impuestas, había la posibilidad de sabotear con una
abstención masiva y organizada. Empezar a desocupar el Estado español, y extender la ingovernabilitad
de la autoorganización. ¿También en España? Cataluña como esta anomalía irreducible que escapa,
mientras en su fuga ensaya otras formas de vida.

El laboratorio político “Cataluña” momentáneamente se cierra. Esto está claro. Cuando aquello
democrático es el marco de lo pensable y el que está permitido vivir: ¡qué difícil es cambiar algo!
Desde una lógica de Estado (y de deseo de Estado) nunca se podrá cambiar la sociedad. Pero el que
se ha vivido, el atrevimiento de transgredir juntos, la fuerza colectiva de un país que nadie puede
representar y la alegría de resistir … No se olvidan nunca. La dignidad y la coherencia no se negocian.

Fuente: Crític (http://www.elcritic.cat/blogs/sentitcritic/2017/11/27/catalunya-com-a-laboratori-politic/)

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