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Viajar al espacio ha sido el sueño de la Humanidad desde el principio, cuando

nuestros antepasados se preguntaban por los hogares de los dioses y por los
orígenes de las cosas y dialogaban con las estrellas. Nosotros llevamos puesto
en nuestro ser más íntimo ese deseo de elevarnos hacia donde nuestra vista nos
hace soñar con los misterios del infinito, y aunque hayamos conocido, por nuestra
historia reciente, la forma y naturaleza del espacio y el tiempo, aún somos seres
anclados a nuestra experiencia terrenal.

Volar en el insondable espacio que nuestra mente aún no abarca conceptualmente


es internarse en un viejo anhelo de estar cerca de los dioses y ver, como ellos,
nuestro bello y amado planeta, el único que podemos amar, desde fuera de su
entorno y omnipresencia. Es seguramente sentir nuestro cordón umbilical
suspenderse ante la sorpresa de un nuevo parto emocional y adivinar las nuevas
formas de existencia por fuera de nuestra madre tierra.

Yo quiero palpitar con el reloj del cosmos y estar en ese sitio inasible en donde
están los presentimientos de los seres que han soñado y amado, de los primeros
pensadores, los científicos y los poetas y todos quienes han entonado ese canto
de esperanza y de poder que es a la vez una súplica y un desafío a las estrellas.

Por eso quiero llegar a la estratosfera, es algo muy visceral, no pretendo conocer
algo nuevo racionalmente sino experimentar con mi cuerpo terrestre lo que nos ha
sido vetado por la naturaleza. No tengo pudor en decir que necesito vivir la
emoción que está reservada a las divinidades y quiero, como ellas, mirar a los
pequeños seres que habitan mi mundo y amarlos más en esa comprensión de su
colosal esfuerzo de siglos que me ha brindado las alas para poder ascender a lo
insondable y eterno y, sabiéndome muy lejos, sentirme más cerca y sentirme
también más íntimamente ligado y comprometido con mi mundo y mi especie.

Ese vuelo cambiará mi historia y mi esencia. Lo necesito.

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