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"Comunicación política y teoría democrática".


Cap. 2 de DADER, José Luis (1998): Tratado
de Comunicación Política. 1....

Chapter · January 1998

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Tema 2
Comunicación política y teoría democrática: La filosofía política
de la democracia desde la perspectiva mediológica

“La comunicación es, en efecto, el recurso fundamental de la política y una de las categorías
básicas de la democracia (…) La política pasa por la comunicación (…) porque gobernantes y
gobernados necesitan reducir la incertidumbre que ambos tienen: aquéllos sobre la opinión de
éstos, y éstos sobre las decisiones de aquéllos (…) sólo hay dos formas de gobernar (…) por la
comunicación o por la policía (…) La comunicación (…) (es) una de las instancias que primero
es anulada cuando la democracia cae bajo la razón de la espada” (J. Del Rey, 96:37 y 40)

1. Teoría política y comunicación.

La filosofía o teoría política inicialmente nunca se ha planteado la comunicación como un


concepto o problema prioritario. La historia de dicha reflexión siempre ha partido de cuestiones como
organización del bien común, buen gobierno, orden legítimo, etc. Cuando dichas cuestiones se han
identificado, no con legitimaciones de origen (gobierno de castas) ni de eficacia (tiranía, aristocracia…),
sino con legitimación por valores humanistas de procedimiento, la teoría o filosofía política resultante es
la democracia. Pero tampoco la teoría política democrática se plantea en principio la cuestión de la
comunicación como un asunto inmediato.

El objetivo crucial de la democracia como sistema político no es conseguir que los miembros de
la comunidad política se comuniquen mejor, más satisfactoriamente o de determinada manera entre sí;
sino conseguir que las decisiones de supuesto bien común y el orden establecido para su determinación
integren a todos los componentes del cuerpo político en un proceso efectivo de coordinación
colectivamente respaldada. Sin embargo, y aunque inicialmente los filósofos de la política democrática
no parten del análisis de las formas de comunicación para alcanzar sus objetivos de representación,
responsabilización y participación de todos los ciudadanos, implícita y aun inconscientemente han tenido
que estar asumiendo que la consecución de dichos objetivos es inseparable de la realización práctica de
ciertas condiciones y modos de comunicación. Aunque en ese sentido, la filosofía política en general y la
teoría democrática en particular no han afrontado en sus formulaciones clásicas el problema de la
comunicación, es hora ya de poner de relieve, sobre todo a través de la especialidad académica de la
COMUNICACIÓN POLÍTICA, que los principales objetivos y valores de cualquier tipo de teorización
política se asientan y traducen en determinados objetivos y prescripciones de comunicación social.

Como ha escrito Javier Del Rey (autor que servirá de guía principal para este capítulo del
temario), “La comunicación es, en efecto, el recurso fundamental de la política y una de las categorías
básicas de la democracia” (1996:37).

1.1. CONCEPTO DE POLITICA DESDE EL PARADIGMA DE LA COMUNICACIÓN:

Tal y como ya quedó planteado en el Capítulo 1, el concepto básico de política puede ser
reinterpretado desde una perspectiva comunicacional. Como también explica Del Rey (96:165-166), el
concepto de comunicación e intercambio de mensajes puede plantearse como un nuevo paradigma desde
el que analizar toda la política (165-166).

Así, para este autor,

“la política es una cuestión de comunicación , en la que los mensajes generados por el líder
político, el partido o el gobierno, tienen que contrastarse con los mensajes que llegan desde la
realidad, es decir, de la economía, de los sindicatos, de la patronal empresarial, de otros partidos
o de otros gobiernos”. (p. 169)

“La base de toda política es una información incompleta (…) la decisión de actuar se toma en
una situación de relativa incertidumbre” (p. 170).
15

“Cuando el sistema no es capaz de actuar sobre los recursos y sobre su distribución (…) la
política puede idear recursos de otra naturaleza, que tienen un gasto energético mínimo para el
sistema: se trata de la emisión de productos simbólicos. Y es aquí donde demuestra su eficacia la
comunicación política, pero también sus límites (379). “Porque la acción política es siempre
restrictiva: no todas las exigencias sociales serán convertidas en necesidades políticas, esto es,
no todas las demandas serán igualmente atendidas por las élites ni todas encontrarán satisfacción
(380).

La idea de que cualquier intervención política -y no sólo en regímenes democráticos- conlleva


algún tipo de actividad comunicativa fue ya puesta de relieve por autores tan clásicos de la teoría política
occidental como David Hume, detalle éste también recordado por Del Rey (p. 171). El mencionado
filósofo del siglo XVIII dejó escrito en sus Ensayos sobre Moral, Política y Literatura (ed. 1963:29) que
“No hay nada que sustente a los gobernantes sino la opinión. Es por tanto sobre la opinión sobre lo único
que el gobierno se sustenta”. En sentido estricto Hume no se refiere a la comunicación, sino a la
expresión de lo que hoy entendemos por opinión pública, y más en concreto por su acepción política.
Pero qué duda cabe que en el momento en el que hablemos de opinión estamos incluyendo los procesos
de expresarla o hacerla notar. La comunicación de esa o esas opiniones que orientan, respaldan u
obstaculizan al gobernante, podrá seguir cauces transparentes, racionales y ordenados, o por el contrario
deducirse a partir de signos indirectos, manifestaciones oblicuas, etc. Pero unas y otras formas de hacer
notar al gobernante el sentir popular constituyen procesos comunicativos sin los que resultaría
inconcebible la realidad cotidiana de las actuaciones políticas. Y ello tanto en los sistemas democráticos
como en los despóticos.

Por otra parte, y en sentido inverso, hasta el gobierno más totalitario hace saber a sus súbditos lo
que quiere o espera de ellos. No se limita a someterlos por la fuerza mediante acciones por sorpresa, sino
que le resulta mucho eficaz un sistema de anuncios, por simple que éste sea, de premios y amenazas, de
realizaciones y proyectos, etc. Parodiando el chiste del español que tras la aventura sexual necesita tener
con quién comentarlo, cabría decir que ningún dictador se sentiría satisfecho si, además de imponer su
plena voluntad, no pudiera disponer de un sistema para que todo el mundo se enterara. Dicho sistema
informativo conllevará en tales casos un proceso de persuasión y convencimiento para la aquiescencia.
Pero por muy fraudulentos y alejados de los modelos ideales de comunicación que dichos mecanismos
fueran, seguirían siendo procesos de comunicación (llámeseles propaganda política, manipulación
informativa o como se quiera), a los que el más tiránico de los gobiernos siempre dedicará y ha dedicado
(dentro de su contexto histórico y posibilidades organizativo-tecnológicas) la mayor cantidad de recursos
posibles en términos de dinero, organización o inteligencia política.

Unos y otros procesos (de información del gobernante a los gobernados, de los gobernados al
gobernante, de aquellos entre sí o de éste con potenciales competidores o ‘colegas exteriores’),
constituyen en definitiva una materia política de primer orden, calificable incluso de materia prima
indispensable para muchos otros elementos o componentes de la globalidad de la política. Analizar tales
procesos forma parte cosustancial de la teoría política (aunque hasta ahora la teoría política convencional
se haya limitado a la mención sumaria o las referencias esporádicas) y su descripción y evaluación jugará
un importante papel en el futuro de la teoría política, para identificar, comparar y prescribir la situación y
evolución de cualquier sociedad políticamente constituida.

1.2. CONCEPTO DE ESTADO DESDE EL PARADIGMA DE LA COMUNICACIÓN:

El concepto de Estado es probablemente uno de los pilares insustituibles de la propia noción de


Política. Mucho más antiguo que el de Nación, viene a expresar la concreción práctica y territorial de un
marco político. Aunque en términos abstractos pudiera imaginarse una vida u organización política
referida a una comunidad abstracta y dispersa (virtual, diríamos hoy día), la organización y actividad
política, desde las comunidades más primitivas, surge supeditada a la idea de un territorio físico o Estado,
que se delimita, distingue o defiende de sus aledaños, o que incluso pretende agrandarse a costa de los
‘otros’ (territorios) circundantes. Tal vez sólo las sociedades nómadas han carecido del concepto y la
pretensión del Estado (sustituida por la de ‘pueblo’, ‘clan’ o ‘tribu’), pero precisamente esa carencia
ideológica puede contribuir a la explicación de su inferioridad y destrucción por los Estados sedentarios.
16

La visión física del Estado como continente territorial ha aparecido siempre presente en
cualquier filosofía o interpretación filosófica que se haya hecho del mismo. Todo lo más, y a medida que
la teoría y filosofía política han adquirido mayor complejidad, la idea de Estado ha quedado asociada a la
de organización institucional y burocrática del colectivo. Pero siempre suponiendo -o dejando resuelto
previamente-, que esa organización institucional carecería de sentido sin un marco territorial al que
referirse. De ahí que el primer elemento para la creación de un Estado -y el detonante más agudo para su
desintegración-, no son las discusiones sobre la estructura organizativa del Estado, la forma de gobierno,
el modelo de sociedad o las reglas fundamentales de su marco normativo, sino pura y simplemente la
delimitación territorial. Si este Estado llega hasta allí o hasta aquí, si formamos uno o varios territorios
independientes, qué tipo de independencia o dependencia mantenemos con los otros territorios, etc.

Pero esas dos visiones naturales y lógicamente superpuestas de Estado (como territorio primero
más organización institucional después), pueden asimismo encontrar un nuevo punto de enriquecimiento
interpretativo si se complementan con una conceptuación comunicacional del Estado.

Visto desde el prisma comunicacional, y en un primer acercamiento, puede señalarse, como hace
Del Rey (96:199) que “el Estado es sujeto y objeto de la información de actualidad”. Pero yendo más
lejos, y también siguiendo al mismo autor, (el Estado) “es en definitiva el referente de la organización
perceptiva del material informativo (…) Esa realidad convierte al Estado en el marco perceptivo en el que
se produce la conciencia de la sociedad, que acepta y vive en el “dentro” perceptivo creado por una
organización” (Ibid:199).

La interpretación, desde la comunicación política, del Estado como una especialmente intensa
comunidad de comunicación, común territorio simbólico de percepción política, o comunidad de opinión
pública política, puede no sólo servir para volver a definir lo que muchos otros ya concibieron desde
paradigmas territoriales y organizacionales. Sino para empezar a interpretar problemas y realidades de
una nueva sociedad que, en consonancia con sus nuevas formas y situaciones comunicacionales-, está en
los albores, cuando no en el pleno desarrollo, de nuevas formas o ensayos de configuración política
estatal.

A la luz tan sólo de la concepción territorial u organizativa del Estado no pueden entenderse
plenamente ni los problemas suscitados ni los logros habidos a pesar de los anteriores, en la constitución
de la Unión Europea, por ejemplo. La propia idea de construcción vertiginosa de un macro-estado, a
partir de pequeños y heterogéneos mini-estados, sólo es posible por el estímulo de lazos comunicativos,
políticas informativas, diálogo político intensamente incrementado, etc.. Algunos preferirán hablar de
cultura compartida y de vínculos culturales para explicar ese fenómeno, pero esos elementos existieron
en Europa hace ya muchos siglos, incluso en condiciones mucho mejores para la integración, como era la
existencia de una ‘lingua franca’ indiscutiblemente dominante (el latín) y una homogeneidad de valores
(religión única y respaldo al gobierno centralizado). El substrato cultural común puede entonces ser un
componente, (también existe el concepto cultural de Iberoamérica, Hispanoamérica o Latinoamérica, con
su correspondiente ‘lingua franca’, incluso) pero su activación implica intensos procesos comunicativos.

Los procesos de creación o evolución de los Estados desde el punto de vista del paradigma
comunicativo tiene un extenso elenco de casos que merecen ser considerados, cada uno de ellos con
interrogantes no resueltos por la teoría política convencional y que desde la comunicación política
suscitan cuando menos nuevas hipótesis: ¿Cómo explicar por ejemplo, la vertiginosa desintegración del
organizativamente férreo Estado de la Unión Soviética y su satelizado ‘Pacto de Varsovia’, sin que
apenas, además, se produjera una confrontación interna aguda y violenta? ¿Cómo puede pervivir, en
cambio, una unidad estatal de Gibraltar con su metrópoli, o de las Falklands Islands con el mismo Estado
nodriza? ¿Qué circunstancias comunicativas apoyarán el experimento de reunificación de Hong-Kong
con China, o qué otras hacen diferente el proceso probable en las relaciones entre China y Taiwan? Son
sólo una muestra del tipo de análisis que la idea de Estado es susceptible de experimentar desde este
nuevo enfoque.

El Estado aparece, pues, como un sistema organizado y organizante de la información y la


comunicación englobada en un entorno continuo o discontinuo, territorialmente homogéneo o
heterogéneo, incluso constitucionalmente unitario o segregado. De acuerdo con Del Rey (96:200-202)
“Podemos hablar de comunidad allí donde se comparte un código para la significación compartida, lo que
en Teoría General de la Información llamamos “isomorfismo de los significados (…) una cultura
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compartida” (que, sin embargo, según acabo de exponer, es algo más que una mera comunidad cultural.
Por ello, la idea de una opinión pública compartida o espacio público común (los vasco-franceses y los
vasco-españoles comparten una raíz cultural pero no un mismo espacio público), expresa mejor la
peculiaridad del nuevo enfoque.

1.3. CONCEPTO DE DEMOCRACIA DESDE EL PARADIGMA DE LA COMUNICACIÓN.

El concepto de democracia constituye sin duda el punto central de buena parte de la filosofía y
teoría política, al menos en el marco cultural del llamado “Occidente”. De nuevo estamos en presencia de
un concepto político que analizado desde enfoques clásicos no incluye la cuestión de las formas
comunicativas entre los elementos esenciales de sus reflexiones. Según las concepciones clásicas de
“democracia”, ésta ha sido definida, en efecto, como:

• El gobierno en beneficio de los más necesitados o el gobierno elegido con la participación


igualitaria de todos los ciudadanos (ambas acepciones presentes en Aristóteles, siendo la
primera a la que propiamente llama ‘democracia’, calificándola además como degradación de
la segunda, que para él constituía el auténtico “gobierno popular”: cfr. Aristóteles, ed. 1985:
Vol. I., p. 136),
• El gobierno directamente ejercido por la soberanía popular o por quien reciba directamente el
respaldo del ‘poder del pueblo’ (Baja Edad media, cfr. por ejemplo W. Ullmann, ed. 1985, p.
254 y ss. 281 y ss.),
• El juicio respaldado por la mayoría constituida en el Parlamento respecto a la definición de la
Ley (formulación liberal inicial),
O, en fin, por limitarse a las principales matizaciones básicas, como
• El régimen en el que los representados tienen la capacidad de rectificar y sustituir a quienes
de hecho ejercen el Poder (Popper, en La sociedad abierta y sus enemigos).

Sin embargo, también el concepto de democracia puede y merece ser reinterpretado desde el
enfoque de la comunicación política, poniendo de relieve que dicho régimen político exige y es
inseparable de un determinado catálogo de valores comunicativos y modalidades específicas de ejercer y
posibilitar la comunicación política. Así, Javier Del Rey advierte en una primera aproximación que:

“La democracia es el marco institucional para el tratamiento de los conflictos y su capacidad


para abordarlos desde el lenguaje -desde la comunicación, desde el diálogo- (…) (Por oposición)
“En los regímenes totalitarios o autoritarios notamos una grave carencia, una inocultable pobreza
de recursos para el entendimiento y el tratamiento del conflicto” (1996:212).

Sin incurrir, no obstante, en la exclusiva identificación que en diferentes pasajes el referido autor
realiza entre democracia y comunicación política, resulta muy atinada su visión de la democracia como,
“juego de lenguaje y ordenamiento del espacio público en el que se da la novedad de que las minorías
también son emisoras (…) y en el que las relaciones entre los valores se revelan conflictivas,
contradictorias (…) (lo) que es el presupuesto de la libertad, para elegir y decantarse por unos valores”
(Ibid:154).

Integrando entonces dicha perspectiva y buscando una definición lo más nítida posible de
democracia en términos comunicacionales, podría ensayarse el siguiente par de definiciones:

• Democracia es el sistema político que permite, fomenta y protege un subsistema de


comunicación política democrática. A su vez,

• Comunicación política democrática es el conjunto plural, transparente y fluido de redes,


procesos y contenidos de información y comunicación, en el que los ciudadanos corrientes al
igual que los miembros de las élites políticas disfrutan de libertad de acceso y plenitud de
satisfacción informativa -en la medida de sus deseos de deliberación y conocimiento-, a
través de cuantos cauces, institucionales o populares, una sociedad sea capaz de dotarse. Y
todo ello con las únicas y mínimas limitaciones que la salvaguarda de esos derechos
generales exija frente a privilegios o pretensiones particulares abusivas.
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La comunicación política en el seno de la democracia permite además establecer un equilibrio


continuo entre el formalismo o idealismo de un sistema definido en términos de perfección racionalista y
el realismo o pragmatismo de los conflictos y necesidades de la realidad cotidiana: “Cuando una
democracia inicia la peligrosa senda del racionalismo (dogmático) -escribe también Del Rey, pp. 412-413
(…) lo normal es que la democracia termine por perder de vista toda amarra con la realidad, y que
termine siendo un marco legal autorreferido y autónomo, en el que todo está previsto: todo menos la
sociedad y sus contradicciones, que es la realidad que tenía que administrar esa democracia (…) La
comunicación política (es la instancia que) (…) puede poner cada cosa en su lugar”. La comunicación
política, es considerada en consecuencia, por este autor, como el instrumento para “conseguir una alianza
entre el método o la actitud racionalista y el empirismo” (Ibid:414).

El contrapunto de la democracia como procedimiento o sistema de organización del espacio


político es el pueblo, protagonista o actor político esencial de aquélla. Éste también puede ser redefinido
desde una perspectiva comunicacional, en la línea de Deutsch (1981), como “una comunidad de hábitos
de comunicación complementaria”, …una “cultura compartida”…”una conciencia imperante” … (citado
por Del Rey, p. 212), lo que remite de nuevo al concepto de opinión pública como común denominador o
condensador de la percepción pública, (cfr. Dader, 1992: 179) al que ya se aludió al analizar el concepto
de Estado.

La comunicación política aparece así entendida como una variable nuclear de la democracia
(aunque también sea una variable secundaria o de otro tipo en otros ordenamientos políticos), y se
convierte en uno de los instrumentos indispensables en el juego/lucha/ejercicio de la deliberación y
participación democráticas. Como también interpreta Del Rey (p. 213), la comunicación política es “la
agonística de la democracia, (…) que viene del griego “agón -lucha-“ 1 .

Aunque más adelante cabrá plantearse qué peculiaridades o que fórmulas específicas presenta la
comunicación política de las democracias contemporáneas (Del Rey junto con muchos otros autores las
califican de “democracias mediáticas”, “teledemocracias”, etc.), de momento queda ya patente la
indisoluble asociación del modelo democrático con el ejercicio predominante de actividades
comunicacionales.

Dichas actividades intensa y preferentemente ejercidas en el seno de la democracia permiten a


su vez desembocar en una visión de la comunicación política como un juego de lenguaje (según la
perspectiva de la “teoría de los juegos”); lo que para el citado Del Rey (p. 220) implica descubrir que “la
comunicación política que se practica en la democracia supone un acuerdo sobre ciertas reglas básicas”:

• Primera: El contrato entre los jugadores: Las reglas de un juego de lenguaje no tienen
legitimación en ellas mismas, sino que forman parte de un contrato, explícito o no, entre los
jugadores.
• Segunda: Primacía de las reglas: A falta de reglas no hay juego.
• Tercera: Relación reglas-juego: La modificación de una regla modifica el juego.
• Cuarta: Límites para los enunciados: Una jugada o un enunciado que defraude las reglas no
pertenece al juego definido por ellas.
• Quinta: Naturaleza de los enunciados: Todo enunciado debe ser considerado como una
jugada hecha en un juego.
• Sexta: La doble relación: La relación entre las reglas y el juego de lenguaje es de doble
dirección: aquéllas fundamentan a éste, éste da credibilidad y estabilidad a aquéllas.
(Ibid:221)

Al hilo de esas reglas enunciadas faltaría hacer una transposición a la práctica concreta de la
comunicación política en una democracia (deducir por ejemplo de la primera regla el contrato entre
jugadores comunicativos tácitamente observado en las democracias, y así sucesivamente). No obstante,
una aplicación concreta de la teoría de los juegos al análisis de la política, y específicamente a la política
española de la transición, lo encontramos en la obra del catedrático de ciencia política, Josep Mª
Colomer, El arte de la manipulación política (1990), donde buena parte de los juegos de decisión que

1
Efectivamente, “agonística” proviene del griego  M, que además de lucha significa
contienda, certamen, pleito y disputa, y realmente todas esas cosas a la vez están presentes
en el papel ejercido por la comunicación política dentro de una democracia.
19

brillantemente interpreta en asuntos de la historia de la transición democrática española, como la reforma


política del franquismo a la democracia, la legalización del PCE, la negociación del Estado de las
Autonomías, los pactos de la concertación social o el referéndum sobre la OTAN, entre otros temas,
contienen una dosis importante de juegos de comunicación o lenguaje.

Aun así, la interpretación de la democracia, o de otros regímenes políticos, exclusiva o


prioritariamente en términos de “juegos de lenguaje”, puede adolecer de un peligroso reduccionismo que,
en el caso de la democracia, implica además una visión idealizada de la misma: También se producen en
el seno de cualquier democracia formal toda una serie de juegos de presión, amenaza, actuación pasional
o ciega (en la que no se tienen en cuenta para nada las “jugadas” ni los mensajes de los adversarios y por
lo tanto no se deduce ningún resultado de cálculo transaccional de beneficios entre los intervinientes). A
través de todas estas otras “actividades políticas” se confiere poder, se retira el poder, fluye el dinero, se
ejerce la violencia o se constriñe por la fuerza parsimoniosa pero eficacísima de la lógica institucional y
burocrática, sin realizar siquiera un cálculo de costes o beneficios para los propios ejecutores de tales
actuaciones, en las que los resortes emocionales o irracionales constituyen a veces la única motivación.
No se trata de negar ahora -pues sería rebatir el objeto de la disciplina “Comunicación Política”-, la
dimensión comunicacional y la producción instrumental de mensajes que también forman parte del
ejercicio de todas esas otras actividades ‘políticamente oscuras’. Pero tampoco cabe caer en la
exageración de interpretar todos los sucesos políticos de una democracia en términos de procesos
comunicativos, diseñados y ejecutados además conforme a reglas racionalistas (aun cuando no
necesariamente conscientes) de juegos de lenguaje.

Pero además de resaltar la dimensión comunicacional que toda democracia contiene para su
propia realización, incluidas incluso las interpretaciones extremas de toda decisión o deliberación política
en términos de “juegos de lenguaje”, conviene analizar los principios políticamente claves en que se
asienta la propia idea de democracia, al efecto de observar también la dimensión comunicativa que éstos
conllevan o, de otro modo, hasta qué punto su evolución contemporánea depende de su reinterpretación
en clave comunicativa.

Así, Giovanni Sartori, considerado internacionalmente como uno de los principales teóricos
vivos del concepto de democracia, considera que la democracia moderna se asienta fundamentalmente en
dos principios: el de representatividad de los dirigentes respecto a los dirigidos y el de responsabilidad
de los dirigentes ante los dirigidos. A partir de esto Del Rey considera (Ibid:54 y ss.) que la primera se
construye principalmente a través de las elecciones, mientras que la responsabilidad -y los mecanismos
de verificarla- se basan en el ejercicio de la comunicación: “…a la teoría electoral de la representación
hay que añadir los deberes que impone una representación responsable, a saber, el dar cuenta
periódicamente de aquello que se administra” (Ibid:57)

El propio Sartori también señala (mencionado por Del Rey, p. 65) el principio de la discusión o
deliberación, como componente esencial o instrumento de realización de los dos anteriores, ya que para
el teórico italo-norteamericano, la democracia carece de directriz política específica (fuera de los valores
de procedimiento -añadíria yo-, sobre los que se articula), ya que “se trata de un gobierno mediante la
discusión” (…) y pone al debate público y a la comunicación política en el centro de atención” (Ibid:65).

La importancia de la comunicación como sustento práctico de los principios indicados es obvia,


ya que las formas de gobierno organizadas conforme a principios formales de representación e incluso de
responsabilidad democráticas corren el riesgo de ahogar en la práctica su ejercicio real cuando el salto de
la microdemocracia a la macrodemocracia de las sociedades industriales no garantice fórmulas concretas
de interdependencia fluida entre los gobernantes y los gobernados: Como también escribe Del Rey (p. 70)
“supone la invención de algunos instrumentos para salvar la brecha abierta entre los pocos que hacen
política y aquellos sobre los que esa política se ejecuta. Y esos instrumentos no son otros que los medios
de comunicación”; o unas determinadas prácticas de comunicación -añado yo-, que no pueden limitarse al
intercambio de mensajes suministrados en el foro de los mass media, ya que también habrá que
contemplar los procesos comunicativos reglados para el debate interno en el Parlamento, las formas de
comunicación establecidas entre los diferentes poderes constitucionales del Estado, etc.

Frente al énfasis de Del Rey por los llamados “medios de comunicación de masas” y por la
identificación entre comunicación política y democracia, conviene advertir que si bien es un estado o
entorno específico de comunicación política el que permite verificar la realización procedimental de una
20

democracia (tal vez de manera más radical y genuina que mediante las convencionales evaluaciones del
derecho político), sería un reduccionismo entender que donde existe cualquier tipo de comunicación
política hay democracia, y viceversa. Lo anterior equivaldría a ignorar que hay otras formas de
comunicación política en sociedades no democráticas, salvo que se entienda por “comunicación política”
un tipo muy específico y altamente idealizado de comunicación, coincidente con las características
definitorias que antes han quedado reservadas al concepto de comunicación política democrática. Tal vez
cabría matizar que en sentido genuino -e identificando “comunicación” con el cumplimiento de los
ideales fudamentalmente teorizados por Habermas (ed. 1987)-, la comunicación política plena sólo es
factible en sociedades democráticas. Pero, desde una perspectiva sociológica y comparativa, cabe
describir diferentes formas de comunicación política imperfecta (o no ideal) en cualquier tipo de sociedad
política.

Con independencia de una interpretación amplia o restringida del concepto de comunicación


política, es evidente, en cualquier caso, que la verificación del grado real de ejercicio de una política
democrática pasa por el análisis de los procesos y los medios de comunicación facilitados y empleados en
el ejercicio de la representación y la responsabilidad políticas: Del Rey aporta en ese sentido que “esa
teoría global de la democracia, basada en la gestión de los feedback (…) no pasaría tanto por estos o
aquellos partidos, sino por los medios de comunicación. Los medios de comunicación no sólo informan
sobre lo que pasa (…) sino que ejercen el rol de reguladores institucionales” (ibid:74).

Incluso la institución de los partidos políticos, sujeto central del ejercicio de la representación en
las democracias, puede ser interpretada comunicacionalmente y definir aquéllos lisa y llanamente como
medios de comunicación política por antonomasia: Un instrumento de comunicación entre el pueblo
global e indeterminado y las instituciones de gobierno para ejercer de manera fluida y eficaz la necesaria
interacción democrática entre la voluntad popular y la decisión política institucionalizada (avala esta
misma idea Mancini, 1995:148). Ya el primer partido político fundado por Shaftesbury en 1640 en
Inglaterra surge asociado -como recuerda Del Rey (p. 193)-, a la necesidad de escoger representantes
para organizar una asamblea de intermediarios que pueda hacer lo que todos los miembros de la
comunidad no podrían por sí mismos. Y es evidente que la tarea principal que se espera de esta
institución es que sirva de intermediario comunicativo entre quienes apoyan y se sienten representados
por el partido y las decisiones de gobierno en la que los dirigentes del partido puedan intervenir. A su
vez, la intervención de los delegados, provengan éstos de una organización partidaria o de la elección
directa de los representados, consistirá en una actuación comunicativa de deliberación con sus iguales y
de transmisión informativa en un doble sentido: desde los representados hacia los dirigentes y desde éstos
hacia los representados.

Las paulatinas transformaciones sufridas a su vez por los distintos instrumentos institucionales
de la representación democrática (Cámaras, Gobierno Ejecutivo, etc.) pueden seguirse viendo como la
constante búsqueda de la mejor forma de comunicar plenamente a los gobernantes con los gobernados,
permitiendo que todos los ciudadanos, con independencia de su situación educativa, económica o
especialización organizativa y política puedan participar con la suficiente involucración en la
deliberación directa o delegada de los asuntos que afectan a la globalidad del cuerpo político. La
actividad de esos intrumentos o medios específicos de la comunicación política democrática llamadas
instituciones representativas (Parlamento, Ejecutivo, partidos, etc.) desemboca a menudo en una
paradoja: Tal y como advierte Dahl (ed. 1994) esas instituciones creadas en su momento para la mejor
realización práctica de aquellos principios “alejaron tanto al gobierno del contacto directo con el demos,
que sería razonable preguntarse (…) si el nuevo sistema tenía derecho a adoptar el venerable nombre de
democracia” (según cita de Del Rey, 1996:109). No es extraño entonces que este último autor se plantee
que “sabemos que a una democracia de espectadores urge oponerle una democracia de participación”
(ibid:98).

Y cuando se hace referencia al proceso evolutivo de dichas instituciones igualmente puede


recordarse que hasta la manera de interpretar el principio genérico de la representación por unos
delegados ha ido variando históricamente: (por sorteo, por elección, con mandato imperativo, con libertad
de voto y deliberación para el delegado, etc.). Por ejemplo, la concepción bajomedieval del delegado
como un representante atado a un mandato concreto cede paso al delegado fiduciario, que una vez
investido no puede ser obligado a actuar de una forma específica hasta que no se agote su período de
representación. Lo mismo cabe decir de la designación de representantes por sorteo frente a su elección
por votación, etc. (cfr. Del Rey, ibid:112-113) Todo esto demuestra que la teoría democrática ha ido
21

adaptándose a nuevas circunstancias y que tal vez las nuevas condiciones mediáticas están exigiendo una
respuesta mucho más profunda de la filosofía política democrática ante los nuevos retos. “De ahí que en
la democracia moderna la teorización de las categorías modernas de la representación y la comunicación,
y la práctica social de una y otra, se hayan convertido en cuestiones fundamentales para la buena marcha
de la democracia”, apostilla Del Rey (p. 116).

Entre los muchos problemas pendientes de solución para la recuperación del principio
democrático de la representación genuina en el marco de las nuevas condiciones sociopolíticas, cabe
destacar unos cuantos en los que, de nuevo el ejercicio de la comunicación política juega un papel estelar:

• El incremento en la complejidad sociopolítica y el consecuente distanciamiento de los


ciudadanos respecto a sus instituciones (abstencionismo electoral, anomia política, etc.)
Como ha expresado David Swanson (1995:9): “Al mismo tiempo que las instituciones
políticas están dedicando más recursos y pericia a comunicar con el público, grandes sectores
de éste en muchos países expresan su escepticismo hacia la política y decepción con los
líderes, se debilitan las tradicionales lealtades de los votantes a los partidos políticos y la
opinión pública es más inconstante que antes”.

La dificultad de los ciudadanos para captar, comprender y deducir sus propias posturas
personales a partir de la información política que circula, es una dificultad puesta de relieve
entre otros por Dahl. A ese respecto se pregunta Del Rey si al no estar capacitados los
ciudadanos para interpretar lo que les concierne, no se estará convirtiendo la democracia en un
tutelaje (p. 136). La idea del tutelaje ya fue anunciada por Tocqueville al indicar que “no me
parece probable que se den tiranos entre sus dirigentes, sino más bien tutores” (cfr. Del Rey,
137).

• La tentación tecnocrática: Denunciada hace casi cuarenta años por Habermas, (1962) se trata
de una segunda dimensión estrechamente asociada a la anterior. Dada esa complejidad de
detalles técnicos, legales y socioculturales que se mezclan en cualquier proceso de decisión
política, la voluntad política queda en muchos ocasiones relegada y sustituida por la supuesta
primacía de la “voluntad de los expertos” (la voluntad tecnocrática), entregándose entonces
el poder otorgado a unos delegados, por el ejercicio de la representación, a unos decisores
que sin ninguna delegación de representatividad acaban imponiendo sin ninguna deliberación
política, sus criterios, amparados en la supuesta “racionalidad técnica” que les inspira. Como
aclarara Habermas en su momento, es lógico y necesario que el político se asesore con los
informes y las opiniones de los técnicos, dada la infinidad de cuestiones que requieren un
conocimiento preciso de implicaciones, consecuencias, etc.; pero una cosa es el análisis
documentado y otra el ejercicio político de la decisión, donde además de las razones técnicas,
el representante democrático se supone que ha de aportar -y como mínimo sopesar frente a
las anteriores-, las razones éticas, políticas, sociales y aun ideológicas (en virtud de con qué
respaldo y para qué ha sido elegido: un determinado programa, etc.), que legitimatoriamente
le avalan como representante.

No es extraño que ante la intimidación intelectual que genera el tecnócrata, tanto el político
como el ciudadano, acaben desentendiéndose de la discusión política de los asuntos y cayendo
en el pesismismo de su abandono de los asuntos públicos en manos de los burócratas y los
“expertos”; pesimismo antidemocrático que ya denunciara Pericles (citado por Popper, ed.
1984:22): “si bien sólo unos pocos son capaces de dar origen a una política, todos nosotros
somos capaces de juzgarla”. En la misma línea de estos argumentos, Del Rey (p.141) aporta el
comentario del evidente peligro que para la democracia contiene un sistema de decisiones en
manos de los propietarios de conocimientos especiales, las élites estratégicas de Keller, o de los
intelectuales convertidos en tutores al modo platónico.

• La pérdida de democracia interna en los partidos: “El nombramiento por cooptación que
realiza el partido termina siendo la elección real (…) los ciudadanos eligen al partido, pero el
partido selecciona a los elegidos” (Del Rey, 96:118). Si los actores implicados son
representantes, partidos y representados, “algo habrá que haga posible esa relación,
acortando esa distancia (…) ese algo es la comunicación política (ibid:119). De hecho los
partidos han acabando siendo criticados en muchas sociedades con la calificación de
22

“partitocracias” y, si bien es cierto que en semejante descalificación se ampara a veces una


mentalidad fascistoide y antidemocrática (no es concebible una democracia sin libertad de
partidos), tampoco puede negarse que una política acordada por unas élites burocratizadas
de los partidos y ajenas o desinteresadas por el sentir de los ciudadanos de a pie, también es
la perfecta antesala para la destrucción de la democracia.

• La confusión, distorsión y demagogia en la deliberación de propuestas y decisiones,


producidas por una selección informativa tergiversada, incompleta o superflua: Para que la
representación (igual que la responsabilidad) resulte fidedigna y las opciones de respaldo y
control de los representados se ejerzan desde la auténtica libertad, no basta con la exitencia
de múltiples canales comunicativos entre el pueblo llano y las élites; sino que se requiere
además que los datos circulantes a través de dichas redes sean tan pertinentes y exactos como
cada cuestión debatida exija. Como más adelante se pondrá de relieve, uno de los asuntos
más debatidos respecto a los riesgos antidemocráticos de las llamadas “democracias
mediáticas” es que la indudable abundancia -y hasta inflación- de medios y contenidos
informativos se convierte a menudo en cortina de humo o instrumento de ocultación -por vía
de ruido en lugar de por silenciamiento-, de las cuestiones decisivas que los ciudadanos
deberían conocer para ejercer con plenitud sus derechos políticos.

• La supuesta viabilidad de la democracia directa en el entorno creado por las nuevas


tecnologías informativas: Sobre este particular dice Del Rey: que “sabemos que las
elecciones no son estrictamente necesarias (…) y bien podrían sustituirse por un
macrosondeo, que incluso podría ser electrónico y prácticamente automático” (p. 532) Este
autor comprende que no se desemboque en ello porque “existe esa otra necesidad, que es
psicológica, que es simbólica, que es cultural, que rebasa los límites de la política, y que
tiene que ver con el juego y el ritual, la participación y la comunicación” (p. 532) Sin
embargo, y más allá de esa primera objeción de tipo sólo sentimental, a favor de la
persistencia del procedimiento de la representación parlamentaria, cabe suscitar la primacía
de la calidad de la comunicación de aquélla frente a la superficial acumulación cuantitativa
de múltiples y celéricas fórmulas de intercambio de mensajes. La fascinación de la conexión
telemática directa tiende en ese sentido a enmascarar que la principal función comunicativa
de la vetusta institución parlamentaria no es tanto la posibilidad de votar en todo momento y
por todos los representados, sino el permitir una deliberación sosegada, exhaustiva y
públicamente conocida por todos. Frente a ello, la aparente abundancia de ‘comunicaciones´’
entre un ordenador central y la terminal instalada en la aislada soledad de cada hogar, puede
generar muchos mensajes, pero todos ellos privados del enriquecimiento para el propio juicio
que supone atender a, y conocer, las razones que otros más experimentados política e
intelectualmente esgrimen y debaten (y aunque esto último sólo sirviera para situar el
contexto al que se enfrenta la opinión individual de cada ciudadano).

Todo el análisis anterior sobre la razón última del principio de la representación, su evolución y
dificultades, permite vislumbrar el amplio recorrido experimentado en la historia de la propia
democracia, pudiendo establecer, como propone Del Rey (p. 128) un Cuadro de evolución de la
“poliarquía” como forma contemporánea de democracia, junto con los sucesivos estadios de
comunicación política ligados a las innovaciones mediáticas más significativas. (VER CUADRO, Del
Rey, ibid.: 128).

“La Poliarquía III es la sociedad de la comunicación en la que a las élites surgidas en momentos
anteriores de la evolución de la Poliarquía, se añaden las élites de la comunicación y del marketing, élites
ocultas que conocen los secretos de la comunicación política y funcionan como asesores de gobiernos,
administraciones y partidos” (p.130). Esa evidencia de constantes transformaciones, al hilo de las
dificultades o crisis que van surgiendo, lleva asimismo a plantearse nuevas transformaciones, como la
sugerida por Toynbee (ed. 1977, citado por Del Rey, p. 117) sobre el abandono de la territorialidad
(circunscripción electoral) como base de la representación, y la exploración alternativa de una base
profesional de representación, dado que el verdadero distrito electoral ha dejado de ser local y se ha
convertido en profesional.

En última instancia parece evidente que la representación en parte podría estar hoy
sobreviviendo a su crisis “precisamente por la irrupción en la arena política de los medios de
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comunicación social, y por el auxilio y complemento que aquélla recibe de éstos” (…) “ni la
representación sería operativa sin la comunicación, ni la comunicación sería satisfactoria si faltase el acto
legitimador de la representación”. “Sin publicidad y comprensión de los asuntos públicos ni hay
representación ni tampoco democracia” (Del Rey, pp. 123-124). Pero también es cierto que la irrupción
de estos medios como instrumentos estelares de la comunicación política democrática altera y trastoca,
con amenaza de nuevas deformaciones del espíritu democrático, las condiciones ideales del ejercicio del
principio de representación.

En todo caso, y aun teniendo presente que no cabe confundir de forma simplista comunicación
con medios periodísticos o con medios masivos de comunicación, parece ya fuera de discusión que la
teoría política de la democracia, y en particular el subapartado del análisis teórico de la representación, no
estará ya en condiciones de encontrar soluciones para su objeto de estudio que no pasen o contemplen el
aspecto de los procesos de comunicación. En esa línea, el prestigioso científico de la política Robert Dahl
(cfr. Del Rey, pp. 138-139) explícitamente plantea la necesidad de: 1) Asegurar que la información sobre
el programa de acción política sea accesible a todos los ciudadanos 2) Influir en la elección de los temas
para dicho programa, 3) Participar en forma significativa en los debates políticos. Dahl llega a proponer
la creación de una masa crítica de ciudadanos informados, un minipopulus, que no sustituiría a los
organismos legislativos pero que los complementaría y sus juicios representarían los del demos. Según
Del Rey, en parte esa figura ya la ostentan los lectores de periódicos y ciudadanos que siguen de manera
atenta la actualidad sociopolítica en los medios (…) “El espacio mediático de la comunicación es el
escenario que hace posible la creación de esa masa crítica, ese minipopulus” (Ibid:142). No obstante, el
tipo de alteraciones y manipulaciones potenciales que en dicho ámbito mediático cabe suponer -según lo
apuntado en la anterior enunciación básica de problemas-, obliga a volver a analizar más adelante, de
manera minuciosa, la situación de hecho en el ejercicio de dicho papel.

A modo de colofón cabría decir que, frente al ejercicio formal de la representación, “sin la
categoría mediática de la comunicación las élites estarían acantonadas en la ciudad de los políticos” (Del
Rey, p.18). Sin llegar a deducir como dicho autor que “la categoría de la comunicación es probablemente
más relevante que la categoría medieval de la representación” (cfr. ibid:148), si cabe cuando menos
coincidir en que los procesos y mecanismos de la representación se reducen hoy a huecos formulismos si
no se traducen y asientan en procesos específicos de comunicación plural, transparente y fluida que
posibiliten en términos comunicacionales los principios y valores clásicos del concepto de democracia.

Por otra parte, toda la aplicación de la óptica comunicacional realizada hasta aquí sobre el
principio democrático de la representatividad, es trasladable al principio de la responsabilidad,
igualmente enunciado al inicio de este epígrafe. Sin necesidad de reiterar todo aquello que cabe aplicarle
también a él de forma automática, bastará señalar que sin un genuino ejercicio de comunicación plural,
transparente y fluida no se concibe responsabilidad que valga: Ni en el sentido de que los representantes
o dirigientes rindan cuentas ante quienes les han legitimado democráticamente para actuar, ni en el
sentido de que las decisiones de éstos sean acordes con el conocimiento suficiente de las demandas de los
ciudadanos y de los factores implicados en cada problema o conflicto solventado. Los cauces
establecidos para la comunicación política, sean éstos de tipo formal e institucionalizado (regulación de
los debates parlamentarios, fórmulas de comunicación entre los poderes constitucionales, entre el
Gobierno y los partidos de oposición, etc.), o sean los medios masivos de comunicación, constituyen de
nuevo la plataforma o el instrumento para la realización efectiva de la citada responsabilidad.

2. Comunicación política, democracia y retórica.

La actividad política de toda comunidad, incluyendo cualquier gobierno despótico y totalitario,


siempre ha utilizado -aun de forma intuititva y en absoluto racionalizada-, diferentes recursos de
comunicación política para persuadir, convencer y en definitiva lograr que los gobernados aplaudieran o
admitieran las propuestas y decisiones establecidas por los dirigentes. Como señala Del Rey (1996:224),
“es a través del lenguaje que el líder político consigue persuadir”, y también, “el político quiere que sus
acciones se transformen en mensajes. Si no lo consigue es como si no hubiera actuado” (ibid:189). El
mismo autor comenta cómo “Gorgias nos recuerda la fuerza persuasiva que está en manos de aquél que
tenga una habilidad retórica superior a la de sus adversarios” (ibid:227).
24

Loa sofistas fueron -en efecto-, los primeros pensadores conocidos de la cultura occidental que
se plantearon la importancia de la comunicación como herramienta capital de la actividad política. Fruto
de ello se entiende todo su esfuerzo por descubrir y mostrar reglas prácticas, en sus diferentes aspectos -
oratoria, retórica, etc.- de una nueva fuerza política distinta de la fuerza militar, la supeditación a castas
rígidas o la dependencia económica.

El empeño de los sofistas se encaminaba a ayudar a cualquier ciudadano, al margen de su origen


o condición social, a igualarse con el resto e intervenir en las deliberaciones de las cosas públicas con la
misma capacidad política que el más poderoso de los dirigentes tradicionales. Pero pronto ello será
aplicado en un sentido diametralmente opuesto al deseado por sus creadores. La retórica (o la sofística)
no en balde ha pasado al acervo popular con el matiz de arte manipuladora, instrumento de engaño y
fórmula de opresión ideada por los poderosos para mantener sometidas y engañadas a las gentes sencillas.
Han sido desde luego los soberanos absolutos, dictadores y oligarcas de todo tipo, los que a lo largo de la
Historia más recursos y atención han dedicado a las técnicas de la persuasión simbólica y la propaganda.
Incluso en el siglo XX, y cuando la investigación de este campo se ha desarrollado principalmente en el
seno de culturas democráticas, las motivaciones que fundamentalmente han inspirado el estudio científico
-y supuestamente antitotalitario- de estas cuestiones, han continuado siendo de carácter opresor y de
ambición dominadora: propaganda bélica (aunque fuera para defenderse de poderes enemigos aun más
totalitarios), publicidad comercial (para generar deseos desorbitados de compra), o a mitad de camino
entre ambas opciones, la publicidad política.

En cualquier caso, y aunque esta dimensión de la comunicación política fuera antagónica de la


vida democrática, no por ello dejaría de ser una faceta bien notoria de ella misma: si, siguiendo a Del Rey
(p. 178), en la comunicación política lo esencial es la confianza y la credibilidad, ello desemboca
inexorablemente en cuestiones con mayor o menor intensidad relacionadas con la persuasión política, la
propaganda o el marketing electoral. Por otra parte, es evidente que ni existen democracias
beatíficamente puras -en las que estuvieran desterradas las artes comunicativas de la persuasión y la
demagogia-, ni tampoco hay que olvidar el criterio originario con el que, según todos los indicios, los
sofistas prestaron atención a estas prácticas: El hecho es que, puesto que tales recursos comunicativos
pueden resultar a menudo más potentes que las más temibles armas, es necesario que los ciudadanos
honrados y bien intencionados conozcan sus trucos y resortes para saber defenderse de ellos. Incluso
desde una visión menos peyorativa del concepto de persuasión simbólica (cuando hablamos del derecho a
intentar convencer a otros) es evidente que quienes aspiran a adoptar decisiones mediante la libre
discusión, renunciando a la imposición de cualquier otra fuerza que no sea la razón (o lo que en un
momento dado por ella se tenga), tienen el legítimo derecho de intentar exponer sus puntos de vista de la
manera más eficaz posible. Y ello, lejos de ser una práctica perturbadora de la democracia, resulta todo lo
contrario: una forma natural y eficaz de ejercitarla (generando la convicción ciudadana de que el poder
del diálogo es suficiente y más efectivo que el poder de las balas, por ejemplo).

Así argumentan muchos consultores de ‘comunicación’, estrategas de campaña y expertos en


relaciones públicas y publicidad política, procurando dar a sus actividades una imagen positiva y
connatural con los principios de la filosofía y ética democráticas. Qué duda cabe que en la práctica real
de la argumentación y la retórica políticas las actividades concretas en ocasiones serán un claro
exponente de manipulación propagandística, en otras un limpio ejercicio de ‘elocuencia blanca’ y en la
mayoría de las ocasiones, una mezcla de ambas cosas. Tanto en unas circunstancias como en otras, y con
independencia de los objetivos últimos de cada analista, el estudio de la comunicación política en su
vertiente de efectos, estrategias y prácticas de retórica y persuasión simbólica, constituye un apartado
vital de todo análisis político contemporáneo.

En todo caso, y como plantea Del Rey (1996:242) “si la democracia alcanza su legitimidad
cuando sus decisiones son el resultado de un debate abierto y libre (…) urge liberar a ese debate de los
vicios asociados a patrones de comportamiento que no utilizan el lenguaje para el análisis de la realidad
“. Se trata, en definitiva, de detectar las señales de riesgo, como esas matrices de la argumentación
engañosa que Albert Hirschman (Retóricas de la intransigencia, 1991) ha desmenuzado en los arquetipos
retóricos de los pensamientos progresista y reaccionario.

Respecto a la relación concreta entre democracia y uso de la retórica, el citado Hirschman


plantea algunos principios generales que Del Rey (pp.244-245), a su vez, sintetiza:
25

• Primero: que la retórica que prospera en una democracia no siempre es propicia para la mejora de una
democracia, siendo a veces un recurso antidemocrático.
• Segundo: que han sido varias las veces en que la democracia ha salido victoriosa de la ofensiva
retórica esgrimida contra sus progresos.
• Tercero: que los recursos argumentales de unos y otros no siempre guardan relación con la realidad,
siendo más bien matrices retóricas que se repiten una y otra vez (a lo largo del tiempo y con
independencia de los temas o ideologías defendidas)..

Si como acaba de exponerse, la retórica política y estrategias de persuasión simbólica no sólo


tienen presencia real en la comunicación política de una democracia, sino que además pueden ser un
recurso legítimo de la deliberación, siempre y cuando no se sobrepasen ciertos límites inherentes a los
propios principios de la ética democrática, entonces resulta de gran importancia la fiscalización y
vigilancia de las prácticas retóricas puestas en juego en una comunidad política. Los medios de
comunicación de masas y los profesionales de los mismos se convierten con ello en el ‘campo de batalla’
y en los principales vigilantes críticos de las diversas estrategias de persuasión y retórica política
desplegadas por los diferentes actores de la vida pública: “Los periodistas y los medios de comunicación
-señala Del Rey (p. 245)-, son los vigilantes de la democracia (…) pero no se nos oculta que periodistas y
medios de comunicación son también la plataforma para el despliegue de las estrategias retóricas y para
la difusión y mantenimiento de lo que Chomsky denomina ‘el modelo de la propaganda’”. Luego también
por esta razón urge analizar y evaluar las distintas formas de realizar el papel político interpretado de
hecho -en cada sociedad y circunstancia política-, por los profesionales de la comunicación en sus
diversas facetas (desde periodistas a portavoces oficiales, publicistas, etc.).

La retórica y las técnicas de propaganda o publicidad política consideradas como un todo de la


persuasión política presentan en realidad dos grandes parcelas que, al menos en el desarrollo de la
investigación en el siglo XX han caminado bastante disociadas: Por un lado los estudios de la eficacia
persuasiva de diferentes formatos, tipos de mensaje, de fuente emisora, temas o contenidos expuestos,
etc.; campo todo ello de la psicología social y sus aplicaciones a la sociología de la comunicación de
masas. Pero por otro lado, y sin el despliegue analítico y de técnicas de investigación que en el caso
anterior, el estudio específico de las formas argumentativas en sí mismas, como potencial persuasivo, con
independencia de las condiciones del emisor, contenido del mensaje, canal o estructura comunicativa
general en la que aparezcan. Esta segunda faceta puede decirse que, aun siendo la primera señalada por
los pensadores clásicos, carece en la actualidad de un desarrollo parecido a la que, desde el estudio
pionero de Laswell en 1927 (Propaganda Technique in the World War), ha experimentado su
paradójicamente hermana más joven. Por eso, puede decirse que a la reclamación de atención para esta
parcela de la comunicación política que llamamos “retórica” o estrategias de la argumentación y la
persuasión dialéctica, no suele acompañar, sin embargo, un esfuerzo actualizado y sistematizado de
desmenuzamiento de sus figuras, tal y como se emplean -consciente o inconscientemente- en el debate
político de las actuales democracias. Es corriente, en efecto, la apelación genérica a Aristóteles y su
tratado de “Retórica”, como referencia erudita de la conexión estrecha entre política y comunicación,
pero en pocas ocasiones se intenta aplicar concretamente esa perspectiva al campo empírico de la
comunicación política de las democracias mediáticas.

Por esa razón, cobra especial interés la publicación de un nuevo libro de Javier Del Rey (Los
juegos de los políticos, 1997), en el que este autor intenta superar la mera proclamación genérica de la
necesidad de contemplar la comunicación política desde dicha perspectiva, para adentrarse en el trabajo
de campo de detectar, describir y clasificar en un cuadro categorial de carácter estable, las formas
dominantes de la retórica argumentativa y persuasiva que despliegan los políticos contemporáneos en las
llamadas democracias de masas. Partiendo de la adaptación contemporánea que de la retórica clásica
realizara Perelman (1970, 1977, 1989) para reinterpretar y actualizar una concepción global de la Lógica,
así como de los enfoques inaugurados por Wittgestein en filosofía del lenguaje, Del Rey se propone
analizar las “jugadas de lenguaje” que practican los políticos, o “el arsenal de recursos semánticos de que
se valen los partidos” (Del Rey, 1997:102) en distintos países del mundo democrático contemporáneo, y
con especial hincapié, durante esos festivales del ‘juego dialéctico’ y las batallas comunicativas
(%#Ê+ = en estado de guerra; y polémica = a lucha en general) que son las campañas
electorales.

Del Rey interpreta, en efecto, que la actividad dominante de los políticos contemporáneos va
encaminada a realizar unas serie de jugadas lingüísticas con las que ganarse la adhesión plebiscitaria o el
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voto en las urnas (o ambas cosas). Entiende que los candidatos a ocupar cargos “suelen tener disciplina
dramática, es decir, capacidad para no involucrarse afectivamente en el papel que representan” (ibid.90),
ya que, según su análisis, se trata de actores -cuestión ya señalada en su día por Ortega y Gasset-, que
realizan una serie de jugadas retóricas. Entendida la comunicación política en este sentido, el autor
confiesa que en esta investigación no se pregunta por lo que la gente hace con la comunicación, sino “qué
hacen los políticos con la comunicación y qué deberían hacer los ciudadanos con la comunicación” (ibid.
86). Considera incluso que:

“son los juegos de lenguaje -y no la agenda de temas- los que consiguen polarizar la atención
del electorado, sin olvidar que la agenda temática también es una creación de los juegos de
lenguaje” (ibid. 87).

Por consiguiente se aplica a analizar “cuáles son las reglas del juego (retórico), cuáles son los
juegos posibles, qué jugadas están a su alcance (del político), qué jugadas son desaconsejables, cómo
contrarrestar las jugadas del adversario, y qué jugadas le serán más rentables electoralmente” (ibid. 90), y
acto seguido despliega un vasto abanico de jugadas tipificadas (como “el juego de la promesa oportuna”,
“el juego de la crispación calculada”, “los juegos de los espacios políticos” y un largo etcétera),
contempladas todas ellas en campañas electorales recientes de diversos países.

Tal vez el resultado de su análisis queda un tanto limitado a un primer logro descriptivo que
habrá de ser complementado y profundizado en ulteriores investigaciones sobre cuándo y por qué esas
jugadas retóricas de la argumentación política tienen éxito o fracasan, teniendo presente, de paso, que la
comunicación política, con su estructura, funciones y efectos múltiples, no puede quedar reducida a esta
importante pero no exclusiva faceta. Aun así, este autor demuestra cumplidamente el interés de asumir
una perspectiva cuya hipótesis central es expresamente formulada de la siguiente manera:

“el candidato que ejecute mejores jugadas en los distintos registros que admiten los juegos de
lenguaje que enumeramos, estará en situación de ventaja respecto a sus adversarios, para
mantener su cuota de mercado -o ampliarlo a expensas de ellos-, para mejorar su instalación en
la política y, eventualmente, para acceder al Poder” (Del Rey, 1997:87).

3. La nueva comunicación política.

Establecida, pues, la relación natural que existe entre democracia, comunicación política y
estrategias de persuasión simbólica o argumentación para la obtención del respaldo ciudadano, resulta
vital describir y valorar el papel desempeñado por los medios de comunicación de masas, la información
periodística y el periodista como actores e instrumentos de la comunicación política de las sociedades
contemporáneas.

Respecto a los periodistas cabe decir, al igual que Del Rey (1996: 267) que “una sociedad sin
periodistas, o una sociedad en la que los periodistas asumieran un papel pasivo (…) no sólo sería
inimaginable, sino que sería tanto como poner a la democracia en manos de los políticos (…) Al
desplazamiento de la soberanía de unos actores a otros le corresponde un parecido desplazamiento en el
universo profesional: (…) sin duda alguna el periodista representa a la sociedad civil de muchas maneras
no accesibles a ese representante institucional que es el parlamentario”.

Asimismo, y aun con un papel mucho más polémico en términos de principios democráticos, los
expertos de las relaciones públicas, el marketing electoral, la publicidad política o los gabinetes de
suministro de información institucional, irrumpen también en la escena de la actual comunicación
política transformando completamente su tradicional fisonomía.

Pero además, no sólo las diversas categorías profesionales de la comunicación social se


convierten en actores políticos clave de las nuevas sociedades políticas, sino que los propios medios a
través de los que aquéllos actúan, pueden ser considerados un actor preponderante y autónomo. Ese
nuevo actor de los medios de comunicación en sí mismos es capaz de imponer por sí solo -por las lógicas
institucionales, industriales y de formato comunicativo a las que abocan- un amplio abanico de
exigencias, obligaciones y límites a los restantes actores (institucionales o personales) de la nueva vida
política: Las cámaras de televisión, por ejemplo, por su propia naturaleza y con independencia de las
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motivaciones o criterios de quienes las manejen, “terminan sustituyendo en cierta medida a las cámaras
parlamentarias cuya actividad filman: creen filmar un acontecimiento y el acontecimiento son ellas” (Del
Rey, p.190)

La aparición y protagonismo de estos tres nuevos tipos de actores políticos (a menudo asociados
entre sí o intervinientes de modo simultáneo y en confusa mezcolanza) suscita un abanico de problemas
mucho más concretos que los enunciados hasta ahora en los epígrafes precedentes. Entre ellos, y sin
ánimo exhaustivo se podrían destacar algunos:

• La posible disminución de la participación real de los ciudadanos en la medida en que se


extiende la comunidad mediática. (cfr. Del Rey, p.191); lo que puede implicar la paradoja de
aparente participación simbólica máxima en contraste con un ejercicio muy pobre de la
participación real: sustitución de la democracia de ciudadanos por la democracia de
espectadores.

• La nueva prioridad para los políticos profesionales del acceso y comunicación con el resto
del cuerpo político a través de los medios de comunicación de masas, en lugar de a través de
los cauces tradicionales de la comunicación político-institucional; con lo que la lucha por el
poder, en cierto modo se convierte en una lucha por el acceso a los medios de comunicación
(cuestión ya planteada por Halloran en los años sesenta, según recoge Del Rey, p. 191)

• La contaminación de cualquier argumento o debate político (lo mismo que social, cultural o
científico) por la lógica o epistémica que imponen los nuevos medios y su ‘cultura
mediática’: De acuerdo con Swanson (1995:13-14), “los intereses institucionales de la
mayoría de las organizaciones informativas en mantener y ampliar sus audiencias, con
frecuencia conduce a formas de informar que están pensadas para hacer las noticias más
interesantes y atractivas para las audiencias, gran parte de las cuales en muchos países no
tienen ningún interés especial en seguir en detalle el día-a-día de las actividades del gobierno
y de los políticos. Así que es bastante común ver las noticias construidas de manera que haga
que el gobierno y los políticos sean más interesantes para la audiencia”.

Pero planteando este aspecto en un marco aún más global, puede señalarse con Del Rey
(1996:296 y 298) que “en la Edad Mediada prospera la credibilidad a expensas de la verdad (…)
es la epistemología del narrador que se impone a la epistemología del argumento (…) Si la Edad
Media tenía que ver con el mensaje, la Edad Mediada tiene que ver con la verosimilitud” (…) La
posmodernidad está asociada al lenguaje de la publicidad, que es uno de los fragmentos
narrativos de las sociedades modernas”.

Al hilo de esta última cuestión, cabe plantearse si parte de tales conflictos derivan de la
naturaleza específica de los nuevos medios y profesionales, o de factores culturales más profundos -que a
su vez podrían en parte venir influidos por las actuales formas comunicativas-. En cierto modo, lo que en
el párrafo anterior Del Rey atribuye a la “Edad Mediada” puede considerarse como uno más de los
efluvios característicos de la “cultura de la postmodernidad”, mucho más genérica y determinante que la
parcela acotada -aunque preponderante-, de los medios de comunicación.

El propio Del Rey señala en otro momento (p. 532) que “el paradigma de nuestro tiempo es el
entretenimiento, su epistemología es la del anuncio publicitario -o la del titular periodístico-, su cultura es
un ‘pret-à-penser’ mediático, y su receptor es muchas veces, un ciudadano prisionero de su orientación
afectiva hacia los objetos mediáticos”. Pero todo ello, aun manifestándose necesariamente a través de los
medios de comunicación, el problema forma parte de un universo cultural mucho más genérico cuyas
causas y factores de transformación no provienen sólo del entorno mediático.

El nuevo entorno en el que se desenvuelve la comunicación política de las sociedades


contemporáneas, presenta, en consecuencia, una amalgama de elementos de diversa procedencia -unos de
índole política, otros culturales y otros de la naturaleza tecnológico-organizativa de los medios de
comunicación, en el que resulta casi imposible separar las responsabilidades atribuibles a cada uno de
ellos, dado que el efecto final es un denso conglomerado, solo segmentable en términos analíticos, pero
no en cuanto a su incidencia global. Como descripción básica del nuevo ambiente -y en lo que se refiere a
los países que asumen el modelo democrático-, sirve de nuevo la imagen proporcionada por Del Rey (p.
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307): “…nos queda el relato de la democracia liberal. Aunque no sabemos muy bien en qué consiste (…)
Los actores son los políticos y los periodistas. Las nuevas sedes, catedrales de nuestro tiempo, son los
medios de comunicación social (…) El relato es plural, y no remite a un mundo trascendente -yo añadiría
que ni a una interpretación ideológica siquiera), sino a las cosas de la política”.

En ese ambiente cobra todavía mayor importancia el contenido y el continente de la discusión


política, la información política y la imagen política, es decir, de la COMUNICACIÓN POLÍTICA, pues
si las decisiones o respuestas políticas no pueden provenir de una legitimación racional autoevidente o de
una autoridad incuestionable (Dios, el soberano, el dirigente, el partido mayoritario, el Tribunal
Supremo), es todavía más notoria la preponderancia de los procedimientos de alcanzar acuerdos, aunque
ello desemboque en una frágil estabilidad y en una democracia pactista o de aceptabilismo utilitario, de la
que abomina Habermas, porque la supeditación a los valores de cualquier código de “Derechos
Humanos” es sustituida por una ética relativista de los intereses: “lo que queda no es la racionalidad en
cuanto medición objetiva de las utilidades sociales, sino el regateo entre las personas”, dice Daniel Bell
(ed. 1976, según es citado por Del Rey, p.312).

Si, como también dice Del Rey (p. 313), tenemos “un escenario que exige una actitud flexible,
para nada dogmática”, no nos queda ningún gran discurso o código de valores al que atenernos, luego
sólo nos sustenta la comunicación política. Lo que hagamos dentro de ella o a través de ella será lo que
tengamos como resultado en cualquiera otro de los ámbitos de la acción política (normas, instituciones,
leyes, decisiones, etc.). Tal vez nunca como ahora, y no ya por compromiso con los valores democráticos,
sino por imperativos culturales, puede afirmarse que la política depende, se reduce o se resume en
comunicación política y que, en consecuencia, la teoría de la política necesita configurarse en torno a, o a
partir de, una teoría -o por lo menos un análisis- de la comunicación política.

En ese escenario se funden un criterio democrático con una tendencia típica de la sociedad
postmoderna: “lo que hace la democracia: el método de ensayo y error, en un escenario público
mediático, en el que el pluralismo periodístico es un atenuante para los errores y una garantía para la
denuncia y la corrección de los mismos” (Del Rey, p. 319).

El problema es si esa comunicación política de la postmodernidad, o de la democracia


postmoderna, no es más que un escenario de fluyente y bóvida yuxtaposición de
imágenes/propuestas/sucesos, en el que los mediadores-periodistas se limitan a gestionar el espectáculo
(alternativa postmoderna pura), o si como querría Del Rey (1996:338), los periodistas en realidad
ejerciesen una labor de vigilancia para el fomento y el progreso de unos valores de naturaleza racional
aunque antidogmática, a través de los procedimientos del diálogo libre y general. Esta segunda opción
implicaría un post-postmodernismo o neomodernidad, que también defiende Habermas (ed. 1987), y que
consiste en superar la degradación ética y política del relativismo postmodernista, sustituyéndola por una
nueva racionalidad no-totalitaria de los valores según un criterio de tolerancia pluralista.

En el entorno de la nueva comunicación política coexisten, por consiguiente dos posibles


desarrollos, a partir de unas circunstancias de hecho que son previas y comunes para ambas posibilidades.
Ese común punto de partida lo establece una vez más Del Rey: “En la nueva iglesia mediática (…) son
los periodistas los encargados de administrar los valores sobre los hechos y los comportamientos
políticos” (350). Por eso mismo cabe añadir que en nuestras sociedades “los periódicos -yo incluiría
cualquier fórmula de periodismo audiovisual- no son solamente medios de comunicación (…) son
también instituciones implicadas en la trama institucional a la que pertenecen (…) median entre: la
actualidad y la sociedad (…) los hechos y los valores (…) los actores del subsistema político-candidatos,
partidos-, y el ambiente social global” (508).

Pero a partir de ahí, la acción mediadora de los profesionales del periodismo puede desembocar
en dos modelos de comunicación política de consecuencias políticas y culturales bien distintas. El
primero de ellos es una vez más el que viene inscrito en el programa demoliberal clásico de la Ilustración,
y que queda patente en el proyecto al que Del Rey, como muchos otros autores, se apunta: “Sobre
periodistas y medios de comunicación, administradores de ese distrito de nuestra cultura que es la
comunicación política, recae la responsabilidad de construir un marco cognitivo inspirado en el
pluralismo filosófico” (Ibid:341) “La sociedad que manifiesta su voluntad de vivir en democracia
necesita una comunicación política plural” (Ibid:345).
29

El segundo en cambio, menos verbalizado explícitamente por cuanto su contenido real no puede
resultar más cínico y derrotista para con los ideales del pluralismo filosófico y el racionalismo
democrático, tal vez está mucho más presente en la práctica, tal y como corresponde al dominio difuso de
un ambiente cultural postmodernista: Simplemente consiste en aplicar los aspectos formales de la
mediación aséptica y aparentemente plural de la actividad periodística pero desgajados de cualquier
compromiso de servicio a la racionalidad del debate público y la búsqueda crítica de las informaciones de
máxima utilidad para el principio de la responsabilidad democrática. Los ideales del pluralismo se
sustituyen en la práctica -dentro de este segundo modelo-, por algo de gran semejanza formal y extrema
diferencia de fondo: el relativismo. La óptica que predomina en este caso no es la óptica pluralista,
inherente al espíritu democrático, sino la relativista, según la cual, el profesional de la comunicación es
capaz de hacer equivalentes, sin el menor escrúpulo epistémico, una argumentación científica y el
exabrupto de un nazi, pues ambas merecen a sus ojos el mismo tiempo en antena, o incluso cabe destacar
más el segundo si el envoltorio escénico que le rodea resulta más impactante. El periodista o profesional
postmoderno de la comunicación no persigue tanto fomentar y contribuir a la libre discusión orientada a
la obtención de acuerdos favorables al máximo interés general, sino simplemente ofrecer un
caleidoscopio de imágenes, cuanto más variadas y episódicas mejor. No es extraño entonces que los
programas televisivos de debate intelectual y político se sustituyan por ese sucedáneo de los “debates-
basura” cuyo arquetipo incomparable sería una sesión sobre las ideas políticas de Chichiolina frente a la
madre Teresa de Calcuta hablando de sexo.

Qué duda cabe que cualquier ciudadano con un vestigio de identificación con el proyecto de la
Modernidad seguirá abogando por la superación de las dificultades que pudieran estorbar el desarrollo
del primer modelo. Pero aun así, y aun abjurando radicalmente de la falsificación contenida en el
segundo, conviene no llevarse a engaño por un exceso de utopía respecto al papel político que cabe
atribuir en el mejor de los casos a los medios periodísticos de comunicación. Como ya señalara Lippmann
en 1922 (igualmente recordado por Del Rey, p. 510), la prensa -léase los medios de uso periodístico-, es
una institución demasiado frágil para llevar toda la carga que la propia teoría política democrática les
asigna en cuanto a orientación o soporte de la soberanía popular.

En ese sentido, además de seguir vigentes muchos otros canales de comunicación política
alternativos y mucho más decisivos que los ‘mass media’ -permitiendo en cambio una comunicación
bastante menos democrática por su sometimiento a lógicas autoritarias y su falta de transparencia-, no
está claro ni siquiera que la potencialidad de transformación política que se atribuye sin discusión a los
‘mass media’ sea verdaderamente controlada por los periodistas y profesionales de dichos medios:
Subsiste, en efecto, una visión que cabría catalogar de ‘clásica’, para la que los profesionales de los
medios administran a su criterio un inmenso poder político. Dichos profesionales -como resume también
Del Rey (541-542)-, transmitirían al subsistema político las demandas del entorno social sobre las que los
responsables institucionales habrán de reaccionar. En la transmisión de dichas demandas, además, los
periodistas e informadores profesionales añadirían también su particular enfoque, contribuyendo así a
‘interpretar’ y no sólo a mediar en la relación entre gobernantes y gobernados.

Tal visión subraya la capacidad de influencia, no ya de los medios en sí, como estructuras
imprescindibles y con lógicas propias inevitables, sino de los propios profesionales de los mismos; como
nuevos actores políticos con voluntad, valores e intereses políticos personales, capaces de imponerlos al
resto desde su privilegiada situación en el control de acceso a los medios de comunicación política más
inevitables. Frente a todo eso, la advertencia lippmanniana sobre la fragilidad institucional de los medios
viene a recordar que, a pesar de la innegable potencialidad de los medios como agencias de poder, nada
habría cambiado respecto a quienes son los actores que verdaderamente tienen poder final para manejar
la situación (aunque sea a través de nuevos procedimientos):

Investigaciones empíricas concretas, como la de Víctor Sampedro (1996) para el caso español, y
en un asunto específico (las políticas sobre objeción de conciencia y servicio militar en España),
redescubren que, aun a través de los canales mediáticos, los actores políticos clásicos -instituciones
políticas y sus detentadores-, construyen, apoyados en ciertos medios masivos de comunicación, una
imagen que refuerza lo ya creído o maquinado por ciertos actores e instituciones políticas, que trasladan
al resto de la sociedad una determinada definición de la realidad. La única diferencia entre los
procedimientos tradicionales de la manipulación política o cuando menos de la presentación interesada de
los asuntos públicos en beneficio de quienes ejercen el poder institucional, estaría en la sustitución de
30

viejas y burdas fórmulas de presión física o simbólica, por la apariencia de acatamiento y seguimiento de
lo que la sociedad civil y unos medios de comunicación formalmente autónomos fuesen configurando.

La idea de Lippmann de los medios de comunicación como instituciones políticas débiles


adquiere entonces pleno sentido. Pero no según la interpretación convencional de insignificancia frente a
otros instrumentos más poderosos del ejercicio de la política (los medios como estructuras
suprapersonales inevitables para conquistar y retener el poder es una realidad avalada por los
encorsetamientos y sometimientos que sus formatos imponen a cualquier actor político). Sino como
‘establecimientos’ fáciles de penetrar y teledirigir desde fuera en cuanto a decisiones que sí tienen
carácter personal -y son suceptibles de acciones personalistas de poder-, como son quién, qué, cuándo,
dónde (y sólo relativamente cómo) incluir determinados aspectos en la información política de masas y
concederles acceso privilegiado en la atención pública.

A la amenaza entonces de una comunicación política diluida por la vacuidad del carrusel de
imágenes postmodernistas, hay que añadir ahora la debilidad inherente de los propios medios masivos de
comunicación como potenciales instituciones de genuina confrontación democrática y pluralista. El
estrecho margen en apariencia existente para esta última opción no equivale sin embargo a la negación de
su posibilidad, dadas las a su vez numerosas evidencias en que los medios periodísticos de nuestras
sociedades demuestran capacidad de alterar los repertorios preestablecidos por las élites.

Por otra lado, sólo mediante la combinación compensada de dos descripciones aparentemente
contradictorias (inevitabilidad cuasiomnipotente de las lógicas mediáticas frente a fragilidad y
dependencia externa de los profesionales de los medios), puede empezar a comprenderse el auténtico y
total papel político jugado por los medios contemporáneos de comunicación de masas: En cierto modo
constriñen, desbaratan y someten a los políticos -lo que explica el temor y desconfianza que éstos sienten
frente a aquéllos-, y en cierto modo son el canal pasivo de los datos, argumentos y propuestas que los
políticos deciden filtrar a la sociedad a través de unos medios que, o bien se rigen por la cínica asepsia
postmodernista de no buscarse complicaciones anticomerciales, o bien son fáciles de ‘llamar al orden’ en
caso de ‘despiste’ -lo que aclararía la recurrente sensación de insignificancia entre los profesionales de
los medios-.

4. La comunicación política en la democracia mediática.

“La representación política ha experimentado un cambio cualitativo en los últimos años


y en ese cambio no es ajena la influencia de la televisión, que ha generado nuevas formas de
hacer política, y una nueva relación entre gobernantes y gobernados” (Del Rey, 1996:.78).

“La televisión ha asumido el lugar de las fuentes más tradicionales de información,


como organizaciones y periódicos de partido, el papel de principal proveedor de información
sobre la política y el gobierno. Al tener una audiencia masiva a nivel nacional, la televisión se ha
convertido en una considerable fuerza de configuración de la opinión pública y en un importante
intermediario entre los dirigentes y líderes políticos y el público en general (…) los mítines,
congresos y otras actividades están cada vez en mayor medida adaptados a los requisitos de la
televisión (…) su estatus institucional , y en particular sus relaciones con el gobierno y los
partidos, se ha hecho especialmente importante” (Swanson, 1995:10-11).

Seguramente el escenario sociocultural y político impuesto por la televisión representa el aspecto


más llamativo y fácil de identificar a simple vista de cómo es o en qué se diferencia con mayor nitidez la
comunicación política de la democracia mediática, frente a otros entornos anteriores. No obstante ese
reconocimiento, buena parte de las nuevas características empezaban ya a apuntarse mucho antes de la
irrupción de la televisión -que sólo significaría la eclosión final de una cadena de síntomas-, cuando el
modelo de información periodística impuesto en el siglo XIX hizo su acto de presencia mediante la
combinación de la producción industrial a gran escala y el abaratamiento drástico del producto por la
publicidad. Algún autor ha llegado incluso más lejos, como Neil Postman, quien ve ya en la invención del
telégrafo el embrión de una nueva forma de narrar y argumentar sucinta, de mínimo contenido y
sustitución de la reflexión por la expresividad sincopada que tanto llama la atención en la televisión:

“El telégrafo -escribe Postman (ed. 1991:70 y 75)-, llevó a cabo un ataque a tres bandas
sobre la definición tipográfica del discurso, introduciendo a gran escala, la irrelevancia, la
31

impotencia y la incoherencia (…) El telégrafo sólo es adecuado para emitir mensajes urgentes,
reemplazando a cada uno rápidamente por otro mensaje más actualizado. Los hechos empujan
otros hechos dentro y luego fuera de nuestra conciencia a velocidades que ni permiten ni
requieren evaluación alguna (…) Para el telégrafo, inteligencia quería decir conocer muchas
cosas, pero no saber nada acerca de ellas (…) (es) un mundo de fragmentos y discontinuidades”.

El propio Postman cita también el comercialismo periodístico introducido por la publicidad,


cuando comenta que el periódico de un penique “había iniciado el proceso de elevar la intrascendencia a
la condición de noticia” (Postman, ibid: 71), y su análisis continua en la misma línea respecto a otras
tecnologías posteriores como la fotografía, contribuyentes todas ellas al incremento acumulativo de esa
nueva forma de sustituir la deliberación y argumentación parsimoniosas por el frenético ‘estress’
consumista del usar y tirar.

A la vista de estos antecedentes, la acusación a la televisión de ser la única responsable de la


gran transformación experimentada en las sociedades mediáticas, tal vez equivalga a la rebatiña
desproporcionada contra el último elemento desestabilizador que colma el vaso de una disolución
progresivamente perpretrada contra los viejos paradigmas comunicativos.

Con mayor o menor responsabilidad del medio televisión en cuanto tal, el hecho al parecer
irrebatible es que, en palabras de Del Rey (p. 23), “el coup d’Etat mediático evoluciona sin sobresaltos”.
La televisión aparece desde luego como el máximo exponente de una nueva situación cultural y política
en la que, hasta el propio Popper llega a señalar que la televisión “es el poder más importante de todos,
como si fuera Dios que habla” (cfr. Del Rey, p. 23). Del Rey, asimismo agrega que:

“La pequeña pantalla es el sitio por excelencia para la producción de acontecimientos (…) es el
lugar en el que se encuentran el espacio público y el privado” (…) “Si es Hobbes quien consagra
la separación conceptual entre lo público y lo privado, la tecnología se ha encargado de
cuestionar la separación” (ibid:149)

Todo lo cual desemboca en un ambiente preocupación por parte de muchos intelectuales y


analistas que se preguntan, al igual que Jarol Manheim (1976, cfr. ed. 1986) si ¿conseguirá la democracia
someter a la televisión, o será la televisión la que someta y domestique a la democracia?” , o con
Swanson (1996:4) si “¿Será el resultado de esto una democracia centrada en los medios que aplastará y
reemplazará los procedimientos e instituciones políticas tradicionales?”.

Resulta también indiscutible que “casi toda la reflexión filosófica sobre la democracia fue
acuñada antes de la aparición de la televisión, lo cual es tanto como decir que nos urge reflexionar sobre
el nuevo objeto político que podemos llamar democracia mediática” (Del Rey, p. 24). A ese respecto el
mismo autor trae a colación la reflexión de Sartori (1993), cuando comenta que las revoluciones que
tuvieron lugar en Europa Oriental fueron posibles porque la gente vio en la tele que se podía salir a la
calle a protestar, sin peligro. Bajaron en masa, y la revolución triunfó rápidamente. Y eso fue posible por
el tele-ver y el video-poder. China en cambio -continúa escribiendo Del Rey (p. 432) “creó un escotoma
cognitivo en el espacio audiovisual, silenció a los medios de comunicación, antes de aplastar a los
estudiantes. Hoy al homo sapiens le sucede el homo videns (…) el animal ocular conoce lo que ve, puede
prescindir del saber. Su vida está entretejida, no por conceptos, sino por imágenes”. Y desde luego la
sucesión de nuevos sucesos dramáticos en la misma dirección no hacen sino confirmar esa impresión: Las
multitudinarias manifestaciones en Belgrado contra el dictador y genocida Milosevic, o los
acontecimientos, en el caso español, desatados tras el secuestro y posterior asesinato por ETA de Miguel
Angel Blanco, el 12 de julio de 1997, resultan de una contundencia diáfana.

“El ojo no es la mente -prosigue Sartori, 1993:127-. La televisión traduce los problemas en
imágenes pero si después las imágenes no se retraducen en problemas, el ojo se come a la mente: el puro
y simple ver no nos ilumina en absoluto sobre cómo enmarcar los problemas, afrontarlos y resolverlos” Y
añade que al tiempo que la realidad se complica, los problemas se simplifican”.

Ignacio Ramonet, por su parte, citado también por Del Rey dice que “se establece poco a poco la
engañosa ilusión de que ver es comprender” y el segundo apostilla que “el objetivo prioritario para el
ciudadano ya no es comprender el alcance del acontecimiento, sino simplemente verlo, mirar cómo se
produce y evoluciona bajo sus ojos” (p. 533). Personalmente considero la afirmación anterior algo
32

sintomática de cierto énfasis ensayístico de muchos intelectuales, cuando diagnostican -


¿diagnosticamos?- sin la comprobación empírica y ponderación de datos suficientes. Habría que
investigar hasta qué punto los ciudadanos siguen demandando comprender y no sólo ver, interpretación y
no sólo datos, ¿cómo se explica si no el éxito de columnistas y tertulias, la fiebre por contar con
comentaristas prestigiados en las retransmisiones deportivas en directo (en lugar de dejar sin más la
imagen con sonido de ambiente), etc.?

Pero, aun con el contrapunto indicado, resulta pertinente retener la observación de Sartori (en
Teoría de la Democracia I. El debate contemporáneo) en el sentido de que “demasiada visibilidad sobre
demasiadas cosas dificulta la visibilidad” (cfr. Del Rey, 435), cuestión ésta que ya cuenta con una relativa
antigüedad entre los especialistas en comunicación de masas, como tuve ocasión de poner de relieve en el
apartado titulado “Una democracia visiva”, en el cap. final de “Periodismo y pseudocomunicación
política” (1983).

Del estado de cosas que de manera sumaria queda aquí planteado respecto a la naturaleza
intrínseca o epistemología de la televisión, puede extraerse un importante número de implicaciones para
la vida política, tal y como por ejemplo desarrolla el citado Jarol Manheim, y que serán analizadas en
detalle en los siguientes capítulos más específicos de este curso.

Como avance preliminar respecto a la transformación de la política mediática en la era de la


televisión cabe avanzar algunas ideas como:

• “No se puede hacer filosofía política en televisión, porque su forma conspira contra el
contenido” (Postman, ed. 91:11)
• “La potencia mediática abole la acción en provecho exclusivo de la reacción. Minc (1995)
afirma que a menudo son las imágenes de la televisión las que condicionan la política
extranjera, antes que los cálculos de las grandes potencias”. (Del Rey, p. 442).
• “El triunfo es para el estereotipo y la simplicidad, y la derrota queda para la epistemología de
la complejidad y para la realidad” (Del Rey, p. 447).
• “El punto fuerte de la televisión es que introduce personalidades en nuestro corazón y no
abstracciones en nuestra mente” (Postman, ed. 94:128)
• (Tenemos una) “cultura de telediarios, que supuestamente nos pone al día de asuntos sin
encuadramiento y sin contexto, o sin otro contexto que la propia estructura del telediario, que
parece un corto cinematográfico” (Del Rey, p. 451).
• “El pensamiento mediático del ‘prêt-à-penser’ se parece a la ideología y de alguna manera
suple su ausencia y la sustituye (…) el ‘prêt-à-penser’, con su generosa cosecha de
estereotipos, fórmulas verbales, párrafos felices, slogans, y el estrecho vocabulario que
maneja es, ciertamente, como una ideología aunque no tenga ese estatuto, ni tenga que
recurrir a un impresionante aparato teórico avalado por presuntos sesudos científicos y una
abundante y prestigiosa bibliografía” (Del Rey, 469). De hecho hace ya casi dos décadas que
diversos especialistas en comunicación de masas hablan de la “media logic” o de la
“ideología mediática’ para referirse a esta nueva estructura perceptiva y cognitiva subyacente
que habría desbancado a cualquier otra trama ideológica en la argumentación y formas de
reflexión de los políticos, condenados a enfocar e interpretar cualquier asunto político en
clave de percepción y exposición mediática. Ello permite hablar, en efecto, de “el
pensamiento mediático (…) un pensamiento que piensa por nosotros, como un pensamiento
de nadie” (Del Rey, p. 470).
• Por otra parte, y como afirma Domenach (ed. 1962:129), también citado por Del Rey (p.
500): “El debate político se limita a las disputas que desde hace un siglo son el tema
tradicional de las elecciones, mientras los verdaderos problemas del Estado moderno no son
discutidos, ni siquiera planteados, sino que siguen constituyendo el privilegio de algunos
especialistas”.

Pero además de las transformaciones relacionadas con el modo de la información y el


conocimiento, introducidas por los nuevos medios, están las que afectan al tiempo o ritmo de
presentación. En este aspecto comparece de partida una pretensión inherente al ser humano: El deseo de
“sustitución del Tiempo lento de la Naturaleza por la imposición del tiempo del hombre” (Del Rey,
96:538). Este autor identifica una aplicación histórica de esa aspiración cuando escribe: “El alquimista
quería hacer oro más deprisa que la Naturaleza. Izquierda y derecha quieren cambiar la sociedad más
33

deprisa de lo que permite la economía. Y quieren crear puestos de trabajo en plazos en los que la
economía política tal vez no sea capaz de crearlos” (ibid:539).

Sin embargo este autor sólo vincula de pasada este asunto con el problema de los actuales
medios de comunicación política cuando añade: “Si el tiempo de la sociedad y el tiempo en que la
política puede cambiar la sociedad es más largo, el tiempo de la comunicación puede violentarlos”
(ibid:539). Un poco más adelante, no obstante, el mismo autor (ibid:541) recoge de Jean Marie
Domenach otra frase reveladora, señalando que: “el misil inteligente golpea en un minuto, pero la
diplomacia avanza a paso de mula”.

Surge aquí toda una nueva dimensión de las potenciales alteraciones de la política inseparable de
los nuevos medios de comunicación y consistente en el problema de la aceleración de la atención
simbólica, en contradicción con la ralentización de las resoluciones políticas reales. Esa contradicción
genera frustración política, distorsión del sentido de las urgencias políticas, etc. Conviene recordar aquí
otro de los matices habitualmente atribuidos a la cultura postmoderna: el de la ‘sociedad del consumismo’
en el sentido de productos de ‘usar y tirar’, satisfacciones inmediatas y vertiginosamente sustituidas por
otras, comida rápida, etc. Tal vez cuando se critica a la cultura audiovisual y el ‘influjo de la televisión’,
se pone demasiado énfasis en la obviedad de que estos medios muestran imágenes y nos invitan a ver en
lugar de a analizar conceptos, sin reparar en que hay muchas formas de ver o mirar. Por eso, la radical
transformación de la mirada a la actualidad que ofrece la televisión no consiste tanto en que se trata de
imágenes sino en que se trata de imágenes sincopadas, nerviosas y celéricamente sustituidas unas por
otras.

En el mundo de la ficción cinematográfica o audiovisual general, la evolución histórica


desarrollada puede resultar reveladora: no ha cambiado la afición por filmar y contemplar historias en
películas, sino en sustituir las reposadas narraciones y elaborados diálogos cinematográficos de antaño
por trepidantes e histéricas sucesiones, en el cine actual, de pequeños sucesos y actividades ‘de acción’.
Lo peor que el público de masas puede decir hoy de una narración cinematográfica es que se trate de una
película “demasiado lenta”. En cierto modo, aunque no se exprese así todavía, la gente en nuestro entorno
cultural no soporta que una política sea demasiado lenta. Por eso la información periodística y política
que mejor eco alcanza es la encapsulada en un suceso, y cuanto más breve sea el tiempo transcurrido
entre el inicio, nudo y desenlace, mayor éxito de atención obtendrá. Por eso, el hecho político más
trascendental en mucho tiempo para la sociedad española ha sido el secuestro, anuncio de ejecución y
asesinato inmediato por ETA, previa convocatoria, de Miguel Angel Blanco en el mes de julio de 1997.
Todo ello urdido y desarrollado en poco más de 72 horas y retransmitido además en directo y sesión
continua, con el aliciente de una sucesión en tromba de novedades en diferentes puntos relativamente
cercanos.

Los últimos aspectos incorporados al análisis apuntan en consecuencia a un dictamen que no se


limita o agota en los rasgos “visivos” de la nueva comunicación política; sino que integrándolos, los
amplía y sitúa en una perspectiva todavía más amplia: Como queda dicho, el problema no es sólo que
prime la exposición visual de las informaciones y los argumentos, sino que tanto en el caso de las
imágenes audiovisuales, como también en los textos de la prensa escrita -y aun en el nuevo modo de la
exposición libresca-, domine casi siempre -da igual que se trate de textos o de imágenes-, la exposición
sucinta y ligera, fácil de captar por la mayor cantidad posible de público; conforme a la sensibilidad
publicitaria que en último extremo somete cualquier producción industrial a la lógica del mercado: El
problema que en último extremo aparece, y con el que tendrán que enfrentarse la filosofía y la teoría
política es el de la naturaleza de la política en una sociedad radicalmente mercantilizada, circunstancia
en principio para la que nunca fue pensada la teoría de la democracia. La política en una sociedad de
mercado, aparece en efecto configurada conforme a poderosos instrumentos de marketing: “El Estado es
una potencia publicitaria que entra en acción con campañas gubernamentales o ministeriales, al servicio
de un producto que pone en el mercado (…y) ese producto (…) es un Gobierno” (Del Rey, 543, citando a
Gerstlé y Regis Debray). Pero los profesionales del periodismo y los propios medios de comunicación
tampoco pueden escapar a esa lógica -o por lo menos la sociedad no les dota de los recursos
institucionales suficientes para escapar de ello-. Si al menos los medios periodísticos pudieran evitar su
dependencia mercantilista, no importaría demasiado que el marketing electoral enferveciera a las élites
políticas. Los medios periodísticos ajenos a las exigencias de espectacularidad, escándalo gratuito y
evanescencia, podrían ejercer como auténtico actor político antagónico, realizando un eficaz control
34

crítico de las exageraciones o desviaciones de la política-espectáculo. El imperio de la mediocracia


(Donsbach 1995:41) lejos de ser una amenaza resultaría entonces un seguro protector de la democracia.

Es por tanto esa influencia de la ‘cultura de la publicidad’, quizá más precisamente que la
‘cultura de la televisión’, la que ha contaminado hasta las formas académicas de la reflexión y el
conocimiento. Así por ejemplo, para describir esta situación el propio Del Rey afirma en un determinado
momento (p. 448) que “Aristóteles ha sido sustituido por el pato Donald”, frase que en sentido estricto
carece de contenido y más aún de rigor científico, pero que, en cambio, resulta tremendamente expresiva
y cargada de sentido para cualquier lector de nuestro contexto cultural, al tiempo que responde a las
reglas no escritas de la postmoderna eficacia de la comunicación social mediante “soundbites”, es decir,
burbujas conceptuales, huecas por dentro pero de destellante aspecto, que puedan ser expresadas en
menos de veinte segundos, y por consiguiente fáciles de recordar y aprobar por el auditorio, sin más
averiguaciones.

5. Consecuencias políticas de las transformaciones genéricas de la comunicación política.

Como Del Rey también recuerda (p. 420), Karl Deutsch en Política y Gobierno (ed. 1976)
comentaba que: “Cuando un gato observa durante un rato un agujero de ratón, por lo general allí hay un
ratón, pues los gatos son animales muy realistas, y rara vez equivocan el diagnóstico. Pero los gobiernos
no siempre son tan realistas como los gatos, y la política ofrece numerosos ejemplos de partidos y
gobiernos que han dirigido su atención durante mucho tiempo a políticas y situaciones que resultaron ser
auténticos desastres epistemológicos, y han producido catástrofes económicas y políticas”.

“Si nuestra atención no va por ahí (por las cuestiones más pertinentes) si la agenda mediática
opta por otras preferencias y otras prioridades, y no define como necesidad la urgente solución de esas u
otras carencias (se refiere a cuestiones de tipo económico), esa torpe orientación de la atención tiene un
desenlace previsible”, lamenta Del Rey (p. 421). Tal es el grave problema político al que cualquier
sociedad, y no sólo una organizada democráticamente, se enfrentará siempre que sus medios de
comunicación no le permitan una atinada “vigilancia social del entorno”, tal y como ya tuve ocasión de
apuntar en mi libro antes citado (Dader, 1983).

Otra de las posibles deformaciones de la información política televisiva permite advertir la


importante diferencia que puede cumplir el uso político de la televisión en una democracia frente a otro
tipo de sistema político: la utilización de la pantalla por el líder político para hacer llegar su mensaje a los
gobernados sin intermediarios: Como recuerda Del Rey, ya De Gaulle pensó con la irrupción de la TV en
su país en 1958, que la pequeña pantalla le permitiría eliminar todos los intemediarios “estando más
próximo a la nación” (Del Rey, p. 546-547). Ya antes Roosvelt había aplicado esa idea desde la radio en
los años 40, con sus “charlas junto al fuego” y muchos otros dirigentes han intentado usar la fórmula con
relativas adaptaciones -como las entrevistas en televisión a Felipe González con la figura de un falso
intermediario, ya fuera Victoria Prego o Iñaki Gabilondo-.

Sobre la posibilidad de ese tipo de uso político de la televisión escribe Del Rey (p.547): “La
pregunta de si esa situación responde al modelo de comunicación propio de una democracia es bizantina,
y su respuesta es obvia: esas alocuciones remiten a una situación más próxima a una dictadura que a una
democracia”. Por ello, el mismo autor añade: “Si la sociedad se queda sin intermediarios (…) con
tecnologías que permiten alocuciones no mediadas, como las del General De Gaulle (…) sólo nos queda
ese rol mediador de los periodistas, sin los cuales quedaríamos indemnes, indefensos, a merced de los
poderosos” (ibid:549).

“Sólo la educación de los ciudadanos para la democracia mediática, catódica, y una seria
vigilancia del entorno por parte de la prensa escrita (habría que añadir que no sólo hay que aludir a la
prensa escrita), harán posible un minipopulus en estado de alerta” (Del Rey:476).

Pero para lograr dicho estado de vigilancia o educación crítica es preciso comprender y analizar
antes con mucha mayor minuciosidad las interacciones, tendencias, alternativas, etc. que operan en el
seno de cualquier sistema de comunicación política. En ese sentido, la integración expuesta hasta aquí
entre filosofía/teoría política y comunicación política vale como punto global de partida y en cierto modo
como diseño de metas finales en consonancia con un marco de valores. Pero falta en medio, la
verificación empírica de los procesos y el análisis de lo mismos. Sin dicha exposición e investigación
35

sociológica intermedia, toda declaración de principios políticos o de reflexiones ensayísticas sobre la


naturaleza de los medios y su supuesta transformación de la vida política quedaría reducida a una
brillante pero vaga lucubración.

Esa tarea de investigación y comprobación minuciosa de los procesos concretos y bien


delimitados sólo puede hacerse mediante la aplicación de las categorías científicas y los métodos de
investigación de la sociología, en su particular aplicación de la sociología de la comunicación de masas.
Es ese enfoque sociológico del análisis mediático el que a partir de aquí se pretende desarrollar y
describir, al efecto de que la COMUNICACIÓN POLÍTICA como especialidad académica, trascienda la
mera consideración de un subapartado de la filosofía o teoría política, sólo apto para generar algunas
valoraciones adicionales de naturaleza difusa. Por ello, el epígrafe que aquí se cierra sobre consecuencias
políticas de las transformaciones mediáticas no es más que un primer apunte del análisis de los cambios
institucionales y sociales que serán abordados en sucesivos capítulos de este temario.

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