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AÑO 2014

Master a distancia.

“Master en Psicología clínica”

Tema XII: Desarrollo psicosexual en la mujer

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CL Montesa, 35-2º
28006-Madrid
www.isfap.es
isfap.formacion@gmail.com
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Introducción.

Uno de los interesantes interrogantes de la historia de Occidente es cuáles habrían sido los
factores que hubieran determinado la aparición de semejantes número de enfermos de neurosis
en la Europa del siglo XIX. Resulta interesante, pues, investigar acerca de la sociedad burguesa,
cómo pensaban acerca de su sexualidad, a la mujer, cuáles eran sus valores morales; quizá
buscar en ellos algunos caminos sobre las posibles causas de las enfermedades nerviosas.

La subversión del psicoanálisis, en esos tiempos, es difícil de determinar pensado desde estos
tiempos liberales de la época posmoderna. En la actualidad estamos muy habituados a hablar
muy abiertamente, al menos imaginariamente, acerca de la sexualidad, del sexo entre los
jóvenes, del sexo en la tercera edad; incluso empezamos a integrar a la comunidad homosexual
en nuestra sociedad. A partir de la revolución sexual de los años sesenta, tras la aparición de la
famosa píldora – permitiendo una liberación de la sexualidad femenina -, ya son pocos los que
se escandalizan al oír hablar con desenfado acerca del sexo.

Pero estos temas, un siglo antes, como el amor, las pasiones, los deseos, eran considerados
tabú.. Pero, ¿ cuáles eran las consecuencias, de las que tampoco se hablaba, para los miembros
de la sociedad burguesa decimonónica ?. ¿ Serían esas mujeres histéricas las resultantes de
una comunidad femenina oprimida, obligada a callar y enmascara sus deseos y placeres ?.

Poco a poco, a lo largo del siglo XIX, comenzó a darse en la sociedad burguesa europea un
movimiento de individualización y privatización de los espacios que no había sido experimentado
hasta el momento. En épocas pasadas, en la Edad Media, era completamente inusual que una
persona durmiera sola, sola en una cama y desde luego lo era que durmiera sola en un cuarto.
Lentamente, y en gran parte gracias a la insistencia de los médicos, se fueron dejado de lado los
lechos colectivos y la promiscuidad fue empezando a considerar como fuente principal de
contagio de importantes enfermedades infecciosas, especialmente de las venéreas.

Comenzaron a privilegiarse los espacios privados de cada sujeto: la alcoba, el tocador, se


constituirían poco a poco como sitios restringidos a los que muy pocos o ninguna persona que
no fuera su ocupante tendría acceso. Consecuentemente, se incrementaría el misterio en torno
al otro, aquello que su privacidad no dejaba de conocer – se incrementaba, pues, el erotismo -.
En el caso de las mujeres, esto se potenciaría aún más: el camisón empezó a no tolerarse fuera
de la alcoba; se convirtió en símbolo de una intimidad erótica en la que más adelante parecería
inconveniente la menor alusión, incluso implícita… una toilette por la mañana con la que una
mujer que se estime no deberá dejarse ver por un extraño; la mujer circula por su casa
destocada, mientras que en el espacio público, semejante forma de presentarse designaría a la
sirvienta o a la prostituta. Presenciamos el marcado apogeo de un fetichismo: el encaje, los
bordados y la ropa íntima se erigen como los portadores de un secreto incalculable, prometedor
de excelsos deleites. La ocultación del cuerpo, en especial el de la mujer se hace indispensable,
a fines de evitar la exaltación del deseo, de provocar en el otro las pasiones; surge la
preocupación por ocultar la silueta de la mirada o del pensamiento de los otros. Se instaura en la
sociedad burguesa, con mayor rigurosidad para las jovencitas y las mujeres, fuertes
sentimientos de pudor, vergüenza y desagrado.

Definimos vergüenza como un “miedo a la degradación social”, y ésta radicaría que quien la
padece está haciendo o piensa hacer algo que le obligue a incurrir en contradicción con las

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personas a las que se encuentra unido de una u otra modalidad. El sujeto tiene miedo a perder el
aprecio o la consideración de esos otros. Durante gran parte del siglo XIX, la sociedad en
general y los médicos de familia en particular, se encargaron de remarcar a las mujeres,
especialmente a las jóvenes, la importancia de valores como la castidad, la cautela y la pureza.
Se empezó, paulatinamente, a magnificarse el modelo virginal y angelical, con el cual cualquier
joven digna debería, imperativamente, identificarse. La explotación del sentimiento de pudor fue
llevada a cabo en extremo por los médicos, quienes aconsejaban a los padres evitar el interés de
sus hijas por los temas relacionados con el sexo, exigiendo enseñar la “prudencia”, hacer que la
joven tenga sus manos ocupadas de forma permanecer, que tema su propia mirada, que sepa
hablar en voz baja, y aun lo que es mejor, que se persuada de las virtudes del silencio. Cualquier
mujer que no cumpliera con estos designios paternos, y a escala más alta, mandatos sociales,
albergaría en su interior fuertes sentimientos de vergüenza ante la incapacidad de resguardar el
pudor y la dignidad personal y familiar.

Era frecuente en la burguesía que el médico familiar visitara a diario a sus pacientes, pasando
horas charlando con los diferentes miembros de la familia. Constituía un honor tenerlo a la hora
de tomar el té; era el candidato más cualificado para convertirse en el confesor de las mujeres de
la casa. La gran influencia y consejos del médico es evidente; el médico más que un profesional
es un amigo, un íntimo, con autoridad equiparable a la de un padre o un esposo. El médico de
familia goza de un gran prestigio: sus diagnósticos y consejos son escuchados atentamente,
siendo cumplidos al pie de la letra.

También los médicos, a lo largo de este siglo, lucharon por erradicar la promiscuidad y los lechos
colectivos de la sociedad, ya que eran considerados fuentes de numerosas enfermedades.
Hicieron hincapié en la higiene personal, y en el cuidado y preservación de la intimidad corporal.
A su vez, enfermedades predominantemente femeninas como la clorosis o la histeria, eran
resultados de disfunciones de determinados órganos del aparato reproductor femenino,
combinados con exteriorizaciones involuntarias de deseos y pasiones amorosas consideradas
imprudentes. Se impuso, pues, la práctica de una terapéutica preservativa, basado en la
prohibición de cuanto favorezca la pasión; todo ello a la espera del auténtico remedio, esto es, el
matrimonio. Los médicos incitaron a los adultos a velar con una atención sin interrupción al
despertar del deseo femenino, y a poner en práctica una “higiene moral” capaz de retrasarlo,
incitando también al matrimonio de las jóvenes.

Las mujeres se encontraban prácticamente forzadas a ocultar y contener sus sentimientos


amorosos, ya sean e vistas de preservar su dignidad, la de su familia, o bien para no ser
inculpadas de despertar maliciosamente pasiones desenfrenadas en los hombres. El modelo de
mujer casta, angelical, pura, romántico por un lado e inalcanzable por el otro, se impuso de
forma generalizada en las sociedades burguesas. Fue ganando terreno una moral sexual muy
exigente, y la consecuente culpabilidad íntima fue dando sus frutos.

El tabú que pesa sobre la manifestación del deseo femenino obliga al amante a simular la presa
que no está dispuesta a entregarse, sin que el vigor del asalto justifique al menos la derrota. Un
cuerpo demasiado indiscreto en el placer impone, después del éxtasis, las posturas redentoras
de la pureza. Tocar el piano es algo que participa de la inutilidad del tiempo femenino,
permitiendo pasarse las horas muertas a la espera del hombre. La heroína, consciente del ardor
subterráneo de su deseo, se siente incapaz de resistir, sin la ayuda de la Virgen… a las
tentaciones del baile.

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Así, es como entra en escena la histeria. Enfermedad misteriosa, de origen desconocido, se
convierte en la obsesión del cuerpo médico a lo largo del siglo XIX. Achacada exclusivamente a
la condición femenina, comienza a acusarse a las mujeres de simulación, malicia y engaño.
Recordando a las brujas de antaño quemadas en la hoguera por la Inquisición Santa. Todo tipo
de consideraciones se tejen en torno a este nuevo interrogante: teorías uterinas en las que el
útero, ávido de hijos que no se alcanzan, se desprende de su ubicación original y comienza a
recorrer el cuerpo femenino enfurecido, inervando diferentes centros nerviosos. Teorías que
hablan de un mal femenino, de una enfermedad de la pasión, o hasta incuso que describen a la
histeria como una característica propia de la inestabilidad, emotividad y debilidad femeninas.
Briquet introduce la idea de “neurosis de encéfelo”, y de enfermedad nerviosa.

La histeria surge en la sociedad burguesa como una suerte de válvula de escape ante la moral
sexual opresora que venía implementándose con tanto empeño. La mujer de esa época, cuando
no se siente empujada al delirio o al grito para hacerse escuchar, utiliza todo tipo de
enfermedades o trastornos a fin de llamar la atención de su entorno sobre su íntimo sufrimiento.
La histeria expresa así- y sobre todo – el malestar individual de unas jóvenes en busca de su
identidad que no pudren bailar, a las que desazona el miedo a la soltería y que acaban
encontrando placer en imitarse unas a otras sobre la escena del delirio colectivo. Las jóvenes
proclaman indiferencia con respecto de sus padres. Carroll Smith-Rosemberg señala que el rol
de enferma de la mujer es una forma pasiva de resistencia contra el sistema de expectativas
sociales organizado en torno a su sexo, tanto el producto como la denuncia de esa cultura.

Sigmund Freud no es un caso aislado de la medicina europea de fines del siglo XIX; numerosas
investigaciones historiográficas han dado cuenta de los importantes avances que habían sido ya
obtenidos por Janet, Charcot, Breuer y otros con relación a la neurosis, y en especial a la
histeria. Freud simplemente avanzó un poco más allá. Retomamos el hecho de que su trabajo
integra gran cantidad de trabajos anteriores; no se trata de una creación original, única, sino de
una compilación de trabajos en psiquiatría, una minuciosa observación clínica y la gran
capacidad de plasmar en integrar todo lo anterior con un inciso análisis de su sociedad
contemporánea.

Freud inició su trabajo con las pacientes histéricas - a quienes visitaba a diario, como era
costumbre de los médicos de su época - , quienes poco a apoco se irían convirtiendo en la punta
de ovillo que el mismo Freud se encargaría de desenmascarar a lo largo de su carrera, y de
quienes Freud aprendería gran parte de los que más tarde constituirían su teoría como su
método. Es paradigmático el cado de Cecilia M., a quien Freud se refería en numerosas
oportunidades como su ex -paciente e instructora. Poco a poco Freud comenzaría a advertir la
importancia que la sexualidad cobraba en todas y cada una de las neurosis que trataba, la
necesidad de sus pacientes de hablar y de contar sus desventuras, y el peso de la significación
de las palabras, tanto para la formación de un síntoma como para hablar de aquello de lo que no
podía o no debía de hablarse.

Freud retrata con respecto de la sexualidad femenina, un tanto cínicamente, cómo la neurosis
parece la única solución viable ante los mandatos morales sociales y las tensiones sexuales
internas de las muchachas: “ cuanto más severo haya sido la crianza de una mujer, cuanto más
seriamente se haya sometido al reclamo cultural, tanto más temerá esta salida y, en el conflicto
entre sus apetitos y su sentimiento del deber, buscará su amparo otra vez… en la neurosis.
Nada protegerá más su virtud de manera más segura que la enfermedad “. Recalca, a favor de
las mujeres, que en muchas familias de la época, los varones eran sanos pero

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inconvenientemente inmorales, mientras que las jóvenes eran nobles y bien educadas, pero
neuróticas.

El pensamiento de Freud fue revolucionario en diversos aspectos para su época. Él mismo


definió su obra como la “tercera herida “ narcisista de la humanidad, y a juzgar por las
repercusiones que esta obtuvo en numerosos círculos intelectuales de la burguesía, podría
decirse que quizá no estaba tan equivocado. Ya sea por sus adelantados estudios sobre la
neurosis y la sexualidad, por su personalidad, o por sus comentarios ácidos hacia sus
coetáneos, S.Freud se ganó en numerosas ocasiones el rechazo y las críticas desmedidas hacia
su obra como también a su persona.

Teorías sobre la sexualidad de los niños – que eran considerados hasta ese momento seres
puros y angelicales, asexuados hasta la pubertad -, hipótesis acerca del papel etiológico de la
sexualidad en las neurosis o consideraciones tales como la abstinencia sexual crea “ pusilánimes
de buen comportamiento”, le valieron a Freud numerosos opositores e incluso valiosas pérdidas
dentro de su círculo de allegados.

Subjetividad y cultura en Freud.

Freud establece una relación única entre el desarrollo del individuo y el de la cultura. En textos
como Psicología de las masas y análisis del yo, 1921, o El malestar en la cultura ,1930, señala
que ambos procesos son de “una naturaleza muy semejante, si es que no se trata de un mismo
proceso que envuelve a objetos de diversa clase “. Freud no se refería al desarrollo del individuo
en términos de un proceso de construcción de subjetividad. En efecto, hablaba de individuo y no
de sujeto, pero sus planteamientos respecto del desarrollo individual permiten hacer una lectura
que vincula, necesariamente, al individuo de una manera estrecha con la comunidad de seres
humanos que lo rodean, relaciones que pasan a constituirlo en tanto sujeto, entendido éste como
individuo atravesado por la cultura. En este contexto, cobran importancia las concepciones
freudianas respecto de la psicología individual y la psicología social, según las cuales la vida
anímica del individuo está caracterizada por la importancia de los otros, que pueden ser objetos,
modelos, aliados o enemigos, y por tanto “desde el comienzo mismo la psicología individual es
simultáneamente psicología social en este sentido más lato, pero enteramente legítimo”.

La teoría psicoanalítica le ha otorgado un lugar privilegiado a los vínculos del individuo con los
otros, los cuales pueden entenderse ciertamente como fenómenos sociales, en oposición a los
procesos narcisistas, en que el individuo renuncia a la relación con otras personas para obtener
la satisfacción pulsional. Para Freud, esta oposición, entre actos anímicos sociales y narcisistas
puede perfectamente ser contemplada por el psicoanálisis, y no justifica la separación entre una
psicología individual y una psicología social.

Freud señala que es posible superar la tradicional dicotomía entre individuo y sociedad,
entendiendo el desarrollo del individuo como un proceso en que la cultura ocupa un papel
fundamental, dado que la relación con otras personas es el origen desde el cual el sujeto emerge
al diferenciarse de la masa, pero también al inscribirse en una comunidad de cultura. A partir de
lo anterior, vamos a intentar esclarecer la relación entre el proceso de construcción de una
subjetividad propiamente femenina y el desarrollo de la cultura, buscando ubicar el lugar de la
mujer en este último desarrollo.

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Sin embargo, para establecer esta relación señalada, Freud toma como modelo el desarrollo
del varón, razón por la cual ya ha sido introducido en el tema anterior bajo el epígrafe del
desarrollo psicosexual del varón.

Podemos decir que existe un paralelo entre la evolución de los seres humanos como especie y el
desarrollo psíquico de cada sujeto. Es decir, el proceso de construcción de la subjetividad
reproduce el proceso filogenético de la especie, desde lo más primitivo, cuando el principio de
placer gobierna la vida psíquica del individuo y éste busca la forma de satisfacer sus pulsiones.
La libido todavía inviste mayoritariamente al yo, lo que impide que el individuo se inscriba en la
comunidad de seres humanos que lo rodean; la satisfacción se ve constantemente frustrada, el
individuo debe volcar su libido sobre los objetos, implicando la instauración del principio de
realidad. Si bien la comparación no puede llevarse al extremo, la especie humana también
aparece en estado primitivo, siguiendo un proceso análogo al del individuo, en el que las
necesidades individuales de subsistencia llevan a los individuos a agruparse en comunidades,
exigiendo la restricción de las satisfacciones pulsionales, tanto eróticas como agresivas. En este
contexto, el complejo de Edipo constituye el proceso que consolida el desarrollo, de la especie
como del individuo, pues la configuración de este escenario en que aparece un tercero, el padre,
resulta fundamental para la introducción del individuo y de la especie en la cultura, imponiendo
un orden simbólico conllevando la internalización de normas y restricciones. La culminación de
este proceso está dada por la conformación del superyó, que representa un triunfo del desarrollo
cultural por sobre los individuos ya que las exigencias externas han pasado a formar parte del
aparato psíquico del sujeto.

En el caso del desarrollo femenino, es posible dar cuenta de una especificidad en el proceso de
conformación del superyó, la cual guarda relación con ciertas diferencias que Freud advirtió en la
forma en que se articulan los procesos centrales del desarrollo infantil en la niña, cuando
intentaba aplicar el modelo masculino universal. En efecto, si bien Freud plantea que, al
internarse en la fase fálica, “la niña pequeña es como un pequeño varón”, a partir de la
constatación de la diferencia anatómica entre los sexos, las vías de desarrollo de niños y niñas
se bifurcan. Implica que el complejo de castración marca el ingreso de la niña al complejo de
Edipo, mientras que “el complejo de Edipo del varón se va al fundamento debido al complejo de
castración”, lo que guarda relación con el hecho de que en la mujer no existe una amenaza
externa tan potente como lo es para el hombre la posibilidad de perder el pene, tan preciado en
esta etapa del desarrollo. De esta forma, la mujer nunca abandonaría por completo el complejo
de Edipo, ya que la castración es en ella un hecho consumado que no tiene la fuerza suficiente
para moverla a la renuncia pulsional, lo que resultaría de ello en una internalización menor de la
ley y, por lo tanto, en la conformación de un superyó más débil.

El proceso de construcción de la subjetividad femenina, tal como ha sido planteado, puede


relacionarse con el lugar subordinado que se le ha otorgado a la mujer en el desarrollo de la
civilización, y con el cual dicha subjetividad se ha conformado. El psicoanálisis freudiano ha
contribuido a reproducir ciertas significaciones culturales respecto de la feminidad, las cuales se
anclan en el aparato psíquico de los sujetos, prolongándose hasta lo inconciente. Es de una
significatividad mayor en el caso de la subjetividad femenina, en la medida que la violencia que
se ha ejercido históricamente sobre ella queda plasmada en su aparato psíquico, por medio de la
instancia superyoica que representa las exigencias culturales en torno a lo femenino. Estas
exigencias, que apuntan a reproducir el orden social, son diferentes para hombres y mujeres;
deben cumplir con roles distintos, por lo que la conformación del superyó femenino tendrá ciertas
características particulares que Freud tendió a considerar en función de una debilidad

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constitucional, naturalizando ciertos prejuicios respecto de la inserción de la subjetividad
femenina en el orden simbólico cultural. Este orden es falocéntrico; se edifica en torno al
dominio masculino, dejando a lo femenino relegado a un segundo plano e invisibilizado. Esto
explica, en gran parte, el modo en que se construye la subjetividad femenina, que adopta el lugar
estipulado para ella desde el orden cultural y que se hace cargo de reproducirlo. A partir de lo
anterior, estamos a un paso de entender que la subjetividad femenina se construye en un
proceso sociohistórico que está lejos de ser natural y que da cuenta del ordenamiento que ha
establecido la cultura humana para poder consolidarse a lo largo del tiempo.

La relevancia de este tema reside por el hecho de que aborda las ideas freudianas respecto del
proceso de construcción de la subjetividad femenina, tema que ha sido controvertido desde sus
inicios y que ha dado lugar a un amplio debate. Sin embargo, gran parte de las críticas que se le
han hecho a estas construcciones teóricas son resistencias, al mismo decir freudiano, de modo
que se hace necesario volver – parece que siempre es preciso “ la vuelta a Freud” - para
examinar de manera analítica lo que el propio Freud planteó en los escritos que le dedicó al
tema de la feminidad.

Dos apuntes; el primero en referencia a esclarecer el término de Freud acerca de la feminidad


como enigma; y el segundo en cuanto a señalar que el acento no lo pondremos en la
psicopatología, ni sobre el nexo automático que suele hacerse entre ser mujer e histeria. Nuestro
énfasis estará puesto en el desarrollo femenino que conduciría a la niña pequeña, según Freud,
a constituirse como una mujer normal dentro de la cultura. Esta perspectiva tiene la importancia
de considerar la construcción de la subjetividad femenina como un proceso relacionado con el
desarrollo cultural, tomando como punto de convergencia la conformación de un superyó
específicamente femenino.

Es preciso indicar que Freud no vincula directamente el proceso de construcción de la


subjetividad femenina con el desarrollo cultural, sino que se restringe, lo ciñe, a ligar este último
con el desarrollo masculino, como modelo universal del ser humano. Es entonces que la
construcción de la subjetividad femenina se entiende como un proceso atravesado por la cultura,
lo cual nos invita a realizar una lectura de Freud en que la descripción que él realiza de este
proceso no sea asumida como una ley natural e inmutable, y donde las problemáticas femeninas
puedan vincularse, desde el propio psicoanálisis, con el lugar que ocupa la mujer en el orden
simbólico cultural.

Para establecer los vínculos necesarios entre el proceso de construcción de la subjetividad


femenina y el lugar que la mujer, es preciso partir de las concepciones freudianas acerca de la
sexualidad infantil en general, como proceso central en la construcción de la subjetividad; de ahí
nos conduce al proceso de construcción de la subjetividad femenina, poniéndose de relevancia
el periodo preedípico de la niña, en el complejo de castración, y la conformación del superyó
femenino.

Cultura y la represión

Vamos a presentar algunas reflexiones generales respecto de los vínculos entre la sexualidad y
la cultura.

La obra de Freud comienza enfocándose en problemáticas propias del ámbito clínico, su


preocupación inicial va progresivamente en función de los requerimientos de los mismos

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fenómenos estudiados, ampliándose, para ir abarcando de manera cada vez más explícita las
problemáticas culturales. La obra de Freud debe contemplarse como una unidad, y resulta sin
sentido dividir tajantemente sus textos clínicos, centrados en el desarrollo individual, y sus textos
culturales, que giran en torno a los fenómenos llamados sociales. Se justifica en que la propia
práctica clínica de Freud le planteó la necesidad de ir esbozando los nexos entre individuo y
cultura o entre el proceso de construcción de la subjetividad y el desarrollo cultural, de tal forma
que el engarce entre lo psíquico y lo político llegará a considerarse indisoluble.

El problema de la represión es una temática que atraviesa todos los escritos de Freud, y que
contribuye a esta comprensión unificadora a la que se hacía mención. La teoría de la represión
representa uno de los pilares del psicoanálisis en la medida que este mecanismo permite el
establecimiento de un ámbito inconciente en la vida psíquica, planteamiento fundante de la teoría
psicoanalítica. Las concepciones de Freud respecto de la represión pueden rastrearse desde los
primeros textos en que se refiere a la histeria, como prototipo de la neurosis individual
particularmente asociado a la mujer, hasta textos en que este mecanismo se presenta como
aquel que posibilita la renuncia pulsional que se exige para la inclusión del sujeto en la cultura. A
partir de la transversalidad de la represión en la obra de Freud, puede establecerse que
“ontogénesis y filogénesis son dos niveles que experimentan un mismo destino, el destino
represivo”.

En Estudios sobre la histeria ,1895, Freud alude a la represión como el mecanismo por medio del
cual el sujeto logra expulsar de su vida anímica consciente ciertas representaciones que tienen
en común una naturaleza penosa o displacentera, que puede concebirse como carácter general
de las distintas representaciones que sucumben a la represión. En la medida que Freud va
elaborando sus ideas respecto del desarrollo de la civilización y la cultura, los mecanismos de la
represión se irán configurando como lo que permite dicho desarrollo, de tal forma que puede
pensarse que existen ciertos ámbitos específicos de la cultura que tienden a reprimirse en los
cuales podría incluirse el tema de la feminidad. Sería posible establecer ciertos contenidos
reprimidos que trascienden el terreno de lo individual, a partir de un ámbito que resulta
“desplazado sistemáticamente por constituirse en una amenaza para la civilización que estos
mecanismos pretenden formar”. El establecimiento de una represión a nivel cultural puede
entenderse mejor si se presenta la distinción realizada por Freud entre represión primaria y
secundaria.

La concepción freudiana de la represión diferencia una represión primordial, que corresponde a


“una primera fase de la represión que consiste en que ala agencia representante -agencia
representante-representación - psíquica de la pulsión se le deniega la admisión en lo conciente.
Así se establece una fijación; a partir de ese momento la agencia representante en cuestión
persiste inmutable y la pulsión sigue ligada a ella”. La represión primaria constituye, siguiendo su
nombre, la primera represión y, por tanto, aquella que permite el establecimiento de un ámbito
inconciente en la vida psíquica del sujeto… y en la vida anímica de una comunidad de cultura.

La represión secundaria como segunda etapa de la represión, la que considera como la


represión propiamente dicha, y que “recae sobre retoños psíquicos de la agencia representante
reprimida o sobre unos itinerarios de pensamiento que, procedentes de alguna otra parte, han
entrado en un vínculo asociativo con ella. A causa de ese vínculo, tales representaciones
experimentan el mismo destino que lo reprimido primordial”. La existencia de algo reprimido
desde los orígenes de la construcción de la subjetividad y también del desarrollo cultural es lo
que permite, en última instancia, que los contenidos desalojados de la conciencia por el sujeto

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sean recogidos en algún ámbito psíquico. La represión primaria funda ese ámbito psíquico
inconsciente, cuyas representaciones ejercen una fuerza de atracción sobre otros contenidos
susceptibles de asociarse con éstas y de ser así reprimidos, lo que resulta válido tanto para el
desarrollo del individuo como para el de la civilización.

La represión que opera en el individuo, tanto en el sujeto “sano” como en el del neurótico, es en
realidad la represión secundaria como mecanismo de defensa, la que se sustenta en una
represión primaria, mientras que cuando se hace referencia a los vínculos entre la represión y el
proceso de desarrollo cultural se alude más bien a la primaria, a pesar de que ciertos contenidos
culturales también vayan siendo reprimidos de manera secundaria. Esto pone en evidencia que
este mecanismo está involucrado tanto en la génesis de la psicopatología como en la
construcción de la subjetividad considerada “normal”. En efecto, la represión, al mismo tiempo
que constituye un fenómeno central en la neurosis individual, es la condición de salud de los
sujetos, y también de la comunidad cultural, en la medida que posibilita la inscripción de la
subjetividad en el orden simbólico.

La represión que caracteriza el proceso de desarrollo individual, tanto en el sujeto sano como en
el neurótico, y el establecimiento de la cultura se ejerce siempre sobre un determinado tipo de
contenidos, que remite en último término a la sexualidad de los seres humanos. Si bien Freud
plantea, en ciertos momentos, que el origen de la neurosis no se encuentra en la influencia de la
civilización sobre la vida pulsional de los individuos, en otros momentos sugiere lo contrario. En
efecto, primero señala que “apesar de ello, la etiología de la psiconeurosis se sitúa siempre en lo
sexual”. Cuando se refiere a la neurastenia, como una neurosis ligada a la masturbación, plantea
que la sociedad debería interesarse por estos temas y fundar instituciones para hacerles frente,
situación de la cual se estaba lejos en su época “y eso mismo torna lícito responsabilizar a
nuestra civilización por la propagación de la neurastenia”. A partir de esta reflexión respecto de
la etiología de la neurastenia puede decirse que, en la medida que la cultura se encuentra en la
raíz de esta neurosis, este problema que se vive en términos psicológicos “es además un
problema civilizatorio”.

Cuando Freud llama a la creación de espacios para discutir los problemas de la vida sexual,
releva que la solución a problemas “individuales” como las neurosis está dada por un abordaje
de carácter público, poniendo en evidencia los vínculos estrechos que se han señalado entre
individuo y civilización, entre sujeto y cultura. Al parecer, Freud emprende en estos primeros
textos un intento de relación entre el desarrollo individual y el proceso de evolución de la cultura
humana, pero no integra el problema de la represión que está implícito en estos planteamientos
preliminares. En efecto, la sexualidad sólo aparece como un conflicto en la medida que se opone
a otras exigencias, las cuales provienen del mundo externo, donde la cultura es fundamental en
el caso de los seres humanos. De este modo, Freud parece olvidar el hecho de que la
sexualidad por sí misma no es el problema, sino la represión que se ejercería sobre ella por
exigencias de la cultura.

Las pulsiones sexuales constituyan el punto débil del edificio de la civilización, tanto en términos
individuales como sociales. Asimismo, el origen del malestar de los seres humanos en la cultura,
reflejado con particular intensidad en las neurosis individuales, puede reconducirse a la exigencia
de renuncia pulsional que implica el desarrollo cultural, la cual se plasma en el aparato psíquico y
en la subjetividad por medio de una instancia psíquica específica, el superyó.

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En el papel de la sexualidad en la etiología de la neurosis,1905, la concepción de la represión
como el mecanismo que liga la sexualidad a la neurosis aparece mucho más claramente, de
modo que Freud reafirma la contracción de neurosis, especialmente la histeria, “como resultado
del conflicto entre la libido y la represión sexual”. La neurosis se entiende como una prolongación
de la vida anímica que se considera normal, es relevante constatar que más que las excitaciones
sexuales que experimentan los individuos en la infancia, lo realmente determinante en la
construcción de la subjetividad es finalmente si el individuo “había respondido o no con la
represión”. Esto nos indica que la construcción de la subjetividad obedece a la dialéctica de la
civilización, donde la represión de la sexualidad ocupa un lugar central. En este contexto, puede
decirse que la sexualidad entra justamente en conflicto con las exigencias de la cultura, en tanto
resulta también amenazante para la autoconservación del yo. Freud intuye que la civilización es
responsable de la represión que funda la subjetividad y la estructuración de un aparato psíquico,
la cual regularía la dicotomía en discusión, con fines a favor de la cultura.

La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna,1908, resume muchos de los planteamientos


freudianos respecto de la relación entre el problema de la represión sexual y el del desarrollo
cultural, y constituye uno de los primeros abordajes en los que se evidencia que la renuncia
pulsional implica ciertas ganancias para el proceso de desarrollo cultural. Freud afirma que “en
términos universales, nuestra cultura se edifica sobre la sofocación de pulsiones” , coincidiendo
veinte años después en el texto de El malestar en la cultura,1930: “el influjo nocivo de la cultura
se reduce en lo esencial a la dañina sofocación de la vida sexual de los pueblos – o estratos- de
cultura- por obra de la moral sexual „cultural‟ que en ellos impera”.

Los seres humanos habrían logrado renunciar progresivamente a la satisfacción pulsional,


movidos por los sentimientos familiares derivados del erotismo y por sus pulsiones de
autoconservación, proceso que permite la generación de un patrimonio cultural de bienes tanto
materiales como ideales. El patrimonio cultural remite a un orden simbólico que es posibilitado
por la represión, y que se sustenta en una moral sexual cultural donde opera la prohibición. El
superyó, por medio de la conciencia moral, como se verá más adelante, representa el modo en
que la cultura ha procurado que esta prohibición se ejerza desde el propio aparato psíquico del
sujeto, de manera que la ley dada por la prohibición permite la constitución de la subjetividad y
también de la cultura y la civilización, alcanzando la posibilidad de simbolización.

Freud advierte que existe en la constitución de los seres humanos una capacidad limitada de
cumplir con las exigencias o reclamos de la cultura, de modo que muchos fracasan en el intento
o establecen una “semiobediencia”. Freud entiende la represión como el proceso que permite el
desarrollo de la cultura, en la medida que posibilita la renuncia pulsional, por lo que de ninguna
manera la concibe como un problema meramente psicológico, sino sobre todo como un
problema cultural. Así, la desexualización promovida por la represión generaría una serie de
“desviaciones nocivas respecto de la sexualidad normal – la exigida por la cultura ”. Por tanto,
estamos en disposición de afirmar que la civilización se sostiene en procesos determinados, y
que éstos toman por asiento el aparato psíquico del individuo.

Si bien la neurosis representa una de las salidas más comunes de los seres humanos ante la
imposibilidad de satisfacción pulsional que impone la cultura, en realidad dicha “solución” termina
yendo en contra de los propósitos del desarrollo cultural, ya que “tal sofocación de las pulsiones
sexuales los obliga a dilapidar las fuerzas que de lo contrario habrían empleado en el trabajo
cultural”. No obstante, la represión que opera en la neurosis no logra tampoco cumplir su
objetivo, “falla ahí donde aparece el síntoma y la propia „nerviosidad moderna‟”

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La civilización influye sobre los contenidos a reprimir, los cuales giran en torno a la sexualidad
de los seres humanos, por lo que se justifica decir que, para Freud, son las exigencias de la
cultura las que llevan a los sujetos a enfermar, es decir, a la neurosis, o en términos generales al
malestar en la cultura. Lo anterior queda evidenciado cuando indica que, a pesar de que no le
compete proponer reformas sociales en tanto médico, ha querido subrayar “los nocivos efectos
de nuestra moral sexual «cultural», con la referencia a su significado para la difusión de la
nerviosidad moderna” - Freud, 1908 -. Puede agregarse que las instituciones de la sociedad
ejercerían la represión necesaria para la propia perpetuación de la cultura y para tornar la
sexualidad en la dirección que lo determina la moral social instituida.

En La represión – 1915 - , Freud señala que este mecanismo se pone en marcha cuando la
satisfacción de la pulsión, que debería ser placentera, se vuelve displacentera por la
concurrencia de ciertas exigencias que fuerzan a su limitación. Estas “otras exigencias”,
inconciliables con la satisfacción pulsional, pueden remitirse principalmente al influjo de la cultura
De este modo, “la condición para la represión es que el motivo de displacer cobre un poder
mayor que el placer de la satisfacción” - Freud, 1915 -. Freud advierte que este mecanismo de
defensa, cuya esencia está dada por rechazar y mantener alejado de la conciencia un cierto
elemento, representación o monto de afecto no se encuentra presente desde el origen; esto
último respalda la idea de que la represión, tanto en la evolución de la humanidad como en el
desarrollo de los individuos, no es un mecanismo “natural”, inherente a la vida humana misma,
sino que la represión se encuentra anclada en procesos sociohistóricos cuyas transformaciones
son posibles y dependen de la capacidad de los seres humanos de hacerse cargo de su historia.

A partir de la relación que ha ido perfilándose entre pulsión y represión, se ha podido ir


estableciendo que la cultura cumple un papel fundamental en la represión de la sexualidad, la
cual es al mismo tiempo una condición para la propia conservación de la civilización. Pero la
renuncia pulsional que exige el desarrollo de la cultura es además el punto débil del edificio de la
civilización, y representa el lugar donde tanto el sujeto como la comunidad cultural pueden
quebrantarse. Esto fortalece la posibilidad de vincular el proceso represivo cultural y el desarrollo
del sujeto, en la medida que el destino de la pulsión estaría marcado por condiciones delimitadas
de manera „externa‟ por una cultura en la cual el mismo individuo se constituye.

El aparato psíquico en relación a la subjetividad y cultura.

Los conceptos de yo, ello y superyó forman parte de un desarrollo posterior en la obra de Freud,
de su segunda tópica del aparato psíquico, la cual fue formulada a partir de una diferenciación,
tal vez más esencial pero que no logra abarcar la complejidad del aparato en cuestión, entre lo
inconsciente, lo preconsciente y lo consciente.

Esta primera tópica, que integra la premisa básica del psicoanálisis respecto de la importancia de
los procesos anímicos inconcientes, es fundamentalmente la que había quedado fuera de la
exposición que se ha hecho hasta este momento, a pesar de que se encuentra implícita en lo
que se ha afirmado respecto de la influencia de la cultura sobre la sexualidad y respecto del
desarrollo psicosexual infantil. Freud concibe que la psicología de la conciencia es insuficiente
para dar cuenta de los procesos anímicos, de modo que plantea la existencia de intensas
representaciones que no devienen conscientes porque existe una fuerza que se opone a que
esto ocurra, la resistencia y las defensas psíquicas. La represión obedecería entonces al estado
en que se encontraban estas representaciones antes de que pudieran acceder a la conciencia, el

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cual se produjo y pudo prolongarse gracias a la fuerza de la resistencia. El concepto de lo
inconciente surge a partir de la incursión en la doctrina de la represión. Establece la existencia
de dos clases de inconsciente: lo reprimido, que no sería susceptible de conciencia, y lo latente o
preconsciente, que ha sido alejado de la conciencia pero puede reconducirse a ella por medio
del trabajo analítico. Esto le lleva a darse cuenta de que existe, a nivel descriptivo, dos clases de
inconsciente, y en cambio a nivel dinámico sólo podemos hablar de uno; esto le parece
insuficiente para la práctica. Llevándole a generar la segunda tópica del aparato psíquico.

En este contexto, alude al yo como representación de una organización coherente de los


procesos psíquicos en una persona; de esta instancia psíquica depende la conciencia y sus
funciones son: gobernar la motilidad, entendida como descarga de las excitaciones en el mundo
exterior, controlar sus procesos parciales, aplicar la censura onírica, pero tal vez lo más
fundamental consiste en realidad en que del yo parte la represión. Podría incluso decirse que “el
yo es la represión propiamente tal”, de modo que en ciertos momentos experimenta un cierto
malestar por una resistencia que él mismo produce pero cuyo contenido desconoce. En este
sentido, Freud señala que puede encontrarse “en el yo mismo algo que es también inconsciente,
que se comporta exactamente como lo reprimido, vale decir, exterioriza efectos intensos sin
devenir a su vez conciente, y se necesita un trabajo particular para hacerlo consciente”.Es
posible decir que existe en el yo una parte escindida, inconciente, cuyos procesos son
desconocidos para él, de modo que éste no tiene conciencia del acto de reprimir, por lo que se
justifica afirmar que el ser del yo no puede distinguirse del acto de represión que surge de él. Así,
el yo como instancia psíquica correspondería a la represión misma, en la medida que necesita
reprimir para poder mantenerse como tal. El proceso por medio del cual el yo puede llegar a
constituirse como objeto de conocimiento para sí mismo implica establecer una cierta distancia
que sólo puede lograrse con la mediación de otra instancia psíquica, la cual será descrita
progresivamente por Freud como el superyó. Este, inconsciente y lo reprimido no coinciden, es
decir, que “todo reprimido es inconsciente pero no todo inconsciente es, por serlo, reprimido.
También una parte del yo, Dios sabe cuán importante, puede ser icc, es seguramente icc ” –
Freud, 1923 -.

Lo reprimido por el yo son las pulsiones del individuo, por lo que este inconciente corresponde al
ello psíquico expresado en el devenir pulsional, el cual será definido un poco más adelante. Este
inconciente no sería susceptible de ser llevado a la conciencia por su nexo indisoluble con la
naturaleza, y porque no existen palabras que permitan hacerlo ingresar al mundo de la cultura.
En cambio, la parte inconciente del yo, que se le opone como ideal del yo o superyó, no coincide
con esto reprimido ya que va produciendo ciertas exteriorizaciones que evidencian su existencia
y puede ser traído a la conciencia por medio del trabajo analítico.

Freud plantea que “esto inconsciente del yo no es latente en el sentido de lo Preconsciente, pues
si así fuera no podría ser activado sin devenir consciente, y el hacerlo consciente no depararía
dificultades tan grandes” ; de modo que se ve forzado a establecer un tercer inconciente, no
reprimido, aunque desde el punto de vista dinámico el inconciente es uno solo. Puede pensarse
que la parte inconciente del yo, consta de dos dimensiones; por un lado, habría un inconciente
reprimido que por ser parte de la naturaleza no puede pasar a la cultura y, por otro lado, un
inconciente que proviene de la cultura, como prolongación del otro devenido superyó en uno
mismo Entonces, existirían “habrían dos inconcientes: aquel perteneciente al mundo interno, el
ello psíquico, y el extraño interiorizado, proveniente del mundo cultural, el superyó”. Así se va
consolidando la consolidando una segunda tópica del aparato psíquico, cuya superficie está
dada por la conciencia, la cual forma parte de un sistema que se ubica inmediatamente ligado al

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mundo exterior, en términos espaciales. Tanto las percepciones sensoriales del mundo externo
como las sensaciones y sentimientos internos pueden ser consideradas concientes.

El aparato psíquico del ser humano está orientado a permitir que el sujeto opere adecuadamente
en el mundo, por lo que no se trata de un aparato biológico a pesar de asentarse en la
materialidad del cuerpo, sino de un aparato histórico, donde no solamente están integradas las
relaciones del individuo con los demás seres humanos sino también los vínculos entre la
humanidad y la cultura, los cuales obedecen a un proceso sociohistórico.

Este aparato puede concebirse como un espacio psíquico que tiene una entrada y una salida, y
dentro de él sistemas o instancias que lo integran, los cuales mantienen entre sí una orientación
constante, „orden fijo de sucesión‟, que la excitación debe recorrer conforme a una sucesión
temporal determinada. El aparato en cuestión constaría de un extremo sensible, perceptual, que
recibe los estímulos pero que debe liberarse rápidamente para acoger otros nuevos, de modo
que requiere otro sistema que almacene la excitación momentánea bajo la forma de huellas
mnémicas, así como instancias encargadas de conservar el orden en que ocurrieron dichas
percepciones. Lo que se encuentra en la memoria del aparato es inconciente pero es posible,
como se ha dicho, que se extienda hasta su otro extremo, la conciencia, por medio del sistema
preconsciente. La representación freudiana del yo parte del sistema P, núcleo encargado de la
percepción, y abraza primero al preconsciente prcc, sostenido por los restos mnémicos. Pero
como además el yo es inconciente, Freud establece una nueva diferenciación, “llamando «yo» a
la esencia que parte del sistema P y que es primero prcc, y «ello», en cambio, según el uso de
Groddeck, a lo otro psíquico en que aquel se continúa y se comporta como inconsciente”. De
esta forma, esta expresión impersonal, el ello, respondería a una necesidad de la naturaleza, de
nuestro propio ser, a partir de la cual se va diferenciando el yo, como resultado de la influencia
que ejerce el mundo exterior sobre el aparato psíquico del individuo por medio del sistema P, de
percepción. El individuo puede entonces ser considerado en tanto ello psíquico, inconciente, y
sobre éste, como “una superficie, se asienta el yo, desarrollado desde el sistema P como si fuera
su núcleo” - Freud -. Existe una confluencia del yo, hacia abajo, con el ello, del mismo modo que
lo reprimido se dirige hacia el ello. Por lo tanto, el aspecto inconciente del yo se encuentra
estrechamente ligado al ello psíquico, al mismo tiempo que el yo se esfuerza en imponerle al ello
las exigencias del mundo exterior y sus propias aspiraciones, de modo que el principio de placer
vaya siendo reemplazado por el principio de realidad. Freud plantea que “para el yo, la
percepción cumple la función que en el ello corresponde a la pulsión”, lo que significa que
mientras la percepción es la que va estructurando el yo como instancia psíquica, la pulsión
constituye aquello que conforma al ello.

En El malestar en la cultura, 1930, Freud retoma estos planteamientos respecto de la


constitución del aparato psíquico, al referirse al sentimiento que los seres humanos tienen de su
yo propio, el cual se presenta como autónomo y unitario, diferenciado de todo lo demás, aunque
en realidad “el yo más bien se continúa hacia adentro, sin frontera tajante, en un ser anímico
inconciente que designamos «ello» y al que sirve, por así decir, como fachada”.

Podemos decir que en los umbrales de la constitución del aparato psíquico, no es que éste
pueda ser considerado como puro ello sino que, más bien, el sentimiento yoico primitivo implica
la fusión con el mundo externo, de modo que este último también se percibe como parte del yo.
Sin embargo, progresivamente el yo va diferenciándose de lo que es externo a él y de lo que
pertenece al terreno del ello, aunque mantiene vínculos estrechos con ambos. En la medida que
lo que se ha llamado sistema P sostiene la relación entre el sujeto y el mundo que lo rodea, es

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posible pensar que permite que el aparato psíquico en construcción vaya dando origen a un yo,
como diferenciación superficial del ello y conectado íntimamente con él.

Freud comienza a darle forma a su segunda tópica, la que tendrá profundas consecuencias en
su teoría de la cultura. Si se establece que el yo, entendido como la represión misma, se
diferencia de lo más estrictamente pulsional a partir de la posibilidad que la percepción le otorga
de adecuarse al mundo circundante, que en el caso de los seres humanos es precisamente el
mundo definido por una cierta comunidad de cultura, es posible plantear que la cultura cumple un
rol fundamental en la constitución del aparato psíquico y, por tanto, de la subjetividad. La función
del acto de reprimir, indistinguible del yo, descansaría así en el influjo de la cultura, es decir, lo
reprimido por el yo está mediado por el otro, en su forma de superyó. . De esta forma se
completa el esquema de la segunda tópica freudiana del aparato psíquico, mostrando el
permanente conflicto entre el yo y el ello, entre principio de realidad y principio de placer, del cual
surge justamente el superyó como nueva diferenciación a partir del yo.

El superyó puede concebirse como un representante psíquico de la cultura o, en palabras de


Freud, como “el subrogado del mundo exterior real en lo anímico”. El impacto de la cultura sobre

el aparato psíquico del sujeto se plasma en una instancia específica, el superyó, el cual además
“mantiene un vínculo menos firme con la conciencia”, es decir que, como el yo, tiene una parte
inconsciente. Esto ya había sido mencionado antes, cuando se dijo que la parte inconciente del
yo constaba de una dimensión que provenía de la cultura; de esta manera, el superyó sería una
prolongación del otro en una instancia psíquica interna, que es también una pieza central de la
subjetividad. El superyó está constituido en gran parte por un sentimiento de culpa inconciente,
ligado a los procesos de desarrollo de la cultura y la civilización.

El proceso de desarrollo cultural: el superyó.

En este apartado, vamos a realizar un recorrido acerca de los orígenes de la cultura y su


posterior desarrollo en Freud, puesto que este proceso se encuentra íntimamente ligado a la
construcción de la subjetividad. En este contexto, la cultura se entiende como “toda la suma de
operaciones y normas que distancian nuestra vida humana de la de nuestros antepasados
animales, y que sirven a dos fines: la protección del ser humano frente a la naturaleza y la
regulación de los vínculos recíprocos entre los hombres”.

La forma en que se lleva a cabo esta regulación de los vínculos recíprocos es, junto con la
utilidad representada por la capacidad de dominar la naturaleza y de protegerse de sus fuerzas
destructivas, un rasgo muy importante de toda cultura. El desarrollo de la cultura es un proceso
que involucra a toda la humanidad y que se pone al servicio del Eros, en la medida que pretende
ligar a los individuos en comunidades cada vez mayores por medio de lazos libidinales entre los
seres humanos. De esta forma, la pulsión de agresión se constituye como un potente obstáculo
para la cohesión de la comunidad y para la fuerza del Eros, porque es un subrogado de la
pulsión de muerte. Por ello, para Freud, el sentido del desarrollo cultural se esclarece en la
medida que muestra “la lucha entre Eros y Muerte, pulsión de vida y pulsión de destrucción, tal
como se consuma en la especie humana. Esta lucha es el contenido esencial de la vida en
general, y por eso el desarrollo cultural puede caracterizarse sucintamente como la lucha por la
vida de la especie humana”.

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Freud consolida su hipótesis acerca de la génesis de la vida en comunidad de cultura de los
seres humanos cuando hace el intento de explicar el origen de la prohibición del incesto, ligado a
la existencia de un sistema social organizado en función del totemismo. Al investigar la
exogamia, como el mecanismo creado con el fin de lograr la prohibición del incesto, va dando
cuenta de diversos aspectos del sistema totémico, los cuales va asociando sistemáticamente a
ciertos mecanismos y modos de funcionar que se observan también en los neuróticos, sobretodo
en los que se encuentran rasgos obsesivos.

Freud plantea que resulta incuestionable el hecho de que “el totemismo constituyó una fase
regular de todas las culturas”, y que para comprender este sistema, a la vez social y religioso, se
hace necesario responder a las preguntas que apuntan al “origen de la descendencia totémica, a
la motivación de la exogamia - y correlativamente, del tabú del incesto que ella subroga - y al
vínculo entre ambas, la organización totémica y la prohibición del incesto”. Aquí se observa que
establece un lazo entre el desmedido horror al incesto de los primitivos y el sistema totémico,
lazo que va evidenciando al describir, y criticar, diversas teorías de otros autores acerca del
origen del totemismo.

Para su elaboración teórica, Freud se queda principalmente con la hipótesis darwiniana que
refiere a la existencia de un “estado social primordial del ser humano, en la que los homínidos se
organizaban en hordas primitivas pequeñas, comandadas por un macho poderoso, celoso y
violento que impedía la práctica sexual promiscua dentro del grupo. En efecto, era el poseedor
de todas las hembras de la horda y ejercía su poder en contra de quienes amenazaban su lugar,
expulsando a los machos más jóvenes y estableciendo la exogamia para ellos.

Freud agrega a la teoría de Darwin los aspectos psicológicos que aquí interesan para explicar la
exogamia, el origen del totemismo. El padre de la horda primordial era un macho celoso,
poseedor de todas las mujeres, que expulsa a los machos jóvenes del clan. Para Freud, este
“violento padre primordial era por cierto el arquetipo envidiado y temido de cada uno de los
miembros de la banda de hermanos. A pesar de ello, estos hermanos expulsados un día se
reunieron, se aliaron, y en conjunto “mataron y devoraron al padre, y así pusieron fin a la horda
paterna. Unidos osaron hacer y llevaron a cabo lo que individualmente les habría sido imposible”.

Por medio de la devoración, los hermanos se identifican con el padre asesinado y cada uno de
ellos conserva para sí una porción de su fuerza. En este contexto, se lleva a cabo la celebración
de la fiesta expresada en el banquete totémico, la cual “sería la repetición y celebración
recordatoria de aquella hazaña memorable y criminal con la cual tuvieron comienzo tantas cosas:
las organizaciones sociales, las limitaciones éticas y la religión” -.

En el banquete totémico, el ceremonial de asesinar y devorar al animal totémico que sustituye al


padre primordial debe hacerse en presencia de cada uno de los miembros del clan y, del mismo
modo, todos deben comer del animal. Esto se puede entender a la luz de la existencia de una
“conciencia de que ejecutan una acción prohibida al individuo y sólo legítima con la participación
de todos”. En este sentido, la acción en conjunto de los miembros del clan buscaría que la
responsabilidad recayera en todos y en ninguno de ellos, librándose de ese modo de la culpa por
el crimen. Al mismo tiempo que se celebra la fiesta por el asesinato y la devoración del padre,
aparece el lamento totémico como una manifestación compulsiva que se origina en el temor a
una potente represalia y que tiene como principal objetivo “sacarse de encima la responsabilidad
por la muerte”.

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Este carácter del ceremonial totémico, en el que se celebra el triunfo sobre el padre omnipotente
y, a la vez, se llora su muerte, guarda relación con una característica de la vida anímica que
Freud ya discernió respecto de los sentimientos hacia el padre en neuróticos y en niños
pequeños, y que permite dar cuenta de un mayor número de fenómenos que derivan de este
hecho. La ambivalencia de sentimientos hacia el padre por parte de los hermanos se hace
evidente cuando, luego de darle muerte y satisfacer así su odio y su deseo de eliminar a aquel
ser que les imponía tantas restricciones, sobrevienen aquellos sentimientos de amor y
admiración que habían quedado sofocados por la hostilidad. Estas mociones tiernas aparecen en
forma de conciencia de culpa por el crimen cometido, culpa que eleva la fuerza y omnipotencia
del padre muerto y cuyas restricciones ejercen su presión ya no desde el exterior, sino que son
interiorizadas por los hermanos por medio de lo que Freud denomina la “obediencia de efecto
retardado”.

Freud además hipotetiza que la instalación de una conciencia moral podría haberse visto
reforzada porque el asesinato no logra satisfacer completamente el deseo originario de cada
hermano de reemplazar al padre en su lugar de poder, “el fracaso es mucho más propicio que la
satisfacción para la reacción moral”. Es así como la prohibición de repetir el crimen se instala en
el precepto-tabú de no matar al animal totémico como sustituto del padre asesinado, y la
prohibición del comercio sexual con las mujeres del tótem-padre es subrogada por el precepto-
tabú de la prohibición del incesto, que da origen a la exogamia.

Es la conciencia de culpa del hijo varón la que instala los dos tabúes que fundan el totemismo,
prohibiciones que se reeditan en el individuo haciéndose efectivas en los dos deseos esenciales
y reprimidos del complejo de Edipo.

Respecto del tabú del incesto, Freud señala que tuvo el objetivo de mantener el orden social
erigido al momento de consumar el deseo de los hermanos de matar al padre de la horda; con el
asesinato del padre las mujeres quedan liberadas de su poder, por lo que cada hermano habría
querido poseerlas para sí: “la necesidad sexual no une a los varones, sino que provoca
desavenencias entre ellos. Como cada uno de los hermanos tomó parte de la fuerza del padre
por medio de la devoración, ninguno era lo suficientemente fuerte como para asegurarse el
poder sobre los otros, lo que conllevó a que todos renunciaran a ese lugar, estableciendo así la
prohibición del comercio sexual con las mujeres del clan totémico.

Se puede colegir que la posibilidad de la convivencia humana se abre “cuando se aglutina una
mayoría más fuerte que los individuos aislados, y cohesionada frente a estos. Ahora el poder se
contrapone, como «derecho», al poder del individuo, que es condenado como «violencia bruta».
Esta sustitución del poder del individuo por el de la comunidad es el paso cultural decisivo” -
Freud,1930 -, cuya esencia guarda relación con la limitación de las posibilidades de satisfacción
que se introduce cuando los individuos viven en comunidad. De esta manera, es posible señalar
que la esencia del proceso de desarrollo cultural está dada por el hecho de que la cultura se
fundamenta sobre una renuncia de lo pulsional.

Dentro de las limitaciones que la cultura le impone al individuo encontramos que en su primera
fase de desarrollo, el totemismo, la exigencia de la prohibición del incesto restringió
drásticamente la vida sexual. Además, por medio del tabú, la ley y las costumbres se imponen
nuevas limitaciones a la vida sexual de los seres humanos. Por ello, es fácil comprender porqué
el ser humano no puede sentirse dichoso en la cultura.

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Ella le impone, no sólo una limitación de la vida sexual, sino que además una limitación de la
satisfacción que podría obtener por medio de la expresión de su agresividad. Se plantea,
entonces, que la cultura está en el origen de una gran parte del sufrimiento del ser humano, el
cual sería más feliz si pudiera renunciar a ella y regresar de algún modo a sus condiciones
primitivas de vida. Esta afirmación resulta sorprendente si se toma en cuenta que es la misma
cultura la que provee a las personas los elementos para defenderse del sufrimiento
.
De vuelta al totemismo, a la prohibición de matar al animal totémico se agrega la prohibición de
comerlo, lo que según Freud resulta en un primer esbozo de las futuras religiones y de la
instancia psíquica superyoica.

La justicia en los vínculos entre los miembros de la comunidad representa otro requisito de la
cultura, pues debe existir un grado de seguridad respecto de que el orden jurídico establecido
para todos, donde ningún hermano tendrá permitido ocupar el lugar del padre, no se romperá
para favorecer a un individuo en particular.

El cambio en el vínculo con el padre trae consigo consecuencias también en el aspecto social de
la organización de la comunidad. Antes, la sociedad estaba organizada en función de la relación
entre hermanos, con todas las prohibiciones y deberes que el clan conllevaba, por lo que con el
advenimiento de los dioses paternos “la sociedad sin padre se trasmudó poco a poco en la
sociedad de régimen patriarcal” - Freud, 1913 -. En ese sentido, la familia se constituye como
una restitución de la horda primordial, sin embargo, los logros sociales alcanzados por el clan de
hermanos no se destituyen y la figura de este nuevo padre no resulta lo suficientemente
poderosa y violenta como para igualarse al padre primordial, lo que permite “la perduración de la
necesidad religiosa y la conservación de la insaciada añoranza del padre” - Freud, 1913 -.

A partir del desarrollo propuesto, Freud releva uno de los aspectos más fundamentales de su
tesis sobre el desarrollo de los pueblos. La institucionalización de la religión, de la organización
social y de la ética, producto del asesinato primordial, se enlaza íntimamente con la instauración
del complejo de Edipo, reconocido en la literatura freudiana como el núcleo de las neurosis, en la
medida que ambos procesos guardan una expresa relación con el vínculo que se establece con
el padre. La ambivalencia no sólo adscribe a un universal en la vida de sentimientos de los
individuos, sino que va más allá y remite, en última instancia, a una formación que “fuera
adquirida por la humanidad en el complejo paterno”
.
Cuando se introduce el padre en el vínculo que el niño establece de forma inmediata con la
madre, la prohibición que éste impone a la satisfacción pulsional del niño en ese vínculo tiene
como consecuencia la renuncia al objeto-madre y la instalación del tabú del incesto. Gobiernan
al niño aquellos sentimientos hostiles hacia el padre, los mismos que se mencionaban en
relación al clan de hermanos; estos sentimientos, en Psicología de las masas y análisis del yo,
junto con una regresión a la fase oral permiten al niño identificarse con el padre, tomando su
propia fuerza para combatirlo. Así, la lucha a muerte, constituye la base sobre la cual se
produce, como herencia - el desenlace del padre muerto -, el “superyó”: el niño se hace como el
padre después de su parricidio. Una identificación con el padre muerto permite la constitución del
superyó, que toma la severidad del padre como castigo por la agresión que le ha sido infligida e
instituye las prohibiciones necesarias para que la agresión no se vuelva a producir. El superyó
resulta el heredero del complejo de Edipo en la medida que se instala como una forma de volver
a la vida al padre asesinado, gracias a la conservación de sus mandatos.

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El concepto de superyó tiene en la literatura freudiana un desarrollo que se basa en la


formulación de un ideal del padre, como propone Freud en Tótem y Tabú, ideal que
posteriormente pasa a conformar el ideal del yo, del que habla en Introducción del narcisismo,
1914, y en Psicología de las masas y análisis del yo, 1921. Unos años más tarde, en El yo y el
ello 1923, Freud alude a “una sedimentación en el yo, que consiste en el establecimiento de
estas dos identificaciones- con el padre y la madre -, unificadas de alguna manera entre sí. Esta
alteración del yo recibe su posición especial: se enfrenta al otro contenido del yo como ideal del
yo o superyó ”, de lo que se desprende que, en este momento, utiliza los conceptos de ideal del
yo y de superyó de manera indiferenciada.

En El malestar en la cultura Freud ha adoptado el término superyó para referirse a la instancia


psíquica representante de la autoridad, una de cuyas funciones está dada por la conciencia
moral, que en su actividad censora vigila y enjuicia al yo. El sentimiento de culpa obedece a la
percepción que tiene el yo de la tensión entre sus aspiraciones y las exigencias del superyó, es
decir, corresponde a la severidad de la conciencia moral. Es posible entender que Freud al
hablar de “las exigencias del superyó” se está refiriendo al influjo que ejerce esta instancia en el
yo, por medio de los deberes y prohibiciones que le impone, para que logre asemejarse y
alcanzar el ideal del yo, como deseo de ocupar el lugar de perfección del padre. Se expresa así
que el ideal del yo ya no alude a la instancia psíquica propuesta por el autor en 1923, sino que
remite más bien a una representación a la que el yo es forzado a alcanzar por medio de la
presión del superyó. En ese sentido, es posible decir que el superyó contiene en sí la exigencia
del así como el ideal debes ser, pero también la prohibición expresada en el mandato así como
el padre no puedes ser.

Ante la angustia frente a esta instancia crítica aparece la necesidad de castigo, que consiste en
“una exteriorización pulsional del yo que ha devenido masoquista bajo el influjo del superyó
sádico, vale decir, que emplea un fragmento de la pulsión de destrucción interior, preexistente en
él, en una ligazón erótica con el su peryó”. Si bien puede decirse que la conciencia de culpa
precede a la instauración del superyó, tal como sucede en el mito de la horda primordial, no
puede decirse lo mismo respecto de la conciencia moral, que sólo cobra sentido como una de las
funciones de esta instancia psíquica. Así, la conciencia de culpa es la expresión inmediata de la
angustia que provoca la posibilidad de perder el amor de la figura de autoridad externa, en el
conflicto entre esta necesidad de amor y el esfuerzo a la satisfacción pulsional; cuando no ocurre
esta satisfacción, aparece la tendencia a la agresión.

Un primer estrato del sentimiento de culpa tendría que ver con esta angustia a la autoridad
externa, y un segundo estrato con la angustia frente a la autoridad de una instancia interna, el
superyó. Se entiende, entonces, que el sentimiento de culpa tiene una génesis ligada al superyó
y su severidad expresada en la conciencia moral, como una de sus funciones.

El origen del sentimiento de culpa sigue dos caminos: en primer lugar, la angustia frente a la
autoridad y, posteriormente, la angustia ante el superyó. La angustia frente a la autoridad obliga
a la renuncia pulsional, mientras que la angustia frente al superyó además impone el castigo
porque a éste no se le pueden ocultar los deseos que han sido prohibidos pero que no cesan en
su aparición. La conciencia moral, en este punto, explica la severidad del superyó, que viene a
ser la continuación de la severidad de la autoridad externa, que ha sido relevada por ella; se

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comienza a vislumbrar, entonces, que el superyó correspondería a la interdicción de un otro
cultural, interiorizada en el individuo.

Por su parte, en la angustia ante la autoridad la ligazón que existe entre la renuncia a lo pulsional
y la conciencia moral es evidente: la renuncia “es la consecuencia de la angustia frente a la
autoridad externa; se renuncia a satisfacciones para no perder su amor”. Aquí la renuncia es
suficiente porque se hace lo que impone la autoridad, lo que implica que no quedaría un
sentimiento de culpa posterior.

En la angustia ante el superyó, la renuncia no logra satisfacer el imperativo porque el deseo


permanece y no se le puede esconder al superyó su existencia; por esta razón “pese a la
renuncia consumada sobrevendrá un sentimiento de culpa, y es esta una gran desventaja
económica de la implantación del superyó o, lo que es lo mismo, de la formación de la conciencia
moral”. Como en este estado la renuncia pulsional no asegura quedar liberado del sentimiento de
culpa, la “desdicha que amenazaba desde afuera –pérdida de amor y castigo por parte de la
autoridad externa– se ha trocado en una desdicha interior permanente, la tensión de la
conciencia de culpa”.

Podemos señalar una secuencia temporal acerca de los fenómenos psíquicos. En primer lugar,
se establece una renuncia a lo pulsional como consecuencia de la amenaza ante la pérdida de
amor y a la agresión de una autoridad externa; en segundo lugar, la institución de una autoridad
interna a partir de la externa, que implica otra renuncia a lo pulsional causada por la angustia
ante la conciencia moral que impone esta autoridad.

En el segundo estadio, la mala acción y el deseo de llevarla a cabo representan lo mismo, por lo
que sobreviene ante ambos la conciencia de culpa y la necesidad de castigo, que se expresa por
medio de la agresión de la conciencia moral, la cual mantiene la fuerza de la agresión de la
autoridad. En un principio, la angustia que luego devendrá conciencia moral obliga a la renuncia
pulsional pero, posteriormente, esta relación se invierte. Es decir, toda vez que se produzca una
renuncia a lo pulsional ésta será tomada por la conciencia moral como fuente de exigencia, por
lo que mientras más renuncias sean llevadas a cabo, más aumentará la severidad de la
conciencia moral.

Finalmente, es posible entender que la renuncia pulsional que impone el sentimiento de culpa,
con todas sus consecuencias, y provocado por la tensión en el yo ante las exigencias del
superyó, resulta necesario para la conservación de los lazos entre los miembros de la
comunidad; esta renuncia afecta tanto a una parte de la sexualidad como a las tendencias
agresivas inherentes al ser humano. Por ello, el asesinato del padre primordial inaugura la
entrada del individuo a la sociedad de cultura, fenómeno que se repite y se reedita en el
complejo de Edipo.

El complejo de Edipo negativo y el periodo preedípico en la mujer.

Vamos a abordar ciertas particulariedades aportadas por Freud con respecto de lo femenino. El
desarrollo psicosexual de la niña tiene ciertas características que lo vuelven diferente al del niño
varón de manera sustancial. La madre es el primer objeto de todos los niños, sean éstos varones
o mujeres. Freud señala este hecho en una serie de escritos, en los que muestra el origen de las
diferencias que pueden observarse entre los sexos, tal cómo éstos se desarrollan en la cultura,
así como de las características específicas del desarrollo sexual femenino. Este hecho tiene

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grandes implicaciones para el modo en que el suceso fundamental de la vida anímica infantil, el
complejo de Edipo, tendrá lugar, ya que el niño conserva su primer objeto durante la situación
edípica, mientras que la niña debe enfrentar la tarea de cambiar de objeto, resignando de algún
modo a la madre para poder tomar al padre como nuevo objeto – Freud en 1925 -.

La niña debe pasar por una fase previa a aquella que Freud denomina complejo de Edipo
positivo, para lo cual deberá cambiar la ligazón-madre primaria por una ligazón con el padre. El
complejo de Edipo negativo corresponde justamente a esa prehistoria en el desarrollo sexual de
la niña, en la cual la ligazón con el padre no se ha establecido todavía, y lo que prima es un lazo
con la madre de una forma intensa, tanto o más aún que en el caso del niño varón. Las mujeres
que conservan durante su vida adulta una fuerte ligazón al padre y el deseo inconciente de tener
un hijo suyo, manteniéndose vivo el complejo de Edipo, evidencian una intensa ligazón con la
madre, de forma previa, lo que sugiere que los deseos edípicos hacia el padre no implican un
cambio en las características de la ligazón, sino solamente un cambio de objeto.

En el contexto preedípico, el padre es sólo un rival que interfiere entre la niña y su madre, y las
características del posterior vínculo edípico de la niña con su padre en realidad le preexisten y
han sido desplazadas a partir de la ligazón a la madre que lo antecede. De este modo, “no se
puede comprender a la mujer si no se pondera esta fase de la ligazón-madre preedípica” –
Freud, 1932 -.

Por tanto, existe una fase preedípica mucho más significativa en la niña, en la medida que su
amplitud permite las fijaciones y represiones que se consideran como la base de la contracción
de neurosis, lo que podría restarle importancia al planteamiento que señala que el complejo de
Edipo es el núcleo universal de las neurosis, y al que concibe como fundante de la subjetividad.
Freud advierte que puede otorgársele un contenido más extenso al complejo de Edipo, de modo
que contenga todos los lazos del niño con ambos progenitores. Una idea más completa acerca
de la construcción del sujeto nos lleva a señalar que dicha construcción se conforma de aspectos
provenientes de ambas figuras parentales, y que todos ellos le servirán para insertarse en la
cultura.

Por otro lado, Freud establece que la bisexualidad como disposición constitutiva del ser humano
sería, en la mujer, mucho más significativa que en el hombre, lo que tendría que ver con el
“hecho anatómico” de que la mujer posee dos zonas genésicas rectoras, la vagina,
específicamente femenina, y el clítoris, que es analogado al pene masculino. Según Freud, la
vagina pasa mucho tiempo sin provocar sensaciones de ningún tipo, hasta la época del
reflorecimiento adolescente. Plantea que las mociones genitales primarias significativas de la
niña se desarrollan en un primer momento ligadas al clítoris, lo que hace que la vida sexual
femenina tenga un carácter masculino en esta fase, y posteriormente, se traslade a la vagina,
que sería lo propiamente femenino. De esta forma, la niña no sólo tiene la tarea de cambiar de
objeto de amor, sino que también deberá cambiar de zona genital rectora. Así, debe realizar un
doble movimiento que caracteriza su desarrollo anímico; en primer lugar, de la zona genital
rectora clitoridiana a la vagina, y luego, del objeto-madre al objeto-padre.

Freud plantea una posible relación entre ambas tareas al decir que la vuelta hacia el padre
requiere de una tarea adicional, representada por el cambio de zona erógena genital. Existe al
menos una relación temporal entre estas tareas características del desarrollo femenino, en la
cual el trueque del clítoris por la vagina es una condición previa, que en alguna medida posibilita

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el cambio de objeto en la niña. A partir de lo anterior, Freud plantea que el proceso de desarrollo
de la niña pequeña resulta más complejo y dificultoso en comparación con el del varón.

Cuando nos adentramos en el período preedípico de la niña, resulta complejo reconstruir la


historia de su actividad sexual hacia la madre, porque está constituida por mociones pulsionales
que ocurrieron en un período muy antiguo. Sin embargo, Freud observa una amplia variedad de
vínculos libidinosos de la niña con la madre durante el período preedípico, que se manifiestan
como deseos orales, sádico-anales y fálicos en función de las tres fases del desarrollo sexual
infantil. Estos deseos harían las veces de mociones activas y pasivas, que no deben concebirse
como masculinas y femeninas, puesto que la diferenciación entre los sexos es posterior;
además, son ambivalentes, es decir, de índole tanto tierna como hostil-agresiva, aunque estos
últimos suelen emerger una vez transformados en representaciones de angustia.

Cuando Freud habla de mociones activas y pasivas, se refiere al tipo de metas sexuales que
persiguen, en alternancia, los deseos preedípicos de la niña hacia la madre; así, una vivencia
pasiva provocará una disposición a una reacción activa, en toda la vida psíquica, ya que esto es
necesario para llegar a dominar el mundo exterior. Se puede entender una preferencia por el
papel activo y una revuelta contra el pasivo que se manifiesta de manera relativa en cada niño, y
que permite colegir la posterior intensidad de los caracteres masculinos y femeninos de su
sexualidad. Aunque una parte de la libido infantil se satisfaga en las vivencias pasivas en
relación al cuidado de la madre, el niño intenta pronto rebelarse contra ellas e invertir los roles, lo
que no sería tan evidente en la niña, que intenta ejercer la actividad en otros ámbitos. Para
Freud, esto obedecería a una manifestación de la actividad de la feminidad, que puede
representar el carácter exclusivo de la ligazón a la madre en que se relega completamente al
objeto-padre.

Puede decirse, en términos generales, que las primeras fases del desarrollo libidinal son vividas
de manera similar por ambos sexos. Sin embargo, los enunciados de los deseos sexuales
infantiles son difíciles de explorar, aun cuando los de la fase fálica giran en torno a hacerle un
hijo a la madre en el niño o, análogamente, a parirle un hijo en el caso de la niña. Freud señala
de forma importante que la seducción de la niña por parte del padre no obedecía al origen real
de traumas sexuales infantiles, sino a fantasías correspondientes al complejo de Edipo
característico de la niña. Dichas fantasías de seducción también pueden rastrearse en el período
preedípico en relación a la madre, y tienen un anclaje en la realidad, en la medida que ella
provocó las primeras sensaciones genitales placenteras en el curso de las acciones de cuidado
corporal .

Las mociones activas de la fase fálica acontecen con posterioridad representadas como deseo
de la madre; la actividad sexual finaliza en la masturbación del clítoris que puede llegar a permitir
la representación de la madre, aunque no necesariamente llega a convertirse en una meta
sexual propiamente dicha. Queda en evidencia más certeramente cuando la madre tiene un
nuevo hijo, lo que provocaría en la niña el deseo de haber sido ella la madre de ese hermano, de
modo que la fantasía de engendrar un hijo con el padre es, de hecho, la fuerza pulsional de la
masturbación infantil en la niña.

En el desarrollo psicosexual femenino, el descubrimiento del placer por la masturbación del


clítoris es generalmente espontáneo y, en un principio, no va acompañado de fantasías, si bien
posteriormente puede ligarse con fantasías de seducción por parte de la madre. Por medio de
los influjos de la educación, la prohibición de masturbarse puede hacer que la niña deje de lado

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esta práctica o que se resista y se rebele contra la persona que lo impone, es decir, la madre; el
complejo de masculinidad sería potenciado por la negación de la prohibición. La pérdida de esta
fuente de placer provoca rencor en la niña y ayuda al extrañamiento de la madre, aunque esta
situación también incita al varón a rebelarse contra ella, que cumple para él la misma función
represora. En vista El cambio al objeto-padre y la vía a la feminidad se suceden entonces
apoyados por las mociones pasivas que no han sido reprimidas, en la medida que no los limiten
los residuos de la ligazón a la madre recién relevada. La renuncia a la masturbación fálica
también implica desistir de una cuota de actividad, en la medida que ésta se vincula con los
deseos preedípicos de la niña hacia la madre. De este modo, son las mociones pulsionales
pasivas las que participan de forma dominante en el giro hacia el padre, que dará lugar al vínculo
característico del complejo de Edipo femenino. A partir de este momento, la actividad fálica irá
retrocediendo para facilitar la instauración de la feminidad “normal”, que requiere el
mantenimiento de la represión de los deseos sexuales activos dentro de cierto rango que no
implique una merma de la sexualidad en su conjunto.

Es posible encontrar tanto en el desarrollo sexual de la niña como en el del niño la acción de las
mismas fuerzas libidinosas que siguen el mismo tránsito por algún tiempo y llegan a los mismos
resultados. Después, ciertos factores biológicos cambiarían el camino de esas mociones y le
otorgarían otra meta que finalmente conduciría a la feminidad aun a las fuerzas activas,
masculinas, sin embargo, la libido es única para ambos sexos y contiene en sí misma metas
pasivas y activas. Es en las metas pasivas donde podrá encontrarse la explicación del problema
de la feminidad.

A partir del problema del cambio de objeto en la niña para entrar en el complejo de Edipo, el
psicoanálisis freudiano se plantea comprender de qué forma se logra la ligazón con el padre
desde la fase masculina en que primaba la ligazón-madre, lo que constituye para Freud el
destino biológico de la mujer. Este destino de los vínculos de la niña no tiene que ver solamente
con un cambio de objeto, pues el alejamiento respecto de la madre se sustenta en una abierta
hostilidad. Dicha hostilidad no se explica por la rivalidad que sucede en el complejo de Edipo,
sino que por la intensa, duradera y exclusiva ligazón-madre de la fase preedípica, que sólo viene
a fortalecerse y encontrar uso en la hostilidad de la situación edípica. La forma en que la niña
llega a extrañarse del objeto-madre tiene que ver con varios mecanismos que trabajan en
conjunto para llegar a ese final, muchos de los cuales son universales pues forman parte de la
vida sexual infantil en general.

En el período en que la niña vuelca su amor hacia el padre, la hostilidad hacia la madre se
expresa sobretodo mediante una serie de reproches; en primer lugar, se acusa a la madre de no
haber querido suficientemente al niño tras su nacimiento, lo que habría quedado evidenciado en
el destete prematuro de la criatura. El segundo reproche sobreviene cuando nace un nuevo
hermano y, como el anterior, guarda relación con exigencias infantiles de amor, que son
desmedidas y demandan exclusividad. La denegación oral se interpreta entonces en función de
la llegada de este rival, que no sólo viene a quitarle el alimento al niño mayor, sino también los
cuidados privilegiados de la madre. El niño se siente entonces destituido y desposeído por la
llegada de este nuevo hermano, contra quien desarrolla una celosa hostilidad; la infidelidad de su
madre le hace aborrecerla, desobedecerle e incluso tener regresiones. El tercer reproche no
necesariamente se le hace explícitamente a la madre, pero se vincula con la imposibilidad del
niño de satisfacer sus deseos sexuales. La figura de la madre representa una de las
prohibiciones más significativas a las satisfacciones de la fase fálica, en la medida en que suele
ser la encargada de limitar la masturbación genital de los niños.

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.
Particularidades del complejo de castración en la niña.

A partir de los reproches señalados, se podría pensar que la niña tiene suficientes razones para
separarse de la madre, y que estas razones guardan relación con el carácter altamente
demandante de la sexualidad infantil, que busca la satisfacción a toda costa sin considerar las
limitaciones que se le imponen en el curso del desarrollo. También podría resultar comprensible
este alejamiento porque el vínculo con la madre es el primero, lo que implica que ésta se
convierte en un objeto de amor cargado de una gran ambivalencia, por lo que el niño es
sumamente susceptible a las negativas que provienen de este objeto, y el amor en algún
momento es avasallado por la hostilidad que se acumula a lo largo de esta historia de
frustraciones. Una tercera posibilidad consiste en restarle valor a esa ambivalencia primaria de
las investiduras de objeto, y entender que es el carácter de la relación entre la madre y el niño,
por las inevitables restricciones que impone la crianza, la que condena el vínculo de amor entre
ellos a disolverse y a transformarse en reacción agresiva. Si bien estas posibilidades, las
frustraciones, los celos, la seducción y otras posteriores restricciones, son válidas en cierta
medida y probablemente co-participan en el extrañamiento de la niña respecto de su madre, la
advertencia de que todas ellas están también presentes en el desarrollo del niño varón, y no son
lo suficientemente poderosas para moverlo a abandonarla en tanto objeto de amor, plantea la
necesidad de pensar en un motivo específico para que la niña se desligue de la figura materna y
pueda establecer la ligazón con el padre propia del complejo de Edipo positivo.

En la niña, un factor de gran importancia para este alejamiento de la madre guarda relación con
el complejo de castración. Freud, señala que es perfectamente posible reconocer una fase fálica
en el desarrollo psicosexual femenino, en la medida que plantea que al internarse en la fase
fálica “la niña pequeña es como un pequeño varón”.

La fase fálica y el complejo de castración en la niña siguen un desarrollo diferente al que tienen
en el niño. Aquella comienza en la niña cuando descubre el pene en otros niños, que ella
supuestamente interpretaría como una versión superior en tamaño y más visible que su propio
clítoris. Este hallazgo tiene profundas consecuencias psíquicas para la niña, entre ellas el
advenimiento de un sentimiento que la acompañará, en una u otra forma, por mucho tiempo, la
envidia del pene. Cuando la niña descubre los genitales masculinos y va progresivamente
adquiriendo la convicción acerca de su propia castración, se resiste a ella y permanece el deseo
de poseer un pene. Poco a poco va comprendiendo que ciertas personas padecen lo mismo que
ella, primero otras niñas y luego algunas mujeres adultas, hasta que se da cuenta de que
ninguna posee pene, lo que provoca un sentimiento de inferioridad y de desvalorización de lo
femenino, que se desarrollará más adelante, el cual se adjudica también a la madre. Es ella
quien no ha dotado a la niña de tan preciado genital por lo que se merece el reproche y el tan
mentado extrañamiento. Si bien la mayoría de las veces la niña termina por aceptar esto que se
significa como un daño, el deseo de llegar a tener alguna vez un pene puede ser reprimido y
permanecer en el inconciente con una elevada investidura energética.

El complejo de castración representa el factor específico en que puede rastrearse la distinción


entre el desarrollo psicosexual femenino y el masculino pues, para Freud, “la diferencia
anatómica no puede menos que imprimirse en consecuencias psíquicas”. El complejo de
castración no es exclusivo del proceso de construcción de la subjetividad masculina, sino que
también participaría del desarrollo psicosexual de la niña, aunque de una forma diferente, porque

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en ella las consecuencias de la constatación de las diferencias anatómicas entre los sexos
serían más inmediatas, y se plasmarían en la envidia: “ha visto eso, sabe que no lo tiene y
quiere tenerlo” – Freud, 1925 -.

Este punto referido a la castración femenina, puede generar un complejo de masculinidad, que
puede significar grandes dificultades en el desarrollo de la feminidad, y que consiste en la
persistencia, aun en la mujer adulta, de la esperanza de llegar a tener alguna vez el pene que la
iguale al hombre. La envidia del pene es entonces el resultado de la constatación de que los
varones poseen algo de lo que la niña carece y que desearía tener, y que además la pone en
desventaja en relación a ellos.

La envidia del pene tiene varias consecuencias psíquicas para la mujer, una de las cuales tiene
que ver con el establecimiento de un sentimiento de inferioridad , que guarda relación con la
sustracción de un gran número de investiduras libidinales del yo, que queda empobrecido por las
aspiraciones sexuales que no logra controlar. Dicho sentimiento de inferioridad está presente, en
cierta medida, en todas las personas, porque los deseos infantiles son inconciliables con la
realidad y su frustración produce una herida narcisista, que Freud describe diciendo que “la
pérdida de amor y el fracaso dejaron como secuela un daño permanente del sentimiento de sí,
en calidad de cicatriz narcisista”. No obstante, la falta de pene le da una especificidad a este
sentimiento en la subjetividad femenina, en la medida que la niña comprendería tempranamente
la universalidad de este carácter sexual y, como el varón, adquiriría un cierto menosprecio por la
feminidad, propiedad de las personas de sexo mutilado. La idea de que el descubrimiento de la
falta de pene en la mujer puede determinar, para ambos sexos, el repudio de la feminidad, de
modo que hombres y mujeres tenderían a devaluar a las personas de sexo femenino y a todo lo
que se asocie al ser mujer, será retomada por Freud en varios de sus escritos.

La constatación de su propia castración representa un punto crítico en el desarrollo de la niña, en


la medida que su elaboración puede dar lugar a tres vías distintas de desarrollo: inhibición
sexual, complejo de masculinidad como alteración del carácter o desarrollo de la feminidad
normal. La primera de estas vías resulta de la renuncia al placer que la niña podía procurarse por
medio de la masturbación clitoridiana característica de la fase fálica. La herida narcisista que
está en la base de la envidia del pene puede llevar a la niña a desistir de su sexualidad fálica, a
desechar su amor por la madre e incluso a reprimir una gran parte de sus deseos sexuales. La
negación de su propia castración es otra posibilidad de reacción de la niña, que cree firmemente
que tiene pene y opera como si fuera un varón, etapa normal que, de perpetuarse, conduciría a
la niña a un complejo de masculinidad .

La homosexualidad femenina representa la forma más extrema de este complejo, donde la


elección del objeto sexual se ve afectada, aunque generalmente la niña pasa primero por la
ligazón-padre propia del complejo de Edipo, y luego se vuelve al complejo de masculinidad por el
influjo de ciertas desilusiones que le causan particular impacto. Estas pueden entenderse como
frustraciones propias del complejo de Edipo, en que la niña se ve forzada a renunciar al amor del
padre por no poder competir con la madre o por la imposibilidad de tolerar la ambivalencia en
relación a ella, lo que la llevaría a “hacerse a un lado”, dejándole libre el camino hacia el padre,
para recuperar el amor preedípico de la madre.

En cambio, lo más común es que la niña termine por renunciar a poseer ese pene que envidia, lo
que constituiría el desarrollo normal de la feminidad; aun así, el afecto que había investido

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originalmente al pene luego se desplaza hacia otros objetos, teniendo como consecuencia un
rasgo de carácter que Freud considera típicamente femenino, la propensión a los celos.

Reconoce que esta propensión no libra a muchos hombres de tenerla entre sus rasgos de
carácter y que los celos tienen una base más amplia, pero les otorga un papel más significativo
en la vida anímica femenina por estar constantemente alimentados por la envidia del pene, que
ha sido de este modo desviada. Se apoya también en la fantasía “Pegan a un niño”, que
proviene del período fálico de la niña y que consiste en el deseo de que un niño que evoca celos
y con el cual se rivaliza al ser golpeado. El niño golpeado y acariciado es, en la interpretación de
Freud, el clítoris de la niña, por lo que esta fantasía representa la confesión de la masturbación.

En el desarrollo de la niña pequeña, la envidia del pene actúa como una fuerza que se opone a
la masturbación fálica del clítoris, de modo que su advenimiento marca el inicio de su duro
combate para librarse de ella. Freud considera que el efecto más importante de la envidia del
pene o del “descubrimiento de la inferioridad del clítoris” guarda relación con la revuelta de la
mujer contra la masturbación, que no acude a ella en casos en que los varones no vacilan en
hacerlo. Si bien admite que no se trata de una regla universal, plantea que esto se debe a que
“las reacciones de los individuos de ambos sexos son mezcla de rasgos masculinos y
femeninos”; es decir, que el quehacer masturbatorio sería un rasgo masculino y la sublevación
contra él uno femenino, en individuos de cualquier sexo. No obstante, reafirma luego que “la
naturaleza de la mujer está más alejada de la masturbación” y que “al menos la masturbación en
el clítoris sería una práctica masculina, y el despliegue de la feminidad tendría por condición la
remoción de la sexualidad clitoridiana”.

La intensa contracorriente opuesta a la masturbación fálica en la niña es concebida como un


preanuncio de la oleada represiva de la pubertad, que “eliminará una gran parte de la sexualidad
masculina para dejar espacio al desarrollo de la feminidad”. Su revuelta contra esta
masturbación se vincula con un factor que de pronto vuelve desagradable una acción que antes
resultaba profundamente placentera, y se hipotetiza que dicho factor sería la herida narcisista de
haberse descubierto desposeída del pene que otros niños tienen .De esta forma, la constatación
de la diferencia anatómica entre los sexos llevaría a la niña a alejarse de la masculinidad y de la
masturbación masculina, y a emprender el camino hacia el desarrollo de la feminidad.

El amor preedípico de la niña se dirigiría en realidad a la madre fálica, madre completa, total, de
modo que su remoción como objeto de amor se facilita cuando se asocia la castración también a
ella, dejando lugar a la expresión de los sentimientos hostiles de la ambivalencia infantil. De esta
forma, la abierta hostilidad edípica de la niña hacia su madre se consolida sobre la base del
complejo de castración, pues esta última es culpada por el menoscabo que su propia falta de
pene significa para la niña. Para que la niña finalmente se vuelva hacia el padre, el deseo
preedípico que queda evidenciado en la envidia del pene cumple un papel fundamental; El giro
hacía el padre se vuelva en, entonces, conseguir el anhelado pene a partir de la relación
paterna.

La caída de la madre fálica se relaciona con el descubrimiento de que la madre “busca otros
objetos de gratificación fuera de la hija. Esto ubica a la madre del lado de la castración”. Así, en
la medida que la madre requiere de otros objetos para lograr la satisfacción, se deriva que ella
no está completa y que, como la niña, ha sido castrada.

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La situación femenina del complejo de Edipo sólo se consolida cuando se establece la
equivalencia simbólica en el hijo que el padre puede otorgarle reemplazando al pene en el deseo
de la niña. Antes de esto, el deseo de la niña de tener un hijo no se relacionaba con el padre,
sino con la necesidad de identificarse con la madre y de sustituir la pasividad, que caracterizaba
su posición en los cuidados maternos, por la actividad. Es el deseo del pene, trastocado en su
destino final de deseo de un hijo del padre, el que sellaría la entrada a la feminidad y se
constituiría como la meta más intensa de deseo femenino. La satisfacción más plena de este
deseo estaría dada en la realidad por el nacimiento de un hijo varón, que traería consigo el pene
anhelado en el origen del proceso de conformación de la subjetividad femenina. El deseo de
tener un hijo del padre pone énfasis en el hijo más que en el padre, de modo que lo que sigue en
juego en la feminidad, una vez completado el proceso, es el deseo masculino de tener un pene,
aunque , dixit Freud, “quizá debiéramos ver en este deseo del pene, más bien, un deseo
femenino por excelencia”

Complejo de Edipo positivo y superyó femenino.

El complejo de Edipo positivo del niño se despliega a partir de la fase fálica y es idealmente
destruido a raíz de la amenaza de castración, de manera que la angustia de perder su pene lo
lleva a abandonar sus deseos edípicos; sin embargo, buena parte de ellos sólo logra reprimirse,
instaurando el superyó como instancia psíquica heredera de la severidad de las figuras
parentales, y particularmente del padre.

En la niña, este complejo sigue un camino muy diferente, ya que el saberse castrada opera en
ella como una premisa; reconocería entonces su inferioridad en relación con lo masculino,
basada en la castración ya consumada; las posibilidades de desarrollo de la niña a partir de este
momento ya han sido enunciadas. De esta forma, el complejo de Edipo en la niña es iniciado por
el complejo de castración y no destruido por él; además, pareciera que el complejo de Edipo es
producto de un proceso mucho más prolongado y, según Freud, es muy frecuente que la niña
nunca lo supere por completo. Plantea que las implicancias culturales de la disolución del
complejo de Edipo de la niña serían menos importantes, en virtud de un superyó femenino
considerado más débil. La relación entre este complejo y el complejo de castración permitiría en
la niña una influencia menos hostil que en el niño y tendría efectos menos destructivos para ella.

Podemos dimensionar la importancia de la fase preedípica en la niña, de la cual el complejo de


Edipo positivo es una formación secundaria, precedida e introducida por el complejo de
castración y sus consecuencias. De este modo, “mientras que el complejo de Edipo del varón se
va al fundamento debido al complejo de castración, el de la niña es posibilitado e introducido por
éste”.

De esta forma, la niña se desarrolla en este punto de manera prácticamente inversa al niño pues
su complejo de castración, en vez de contribuir a sepultar el complejo de Edipo, alista el terreno
para su instauración. La niña abandonaría la ligazón a la madre preedípica a raíz de la envidia
del pene del complejo de castración, accediendo a la ligazón al padre característica de la
situación edípica. Sin embargo, como en ella la castración estaría consumada, no existirían
motivos suficientes para que ocurra la destrucción del complejo de Edipo que se señala para el
caso del niño, de tal forma que la niña puede permanecer en él por largo tiempo y sólo suele
llegar a deconstruirlo parcialmente. Así, la conformación del superyó femenino necesariamente
se vería “perjudicada”, en la medida que esta instancia, según Freud, “no puede alcanzar la
fuerza y la independencia que le confieren su significatividad cultural”.

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Esto implica que en la mujer el nivel de lo éticamente normal queda mucho más ligado a sus
orígenes afectivos que en el caso del hombre, y que su superyó nunca llega a ser tan severo e
impersonal como el de éste .La formación del superyó femenino seguiría un curso distinto del
que caracteriza el desarrollo del niño, de tal forma que en la niña resultaría mucho más potente
para este fin la amenaza externa de la pérdida de la posibilidad de ser amada. Como para la niña
la amenaza de castración no lleva al sepultamiento del complejo de Edipo, la renuncia a poseer
el pene implica una necesidad de reparación, por medio de la ecuación simbólica pene-hijo, de
modo que se espera del padre la sustitución de esa falta. En la medida que este deseo se ve
frustrado,porque nunca se consuma, la niña va abandonando poco a poco el complejo de
Edipo.Sin embargo, el deseo de poseer un pene y el deseo de tener un hijo del padre
permanecen fuertemente investidos en lo inconciente.

Concepciones sobre la feminidad en Freud.

Freud se refiere a la feminidad como un enigma que ha hecho reflexionar a los hombres de todos
los tiempos, y define lo femenino y lo masculino, en primer lugar, en función de las
particularidades descritas por la ciencia anatómica, las que se basan en las funciones genésicas
de óvulos y espermatozoides y son cumplidas en ambos sexos por órganos especializados que,
probablemente, representan dos versiones distintas de una misma disposición. A pesar de que la
ciencia aporta datos que apuntan a una diferencia marcada entre ambos sexos, al mismo tiempo
indica que existen partes del aparato sexual masculino que pueden rastrearse en el femenino,
donde aparecerían atrofiados, así como existirían partes del aparato sexual femenino en estado
de atrofia en el masculino. A partir de esta señal de bisexualidad, podría decirse que cada
persona es hombre y mujer a la vez, pero en algunos lo masculino se presenta en mayor
proporción, y en otros lo femenino. Sin embargo, cada individuo sólo puede tener un tipo de
productos genésicos, lo que lleva a pensar que el carácter de la masculinidad y de la feminidad
no puede ser entendido desde la anatomía.

El psicoanálisis concibe como cualidades de la vida anímica los términos “masculino” y


“femenino”, así como la bisexualidad. Sin embargo, al hablar de un individuo, macho o hembra,
que se comporta masculina o femeninamente, la psicología sólo obedece a la anatomía o a la
convención, por lo que “no es posible dar ningún contenido nuevo a los conceptos de masculino
y femenino”. La distinción entre ambos conceptos no es propiamente psicológica, sino que
generalmente se refiere a la asociación de lo masculino con la actividad y de lo femenino con la
pasividad, planteándose el “desplazamiento activo” del espermatozoide y la “espera pasiva” del
óvulo en la reproducción como fenómeno prototípico. Sin embargo, Freud advierte que se
pueden encontrar múltiples excepciones a esta concepción de conducta femenina pasiva y
conducta masculina activa, la cual resulta, por cierto, insuficiente y cada vez menos válida a
medida que uno se distancia del terreno estrictamente sexual.

Se hace evidente que las mujeres pueden ser activas y los hombres pasivos en una multiplicidad
de circunstancias, lo que no debiera tomarse como prueba de la bisexualidad psicológica de los
seres humanos, ya que eso implicaría aferrarse a una concepción de lo masculino y lo femenino
basada en la oposición entre lo activo y lo pasivo, que no parece aportar mucho a la reflexión. La
predilección por metas pasivas ha constituido otro intento de definición de la feminidad en
términos psicológicos, y esta concepción puede diferenciarse claramente de la concepción de la
pasividad, en la medida que esta preferencia puede requerir el despliegue de una gran actividad.
Es posible que se haya desarrollado a partir de la función sexual de la mujer, expandiéndose

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luego hacia otros ámbitos de su vida; sin embargo, se pone énfasis también en el impacto de las
normas sociales sobre la conducta típicamente femenina, “que de igual modo esfuerzan a la
mujer hacia situaciones pasivas”.

La libido se divide en dos tipos, uno organizado en función de metas activas y otro en función de
metas pasivas. Freud plantea que la libido es una sola y que ésta se presta para ambas
funciones, la masculina y la femenina; así, la libido no tiene sexo y subroga deseos de metas
tanto activas como pasivas. Ponerse al servicio de este último tipo de metas representaría para
esta fuerza pulsional única un esfuerzo constrictor, es decir, la libido debió probablemente ser
obligada a asumir una función femenina, argumento que se sustenta en que “el logro de la meta
biológica es confiado a la agresión del varón y en alguna medida se lo ha vuelto independiente
de la aquiescencia de la mujer”. cumpliendo la “naturaleza” privilegiadamente con las exigencias
de la masculinidad. En 1905 en sus Tres ensayos de teoría sexual había planteado que “los
conceptos de «masculino» y «femenino» […] en la ciencia se cuentan entre los más confusos y
deben descomponerse al menos en tres direcciones”. El primer significado de estos conceptos,
guarda relación con asociar la actividad a lo masculino y la pasividad a lo femenino; es el sentido
que se considera esencial y con el cual se suele operar en el psicoanálisis. El segundo
significado, el biológico, es el más terminante, en la medida que lo masculino y lo femenino se
entienden a partir de la presencia de los productos genésicos. Finalmente, el tercer significado,
el sociológico, surge a partir de la observación de los sujetos en la cultura, de modo que no se
puede ver en ellos, a pesar de constar de un sexo biológico determinado, una virilidad o una
feminidad puras, tanto en términos psicológicos como biológicos. De hecho, “todo individuo
exhibe una mezcla de su carácter sexual biológico con rasgos biológicos del otro sexo, así como
una unión de actividad y pasividad, tanto en la medida en que estos rasgos de carácter psíquico
dependen de los biológicos, cuanto en la medida en que son independientes de ellos”

Para Freud, el masoquismo aparece como una cualidad femenina por excelencia. La sofocación
de la agresión de la mujer parece estar determinada tanto por su constitución como por los
dictámenes de la cultura, y ambos factores colaborarían en imprimir intensas mociones
pulsionales masoquistas en ella, “susceptibles de ligar eróticamente las tendencias destructivas
vueltas hacia adentro”. Sin embargo, los rasgos masoquistas se encuentran también
frecuentemente en el hombre; podrían interpretarse como rasgos femeninos en ellos.

Respecto de la aptitud para la sublimación de lo pulsional, que suele asociarse de la misma


manera a las mujeres, las variaciones individuales son demasiado importantes como para
pronunciarse, aunque Freud tiende a decir que es menor en la subjetividad femenina. La
prehistoria masculina de la mujer, y especialmente la ligazón a la madre madre del período
preedípico, ha mostrado ser central en el desarrollo de la feminidad normal y en sus alteraciones.
Por esto, las regresiones a las fijaciones preedípicas son numerosas, pueden formar parte de la
feminidad como tal, y es probable que esta manifestación de la bisexualidad constituya una parte
significativa de lo que hace de ella algo enigmático para los hombres.

Se pueden distinguir dos capas a partir de la identificación de la mujer con la madre; la primera
corresponde a los contenidos preedípicos, mientras que la segunda capa se refiere al complejo
de Edipo positivo. No debe subestimarse la importancia de la fase preedípica en el desarrollo de
la niña, pues los atributos necesarios para desempeñar su función sexual adulta y para rendir en
el ámbito cultural comienzan a construirse en este temprano momento; la identificación con la
madre le permitirá también enamorar al varón, reanimando su ligazón a la madre edípica. Pero el
amor más intenso de la mujer le estaría reservado a su hijo varón, y no al varón que consiguió

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atraer; el amor del hombre y de la mujer se encontrarían separados por una diferencia de fase
psicológica. Cuando la mujer deviene madre, la falta de pene sigue ejerciendo su poder, de
modo que sólo la relación con un hijo varón podría estar relativamente libre de ambivalencia,
especialmente de su componente hostil, porque éste le permitiría resarcir su falta de pene de un
modo más completo que lo que podría hacerlo una hija. Según Freud, la relación de pareja sólo
puede tener éxito en la medida que “la mujer haya conseguido hacer de su marido también su
hijo, y actuar de madre respecto de él”

Respecto de la elección de objeto de la mujer, Freud señala también que resulta difícil distinguir
sus condiciones propias del contexto social que influye sobre ésta, aunque muchas veces la
mujer elegiría a su objeto en función del ideal masculino con que ella misma deseaba cumplir
siendo niña. Si ella ha persistido en la ligazón al padre edípico, tenderá a buscar un objeto
amoroso que responda al patrón paterno, lo que facilitaría una mejor relación de pareja porque la
hostilidad propia de la ambivalencia de los vínculos quedó puesta en la madre durante el
complejo de Edipo, y no en la figura masculina. Sin embargo, si la hostilidad puesta en la figura
materna la rebasa y amenaza la ligazón con el nuevo objeto, la relación con éste pasaría a
heredar la revuelta que la mujer expresó contra su madre en un tiempo anterior.

El deseo infantil del pene que aparece tan claramente en las neurosis puede rastrearse también
en el desarrollo femenino normal, donde este deseo se transforma en el deseo del hombre, que
se constituye entonces como un apéndice del pene. De esta forma, “una moción contraria a la
función sexual femenina se convierte en una favorable a ella”, lo que permitiría “una vida
amorosa según el tipo masculino del amor de objeto, que puede afirmarse junto al genuinamente
femenino, derivado del narcisismo”, en contraposición a los casos en que es exclusivamente el
hijo el que posibilita el paso del amor narcisista al amor de objeto.

Por otro lado, Freud plantea que la envidia y los celos son sentimientos que tienen una presencia
más significativa en la vida anímica femenina que en la masculina, y el origen de esta
particularidad se relaciona precisamente con el papel de la envidia del pene en el desarrollo de la
niña y con sus consecuencias. Del mismo modo, la vergüenza, que sería según Freud
típicamente femenina, obedecería al intento de la mujer de esconder su falta de pene, a pesar de
que en ésta influyen también los convencionalismos culturales.

Algunas concepciones sobre la subjetividad femenina, como aquella según la cual su sentido de
justicia se guiaría con mayor facilidad por sus sentimientos tiernos u hostiles, se justificarían, por
una parte, en la preponderancia de la envidia en su vida anímica; así, para pedir justicia es
necesario haber elaborado los sentimientos de envidia, y es precisamente la justicia la que
permite superarlos, lo que no sería tan evidente en el desarrollo de la subjetividad femenina. De
ahí, que podamos afirmar que la justicia… no existe.

Freud plantea que la elección de objeto de hombres y mujeres se distingue de tal manera que el
“pleno amor de objeto según el tipo de apuntalamiento es en verdad característico del hombre”.
En el caso de la subjetividad femenina, el tipo más común de elección de objeto sería el
narcisista, de tal manera que esta subjetividad se fundaría en la necesidad de ser amada, más
que en la de amar, porque la satisfacción estaría dada por el hecho de que el objeto la ame
como ella se amaría a sí misma. Justamente, la subjetividad femenina más atractiva para los
hombres sería la narcisista, porque “el narcisismo de una persona despliega gran atracción
sobre aquellas que han desistido de la dimensión plena de su narcisismo propio y andan en
requerimiento del amor de objeto”. Puede interpretarse la dificultad de la mujer y del hombre para

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establecer relaciones amorosas armónicas a la luz del hecho de que sus tipos de elección de
objeto no coinciden, de modo que ambos pueden estar insatisfechos, con alguien que no ama
tanto como uno ama o con alguien que no satisface la necesidad de ser amado. El pleno amor
de objeto podría ser alcanzado por las mujeres narcisistas cuando tienen un hijo que llevaría
desde el narcisismo secundario al auténtico amor de objeto.

Al concluir su conferencia respecto de la feminidad, Freud advierte que la descripción de la mujer


realizada se remite a lo que su función sexual determina en su forma de ser, y que no hay que
olvidar que cada mujer singular es además un ser humano. A lo largo de su obra, se evidencia
una ambigüedad respecto de su concepción de la feminidad, en la cual no termina de zanjarse el
tema de su supuesta y característica predilección por metas pasivas. La afirmación más
relevante, no obstante, tiene que ver con el hecho de que Freud admite que su interés principal
no reside en descubrir la esencia de la feminidad sino en comprender cómo el ser humano, de
disposición bisexual en la infancia, se constituye en una mujer en la vida adulta. Dicha
explicación gira, fundamentalmente, en torno a la constatación de la diferencia anatómica entre
los sexos. Por lo demás, Freud reconoció hasta en los últimos ensayos que le dedicó a este
tema que era mucho lo que le faltaba por comprender, y que usualmente resulta sumamente
difícil distinguir las características inherentes a la feminidad de aquellas que son moldeadas por
las condiciones sociales en que la mujer se desarrolla.

La nada de la feminidad.

Velar a las mujeres, cubrirlas, es un anhelo inmemorial en la humanidad. Quizás porque, como
insistimos los psicoanalistas, lo que precisa ser velado no es otra cosa que lo que yace en el
corazón mismo de la feminidad, ese "corazón" que, en su mismo centro, es un vacío, una
ausencia, una nada, algo que nadie puede mirar de frente. Adornar el cuerpo femenino -
engalanar esa cualidad evanescente que joyas y modas, en su incesante deslumbrar, enseñan y
cubren a la vez- no sería, así, más que un modo de atemperar ese vacío.

Conocemos las tesis de Freud, casi imposible de sostener a viva voz en los círculos
norteamericanos sin ser crucificados como reaccionarios, xenófobos y otras cosas. Las mujeres
deben encubrir una falta, una nada corporal definida como "falta de pene". Lo femenino freudiano
deriva de su ser " castrada": un mujer es aquella que, por la falta fálica, vira en su ser hacia el
hombre. A cambio de esto, necesita recibir el don de su amor.

También es bien conocida la dificultad de los discípulos de Freud en aceptar esa propuesta. Es
E. Jones, quien proclama una "igualdad original" entre los sexos, denuncia la enorme injusticia
que se cometería si se considerase la ausencia de pene como carozo de la feminidad, relegando
a la mujer a un status inferior.

Pero quizás convenga no apresurarnos a dar por ciertas algunas lecturas. Volvamos a Freud,
según él, -y esto es una enorme condensación de la teoría– la diferencia se enuncia como
fálico/castrado, tener/no tener un pene. ¿La marca diferencial estaría entonces en esta
deficiencia del "tener"?. Freud pone el énfasis en los suplementos que la mujer puede encontrar
o inventarse con este menos, con esta falta fundamental que determina su experiencia. Varios
trabajos de Freud, son cruciales: en particular aquel en que establece las equivalencias fálicas,
haciendo de la deficiencia una potencialidad en la sucesión de la serie de "regalos" cuyo valor de
investidura es diferente al del hombre. En esta serie, el hijo adquiere para ella un lugar
privilegiado y único. Esto plantea dos cuestiones fundamentales en relación a la maternidad.

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Una de ellas es que tener un bebé podría – en condicional- ser la respuesta al enigma de la
feminidad, un tener que como solución a la pregunta por la posición femenina. ¿Que quiere la
mujer? Quiere un hijo Y, en verdad, podemos decir que, al convertirse en madre, una mujer se
ubica en el lugar de aquella que sin duda tiene algo para ofrecer a aquel que está en el lugar del
más absoluto desamparo. Pero el interrogante está en que si esta adquisición anula la oposición
entre fálico/castrado.

Lacan retoma esta cuestión en "La Significación del Falo", 1958, donde reubica la cuestión de la
diferencia de los sexos en términos de "ser o tener el falo". La cuestión de lo femenino toma
entonces el rumbo del desvío: podrá aferrarse al tener o al ser, ser el falo. Lacan define el falo
como el significante del deseo, significante de la falta, con lo cual ser el falo sería encarnar
aquello que al otro le falta, aquello que puede despertar su deseo. Esta posición está marcada
por la mascarada femenina- desde Joan Rivière - dónde la mujer hace de su cuerpo el falo y se
ofrece al otro como objeto de deseo.

Identificarse con el lugar de ser si bien goza del raro prestigio de "lo femenino", no deja de tener
sus riesgos, porque aquella que se identifica con esta posición, queda en un estado de cierta
fragilidad con relación a la vivencia de fragmentación corporal, más proclive a la pérdida de
control, falta de identidad, e incluso a la pérdida de límites. Sutil deslizamiento entre feminidad y
locura.

El tener no deja de ser característico de la posición masculina, en tanto que el varón debe
subjetivar su órgano en un tener que aparece como superior al no tener. Y aparenta porque
Freud no se cansa de recordarnos que el varón queda para siempre traumatizado por esta falta
que siempre lo dejará expuesto a la posibilidad de perder lo que tiene. Esta amenaza de perder –
nombre neurótico de la castración – sea bienes, dinero, acciones, reinados, poder, ….-, siempre
acompañará la posición masculina, llevando a quien se ubique de ese lado a la cautela, el
recelo, la angustia. Tener lo que no es, tener lo que está porque puede perderse. Entonces,
podemos decir, tener o no tener una nada. Extraña posesión.

Lacan parece fascinarse con las heroínas femeninas- trágicas pero absolutamente decididas,
despojadas de todo temor o duda- como Antígona, que saben, que en el fondo, su apuesta es a
perder la nada, incluso cuando en su caso, esa nada se convierta en su propia vida, dando paso
así al coraje y al atrevimiento en el camino del deseo.

Decíamos que una respuesta posible es convertirse en madre, alojar ese especial tener en el
espacio de la falta. Sin embargo, para Lacan, lo verdadero en una mujer es aquello que va más
allá de su posición maternal, es decir, cuando lo que en ella adviene madre no llega a obtura de
– una vez y para siempre- su deseo.

Pero entonces, si avanzamos un paso más y decimos, con Lacan, que hay "verdaderas
mujeres", ¿de qué estamos hablando? ¿Qué le hace esa nada al verbo tener? ¿Qué sería una
verdadera mujer?

Medea.

Su nombre en griego, significa "la mujer que planea y conspira", mitad diosa, mitad humana, es
hija de Aeetes - el Sol - y de Ydia - la hija del Océano -. Es oriunda de Colchis, ciudad ubicada

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en la costa este del Mar Negro. En diversas versiones del mito, su tía es Circe y, como ella,
Medea posee poderes mágicos. También al igual que Circe, se enamora de un marinero griego –
Jasón , hijo de Aeson, rey de Iolcoc, en el territorio griego de Thessaly. La relación de ambas
hechiceras a sus amantes difieren: mientras que Ulises y Circe se despiden aparentemente en
buenos términos, Medea no puede evitar un feroz resentimiento, una verdadera pasión de
venganza ante el abandono de Jasón-.

La obra narra una historia atroz. Cuando la acción comienza, Medea, que vive en Corinto con
Jasón y sus hijos, aparece como aquella que ha hecho todo por ayudar a su amado a alcanzar el
famoso vellocino de oro: ha traicionado a su padre y a su patria, ha asesinado a su hermano, ha
persuadido a las hijas de Pelais de que maten a su propio padre. Al comenzar la obra, ella vive
en Corinto, con su marido y con sus dos hijos. Desde el mismo comienzo ella aparece como una
mujer que ha consentido en todo a su marido, brindándole lo que esperaba de ella, volviéndose,
por decir así, una perfecta " Stepford wife". Sin embargo, nada de esto habrá de impedir que
Jasón, un buen día, le anuncie que la deja para casarse con la hija de Creón, el rey de esa tierra.

Medea queda devastada. Los votos que le fueron ofrendados se han perdido junto con su honor,
desaparecido para siempre más allá del Hellas. Sin un hogar paterno en el cual refugiarse en su
infortunio, ella sabe que ha sido no sólo deshonrada, sino humillada, y ultrajada.

Herida en lo más profundo del ser, llora, gime, clama y pone a los cielos por testigos de las
tristes recompensas que ha recibido de Jasón. Derrumbada en su lecho, su cuerpo vencido por
el dolor, su ser parece escurrirse en ese llanto incesante que solo pide deshacerse de esa vida
que encuentra odiosa para ir a morar a la casa de la muerte. Escuchémosla: "…Todo ha
acabado para mí, y habiendo perdido la alegría de vivir, deseo la muerte, amigas, pues el que lo
era todo para mí, lo sabéis bien, mi esposo, ha resultado ser el más malvado de los hombres. De
todas las criaturas que sentimos y pensamos, nosotras, las mujeres, somos la especie más
infeliz”.

Sin embargo, y a pesar de estos versos, ella no es de las que aceptan tan fácilmente, ni cargan
tan ligeramente tamaño dolor, tamaña pérdida. De allí que permanezca muda a los reclamos de
su nodriza que le sugiere moderación – el don más preciado de los cielos, tal como lo subraya el
Coro- y a sus ruegos de no permitir que su pena por la pérdida del amado le arrebate la vida.
Cuando Jasón trata de apelar a su razón, hablándole dulcemente, asegurándole que él se
ocupará del bienestar de los hijos, ella rechaza toda oferta. Ella está en otro lado, ahí dónde las
palabras razonables no la alcanzan, más allá del territorio dónde el tener y el desvío de las
equivalencias posee alguna significación. Investida de los atributos de la realeza -que no olvida
fácilmente el resentimiento, ni rehúsa la retaliación ni la venganza – Medea se rinde, finalmente,
a la pasión.

Sabemos cómo ejerce su venganza, un acto que no deja de espantarnos, pero no sólo por el
horror que encierra sino –y esto es lo más inquietante- por su implacable lógica. Matar a Jasón
hubiera sido demasiado simple, demasiado fácil. Lo que ella elige es replicar la elección de
Jasón: si él ama a sus hijos al extremo de sacrificarla por ellos, ella sacrificará, a su vez, a los
hijos que ama, y de paso, a su nueva esposa, aquella destinada a dar a Jasón otros hijos. Es de
este modo que ella lo despoja de las dos cosas más preciadas para él; sabe que con ello le
inflige una herida mortal.

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No podemos menos que sorprendernos ante esta elección que Eurípides hace de una madre
que mata a sus propios hijos como protagonistas de la tragedia, pues Medea no deja de ser una
madre que ama profundamente a sus hijos. En un largo pasaje de belleza enceguecedora,
escuchamos a Medea desgarrarse agónicamente entre su amor maternal y su deseo de
venganza. Y a pesar de toda la ternura maternal, ella sucumbe a una pasión que destruye toda
convicción y toda ternura: Una mujer suele estar llena de temor y es cobarde para contemplar la
lucha y el hierro, pero cuando ve lesionado los derechos de su lecho, no hay otra mente más
asesina. “Es de todo punto necesario que mueran, y puesto que lo es, los mataré yo que les he
dado el ser”.

Y así lo hace, arrastrándonos a lo que la obra tiene de literalmente insoportable. Mata a sus
propios hijos, que también son los de Jasón. Es en esa coyuntura, que J.A.Miller se atreve a
plantear como el punto dónde lo que en ella se relaciona a la mujer arrasa con su posición de
madre, donde se extrema y se muestra al desnudo aquello que acecha más allá de la madre.

Con esta acción sale de su letargo doloroso para volver al mundo, pero es un mundo retirado del
universo simbólico, ya no hay palabras que hagan límite a la sangre.

El coro le advierte: asesinar a sus hijos la convertirá en la mujer más infeliz del mundo. Ella
responde, decidida: …que así sea, de ahora en más las palabras son superfluas.

Martha Nussbaum en su trabajo “Serpientes en el Alma, una lectura de la Medea de Séneca “,


nos recuerda cómo, una vez que Medea comprende el lugar de completud que los hijos ocupan
para Jasón -… su razón para vivir, el confort de su corazón, prefiriendo sacrificar mi alma, mi
cuerpo o mi vida misma antes que perderlos , ella sabe que él está atrapado, perdido por decirlo
así, ya que vislumbra en él una hendidura por dónde infligirle esa herida imposible de suturar.

Ella actúa desde un lugar de minusvalía, haciendo de su desamparo y desesperanza un arma


mortal. Un arma, sin embargo, mucho más poderosa que cualquiera de las que pueda blandir un
hombre porque es la que encuentra en la traición de Jasón: su acto es tanto reacción como
castigo a ello.

Subrayemos, además, que resulta interesante que el aspecto más controversial, para los críticos
británicos, de una nueva versión de la obra, sea el final. En la versión tradicional, Medea es
rescatada por un carro alado que es enviado por su abuelo, el Sol, saliendo de este modo de
forma airada de la escena trágica.

En el final de esta versión de la obra, Medea y Jasón, permanecen juntos en el escenario,


cómplices y socios en la carnicería que – ¿ella, él, ellos?- han desencadenado. Y, detalle nada
menor, aún con signos de la pasión sexual titilando entre ellos. La conclusión, tremendamente
perturbadora, que nos acosa es que Medea –pero ¿sólo ella?- parece haber conseguido
exactamente lo que buscaba.

Pocos personajes , mitólogicos o literarios, han encarnado de tal modo esta dimensión de
radical alteridad – cautivante y horripilante a la vez, que relaciona madre a verdadera mujer
como Medea, en la tragedia de Eurípides.

Lacan se refiere a ella, El mito se articula mediante dos antítesis, lo femenino versus lo
masculino:

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1.lo femenino versus lo masculino
2.lo griego en particular lo ateniense versus lo oriental

La combinación de ambas antítesis hace posible que la totalidad de los valores negativos
asociados a la figura de la mujer se deslicen hacia el personaje de Medea. Sabemos que
precisamente es como madre que Medea se convierte en la asesina por excelencia, encarnando
el miedo primitivo de dejar desprotegidos a los hijos e, incluso de utilizar poderes ilimitados para
dañar a su cría desamparada. Como mujer que ha sido abusada por un hombre, su figura
despierta cierta simpatía, y en este sentido, Medea deviene una versión polarizada y extrema de
la vulnerabilidad de toda mujer frente a un hombre.
Por otra parte, en tanto Medea encarna los trazos negativos de la figura de la mujer en las
representaciones griegas colectivas , ella representaría una faceta de la mujer como aquella que,
al carecer de todo poder y por encontrarse totalmente a merced de un hombre, sólo puede optar
por la traición para defenderse.

Los griegos consideraban a las mujeres como social y biológicamente inferiores; pensaban que
debían ser controladas puesto que eran potencialmente peligrosas para ellos, especialmente en
el marco de las relaciones familiares dónde los hombres se sentían más vulnerables, y dónde
ellas podían ejercer algún poder que escapara a su control.

Ana Iriarte describe a los griegos en "Ser Madre en la cuna de la democracia o el valor de la
Paternidad" como necesitados de dominar la procreación , a la que no consideran una función
natural, sino más bien una creación impuesta por los dioses que los condena a depender de las
mujeres para su descendencia. Podemos apreciar cómo esta dependencia es claramente
resentida en los siguientes versos, dónde Eurípides hace expresar a Jasón la nostalgia por
concebir niños de otro modo :"…Los hombres deberían engendrar hijos de alguna otra manera y
no tendría que exisitir la raza femenina: así no habría mal alguno para los hombres – Hipólito -,
por su parte, le reprocha a Zeus: "…porqué permitiste que las mujeres se asienten en este
mundo de luz, una maldición y una trampa para los hombres…Si deseabas propagar la raza
humana deberías haberlo arreglado sin las mujeres… para que los hombres pudieran vivir en
sus casas libremente, sin el peso de las mujeres." .

Más aún, el principio materno fue subsumido por el paterno ya que en el vocabulario griego no
existe un adjetivo derivado de "mater", equivalente a "patrios" para expresar lo que es " de la
madre ". El padre no sólo es el que otorga nombre e identidad social al niño , sino quien- ya que
está autorizado desde la perspectiva jurídica – tiene derechos de Amo sobre él, tanto respecto
de su libertad como de su vida.. Aún así, parece persistir el peligro de que la madre se apropie
de su progenie, que pueda apropiarse del producto de su maternidad, en vez de someterse a la
norma cívica. Es por esto, que A. Iriarte plantea que al asesinar a sus hijos, Medea se apropia de
un derecho que en la Grecia Antigua sólo le pertenecía al padre, convirtiéndose de esta forma en
la única y verdadera dueña de su descendencia.

Como observa Iriarte, matar a los hijos sólo deviene un acto criminal en el caso de que sea la
madre la que lo haga, dado que todo padre griego tenía el derecho legítimo de disponer de la
vida de sus hijos. Lo que el mito ilustra es el miedo primitivo de que un privilegio paterno quede
en manos de la madre, articulando – de un modo negativo – la concepción cívica de la
maternidad, y revelando el miedo ancestral de los griegos ante la figura de una mujer que
acapare la cría para sí.

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Es en este sentido la aportación de I. Veigh en “El Amor de las Entrañas" para implementarse al
trabajo de Iriarte. Es ahí que el autor desarrolla esta radical alteridad de la mujer como madre,
que deviene criminal, como en el caso de Medea, ahí dónde el orden simbólico falla en poner un
freno al amor de sus entrañas. Es que el amor enlazado al orden simbólico, tendrá algo de lo
sublime, mientras que dejado como puro real, será un amor que lleve a la muerte. Para los
griegos era una cuestión de moderación ya que ellos sabían que los amores demasiado
violentos no concedían a los hombres ni buena fama ni virtud, y que ninguna divinidad les era tan
agradable como Afrodita, sólo si ésta se les presentaba con medida.

Sabemos que cuando esta medida falta, las heroínas de la tragedia entran en la historia a precio
de verter sangre propia o ajena. Medea está en un borde siniestro dónde la propia sangre parece
no diferenciarse de la ajena, ya que ¿acaso un hijo no es – como se dice- " sangre de mi propia
sangre"?.

Lacan y la mujer.

Las tres orientaciones descriptas para la mujer ya han quedado especificadas por Freud,
quedando reguladas por una misma razón, por la razón del falo. Es lo que desarrolla Lacan en
su escrito “La significación del falo”, artículo que puede considerarse como la cuarta de las
contribuciones psicoanalíticas a la psicología del amor; el complejo de castración opera, a través
de la medida común del falo, en la instalación del sujeto en una posición sexual que le permite
identificarse al tipo ideal de su sexo tanto como responder a las relaciones con su partenaire.

Lacan aborda allí la temática del Edipo, ya no desde una perspectiva mitológica sino desde su
teoría del significante, articulando el complejo de castración inconsciente con sus desarrollos
sobre la metáfora paterna. El falo es esencialmente un significante privilegiado, y las relaciones
entre los sexos, dice Lacan, “girarán alrededor de un ser y de un tener que, por referirse a un
significante, el falo, tienen el efecto contrariado de dar por una parte realidad al sujeto en ese
significante, y por otra parte irrealizar las relaciones que han de significarse. Esto por la
intervención de un parecer que sustituye a un tener (...) para enmascarar la falta en el otro”.

El mito del Edipo aparece como una anécdota sobre una lógica más profunda, la del desarreglo
no contingente sino esencial, estructural, de la sexualidad humana. El falo aparece, a la vez,
como el símbolo del goce y de la pérdida de goce. Subyace la lógica de la convergencia y la
divergencia, desplazada hacia la determinación de la elección de objeto, entre el amor y el
deseo; entre lo que Freud denominaba corriente tierna y corriente sensual. Lo encontramos en
Freud cuando equipara la frigidez de la mujer con la impotencia masculina, y en el rasgo de lo
prohibido que la relación con el hombre debe tener: “Esa condición de lo prohibido es
equiparable, en la vida amorosa femenina, a la necesidad de degradación del objeto sexual en el
varón: ambas buscan cancelar la impotencia psíquica que resulta del desencuentro entre
emociones tiernas y sensuales”. La diferencia, en la mujer, es que parecen converger la
experiencia de amor y el deseo en el mismo objeto. Pueden converger, pero el desdoblamiento
del objeto está velado, porque el mismo objeto masculino debe sostener esos dos valores
contrarios; mientras que en el caso del hombre se necesita la mediación de la degradación del
objeto.

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“Es para ser el falo –dice Lacan–, es decir el significante del deseo del Otro, para lo que la mujer
va a rechazar una parte esencial de la feminidad, concretamente todos los atributos en la
mascarada”. De modo que, para abordar a su partenaire, la mujer se sitúa de una manera similar
a la del hombre, lo hace desde la mascarada fálica en la dialéctica del ser y el tener, para
encontrar objetos siempre sustitutos. “Varones sustitutos”, según el estatuto que Freud les otorga
a los maridos en la tercera de sus “Contribuciones a la psicología de la vida amorosa”, con
relación a las conductas de los pueblos primitivos donde la mujer debía perder la virginidad fuera
del matrimonio. Es señalado entonces un Otro hombre que se ubica por fuera de la serie. La
temática del Otro, de un tercero en las relaciones amorosas, queda resaltada también para la
mujer, aunque subrayamos que para esto la mujer debe rechazar una parte esencial de su
feminidad.

En su Seminario 20, Lacan propone las llamadas “fórmulas de la sexuación”. Allí agrega a la
teoría del significante sus desarrollos sobre “los” goces. A partir de esta distinción se puede
retomar la pregunta sobre lo que quiere la mujer. ¿Hay para ella algo más que ese deseo
materno regulado por el falo? ¿Existe la posibilidad de un goce Otro en la mujer neurótica que no
sea el goce fálico, que le permita salirse de esa elección forzada?. Lacan comenta que aquí
Freud nos abandona…. “Abandona la cuestión en torno del goce femenino”.
Por medio de las fórmulas, Lacan procura escribir la distinción entre los goces fálicos y el goce
propio de la mujer. Goce de la mujer que resiste a las leyes del falo, que se sustrae de la ley del
padre: allí donde la mujer no disuelve del todo su complejo de Edipo. No-toda es tomada por
éste, ella no-toda es en el goce fálico. Pero, aclara Lacan, “el ser no-toda en la función fálica no
quiere decir que no lo esté del todo. Está de lleno allí. Pero hay algo más”. Esto es, las mujeres
también eligen y abordan su objeto sexual desde el lado hombre, a través de las leyes del falo.

Se destaca allí siempre la condición del Otro en la vida erótica, tal como aparece en las
contribuciones freudianas. El padre como tercero perjudicado y el rebajamiento a la condición de
prostituta, ilustran en Freud el reconocimiento de la mujer mediatizado siempre por la referencia
al Otro. Decimos, con Lacan, que sería entonces necesario, en el sentido lógico, que para
reconocer a una mujer como deseable no sea toda del sujeto, que exista un efecto de no-todo,
que sea una media mujer. Si se trata del amor, el goce y el deseo: que no quede reducida al
lugar de la madre, la que se entregará plenamente al amor por su hijo; ni al lugar de la niña, a
ser amada y deseada desde su posición narcisista; ni al lugar del objeto de goce en el fantasma,
unos pechos o un trasero. Escapando a esta reducción encontramos la posibilidad de existencia
de la mujer. Mejor dicho: es por este efecto de no-todo que puede decirse que en tanto tal La
mujer – como ser total – no existe.

Lacan agrega: “Las mujeres se atienen al goce de que se trata, y ninguna aguanta ser no-toda”,
“el goce de la mujer se apoya en suplir ese no-toda”, “la mujer no entra en función en la relación
sexual sino como madre”; como tal “encontrará el tapón de ese a que será su hijo”.
De este modo, el plus de goce en la mujer, este agregado sobre el goce fálico, queda como
enigmático. El goce propio de la mujer no se alcanza sino en un instante. Es la función que
parece cumplir el “secreto” en las contribuciones freudianas: representar el plus de goce como
no simbolizado en la condición de amor de la elección femenina.

Con Lacan a partir de los tres registros: imaginario, simbólico y real, podemos abordar falo y
castración más allá del Edipo en una lógica no-todo fálica. Lacan pensaba que no hay una
solución femenina del lado del tener y si la hay es falsa porque no está asumido el no tener.
Precisamente se trata de asumir el goce de la privación.

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Si en Freud veíamos que había el tener o no tener, en Lacan nos encontramos con que se trata
de tener o de ser. Quiere decirse que las mujeres también se pueden colocar del lado del tener
cuyo paradigma es la madre y es una de las soluciones que llamó falsas. Entonces del lado del
tener las mujeres están más cerca de la nada que los hombres porque el sujeto en sentido
lacaniano es nada. Aunque de todo se pueda decir que es nada en las mujeres hay esa relación
esencial con la nada. De ahí los semblantes. Tienen la función de velar la nada.

J. A. Miller, en su texto “ De mujeres y semblantes” nos dice que el velo es el primero de los
semblantes en la historia. Ha habido una preocupación cultural en todas las épocas por velar a
las mujeres. "Si se cubre a la mujer es porque la mujer no se puede descubrir. Hay que
inventarla". También nos dice en el mismo texto que los semblantes hay que respetarlos porque
la nada está en juego en la clínica femenina se puede apreciar el sufrimiento particular de esa
nada en las ausencias de sí misma que llegan incluso a las alucinaciones. Se trata de una
cuestión estructural. Freud ya habló del pudor como un manejo del velo que puede falicizar
cualquier parte del cuerpo. En tanto se vela, algo puede haber detrás. También el respeto tiene
que ver con el pudor. Es siempre respeto a la castración. Hay que ponerse a distancia y no
levantar el velo.
Volviendo a la madre que es una salida del lado del tener, una falsa salida según Lacan, incluso
una patología si de lo que se trata es de esquivar el no tener, vemos que se trata de un recurso:
ser madre por no poder ser mujer. La madre para el niño se convierte en el Otro de la demanda,
la que puede dar o negar porque es la que "tiene". Pero aunque el paradigma sea la posición de
madre hay otras posibilidades de la mujer que "tiene": las mujeres que cuidan de los bienes y se
preocupan de mantenerlos. En este sentido no necesitarán de nadie ni de nada protegiendo
ferozmente su tener.

J. A. Miller en “De mujeres y semblantes” habla de una posición del tener diferente a la que
había mencionado Freud. Habla de la mujer con postizo, diferente de aquel postizo que había
comentado Lacan en Subversión del sujeto. La de Miller es una mujer que sueña con excluir el
no tener. Es la que se agrega lo que le falta, se lo agrega en secreto de un hombre haciendo
parecer que es suyo y dejando la falta del lado del hombre, lo haga saber o no. Medea, una vez
cometido su acto, se cuenta en esta serie. Vuelve a ser la mujer de un rey, otro rey.

En Lacan, por el contrario de Freud, se enfatiza la solución por el lado del ser, no colmando el
agujero, sino metabolizándolo, dialectizándolo o siendo el agujero. No colmar el ser, sino
fabricarlo con la nada. Vemos entonces que hay dos modalidades de salida o de solución: la del
lado del tener o actuar con el + y la del lado del ser o actuar con el -. En ambas soluciones hay
diferentes posiciones.

Por supuesto que los hombres actúan con el tener y se ponen del lado del +, aunque también
pueden subjetivar la falta. Para el hombre tener es una carga porque cuando se tiene se puede
perder o ser robado. Esto trae como consecuencia una posición mucho más precavida y en la
clínica se puede observar que una parte del goce masculino se lo reserva para el sólo.

Volviendo a las mujeres, veamos como se puede asumir la posición femenina en Lacan. Se trata
de ser el agujero en relación al otro atacando su completud. Encarnar el agujero que le falta al
otro. Positivar esta posición es ser el falo y lleva consigo el desprecio al tener del otro
denunciándolo como semblante. Esta denuncia solo se puede llevar a cabo desde el lado
femenino.

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La verdadera mujer, dice Lacan, se mide por su distancia a la madre. La verdadera mujer es
aquella en la que ser madre no tapona el agujero. La verdadera mujer está preparada para el
sacrificio de los bienes. Su acto es siempre el sacrificio de los bienes con lo que abre un agujero
en el Otro. Cada mujer está preparada para ir hacia el no tener.

La verdadera mujer, que virtualmente es cualquiera, no puede mantenerse en esta posición todo
el tiempo. Se trata de un momento en el que se precipita en el goce femenino renunciando a
cualquier tener que se revela como puro semblante. Esta es la cuestión: renuncia al falo por no
ser más que un semblante de goce.

La cuestión de la posición femenina es la del Otro goce que no tiene nada que ver con el goce
fálico, aunque las mujeres también pueden acceder al goce fálico, pero su posición
esencialmente femenina es la de un goce fuera del falo. Fuera del falo es lo mismo que decir sin
medida. Por no ser fálico todo su goce, Lacan dice que la mujer es no-toda. No-toda goce fálico.
Tiene un goce suplementario que toma diversas formas.

Entre los ejemplos que cita Lacan de verdaderas mujeres están Medea, M.Gide, la Ysé de Paul
Claudel. De Medea dice, porque ella lo dice en la tragedia, que tiene un saber que no tienen los
demás. En su acto Medea sale del registro significante y explora una zona desconocida. Ella
tiene el secreto de lo que no se puede decir. El goce que cae fuera del falo no se puede decir
porque no está ordenado por el significante. Por la misma razón tampoco tiene el límite que el
significante le impondría. Ella no puede explicar ese goce precisamente porque faltan los
significantes, pero lo conoce.

En relación al goce femenino se plantea también el estrago que es uno de sus nombres. Es para
sustentar la cuestión del estrago que antes se ha hecho hincapié en la relación preedípica de la
niña con la madre. En palabras de Lacan la niña espera la subsistencia de la madre. Al no
recibirla se produce la infinitización de la demanda y se produce el giro hacia el padre con
hostilidad hacia la madre. Subsistencia se refiere a un saber sobre ese otro goce, saber que
espera la niña de la madre. Aunque la madre sepa algo de ese goce es imposible que lo
transmita por las razones antes indicadas y así la demanda de la niña será una constante en su
vida y en su relación con los hombres. La decepción de la hija es estructural.

Freud ya dijo que las malas relaciones con la madre las heredaba después el marido. En este
orden, en el estrago, encontramos esa posición femenina que consiste en ser el objeto del
fantasma del hombre. "No hay límites a las concesiones que una mujer puede hacer por un
hombre"- dixit Lacan -. El estrago, síntoma en las mujeres, es uno de los nombres del goce
femenino. La verdadera mujer es la que suscita el deseo en el hombre, encarnando la falta que
engendra el deseo.

El acto de Medea, el acto de la verdadera mujer tiene algo de extraviado. Por eso es muy difícil o
imposible para un hombre vivir con una verdadera mujer. Es por eso, dice Millar, que los
hombres se van a la guerra y que la Iglesia detectó este punto de las mujeres y las metió en
conventos. A ese nivel de las mujeres su único interlocutor posible es Dios.

Para las mujeres, como hemos visto, el falo es sólo un semblante, por eso en su deseo hay que
escribirlo – fi -. Pero no es lo esencial y se escribe entre paréntesis. Lo esencial es que su goce

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no está limitado por el significante sino que precisamente va más allá sosteniéndose en el gran
Otro barrado. El deseo en la mujer se escribe Gran Otro barrado fi.

Histeria y feminidad.

En su Seminario III, Lacan aborda la relación entre histeria y feminidad. Allí dirá que las
funciones de lo que llamamos hombre y mujer están simbolizadas, es decir, lejos de ser algo
dado naturalmente, el sujeto sólo se reconoce como siendo esto o aquello a partir del
significante. De este modo él considera que la disimetría fundamental entre el hombre y la mujer
se encuentra a nivel del significante. Mientras que hay dos sexos “biológicos” sólo hay un
representante simbólico al cual identificarse, el falo. No hay en el inconsciente un símbolo
equivalente al falo que represente al sexo femenino, es decir, no hay simbolización del sexo de
la mujer, éste tiene un carácter de ausencia, de agujero .

Lacan parece dar cuenta allí de un punto de juntura entre lo simbólico y lo imaginario; no sólo
dice que no hay simbolización del sexo de la mujer sino, también, que desde lo imaginario éste
se presenta, por su carácter de agujero, mucho menos deseable que la “buena forma” fálica. Así
se explica que la niña no realice la asunción de su sexo por identificación a su madre o a alguna
mujer - algo que desde lo imaginario sería totalmente posible -. Por el contrario, al igual que el
varón ella se identifica al padre en la realización del Edipo, en un intento de aprehender algo de
lo femenino que no logra simbolizar.

A su vez, Lacan dirá en este seminario que la estructura de la neurosis es una pregunta. Y así,
mientras que el obsesivo se pregunta por la muerte, la pregunta del histérico, hombre o mujer,
atañe a la feminidad, pudiendo tomar ésta diferentes formas: ¿Soy hombre o mujer? ¿Soy capaz
de engendrar? ¿Qué es ser una mujer? ¿Qué es un órgano femenino?, entre otras.

Hasta aquí, podemos arrojar una respuesta: que la histeria, en tanto pregunta por el sexo, por la
posición femenina, se presenta mucho más en las mujeres que en los hombres precisamente por
el carácter hasta cierto punto inasimilable de lo femenino. Es decir, que la falta en el inconsciente
de un significante de La mujer al cual identificarse, determina el hecho de que la pregunta
histérica tenga muchas más posibilidades de formularse en los sujetos femeninos.

En cuanto a la relación entre histeria y feminidad, a la altura del Seminario 3, Lacan considera
que preguntarse qué es ser una mujer y volverse mujer son dos cosas opuestas;, dirá que “…se
pregunta porque no se llega a serlo y, hasta cierto punto, preguntarse es lo contrario de llegar a
serlo.”. De este modo, la histeria y la feminidad parecerían mantener una relación excluyente. Es
lo que puede verse con toda claridad en el caso de Dora de Freud. Dora se encuentra fascinada
por el enigma de la feminidad, pero no es su propia feminidad aquella que está puesta en juego,
sino la de la señora K; es a ella a quien se dirige la pregunta sobre qué es ser una mujer, es ella
quien encarna el enigma para Dora, quien cautiva su interés, de quien ella habla tal como si
fuese un “enamorado”. Si decimos “enamorado” y no “enamorada” es en referencia a la
identificación viril característica de la histeria. El yo de la histérica está soportado en una
identificación viril, masculina - en el caso de Dora ella se identifica a su padre, al señor K, a su
hermano -, podríamos decir que la histérica “mira con ojos de hombre”, es decir, dirige su
mirada, y su pregunta, a aquella mujer que logra causar el deseo masculino, la Otra, y en ella
espera encontrar una respuesta. Lejos está esto de permitirle asumir algo en lo tocante a su
feminidad; más bien diríamos que provoca todo lo contrario.

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Sin embargo, en el Seminario 20 Lacan dirá, por un lado, que “por ser en la relación sexual
radicalmente Otra, en cuanto a lo que puede decirse del inconciente, la mujer es lo que tiene
relación con ese Otro.” Esto es, en tanto no hay un significante en el inconsciente que represente
al sexo femenino, en tanto el único significante que representa al sexo en el inconsciente es el
falo, la mujer encarna la Otredad, la alteridad respecto de éste. Es decir, si bien la mujer está de
lleno en la lógica fálica en tanto tiene un inconsciente, en tanto sujeto barrado, sin embargo, ella
es no-toda representada por el falo; su ser femenino se escurre metonímicamente ya que no hay
un significante que pueda toda-nombrarla. Ahora bien, unas páginas más adelante, haciendo
referencia a las histéricas, Lacan dirá que “no hay necesidad de saberse Otro para serlo”. En
este sentido, podríamos pensar que, en tanto mujer, la histérica también es Otra (es decir,
participa de la ausencia que concierne a lo femenino), aunque sea esto precisamente lo que ella
no soporta.

Así, creemos que el encuentro con el psicoanálisis puede ser una ocasión para que, si así lo
desea, una mujer pueda asumir su feminidad sin padecerla; más aún, dejar de satisfacerse en la
insatisfacción y beneficiarse, gozar, de la ausencia que la funda. El psicoanálisis, por diferentes
vías, ha continuado su indagación sobre la diferencia sexual y continúa haciéndolo. Son prueba
de ello las publicaciones que se suceden. Pero clave para el problema de la diferencia sexual ha
sido la enseñanza de Jacques Lacan. El psicoanalista francés partió de los interrogantes sobre la
feminidad que la teoría freudiana dejaba sin resolver, a saber, la cuestión de la diferencia y de la
alteridad.
En el seminario XX, Encore, , Lacan elabora la feminidad como un lugar no fálico, como el lugar
del “goce Otro”. Un goce que hace que la mujer sea “no-toda”, bien porque calla ese goce,
porque no lo conoce o porque la ausenta de sí misma. Con ello Lacan expresa que no hay un
significante que represente el goce femenino en su totalidad, de modo que siempre algo queda
fuera de la representación simbólica. Mientras que sí existe un significante del goce masculino, el
falo, que, por lo tanto, puede ser universalizable. Por ello, la mujer es “no-toda”, que no quiere
decir incompleta, a la mujer en lo real no le falta nada, aunque en el imaginario social venga a
ocupar el lugar de la falta.

Freud dijo que sólo hay una libido, era su manera de afirmar que el inconsciente no conoce la
diferencia sexual. Lacan reescribe esta afirmación con su conocido aforismo “no hay relación
sexual”; la diferencia sexual no puede escribirse en lo real, no hay complementariedad entre los
sexos, es decir, no hay manera de escribir la diferencia sexual que no sea con los significantes.
Por eso, “los hombres, las mujeres y los niños no son más que significantes”. ¿Qué es,
entonces, el goce Otro? ¿Por qué la otredad en Lacan es aquello que no existe?: “si hubiese otro
goce que el fálico, haría falta que no fuese ese”. Ningún significante puede representar al Otro,
porque si así fuera el Otro sería sustituible en la cadena infinita de los significantes. En realidad,
hoy asistimos a una sustitución metonímica de objetos y sujetos que son llamados a encarnar
ese lugar del Otro que no existe; las consecuencias de ello son las crecientes formas de
segregación violenta, ya se trate de violencia racial o de la violencia de género. Y es que la
afirmación de que el Otro no existe no supone que no funcione.

El goce.

La clínica psiconalítica enseña que la sexualidad, en tanto que experiencia de goce, divide al
sujeto, lo enfrenta a lo más íntimo, que es lo más ajeno, de sí mismo. Para designar esta
aparente paradoja, J. A-. Miller recurre al término “extimidad” que aparece dos o tres veces en el
Seminario de Lacan, pero que Miller explica: “Extimidad no es lo contrario de intimidad. La

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extimidad dice que lo íntimo es Otro, como un cuerpo extranjero, un parásito”. Así, el propio goce
es lo más éxtimo para el sujeto. Hace falta un recorrido analítico para que el sujeto pueda llegar
a conocer el nombre de su goce: aquello más particular que ha quedado inscrito, como una letra,
en su inconsciente, que lo divide y que constituye su ser, del que nada sabe. Por eso la
diferencia sexual en el psicoanálisis, por Lacan, es la diferencia que aparece entre los
significantes y que, por tanto, los hace posibles, como la página en blanco, ante la cual cada
sujeto debe inscribir, escribir, su nombre propio.

Joan Rivière

Perteneció a esa generación de discípulos de Freud que participó en la constitución y ampliación


de la primera comunidad psicoanalítica, y que lo hizo incidiendo en la propia obra de Freud. Con
el crecimiento de la familia psicoanalítica, las tensiones y conflictos se multiplicaron. Una de
estas controversias, la que se desarrolló durante las décadas de los 20 y 30, giró precisamente
en torno a la sexualidad femenina y a los avatares del desarrollo psicosexual, más
concretamente en torno al complejo de castración que Freud planteó para analizar el proceso
edípico de las mujeres. En esta controversia, denominada en ocasiones la polémica “Freud-
Jones” – Ernest Jones fue quien más la sintetizó–, se confrontaban, de manera no monolítica, la
importancia concedida por Freud a la castración, por un lado, con quienes destacaban las etapas
femeninas anteriores al Edipo, por otro.
Silvia Tubert indica que “no nos podemos situar en la perspectiva analítica sin la emergencia
permanente de la contradicción”, y la propia obra de Freud serpentea entre paradojas y
ambivalencias. Su teorización de la sexualidad femenina, también. Esto, obviamente, tiene
relación con el contexto histórico y epistémico del que se desprende su obra y que, en cierta
forma, también transgrede. Una matriz epistémica cuyos aprioris vinculados con la construcción
moderna occidental de lo masculino y de lo femenino operaban mediante oposiciones
dicotómicas y comparaciones jerarquizadas. Como el ordenamiento de sentido establecido por
estos regímenes de saber/poder homologaba lo humano con lo masculino, cualquier abordaje de
la diferencia desde esos parámetros configuraba a ésta simultáneamente como carencia,
desviación e inferioridad, y la relegaba a ese espacio teórico ambivalente en el que la feminidad
es, a la vez, un misterio y una evidencia sobredeterminada. No es extraño, pues, que las
primeras controversias del psicoanálisis giraran en torno a la sexualidad femenina y que esos
enraizamientos epistémicos generaran, en la obra del propio Freud, frecuentes contradicciones
entre reiteraciones androcéntricas y formulaciones más lúcidas.

La primera controversia sobre la sexualidad femenina.


El psicoanálisis ha tenido una larga historia de confrontación e interrelación con el feminismo
teórico. Los inicios del movimiento feminista de final del siglo XIX y principios del XX influyeron
en el interés que las elaboraciones psicoanalíticas dedicaron a la sexualidad femenina y,
también, a disciplinar y clasificar a las mujeres que se rebelaban contra las normas de género
que definían la feminidad burguesa. Pero al mismo tiempo, mujeres cultural y políticamente
radicales como Helene Deutsch o Karen Horney, entre otras, se acercaron al psicoanálisis en
tanto significaba un cuestionamiento de valores y conceptos establecidos. Podemos sostener
que en la obra de Freud supo leer un malestar femenino arraigado, como ya hemos indicado, en
el orden cultural del momento de manera hegemónica.
Joan Rivière nació en 1883 ; pertenecía a la gran burguesía intelectual inglesa. Estudió en Gotha
y Cambridge y su dominio del alemán la llevó a colaborar con James Strachey en la traducción

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de las obras de Freud al inglés. En 1919 participó en la fundación de la British Psychoanalytical
Society. De 1916 a 1920 se psicoanalizó con Ernest Jones, después con Freud y más tarde con
Melanie Klein, con quien trabajará largo tiempo en Londres. La relación con Jones fue
complicada –según algunos autores, constituyó posiblemente una relación. Fue él quien derivó
su análisis a Freud y la recomendó en una carta en la que describe su proceso en términos de
“un caso típico de histeria”, “anestesia sexual” y “angustia desorganizada”; en otra ocasión,
Jones dirá a Freud que, a pesar de no ser un tipo de mujer que le atraiga eróticamente,
“ciertamente tengo una admiración por su inteligencia como la que podría tener con un hombre”.
No es difícil sospechar los contrabandos androcéntricos que sostienen tales consideraciones, ni
los presupuestos epistémicos de la época que enlazaban monolíticamente sexo-género-
orientación sexual. Esto último es fundamental para comprender el texto de la propia Rivière. En
aquel momento, la ordenación de sentido operada sobre lo masculino y lo femenino implicaba un
uso del término “homosexualidad” como inversión de género. Por eso, las mujeres que
desempeñaban roles activos o intelectuales eran percibidas como masculinas-homosexuales y la
explicación psicoanalítica de ello remitía a complejos procesos identificatorios con las figuras
paternas. Como las palabras de Jones expresan, la inteligencia de algunas mujeres es
reconocida y valorada, aunque tal reconocimiento se realice mediante la comparación de esta
“desviación” con la norma masculina
Rivière escribe en 1929 “La feminidad como máscara”. Este texto supone una sutil vuelta de
tuerca en el debate del momento sobre la feminidad y, en su gesto preciso y leve, avanza en la
disolución de los aprioris de tal debate para pasar a otra cosa; a permitir, y el efecto retardado
del texto da cuenta de ello, reformular significativamente los impensados de la controversia. La
feminidad como máscara, aunque se inserta y sostiene, sin duda, los planteamientos del
momento, inicia un desplazamiento en la consideración de la feminidad.
La feminidad como máscara comienza con la alusión al trabajo de Ernest Jones. Reconoce las
aportaciones de éste y la deuda con las elaboraciones teóricas clasificatorias de Jones. Rivière
pretende indagar acerca de “un tipo intermedio” de mujer, de desarrollo heterosexual pero con
manifestación de características masculinas. Los presupuestos sobre la masculinidad y la
feminidad que tejen la mirada analítica, junto con la necesidad de abordar los desafíos que las
transformaciones de las mujeres plantean, hacen que la compulsión clasificatoria se multiplique
hacia un horizonte sin sentido. En el caso de Rivière, puesto que no impugna directamente los
presupuestos epistémicos, el sinsentido de la clasificación aparecerá formulado como enigma:
“es realmente un enigma saber cómo clasificar psicológicamente este tipo de mujeres”. Aunque
no rechaza la estrechez de las categorías de manera frontal, sí señala dos cuestiones
sumamente importantes y efectivas: que los “rasgos característicos homosexuales o
heterosexuales son el resultado de una interacción de conflictos y no necesariamente la prueba
de una tendencia innata o fundamental”; y que “de todas las mujeres que actualmente trabajan
de manera profesional, sería difícil decidir si la mayoría de ellas son más femeninas que
masculinas en sus personalidades y estilos de vida”. Las categorías y clasificaciones, deudoras
de un orden social determinado pero con pretensiones de universalidad, hacen aguas y
muestran su dimensión específicamente política cuando son confrontadas con la multiplicación
práctica que las desborda.
En este texto la mujer exitosa pero angustiada que profusamente, describe Joan Rivière, es
construida sobre dos trasfondos: el de las pasiones e identificaciones infantiles inconscientes –
envidias, usurpaciones, imposibilidades y castigos temidos–, por un lado, y por otro el de las
dinámicas sociales que prescriben papeles genéricos para después sancionarlos como naturales

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El texto de Rivière parece funcionar como un texto “bisagra” que opera un desplazamiento
luminoso desde la psicologización y familiarización de los conflictos hacia la consideración de las
tensiones y relaciones de poder sociales que demandan y castigan una feminidad no adecuada.
La angustia, que ha sido vinculada en las obras psicoanalíticas a la castración, a la envidia de
pene y a esa trama de pasiones triangulares, deviene en el texto de Rivière, de manera decisiva,
en angustia por las represalias que el orden social y las relaciones de poder en él establecidas
pueden desencadenar. La máscara aparece como una defensa; pero, en esa reconsideración de
la feminidad que ella realiza, es más que una defensa, se trata de una estrategia contra la
ansiedad y las represalias; la feminidad es re-situada en el ámbito de las prácticas y de las
definiciones sociales y pierde así su carácter esencial y ontológico. “Mi intención, manifiesta, es
demostrar que las mujeres que añoran su parte masculina, se ponen una máscara de feminidad
para evitar la ansiedad y las represalias que temen de los hombres”.
La angustia que actúa en el proceso descrito no se desprende del hecho de no ser femenina;
con cierta ingenuidad asevera que “nos encontramos mujeres que parecen cumplir con todos los
criterios del desarrollo femenino completo” y enumera una inacabable secuencia de actividades
en las que se cifraría ese desarrollo adecuado; la angustia se vincula con el desarrollo de
prácticas y posiciones que exceden los ordenamientos sociales de lo femenino y las tensiones
que ello genera. A pesar de ser muy buenas mujeres, las transgresiones y los desbordamientos
de la categoría son problemáticos. Si el ejercicio de la feminidad es defensivo, esto es mostrar
que no se sabe, seducir de la manera adecuada, disfrazarse de alguien inocente e inofensivo, si
es una mascarada, la feminidad se muestra como una actuación que se ha desprendido de sus
anclajes. Ello le lleva a plantear su aseveración más destacable: “el lector podrá tal vez
preguntarse ahora cómo defino la feminidad o dónde trazo la línea que separa la genuina
feminidad de la “máscara”. Sin embargo, mi opinión es que no existe tal distinción; ya sea de
manera radical o superficial, son una misma cosa”.
Hay una lucidez en la conclusión de Rivière acerca de la naturaleza de la feminidad, una
paradójica inteligencia que se desata cuando en estas frases, sin grandilocuencia, desbarata
aquello desde lo que partía. Sin embargo, al final de su texto insiste en el esquema previo y
parece dejar en suspenso sus propias reflexiones cuando formula la pregunta: “¿Cuál es la
naturaleza esencial de una feminidad completamente desarrollada?”.
Los destinos de los hallazgos más lúcidos de Joan Rivière aparecen en la obra de otras
personas que han retomado la idea de la mascarada para desarrollarla y reactivarla de formas
muy diversas.
Jacques Lacan, en su lectura freudiana, destaca su reflexión en torno a la castración. Desde la
perspectiva simbólica, el planteamiento freudiano de la castración incide por igual en ambos
sexos, dando cuenta de la ruptura del narcisismo que se sitúa en el origen de la construcción del
objeto como perdido o ausente y de la constitución del sujeto en tanto escindido. Por eso Lacan
hablará de sujeto en falta. Asimismo, Lacan traduce el texto de Rivière en 1957 y reelabora a
partir de él esta idea de una máscara que no encubre ninguna verdad, que es ella misma la
verdad. En su compleja obra, muchas nociones tendrán un aire de familia con la mascarada:
semblantes, comedia de los sexos o su conocida afirmación “la mujer no existe”. La falta de
esencia, asimismo, aparece en la reformulación de la afirmación freudiana acerca de una libido
que no tenía sexo mediante su famoso aforismo “no hay relación sexual”; la diferencia sexual no
puede escribirse en lo real, no hay complementariedad entre los sexos, es decir, no hay manera
de escribir la diferencia sexual que no sea con los significantes. Lacan establecerá unas
complejas fórmulas de sexuación cuyo devenir está sostenido por la falta. Tanto la posición
femenina como la masculina son semblantes que no ocultan sino la no-identidad sexual.

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Subrayando la importancia concedida a los procesos de identificación, algunas autoras como S.
Tubert resaltan la operatividad del orden social en estas fórmulas, puesto que las identificaciones
se dan con significantes que adscriben al sujeto a unos ideales culturales.
J.Rivière y el género
Si la feminidad, como señala Rivière, es esa máscara con un guión vinculado a códigos
normativos sociales y ontológicamente endebles, entonces estamos hablando de las prácticas y
actuaciones desplegadas para ser aquello que los códigos sancionan como adecuado y luego
naturalizan. El texto de Rivière no es sino uno de los antecedentes que han precipitado un
análisis original y muy sólido de los dispositivos de género. Además, en estos desarrollos
recientes, la mascara actuada ha sido puesta en relación no solo con la feminidad sino con el
género como sistema histórico que configura feminidades y masculinidades. El género, tal como
Judith Butler o De Lauretis y los desarrollos de la Teoría Queer han mostrado, es una
construcción cultural, una elaboración política que se configura en su propia preformatividad.
Desde estos enfoques, la identidad de género es un efecto de dispositivos que enuncian
preformativamente una realidad identitaria y articulan una red de prácticas en las que las
identidades y los cuerpos se construyen reiterándose. Es esta reiteración la que tales
dispositivos naturalizan y en este proceso crean la ilusión de una esencia. Por ello, dirá Butler, el
sexo “tal vez fue siempre género”.
Para Butler, la pregunta por los mecanismos psíquicos que sostienen los dispositivos sociales de
género aparece como un espacio teórico complejo. Las dos líneas de mayor espesor reflexivo
tienen que ver con la cuestión de la transformación y la subversión –¿cómo alteramos esas
prácticas reiteradas que nos constituyen?– y con los procesos afectivos y corporales que
sostienen las dinámicas de las identificaciones que, a su vez, regulan la implicación y el apego a
los códigos normativos preformados. Es, quizá, esta dinámica entre el deseo y el poder, que ha
sido un gran impensado de los psicoanálisis, una de las encrucijadas más interesantes de ciertos
planteamientos actuales.
El texto de Rivière se sostiene en dudosas clasificaciones que condicionan y estructuran la
percepción de las características – tanto masculinas como femeninas -, y que postulan una muy
problemática unidad entre atributos de género y orientación naturalizada. Rivière habla de
mujeres que añoran su parte masculina y la añoranza se remite a las complejas relaciones
afectivas de la infancia. Más allá de impugnar necesariamente los presupuestos epistémicos
androcéntricos y heterocénticos, es interesante dejar abierta la pregunta sobre qué procesos
subjetivos sostienen las identificaciones y las actuaciones; sobre ese espesor emocional que
opera en la preformatividad y que no se puede circunscribir a los conflictos edípicos, sino que se
articula en los contextos históricos que regulan, y que como diría Foucault, las ontologías
posibles de cada época.

Helen Deutsch.

En su retorno freudiano, esta autora se centra en poner en cuestionamiento la reflexión del


propio Freud acerca de la identificación del masoquismo a la esencia femenina.
Con respecto a la posición freudiana del conocimiento tardío de la vagina, ella concuerda con
esta posición, siendo sus argumentos diferentes.

No se sostiene en las premisas lógicas que Freud intenta establecer, sino en razones también
biológicas. La mujer, dirá, debe descubrir la vagina en su propia persona, descubrimiento que se

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somete masoquistamente al pene, convirtiéndose este último, en el guía hacia esta nueva fuente
de placer. La bisexualidad femenina trabaría este pasaje y así el clítoris al retener libido, hace
que el pasaje de lo fálico – clítoris - a lo vaginal sea arduo. Señala H. Deutsch que la vágina no
cumple ninguna función erógena hasta la primera relación sexual; y el promotor de este pasaje
es el pene, que al igual que el pecho de la madre en la boca del niño, libidiniza la zona,
recogiendo el papel de la boca en su función oral pasiva de succión. Luego la vagina al segregar
flujo y contraerse, permite la identificación funcional de la vagina al pene, como formando parte
de su propio cuerpo, favoreciendo el superar el trauma de castración.

La vagina se conoce en el primer coito. El pene es el guía que permite este conocimiento.
Discutirá con otros autores, entre otros con Ferenczi, quienes afirman que el hombre realiza el
deseo de volver al vientre materno en el coito, sosteniendo que la mujer realiza el mismo deseo
identificándose con el niño que lleva adentro en el embarazo. Así el parto sería para la mujer el
dominio activo del trauma de nacimiento coincidiendo en eso con Otto Rank. Dirá también que la
mujer que abandona la reinvindicación del clítoris, alcanza el fin del desarrollo sexual femenino y
llega a ser mujer. El prototipo de la genitalidad femenina será la oralidad – en esa equivalencia
entre boca y vagina.

Entonces, la sexualidad le permitiría a través del coito superar el trauma de la castración, y las
funciones de reproducción el trauma de nacimiento. El clítoris es para ella un órgano superfluo
que tendría un papel inhibidor.

Helen Deutsch sostiene que la mujer que se identifica al padre es frígida. Ya que están del lado
del hombre, el lado femenino está cerrado. Propone no hacer de esto un síntoma analítico ya
que a las mujeres no les molesta, tocando de esta forma una identificación muy central.

En 1930 escribe en "La significación del masoquismo en la vida mental femenina" que la vida de
la mujer está dominada por una triada masoquista:"castración- violación - parto". Sostendrá que
el orgasmo es masculino - (debido a la identificación de la vagina con el pene -. La mujer
femenina no tiene acmé orgástico. La vagina es el órgano reproductor, el clítoris el del placer. Lo
esencialmente femenino es la maternidad

H. Deutsch en su texto de “Psicología de las mujeres” hay un capítulo sobre el masoquismo


femenino. Allí parte de una evidencia: "Las mujeres están adaptadas al dolor. Aún desde el
punto de vista darwiniano si las mujeres sufren y sufren mejor que los hombres, están más
cómodas en el dolor, es porque desde el punto de vista de la reproducción ellas padecen en el
parto"; "Vemos que el masoquismo tiene un doble rol en las funciones sexuales de la mujer y su
función de reproducción: sirve por un lado a la adaptación a la realidad por el consentimiento del
sufrimiento, por otro lado un exceso de masoquismo provoca evidentemente una defensa y
huyendo de los peligros del masoquismo excesivo, la mujer se desvía de su femineidad".

El narcisismo también le lleva a preservarse de un excesivo masoquismo. Concluye que hay en


la mujer una lucha entre el masoquismo que la lleva a adaptarse al dolor y el narcisismo que
contrariamente le lleva a rechazar el displacer : “Cada uno de estos dos importantes factores del
psiquismo, el masoquismo y el narcisismo, pueden estar en contra de las exigencias de la
función de reproducción. El destino de la mujer en cuanto sirvienta de la especie depende de la
colaboración armoniosa del masoquismo y del narcisismo”. La puesta en juego es simple: el
masoquismo es lo que asegura los fundamentos biológicos del psicoanálisis. Este, descubriendo
el masoquismo femenino se asegura que forma parte de la medicina. El masoquismo femenino

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le sirve a la especie y encuentra su justificación en la evolución biológica del ser humano.
Considera peligroso querer separar el individuo y la especie. Para ella el narcisismo es la
autodefensa del individuo contra las necesidades de la especie. Se ve que en H. Deutsch el
masoquismo descansa sobre la idea darwiniana de la adaptación a la realidad. En ese sentido, el
parto sin dolor es un efecto sugestivo que encuentra sus límites cuando se empieza a pasarlo
mal. En realidad no le evita a la mujer el sufrimiento, pero tuvo éxito. El primer uso de la hipnosis
podría haber sido ese.

El uso de métodos más eficaces como la peridural dan la idea de que la adaptación a la
satisfacción de la especie por el dolor es menos aceptada y que no hay adaptación de la
especie. La especie humana, según Eric Laurent, no está adaptada a grandes cosas, salvo a
matarse entre sí. No podemos, por lo tanto, contentarnos con decir que las mujeres están
adaptadas a la vida.

En el capítulo citado de Deutsch, todo esta orientado en una concepción del instinto sexual
biológico y de una pulsión parcial puesta en su lugar; de una totalidad; vuelve a la pulsión
masoquista que Freud dejó como parcial. El masoquismo del lado hombre definía una variante
perversa y del lado femenino designa una esencia.

Esta autora realiza equivalencias entre masoquismo/ pasividad; sadismo/actividad con el objeto
de reconstruir la relación hombre-mujer. Describe el camino de la niña hacia el padre.. El
momento freudiano por excelencia , desarrollado como la llave de la sexualidad femenina a partir
de 1920 y luego en los artículos de 1930 es la pregunta: ¿Cómo explicar el pasaje hacía el
padre?. Allí donde Freud dice: la niña espera un hijo del padre, Helen Deutch dice que esto es
equivalente a pasividad. En el fondo es equivalente decir: esperar un hijo del padre y ocupar una
posición masoquista, y opone a esto una actividad de acercamiento al padre. Allí quiere corregir
a Freud, sin explicitarlo: "Nuestras observaciones nos indican corregir las hipótesis
psicoanalíticas sobre el desarrollo de las niñas ya que se ocuparon especialmente de sus
instintos sexuales”.Señala, con respecto de este pasaje lo siguiente: "Al separarse de su madre,
la niña, mujer en miniatura asume, una actividad erótica, pasiva hacia su padre, actitud que es el
centro del Complejo de Edipo femenino. Pero olvidamos el hecho de que la primer orientación de
la niña hacia el padre tiene un carácter activo y no pasivo, su actitud pasiva es un desarrollo
secundario".

Lo que ella llama un desarrollo activo es volverse hacía el padre, en tanto es el representante de
la realidad y del mundo exterior donde los niños quieren vivir cuando adultos.
Su idea es que Freud considera que el Edipo femenino está fundamentalmente centrado sobre
obtener el falo del padre bajo la forma del niño. Ella lo dice así: de ningún modo el Edipo
femenino es volverse hacía el padre e identificarse a él.. Dice que Freud describió esto en
términos de dificultad pero que esas dificultades pueden ser evitadas: "Frecuentemente la
relación con el padre es desde la primera infancia -relación de identificación-, a veces lo es en la
madurez intelectual de la niña. Puede llevar a la satisfacción aún si las posibilidades eróticas de
la niña quedan fijadas sobre la relación sublimada con el padre. La renuncia de la niña al logro
erótico - tener un hijo- no debe ser comprendido sin reglas estereotipadas, una unión padre hija
fuertemente sublimada no implica necesariamente una neurosis o sentimiento de frustración y de
falta. El logro de la vida no es necesariamente una sexualidad normal “. Quiere decir que no hay
quizás solo el deseo para las mujeres de tener hijos en la vida. H. Deutsch encarna en los años
de 1900 la voluntad de no dar prioridad a tener un hijo para una mujer, sino de ocuparse de sus
estudios y de finalizarlos.

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En relación a Pegan a un niño, propone que una alternativa para los varones, es siempre pegar
o ser pegado, y es por eso que son masoquistas. Se trata finalmente de una paliza. Del lado de
las niñas el masoquismo es esencialmente que las niñas pueden ser pegadas. En 1930 las
mujeres golpeadas comienzan a ser una categoría social. Pero este masoquismo femenino no
está centrado en una paliza sino sobre la violencia sexual. La brutalidad misma, produce la
elección del amante violento sobre el mismo modelo que el padre. Finalmente dice: "El padre
pasivo, impotente para proteger a su hija., provoca tendencias reinvindicativas. Es sorprendente
constatar que las niñas que se fugan tienen generalmente un padre violento".

Crítica la adecuación entre el padre violento y el hecho de que se provoque la fuga. Ella nota que
por el contrario lo que provoca ese padre es la elección de amantes a los que define como
“formidables”, y por otra parte el padre pasivo convoca a las fugas. Introduce un
cuestionamientos sobre la posición femenina, estrictamente deducibles del fantasma "una niña
es prostituida" que describe, y demuestra que algunos tipos sociológicos son producidos no solo
al nivel de la identificación erótica, identificación sexual, sino también "por mecanismos más
complejos...más sociales. El deseo de servir a una causa o a un ser humano con amor y
abnegación puede ser una expresión indirecta del masoquismo femenino".
Pone en serie la militante, la heroína de los movimientos ideológicos y al masoquismo:"Las
mujeres se juntan para expresar indignación, se asocian a violentas protestas anónimas y
adhieren a movimientos revolucionarios”.

Anna Freud.

Hubo un periodo en que Freud analizó a su hija, Anna, según E. Young Bruehl. Freud no le
dedicó un estudio individual; según escritos por la propia Anna, se trataba de sus fantasmas de
punición en ensueños Lo relata en lo que fue su primer artículo de su práctica analítica; lo
escribió seis meses después de que tuvo su primer paciente, presentándolo en el l Congreso
Internacional de 1922, para ser admitida como miembro de la IPA. Hace referencia a una
paciente psicasténica, en referencia a su propio caso. Presenta a una niña que adoraba a su
padre...la relación incestuosa se transforma en una escena sádico-anal que encuentra
satisfacción como fantasma consciente masturbatorio de punición...Es reemplazado luego por
historias que aparentemente no tenían relación alguna con historias de punición....si bien admite
que los fantasmas de punición irrumpen para suspender esas historias agradables....y se castiga
ella misma, rechazando entonces refugiarse en esas historias agradables durante cierto tiempo.

El analista dice que los fantasmas de punición y las historias agradables tienen una estructura
semejante. Las historias agradables son con un hombre joven, débil que hace una tontería y se
encuentra sometido a un hombre de más edad; finalmente es perdonado con una escena de
reconciliación y armonía. La paciente comprende la similitud de estructura que esas historias
pueden ser intercambiables.

En los períodos difíciles en que se encontraba disminuida en sus capacidades, las historias
agradables no cumplían más su función; una conclusión en los momentos paroxísticos de su
fantasía, donde el placer era reemplazado por la vieja situación de punición, surgen y la llevan a
la descarga efectiva de excitación. Pero esos incidentes eran rápidamente olvidados.La paciente
de la cual habla Anna pasaba de sus ensueños a escribir pequeñas historias, no tenían la misma
estructura, solo estaban construidas alrededor de los episodios aislados de punición y la
reconciliación..

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Una carta de Anna a su padre dice que esta escribiendo la historia de su infancia. Se trata de
una historia que se modela sobre la historia de un caballero medieval..
Las historias de la edad Media apasionaban a Anna. Crea su historia alrededor de un caballero.
Esto se junta con la historia de Freud; se trata de una niña que se desvía de su rol femenino para

Ser un varón. El ejemplo de Freud es su hija. Lo que llama la atención es la facilidad con que
renuncia a su papel de niña para transformarse en esa virgen obediente que será la
característica de Anna. También llama la atención el fin de análisis de Anna, y el momento en
que habla en público para superar sus inhibiciones; su posición no es del orden de la mascarada
femenina. El personaje que muestra Freud se encuentra con un fantasma de ser castigada antes
de poder entrar en competición con otros.

Freud tuvo una idea, hacer que Ana frecuente a Lou Andrea Salome para que aprenda sobre la
vida, que hable con mujeres para que pueda superar sus inhibiciones. Su tratamiento fue
bastante breve. Invita a Lou Andreas.Salome a pasar las vacaciones con la familia diciendo que
esto hará mucho bien a la buena de Anna. Esta le escribe a Lou señalando que “ Estoy muy
ocupada, el problema es que la semana pasada mis historias agradables volvieron....si bien ellas
fueron analizadas, rotas, publicadas, maltratadas de todas formas. Sé que es vergonzoso,
especialmente cuando me abandono entre mis pacientes, pero es igualmente bello, y esto me da
mucho placer…

Karen Horney

Discípula y analizada por K. Abraham. Entra en polémica con Freud en su primer artículo sobre
la génesis del complejo de Edipo en la mujer.
Asienta el deseo en el Orden natural: se funda en observaciones y material clínico de mujeres.
Se plantea la pregunta sobre el origen de la envidia del pene, responde enunciando las
desventajas de la niña con respecto al varón que dan origen al penisneid.:

1) El erotismo uretral. La niña desearía orinar como el varón.


2) La pulsión escopofílica que da origen al deseo de verse. Querría verse como se ve un
varón.
3) La represión de deseos masturbatorios de la niña. El niño puede tocar su órgano genital
durante la micción y esto lo autoriza a masturbarse.

Su conclusión es que el sentimiento de desventaja no es primario sino que se asienta sobre


desventajas reales. El hecho de que la naturaleza ha dotado a la mujer del poder de la creación
no llega a compensarla. En la lucha por la simetría: envidia del pene - envidia a la procreación
quedan confundidas la mujer y madre. Se hará así militante del órgano al confundir órgano con
sexo.

La segunda pregunta que enuncia es si la envidia al pene es lo que genera el complejo de


castración femenino. En su respuesta se adelanta a Freud en la importancia de la relación
primaria con la madre. Dirá en relación al complejo de masculinidad que se sostiene en que el
rechazo del padre produce la identificación a él. “Esta identificación viril al padre no debe
confundirse con el deseo de ser hombre, sino de jugar el rol del padre, adoptando algún rasgo
identificatorio”.Los pasos serán: Fase de identificación a la madre-->-fase de identificación al
padre por su rechazo--->regresión a etapa pregenital....raiz del complejo de masculinidad.

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Alcanza la conclusión de que “es la feminidad herida la que da origen al complejo de
castración”.

En 1926 escribe “La huida de la femeneidad”. Se asienta en un artículo de Simmel quien dice
que la civilización es masculina, el psicoanálisis la creación de un genio masculino y la teoría el
pensamiento esta planteada desde el punto de vista masculino. Le pasa desapercibido de esta
manera la sutileza freudiana: el falo es reconocido como falta y no como sexo femenino.

K. Horney afirmará que hay dos sexos de entrada: pene y vagina y no un sexo único: falo. Hay
por lo tanto dos líbidos, con lo cual el par masculino/femenino tiene un carácter natural e innato.

Se nace hombre o mujer, que será también la posición de Ernst Jones como lo desarrollaré más
adelante. La atracción heterosexual, la maternidad y el deseo de tener un hijo son así instintivos.
Rectifica entonces sus conclusiones anteriores: califica de primaria la envidia al pene observada
por la diferencia sexual anatómica.

El deseo de ser hombre es una formación secundaria por frustraciones en el proceso del
desarrollo de la feminidad adulta lo que es distinto a la envidia primaria del pene. Del desenlace
del Edipo señala que el niño renuncia a la madre por el complejo de castración. La niña no solo
renuncia al padre sino que retrae todo su rol femenino, eso la lleva a una huida de la feminidad.
Afirma que hay conocimiento temprano de la vagina y una forma de onanismo típicamente
femenina: las fantasías edípicas y el temor a una lesión vaginal demuestran el lugar de la vagina.
Cuando la mujer se refugia en un rol masculino ficticio, su ansiedad vaginal femenina se
convierte en fantasía de castración.

La huida es para evitar deseos y fantasías incestuosas: el deseo de ser hombre le sirve para
reprimir sus deseos femeninos. La respuesta de Freud en 1931 es que si la defensa contra la
feminidad llega a alcanzar tanta energía ¿de qué fuente deriva su fuerza sino del afán de
masculinidad que halló su primera expresión en la envidia fálica de la niña y que por eso, bien
merece ser calificado con ese nombre?. Así escribe en 1932 escribe “El miedo a la mujer” y en
1933: “La negación de la vagina”.

En el primero intentará probar localizaciones erógenas primitivas en el órgano femenino. Su


preocupación en el segundo artículo es suponer una sensibilidad vaginal primaria. Sensaciones
vaginales - fantasías de violación antes de ningún coito son su argumento. Su pregunta es
acerca de cómo se inviste la vagina…. y su respuesta se sostiene en entender la posición
freudiana como ignorancia del órgano.

Señalará que la niña tiene sensaciones vaginales tempranas - a diferencia de Helen Deutsch y
del propio Freud -, que hay masturbación vaginal, pero que el temor a la desproporción con el
pene de gran tamaño del padre le hace temer ser destruida en un coito edípico - temor
confirmado por la defloración, aborto, menstruación y partos – llevándola a rechazar sus
pulsiones vaginales, transfiriendo al clítoris, por razones defensivas, esta libido. Con lo cual para
Karen Horney la vagina no descubierta es en realidad una vagina negada.

Para Freud, sin embargo. la feminidad no es un ser sino un devenir. La castración es la


construcción por donde se busca decir la falta, el sexo femenino encarna lo imposible de decir.
Ante el enigma que la feminidad le plantea a Horney, responde: se puede decir todo sobre la
mujer. Intenta así dar un soporte metapsicológico a la castración femenina refiriéndose a la

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pulsión. Lo pulsional, sin embargo, queda al servicio de la anatomía. Se pone en juego en


relación a la rivalidad entre los sexos. Lo que no tiene en cuenta que el falo no es la causa
primaria de la rivalidad. Todo niño fue primero falo, condición entonces universal de existencia.
Castración y muerte se asocian ahí: Existo por haber sido falo para suplir la castración de mi
madre.

Entonces la pregunta que se sucede es que a partir de lo que muestra la anatomía si puede
verse sin una premisa que la preceda. Castración es entonces la diferencia entre falo y pene.

Nada le falta a la mujer sino lo compara con ese símbolo de la falta que es el falo. Hay tres
formas de situar esto: no pene = no falo: Mi madre no me ama porque no soy varón. falo - pene .
Puesto que tengo el falo tengo el pene. Convertí a mi madre en madre fálica. falo # pene: La
ausencia de pene no acarrea la falta de goce fálico.

Vemos entonces que para esta autora, si bien tienen posiciones distintas con respecto al
conocimiento temprano de la vagina, coinciden en la preocupación por lo real del conocimiento
de la vagina. Hombre y mujer aparecen como datos empíricos, descubiertos en la mujer por sus
sensaciones vaginales. Se toma en cuenta las desventajas reales.

Melanie Klein

En 1933, en El psicoanálisis de niños, propone situar el problema en buscar el equivalente


femenino de la envidia de castración. Recuerda que describió la actitud ansiógena de la mujer en
1928, referidos a estadios tempranos del conflicto edípico. El temor de la niña está en relación a
su propio cuerpo. Después de las primeras frustraciones orales, la niña se separa del pecho y
desea recibir satisfacciones del pene paterno, según el modelo de la incorporación oral. Este
pasaje de la investidura del pecho frustrador al pene, constituye el núcleo del complejo de Edipo.

El pene del padre es vivido como retenido en el interior del cuerpo de la madre. Así dirige sus
ataques sádicos contra ese cuerpo, el materno, poseedor de todos los objetos – parciales: pene-
heces- niños -.

Para Freud el complejo de Edipo en la niña lleva a odiar a la madre por no haberla dotado del
órgano viril. La envidia es entonces por razones narcisistas,y en cambio para Melanie Klein es
erótica.

El Edipo femenino se instala a favor de las tendencias masculinas para Freud.- ecuación pene
=niño- ,mientras que para Klein se trata de elementos intuitivos femeninos. Toma de Karen
Horney la idea de que el deseo oral es el prototipo del deseo vaginal. La niña debido a pulsiones
vaginales receptivas, tendrá fuertes tendencias de incorporación. Si el pene paterno despierta
ambivalencia, la mujer podrá multiplicar experiencias sexuales reales y fantasmáticas, para
introyectar el buen pene y combatir el mal pene introyectado. Un coito satisfactorio o un hijo
hermoso, pueden afirmar a la mujer en su lugar, igual que poder alimentarlo con buena leche.

El masoquismo femenino sería la torsión del sadismo contra los malos objetos internalizados.
Los ataques al cuerpo materno generan sentimientos de culpabilidad y actos de reparación, que

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son la raíz de la sublimación. La vagina, investida por los temores en relación al propio cuerpo,
es así rechazada. No está en juego el cuerpo real sino el temor a la retaliación, al castigo por el
sadismo dirigido al cuerpo materno y vuelto contra sí misma. Así, si bien la vagina aparece como
un real, la exclusión de la misma está en relación con el temor a la retaliación, y por ende a la
preocupación por el daño al propio cuerpo, no ya por el pene real, sino en relación a los objetos
internos.

M. Klein señala que la niña tiene un precoz conocimiento de la vagina, pero éste conocimiento es
rechazado en favor del clítoris que es revestido de manera femenina. El complejo de castración
tiene dos motivos esenciales al igual que la envidia del pene; deseo de tener un órgano real que
pueda ser sometido a la prueba de la realidad e insatisfacción ligada al deseo de incorporación
del pene del padre, que lleva a la niña a identificarse con la madre - frustradora por el pecho que
le niega y el pene que detenta -. Ese momento determina la vertiente agresiva de la
homosexualidad, pero la identificación al padre puede tener también como fin reparar los daños
infligidos a la madre, reemplazar el pene que le había robado.

Esa posición puede fijar el destino sexual de la niña. Según Melanie Klein el superyó femenino
es más severo que el del varón. La introyección del pene es constituyente del superyo paterno.
La ausencia de un pene activo aumenta la sujeción al superyó. El niño inviste su propio pene de
la omnipotencia narcisística y la niña inviste de esa omnipotencia el pene introyectado del padre.

Ernst Jones

En 1927 Jones piensa que es necesario distinguir entre envidia del pene autoerótica preedípica y
la erótica, edípica. Esto se traduce en envidia y deseo de pene. Divide la fase fálica en
protofálica - creencia en un mismo órgano infantil) y deuterofálica - división de ambos sexos
entre fálicos y castrados -).

La segunda fase sería una defensa de la niña frente a sus deseos edípicos. Afirmará: “No
encuentro razón alguna para dudar aquí no menos para las niñas que para los niños, la situación
edípica, en la realidad y en la fantasía, es el acontecimiento más determinante de la vida”
Añadiendo: “Al principio él los creó macho y hembra”.

En el mito bíblico, el principio al que se refiere Jones, una vez conocida la diferencia de los
sexos, por haberse abierto los ojos de aquéllos que comieron del árbol de la Sabiduría,
desaparece el nombre inicial, Varona, y , después se la nombra Eva.

Es decir que aún en el mito bíblico hay un momento previo a instituir a la mujer como Eva. Pero
dejando el mito de lado, según Jones, la fase fálica no es una fase normal del desarrollo del niño
ni de la niña. Es un compromiso neurótico. Relación de los sexos con los deseos edípicos.
Ambos, el niño y la niña, desean castrar al padre del mismo sexo. El niño desalojar el pene del
padre del interior de la madre, la niña robar el pene del padre.

En 1935, en La sexualidad femenina precoz, Jones le responde a Freud, quién le objeta que no
se puede pensar la envidia del pene como secundaria, porque eso lleva a la pregunta de dónde
se sacaría la energía de esta formación secundaria defensiva si no se de estos deseos
primarios.

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Piensa con Melanie Klein que la represión de la feminidiad esta ligada en la niña en su temor y
odio a la madre. Dirá entonces que el deseo de un hijo, no es una compensación por la falta de
pene, sino que es un deseo femenino en sí mismo. Introducirá también el concepto de afánisis a
partir de dos preguntas: ¿Qué en las mujeres corresponde al miedo a la castración en los
hombres? y ¿qué es lo que diferencia el desarrollo de las mujeres homosexuales de las
heterosexuales?.

Dirá que la amenaza de castración no es más que una amenaza parcial, respecto a la extinción
total de la capacidad y goce sexuales en conjunto. En la mujer, siendo por razones fisiológicas
más dependiente que los hombres que estos de aquellas, para su satisfacción sexual, temerán la
afanisis bajo la forma de separación, de donde deriva el temor de ser abandonadas. Con
respecto a la segunda pregunta, dirá que las homosexuales femeninas se dividen entre las que
conservan cierto grado de interés por los hombres, pero quieren ser consideradas como uno de
ellos- abandonan su sexo pero conservan su objeto, la mujer se identifica con el padre,
buscando que le reconozcan su virilidad - y un segundo grupo: mujeres que no se interesan por
el hombre, las mujeres representan para ellas su propia feminidad de la que no pueden gozar
directamente, abandonan al padre como objeto, después de haberse identificado con él.

La pareja representa su feminidad proyectada y satisfecha por el objeto interno – el padre -


incorporado. Para él, el estadio fálico es una defensa de las mujeres homosexuales, depende de
la identificación en relación al sadismo del estadio oral. La identificación al padre es común a
todas las formas de homosexualidad. Es una forma de defensa más completa que la culpabilidad
por el peligro a la afánisis que suscita la no satisfacción de los deseos incestuosos. Comparte
así la posición de Karen Horney, sólo que ésta explicaba por la decepción lo que Jones explica
por la afánisis.

No todas las mujeres se hacen homosexuales y esto es explicado por Jones, al igual que por
Melanie Klein en relación a lo constitucional, en Melanie Klein monto de pulsión de muerte, en
Jones, erotismo oral y sadismo muy desarrollados.

Según Jones, hay una inevitable decepción de la niña con respecto a su deseo genital lo que
engendra en la muchacha su temor a la afánisis, es decir la desaparición del deseo como tal.
Debemos recordar que para Freud no hay posibilidad de desaparición del deseo, por el
desencuentro entre placer esperado y placer logrado, o para decirlo de otra manera, porque no
hay posibilidad del encuentro del sujeto con su objeto. De esta manera Jones parece desconocer
que un deseo que no se satisface no desaparece sino por el contrario es la insatisfacción la que
sostiene el deseo y esto es por estructura.

En relación al Complejo de Edipo sostendrá que hay algo que impide la unión incestuosa: la
afánisis. Hay por lo tanto dos salidas posibles: si la mujer renuncia al objeto, puede retener el
sexo. Si renuncia a su sexo, o lo invierte, es para poder tener su objeto. La homosexualidad es
explicada que en vez de renunciar a su objeto-libido - el padre - renuncia a su sujeto- libido , en
referencia a su sexo. La identificación es de esta manera la forma de retener el objeto.

Freud no postula un solo órgano, el pene, sino que habla de falo. Jones con su fase protofálica
de ignorancia o inocencia y su fase deuterofálica en el que el mundo se separa en fálicos y
poseedoras de clítoris, sostiene una correspondencia que presupone además el conocimiento
temprano de la vagina. Confunde así una exigencia teórica en una posición misógina.

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Para Freud el destino femenino de la libido queda signado por las viscisitudes que atraviesa el
deseo en la fase fálica, en la que el sujeto se reconoce masculino o femenino. La feminidad para
Freud es impensable fuera de las identificaciones edípicas, si bien en el caso de la joven
homosexual, ubica un segundo tiempo, en la entrada de la pubertad.

Jones intenta recuperar la “verdadera feminidad” parta la teoría freudiana en la que el Edipo
aparece como desvío o perversión fálica. Hay un ideal de complementariedad que es leible en la
manera que expone el concepto de afánisis.

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Zizek, S. 1996. La política de la diferencia sexual. Valencia: Epistème.

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Cuestiones:

1. Reflexiona sobre cómo se inserta el psicoanálisis en la sociedad burguesa de finales


del siglo XIX.
2. Indica algunas diferencias preedípicas y edípicas del desarrollo de la mujer con
respecto del varón.
3. Relaciona al aparato psíquico con la cultura.
4. Indica tus aportaciones sobre el superyó femenino
5. Señala la aportación de la represión en la obra de Freud
6.Partiendo de Freud, desde sus concepciones, articula el complejo de Edipo y la
castración femenina de las mujeres psicoanalistas expuestas en el tema.
7.Relaciona la castración para Freud y Lacan
8.Intenta realizar una definición sobre la feminidad.
9.Articula la feminidad para K. Horney.
10.Cualquier otra reflexión sobre el tema.

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