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La ética se ocupa de modo exclusivo de las acciones libres, es decir, de aquellas que el ser
humano es dueño de hacer u omitir o de hacerlas de una manera u otra. Lo propio del hombre y
de la mujer es ser principio de sus operaciones, por lo que la ética llama actos humanos a los
que proceden de la voluntad deliberada, puesto que la persona domina sus actos mediante la
razón práctica y la voluntad. Las acciones carentes de libertad se designan actos del hombre,
cuando se da uno de estos actos el ser humano tiene conciencia de que algo acontece en él sin su
activa participación, por ejemplo el respirar.
La moral denomina el modo propiamente humano de gobernar las acciones ya que las acciones
del hombre y de la mujer no se acomodan de modo instintivo como en el caso de los animales.
El sujeto humano debe ajustar las acciones a los objetos y a la realidad en la que vive. Sólo con
relación a los actos humanos se habla específicamente de conducta moral, porque con ellos el
hombre se conduce (a sí mismo) hacia los objetos que desea alcanzar. El hombre sólo puede dar
razón de las acciones electivas de las que es autor, causa y principio y todas estas acciones son
morales, por lo que la moral constituye el actuar libre del ser humano. Así, en sentido propio el
ámbito de lo moral y el ámbito de lo libre presentan la misma extensión: todo lo que el hombre
libremente es y todo lo que delibera y hace libremente es moral.
Esta variante no debe ser aplicada de forma dogmática o utilizar el modelo aristotélico de “sólo
esto garantiza la vida feliz”, pues entra en contradicción con el medio social en el que se
desarrolla el individuo. Por tanto, es necesario un enriquecimiento dialéctico de dicha ética que
establezca un mecanismo de retroalimentación con el medio, capaz de utilizar todas las
variantes a favor del mejoramiento de las virtudes del hombre, que permita su felicidad, y en el
cual, a través de su razón, de la práctica, de su comportamiento, evalúe los bienes en cuestión,
para que en su actuar correcto requiera priorizar las virtudes.
Esto será aceptado siempre que refleje la realidad ontológica, la que se adquiere por tradición y
se perfecciona de forma continua en su uso, respetando, claro está, los principios prácticos de
la bioética realista, que tienen en cuenta el valor complementario de la dignidad y la libertad
del hombre, sin llegar a caer en positivismos éticos, pues si la libertad se establece como
criterio absoluto, acabará en la negación de sí misma. Esa jerarquización de las virtudes deberá
ser reforzada en la actuación, conforme a las normas éticas que se enmarquen dentro de los
límites enriquecedores de la relación con el respeto a la dignidad personal de los otros y la
propia.
Así, con la palabra moral, se califica tanto la debida intención con que se ejecutan los actos
conscientes, como la calidad de los mismos actos desarrollados por un ser capaz de ejecutarlos
con conciencia moral. Puede, por tal motivo, haber una independencia entre la calidad moral de
los actores y de los actos de éstos. Por ello, pueden ejecutarse con conciencia moral, actos
morales;con conciencia moral, actos inmorales; con conciencia inmoral, actos morales; con
conciencia inmoral, actos inmorales.
El vocablo “moral” proviene del latín mores, costumbres, carácter, y la palabra “ética”, del
griego ethos, lugar habitual de vida, uso, carácter. Sin embargo, desde hace muchos años, los
términos moral y ética han sido empleados para aludir a un mismo concepto: el conjunto de
principios y normas de conducta que regulan las relaciones entre los hombres. En los
razonamientos que aspiran a la rigurosidad científica esto resulta inadmisible, ya que hay que
distinguir claramente que la ética es una ciencia, y la moral su objeto de estudio.
Van Rensselaer Potter –fundador de la bioética y creador del término- planteó la necesidad de
relacionar las teorías éticas con la novedad de los problemas y también con su carácter, como
disciplina, orientada a lo interno de lo social. La idea original de la bioética en sus textos está
vinculada a la noción de que el hombre, y en especial el científico, deben adoptar una posición
de humildad ante el futuro. La humildad significa apertura a la reflexión crítica y autocrítica,
integración del saber científico multidisciplinario, inclusión y consideración de los criterios de
científicos y no científicos, del hombre, del ciudadano.
La bioética se formula así, como una ética de la vida desde una posición de humildad y
responsabilidad, en busca de una sabiduría efectiva que integre el mundo del saber científico en
las ciencias biológicas y los valores morales. La misma surgió como pensamiento ético que
responde a problemas de nuevo tipo, para los cuales los modos tradicionales de reflexión desde
un deber ser bien definido y estable resultan impracticables, ya que hoy los dilemas de la
ciencia y la tecnología, no pueden abstraerse de los enfoques filosóficos, antropológicos,
sociológicos, éticos, psicológicos; que presupone la integración de las grandes áreas del
conocimiento de las ciencias exactas, naturales y humanísticas.
Ser moral implica la razón que permite reconocer qué es la moralidad, así como quiénes son o
no son sujetos morales y qué actos son en sí mismos morales o inmorales. Siendo la moralidad
una virtud de la conciencia, la razonabilidad es fundamental para ejercerla o no. Por lo tanto, la
bondad moral implica no sólo el sentimiento apropiado con que se ejecuta la acción, sino la
claridad lógica de la conciencia que fundamenta dicho sentimiento.
Para exigir bondad moral es necesario establecer conciencia moral, lo cual requiere esforzarse
por desarrollar y procurar la conciencia moral, ya que todo ser racional puede cometer tanto
faltas lógicas, como faltas morales. Esto implica reconocer que toda falta moral o ética es en el
fondo una falta lógica, pero que no inversamente, toda falta lógica no es una falta ética o
moral, ya que sólo lo es cuando se quebranta la buena intención de manera consciente o
semiconsciente.
Sólo las faltas morales pueden ser moralmente sancionadas, pero no toda falta exclusivamente
lógica merece castigo, sino esclarecimiento para que no se vuelva a cometer. En este sentido,
hay que saber comprender que no existe falta moral si hay total inconsciencia o ignorancia
involuntaria de la falta, pero nadie puede eludir su responsabilidad moral amparándose en la
ignorancia o inconsciencia voluntaria, pues ello ya implica una falta moral. La ignorancia
voluntaria es ignorancia culpable, siendo doblemente culpable quien obra mal por dicha
ignorancia, pues ésta conlleva culpabilidad sólo cuando es producto de negligencia, descuido o
indolencia consciente.
La conducta moral no implica restringir por la fuerza la conducta inmoral, sino que lo que es
verdaderamente moral es educar para que el ser humano lleve la luz de lo moral en su propia
conciencia y la brida o la rienda que evite lo inmoral en las intenciones de su propia voluntad.
Por eso hay que saber reconocer que todo castigo o represión moral debe llevar aunada la
manifestación clara y categórica de justicia y validez moral para el propio trasgresor y no
admitir imposiciones como sustitutas para que la gente obre con base en la propia conciencia
moral.
Se debe percibir inmoralidad cuando uno se duele mezquinamente más de sí mismo que del
prójimo o cuando uno obra realmente de manera denigrantemente egoísta. También se debe
reconocer inmoralidad cuando se obra de manera deliberadamente desconsiderada con el
prójimo y cuando se desprecian o pasan por alto los auténticos valores de otros seres humanos.
Para superar estos defectos morales, el único camino a elegir es el de la perfección moral, que
consiste en obrar con la mejor intención o voluntad, lo cual es plenamente posible, pues es algo
completamente alcanzable, asequible o posible en el ser humano. Es bueno saber reconocer que
por el modo de actuar se establece la propia bondad o maldad de nuestra conciencia o persona
interior y esto pudiera ser un indicador para demostrar si se puede vivir auténticamente en
perfección moral.
En nuestros días, no existe filosofía alguna que acabe sustrayéndose de las cuestiones morales.
Las éticas platónicas y aristotélicas nos enseñaron que la trasgresión siempre se debía a la falta
de conocimientos y hasta la sociología surge procurando considerar el deber como un hecho
social, algo que pudiera ser analizado y conocido científicamente como cualquier otro
conocimiento de la naturaleza. De ese modo, la infracción resultaría de la falta de saber y el
conocimiento de la infracción implicaría su impedimento. Pero siempre quedó en la sombra,
para esa ciencia, el estatuto teórico de los enunciados que hablan sobre los valores, pues que
los valores se presenten por medio de enunciados como si fuesen la referencia de proposiciones
declarativas, nos parece una cosa muy sorprendente. La filosofía de los valores, de tradición
kantiana, acentuó las diferencias entre un estado de cosas dirigido por la proposición y el valor
en cuanto objeto del habla, no llegando nunca, con esto, a examinar la especificidad de ese
lenguaje.
Esta es una de las tareas que quedó pendiente y, al respecto, muchos filósofos insistirán en la
radical diferencia entre el ser y el deber ser y muchos otros tendrán, igualmente, purificada la
imbricación entre ambos. La duda que surge es con respecto a la manera por la cual un
enunciado moral dice como algo debe ser aludido a ese algo; no obstante, no es aquí el lugar de
profundizar en esa cuestión, corriendo el riesgo de ser muy extenso.
A nuestro juicio, esta idea es de vital importancia para los políticos y la práctica política,
incluida naturalmente la práctica universal, si esta última deseamos ponerla en función de la
solución de los acuciantes y contradictorios problemas que en el orden moral nos afectan, pues
no es posible perder de vista, por un lado, que cuando el valor trasciende el sistema de
necesidades de los individuos, de los grupos, de las clases sociales, deja de operar y por ende
pierde eficacia reguladora y, por otro lado, que un mismo valor puede actuar de diferentes
formas y grados de expresión, para diferentes individuos. Por tanto, los propios valores
sociales no pueden existir si los hombres no contribuyen a su enriquecimiento.