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CAUSAS PERDIDAS

M. E. Orellana Benado
Compilador

CAUSAS PERDIDAS
Ensayos de filosofía jurídica, política y moral
Orellana Benado, M. E. (compilador)
Causas perdidas / M. E. Orellana Benado (compilador)
Santiago, Chile: Catalonia, 2010
360 p.; 15 x 23 cm
ISBN 978-956-............................

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Diseño de portada: Guarulo & Aloms


Composición: Salgó Ltda.
Impresión: Salesianos Impresores S.A., Santiago de Chile
Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco
Edición de textos: Jorgelina Martín

Todos los derechos reservados.


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en todo o en parte, ni registrada o transmitida
por sistema alguno de recuperación de información,
en ninguna forma o medio, sea mecánico,
fotoquímico, electrónico, magnético,
electroóptico, por fotocopia o cualquier otro,
sin permiso previo, por escrito,
de la editorial

Primera edición: septiembre, 2010


ISBN: 978-956-............................

Registro de Propiedad Intelectual Nº ....................

© Editorial Catalonia Ltda.


Santa Isabel 1235, Providencia
Santiago de Chile
www.catalonia.cl
Índice

Introducción 9

Metafilosofía jurídica y política

El post scríptum de Hart y el carácter de la filosofía política


Ronald Dworkin 23

Descripción y valoración: notas sobre el debate metodológico en la filosofía del derecho


Diego Pardo Álvarez 57

Metafísica, objetividad y derecho: reflexiones en torno a la tesis de la respuesta correcta


Antonio Morales Manzo 79

Sobre los usos de situaciones imaginarias en filosofía política


Ernesto Riffo Elgueta 99

El valor del derecho y las instituciones políticas

Positivismo normativo (o ético)


Jeremy Waldron 125

Creación normativa e identidad colectiva


Cristóbal Astorga Sepúlveda 145

La obediencia y los valores: un argumento en contra del fetichismo normativista


Marcos Andrade Moreno 163

Notas sobre el formalismo jurídico y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional:


Un comentario a la sentencia rol N° 591-06
Lucas Mac-Clure Brintrup 179

El homicidio fundador y la transición a la democracia en Chile:


René Girard y el mecanismo del chivo expiatorio
Lucy Oporto Valencia 191

El positivismo y la inseparabilidad del derecho y la moral


Leslie Green 209
Entre el derecho y la moral

Derecho, moral y racionalidad: el caso Hobbes


Juan Ormeño Karzulovic 231

Variedades de pluralismo, igualdad jurídica y razón pública


Miguel Vatter 251

Negociación moral
M.E. Orellana Benado 261

Sujetos de derecho en la filosofía política


Camilo Sémbler 281

Contextos de participación como fundamento de la responsabilidad


Esteban Pereira Fredes 305

Bibliografía compilada 331

Índice onomástico 343

Índice temático 347


Introducción

Mi punto de partida es la conclusión, que comparto, de un argumento que he desarrollado en


otro lugar y del cual no me ocuparé aquí. El argumento versa acerca de qué requiere un desempe-
ño en las prácticas filosóficas en el siglo xxi que pretenda ser, además de documentado, riguroso e
imaginativo, también, auténtico y lúcido; es decir, que sea capaz de reconocer su propia identidad
filosófica y de tratar con respeto a otras identidades y sus formas de practicar la disciplina. Antes
de enunciar dicha conclusión quiero ubicar el argumento que la avala. Se trata de una posición
de “minoría” en metafilosofía, desarrollada al interior de (lo que, aún aceptando que el término es
vago, resulta indispensable poder reconocer y llamar, al menos para propósitos de introducción
y más allá de la pluralidad de sus concepciones) la tradición analítica en filosofía. Me refiero a la
tradición que tiene por patronos o padres fundadores a Frege, Russell, Moore y Wittgenstein, y
que estuvo ligada en sus inicios a Cambridge, Harvard y Oxford. Hay que decir en filosofía, por-
que en psicología, las escuelas seguidoras y derivadas de Freud bien podrían también reclamar
para sí dicho ruido, aunque con una referencia distinta.
La conclusión del mencionado argumento, como Jano, la antigua divinidad romana, mira
en dos direcciones. De un lado, hacia un entendimiento abstracto o platónico de las actividades
o prácticas humanas que conservan, modifican, transmiten y expanden la filosofía. Este enten-
dimiento discierne en ellas tres dimensiones distintas, pero que tienen relaciones íntimas. Una
dimensión que es conceptual, relacionada entre otras con las ambiciones, la argumentación, el
vocabulario, los problemas y las fuentes literarias que se consideran canónicas así con la ma-
nera en que concibe las relaciones entre la filosofía y otros dominios de prácticas humanas. Es
en esta dimensión que florecen las diversas concepciones de la filosofía. Otra dimensión de las
prácticas filosóficas es la política, en la cual se forjan las alianzas y las rivalidades entre quienes
se identifican con las distintas concepciones de la filosofía y su ambición: hacernos ver en sus
respectivos términos el mundo en que vivimos; nuestras relaciones con él; y las que en él se dan
entre nosotros.
Hay todavía, por lo menos, aún otra dimensión, que es institucional. Ella está asociada con
los distintos centros de formación y de irradiación de concepciones filosóficas (es decir, dónde se
forman, investigan y enseñan los filósofos, al menos en el sentido profesional de la voz) y, por de-
jar hasta aquí la lista, también con las redes que integran y ponen en comunicación a los centros
y sus integrantes; con sus medios de difusión; y con sus fuentes de financiación. La conjunción
de esas tres dimensiones contribuye a entender el paso por la historia de las prácticas filosóficas,
incluidos su florecimiento y decadencia.
Mirando en la dirección opuesta, la conclusión de marras encara un entendimiento que po-
dríamos denominar concreto o aristotélico de las prácticas filosóficas. Cuando este entendimiento

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concreto es aplicado al ámbito de la filosofía de raigambre occidental del largo siglo xx (aquel
que comienza con la publicación en 1879 de la Begriffsschrift de Frege) descubrimos una situa-
ción inédita en la historia de la disciplina. Porque durante dicho período, las prácticas filosóficas
se acumularon en términos conceptuales, institucionales y políticos (modificando una metáfora
topológica) en cuatro dominios de prácticas disjuntos aunque con antepasados comunes que, casi
de manera invariable, se trataron unos a otros en términos de una belle indifference.
Así, además de la ya mencionada tradición analítica, en orden alfabético, vendría la tradi-
ción existencialista, preocupada del sentido de la vida humana individual y que surge en autores
como Kierkegaard, Schopenhauer, Nietzsche, Ortega y Gasset, Heidegger, Sartre, Gadamer y Vat-
timo, y que se cultivó en instituciones alemanas, francesas, italianas y americanas.
Contaríamos a continuación con la tradición marxista, que atiende al sentido de la vida hu-
mana colectiva. Esta pregunta interesó de maneras diversas a Marx, Engels, Lenin, Stalin, Lukács
y Marcuse. Fue cultivada en las universidades y academias de la Unión Soviética, de los estados
en su esfera de influencia y, de manera minoritaria, en instituciones en otros países. Y, por cierto,
según esta manera de entender la filosofía del siglo xx, tendríamos también a la más antigua
de todas ellas, la tradición que con igual justicia podemos denominar “occidental”, tomista o
cristiana. Su fundador fue Tomás de Aquino, monje dominico que en el siglo xiii, apoyado en
Aristóteles y con precedentes tanto islámicos como judíos, dio el golpe de timón que dirigió la
cultura occidental hacia el realismo materialista en metafísica y hacia el empirismo en epistemo-
logía. Aquí estarían ubicados, entre otros en el siglo xx, de Chardin, Gilson, Küng, Maritain y
Ratzinger. Estos autores, de distintas formas, buscaron preservar en filosofía la vivencia católica
y la educación asociada con ella tomando nota del cambio inédito que provocó la moderni-
dad en occidente. A saber, la secularización masiva de la élite intelectual en Europa y América
como consecuencia de la eclosión científica iniciada en el siglo que siguió al Descubrimiento de
América. Esta tradición tomista fue cultivada tanto en antiguas universidades católicas como en
algunas de reciente creación en Europa y América.
Para resumir, en términos de esta posición de minoría en metafilosofía, la filosofía de rai-
gambre occidental durante el siglo xx resultaría ser un espejo plural y pluralista de lo humano.
Plural porque reconoce que, durante ese período como en los anteriores, la filosofía surgió de
prácticas que tienen dimensiones conceptuales, institucionales y políticas y, además que, por pri-
mera vez en su historia, estas se acumularon en cuatro grandes tradiciones filosóficas: analítica,
existencialista, marxista y tomista. Esta posición metafilosófica minoritaria es también pluralista
por dos razones: porque valora lo que surge del encuentro de esas dimensiones, que son distintas
pero que mantienen vínculos íntimos; y, también, porque valora lo que podría surgir mañana
del encuentro respetuoso en la diversidad legítima de filósofos cuyo entendimiento de su campo
de prácticas fuera no solo documentado, riguroso e imaginativo sino que también auténtico y
lúcido; es decir, filósofos que no solo conocieran su propia identidad filosófica sino que también
la reconocieran y que, por lo tanto, fueran capaces de tratar con respeto a otros filósofos con
identidades filosóficas distintas.
Inspirado en la conclusión metafilosófica que acabo de presentar, resumiré a continuación
algunos aspectos de la historia de la institución en la cual tuvo lugar la concepción del presente
volumen y cómo ella ilustra las íntimas relaciones entre el estudio del derecho y los asuntos
morales y políticos. En la sección que sigue, reseñaré las innovaciones curriculares recientes
que hicieron posible este libro. Concluido el presente párrafo, los lectores sin interés en estos
aspectos metafilosóficos harán bien en saltar hasta la tercera sección de la introducción o tal vez,
aún mejor, pasar sin más a los ensayos mismos. Por cierto, ninguno de ellos podría tener mejor

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presentación que la de sus propios méritos individuales, amén de la polifacética compañía en la
cual aquí los despliegan. Paso, entonces, al asunto histórico e institucional.
Los estudios sistemáticos de derecho se iniciaron en la capital chilena, entonces denomi-
nada Santiago de la Nueva Extremadura, hace poco más de un cuarto de mileno. Fue en la Real
Universidad de San Felipe, corporación de la cual la Universidad de Chile (en especial, su Facul-
tad de Derecho) es la continuadora. Cuando se dictó la primera lección de “cánones y leyes”, el
9 de enero de 1758, el vecindario festejó el logro de una ambición que los más esclarecidos chi-
lenos tenían ya a principios del siglo xviii: que sus hijos pudieran optar en la patria a los grados
académicos que los habilitarían para el ejercicio de profesiones libres, como la abogacía. Esto es,
profesiones que estaban libres del yugo del voto de obediencia, y los otros votos que hace quien
toma las órdenes y se habilita para el culto divino o la profesión de la fe: la celebración del bautizo,
el matrimonio, la extremaunción, el funeral, la santa misa y las fiestas del calendario religioso.
Hasta entonces, y durante ya tres cuartos de siglo, la educación formal chilena había estado
circunscrita a la filosofía moral y la teología, disciplinas ambas necesarias para desarrollar en los
jóvenes las destrezas asociadas con las tareas sacerdotales al interior de la Iglesia Católica Apostó-
lica Romana. Después de 1758, algunos chilenos de familias acaudaladas continuaron estudiando
en la Real y Pontificia Universidad de la Ciudad de los Reyes, más conocida como Universidad
de San Marcos de Lima. Pero, a partir de la Universidad de San Felipe, ya no fue necesario para
los criollos de Chile “mendigar” grados en el Perú, según la gráfica expresión utilizada por el
cabildo en 1713, cuando rogó por primera vez al monarca en Madrid que autorizara también la
fundación, en Santiago de la Nueva Extremadura, de una universidad real.
Así como la Universidad de Chile es la continuadora de la Real Universidad de San Felipe
de Santiago de Chile, esta última corporación tenía su antecedente más antiguo en la universidad
fundada en 1622 por la Orden de los Padres Predicadores en el convento de Santo Domingo en
la capital chilena. A esa corporación, la primera institución que otorgó en Chile los grados de
bachiller, licenciado, magíster y doctor (aunque, como mencioné recién, solo en filosofía moral y
en teología) y que constituye la raíz más antigua de la Universidad de Chile, pronto se sumó otra,
fundada por la Compañía de Jesús.
De la universidad jesuita surgieron las primeras glorias que tuvo Chile en la literatura uni-
versal: el historiador Alonso de Ovalle sj, el naturalista Juan Ignacio Molina sj (el Abate Molina)
y el celebrado Manuel Lacunza sj. Este último, bajo el seudónimo de Juan Josafat Ben Ezra,
publicó a comienzos del siglo xix La venida del Mesías en gloria y majestad, texto inspirador del
renacimiento del movimiento milenarista en los siglos xix y xx. Por estos motivos y con la mis-
ma propiedad con que lo hicieran en su momento sus homólogas (las universidades americanas
hoy denominadas “Autónoma de Santo Domingo” en 1938; “Nacional Autónoma de México” y
“Nacional Mayor de San Marcos” en Lima, ambas en 1951; y la de Santo Tomás en Bogotá en
1980) en 2022, la Universidad de Chile tendrá derecho a conmemorar su cuarto centenario.
Para ilustrar la íntima conexión entre el estudio del derecho y los asuntos políticos y mo-
rales en el cuarto de mileno transcurrido desde 1758 bastará con mencionar una circunstancia.
Apenas medio siglo más tarde y con participación destacada de abogados filipinos (quiero decir,
formados en la Real Universidad de San Felipe) comenzó lo que la Proclamación de la Indepen-
dencia de Chile ocho años después llamaría “la revolución del 18 de septiembre de 1810”. Ese
día se formó una junta de gobierno autónoma presidida por primera vez por un criollo, Mateo
de Toro Zambrano y Ureta, conde de la Conquista, que juró lealtad al depuesto Fernando vii y
que tuvo por secretario al abogado filipino José Gregorio Argomedo. Fue la primera etapa de un
proceso que culminó ocho años más tarde, con la separación definitiva de la Corona Española

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con el triunfo del Libertador en Maipú (el rioplatense José de San Martín) o bien, si se prefiere
un hito jurídico antes que bélico, en 1828, cuando el primer abogado Presidente de la República,
el también filipino Francisco Antonio Pinto Díaz, promulgó la constitución liberal de ese año.
En 1842 el gobierno de Manuel Bulnes Prieto promulgó la ley que, según el discurso pro-
nunciado con motivo de la instalación de la Universidad de Chile por el sabio venezolano Andrés
Bello (en el edificio construido por el Cabildo para la Real Universidad y estando presentes sus
doctores en derecho, que se incorporaban a la Universidad de Chile), “ha establecido la antigua
universidad sobre nuevas bases, acomodadas al estado presente de la civilización y a las necesida-
des de Chile”. La instalación de esta “refundición” de la Universidad (como también dice Bello)
con él como Rector ocurrió el 17 de septiembre de 1843. Termino esta introducción histórica con
algunas preguntas. ¿Por qué eligió el gobierno de Bulnes esa fecha, un día antes del aniversario
patrio? ¿Cuál era el mensaje? ¿Acaso, que solo la educación engendra la libertad, tanto en las
personas como en las naciones?

ii

En 2002, como ha ocurrido muchas veces en los últimos dos siglos y medio, durante el decanato
del profesor Antonio Bascuñán Valdés, se puso en marcha una reforma del programa conducente
a la licenciatura en ciencias jurídicas y sociales de la Universidad. Entre otras modificaciones, el
tradicional curso anual de filosofía del derecho, ubicado en el quinto y último año de la carrera,
fue reemplazado por área de filosofía de la moral y del derecho. Su estructura curricular consiste
en un curso obligatorio de primer semestre sobre Filosofía de la Moral y, en los años siguientes,
uno o más cursos optativos (elegidos por el estudiante de entre Historia de la Filosofía del Dere-
cho, Lógica de las Normas, Teoría General del Derecho y Teoría de la Justicia). A los cursos obli-
gatorios se suma una oferta de docenas de cursos electivos afines que, si bien no integran el área
de filosofía del derecho, son también ofrecidos por académicos adscritos al Departamento de
Ciencias del Derecho. La puesta en marcha de la nueva cátedra obligatoria de Filosofía de la Mo-
ral permitió incorporar al claustro por concurso de antecedentes y oposición a cinco académicos,
que se sumaron a los dos profesores de filosofía con que ya contaba la Facultad de Derecho. Ellos
pasaron a liderar un equipo académico integrado también por estudiantes de excepcional mérito
intelectual y de gran lealtad con la Escuela de Derecho, seleccionados también por concurso,
para ser designados como alumnos ayudantes ad honorem.
En el área de filosofía de la moral y el derecho los equipos docentes (integrados por acadé-
micos y alumnos ayudantes) que se relacionan con los respectivos cursos bajo la supervisión de
un catedrático sustituyeron la opción hasta entonces habitual: un curso, un profesor. Esta nueva
forma de trabajar está detrás del florecimiento en el lustro que corrió entre 2006 y 2010 de múlti-
ples instancias de colaboración entre estudiantes y maestros que elevaron la calidad y la diversi-
dad de la experiencia educacional ofrecida por la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile.
En la docencia, se pudo contar con materiales de apoyo bibliográfico, con sesiones de ayu-
dantía y, también, con seminarios dictados por alumnos ayudantes a los estudiantes de cursos
inferiores y conducentes a la redacción de monografías. Las tareas de autoformación de los estu-
diantes se multiplicaron, organizándose múltiples grupos de lectura. En las tareas de extensión,
los alumnos ayudantes y sus colaboradores formaron las comisiones organizadoras de diversas
reuniones científicas, entre las cuales destacan las jornadas internacionales de ciencias del de-
recho “Prof. Dr. D. Aníbal Bascuñán Valdés”. En investigación, ellos han tenido desde hace casi
una década la opción adicional inédita de participar en el diseño y la ejecución de proyectos

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de investigación (que han ganado financiación en concursos regulares del Fondo Nacional de
Desarrollo Científico y Tecnológico de Chile y del Departamento de Investigación de la propia
Universidad). Fue en uno de tales proyectos que se concibió la idea que desembocó en Causas
Perdidas. Ensayos de filosofía jurídica, política y moral.
El proyecto se tituló “Derecho y filosofía moral” y participaron en él de manera estable seis
egresados de la licenciatura en ciencias jurídicas y sociales así como un licenciado en sociología
de la Universidad, organizados en torno a un seminario del proyecto, que fue dirigido por los
co-investigadores, la ayudante académica Mag. Carolina Bruna Castro y el profesor asistente
de filosofía moral Juan Ormeño Karzulovic y en el cual también estuvo presente el también
profesor asistente de filosofía moral Dr. Andrés Bobenrieth Miserda. En algunas sesiones del
seminario del proyecto se invitó también a otros estudiantes y académicos de la Universidad
así como de las universidades de los Andes (Chile) y la corporación jesuita “Alberto Hurta-
do” quienes aportaron a las distintas presentaciones con observaciones críticas, comentarios
y sugerencias. Tuve el honor de patrocinar como investigador responsable esta iniciativa (di
soc06/21-2, Universidad de Chile), que replicó con éxito la estructura de trabajo que introduje
en un proyecto anterior sobre “Pluralismo, igualdad jurídica y diversidad valorativa” (Proyecto
Fondecyt Nº 1050348).
Unas palabras respecto de la dimensión política del presente volumen. Este esfuerzo, me pa-
rece, ilustra la contribución que hace la antigua Universidad a la fijación de estándares de calidad
para la producción intelectual, en este caso en la frontera que comparten los ámbitos jurídico,
político y moral o valorativo. Ella es insustituible, y por dos razones: porque la única exigencia
que dirime tanto el ingreso como la promoción a los claustros estudiantil y académico es el mé-
rito intelectual; y porque estamos también obligados por ley a realizar nuestras tareas valorando
la libertad de pensamiento y el pluralismo, o la valoración de lo que llamo un rango abierto pero
acotado de diversidad humana.

iii

El presente volumen ofrece quince ensayos, de los cuales tres son trabajos inéditos en castellano
de destacados exponentes de la filosofía jurídica, política y moral en la tradición analítica que es-
timularán el debate de frontera en nuestra lengua sobre estos temas. Se trata de Ronald Dworkin,
catedrático Jeremy Bentham de derecho y filosofía en la Universidad de Londres y de derecho en
la Universidad Nueva York; ex catedrático de jurisprudencia en Oxford. Del escocés Leslie Green,
catedrático de filosofía del derecho del Balliol College, Oxford, cuyo trabajo apareció en castella-
no por primera vez hace solo unos meses, en el tercer número de Problema. Anuario de Filosofía
y Teoría del Derecho del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autó-
noma de México. Ambos ensayos fueron traducidos por Ernesto Riffo Elgueta, promisorio in-
tegrante del seminario mencionado en la sección anterior. Y Jeremy Waldron, también profesor
de derecho en la Universidad Nueva York, cuyo ensayo fue vertido al castellano por Pablo Solari,
otro distinguido participante del mismo seminario.
Hay además cuatro ensayos de académicos chilenos. Dos de ellos fueron presentados en
2006 a las segundas jornadas internacionales de ciencias del derecho “Prof. Dr. Aníbal Bascuñán
V.” por Miguel Vatter, profesor titular de la Universidad Diego Portales (Chile) y por Lucy Opor-
to, investigadora independiente de Valparaíso. A ellos se suman sendos trabajos del co-investi-
gador del proyecto, el profesor asistente Juan Ormeño Karzulovic y del investigador responsable
del proyecto y autor de estas líneas. La contrapartida a los siete ensayos escritos por académicos

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son ocho ensayos redactados por egresados de la Universidad de Chile (siete del programa con-
ducente a la licenciatura en ciencias jurídicas y sociales y uno conducente al grado en sociología).
Un curso de filosofía de la moral en una Escuela de Derecho bien puede comenzar alertan-
do a los futuros abogados respecto a la existencia de una doble diversidad en su asunto. Porque
de un lado están los distintos mecanismos mediante con los cuales se regula el trato entre las per-
sonas: el humor, el dinero, la violencia, la moral y el derecho. Mientras que del otro lado están las
diversas aproximaciones teóricas al estudio de la regulación jurídica del trato entre las personas:
la economía, la filosofía, la historia y la sociología, por nombrar solo las más desarrolladas. Así se
motiva la pregunta teórica por las peculiaridades que, contempladas desde la filosofía, identifican
una regulación jurídica de la conducta.
Ahora bien, para precisar el foco de atención y entrar por fin en materias conceptuales,
¿cuál es la relación entre el derecho y la moral? Una manera (también de “minoría”) de responder
esta pregunta es negar que exista una y solo una relación entre ambos dominios. Por el contrario,
según tal posición, tras el rótulo “la relación entre derecho y moral” se esconde una diversidad
de problemas relacionados, pero distintos. Entre ellos estarían determinar las semejanzas y las
diferencias entre el razonamiento acerca de asuntos jurídicos y sobre asuntos morales. Y también
dirimir cómo se vinculan las obligaciones morales con las jurídicas.
Otra manera de responder la pregunta inicial, que es más frecuente y más abstracta, la en-
tiende en términos conceptuales y sostiene que existirían dos respuestas contrapuestas, las que
podríamos denominar la tesis de la vinculación o, siguiendo a Leslie Green, de la “inseparabili-
dad” y, del otro lado, la tesis (positivista) de la separación del derecho y la moral. Por cierto, am-
bas opciones admiten variantes según se sostenga, digamos, que tal relación existe y que ella es ya
sea necesaria o bien contingente. De esta forma, el espectro teórico admite posiciones positivistas
duras, blandas, y posiciones no positivistas. El positivismo duro afirma que en virtud de ciertos
rasgos de conceptos como “derecho” y “autoridad”, la moral y el derecho constituyen sistemas
normativos separados. Según el positivismo blando nada en el concepto de derecho excluye, ni
tampoco asegura, que haya relaciones entre derecho y moral, de manera que si las hubiera no
podrían sino ser contingentes. Por último, la posición no positivista afirma que, desde el punto
de vista conceptual, la existencia de relaciones entre derecho y moral es necesaria.
En su post scríptum a El Concepto de Derecho, el antiguo catedrático de jurisprudencia de
Oxford H.L.A. Hart sostuvo que su teoría del derecho no estaba comprometida con tesis alguna
acerca del valor del derecho, más allá de negar que el derecho tenga que ser, de forma necesaria,
valioso desde un punto de vista moral. Luego de la publicación póstuma de este trabajo, floreció
un debate que está detrás de varios de los ensayos compilados en el presente volumen. Esta forma
de entender el problema y las posturas posibles sobre el mismo tiene, empero, un sesgo metodo-
lógico: su aproximación al problema analiza solo asuntos conceptuales, una característica que no
ha pasado inadvertida a otros filósofos del derecho.
Las críticas de Dworkin a la obra de Hart, por ejemplo, no se referían solo a problemas
sustantivos en la filosofía del derecho (por ejemplo, qué tipo de normas lo integran, o cuál sea la
justificación de la autoridad que el derecho reclama para sí), sino también al método adecuado
para resolverlos. Hart emprendería una investigación solo semántica o conceptual (como sugiere
ya el título The Concept of Law). Esta metodología impediría entender la causa última de los
desacuerdos entre quienes entienden el derecho de distinta manera (por ejemplo, ya sea desde la
teoría o bien en tanto participantes en las prácticas jurídicas). Tales desacuerdos no surgen solo
de diferencias conceptuales. Son, más bien, parte de las prácticas jurídicas mismas. Así, concluye
Dworkin, toda descripción del derecho es, a la vez, una propuesta respecto de cuál es la mejor

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manera de entenderlo y una propuesta sobre cuál es la mejor interpretación de un sistema jurí-
dico. Toda interpretación involucraría, y de manera necesaria, hacer juicios morales y políticos.
El post scríptum de Hart, junto con ensayos de John Finnis y Stephen Perry, puso la pregunta
metodológica al centro del debate sobre filosofía del derecho en la tradición analítica. Este tema,
vale la pena tenerlo presente, no recibió gran atención en las tradiciones existencialista, marxista
y tomista en la segunda mitad del siglo xx.
Las dos primeras contribuciones en la primera parte del presente volumen, titulada “Me-
tafilosofía jurídica y política”, pretenden dialogar con el texto de Hart. Ronald Dworkin, en un
ensayo que comenzó como una conferencia dictada en honor al catedrático oxoniense en 2001,
niega que podamos hacer filosofía del derecho en un espacio neutral en términos valorativos. Tal
espacio no existiría. Los filósofos de la moral, el derecho, y la política se ocuparían del análisis
de conceptos políticos con carga valorativa, tratando de convencer que las suyas son las mejores
concepciones de cada uno de ellos.
Por tal motivo, estas reyertas conceptuales serían parte de disputas políticas acerca de, entre
otras, cuál es el entendimiento correcto de la “democracia” y el “derecho”. Las pretensiones me-
todológicas de Hart resultarían engañosas. No contamos con un punto de apoyo como el pedido
por Arquímedes para mover el mundo, que permita el análisis de tales conceptos de manera neu-
tral. Dworkin sostiene que toda postura teórica en la filosofía de los asuntos normativos (sean
estos morales, políticos o jurídicos), aunque se presente como una tesis neutral o de “segundo
orden”, tiene consecuencias en las prácticas jurídicas. Tales posturas comprometen al teórico que
las adopta con conclusiones sobre problemas particulares, incluida la resolución de controversias
jurídicas o políticas determinadas.
Diego Pardo Álvarez caracteriza y compara las dos posiciones que han decantado en el
debate sobre las respectivas propuestas metodológicas de Hart y Dworkin. Según la metodología
descriptiva, el derecho puede ser descrito con independencia de cualquier consideración valo-
rativa. En cambio, para la metodología normativa, la filosofía del derecho supone la posibilidad
de juicios valorativos. Tratando de señalar los contornos de un debate que aún está en marcha y
aportando elementos tomados de las concepciones filosóficas de Habermas y Apel, que no están
ancladas en la tradición analítica (y que, en el caso del primero, muestra límites a la aplicabilidad
de la taxonomía que solo reconoce cuatro tradiciones filosóficas en el siglo xx, porque Habermas
combina elementos de concepciones filosóficas analíticas, existencialistas y marxistas), su ensayo
examina las distintas formulaciones que han recibido estas posiciones.
Antonio Morales Manzo examina las convicciones metodológicas de Dworkin y sostiene
que ellas están en tensión con su tesis de la respuesta correcta, una de sus posiciones sustantivas
más célebres. Para resolver cuestiones de filosofía del derecho, Dworkin adopta una posición
cognitivista y monista en filosofía moral. Pero tal postura se contrapone con la naturaleza de la
interpretación constructiva, la respuesta que el jurista estadounidense ofrece a los problemas de
la disciplina y cuya raigambre en la tradición jurídica estadounidense es manifiesta. Tal tensión
estaría presente ya desde Kant, quien busca abandonar posturas metafísicas premodernas en el
plano metodológico, a pesar de que sus resabios sigan presentes en las conclusiones sustantivas;
por ejemplo, en el entendimiento del ideal de la seguridad jurídica.
Ernesto Riffo Elgueta critica que Dworkin restrinja su interés a las consecuencias nor-
mativas de las distintas argumentaciones (por ejemplo: “Si usted cree en el análisis que Berlin
ofrece de la libertad, entonces usted debe creer también que todas las leyes penales atentan en
su contra”) porque estas también tendrían consecuencias de otros tipos, más allá de comprome-
ter al teórico con una u otra posición práctica. Riffo examina también el potencial motivador

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de presentar en filosofía política argumentos que describan situaciones imaginarias (como el
estado de naturaleza en Hobbes o la posición original en Rawls). Ambos autores aprovechan
este recurso para involucrar a su lector, haciéndolo sentir temor frente a unos escenarios y
presentando otros escenarios como deseables. En cambio, la coherencia, que Dworkin presenta
como la meta de la reflexión, no parecería ser suficiente (quizás, tampoco necesaria) para con-
vencer al lector mediante ejercicios argumentativos cuya coherencia este concede, pero cuyas
premisas no comparte. Dworkin, en suma, parecería estar predicando de manera convincente
solo a quienes ya se han convertido a su posición. Los ensayos en esta primera parte del libro
tocan problemas metodológicos distintos sobre asuntos normativos, pero cuyos intereses y opi-
niones se cruzan. Morales y Riffo son escépticos respecto de la coherencia como meta de la
reflexión, mientras que este último y Pardo buscan mantener vivas las pretensiones normativas
de la filosofía.
La segunda parte del volumen se titula “El valor del derecho y las instituciones políticas”.
Allí se desciende de manera gradual desde las discusiones metodológicas abstractas a problemas
sustantivos. Jeremy Waldron conecta el debate entre descriptivistas y normativistas con las in-
quietudes acerca del sentido de las filosofías política y del derecho en su defensa de un positivis-
mo jurídico normativo, esto es, una posición que no entiende la separación entre el derecho y la
moral en términos conceptuales sino, más bien, de un alegato a favor de un estado de cosas que
considera deseable para propósitos morales y políticos. Waldron presenta el suyo como un ejer-
cicio filosófico normativo. Pero sostiene que su relevancia dependerá de que su entendimiento
del derecho esté conectado con el uso que los ciudadanos hacen del concepto de derecho. Estos
no buscan solo distinguir los ámbitos jurídico y moral, sino expresar cuánto más deseable es vivir
gobernados por medio de reglas jurídicas (según su entendimiento positivista) antes que estar
bajo decisiones discrecionales o arbitrarias.
Cristóbal Astorga Sepúlveda se pregunta por el valor del derecho y su pretensión de auto-
ridad (es decir, el tipo de obediencia que el derecho reclama para sí), y sitúa su discusión en la
tradición inglesa de pensamiento legal y político. En particular, la pregunta si acaso los modelos
clásicos de explicación y justificación del orden jurídico permiten la existencia de entidades co-
lectivas. Porque sin ellas, carecería de sustento la idea de una autodeterminación de las comuni-
dades políticas. Establece semejanzas entre Hobbes y John Austin, el jurista inglés de la primera
mitad del siglo xix. Si el ataque montado contra el contractualismo por Hume pierde de vista la
existencia de un cuerpo colectivo que decide para sí la forma de su organización, ¿implicará aná-
logas consecuencias aquel de Hart a la concepción austiniana del derecho? Su lectura desataca el
valor de Hart para la discusión política respecto de la continuidad institucional y la amplitud de
las prácticas normativas.
Marcos Andrade Moreno examina el problema de la obediencia al derecho desde el punto
de vista de los agentes individuales. Contra lo que llama “fetichismo normativista” (esto es, la
idea según la cual las normas jurídicas bastarían por sí mismas para ser obedecidas), propone
que la explicación, antes que la justificación, de por qué los agentes obedecen al derecho es clave
para entender la autoridad del derecho (en términos de las discusiones de la primera parte, se
trataría de la relevancia de consideraciones descriptivas para los ejercicios normativos). La ex-
plicación de la obediencia a la autoridad jurídica debería considerar las razones internas de los
agentes, esto es, debe considerar elementos de su motivación, como creencias, deseos, emociones
y pasiones. Estos elementos iluminan una nueva imagen de la autoridad, que echa luz sobre los
conflictos entre individuo y autoridad, presentándolos como conflictos entre esos elementos de
su motivación y la creencia en la autoridad legítima del derecho.

16
Lucas Mac-Clure Brintrup examina una sentencia del Tribunal Constitucional de la Repú-
blica de Chile desde la perspectiva del formalismo jurídico (tc, rol N° 591-06, una de las decisio-
nes sobre la llamada “píldora del día después”). La obediencia al derecho no se refiere aquí a los
ciudadanos sometidos al derecho, sino a la actividad de quienes lo aplican. El Tribunal Constitu-
cional objetó el tipo de regla utilizada para distribuir en el sistema público de salud un fármaco.
Una mera resolución exenta (un tipo de regla jurídica establecida en ejercicio de las potestades
normativas de los ministros y jefes de servicio) estaría fuera de lugar porque la norma debió ha-
berse dictado mediante un decreto supremo (documento que requiere la firma del Presidente de
la República). La decisión fue entendida como un intento de poner frenos al poder público, pero
el Tribunal Constitucional chileno parecería haberse extralimitado en sus competencias. De ahí
que el problema merezca ser analizado desde el punto de vista del formalismo.
El asunto tiene relevancia política, y toca el problema del valor del derecho. La adjudicación,
para el formalismo, se presenta como uno de los elementos que confieren valor a la vida bajo el
derecho. El apego a las razones provistas por las reglas jurídicas (de una manera que limite el
recurso al razonamiento práctico general), tiende a asegurar los valores de certeza jurídica y del
respeto por la autonomía de los ciudadanos (al proveerles reglas claras por las cuales guiar sus
comportamientos). Además sería una condición para alcanzar el ideal de autogobierno demo-
crático (pues el apego a las reglas asegura que la decisión judicial sea una manifestación de la
voluntad popular, y no de las preferencias o convicciones del juez).
Lucy Oporto Valencia presenta los conceptos básicos de la teoría de la víctima como chivo
expiatorio, propuesta por René Girard, francés historiador y filósofo de las ciencias sociales. De-
trás de los fenómenos de persecución habría un esquema común de violencia colectiva, que está
dirigido a ciertos grupos o categorías sociales. Los estereotipos de esas persecuciones se mani-
fiestan en mitos y, en general, en textos de persecución. Estos ponen de manifiesto prácticas vio-
lentas reales, una continuidad entre lo ocurrido y la mitología. Ciertas prácticas e instituciones
sociales derivarían de actos violentos, como un homicidio fundador. Tal marco teórico tendría
el valor epistémico suficiente para develar ese ámbito de la cultura y la sociedad así como de dar
una voz a las víctimas, que las más de las veces son silenciadas en la historia. Así, ciertos aspectos
de la “transición a la democracia” en Chile durante la última década del siglo xx, serían una mera
extensión y consolidación del fascismo en la nueva democracia.
La tercera parte del volumen se titula “Entre el derecho y la moral”. La abre el argumento
de Leslie Green acerca de la inseparabilidad del derecho y la moral, que se contrapone a la tesis
según la cual no existen relaciones necesarias entre ambos ámbitos cuyo eximio defensor fue,
por cierto, Hart. Pero comparte con este último que la reflexión filosófica sobre el derecho no
tiene por qué comprometer al teórico con que el derecho tenga valor. Green rechaza la tesis de
la separabilidad. Existen, por el contrario, múltiples relaciones entre el derecho y la moral, sobre
algunas de las cuales Hart mismo llamó la atención. Así, por ejemplo, el derecho es moralmente
falible y riesgoso. Falible por cuanto siempre podría contener vicios a pesar de satisfacer todos los
estándares que Lon Fuller llamó “la moral interior del derecho”. Riesgoso porque su misma natu-
raleza y funcionamiento traen consigo iniquidades (el “legalismo”). El derecho, en otras palabras,
hace posible una forma de inmoralidad que le es exclusiva.
Juan Ormeño Karzulovic, al igual que Green hace con Hart, presenta una lectura innovado-
ra de Hobbes, un representante temprano de la concepción positivista del derecho en el mundo
inglés. Contra el sentido común iusfilosófico, antes que negar la existencia de relaciones entre
el derecho y la moral, la afirma. Analiza cómo Hobbes trata la relación entre la ley civil (cuya
validez deriva de la autoridad del Soberano) y las “leyes de naturaleza” (cuya validez deriva de

17
consideraciones prácticas orientadas al mantenimiento de la propia vida). Los ámbitos de validez
de cada tipo de ley son distintos. Unas obligan a través de la amenaza de tormentos, privación de
bienes o de la libertad e, incluso, de la propia vida. Otras solo con aquel reproche que surge de la
conciencia individual. Existiría una analogía entre ley civil y ley natural, por un lado, y derecho
y moral, por el otro. La ley civil (el derecho) está estructurado de manera interna por la racio-
nalidad que expresan las leyes de naturaleza (la moral). Ella sería una “racionalidad imparcial”,
opuesta al cálculo de costos efectuado por los individuos en el estado de naturaleza y opuesta
también al razonamiento en el estado civil del “insensato” (el polizón o el “descarado”, como
podría decirse en un guiño al filósofo judío francés Emmanuel Lévinas).
Miguel Vatter analiza las fuentes históricas del pluralismo en Berlin y Oakeshott. Su origen
último serían los conflictos entre las pretensiones soberanas de la Iglesia Católica y del Estado
en la Alemania de fines del siglo xix. Aquí se encontraría una clave para comprender la incom-
patibilidad entre esa manera de entender la pluralidad y la que prefiere Rawls. El “pluralismo
pre-político” de los primeros reconoce la existencia de conflictos entre, por un lado, los distintos
sistemas de valores e ideales y, por el otro, la pretensión estatal de justificar el reconocimiento
de los derechos apelando a la soberanía del pueblo como su fundamento. Los derechos que re-
conoce el pluralismo pre-político se fundan en un “reconocimiento mínimo y universal de lo
que significa ser ‘humano’”. En otras palabras, es una justificación de los derechos que prescinde
del Estado.
En mi contribución propongo una versión del pluralismo que permite hablar sobre lo que
somos y lo que hacemos los seres humanos en términos de una ética del bien poder. Con ella bus-
co promover, tanto al interior de los distintos países como en la política internacional (el campo
que el australiano Hedley Bull señalaba con ironía en sus lecciones en Oxford, solo los hipócritas
llaman “relaciones internacionales”), el encuentro respetuoso de personas que celebran tanto la
igualdad como la diversidad humana (esta última al interior de un rango abierto pero acotado de
formas de vivir, costumbres, prácticas y actos). Este objetivo sería alcanzable mediante una ne-
gociación moral entre los que denomino prójimos lejanos que pasa del nivel abstracto, filosófico,
igualitario o de las costumbres al ámbito variable de las identidades humanas o formas de vivir,
cuyas prácticas el derecho pretende regular. Recurriendo al lenguaje pluralista de la ética del bien
poder, el derecho estaría en condiciones de contribuir a delimitar las fronteras de lo que es por
igual digno de ser tratado como valor o con respeto al interior de sociedades plurales (como lo es
y de forma paradigmática la sociedad internacional, que es anárquica aunque no caótica).
Camilo Sémbler discierne puntos comunes entre John Rawls y Jürgen Habermas. Para am-
bos, el derecho y la moral tienen dimensiones normativas relacionadas con la justificación de
la autoridad política. Su examen de las relaciones entre ambos ámbitos se centra en la noción
“sujeto de derecho”, la cual sería “el punto nodal de articulación entre autoridad política, derecho
y moral”. Apoyándose en la versión propuesta por Axel Honneth de la noción hegeliana de “lucha
por el reconocimiento”, presenta una crítica al ideal de la racionalidad contractual y a la presunta
neutralidad política del pluralismo cultural que subyace a la noción de “sujeto de derecho”.
Esteban Pereira Fredes cierra el volumen examinando las relaciones entre los lenguajes con
los cuales el derecho y la moral cumplen sus tareas regulativas. La noción de responsabilidad
ocuparía un lugar central en ambos ámbitos. En moral, evalúa la vigencia del entendimiento filo-
sófico tradicional de la responsabilidad, por ejemplo la basada en el así llamado principio de po-
sibilidades alternativas. Siguiendo a Strawson en su celebrado ensayo “Libertad y Resentimiento”,
presenta la atribución de responsabilidad moral como una práctica basada en ciertas actitudes y
reacciones en las relaciones interpersonales. Muestra la continuidad entre los fundamentos de la

18
responsabilidad moral y jurídica, para proponer en conclusión que, apoyándonos en la noción
de la participación en un contexto moral y social, podemos conciliar un núcleo común al entendi-
miento de la responsabilidad en ambos ámbitos.
Concluyo esta introducción con la grata tarea de expresar los reconocimientos que son del
caso. Agradezco a mis amigos y colegas Carolina Bruna Castro y Juan Ormeño Karzulovic, por
dirigir durante dos años las sesiones quincenales que celebró el seminario del mencionado pro-
yecto sobre Derecho y Filosofía Moral. La atmósfera documentada, rigurosa y de gran cordiali-
dad que supieron generar permitió a los ensayos que surgieron del proyecto y que aquí se recogen
beneficiarse de observaciones, objeciones y sugerencias. Agradezco también y de manera espe-
cial a mis amigos y alumnos ayudantes ad honorem en la Escuela de Derecho de la Universidad
de Chile Marcos Andrade Moreno, Cristóbal Astorga Sepúlveda y Ernesto Riffo Elgueta por sus
sustanciales aportes a la edición del presente volumen, incluida la confección de la bibliografía
compilada así como los índices onomástico y temático. Tales índices requieren de un esfuerzo
que es arduo pero inexcusable, al menos entre quienes buscamos presentar al ensayo académico
como un género literario que es distinto de la prosa imaginativa o de ficción (la “narrativa”, como
se dio en llamarla a partir de las últimas décadas del siglo xx), pero que es digno del mismo res-
peto. Mención aparte merece mi también amigo y alumno ayudante ad honorem Esteban Pereira
Fredes por su apoyo en la coordinación de mi equipo docente en los últimos años. Quiero des-
atacar la generosidad del catedrático Leslie Green, quien cedió de manera graciosa los derechos
universales no exclusivos para publicar la traducción al castellano que hizo Ernesto Riffo de su
ensayo “El positivismo y la inseparabilidad del derecho y la moral”.
Extiendo un reconocimiento especial al señor Decano (s) de la Facultad de Derecho, el pro-
fesor Luis Ortiz Quiroga, por su decidido apoyo a la publicación del presente libro. Y, también, a
su predecesor, el profesor Roberto Nahum Anuch, quien apoyó el esfuerzo inicial por constituir,
consolidar y proyectar el área de filosofía de la moral y el derecho en el programa conducente a
la licenciatura en ciencias jurídicas y sociales de la Universidad de Chile.
Por último, consciente de que no por hacerlo he saldado mi deuda con ellos, agradezco a
mis benefactores del Balliol College quienes, en 1981, me acogieron en Oxford (universidad que
un poeta e insigne graduado suyo describió en el siglo xix como “Home of Lost Causes”, en el
verso que inspiró el título del presente volumen y que también le sirve de epígrafe). El privilegio
de haber estudiado ahí con maestros de excepción (el primero de los cuales habría cumplido los
noventa años a fines del año pasado) me reconforta cuando, como le ocurre a muchos otros, las
vicisitudes cotidianas me presentan también a las mías como causas perdidas.

M. E. O. B.
Departamento de Ciencias del Derecho
Facultad de Derecho
Universidad de Chile
26 de mayo de 2010

19
Metafilosofía jurídica y política
El post scríptum de Hart y el carácter
de la filosofía política1

Ronald Dworkin2

1. Arquimedianos

A. El proyecto de Hart

Cuando el profesor H.L.A. Hart murió, sus papeles contenían el borrador de un extenso comen-
tario sobre mi propio trabajo en teoría del derecho, el que aparentemente planeaba publicar, una
vez terminado, como epílogo a una nueva edición de su libro más conocido, The Concept of Law.
No tengo idea de cuán satisfecho estaba con este borrador; contiene mucho que él bien podría no
haber encontrado completamente satisfactorio. Sin embargo el borrador fue en efecto publicado
como un post scríptum a una nueva edición del libro. En esta conferencia discuto la acusación
central y más importante del post scríptum. En The Concept of Law, Hart se dispuso a decir lo
que el derecho es y cómo el derecho válido ha de ser identificado, y reclamó, para ese proyecto,
dos importantes características. Primero, afirmó, se trata de un proyecto descriptivo más bien
que de uno moral o éticamente evaluativo: aspira a comprender pero no a evaluar las extendidas
y elaboradas prácticas sociales del derecho. Segundo, se trata de un proyecto filosófico antes que
de uno jurídico. Es asunto de los abogados el intentar descubrir cuál es el derecho en materias
particulares –si acaso es contrario al derecho inglés exhibir un león en Picadilly, por ejemplo–.
Pero identificar lo que el derecho es en general no es solo un ejercicio jurídico particularmente
ambicioso, sino uno filosófico, que requiere de métodos enteramente diferentes de aquellos que
los abogados utilizan día a día.
Impugné ambas pretensiones. Sostuve que una teoría general acerca de cómo ha de ser
identificado el derecho válido, como la propia teoría de Hart, no es una descripción neutral de
la práctica jurídica, sino una interpretación de ella que aspira no solo a describirla sino a justifi-
carla: a mostrar por qué la práctica es valiosa y cómo debería ser dirigida de manera de proteger
y realzar ese valor.3 Si ello es así, entonces una teoría jurídica descansa ella misma sobre juicios y
convicciones morales y éticos. También sostuve que la argumentación jurídica ordinaria tiene el
mismo carácter: un juez o ciudadano que ha de decidir lo que el derecho es en algún complicado
asunto debe interpretar el derecho pasado para ver qué principios lo justifican mejor, y luego de-
cidir lo que esos principios requieren en el nuevo caso. De manera que el carácter de la teoría del

1. Publicado originalmente en Oxford Journal of Legal Studies, Vol. 24, No. 1 (2004), pp. 1-37. Con autorización de
Oxford University Press. Traducción de Ernesto Riffo Elgueta.
2. Profesor de la cátedra Frank Henry Sommer de Derecho y Filosofía, Escuela de Derecho, Universidad Nueva York,
y de la cátedra Quain de Filosofía del Derecho, University College, Londres. Este es un texto revisado de la Confe-
rencia Hart, impartida bajo los auspicios de la Fundación Tanner en la Universidad de Oxford en febrero de 2001.
3. Véase mi libro, Law’s Empire (Cambridge: Harvard University Press, 1986).

23
derecho de un filósofo no es distinto del de las pretensiones jurídicas ordinarias que los abogados
hacen caso a caso, aunque desde luego es mucho más abstracto.
Hart insiste, en el post scríptum, en que yo estaba equivocado en ambas acusaciones: yo no
tenía derecho, afirmó, a negarle a su proyecto el especial carácter filosófico y descriptivo que él
le atribuía. Mis propias reflexiones acerca de cómo los jueces deberían decidir los casos difíciles
son morales y comprometidas, dijo, porque estoy criticando y evaluando sus actividades. Pero
él, por el contrario, simplemente describe estas actividades de una forma general y filosófica, y
las describe desde afuera, no como un participante activo en las guerras jurídicas sino como un
estudioso desvinculado de esas guerras. Hay espacio en la filosofía del derecho para ambos pro-
yectos, dijo, pero son diferentes proyectos.
La opinión de Hart sobre su propia metodología es típica de gran parte de la filosofía con-
temporánea. Áreas filosóficas de especialistas como la meta-ética y la filosofía del derecho flo-
recen, cada una supuestamente alrededor de, pero sin participar en, algún tipo o área particular
de la práctica social. Los filósofos examinan, desde afuera y por sobre ellas, la moral, la política,
el derecho, la ciencia y el arte. Ellos distinguen el discurso de primer orden de la práctica que
estudian –el discurso de los no-filósofos que reflexionan y discuten acerca de lo que es correcto
o incorrecto, legal o ilegal, verdadero o falso, bello o mundano– desde sus propias plataformas
de “meta” discurso de segundo orden, en el cual se definen y exploran los conceptos de primer
orden, y las afirmaciones de primer orden son clasificadas y asignadas a categorías filosóficas.
He llamado a este entendimiento de la filosofía “arquimediano”, y esta es la época dorada del
arquimedianismo.
La más conocida de estas filosofías de especialistas es la así llamada “meta-ética”. Ella dis-
cute el estatus lógico de los juicios de valor que las personas comunes hacen cuando dicen, por
ejemplo, que el aborto es moralmente incorrecto, o que la discriminación racial es perversa o
que es mejor traicionar al propio país que a un amigo. Algunos filósofos meta-éticos dicen que
estos juicios de valor son o verdaderos o falsos, y que cuando son verdaderos entonces reportan
correctamente algún hecho moral independiente de nuestros estados mentales. Otros niegan
esto: dicen que los juicios de valor no son reportes acerca de una realidad independiente, sino
que son más bien expresiones de emoción o gusto personal, o recomendaciones de conducta, o
algo subjetivo de ese tipo. Pero los filósofos en ambos grupos insisten en que sus propias teorías
–la teoría de que los juicios de valor son objetivamente verdaderos así como la teoría rival de
que solo expresan una emoción– no son ellas mismas juicios de valor. Las teorías filosóficas de
segundo orden acerca de los juicios de valor, insisten los filósofos, son neutrales, filosóficas, o no
comprometidas. Ellas no toman posición acerca de la moralidad del aborto o la discriminación
o la amistad o el patriotismo. Son conceptuales o descriptivas, no sustantivas y comprometidas.
Argumenté contra este entendimiento de la meta-ética en un trabajo anterior: creo que
las teorías filosóficas acerca de la objetividad o subjetividad de las opiniones morales solo son
inteligibles entendiéndolas a ellas mismas como juicios de valor muy generales o abstractos.4 Las
afirmaciones de Hart acerca de sus propios métodos ilustran una forma de arquimedianismo
distinta, si bien relacionada, la cual es más prominente en la filosofía política (incluyendo la filo-
sofía del derecho) que en la filosofía moral. La distinción clave, una vez más, es entre niveles de
discurso: en este caso entre los juicios de valor sustantivos, de primer orden, de la gente común
acerca de la libertad, la igualdad, la democracia, la justicia, la legalidad y otros ideales políticos, y

4. Véase mi artículo “Objectivity and Truth: You’d Better Believe It”, Philosophy and Public Affairs, Vol 25, Número 2
(primavera, 1996) (en lo que sigue citado como “Objectivity and Truth”).

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los análisis filosóficos, neutrales, de segundo orden, de estos conceptos de los filósofos políticos.
La gente común –políticos y periodistas, ciudadanos y presidentes– discute acerca de la impor-
tancia relativa de estos ideales. Debaten acerca de si la legalidad debería en ocasiones ceder para
asegurar la justicia, o si acaso la libertad debería en ocasiones ser limitada para lograr la igualdad
o preservar la comunidad. Los filósofos, por el contrario, intentan proveer explicaciones de lo
que la legalidad o la libertad o la igualdad o la democracia o la justicia o la comunidad realmente
son, esto es, aquello acerca de lo cual la gente ordinaria discute y está en desacuerdo. Una vez
más el trabajo de los filósofos, en su opinión, es neutral entre las controversias. Es una cuestión
descriptiva o conceptual qué son la libertad o la igualdad, y por qué el conflicto entre ellas es
inevitable, y cualquier teoría filosófica que responda esas preguntas de segundo orden es neutral
respecto de cuál de estos valores es más importante que los otros, y cuál debería preferirse y cuál
ser sacrificado en cuáles circunstancias.
Esta versión del arquimedianismo es errónea también. Sostendré aquí que las definiciones o
análisis de los conceptos de igualdad, libertad, derecho y los demás son tan sustantivos, norma-
tivos y comprometidos como cualquiera de las opiniones en disputa en las batallas políticas que
persisten en torno de esos ideales. La ambición de Hart por una solución puramente descriptiva
a los problemas centrales de la filosofía del derecho está mal concebida, como lo están también
las pretensiones comparables de muchos destacados filósofos políticos.

B. El caso de Sorenson

Debo describir la versión del arquimedianismo de Hart en más detalle, y será útil para ese propó-
sito tener ante nosotros un ejemplo de un complejo problema jurídico.5 La Sra. Sorenson sufría
de artritis reumatoide y por muchos años tomó un medicamento genérico –inventum– para
aliviar su sufrimiento. Durante ese período el inventum era fabricado y comercializado bajo
distintas marcas comerciales por 11 compañías farmacéuticas diferentes. El medicamento tenía
serios efectos colaterales no revelados, que los fabricantes deberían hacer conocido, y la Sra.
Sorenson sufrió daño cardíaco permanente por tomarlo. Ella fue incapaz de probar cuál píldora
de cuál de los fabricantes había tomado efectivamente, o cuándo, y desde luego que fue incapaz
de probar cuál píldora de cuál fabricante la había lesionado. Ella demandó conjuntamente a las
compañías que habían fabricado el inventum, y sus abogados sostuvieron que cada una de ellas
debía responderle en proporción a su cuota del mercado del medicamento durante los años de su
tratamiento. Las farmacéuticas replicaron que la petición de la demandante era completamente
novedosa y contradecía la premisa largamente establecida del derecho de daños de que nadie
es responsable por perjuicios que no se puedan demostrar haber sido causados por él. Dijeron
que dado que la Sra. Sorenson no podía mostrar que alguna de las demandadas en particular
la hubiese perjudicado o siquiera fabricado algo del inventum que tomó, ella no podía obtener
compensación de ninguno de ellos.
¿Cómo deberían los abogados y jueces decidir cuál de las partes –la Sra. Sorenson o las far-
macéuticas– está en lo correcto en sus pretensiones acerca de lo que el derecho en efecto exige?
En mi opinión, como dije antes, deberían tratar de identificar los principios generales que subya-
cen y justifican el derecho establecido de la responsabilidad por productos, y luego aplicar esos
principios a este caso. Podrían encontrar, como insistían las farmacéuticas, que el principio de

5. Mi ejemplo es inventado. Para casos reales que involucran la responsabilidad por cuota de mercado, véase, e.g.
Sindell v Abbott Labs., 607 P.2d 924, pp. 935-38 (1980), y los casos ahí citados.

25
que nadie es responsable por un daño del cual no pueda mostrarse que ni él ni nadie por quien él
sea responsable haya causado está tan firmemente consolidado en los precedentes que la deman-
da de la Sra. Sorenson debe por lo tanto ser desestimada sin compensación. O podrían encontrar,
por el contrario, apoyo considerable para un principio rival –que quienes se han beneficiado de
alguna empresa deben soportar asimismo los costos de tal empresa, por ejemplo– que justificaría
la novedosa compensación por cuota de mercado.6 De manera que, en la opinión que yo prefiero,
la Sra. Sorenson podría tener, pero no necesariamente tiene, el mejor argumento jurídico. Todo
depende de la mejor respuesta a la difícil pregunta sobre cuál conjunto de principios provee la
mejor justificación del derecho en esta área como un todo.
La respuesta de Hart a casos como el de Sorenson era bastante distinta. Él resumió esa res-
puesta en el post scríptum al que me referí en estas palabras:
De acuerdo a mi teoría, la existencia y el contenido del derecho puede ser identificado por
referencia a las fuentes sociales del derecho (e.g. la legislación, las decisiones judiciales, las cos-
tumbres sociales) sin referencia a la moral excepto donde el derecho así identificado ha él mismo
incorporado criterios morales para la identificación del derecho.7
Llamaré a esta opinión –acerca de cómo el derecho ha de ser identificado en casos difíciles
como el de Sorenson– la “tesis de las fuentes” de Hart. Hart y yo discordamos, entonces, acerca
de en qué medida y de qué maneras los abogados y los jueces deben hacer sus propios “juicios de
valor” para identificar el derecho en casos particulares. En mi opinión, la argumentación jurídica
es de modo característico y generalizado argumentación moral. Los abogados deben decidir cuál
de los conjuntos de principios en competencia provee la mejor –la moralmente más convincen-
te– justificación de la práctica jurídica como un todo. De acuerdo a la tesis de las fuentes de Hart,
por otro lado, la argumentación jurídica es normativa solo cuando las fuentes sociales hacen a
los estándares morales parte del derecho. Ninguna legislatura o decisión judicial pasada ha hecho
a la moral pertinente en el caso de la Sra. Sorenson de manera que, en opinión de Hart, ningún
juicio o deliberación moral tiene lugar en la cuestión si acaso ella tiene derecho a lo que pidió. En
lo que al derecho concierne, habría dicho, ella debe perder.
En vista de que Hart y yo mantenemos opiniones opuestas acerca del mismo asunto –cómo
decidir si acaso la Sra. Sorenson tenía una pretensión jurídicamente válida– es difícil dar crédito
a su afirmación de que no estamos realmente en desacuerdo o de que no estamos tratando de
responder las mismas preguntas. Pero persiste el asunto sobre cómo debería caracterizarse el
proyecto que compartimos. Su explicación, declaró en el post scríptum “es descriptiva en que no
busca justificar o recomendar basado en fundamentos morales, o en otros, las formas o estruc-
turas que aparecen en mi descripción general del derecho”.8 Afirmó que era concebible que yo
estuviera en lo correcto y él equivocado acerca de cómo ha de identificarse el derecho. Quizás
tengo razón en que los abogados y jueces deben hacer juicios de valor para descubrir el derecho
en todos los casos difíciles. Pero si yo estuviera en lo correcto sobre eso, insistió él, sería solo por-
que mi explicación de la práctica jurídica de primer orden es una mejor descripción de segundo
orden de esa práctica que la suya. De manera que estamos en desacuerdo no solo acerca de cómo
el derecho ha de ser identificado, sino también acerca de qué tipo de teoría es una respuesta
general a esa pregunta. Él creía que tal teoría es pura y solamente una descripción de la práctica

6. Véase Ira S Bushey & Sons Inc. v United States 398 F.2d 167 (1968).
7. H.L.A. Hart, The Concept of Law (Oxford: Oxford University Press, 1994), p. 269.
8. Ibíd., p. 240.

26
jurídica. Yo creo que tal teoría es una interpretación de la práctica jurídica que entabla y descansa
sobre pretensiones morales y éticas.
En un respecto, sin embargo, estamos en el mismo barco. Ambos creemos que entendere-
mos de mejor manera la práctica y los fenómenos jurídicos si nos empeñamos en estudiar, no
el derecho en alguna manifestación particular, como el derecho de la responsabilidad por pro-
ductos en Escocia, sino el concepto mismo de derecho. Nuestras distintas afirmaciones acerca de
la naturaleza y los métodos adecuados de ese estudio conceptual, sin embargo, pueden parecer
misteriosas, aunque por razones distintas. Las investigaciones conceptuales generalmente son
contrastadas con las empíricas. ¿Cómo puede Hart pensar que su estudio conceptual es “des-
criptivo”? ¿Qué sentido de “descriptivo” puede tener en mente? Las investigaciones conceptuales
también son contrastadas normalmente con las evaluativas. ¿Cómo puedo yo pensar que un
estudio es ambos, conceptual y evaluativo? ¿De qué manera puede el decidir sobre cómo debería
ser el derecho ayudarnos a ver lo que, en su naturaleza misma, en efecto es? Estas son preguntas
suficientemente importantes como para justificar cambiar el tema por varias páginas.

2. Conceptos políticos

Los filósofos políticos construyen definiciones o análisis de conceptos políticos claves: justicia,
libertad, igualdad, democracia y los demás. John Stuart Mill e Isaiah Berlin, por ejemplo, definie-
ron la libertad (toscamente) como la habilidad de hacer lo que quisieras hacer libre de los cons-
treñimientos o la coerción de otros, y esa definición ha sido popular entre otros filósofos. En esa
explicación, las leyes que prohíben el crimen violento son una invasión de la libertad de todos.
Casi todos los filósofos que aceptan esta propuesta agregan rápidamente que, si bien tales leyes
invaden la libertad, son plenamente justificables –la libertad, insisten, debe a veces ceder ante
otros valores–. Ese juicio ulterior es un juicio de valor: toma posición respecto de la importancia
relativa de la libertad y la seguridad, y algunos libertarios extremos podrían de hecho rechazarlo.
Pero, insistió Berlin, la definición misma, de acuerdo a la cual las leyes contra la violencia com-
prometen la libertad, no es un juicio de valor: no es una aprobación, una crítica, o una califica-
ción de la importancia relativa de la libertad, sino solo un enunciado políticamente neutro de lo
que la libertad, entendida adecuadamente, realmente es. Algunas conclusiones muy importantes
se siguen de esa afirmación supuestamente neutral: en particular, que las virtudes políticas de la
libertad y la igualdad deben inevitablemente entrar en conflicto en la práctica. La elección entre
estas, cuando entran en conflicto, dijo Berlin, es una cuestión respecto de la cual las personas
diferirán. Pero que deben entrar en conflicto, de manera que alguna elección es necesaria, no era
en sí mismo un asunto de juicio moral o político para él, sino un hecho conceptual de algún tipo.
Berlin era, entonces, un arquimediano respecto de la filosofía política: el proyecto de ana-
lizar lo que la libertad realmente significa, pensó, debe ser llevado a cabo por medio de alguna
forma de análisis conceptual que no involucre un juicio, supuestos, o razonamientos normativos.
Otros filósofos insisten en que la libertad es, entre otras cosas, una función del dinero, de manera
que los impuestos a los ricos disminuyen su libertad. Esa definición, insisten, deja plenamente
abierta la cuestión sobre si los impuestos están en principio justificados a pesar de su impacto so-
bre la libertad. Permite el juicio de valor que los impuestos son perversos, pero también el juicio
de valor opuesto de que los impuestos, como hacer de la violencia un crimen, son un compromi-
so justificable de la libertad. Otros filósofos políticos han tratado otros valores políticos de forma
paralela. Es una idea muy popular, por ejemplo, que la democracia significa la regla de la mayo-
ría. Se dice que esa definición deja abiertas a la decisión y discusión sustantivas preguntas tales

27
como si acaso la democracia es buena o mala, y si acaso debería ser comprometida dando cabida
a límites a la regla de la mayoría que podrían incluir, por ejemplo, un sistema constitucional de
derechos individuales frente a la mayoría hechos valer por medio de la revisión judicial. Estas
últimas preguntas, de acuerdo a la opinión arquimediana, son sustantivas y normativas, pero la
pregunta de entrada, sobre lo que la democracia es, es conceptual y descriptiva. Estas diversas
explicaciones de la libertad y la democracia son arquimedianas porque si bien son teorías acerca
de una práctica social normativa –la práctica política cotidiana de discutir acerca de la libertad
y la democracia– afirman no ser ellas mismas teorías normativas. Afirman, más bien, ser teorías
filosóficas o conceptuales meramente descriptivas de una práctica social y neutrales entre las
controversias que componen esa práctica.
Esa afirmación es puesta en duda, sin embargo, por dos dificultades conexas. Primero, la
discusión política cotidiana a menudo incluye, no solo como una entrada neutral a las contro-
versias sustantivas sino como un elemento central en esas controversias, la discusión acerca de
los asuntos conceptuales mismos que los filósofos estudian. Segundo, el término “descriptivo” es
ambiguo: hay muchas maneras o dimensiones en las cuales una práctica puede ser “descrita”. De
manera que los arquimedianos deben elegir un sentido de descripción más preciso para hacer
defendible su posición. Pero no pueden hacer esto: cada sentido de “descripción”, considerados
uno a la vez, prueba estar patentemente fuera de lugar. Debemos examinar estas objeciones,
fatales de manera independiente, sucesivamente.

A. Controversia sobre conceptos

Las controversias de los filósofos a menudo son también controversias políticas. Justo ahora exis-
te una vigorosa discusión no solo en Estados Unidos sino en todo el mundo, acerca de si acaso
la revisión judicial es o no inconsistente con la democracia. Los abogados y los políticos que
discuten sobre esto no asumen simplemente que la democracia significa la regla de la mayoría,
de manera que la revisión judicial sea por definición no democrática y que la única pregunta que
quede por ser decidida sea si acaso pese a ello está justificada. Por el contrario, los abogados y
políticos discuten acerca de lo que la democracia realmente es: algunos de ellos insisten en que
la revisión judicial no es inconsistente con la democracia porque la democracia no significa solo
la regla de la mayoría, sino la regla de la mayoría sujeta a aquellas condiciones que hacen justa a
la regla de la mayoría.9 La mayor parte de quienes se oponen a la revisión judicial rechazan esta
definición más compleja de democracia e insisten en que democracia solo significa la regla de la
mayoría, o, tal vez, la regla de la mayoría limitada solo por unos pocos y restringidos derechos
procedimentales, incluyendo la libertad de expresión, antes que por el conjunto completo de de-
rechos que son ahora típicamente protegidos en las constituciones nacionales e internacionales.
Los políticos que defienden los impuestos no admiten que los impuestos invaden la libertad. Por
el contrario, niegan esto e insisten que los impuestos, en sí mismos, no tienen impacto alguno
sobre la libertad. Algunos políticos y polemistas, estoy de acuerdo, declaran que los impuestos
defraudan la libertad, pero, al menos en Estados Unidos, estos son todos políticos que odian
los impuestos y desean ponerles fin. Si la definición de democracia o libertad es realmente un
asunto neutral –de entrada– sin consecuencias para la discusión y decisión sustantivas, enton-
ces, ¿por qué habrían los políticos y los ciudadanos de perder el tiempo discutiendo sobre ello?

9. Véase mi libro, Freedom’s Law: The Moral Reading of the American Constitution (Cambridge: Harvard University
Press, 1996), particularmente la introducción.

28
¿Por qué no le ha enseñado el sentido común a la gente corriente a converger en una definición
estándar de estos conceptos –que democracia significa regla de la mayoría, por ejemplo– de
manera que puedan ahorrar sus energías para los asuntos genuinamente sustantivos, como el
problema si acaso la democracia debería en ocasiones ceder ante otros valores? Podría afirmarse,
en respuesta, que la gente es atraída a las definiciones que parecen apoyar de manera más na-
tural sus propias posiciones sustantivas. Pero esa réplica concede la objeción: si las definiciones
realmente son neutrales, ¿por qué habría de entenderse alguna definición particular como una
ventaja argumentativa?
El relato arquimediano ignora la forma en que los conceptos políticos realmente funcionan
en la discusión política. Sirven como abstractas mesetas de acuerdo. Casi todos están de acuerdo
en que los valores en cuestión son al menos de alguna importancia, y quizás de gran importan-
cia, pero ese acuerdo deja abiertos asuntos sustantivos acerca de lo que más precisamente estos
valores son o significan. Vemos esto de la forma más dramática en el caso del concepto político
más abstracto de todos: justicia. La gente no disputa mucho la importancia de la justicia: nor-
malmente es una objeción decisiva a una decisión política el que sea injusta. Las disputas sobre la
justicia casi siempre toman la forma de desacuerdos, no sobre cuán importante es la justicia o so-
bre cuándo debería ser sacrificada ante otros valores, sino sobre qué es. Ahí es, podríamos decir,
donde está la acción. Sería, entonces, de lo más implausible tratar una teoría filosófica de ese con-
cepto como arquimediana: esto es, sería implausible suponer que una teoría informativa acerca
de la naturaleza de la justicia podría ser neutral respecto de asuntos de discusión política sustan-
tiva. Es verdad, los filósofos escépticos de la justicia –quienes argumentan que la justicia está solo
en el ojo del observador, o que los reclamos de justicia son solo proyecciones de emociones– a
menudo suponen que sus propias teorías son neutrales. Pero sería muy sorprendente encontrar
un filósofo defendiendo una concepción positiva de la justicia –que la justicia política consiste en
los arreglos que maximizan la riqueza de una comunidad, por ejemplo– que creyera que su teoría
no sea ella misma una teoría normativa. Los filósofos de la justicia entienden que ellos están to-
mando partido, que sus teorías son tan normativas como las afirmaciones acerca de la justicia y la
injusticia que los políticos, editorialistas y ciudadanos hacen. Los conceptos políticos más densos
de libertad, igualdad y democracia cumplen el mismo rol en la discusión política, y las teorías
acerca de la naturaleza de esos conceptos también son normativas. Estamos de acuerdo en que
la democracia es de gran importancia, pero estamos en desacuerdo sobre cuál concepción de la
democracia da cuenta y expresa de mejor manera esa importancia. Ninguno de quienes discuten
acerca de si acaso la revisión judicial es inconsistente con la democracia aceptaría que la cuestión
sobre lo que la democracia realmente es, adecuadamente entendida, es un asunto descriptivo que
ha de ser establecido estudiando, por ejemplo, cómo la mayoría de la gente usa la palabra “demo-
cracia”. Ellos entienden que su disputa es profunda, esencialmente sustantiva.10
Debería enfatizar la diferencia entre la posición que ahora defiendo y la opinión más familiar
de varios filósofos, que es que los conceptos políticos más destacados son conceptos descriptivos
y normativos “mixtos”. De acuerdo a esta familiar opinión los conceptos de democracia, libertad
y los demás tienen componentes emotivos y descriptivos, y los filósofos pueden desenredarlos el
uno del otro. El significado emotivo es una cuestión de práctica social y expectativas: en nues-
tra cultura política declarar alguna práctica como no democrática se hace casi inevitablemente

10. Alguien bien podría decir, apuntando a lo que considera ser un caso claro –China, por ejemplo– “No llamarías a
eso una democracia, ¿lo harías?”. Pero esta es una movida estratégica, y la respuesta, “Sí lo haría, y lo mismo haría
la mayoría de la gente”, sería decepcionante pero no en sí misma, incluso si fuera verdadera, una refutación.

29
con intención de, y es entendido como, crítica, y algún extraño que no entendiera eso habría
pasado por alto algo crucial sobre el concepto. Pero, de acuerdo a esta opinión, la democracia
no obstante tiene un sentido completamente separable y descriptivo: significa (de acuerdo a una
explicación) gobierno de acuerdo a la voluntad mayoritaria, y no habría contradicción, a pesar
de la sorpresa que ocasionaría, en que alguien dijera que Estados Unidos es una democracia y
tanto peor por ello. Los filósofos políticos arquimedianos, quienes insisten en que sus teorías
de los valores políticos centrales son neutrales, no están, por lo tanto, de acuerdo a esta teoría,
cometiendo error alguno. Desde luego están conscientes de la fuerza o carga política que estos
conceptos llevan, pero ignoran esa carga al dejar expuesto el significado descriptivo subyacente,
en sí mismo neutral.
La verdad, sostengo, es diferente. Los conceptos de libertad, democracia y los demás fun-
cionan en el pensamiento y habla cotidiana como conceptos interpretativos de valor: su sentido
descriptivo es disputado, y la disputa gira en torno a cuál asignación de un sentido descriptivo
captura o presenta de mejor manera ese valor. El significado descriptivo no puede ser despren-
dido de la fuerza evaluativa porque aquel depende de esta de esa manera. Desde luego es posible
que un filósofo o un ciudadano insistan en que, después de todo, no hay valor alguno en la de-
mocracia o en la libertad o en la igualdad o en la legalidad. Pero no puede defender esa postura
simplemente eligiendo una entre las muchas explicaciones en disputa de libertad, por ejemplo, y
luego insistir en que, así entendida, la libertad no tiene valor. Debe afirmar, no simplemente que
la libertad de acuerdo a alguna concepción carece de valor, sino que carece de valor en la mejor
concepción defendible, y esa es una empresa mucho más ambiciosa que no separa los significa-
dos descriptivos y evaluativos sino que explota la interconexión entre ellos.

B. ¿Descriptivo de qué manera?

La segunda dificultad que mencioné se vuelve severa cuando preguntamos en qué sentido de
“descriptivo” el proyecto filosófico supuestamente de segundo orden de identificar un valor des-
criptivo es un proyecto descriptivo más bien que normativo. ¿Es el supuesto proyecto un análisis
semántico dirigido a descubrir los criterios que la gente común de hecho usa, tal vez todos sin
saberlo, cuando describen algo como una invasión de la libertad o como no igualitario o no de-
mocrático o ilegal? ¿O es un proyecto estructural que apunta a descubrir la verdadera esencia de
lo que la gente describe de esa forma, algo como el proyecto científico de identificar la verdadera
naturaleza de un tigre en su estructura genética o la verdadera naturaleza del oro en su estructura
atómica? ¿O es una búsqueda de una impresionante generalización estadística de algún tipo, qui-
zás una ambiciosa que dependa del descubrimiento de alguna ley sobre la naturaleza o conducta
humanas que guía a la gente a denunciar el mismo acto como no liberal, por ejemplo, o quizás de
un tipo de generalización menos ambicioso que solo afirma que, de hecho, la mayoría de la gente
considera un tipo particular de decisión política como no liberal?
Deberíamos revisar este breve catálogo de posibilidades. La sugerencia semántica asume
un cierto trasfondo fáctico. Asume que el uso de “libertad”, “democracia”, y los otros nombres de
conceptos políticos está gobernado –en nuestro lenguaje– por criterios compartidos que deter-
minan si acaso un uso es correcto o incorrecto, o cae en alguna área limítrofe entre los dos. Puede
no ser obvio en un comienzo cuáles son estos criterios. En efecto, si el proyecto filosófico vale la
pena, eso no será obvio. Pero la atención cuidadosa, ayudada por experimentos mentales acerca
de lo que parecería correcto decir en situaciones particulares, traerá esos criterios escondidos a
la superficie. Estas suposiciones semánticas son plausibles en algunos casos: cuando estudiamos

30
el concepto de un artefacto, por ejemplo. Si describiese una sola hoja de papel con impresiones
sobre ella como un libro, estaría cometiendo un error porque existen criterios compartidos para
la aplicación del concepto de libro, y estos excluyen la aplicación del concepto a una sola hoja. Si
acaso uso “libro” correctamente depende de cómo la palabra es usada usualmente, y si digo que
una sola página de texto es un libro excelente he dicho algo falso.
Algunos filósofos han cometido el error, creo, de suponer que todos los conceptos son go-
bernados por criterios compartidos de ese modo, o al menos de asumir de manera no crítica que
los conceptos que estudian son gobernados de ese modo.11 Pero muchos conceptos, incluyendo
aquellos de mayor importancia para los filósofos políticos, simplemente no lo son. El trasfondo
de criterios compartidos no se sostiene –para volver a nuestro caso más sencillo– en el caso de
justicia. De seguro, podemos imaginar afirmaciones sobre la justicia o la injusticia que parecerían
estar descartadas por razones semánticas. Cometería un error conceptual si insistiera, y quisiera
decir literalmente, que siete es el más injusto de los números primos.12 Pero no podemos imaginar
afirmaciones sobre la justicia de siquiera la menor importancia siendo descartadas de esa forma.
Eso es verdadero también, como hemos visto ya, respecto de los conceptos más densos
de igualdad, libertad, democracia, patriotismo, comunidad y los demás. Una vez más podemos
construir ejemplos ridículos de errores lingüísticos que involucren estos conceptos: la afirma-
ción, por ejemplo, de que un país se vuelve automáticamente menos democrático cuando su
pluviosidad anual aumenta. Pero no existen criterios estándar de uso a partir de los cuales se
siga, en uno u otro sentido, si acaso la revisión judicial pone en riesgo la democracia, o si acaso
todas las leyes penales invaden la libertad de las personas, o si acaso los impuestos ponen en
riesgo la libertad. Tampoco nadie cree que el uso estándar pueda resolver tales controversias. Si
acaso la revisión judicial es inconsistente con la democracia no depende de lo que la mayoría de
las personas piense o de cómo hable la mayoría de la gente, y las personas tienen desacuerdos
genuinos acerca de la democracia, libertad, e igualdad, a pesar del hecho de que cada uno usa
una concepción algo diferente de estos valores políticos. En efecto, los desacuerdos políticos de la
gente son particularmente profundos cuando están en desacuerdo acerca de lo que la democracia
o la libertad realmente son.
Deberíamos entonces pasar a la segunda posibilidad en nuestro catálogo. Algunos de nues-
tros conceptos son gobernados no por los supuestos de trasfondo acerca de criterios comparti-
dos que acabo de describir, sino por un conjunto completamente distinto de supuestos: que la
atribución correcta de un concepto es fijada por una cierta clase de hechos acerca de los objetos
en cuestión, hechos que pueden ser objeto de un error muy generalizado. Lo que los filósofos
llaman “clases naturales” proveen ejemplos claros. La gente usa la palabra “tigre” para describir
una cierta clase de animal. Pero los zoólogos pueden descubrir, a través del análisis genético
adecuado, que solo algunos de los que la gente llama tigres son realmente tigres; algunos de ellos
pueden ser un animal diferente, con una composición genética muy distinta, que se ven exac-
tamente como tigres. De esta forma, al identificar el adn distintivo de los tigres, los científicos
pueden mejorar nuestro entendimiento de la naturaleza o esencia de los tigres. Podemos contar
una historia paralela acerca de otras clases naturales incluyendo, por ejemplo, el oro. Un análisis
químico sofisticado puede mostrar que parte de, o de hecho todo, lo que la mayoría de la gente
ahora llama oro no es realmente oro en absoluto sino oro de tontos.

11. Véase mi discusión sobre el “aguijón semántico” en Law’s Empire.


12. No pretendo descartar una afirmación poética de este estilo: si Abril es el mes más cruel, entonces siete podría ser
llamado, en el contexto apropiado, el número más injusto.

31
¿Son los conceptos políticos de democracia, libertad, igualdad y los demás como eso?
¿Describen estos conceptos, si no clases naturales, al menos clases políticas que como las clases
naturales puede entenderse que tienen una estructura física o esencia arraigada? ¿O al menos
alguna estructura que sea susceptible de ser descubierta por parte de algún proceso enteramente
científico, descriptivo, no normativo? ¿Pueden los filósofos esperar descubrir lo que la igualdad o
la legalidad realmente son por medio de algo como un análisis químico o de adn? No. Eso es un
sinsentido. Podríamos hacer como que lo creemos. Podríamos compilar una lista de todos los or-
denamientos del poder político, pasados y presentes, respecto de los cuales estaríamos de acuer-
do que son ordenamientos democráticos, y entonces preguntar cuáles de las características que
todas esas instancias comparten son esenciales para que cuenten como democracia y cuáles son
solo accidentales o prescindibles. Pero esta reformulación pseudocientífica de nuestra pregunta
no nos ayudaría, porque aún necesitaríamos una explicación de lo que hace a una característica
de un ordenamiento social o político esencial a su carácter democrático, y a otra característica
solo contingente, y una vez que hemos rechazado la idea de que la reflexión sobre el significado
de la palabra “democracia” nos proveerá esa distinción, nada más lo hará.
Eso es verdadero no solo de los conceptos políticos sino de todos los conceptos de diferentes
clases de ordenamientos o instituciones sociales. Supóngase que un grupo de trabajo fuera reu-
nido para compilar una larga lista de las distintas clases de ordenamientos jurídicos y sociales, a
lo largo de los siglos que ahora describiríamos como todas instancias del matrimonio, a pesar de
sus enormes diferencias institucionales y de otro tipo. Supóngase que encontráramos que en cada
caso en nuestra enormemente larga lista ha estado involucrada alguna determinada ceremonia
y que en ningún caso esta ceremonia fue llevada a cabo para unir a dos personas del mismo
sexo. Ahora surge la pregunta –imaginemos que por primera vez– si acaso un matrimonio del
common law es realmente un matrimonio o si acaso los homosexuales pueden, como cuestión
conceptual, casarse. ¿No sería acaso una locura suponer que estas preguntas acerca de la natu-
raleza del matrimonio podrían ser resueltas mirando, tan largamente como fuera, la lista que
hemos compilado?
De manera que no puede mostrarse que el análisis filosófico de conceptos sea descriptivo
sobre el modelo de la investigación científica de las clases naturales. La libertad no tiene adn.
Ahora pasemos a la tercera posibilidad en nuestra lista. Suponemos que la filosofía política
arquimediana es científica en un sentido más informal. Aspira solo a generalizaciones históri-
cas, de manera que, tal como podríamos decir que de hecho ningún matrimonio homosexual
ha sido reconocido en ningún lugar en el pasado, también podríamos decir, si la evidencia
apoyara esta proposición, que en el pasado la gente siempre ha considerado la revisión judicial
como inconsistente con la democracia. Pero esto parece no solo más débil que las afirmaciones
conceptuales que los filósofos políticos hacen, sino demasiado débil para distinguir la filosofía
política de la historia social o la antropología política. Isaiah Berlin dijo no solo que a menudo
se ha pensado que la libertad y la igualdad entran en conflicto sino que dijo que entran en
conflicto en su naturaleza, y no podría haber apoyado esa ambiciosa afirmación simplemente
destacando (incluso si esto fuera cierto) que casi nadie lo había dudado jamás. Es verdad, po-
dríamos reforzar el interés de tales generalizaciones antropológicas intentando explicarlas en
términos de la biología, la teoría cultural, económica o jurídica. Pero eso no sería de mucha
ayuda. No provee ningún argumento efectivo a favor de la proposición que el matrimonio está
por su misma naturaleza o esencia limitado a parejas heterosexuales el insistir que hay bue-
nas explicaciones darwinianas o económicas de por qué el matrimonio homosexual ha sido
rechazado en todas partes.

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C. ¿Conceptual y normativo?

Aun así, tal como simplemente hay algo diferente entre el argumento de un abogado respecto
de si la Sra. Sorenson debería ganar su caso y el argumento de un filósofo acerca de lo que el
derecho es, asimismo hay algo diferente entre la forma en que un político apela a la libertad o la
democracia o la igualdad y la estudiada concepción de estos ideales de un filósofo. Si no podemos
distinguir entre los dos suponiendo que la empresa del filósofo es descriptiva, neutral y desvin-
culada, entonces, ¿cómo podemos identificar la diferencia? ¿Podemos decir que el compromiso
del filósofo es conceptual de alguna forma en la que el del político no lo es? ¿Cómo puede un
argumento normativo ser además conceptual? Y si puede, ¿por qué no es el argumento del polí-
tico conceptual también?
Volvamos por un momento al argumento que di sobre las clases naturales: de hecho existen
semejanzas instructivas entre las clases naturales y los conceptos políticos que ignoré en ese
argumento. Las clases naturales tienen las siguientes importantes propiedades. Son reales: ni su
existencia ni sus características dependen de la inventiva o creencia o decisión de nadie. Tienen
una estructura profunda –su perfil genético o carácter molecular– que explica el resto de sus
características, incluyendo las características superficiales a través de las cuales las reconocemos
sea o no que estemos conscientes de esa estructura profunda. Reconocemos el agua en parte
porque es transparente y líquida a temperatura ambiente, por ejemplo, y la estructura profunda
del agua –su composición molecular– explica por qué tiene esas características. Los valores polí-
ticos y otros valores son en casi todos esos respectos como las clases naturales. En primer lugar,
los valores políticos, también, son reales: la existencia y el carácter de la libertad como valor no
depende de la inventiva o creencia o decisión de nadie. Esa es, lo sé, una afirmación controversial:
muchos filósofos la disputan. Pero asumiré que es verdadera.13 En segundo lugar, los valores polí-
ticos tienen una estructura profunda que explica sus manifestaciones concretas. Si los impuestos
progresivos son injustos, son injustos en virtud de alguna propiedad más general, fundamental,
de las instituciones justas de la cual los impuestos progresivos carecen. Esa, también, es una
afirmación controversial: sería rechazada por los “intuicionistas”, quienes creen que los hechos
morales concretos son simplemente verdaderos por sí solos, tal como son, en su opinión, apre-
hendidos como verdaderos. Pero una vez más asumiré que es verdadera.
La diferencia entre clases naturales y valores políticos que enfaticé, desde luego, persiste
tras notar estas semejanzas. La estructura profunda de las clases naturales es física. La estructura
profunda de los valores políticos no es física: es normativa. Pero tal como un científico puede
apuntar, como un tipo particular de proyecto, a revelar la naturaleza misma de un tigre o del
oro revelando la estructura física básica de estas entidades, asimismo un filósofo político puede
aspirar a revelar la naturaleza misma de la libertad revelando su núcleo normativo. En cada
caso podemos describir la empresa, si lo deseamos, como conceptual. El físico nos ayuda a ver
la esencia del agua; el filósofo nos ayuda a ver la esencia de la libertad. La diferencia entre estos
proyectos, tan grandiosamente descritos, y proyectos más mundanos –entre descubrir la esencia
del agua y descubrir la temperatura a la cual se congela, o entre identificar la naturaleza de la
libertad y decidir si acaso los impuestos la ponen en riesgo– es finalmente solo una cuestión de
grados. Pero la amplitud y el carácter fundamental del estudio más ambicioso –su aspiración
autoconsciente de descubrir algo que sea explicativamente fundamental– justifica reservarle el
nombre de conceptual. No podemos afirmar sensatamente que un análisis filosófico de un valor

13. Véase “Objectivity and Truth”.

33
sea conceptual, neutral y desvinculado. Pero podemos afirmar sensatamente que es normativo,
comprometido, y conceptual.

D. ¿Qué tiene de bueno? I

Una afirmación conceptual acerca de un valor político aspira a mostrar, como dije, el valor que
hay en él: aspira a proveer alguna explicación de su valor que sea fundamentalmente explicativa
de manera comparable con la estructura molecular de un metal. De manera que una teoría ge-
neral sobre la justicia intentará capturar, a un nivel adecuadamente fundamental, el valor de la
justicia: intentará mostrar la justicia, podríamos decir, en su mejor luz. ¿Pero cómo podemos ha-
cer eso sin prejuzgar la cuestión? ¿No sería eso como tratar de explicar el color rojo sin referirse a
su rojez? Podemos decir que la justicia es indispensable porque solo la justicia evita la injusticia,
o que la democracia es valiosa porque le da al pueblo autogobierno, o que la libertad tiene valor
porque hace libre a las personas, o que la igualdad es buena porque trata a las personas como
igualmente importantes. Pero estas proposiciones no ayudan, porque usan la idea que se preten-
de que expliquen. ¿Cómo podríamos esperar hacer algo mejor que eso? Podríamos intentar una
justificación instrumental –la justicia es buena porque la injusticia hace a la gente miserable, o la
democracia es buena porque generalmente promueve la prosperidad, por ejemplo–, pero estas
afirmaciones instrumentales no dan respuesta: queremos saber qué es distintivamente bueno
acerca de la justicia y la democracia, no qué otras clases de bien proveen. La explicación “mixta”
de los valores políticos que mencioné antes tiene la esperanza de evadir esa dificultad: permite a
los filósofos reconocer la parte de “valor” del significado de la democracia, como una especie de
hecho bruto, y luego concentrarse en explicar la parte puramente “descriptiva”. Pero, como dije,
eso tampoco servirá: si queremos entender lo que la libertad o la democracia o el derecho o la
justicia realmente son, debemos enfrentar la difícil pregunta acerca de cómo identificar el valor
de un valor. Solo podemos esperar hacer esto –sostendré– situando el lugar de ese valor en una
red de convicción mayor. No puedo comenzar ese argumento, sin embargo, sin introducir otra
importante distinción.

E. Valores desvinculados e integrados

Queremos entender mejor lo que la justicia, la democracia y la libertad son porque creemos que
podemos vivir mejor juntos si entendemos y estamos de acuerdo sobre esto. Pero existen dos
posiciones que podríamos tomar respecto de la conexión entre entender un valor y vivir mejor
en consecuencia. Podríamos, primero, tratar el valor como desvinculado y fijado independien-
temente de nuestra preocupación por vivir bien: debemos respetarlo simplemente porque es, en
sí mismo, algo de valor que hacemos mal en no reconocer. O, segundo, podríamos tratar el valor
como integrado con nuestro interés por vivir bien: podríamos suponer que es un valor, y que
tiene el carácter que tiene porque aceptarlo como un valor con ese carácter realza nuestra vida
de algún modo.
La religiones ortodoxas adoptan el primero de estos entendimientos respecto de los va-
lores centrales de la fe: los tratan como desvinculados. Insisten en que vivir bien requiere de-
voción a uno o más dioses, pero niegan que la naturaleza de estos dioses, o su posición como
dioses, derive en modo alguno del hecho de que una vida buena consista en respetarlos, o de
que podamos mejorar nuestro entendimiento de su naturaleza preguntando cómo, más pre-
cisamente, tendrían que ser para hacer que el respetarlo fuese bueno o mejor para nosotros.

34
Adoptamos el mismo entendimiento respecto de la importancia del conocimiento científico.
Pensamos que es mejor para nosotros entender la estructura fundamental del universo, pero no
pensamos –a menos que seamos crudos pragmatistas o locos– que esa estructura dependa de lo
que sería de algún modo bueno para nosotros que fuera. Somos, podríamos decir, añadidos de
un mundo físico que tenía ya y de manera independiente la estructura física que sea que tenga
ahora cuando llegamos. De manera que si bien nuestros intereses prácticos son estímulos o
guías en nuestra ciencia –ellos nos ayudan a decidir qué investigar y cuándo descansar satisfe-
chos con alguna afirmación o justificación– no contribuyen a la verdad de una afirmación o la
pertinencia de la justificación.
Mucha gente adopta el mismo entendimiento respecto del valor del arte. Somos añadidos,
dicen, al mundo de ese valor: somos responsables de descubrir lo que es maravilloso en el arte, y
de respetar su maravilla, pero debemos cuidar no cometer la falacia de suponer que algo es her-
moso porque apreciarlo hace nuestra vida mejor, o que podemos identificar y analizar su belleza
considerando lo que habría sido de otra forma bueno para nosotros admirar en la forma en que
admiramos el arte. G.E. Moore sostuvo una forma muy fuerte de la opinión según la cual el valor
del arte es desvinculado: afirmó que el arte retendría todo su valor incluso si todas las criaturas
que pudieran apreciarla perecieran para nunca volver. No necesitamos ir tan lejos para suponer
que el valor del arte es desvinculado, sin embargo, podemos decir que una pintura no tendría
valor si pudiera no tener significado para o impacto en alguna sensibilidad sin suponer también
que su valor depende del impacto que de hecho tiene, o del valor independiente de ese impacto
para cualquier criatura.
Por otro lado, sería severamente implausible tratar las virtudes y logros personales que con-
forman una vida encomiable como si tuvieran solo valor desvinculado. Ser entretenido o inte-
resante son virtudes que se han de cultivar y admirar, pero solo por la contribución que hacen
al goce de nuestra propia vida y la de otros. Es más difícil identificar la contribución de virtudes
más complejas, como la sensibilidad y la imaginación, por ejemplo, pero es igualmente implau-
sible que nuestro reconocimiento de estas como virtudes sobreviviera un entendimiento general
de que no hacen ninguna contribución independiente en absoluto. La mayoría de las personas
aprecia la amistad: creen que una vida sin conexiones cercanas a otros es una vida empobrecida.
Pero no pensamos que la amistad es simplemente lo que es, como un planeta, y que su única
conexión con una vida deseable es que una vida deseable es una que la reconoce, como fuere que
esa vida resultase ser. No quiero decir, desde luego, que relaciones como la amistad son valiosas
solo por los estrechos beneficios que traen a quienes son amigos, como la cooperación en el logro
de metas. Pero su valor no es independiente de la manera en que realzan la vida de otras formas;
podemos no estar de acuerdo acerca de cuáles son exactamente esas formas –la amistad es un
concepto interpretativo–14 pero nadie piensa que la amistad seguiría siendo algo de importancia
si resultara no hacer nada en la vida de los amigos, excepto el hacerlos amigos.
Pero aunque sería implausible suponer que alguna cualidad personal o logro solo tenga
valor desvinculado, a menudo es difícil, como sugieren algunos de estos ejemplos, identificar la
forma en que el valor de esa virtud o logro está asociado en la idea más amplia de una vida buena.
Contamos la integridad, el estilo, la independencia, la responsabilidad, la modestia, la humildad
y la sensibilidad como virtudes, por ejemplo, y la amistad, el conocimiento teórico y el autorespe-
to como logros importantes. Algún resuelto darwinista social podría un día mostrar que aquellos
rasgos y ambiciones tenían valor de supervivencia en las sabanas ancestrales. Pero no es así como

14. Véase Law’s Empire.

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nos parecen a nosotros: no creemos que la sensibilidad o la integridad personal o el lograr algún
entendimiento de la ciencia del día sea importante porque una comunidad sería menos próspera
o tendría más riesgo de ser invadida por enemigos si sus ciudadanos no lo consideraran una
virtud o una meta. Más bien, consideramos estos valores como aspectos o componentes de, y no
medios instrumentales hacia, una vida atractiva, plenamente exitosa.
Tendría tan poco sentido tratar a los valores políticos que hemos estado discutiendo, como
la justicia, la libertad, la legalidad y la democracia, como valores desvinculados. La justicia no
es un dios o un ícono: la valoramos, si lo hacemos, por sus consecuencias para las vidas que
llevamos como individuos y juntos. Es verdad, la tradición arquimediana a veces parece suponer
que la libertad, por ejemplo, como el gran arte, simplemente es lo que es, y que si bien debemos
quizás consultar nuestras propias necesidades e intereses al decidir cuán importante es la liber-
tad, esas necesidades e intereses no son relevantes al decidir lo que es. O lo que la democracia o la
igualdad o la legalidad realmente significan. Nada sino ese supuesto podría explicar la confiada
declaración de Berlin, por ejemplo, de que libertad y la igualdad, simplemente por la naturaleza
del asunto, son valores en conflicto, o la afirmación de otro filósofo de que la libertad, adecua-
damente entendida, se ve comprometida incluso por impuestos imparciales. Pero aún así pare-
ce profundamente contraintuitivo que los valores políticos importantes, que casi todos deben
alguna vez hacer un sacrificio para proteger, tengan solo valor desvinculado, y ninguno de los
arquimedianos políticos, hasta donde sé, ha hecho efectivamente esa afirmación.

F. ¿Qué tiene de bueno? II

Ese hecho aparentemente irresistible –que los valores políticos son integrados más bien que
desvinculados– nos lleva directamente de vuelta a la dificultad que encontramos antes. ¿Cómo
podemos explicar lo que es bueno acerca de estos valores sin prejuzgar la cuestión? La exigencia
es menos amenazante en el caso de los valores desvinculados que en el de los integrados. Bien
podemos creer que es una locura siquiera imaginar, por ejemplo, que la pregunta sobre por qué
el gran arte tiene valor pudiera ser respondida sin prejuzgar la cuestión. Si el valor del arte sim-
plemente yace en su propio valor desvinculado, entonces realmente sería tan extraño pedir una
explicación de ese valor en otros términos como lo sería preguntar por una descripción del color
rojo en otros términos. Desde luego podríamos poner en duda si acaso el arte de hecho tiene
valor después de todo. Pero no podríamos sensatamente insistir, como evidencia de que no lo
tiene, en que es imposible especificar ese valor de alguna manera no circular. No podemos tratar
la dificultad tan fácilmente en el caso de los valores integrados, sin embargo, pues suponemos no
solo que la existencia de un valor integrado depende de alguna contribución que haga a otra clase
de valor determinable de manera independiente, como la bondad de las vidas que las personas
pueden llevar, sino que la caracterización más precisa de un valor integrado –la explicación más
precisa de lo que, por ejemplo, la libertad de hecho es– depende de identificar esa contribución.
Imagínese una discusión acerca de alguna virtud: la modestia, por ejemplo. Preguntamos si acaso
la modestia es, después de todo, una virtud, y, si así es, cuál es la línea entra esa virtud y el vicio
de la negación de uno mismo. Sería perfectamente apropiado esperar que resulte, del curso de esa
reflexión, alguna explicación de los beneficios de la modestia y, si ninguno pudiera ser provisto,
excepto que la modestia es su propia recompensa, sería apropiado contar ese hecho como fatal
para las pretensiones de la virtud.
De manera que no podemos evitar, sino que ahora debemos enfrentar, la pregunta sobre
cómo el valor de los valores integrados (incluidos los valores políticos) puede ser identificado.

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Algunos valores integrados, como el encanto, pueden entenderse como completamente instru-
mentales. Pero los más interesantes, como la amistad, la modestia y los valores políticos, no son
obviamente instrumentales. No valoramos la amistad solo por las estrechas ventajas que pueda
traer, o la democracia solo porque sea buena para el comercio. Si pudiéramos ordenar estos dis-
tintos valores integrados en una estructura jerárquica, podríamos ser capaces de explicar la con-
tribución de aquellos situados más abajo en la jerarquía mostrando cómo contribuyen a realzar
aquellos situados más arriba. Podríamos ser capaces de mostrar, por ejemplo, que la modestia es
una virtud porque contribuye de alguna forma a una capacidad para el amor o la amistad. Pero
este proyecto parece desesperado, pues, si bien es posible ver algunos valores éticos como dando
apoyo a otros de alguna forma, el apoyo parece más mutuo que jerárquico. Una persona modesta
podría por esa razón tener una capacidad mayor para el amor o la amistad, pero el amor profun-
do y la amistad podrían también contribuir a hacer modestas a las personas. Ningún aspecto de
lo que consideramos una vida atractiva y lograda parece suficientemente dominante por sí solo
como para hacer plausible que todas las demás virtudes y metas que reconocemos solo sean ser-
viciales a él. Podemos, pienso, especular acerca del carácter general de una vida buena. En otros
lugares he argumentado, por ejemplo, que deberíamos adoptar un modelo ético del desafío –vi-
vir bien significa desempeñarse bien en respuesta a un desafío que puede ser enfrentado de buen
modo sin afectar de otro modo la historia humana– más bien que un modelo que mida el éxito
de una vida preguntando cuánto ha mejorado la historia humana.15 Pero ningún modelo general
para la ética puede servir como criterio de evaluación último de virtudes o metas subordinadas.
Podemos aceptar que vivir bien significa responder bien a una clase distintiva de desafío sin de-
cidir a partir de ahí si acaso vivir con distinción es responder bien o solo vanagloria, o si acaso la
humildad en ciertas circunstancias es realmente servilismo, o si acaso la nobleza es ensuciada por
un interés en el comercio, o si acaso la democracia es solo la regla de la mayoría.
Si hemos de entender mejor los valores integrados no instrumentales de la ética, debemos
tratar de entenderlos de manera holística e interpretativa, cada uno a la luz de los otros, orga-
nizados no en jerarquía sino en la forma de un domo geodésico. Debemos tratar de decidir lo
que la amistad o la integridad o el estilo son, y cuán importante son estos valores, viendo cuál
concepción de cada uno y qué asignación de importancia se ajusta mejor a nuestro sentido de
las otras dimensiones de vivir bien, de hacer un éxito del desafío de vivir una vida. La ética es
una estructura compleja de distintas metas, logros y virtudes, y la parte que cada uno de estos
juega en esa compleja estructura solo puede ser entendido desarrollando el papel que cumple
en un diseño general fijado por otros. Mientras no podamos ver cómo nuestros valores éticos
forman un todo de esa forma, de manera que cada uno pueda ser evaluado en relación con nues-
tra explicación provisional de los otros, no entendemos ninguno de ellos. Dos de las imágenes
filosóficas más abusadas son, sin embargo, pertinentes aquí. En los valores, como en la ciencia,
reconstruimos nuestro bote un tablón a la vez, en alta mar. O, si lo prefieren, la luz amanece
lentamente sobre el todo.
La filosofía política que aspira a entender mejor los valores políticos debe incorporar su
propio trabajo en esa gran estructura. Debe aspirar, en primer lugar, a construir concepciones o
interpretaciones de cada uno de estos valores que refuercen los otros: una concepción de la de-
mocracia, por ejemplo, que sirva a la igualdad y la libertad, y concepciones de cada uno de estos
valores que sirvan a la democracia así entendida. Debe aspirar a construir esas concepciones
políticas, más aún, como parte de una estructura de valor incluso más incluyente que conecte la

15. Véase mi libro, Sovereign Virtue (Cambridge: Harvard University Press, 2001), cap. 6.

37
estructura política no solo con la moral de manera más general, sino con la ética también. Todo
esto suena, sin duda, imposible y quizás hasta desagradablemente holista. Pero no veo otra forma
en la cual los filósofos pudieran abordar la tarea de comprender críticamente todo cuanto sea
posible de cualquier parte de, mucho menos de toda, esta vasta estructura humanista. Si entende-
mos que esa es la responsabilidad colectiva de los filósofos, a lo largo del tiempo, tendremos cada
uno una mejor percepción de nuestros propios roles individuales marginales e incrementales.
Debo conceder que esta concepción de la filosofía política se encuentra en oposición con
dos de los más notorios ejemplos de trabajo contemporáneo en ese campo: El liberalismo “po-
lítico” de John Rawls y el pluralismo político asociado con Isaiah Berlin. Mi recomendación es
similar al método de Rawls del equilibrio reflexivo, el cual apunta a poner nuestras intuiciones y
teorías en línea unas con otras. La diferencia con la metodología de Rawls es más llamativa que
las similitudes, sin embargo, porque el equilibrio que creo que la filosofía debe buscar no está
limitado, como lo está el de él, a los elementos constitucionales esenciales de la política, sino
que comprende lo que él llama una teoría “comprensiva” que incluye la moral personal y la ética
también. Si la filosofía política no es comprensiva en su ambición falla en rescatar la idea crucial
de que los valores políticos son integrados, no desvinculados.
No puedo describir la filosofía política así concebida en mayor detalle aquí. Pero ofrezco
mi reciente libro, Sovereign Virtue, como un ejemplo de un trabajo que está al menos de manera
autoconsciente en ese espíritu.16 Debería enfatizar que este proyecto comprensivo no está basado
en la absurda premisa de que la verdad en la filosofía política, o en la teoría del valor más gene-
ralmente, es un asunto de coherencia. Teorías sobre la moral política elegantes y exquisitamente
coherentes pueden ser falsas, incluso repulsivas. Apuntamos no a la coherencia por su propio
bien, sino a la convicción y a cuanta coherencia podamos lograr. Esos dos objetivos pueden (en
efecto, creo que a menudo deben) reforzarse el uno al otro. Es más fácil encontrar un profundo
sentido de lo correcto en un conjunto de valores unificado, integrado, que en una lista de com-
pras. Pero los dos objetivos pueden, debemos recordar también, causarse problemas el uno al
otro. Pueden hacerlo, por ejemplo, cuando nuestro sentido inicial del carácter de dos valores –el
patriotismo y la amistad en el celebrado ejemplo de E.M. Forster, por ejemplo, o la libertad y
la igualdad en la forma en que Berlin los explica– muestra que estos valores están en conflicto.
Podemos ser capaces de construir concepciones del patriotismo y la amistad, o de la libertad y
la igualdad, que eliminen el conflicto. Pero estas concepciones pueden no cautivar nuestra alma:
pueden sentirse artificiales o ajenas o simplemente incorrectas. Deberíamos reflexionar más, si
tenemos mundo suficiente y tiempo, e imaginación suficiente y habilidad: deberíamos tratar de
hallar una concepción convincente de la amistad y el patriotismo, por ejemplo, que muestre que
no están en conflicto. Puede que no podamos hacer esto, sin embargo.17 Debemos creer entonces
lo que sea que no podamos sino creer –que el patriotismo y la amistad son ambos esenciales pero
que no podemos tener ambos en la medida plena o siquiera adecuada, quizás–. Pero no podemos
entonces pensar que nuestra reflexión ha sido un éxito, que hemos ganado el derecho a detener-
nos. Estamos simplemente atascados, que es distinto.

16. “Justice for Hedgehogs”, las Conferencias Dewey en Columbia University que mencioné en la introducción a
Sovereign Virtue, es un intento más explícito de ilustrar este tipo de filosofía.
17. Véase mi artículo “Do Liberal Values Conflict?” en Dworkin, Lilla y Silvers (eds.), The Legacy of Isaiah Berlin (New
York: New York Review of Books, 2001).

38
3. El derecho

A. La defensa de Hart

El derecho es un concepto político: las personas lo usan para formar pretensiones de derecho,
esto es, pretensiones de que el derecho de uno u otro lugar prohíbe o permite o requiere ciertas
acciones, o provee ciertas asignaciones, o tiene otras consecuencias. Una enorme práctica so-
cial está construida alrededor de hacer, disputar, defender y decidir respecto de tales pretensio-
nes. Pero su carácter es elusivo. ¿Qué quiere decir realmente la afirmación de que “el derecho”
requiere algo? ¿Qué en el mundo hace verdadera esa afirmación cuando es verdadera, y falsa
cuando es falsa? El derecho inglés requiere que las personas paguen impuestos periódicamen-
te, y que paguen compensación si incumplen sus contratos, excepto en ciertas circunstancias.
Estas proposiciones son verdaderas, les dirán los abogados ingleses, por lo que el Parlamento
ha legislado y lo que los jueces ingleses han decidido en el pasado. ¿Pero por qué tienen estas
instituciones particulares (antes que, por ejemplo, una asamblea de los rectores de las universi-
dades más importantes) el poder de hacer verdaderas las proposiciones jurídicas? Más aún, los
abogados a menudo afirman que alguna proposición jurídica es verdadera –por ejemplo, que la
Sra. Sorenson tiene derecho a recibir una cuota de compensación de cada una de las compañías
farmacéuticas– cuando ninguna legislatura o jueces precedentes lo han declarado o decidido
así. ¿Qué más, aparte de estas fuentes institucionales, puede hacer verdadera una proposición
jurídica? Los abogados a menudo están en desacuerdo acerca de si alguna pretensión jurídica,
incluyendo aquella, es verdadera, incluso cuando conocen todos los hechos sobre lo que las ins-
tituciones han decidido en el pasado. ¿Sobre qué en el mundo están en desacuerdo? Queremos,
además, responder estas preguntas no solo para un sistema jurídico particular, como el derecho
inglés, sino para el derecho en general, ya sea en Alabama o Afganistán, o en cualquier otra
parte. ¿Podemos decir algo, en general, acerca de lo que hace verdadera a una pretensión jurídica
donde sea que es verdadera? ¿Puede haber proposiciones jurídicas verdaderas en lugares con
tipos de instituciones políticas muy diferentes de las que nosotros tenemos? ¿O sin ninguna ins-
titución política reconocible del todo? ¿Existe una diferencia, en Inglaterra o en cualquier otro
lugar, entre la afirmación de que el derecho requiere a alguien cumplir los contratos que firmó
y la predicción de que los funcionarios lo castigarán si no lo hace? ¿O entre esa afirmación y la
afirmación aparentemente diferente de que está moralmente obligado a cumplir sus contratos? Si
una afirmación jurídica es diferente de ambas, una predicción de consecuencias y la afirmación
de una obligación moral, ¿cómo, exactamente, es diferente?
Hart se dispuso a responder estas antiguas preguntas en The Concept of Law. Cité su propio
resumen de su respuesta –la tesis de las fuentes– antes. Los detalles de esa tesis son bien cono-
cidos entre filósofos del derecho. Hart creyó que en cada comunidad en que se entablen pre-
tensiones jurídicas la mayor parte de los funcionarios de la comunidad acepta, como una clase
de convención, alguna regla maestra de reconocimiento que identifica qué hechos, históricos u
otros, o eventos hacen verdaderas las pretensiones jurídicas. Estas convenciones podrían ser muy
diferentes de un sistema jurídico a otro: en un lugar la convención maestra podría identificar las
legislaturas y decisiones judiciales pasadas como la fuente de pretensiones jurídicas verdade-
ras, mientras que en otro la convención podría identificar la costumbre o incluso la corrección
moral como la fuente. Qué forma tome la convención, en cualquier comunidad particular, es
una cuestión de hecho social: todo depende de lo que la mayor parte de los funcionarios en esa
comunidad resulta haber acordado como el criterio maestro. Pero es parte del concepto mismo

39
de derecho que en cada comunidad alguna convención maestra existe y selecciona lo que cuenta
como derecho para esa comunidad.
La tesis de las fuentes de Hart es controversial: mi propia opinión de lo que hace a las pre-
tensiones jurídicas verdaderas cuando son verdaderas es muy diferente, como dije. Lo que im-
porta ahora, sin embargo, no es la adecuación de la teoría de Hart sino su carácter. La práctica
jurídica cotidiana de primer orden puede consistir en juicios de valor en competencia: así será,
dijo Hart en el post scríptum, si la regla de reconocimiento maestra de la comunidad utiliza
estándares morales como parte de lo criterios de evaluación de las pretensiones jurídicas válidas.
Pero su propia teoría, insiste él, la cual describe la argumentación jurídica cotidiana, no es una
teoría normativa o evaluativa, no es un juicio de valor de ninguna clase. Es más bien una teoría
empírica o descriptiva que elucida los conceptos que esa argumentación jurídica despliega. La
posición de Hart es un caso especial de la opinión arquimediana estándar de que existe una
división lógica entre el uso cotidiano de conceptos políticos y la elucidación filosófica de ellos.
Su posición está por lo tanto abierta a las mismas objeciones que revisamos contra el arqui-
medianismo en general. En primer lugar, es imposible distinguir las dos clases de afirmaciones
–distinguir las afirmaciones de primer orden de los abogados en la práctica jurídica de afirma-
ciones de segundo orden de filósofos acerca de cómo las afirmaciones de primer orden han de ser
identificadas y evaluadas– de manera suficiente para asignarlas a categorías lógicas distintas. La
tesis de las fuentes de Hart está lejos de ser neutral entre las partes en el caso de la Sra. Sorenson,
por ejemplo. Ninguna “fuente” del tipo que Hart tenía en mente había provisto que las personas
en la posición de la Sra. Sorenson tuvieran derecho a reclamar compensación sobre la base de
cuotas de mercado, o estipulado un estándar moral que pudiera haber tenido ese resultado o
consecuencia. De manera que si Hart está en lo correcto la Sra. Sorenson no puede afirmar que
el derecho está de su lado. En efecto, los abogados de las farmacéuticas dieron en el tribunal
exactamente el mismo argumento que Hart había dado en su libro. Dijeron que su pretensión
fracasa porque nada en el derecho explícito del Estado, identificado según las convenciones ju-
rídicas establecidas, apoya esa pretensión. Los abogados de la Sra. Sorenson argumentaron en
sentido contrario. Negaron la tesis de las fuentes: dijeron que los principios generales inherentes
en el derecho le daban a su cliente el derecho a ganar. De manera que la opinión de Hart no es
neutral en el debate: toma parte. Toma parte, de hecho, en cada disputa jurídica difícil, a favor de
quienes insisten que los derechos de las partes han de ser establecidos enteramente consultando
las fuentes tradicionales del derecho.
De manera que la primera dificultad del arquimedianismo político vale también para la
versión jurídica de Hart. Asimismo la segunda dificultad. ¿En qué sentido se supone que la te-
sis de las fuentes de Hart es “descriptiva”? Desde luego, como él y sus defensores reconocen, la
descripción siempre es ella misma una empresa normativa en algún sentido: cualquier teoría
descriptiva selecciona una explicación de algunos fenómenos como más reveladores o notables
o útiles o algo de ese tipo. Hart aceptó que su análisis del derecho era normativo en el sentido en
que cualquier explicación de cualquier cosa es normativa: quería decir que su teoría es descripti-
va por oposición a moral o éticamente evaluativa. Pero como notamos en el caso de la libertad, la
igualdad y lo demás, existen varios modos de descripción, y debemos preguntar en cuál de esos
modos pretendía él que su teoría fuera descriptiva. Si bien él y sus seguidores han protestado
enérgicamente que mis críticas de su trabajo se basan en malentendidos sobre sus métodos y
sus ambiciones, es difícil encontrar alguna enunciación positiva de cuáles son esos métodos y
ambiciones, mucho menos una que explique su pretensión de estatus descriptivo. En una frase
famosamente desconcertante en la versión original de The Concept of Law, él dijo que el libro de-

40
bería ser entendido como un “ejercicio en sociología descriptiva”. Pero no desarrolló esa escueta
afirmación, y está lejos de ser obvio, como veremos, lo que podría haber querido decir con ello.
Debemos, una vez más, ejercitar nuestra propia imaginación. Antes distinguí tres formas
en las cuales alguien podría pensar que un análisis conceptual de un concepto político es una
empresa descriptiva, y debemos considerar cada una de ellas nuevamente, en este contexto. ¿Es la
tesis de las fuentes una afirmación semántica: aspira a traer a la superficie lingüística los criterios
que los abogados en todas partes, o al menos gran parte de ellos, de hecho siguen cuando hacen
y juzgan pretensiones jurídicas? Hart no pretendió, desde luego, ofrecer una simple definición
de diccionario o conjunto de sinónimos de alguna palabra o frase particular. Pero me parece
plausible que pretendiera hacer una afirmación filosófica más ambiciosa: elucidar los criterios de
aplicación que los abogados y otros pudieran reconocer, después de que él los hubiera indicado,
como las reglas que de hecho siguen al hablar acerca de lo que el derecho requiere o permite.
Yo propuse ese entendimiento de su empresa en Law’s Empire; dije que si mi entendimiento era
correcto su empresa estaba condenada porque no existen criterios compartidos, incluso escon-
didos, para aprobar o rechazar pretensiones jurídicas, incluso entre abogados en jurisdicciones
particulares, mucho menos en cualquier parte. En su post scríptum, Hart niega vigorosamente
que el pretendiera tal cosa; dice que malentendí profundamente su proyecto. Estoy golpeado pero
no abatido: aún creo que mi entendimiento de su empresa en The Concept of Law es el mejor dis-
ponible.18 Aun así, ya que Hart ridiculizó este entendimiento de su proyecto en el post scríptum,
debemos buscar en otra parte.
¿Podría haber pensado que las proposiciones jurídicas forman una clase de clase natural,
como los tigres y el oro, de manera que podrían hacerse descubrimientos acerca de ellos que
contradirían lo que la mayoría de las personas piensa acerca de su verdad o falsedad? Tal como
podríamos descubrir que muchos animales etiquetados “tigre” en los zoológicos no son en rea-
lidad tigres, asimismo, de acuerdo a esta opinión, podríamos descubrir que, lo que sea que las
personas piensen, nada que no se conforme a la tesis de las fuentes es derecho. Los profundos
descubrimientos acerca de las clases naturales parecen a la vez conceptuales –el adn de tigre
puede plausiblemente ser llamado la esencia de la “tigreidad”– y descriptivos. De manera que
esta hipótesis, si pudiéramos aceptarla, explicaría la aparente creencia de Hart de que una in-
vestigación conceptual del derecho podría ser descriptiva pero no semántica. No necesitamos
continuar esto, sin embargo, porque Hart no podría haber pensado que las pretensiones jurídicas
verdaderas formaran una clase natural. Si la libertad no tiene adn, tampoco lo tiene el derecho.
Nos queda la tercera posibilidad que distinguí: que la tesis de las fuentes de Hart pretendie-
ra ser descriptiva a la manera de una generalización empírica de algún tipo. Algún ejército de
antropólogos jurídicos podría concebiblemente reunir toda la información que la historia puede
proveer acerca de las múltiples ocasiones en que las personas han hecho, aceptado o rechazado lo
que consideramos como pretensiones jurídicas. Algún sociólogo con un computador del tamaño
de una habitación y un enorme presupuesto podría esperar analizar ese “Everest” de informa-
ción, no para encontrar la esencia o naturaleza del derecho, sino simplemente para descubrir
patrones y repeticiones en el gran relato. Podría, de manera más ambiciosa, aspirar a identifi-
car leyes de la naturaleza humana: si encuentra que la gente acepta proposiciones jurídicas solo
cuando la tesis de las fuentes las aprueba, por ejemplo, podría esperar explicar ese hecho por
medio de principios darwinianos, quizás, o ecuaciones económicas o algo de ese tipo. O podría

18. Otros están de acuerdo. Véase, e.g. N. Stavropoulos, “Hart’s Semantics” en J. Coleman (ed.), Hart’s Postscript
(Oxford: Oxford University Press, 2001), p. 59.

41
ser mucho menos ambicioso: podría simplemente indicar la regularidad, lo que sería por cierto
suficientemente interesante por sí mismo, y no tratar de explicarla.
¿Habremos de entender que el arquimedianismo de Hart es empírico en el más o en el
menos ambicioso de estos sentidos? Existe una objeción de entrada insuperable: ni Hart ni sus
descendientes han siquiera comenzado los estudios empíricos (que agotarían el tiempo de una
vida) que serían necesarios. No han producido ni un montículo, mucho menos un “Everest” de
información. Existe una ulterior objeción de entrada, al menos en el caso de Hart. Sería excesi-
vamente raro referirse a cualquier estudio empírico o generalización tal como orientada a descu-
brir el concepto o la naturaleza o la idea misma de derecho, y tan extraño llamar a un libro que
supuestamente dé cuenta de esos descubrimientos The Concept of Law. Imaginen un economista
diciendo que las leyes de Ricardo exponen el concepto mismo de renta o ganancia, por ejemplo.
Tras estas dificultades de entrada yace una dificultad incluso más grande. Si concebimos las
teorías de Hart –o las de sus descendientes– como generalizaciones empíricas, debemos conce-
der de una vez que son además fracasos espectaculares. Sería necesaria, dije, una montaña de
información dar apoyo a la tesis de las fuentes como generalización empírica, pero bastan solo
unos pocos contraejemplos para refutarla, y estos están por todas partes. Existe ahora un vigo-
roso debate en Estados Unidos acerca de si la pena de muerte es constitucional. El argumento
depende de si acaso la Octava Enmienda a la Constitución, la cual prohíbe “castigos crueles
e inusuales”, incorpora algún estándar moral para determinar las penas apropiadas, el cual la
pena de muerte bien podría pensarse que incumple, o si, por el contrario, no incorpora ningún
estándar moral sino que en cambio prohíbe solo penas que los estadistas y políticos que hicieron
la enmienda –o el público general al cual estaba dirigida– creyeran crueles. Si asumimos que
la pena de muerte es de hecho inaceptablemente cruel, pero que casi nadie lo creyó así en el
siglo xviii, entonces los abogados que aceptan la primera de estas interpretaciones creerán que
el derecho constitucional prohíbe la pena de muerte y quienes aceptan la segunda creerán que
permite la pena de muerte. Quienes argumentan a favor de la primera lectura (o lectura moral)
obviamente contradicen la tesis de las fuentes, ya que ninguna fuente social ha ordenado que
la Octava Enmienda sea leída de manera que incorpore la moral. Pero como ninguna fuente
ha resuelto que la moral no es relevante, quienes argumentan contra la lectura moral también
contradicen la tesis de las fuentes.
Hart dijo que la moral se vuelve relevante para identificar el derecho cuando alguna “fuente”
ha decretado que la moral debería tener ese rol, y dio las abstractas cláusulas de la Constitución
estadounidense como ejemplos. Pero malentendió el estado del derecho constitucional esta-
dounidense. No existe un consenso a favor o en contra de la lectura moral de la Constitución: por
el contrario, es una cuestión de feroz desacuerdo. Yo, entre otros, apruebo la lectura moral que
Hart aparentemente tiene en mente.19 Pero otros, incluyendo el Juez Antonin Scalia de la Corte
Suprema de los Estados Unidos, y un conocido ex juez, Robert Bork, acusan a la lectura moral de
ser profundamente errónea.20 No existe ninguna convención a favor o en contra de ella, ninguna
regla de reconocimiento básica a partir de la cual uno de los lados pudiera esperar apoyar las
proposiciones de derecho constitucional que sin embargo afirman ser verdaderas.

19. Véase Freedom’s Law.


20. Véase el debate entre el Juez Scalia y yo mismo en A. Scalia, A Matter of Interpretation (Princeton: Princeton
University Press, 1997), p. 117. Véase también mi artículo “The Arduous Virtue of Fidelity: Orginialism, Scalia,
Tribe and Berve”, 65 Fordham L Review 1249, Marzo, 1997.

42
4. El valor de la legalidad

A. La legalidad

¿Un nuevo comienzo? Afirmé antes que los conceptos políticos son conceptos de valor, y que los
filósofos políticos deberían apuntar a mostrar más precisamente, en cada uno de ello, dónde yace
su valor. Afirmé que ya que los valores políticos son integrados más bien que desvinculados, este
proyecto debe encontrar el lugar de cada valor en una red de convicción mayor y mutuamente
apoyada que muestre las conexiones de apoyo entre los valores morales y políticos en general y
luego las sitúe en el contexto aún mayor de la ética. Esta imagen de la filosofía política no solo
es enormemente ambiciosa (solo puede imaginarse de forma cooperativa), sino que es también,
como he concedido, muy contraria a la moda contemporánea. No está en el espíritu del modesto
pluralismo de valores. Aspira, en cambio, a un objetivo utópico y nunca hecho realidad: la unidad
del valor de Platón.
Deberíamos tratar de acercarnos a los antiguos problemas del derecho de esa forma. Ne-
cesitamos encontrar, sin embargo, un valor político que esté vinculado con esos problemas de
la manera correcta. Debe ser un valor real, como la libertad, la democracia y los demás, y debe
ser ampliamente aceptado como un valor real, al menos si nuestro proyecto ha de tener alguna
oportunidad de influencia. El valor debe, sin embargo, funcionar, dentro de nuestra comunidad,
como un valor interpretativo: quienes lo aceptan como un valor deben sin embargo estar en
desacuerdo acerca de qué valor es precisamente, y deben estar en desacuerdo, en consecuencia,
al menos hasta cierto punto, acerca de cuáles arreglos políticos lo satisfacen, o cuáles lo satisfacen
mejor y cuáles peor. Debe ser un valor distintivamente jurídico tan fundamental a la práctica
jurídica que comprender mejor el valor nos ayudará a entender mejor lo que las pretensiones
jurídicas significan y qué las hace verdaderas o falsas. Debemos ser capaces de ver, por ejemplo,
cómo una concepción específica del valor generaría la tesis de las fuentes, y cómo otras concep-
ciones generarían las muy distintas teorías del derecho que son parte también de la literatura de
la filosofía del derecho. Debemos ser capaces de ver cómo el abrazar una concepción del valor
antes que otra significaría alcanzar una decisión antes que otra en el caso de la Sra. Sorenson.
Debería ser claro ahora cuál es ese valor: es el valor de la legalidad, o, como es más grandio-
samente llamada a veces, el gobierno de la ley. La legalidad es un valor real, y es un valor distin-
tivamente jurídico. Muchas personas piensan, por ejemplo, que los juicios de Nuremberg en los
cuales los líderes nazis fueron enjuiciados y sentenciados después de la Segunda Guerra Mundial
ofendieron la legalidad aunque estaban justificados por otros valores políticos –la justicia o la
eficiencia, por ejemplo–. La legalidad es, más aún, un valor muy popular. Ha sido abrazada mu-
cho más ampliamente, y a lo largo de muchos más siglos, que otros valores que discutí antes, y
es ampliamente considerada de importancia aún más fundamental que aquellos lo son. Los filó-
sofos clásicos y medievales analizaron y celebraron la legalidad mucho antes que otros filósofos
celebraran la libertad, mucho menos la igualdad.
Desde el principio, además, la legalidad fue un ideal interpretativo, y lo sigue siendo para
nosotros. Existen varias formas de enunciar el valor abstractamente. La legalidad entra en juego
podríamos decir, cuando los funcionarios políticos despliegan el poder coactivo del estado direc-
tamente contra personas o cuerpos o grupos particulares –arrestando o castigándoles, por ejem-
plo, o forzándoles a pagar multas o indemnizaciones–. La legalidad insiste en que el poder sea
ejercido solo de acuerdo a estándares establecidos en la manera correcta antes de ese ejercicio.
Pero esa formulación abstracta es, por sí sola, casi completamente vacía: resta ser especificado

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qué tipo de estándares satisfacen las exigencias de la legalidad, y qué cuenta como el estableci-
miento correcto y anticipado de un estándar. Las personas están notablemente en desacuerdo
en torno a estos asuntos. Algunos afirman, como acabo de notar, que los juicios de Nuremberg
ofendieron la legalidad, sea o no que estuvieran finalmente justificados por algún otro valor.
Pero otros afirman que los juicios protegieron o realzaron los verdaderos ideales de la legalidad.
Las personas están en desacuerdo ahora, de manera similar, acerca de los juicios a dictadores
depuestos por actos inhumanos no condenados por el derecho local cuando actuaron, y acerca
de los juicios a los maleantes de los Balcanes en tribunales penales internacionales. Estas distintas
visiones representan una adherencia común al valor de la legalidad, pero distintas concepciones
de lo que la legalidad es.
Tampoco puede haber mucha duda acerca de la conexión entre el valor de la legalidad y
el problema de identificar pretensiones jurídicas verdades o válidas. Las concepciones de la le-
galidad difieren, como dije, respecto a qué tipo de estándares son suficientes para satisfacer la
legalidad y de qué forma estos estándares deben ser establecidos anticipadamente; las pretensio-
nes jurídicas son afirmaciones acerca de cuáles estándares del tipo correcto han sido de hecho
establecidos de la forma correcta. Una concepción de la legalidad es, por lo tanto, una explicación
general sobre cómo decidir cuáles pretensiones jurídicas particulares son verdaderas: la tesis de
las fuentes de Hart es una concepción de la legalidad. No lograríamos entender mucho la lega-
lidad o el derecho si negáramos esta íntima conexión entre las concepciones de la legalidad y la
identificación de pretensiones jurídicas verdaderas. Podemos pensar sensatamente que si bien el
derecho rechaza las pretensiones de la Sra. Sorenson de ser indemnizada de acuerdo a las cuotas
de mercado, la justicia apoya su pretensión. O (de manera menos plausible) al revés: que si bien
el derecho le concede la pretensión, la justicia la condena. Pero sería un sinsentido suponer que
si bien el derecho, adecuadamente entendido, le concede el derecho a ser compensada, el valor
de la legalidad da razones en contra de ello. O que si bien el derecho, adecuadamente entendido,
le niega el derecho a ser compensada, se cumpliría con la legalidad, sin embargo, haciendo que
las compañías pagaran.
Podemos rescatar las preguntas importantes de la filosofía del derecho del oscurantismo
arquimediano atacándolas de esta forma distinta. Entendemos mejor la práctica jurídica, y ha-
cemos más inteligible el sentido de las proposiciones jurídicas, llevando a cabo una empresa
explícitamente normativa y política: refinando y defendiendo concepciones de la legalidad y
formulando criterios de evaluación de pretensiones jurídicas concretas a partir de las concep-
ciones preferidas. Está fuera de lugar entender que las teorías del derecho así construidas sean
meramente “descriptivas”. Son conceptuales, pero solo en el sentido normativo, interpretativo,
en el cual las teorías de la justicia, así como las teorías de la democracia, la libertad, y la igualdad
son conceptuales. Pueden ser, como tales teorías, más o menos ambiciosas. Las más ambiciosas
tratan de encontrar apoyo para sus concepciones de la legalidad en otros valores políticos, o más
bien –porque el proceso no se mueve en solo una dirección– tratan de encontrar apoyo para una
concepción de la legalidad en un conjunto de otros valores políticos relacionados, entendidos
cada uno de estos a su vez de manera que refleja y es apoyada por esa concepción de la legalidad.
Ofrezco mi propio libro, Law’s Empire, como un ejemplo más elaborado de lo que tengo
en mente. No enfaticé ahí la palabra “legalidad”, pero sí apelé a ese valor: afirmé que una teoría
filosófica del derecho debe comenzar en algún entendimiento del sentido de la práctica jurídica
como un todo. No estaba entonces tan preocupado de aislar y refinar los otros valores que cual-
quier explicación persuasiva del sentido del derecho implicaría. Pero la descripción más ambi-
ciosa de la filosofía del derecho que he descrito ahora me ayuda a entender mejor, y espero que a

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desarrollar de mejor manera, asuntos que no fueron desarrollados suficientemente o que fueron
ignorados en el libro. Afirmé ahí, por ejemplo, que identificar proposiciones jurídicas verdaderas
es una cuestión de interpretar la información jurídica constructivamente, y que la interpretación
constructiva aspira a ajustarse a la información tanto como a justificarla. Advertí que “ajuste” y
“justificación” son solo nombres para dos dimensiones aproximadas de la interpretación, y que
un refinamiento ulterior requeriría un análisis más cuidadoso de otros valores políticos distintos
a través de los cuales entender esas dimensiones más minuciosamente, de manera que pudiéra-
mos ver, por ejemplo, cómo integrarlos en un juicio general de superioridad interpretativa cuan-
do halan en direcciones opuestas. Los conceptos políticos claves que deben ser explorados de
esta forma, me parece ahora, son aquellos de imparcialidad procedimental, el cual es el corazón
de la dimensión de ajuste, y de justicia sustantiva, el cual es el corazón de la justificación política.
Entender mejor el concepto de legalidad, en otras palabras, conlleva extender la discusión sobre
la adjudicación hasta incluir un estudio de estos valores ulteriores, y aunque sería sorprendente
si ese estudio más profundo no alterara nuestro entendimiento del derecho de alguna forma,
sería también sorprendente si nuestro entendimiento del derecho no produjera entendimientos
al menos algo diferentes de la imparcialidad y la justicia también. Una reinterpretación de amplio
alcance de los valores políticos no deja nada enteramente como estaba.

B. La filosofía del derecho reconsiderada

¿Podemos interpretar las principales tradiciones o escuelas de la filosofía del derecho como refle-
jando (y por lo tanto como diferentes entre sí en relación a) distintas concepciones de la legali-
dad? Ese valor insiste en que el poder coactivo de una comunidad política debería ser desplegado
en contra de sus ciudadanos solo de acuerdo a estándares establecidos con anticipación a ese
despliegue. ¿Qué tipo de estándares? ¿Establecidos de qué manera? Atacamos estas preguntas
proponiendo alguna lectura del valor de la legalidad –algún supuesto propósito que es promovi-
do por medio de restringir de esa forma el uso del poder político– y esta lectura debe involucrar,
como he afirmado varias veces ya, otro valores que reconozcamos. Si es suficientemente ambicio-
sa, involucrará un gran número de ellos en lo que antes llamé una red de convicción. Sin embar-
go, distintas concepciones seleccionarán distintos valores conectados como más importantes en
esa mezcla: las concepciones diferirán, podríamos decir, en la importancia que cada una asigna a
los distintos valores al crear el campo magnético local en el cual sitúa la legalidad.
Las escuelas o tradiciones de la filosofía del derecho están formadas por grandes diferen-
cias en el carácter de estas elecciones. Tres importantes tradiciones, de hecho, se han formado
por sus elecciones rivales de los valores políticos de la precisión, la eficiencia, y la imparcialidad
como valores localmente influyentes. Exploraré cada una de estas tres tradiciones bajo esa luz,
pero quiero enfatizar particularmente, con anticipación, que no estoy sugiriendo que alguna de
las tradiciones que describo haya elegido uno de estos tres valores como la clave exclusiva de la
legalidad, y menospreciara o descuidara todos los otros. Sostengo que la tradición iuspositivista
enfatiza la relación entre la legalidad y la eficiencia, por ejemplo, pero no quiero decir que los
positivistas hayan sido insensibles al gobierno bueno o equitativo. Los positivistas difieren entre
ellos, no solo porque sostienen entendimientos algo distintos de lo que la eficiencia política sig-
nifica, y por qué es valiosa, sino también porque sostienen entendimientos distintos, reflejados
en los detalles de sus posiciones, acerca del carácter y la fuerza de muchos otros ideales políticos,
y mencionaré algunos de esos otros valores a los cuales distintos positivistas han apelado para
dar forma y reforzar la confianza dominante en la eficiencia. Mi división tripartita distingue los

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centros de gravedad de grupos o escuelas teóricas distintas; no tiene la intención de agotar la
complejidad o explicar los detalles de ninguna de estas teorías.
Precisión. Con precisión me refiero al poder de los funcionarios políticos para ejercer el
poder coactivo del estado de una manera sustantivamente justa y prudente. La legalidad promue-
ve la precisión si es más probable que los actos oficiales sean prudentes o justos si son regidos
por estándares determinados que si solamente representan el juicio actual de algún funcionario
acerca de lo que sería justo o prudente. No es inmediatamente evidente que eso será siempre,
o siquiera usualmente, el caso. Platón afirmó que la legalidad entorpecería la precisión si los
funcionarios cuyo poder controla fueran personas de gran conocimiento, perspicacia y carácter,
porque sabrían más acerca del caso inmediato que quienes habían establecido las leyes en el
pasado, y serían sensibles a los aspectos particulares del caso que pudieran exigir o justificar un
trato distinto. Pero existen al menos dos razones posibles para pensar que sin embargo la legali-
dad aumenta la precisión. La primera apela a razones contingentes, institucionales, históricas, u
otras, para pensar que es sin embargo probable que el juicio de los legisladores pasados, a pesar
de su distancia respecto de algún problema o asunto inmediato, sea mejor que el instinto o la
decisión de los funcionarios contemporáneos. Platón aprobaba la legalidad, a pesar de la reserva
que acabo de relatar, por ese tipo de razón. Los filósofos reyes rara vez están en el poder, afirmó,
y, particularmente en una democracia, las personas que están efectivamente a cargo están mal in-
formadas, son incompetentes, corruptas, auto-interesadas o todo eso. En esas desafortunadas cir-
cunstancias, afirmó, es mejor que los funcionarios estén obligados a seguir lo que fue establecido
en el pasado, porque no puede confiarse en que tomarán una buena decisión contemporánea
por sí solos. Los conservadores, como Burke o Blackstone, a menudo defendieron la legalidad
de manera muy similar. Pensaban que el derecho establecido era un depósito de sabiduría acu-
mulada y pensamiento claro, y era por tanto más confiable que las decisiones, particularmente
aquellas tomadas en el fervor de algún momento, de individuos de carácter, conocimiento, y
habilidad limitados.
La segunda razón para suponer que la legalidad aumenta la precisión es muy distinta: para
suponer que los estándares establecidos son más prudentes o más justos que las decisiones caso
a caso depende, no de alguna razón contingente, sino de una concepción de la legalidad que per-
mite que los criterios para identificar los estándares establecidos promuevan o incluso garanticen
ese resultado. Los teóricos medievales de la ley natural pensaban que buen gobierno significaba
gobierno en acuerdo con la voluntad de Dios, que la voluntad de Dios estaba expresada en leyes
de la naturaleza morales, y que los sacerdotes y gobernantes divinamente inspirados eran guías
confiables hacia esa ley. Se sentían naturalmente atraídos, entonces, hacia una concepción de la
legalidad que enfatizaba esas afortunadas conexiones entre la legalidad y la virtud política, y, por
tanto, se sentían atraídos hacia criterios de identificación del derecho que incluían una exigencia
de valor o aceptabilidad morales. No hay nada en el concepto abstracto de legalidad que excluya
esa conexión, y si el verdadero valor de la legalidad es identificado solo por medio una concep-
ción que la formaliza, entonces esa concepción parecerá, a quienes acepten los conjuntos de
entendimientos en los cuales calza, irresistible. La tradición de la ley natural, en sus varias formas
y manifestaciones, supone esa forma de entender por qué la legalidad tiene el valor que tiene.
Eficiencia. Jeremy Bentham, el fundador de al menos la forma británica del positivismo
jurídico, no se sentía, sin embargo, atraído hacia ninguno de estos dos conjuntos de supuestos.
No supuso que estándares viejos fuesen buenos estándares; por el contrario, era un inquieto
innovador, incluso radical. No creía que la ley moral fuese evidente en la naturaleza de Dios:
pensaba, por el contrario, que la idea misma de derechos naturales es un sinsentido sobre zancos.

46
Su concepción de la virtud de la legalidad descansaba no en la precisión sino en la eficiencia. La
moral política, pensaba, se halla en el mayor bien del mayor número, y eso puede asegurarse de
mejor manera, no por medio de distintas decisiones coactivas o políticas tomadas por distin-
tos funcionarios apoyados en sus propios, inmediatos y diversos juicios, sino por medio de un
detallado esquema de políticas cuyas complejas consecuencias pueden ser estimadas cuidado-
samente con anticipación, y las cuales pueden ser establecidas en detalle, preferentemente en
minuciosos códigos, y hechos cumplir al pie de la letra. Solo de esa forma pueden ser resueltos
los enormes problemas de coordinación que el gobierno de una sociedad compleja enfrenta. El
positivismo jurídico es un resultado natural de ese entendimiento del verdadero sentido y valor
de la legalidad. La eficiencia se ve comprometida o es socavada por entero, pensaba, cuando se
incluyen criterios morales entre los criterios de identificación del derecho, porque los criterios
morales permiten que los ciudadanos y funcionarios (que están en desacuerdo, a menudo vigo-
rosamente, acerca de lo que la moral exige) introduzcan sus propios juicios acerca de qué están-
dares han sido establecidos: la consiguiente desorganización no producirá utilidad sino caos. De
manera que Bentham y sus seguidores insistían en que el derecho es lo que sea que, y solo lo que,
el gobernante soberano o el parlamento ha decretado: el derecho se detiene donde termina el
decreto. Solo ese entendimiento puede proteger la eficiencia del derecho.
Los positivistas posteriores han sido fieles a esa fe: todos ellos enfatizan el papel del derecho
en poner una guía precisa en lugar de las incertidumbres de las imprecaciones consuetudinarias
o morales. Hart escribió, muy en el espíritu de Thomas Hobbes, un positivista de una época más
temprana, que la legalidad cura las ineficiencias de un mítico estado de naturaleza o consuetu-
dinario anterior al derecho. Joseph Raz sostiene que el corazón de la legalidad es la autoridad, y
que la autoridad es dañada o socavada a menos que sus instrucciones puedan ser identificadas
sin recurrir al tipo de razones para la acción que los ciudadanos tienen antes de que la autoridad
haya hablado. La autoridad no puede servir a su propósito, insiste, a menos que las instrucciones
reemplacen más bien que solo se sumen a las razones que las personas ya tienen.
Como afirmé, la eficiencia no es el único valor que los positivistas toman en cuenta al for-
mar sus concepciones de la legalidad, y vale la pena notar algunos de los otros. Bentham, por
ejemplo, pensaba que era importante que el público retuviera un saludable sentido de la sospecha
e incluso escepticismo respecto del valor moral de sus leyes: deberían entender la diferencia entre
el derecho como es y el derecho como debería ser. Le preocupaba que si los jueces pudieran con
propiedad apelar a la moral al decidir lo que el derecho es, entonces esta crucial línea sería des-
dibujada: las personas podrían asumir que lo que fuera que los jueces declararan ser derecho no
podía ser muy malo porque ha aprobado ese examen moral. Liam Murphy, entre los positivistas
contemporáneos, ha apelado a la importancia de la alerta pública al defender su propio entendi-
miento positivista del valor de la legalidad.21 Hart estaba interesado, no solo en la eficiencia, sino
en un aspecto independiente de la imparcialidad política. Si el derecho de una comunidad puede
ser determinado simplemente descubriendo lo que las fuentes sociales pertinentes –la legislatu-
ra, por ejemplo– han declarado, entonces los ciudadanos se encuentran claramente advertidos
respecto de cuándo el estado intervendrá en sus asuntos para ayudar, obstruir o castigarlos. Si,
por otro lado, las decisiones de esas fuentes pueden ser complementadas o calificadas por consi-
deraciones y principios morales, los ciudadanos no pueden saber tan fácilmente o con la misma
seguridad en qué posición se encuentran. En Estados Unidos, algunos abogados constitucio-
nalistas son atraídos a una versión del positivismo por una razón completamente distinta. Si se

21. Véase L. Murphy “The Political Question of the Concept of Law”, en Hart’s Postscript.

47
reconoce que la moral está entre los criterios de identificación del derecho, entonces los jueces
cuyas propias opiniones morales son decisivas en casos constitucionales tienen un poder mucho
mayor sobre los ciudadanos comunes que si se entiende que la moral es irrelevante para su labor.
Particularmente cuando los jueces son designados en vez de elegidos, y no pueden ser depuestos
por voluntad popular, este agrandamiento de su poder es antidemocrático.22
De manera que los positivistas pueden defender su concepción de la legalidad, la cual insiste
en que la moral no es pertinente para la identificación del derecho, por medio de mostrar cuán
bien la legalidad así entendida sirve a la eficiencia, y también a estos otros valores. Esa defensa
supone, desde luego, concepciones particulares de esos otros valores, y esas concepciones pueden
ser y han sido cuestionadas. Podría sostenerse que eficiencia política significa coordinar el com-
portamiento de una población hacia objetivos buenos, por ejemplo, en vez de simplemente cual-
quier objetivo, que se da suficiente clara advertencia, al menos en algunos contextos, por medio
de la promesa o amenaza de que se aplicarán estándares morales al juzgar comportamientos par-
ticulares, que el juicio crítico de una población es aguzado, no disminuido, por un entendimiento
“protestante” del derecho que le permite estar en desacuerdo, en parte por razones morales, con
las declaraciones oficiales de lo que el derecho exige, y que la democracia significa no solo la regla
de la mayoría sino la regla de la mayoría sujeta a las condiciones, que son condiciones morales,
que hacen justa a la regla de la mayoría. El positivismo rechaza este entendimiento, y otros alter-
nativos, esto es, no solo selecciona cuáles valores políticos enfatizar al construir una explicación
de la legalidad, sino que además interpreta esos otros valores, de manera controversial a la luz de
su propia concepción de la legalidad. No hay nada que arriesgue circularidad en esta compleja
interacción conceptual; por el contrario, es exactamente lo que el proyecto filosófico de situar un
valor político como la legalidad en una red mayor requiere.
Integridad. La eficiencia del gobierno, en cualquier concepción plausible de lo que eso signi-
fica, es claramente un importante producto de la legalidad, y cualquier explicación plausible del
valor de la legalidad debe enfatizar ese hecho. Ningún gobernante, incluso un tirano, sobrevive
por mucho tiempo o alcanza sus objetivos, incluso objetivos muy malos, si abandona por com-
pleto la legalidad por el capricho o el terror. Pero existe otro importante valor, uno que no está
en competencia con la eficiencia, sino que es suficientemente independiente de ella como para
proveer, para quienes lo consideran de gran importancia, una concepción distintiva de para qué
sirve la legalidad. Esta es la integridad política, lo que significa igualdad ante la ley, no solo en el
sentido de que el derecho sea hecho valer tal como esté escrito, sino en el sentido más trascen-
dente de que el gobierno debe gobernar bajo un conjunto de principios que sean en principio
aplicables a todos. La coacción o el castigo arbitrario viola esa dimensión crucial de la igualdad
política, incluso si, de vez en cuando, hace más eficiente al gobierno.
La integridad ha sido un ideal popular entre los filósofos políticos por siglos, y su conexión
con la legalidad ha sido destacada a menudo. La conexión se expresa a veces bajo la rúbrica de
que para el gobierno de la ley, ningún hombre está sobre la ley; pero la fuerza de esa afirmación,
como las variadas discusiones ponen en claro, no se agota en la idea de que cada ley debería ser
hecha valer para todos de acuerdo a sus términos. Esa estipulación sería satisfecha por leyes que,
en sus términos, se aplicaran solo a los pobres, o eximieran a los privilegiados, y los filósofos
que describen la legalidad de esta forma tienen en mente la igualdad ante la ley sustantiva y no
solo formal. A.V. Dicey, por ejemplo, en su clásico estudio de la Constitución británica, traza la
siguiente distinción:

22. Elaboro y critico este argumento que va de la democracia al positivismo en Freedom’s Law.

48
Queremos decir, en segundo lugar, cuando hablamos del gobierno de la ley […] no solo que
con nosotros ningún hombre está sobre la ley, sino (lo que es distinto) que aquí cada hom-
bre, cualquiera sea su rango o condición, está sujeto a la ley ordinaria del reino.

Luego se refiere a esto como “la idea de igualdad jurídica”.23 F.A. Hayek hace aproximada-
mente la misma afirmación aunque, lo que no sorprende, la asocia con la libertad antes que con
la igualdad. Escribió en un trabajo clásico:

La concepción de la libertad bajo el derecho que es la principal preocupación de este libro


descansa sobre la opinión de que cuando obedecemos las leyes, en el sentido de reglas abs-
tractas generales establecidas sin consideración de su aplicación a nosotros, no estamos
sujetos a la voluntad de otro hombre y somos por lo tanto libres […] Esto, sin embargo,
es verdadero solo si con “ley” queremos decir las reglas generales que se aplican a todos
por igual. Esta generalidad es probablemente el aspecto más importante de ese atributo del
derecho al cual hemos llamado su “abstracción”. Tal como una verdadera ley no debería
nombrar ningún particular, así especialmente no debería distinguir ninguna persona espe-
cífica o grupo de personas.24

Si asociamos la legalidad con la integridad de esta forma, entonces favoreceremos una con-
cepción de aquella que refleje y realce esa asociación. Preferimos una explicación de lo que el
derecho es, y de cómo ha de ser identificado, que incorpora el valor –la integridad– cuya perti-
nencia e importancia reconocemos. Si una forma de decidir el caso de la Sra. Sorenson la tratará
como igual ante la ley, en el sentido que la integridad supone, y otra no lo hará, entonces pre-
ferimos una concepción de la legalidad que alienta la primera decisión y desalienta la segunda.
Traté de construir un concepción tal del derecho en Law’s Empire; la describí brevemente antes en
este ensayo y no extenderé esa descripción ahora. Quiero enfatizar, en cambio, que Law’s Empire
presenta solo una forma en la cual integridad y legalidad pueden ser entendidas una en términos
de la otra, y los lectores que estén insatisfechos con mi propia construcción no deberían rechazar
por esa razón el proyecto general.
Supongo que debería, sin embargo, prevenir una objeción distinta que alguien podría que-
rer hacer en este punto. Podría objetar que la decisión correcta en el caso de la Sra. Sorenson
depende de lo que el derecho realmente es, no de lo que nos gustaría que el derecho fuera por-
que nos sentimos atraídos hacia algún otro ideal, como la integridad. Pero, como he tratado de
argumentar a lo largo de muchas páginas, no podemos identificar los criterios correctos para
decidir lo que el derecho realmente es sin desplegar y defender una concepción de la legalidad,
y no podemos hacer eso sin decidir qué es realmente bueno, si algo lo es, sobre la legalidad.
La filosofía del derecho es un ejercicio de moral política sustantiva. Desde luego, no podemos
proponer exitosamente un análisis de la legalidad que no tenga relación con la práctica jurídica:
una explicación exitosa de cualquier valor debe ser capaz de ser visto como una explicación de
ese valor como este existe y funciona en un esquema de valores que compartimos. Tal como
una afirmación sobre los derechos de la Sra. Sorenson debe ajustarse a la práctica jurídica de la
jurisdicción en la cual el caso surge, asimismo cualquier afirmación acerca de lo que la legalidad
es debe ajustarse a la práctica jurídica de manera más general. Pero más de una concepción

23. A.V. Dicey, Introduction to the Study of the Law of the Constitution (8va ed., 1915), p. 114.
24. F.A. Hayek, The Constitution of Liberty (London: Routledge, 1960), p. 153.

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de la legalidad se ajustará suficientemente bien; por eso tenemos diferentes filosofías judiciales
representadas incluso en el mismo estrado. El borde filoso de un argumento iusfilosófico es su
borde moral.

C. Positivismo interpretativo

Las dificultades que he estado describiendo en la metodología proclamada por Hart, la cual in-
siste en que las teorías del derecho son descriptivas y neutrales, pueden todas ser curadas refun-
diendo sus argumentos de la manera interpretativa que he estado sugiriendo. Nos esforzamos
por entender la legalidad por medio de entender qué es distintivamente importante y valioso en
ella, y nos sentimos tentados, inicialmente, por la idea de que la legalidad es importante porque
provee autoridad en circunstancias en las cuales se necesita de la autoridad. Pero esa afirmación
sugiere una pregunta conceptual ulterior. La autoridad, también, es un concepto controvertido:
necesitamos una explicación de la autoridad que muestre cuál es el valor en ella. La clave para
esa pregunta ulterior se halla en la mezcla de otros valores que los positivistas jurídicos han ce-
lebrado, y, particularmente, en la eficiencia que la autoridad trae. Como positivistas de Hobbes
a Hart han señalado, y como la historia ha confirmado ampliamente, la autoridad política hace
posible las políticas y la coordinación, y si bien las políticas y la coordinación pueden no fun-
cionar en beneficio de todos, a menudo, quizás incluso usualmente, sí lo hacen. Somos guiados
por esta matriz de ideas mayor cuando nos decidimos por concepciones de los distintos concep-
tos que involucra: los conceptos de legalidad, eficiencia y autoridad. Debemos decidirnos por
concepciones de cada uno que les permitan cumplir su papel en el relato mayor.
De manera que adoptamos una concepción positivista “excluyente” de la legalidad, la cual
insiste en que la moral no juega papel alguno en la identificación de pretensiones jurídicas ver-
daderas, y también adoptamos lo que Joseph Raz llama una concepción de la autoridad como
“servicio”, la cual insiste en que no existe un ejercicio de autoridad sino cuando lo que ha sido
instruido puede ser identificado sin recurrir a razones respecto de las cuales la instrucción tiene
el propósito de resolver y reemplazar.25 Ya no suponemos que estas afirmaciones conceptuales
sean excavaciones neutrales, arquimedianas, de reglas enterradas en los conceptos que cualquie-
ra con una comprensión plena del concepto o un conocimiento pleno del lenguaje reconocerá.
Aún podemos afirmar, como han hecho los positivistas, que hemos identificado los aspectos so-
bresalientes de nuestros conceptos que nos ayudan a entendernos a nosotros mismos o a nuestra
práctica o a nuestro mundo de la mejor forma. Pero ahora hacemos explícito lo que es oscuro en
esas poco útiles afirmaciones: nos entendemos mejor a nosotros mismos y a nuestras prácticas
de una forma particular; diseñando concepciones de nuestros valores que muestran lo que, tras
reflexionar, hallamos más valioso en ellos, en cada uno y en el todo. No tenemos la pretensión de
que nuestras conclusiones no sean controversiales o estén desvinculadas de la decisión política
concreta. Si nuestras construcciones muestran que la mayor parte de lo que la mayoría de la gente
piensa sobre el derecho es un error –si muestran que las pretensiones jurídicas que ambas partes
en el caso de la Sra. Sorenson entablan están equivocadas porque ninguna de ellas respeta la tesis
de las fuentes– entonces eso no es un bochorno para nosotros, no más de lo que sería si nues-
tras conclusiones acerca de la igualdad mostraran que la mayoría de la gente ha malentendido
constantemente lo que la igualdad realmente es.

25. Véase J. Raz, Ethics in the Public Domain: Essays in the Morality of Law and Politics (Oxford: Oxford University
Press, 1994).

50
Esto es, pienso, lo mejor que podemos hacer por las afirmaciones centrales del positivismo
jurídico. Suena vacío y artificial, lo sé, porque de hecho no volvería nuestro derecho más deter-
minado o predecible o nuestro gobierno más eficiente o eficaz si nuestros jueces se convirtieran
súbitamente al positivismo jurídico e hicieran valer explícita y rigurosamente la tesis de las fuen-
tes. Por el contrario, los jueces se apoyarían entonces mucho menos en afirmaciones jurídicas
de lo que lo hacen ahora. Si estoy en lo correcto, los jueces estadounidenses se verían forzados
a declarar que no hay derecho alguno en Estados Unidos, excepto las palabras desnudas y sin
interpretar de la Constitución.26 Incluso si de alguna forma evitaran esa aterradora conclusión,
se verían forzados a subvertir más bien que a promover la legalidad, incluso sobre la base de la
concepción positivista de esa virtud, porque se verían forzados a declarar muy a menudo que el
derecho no dice nada acerca del asunto controvertido, o que el derecho es demasiado injusto o
imprudente o ineficaz para ser hecho valer. Los jueces que consideraran intolerable que Sorenson
no fuese indemnizada, por ejemplo, se verían obligados a declarar que, a pesar del hecho de que
el derecho favorezca a los demandados, ignorarían el derecho e ignorarían por tanto la legalidad
y le concederían una compensación. Anunciarían que tenían “discreción” para cambiar el de-
recho (o, lo que resulta ser lo mismo, para llenar las lagunas jurídicas que habían descubierto)
mediante el ejercicio de un nuevo poder legislativo que contradice el entendimiento más básico
de lo que la legalidad requiere.
De manera que puede parecer perverso, o al menos mezquino, que atribuya a los positi-
vistas un argumento tan contraproducente a favor de su posición. Pero deberíamos notar que
cuando el positivismo fue propuesto por primera vez, y cuando era una real fuerza entre los
abogados y jueces más que solo una posición académica, la situación política era muy diferente.
Bentham, por ejemplo, escribió en una época con un comercio más sencillo y estable y una
cultura moral más homogénea: podía esperar plausiblemente, como hizo, que rara vez las codifi-
caciones dejarían lagunas o necesitarían interpretación controversial. En esas circunstancias, los
jueces que esgrimieran criterios morales de identificación del derecho suponían una particular
amenaza a la eficiencia utilitarista que podía ser evitada de la manera más sencilla negándoles
cualquier poder tal. Incluso en los años tempranos del último siglo, los abogados progresistas
compartían las opiniones de Bentham: el progreso, pensaban, podía lograrse por medio de agen-
cias administrativas, que actuaran bajo amplios mandatos parlamentarios, y emitieran detalladas
regulaciones que pudieran ser aplicadas y hechas valer por técnicos. O, en los Estados Unidos,
por medio de detallados códigos uniformes compilados por un instituto jurídico nacional guiado
por abogados académicos y propuestos para ser adoptados por los varios estados. Una vez más,
en esta atmósfera, los jueces que reclamaban el poder para destilar principios morales a partir de
un antiguo e inadecuado derecho común parecían arcaicos, conservadores, y caóticos. El peligro
de tal pretensión fue ilustrado brillantemente por la decisión de 1904 de la Corte Suprema sobre
el caso Lochner, la que sostuvo que la concepción de la libertad contenida en la Decimocuarta
Enmienda hacía inconstitucional la legislación progresista que limitaba el número de horas que
podía pedirse a los panaderos que trabajaran cada día. El positivismo jurídico, pensaban los
progresistas, salvaba al derecho de tal moral reaccionaria.
El positivismo de Oliver Wendell Holmes era una doctrina jurídica operante: él invocó el
positivismo al disentir de las decisiones de la Corte Suprema en las cuales, en su opinión, los

26. Véase mi artículo “Thirty Years On”, 116 Harvard L Rev 1655, p. 1675 (2002). Ese artículo, escrito algún tiempo
después de que la conferencia aquí publicada fuera dada, resume brevemente parte del material de los párrafos
siguientes de este texto. Véase ibíd., p. 1677.

51
jueces habían asumido un poder ilegítimo para crear su propio derecho pretendiendo hallar
principios contenidos en el derecho como un todo. “El derecho común no es una omnipresencia
meditativa en el cielo”, declaró en un famoso disenso, “sino la elocuente voz de algún soberano
o cuasi soberano que puede ser identificada; aunque algunas de las decisiones con las cuales
he estado en desacuerdo parecen haber olvidado este hecho”.27 El debate iusfilosófico entre el
positivismo y las teorías del derecho más antiguas estuvo en el centro de una larga controver-
sia acerca de si los jueces federales, cuando tenían jurisdicción solo porque las partes eran de
distintos estados, estaban obligados a hacer valer el derecho común de uno de esos estados tal
como ese derecho había sido declarado por las propias cortes del estado, o si les estaba permitido
decidir de manera distinta por medio de encontrar y aplicar principios de derecho “general” no
reconocidos por ningún tribunal estatal. En Erie Railroad v Tompkins, la Corte Suprema decidió
finalmente que no había tal cosa como derecho “general”: solo existía el derecho como este había
sido declarado por los estados particulares. El Juez Brandeis, escribiendo para la Corte, citó otro
famoso pasaje de Holmes:

El derecho en el sentido en el cual los tribunales hablan de él hoy no existe sin alguna auto-
ridad determinada detrás […] la autoridad y sola autoridad es el Estado, y si eso fuera así, la
voz adoptada por el Estado como propia [sea esta de su Legislatura o de su Corte Suprema]
debería pronunciar la última palabra.

Brandeis puso en claro la importancia práctica de este entendimiento del derecho: la opi-
nión contraria, seguida por largo tiempo por los tribunales federales, destruyó la uniformidad
porque producía resultados diferentes en los mismos asuntos en tribunales estatales y federales,
alentando a que demandantes de fuera del estado iniciaran pleitos en los tribunales federales
cuando eso les convenía. Desde luego, la Corte podría haber alcanzado el mismo resultado –
por esas razones prácticas– sin abrazar el positivismo, pero la vigorosa retórica de esa doctrina
jurídica tuvo gran atractivo porque permitió a Holmes, Brandeis, Learned Hand28 y otros “pro-
gresistas” pintar a sus oponentes más conservadores como víctimas de una metafísica incohe-
rente. Los cambios en las expectativas de la sociedad respecto del derecho y los jueces estaban
cambiando, sin embargo, incluso en la década de 1930 cuando escribían, y con velocidad en
aumento en las décadas que siguieron, lo que hizo a la concepción general de la legalidad del
positivismo constantemente más implausible y contraproducente. Elaborados esquemas legis-
lados se convirtieron en fuentes de derecho cada vez más importantes, pero estos esquemas no
eran (no podían ser) códigos detallados. Eran construidos cada vez más a partir de enunciados
generales de principios y políticas que necesitaban ser desarrollados en decisiones administrati-
vas y judiciales concretas; si los jueces hubiesen continuado afirmando que el derecho se detenía
donde se agotaba la instrucción soberana explícita, ellos habrían tenido que declarar constante-
mente, como afirmé, que la legalidad o era irrelevante para sus juicios o se veía comprometida
en ellos.
En la década de 1950, más aún, varios jueces de la Corte Suprema dieron comienzo a un
nuevo giro en el derecho constitucional estadounidense que convirtió a la filosofía del derecho
en un fascinante asunto de política nacional. Comenzaron a interpretar las abstractas cláusulas
de la Constitución, incluyendo las cláusulas sobre debido proceso e igual protección, estable-

27. Southern Pacific Co. v Jensen, 244 U.S. 205, p. 222 (disenso de Holmes).
28. Véase Freedom’s Law, cap. 17.

52
ciendo principios morales que dan a los ciudadanos individuales importantes derechos frente a
los gobiernos nacional y estatales, derechos cuya existencia presuponía que el derecho no estaba
limitado a las declaraciones deliberadas, y cuyos contornos solo podían ser identificados por
medio del juicio moral y político sustantivo. Aquella iniciativa revirtió súbitamente el valor po-
lítico de la discusión iusfilosófica: los conservadores se volvieron positivistas y sostenían que la
Corte estaba inventando nuevos derechos constitucionales de igualdad racial y libertad en las
decisiones reproductivas, por ejemplo, y por lo tanto estaba subvirtiendo la legalidad. Algunos de
los liberales que aprobaban el rumbo tomado por la Corte se movieron entonces desde el positi-
vismo hacia una concepción diferente de la legalidad que enfatizaba la integridad de principios
del acuerdo constitucional estadounidense. En las últimas décadas, los jueces más conservadores
de la Corte Suprema han tramado un cambio de valor ulterior: sus iniciativas les exigen cada vez
más que ignoren gran parte de los precedentes de la Corte Suprema, y por lo tanto encuentran
una mejor justificación en los principios políticos conservadores que en cualquier versión orto-
doxa del positivismo jurídico.
Cuando Hart escribió The Concept of Law ya no podía apoyarse, como podían Bentham
y Holmes, en el atractivo contemporáneo de la concepción positivista de la legalidad. La expli-
cación de Hart de la eficiencia del positivismo es un relato de lo que podría haber sido en un
antiguo pasado imaginario: una supuesta transición prehistórica desde el caos de la ineficiencia
tribal de las reglas primarias a la definida autoridad de las reglas secundarias adoptadas en una
explosión de consenso liberadora y casi uniforme. Quienes siguieron su guía han continuado
escribiendo acerca de la autoridad, la eficiencia y la coordinación. Pero no pueden confirmar sus
afirmaciones en la práctica política real, y eso puede explicar por qué se apoyan, como hizo Hart,
en autodescripciones que parecen aislar sus teorías de tal práctica. Afirman que están exploran-
do el concepto mismo o la naturaleza del derecho, la cual sigue siendo la misma a pesar de las
cambiantes características de la práctica o estructura políticas, o que, en cualquier caso, ofrecen
solo explicaciones de lo que esa práctica es, guardándose cualquier juicio acerca de lo que debería
ser o llegar a ser. Ese es el camuflaje metodológico que he desafiado en este ensayo. Si, como he
sostenido, la autodescripción no puede ser a la vez inteligible y defendible, entonces debemos
concentrarnos en la justificación más comprensible que he tratado de poner en su lugar: la expli-
cación positivista sustantiva del valor de la legalidad que he descrito ahora. Es una virtud de esa
descripción, pienso, el que trae a la superficie el atractivo que el positivismo tuvo para abogados
y jueces, y para académicos en áreas sustantivas del derecho, en el pasado, cuando su concepción
de la legalidad parecía más plausible de lo que parece ahora.

D. Pensamientos finales

He enfatizado las similitudes entre el concepto de legalidad –como una base para la filosofía
del derecho– y otros conceptos políticos, y cerraré observando una importante diferencia. La
legalidad es sensible en su aplicación, en un grado mucho mayor que la libertad, la igualdad o la
democracia, a la historia y a las prácticas establecidas de la comunidad que aspira a respetar el
valor, porque una comunidad política exhibe legalidad, entre otros requisitos, siendo fiel a su pa-
sado de ciertas maneras. Es central a la legalidad que las decisiones ejecutivas del gobierno sean
guiadas y justificadas por estándares ya establecidos, antes que por estándares nuevos creados ex
post facto, y estos estándares deben incluir no solo leyes sustantivas, sino también los estándares
institucionales que dan autoridad a varios funcionarios para crear, hacer valer y adjudicar tales
estándares para el futuro. La revolución puede ser consistente con la libertad, la igualdad y la

53
democracia. Puede, y a menudo lo ha sido, ser necesaria para lograr un nivel siquiera decente de
esos valores. Pero la revolución, incluso cuando promete mejorar la legalidad en el futuro, casi
siempre involucra un atentado inmediato contra ella.
De manera que cualquier explicación siquiera moderadamente detallada de lo que la legali-
dad requiere en términos concretos en alguna jurisdicción particular debe prestar atención muy
cuidadosamente a las prácticas institucionales especiales y a la historia de esas jurisdicciones, e
incluso una explicación moderadamente detallada de lo que requiere en un lugar será diferente,
y quizás muy diferente, de una explicación paralela de lo que requiere en otro lugar (debatir y
decidir sobre estos requisitos particulares en una comunidad particular es el trabajo cotidiano
de los abogados practicantes de esa comunidad, en un nivel, y de los abogados académicos, en
otro). Eso es verdad también, con alcance más limitado, respecto de otros valores: los arreglos
institucionales concretos que cuentan como mejoramiento de la democracia o promoción de la
igualdad o mejor protección de la libertad en un país con una demografía e historia políticas bien
pueden ser diferentes de aquellos que cuentan así en otro.
Pero si bien la legalidad es evidentemente más sensible, en detalle, a los aspectos especiales
de la práctica política y la historia que estas otras virtudes, no se sigue, para la legalidad más
que para las otras, que nada de importancia pueda o deba ser hecho para explorar el valor a un
nivel filosófico que trascienda la mayoría de los detalles locales. Pues tal como podemos explo-
rar el concepto general de democracia desarrollando una atractiva concepción abstracta de ese
concepto, asimismo podemos aspirar a una concepción de la legalidad de igual abstracción, y
luego ver que se sigue, en cuanto a proposiciones jurídicas concretas, más localmente. No hay
una diferencia conceptual o lógica clara del tipo que los arquimedianos quieren entre la filosofía
del derecho así concebida y las preocupaciones más cotidianas, del día a día, de los abogados
y estudiosos del derecho que acabo de mencionar. Pero hay sin embargo suficiente diferencia
en nivel de abstracción y en habilidades relevantes para explicar por qué los asuntos filosóficos
parecen distintos, y están comúnmente en manos de personas con entrenamiento algo distinto,
de aquellos más concretos.
Cualquier intento de lograr una concepción ecuménica de la legalidad enfrenta presión des-
de dos direcciones. Debe aspirar a tener suficiente contenido para evitar ser vacía pero también
suficiente abstracción para evitar el localismo.29 Traté de navegar la ruta necesaria entre estos
peligros en Law’s Empire: dije que la legalidad es mejor promovida por medio de un proceso de
interpretación constructiva que siga estas líneas, y que responda a las dos dimensiones mencio-
nadas arriba. Mis opiniones han sido lo suficientemente controversiales como para sugerir que
me salvé del vacío, pero no es claro cuánto me salvé del localismo. Es una objeción frecuente
entre los críticos británicos que mi proyecto o es localista en su inspiración –que aspira a no
más que explicar la práctica jurídica de mi propio país– u obviamente localista en su resultado,

29. Existen ulteriores condiciones de éxito. Cualquier concepción exitosa de la legalidad debe preservar lo distintivo de
ese concepto respecto de otros valores políticos, incluyendo la imparcialidad procedimental y la justicia sustantiva,
sin importar cuán estrechamente relacionados e interdependientes declaren nuestras teorías que estos conceptos
deben ser. Si creemos que incluso arreglos políticos bastante injustos pueden sin embargo exhibir la virtud de la
legalidad, como hace la mayoría de nosotros, entonces nuestra explicación de la legalidad debe dar cabida a y
explicar ese juicio. Cómo ha de hacerse esto es el corazón de un viejo cuento iusfilosófico: ¿pueden tener derecho
lugares muy perversos? Sostuve, nuevamente en Law’s Empire, que podemos responder esta pregunta de distintas
formas siempre que rodeemos la respuesta lo suficiente con una explicación de la legalidad como para capturar las
distinciones y discriminaciones necesarias. Hart afirmó, en su post scríptum, que mis afirmaciones a este respecto
le conceden al positivismo todo lo que está en disputa. Pero entendió mal.

54
porque podemos ver de algún modo, sin mucha reflexión o investigación, que se ajusta solo
a esa única práctica.30 De hecho, mi explicación aspira a una gran generalidad, y cuanto éxito
alcance respecto de esa aspiración solo puede ser evaluado por un ejercicio de interpretación
jurídica comparada mucho más dificultoso que el que estos críticos han emprendido. Dije antes,
al discutir otros valores políticos, que no podemos decir de antemano cuánto éxito podríamos
tener en encontrar concepciones plausibles de estos que los reconcilien el uno con el otro antes
que dejarlos, como tan a menudo se afirma que están, en conflicto. Debemos hacer nuestro mejor
esfuerzo, y luego ver cuánto éxito hemos tenido. Debemos adoptar la misma opinión respecto
de la pregunta distinta sobre cuánta abstracción puede lograr una explicación informativa de la
legalidad. Debemos esperar y ver.
Eso me lleva a una historia final. Hace unas pocas semanas, hablando con el profesor
John Gardner de la Universidad de Oxford, dije que pensaba que la filosofía del derecho de-
bería ser interesante. Se me abalanzó. “¿No lo ves?”, me respondió. “Ese es tu problema”. Soy
culpable de su acusación. Pero déjenme decirles lo que quiero decir con “interesante”. Creo
que la filosofía del derecho debería ser de interés para disciplinas más y menos abstractas que
ella misma. Debería ser de interés a otros departamentos de la filosofía –la filosofía política,
desde luego, pero también otros departamentos– y debería ser interesante para los abogados
y los jueces. Buena parte de la filosofía del derecho ha demostrado en efecto ser de gran in-
terés para abogados y jueces. Existe, justo ahora, una explosión de interés en la filosofía del
derecho no solo en Estados Unidos, sino en Europa, Sudáfrica y China, por ejemplo. Pero esta
explosión está teniendo lugar no en los cursos llamados “filosofía del derecho”, los cuales me
temo siguen siendo más bien desmotivantes, sino en áreas sustantivas del derecho: derecho
constitucional, desde luego, el cual ha sido conducido por la teoría por un largo tiempo, pero
también el derecho de daños, contratos, conflictos de derecho, jurisdicción federal e incluso,
más recientemente, derecho tributario. No quiero decir solo que estos cursos involucran tanto
asuntos teóricos como prácticos: involucran exactamente los asuntos que he estado discutien-
do: acerca del contenido de la legalidad y sus consecuencias para el contenido del derecho.
Pero los filósofos del derecho que consideran su trabajo como descriptivo o conceptual por
oposición a uno normativo, han perdido, en mi opinión, una oportunidad de unirse a estas
discusiones y debates, y en algunas universidades el terreno de la filosofía del derecho se ha
encogido en consecuencia.
En ocasiones como esta es difícil resistirse a hablar directamente a los jóvenes académicos
que no se han unido aún a un ejército doctrinario. De manera que cierro con esta apelación a
aquellos de ustedes que planean dedicarse a la filosofía del derecho. Cuando lo hagan, asuman las
legítimas responsabilidades de la filosofía y abandonen el manto de neutralidad. Hablen por la
Sra. Sorenson y por todos los otros cuyos destinos dependen de afirmaciones novedosas sobre lo
que el derecho ya es. O, si no pueden hablan por ellos, al menos háblenles a ellos, y explíquenles
por qué no tienen derecho a lo que piden. Háblenles a los abogados y jueces que deben tratar
de resolver qué hacer con la nueva Ley de Derechos Humanos. No les digan a los jueces que
deberían ejercer su discreción como mejor crean. Ellos quieren saber cómo entender la Ley en
cuanto derecho, cómo decidir, y a partir de qué registro, cómo es que la libertad y la igualdad

30. La crítica no está confinada a los críticos británicos: le resultó atractiva al Juez Richard Posner en su Conferencia
Clarendon en Oxford, aunque quizás más como una observación que como una crítica, porque añadió que la
filosofía del derecho de Hart es igualmente localista. Véase Posner, Law and Legal Theory in England and America
(Oxford: Clarendon Press, 1997).

55
han sido hechos, no solo ideales políticos sino derechos. Si les ayudan, si hablan al mundo de
esta forma, entonces se mantendrán más fieles al genio y la pasión de Herbert Hart que si siguen
sus ideas más estrechas acerca del carácter y los límites de la filosofía analítica del derecho. Les
advierto, sin embargo, que si emprenden por este camino están en grave peligro de ser, bueno,
interesantes.

56
Descripción y valoración: notas sobre el debate
metodológico en la filosofía del derecho

Diego Pardo Álvarez

Introducción

El debate dentro de la filosofía del derecho de inspiración analítica ha cambiado su carácter.


A las consideraciones substantivas propias de una teoría positivista del derecho, reflejadas en
la obra de su máximo exponente H.L.A. Hart, se ha agregado una creciente preocupación por
los presupuestos metodológicos que, originalmente, se habían mantenido en el trasfondo de la
discusión. El mérito de Hart, entre muchos otros, fue desarrollar una teoría del derecho capaz
de reformularse y reinterpretarse durante varias décadas, manteniendo su carácter desafiante y
provocativo, sin sacrificar su elegancia y amabilidad. El nuevo desafío que ha afrontado, con la
edición de su post scríptum póstumo a El Concepto de Derecho, lo transporta de nuevo al centro
de una polémica que, en principio, puede escapar de la dimensión específica de la filosofía del
derecho (si existe), y dirigirse hacia la problemática general acerca de una metodología para las
ciencias sociales.
La introducción del post scríptum de Hart tiene por fin aclarar los presupuestos meto-
dológicos propios de una teoría positivista del derecho que, en su aspecto sustantivo, estaba
ya formulada con suficiente refinamiento en El Concepto de Derecho. Estos presupuestos han
sido sometidos a crítica por una corriente cuyos máximos referentes, aunque no los únicos, son
Dworkin y Finnis. Ello ha dado pie a la formación de dos lineamientos en filosofía del derecho,
compuestos por quienes por un lado intentan sustentar una metodología normativa; y quienes,
por el otro, pretenden reivindicar la idea de una teoría del derecho descriptiva. Ambas posiciones
serán el centro de nuestra atención.
Las consecuencias prácticas del debate metodológico atraviesan la propia estructura del
derecho y la forma en que la adjudicación se realiza dentro del Estado de Derecho. La posición
normativista, comenta un autor, es significativa porque promete mostrar que hay un sentido rele-
vante en que el derecho y la moral no son separables, desafiando los presupuestos metodológicos
de la teoría positivista (de Hart).31 Esta es una consecuencia fuerte que no puede descartarse.
Al contrario, la posición descriptivista pretende obtener un acceso teórico al derecho de forma
indiferente y desligada de consideraciones evaluativas.
Comenzaremos nuestro análisis con una introducción a las posiciones, transformaciones y
reformulaciones que ha adquirido el debate metodológico (I). Desde luego este ejercicio no pre-
tende ser exhaustivo. Si en lo que sigue no me apoyo directamente en las posiciones de Dworkin

31. Leiter (2003), p. 18. Como veremos a lo largo de este ensayo, es un error identificar al positivismo con una
metodología descriptivista y al iusnaturalismo con una normativa. Es cuestionable si Dworkin, quien aboga
por una metodología normativa, es un autor iusnaturalista. Asimismo, Waldron aboga por el positivismo y una
metodología normativa, y Moore mantiene una teoría descriptiva y iusnaturalista.

57
y Finnis, ello ha de deberse a que ambos modelos requerirían de un tratamiento más extenso que
el autorizado por los márgenes del presente ensayo. Con las breves reflexiones propedéuticas de
la primera sección podrá apreciarse en mejor medida la relación existente entre una explicación
del derecho y el punto de vista interno propuesto por Hart. El potencial crítico de la perspectiva
del participante se reflejará en algunas críticas sustantivas a la teoría de Hart (ii) que eventual-
mente podrían tener algún efecto metodológico (iii). Específicamente, esas consecuencias meto-
dológicas mostrarán que dos defensas del descriptivismo, quizás aquellas con mayor perspectiva
de éxito, no son capaces de dar cuenta del punto de vista interno, al menos en la explicación de
la regla de reconocimiento. En su totalidad el argumento es quizás ingenuamente exploratorio; y
su formulación definitiva está lejos de obtenerse, pero puede dar luz acerca de ciertas cuestiones
de relevancia implícitas en el debate.

a) El positivismo de Hart como punto de partida

Hart, en su post scríptum a El Concepto de Derecho, afirma: “mi objetivo en este libro fue propor-
cionar una teoría de lo que es el derecho, teoría que es, a la vez, general y descriptiva”. La teoría es
general ya que no se encuentra vinculada a ningún sistema jurídico particular o a una cultura de-
terminada; y es descriptiva porque es moralmente neutra y no tiene pretensiones justificatorias.32
Con esta aclaración Hart pretende diferenciar con nitidez su propia teoría del derecho de la
sustentada por Ronald Dworkin, pues la de este último autor sería, por contraste, una teoría eva-
luativa, justificatoria y particular. Esto significa, en otros términos, que la teoría de Dworkin no
sería moralmente neutra, sino que tendría pretensiones justificatorias y estaría vinculada a una
tradición jurídica particular (la anglosajona). Hart considera, a partir de esta caracterización, que
su intento y el de Dworkin son distintos y de ninguna forma incompatibles.33
Esta es la principal incitación y clarificación metodológica presentada en el post scríptum, y
por lo tanto es el comienzo de nuestras consideraciones. Julie Dickson agrupa el tratamiento del
problema metodológico en Hart en cuatro puntos:

a. filosofía del derecho general y descriptiva versus filosofía del derecho evaluativa y jus-
tificatoria;
b. la importancia y consecuencias de adoptar un punto de vista interno en la filosofía del
derecho;
c. teoría del derecho, práctica jurídica y la justificación de la coerción estatal;
d. positivismo y el aguijón semántico.34

El primer punto enunciado es el central del debate. El segundo puede ser considerado,
como veremos a lo largo de este ensayo, como directamente atingente. La coerción estatal y el
aguijón semántico son ciertos argumentos provistos por Dworkin para la defensa de su posición.
Serán considerados aquí solo tangencialmente.

32. Hart (2000), p. 11.


33. Similar planteamiento parece sostener Michael Moore. Véase Moore (2000), p. 106.
34. Dickson (2004), p. 118.

58
¿Cómo se relaciona el problema de la descripción con el punto de vista interno? Hart con-
sidera que el derecho es una peculiar relación entre dos tipos de reglas. Para llegar a esta conclu-
sión asume un punto de vista que no ha estado exento de controversias. Mediante la apelación al
punto de vista del participante, Hart intenta describir las operaciones del derecho atendiendo a
la validez que estas poseen para los operadores del sistema jurídico. Este punto de vista del par-
ticipante se distingue del punto de vista del teórico, que permite a Hart describir el conjunto de
comunicaciones entre los participantes, quienes asumen la validez y obligatoriedad del derecho,
sin tener que involucrarse él, como teórico, en dicha evaluación. Mediante este recurso es posible
que la teoría de Hart describa una práctica normativa convergente sin asumir críticamente la
valoración implícita en las operaciones del derecho.
La controversia se dirige hacia la posibilidad de diferenciar el punto de vista del partici-
pante, quien presumiblemente asume que el derecho no es (solo) un fenómeno a describir sino
también una razón (válida) para la acción, del punto de vista asumido por Hart. Él afirma que
el punto relevante para analizar el entendimiento del derecho y de su obligatoriedad es el de
aquellos que se ven obligados por el sistema jurídico, pero considera que dicha “visión interna”
puede ser descrita de forma externa.35 “La descripción puede mantenerse descripción, aún cuan-
do lo que se describa sea una evaluación”.36 Hart reconoce que para realizar una descripción de
una práctica social es necesario efectuar también determinados juicios normativos. Estos juicios
se dirigen primariamente a determinar qué es relevante para una descripción del derecho. Si el
intento de Hart consiste en la descripción de una práctica entendida desde el punto de vista del
participante, entonces es necesario determinar qué elementos de la práctica son relevantes para
una descripción del derecho. Este juicio de relevancia es un juicio normativo. Por ejemplo, Hart
asume esto cuando vincula el punto de vista del participante con el “hombre medio educado”
como el aspecto inicial de su teoría del derecho.37
Esto es un punto común entre la teoría de Hart y la crítica a la que Finnis somete dicha
construcción (y cualquier construcción positivista). Para Finnis, “la materia para la descripción
del teórico no viene pulcramente delimitada de otras características de la práctica y de la vida
social”, por lo que en su construcción necesariamente se requiere la apelación a juicios norma-
tivos.38 Hasta aquí no parece haber controversia entre Hart y Finnis. Hart concede que debe
determinarse normativamente qué actitudes y prácticas asumidas desde el punto de vista interno
son relevantes para una descripción verosímil del derecho. Pero Finnis va más allá. Él considera
que algunos puntos de vista del participante son más importantes y significativos que otros, y
que el caso central de consideración interna del derecho es aquel punto de vista de quien aprecia
el valor moral del derecho y entiende la forma en la cual sus propiedades únicas nos asisten para
vivir bien (correctamente).39
La última afirmación no es compartida por Hart. De acuerdo a su postura, el derecho puede
ser obedecido en atención a diferentes actitudes (por ejemplo, por cooperación, racionalidad de
fines, costumbre o tradición), y una descripción adecuada del derecho debe ser capaz de tomar
con neutralidad dichas actitudes. Estas actitudes serían “algo que una jurisprudencia descriptiva
moralmente neutral tiene que registrar, pero no respaldar o compartir”.40 El paso en falso que da

35. Dickson (2004), p. 121.


36. Hart (2000), p. 18.
37. Hart (1998), pp. 3-7.
38. Finnis (2000), p. 38.
39. Dickson (2004), p. 124.
40. Hart (2000), p. 16.

59
Finnis, de acuerdo a la metodología de Hart, consiste en considerar que del hecho de que el teó-
rico deba realizar juicios normativos para delimitar la importancia y significación de los hechos
a describir, se siga que dichos juicios normativos sean juicios morales o de razonabilidad prácti-
ca.41 El descriptivista acepta como algo trivial el hecho de que una descripción de un fenómeno
social exija una base normativa, pero no considera correcto que dicha base normativa deba ser
enfrentada bajo criterios morales.
Esta polémica genera dos interrogantes. La primera consiste en establecer qué exigencias
impone el punto de vista interno como el punto desde donde la filosofía del derecho debe ana-
lizar al derecho. La segunda interrogante es determinar el valor de los juicios normativos que
integran una adecuada comprensión del derecho. La primera interrogante será afrontada en lo
que resta de la sección I y en la sección ii; mientras que la sección iii se dedicará al estatus y valor
de los juicios normativos necesarios para una comprensión adecuada del derecho.

b) Las exigencias del punto de vista interno

Hart introduce la perspectiva del participante para rescatar el peculiar modo de validez y obli-
gatoriedad de las prescripciones jurídicas frente a otro tipo de prescripciones. Si no se introduce
la diferencia entre el punto de vista interno y externo, entonces se desvanece la diferencia entre,
por un lado, la apreciación de regularidades de conductas y, por el otro, de obligaciones, y por lo
tanto se extravía la normatividad que el derecho reclama para sí.42 En otras palabras, no puede
darse una descripción verosímil del derecho si no se atiende a la perspectiva de quienes integran
el sistema, puesto que si no se atiende a esta perspectiva no puede diferenciarse entre las comuni-
caciones mediadas por el derecho de las que no lo están. En el clásico ejemplo provisto por Hart,
no puede diferenciarse quien tiene un deber jurídico de quien se ve obligado a realizar cierta
conducta por el hecho de ser coaccionado por un asaltante.43
Ahora bien, el hecho de atender al punto de vista interno no quita, de acuerdo con Hart,
que se siga dentro de los límites de una filosofía del derecho descriptiva. Se mantiene dentro de
la descripción siempre que la teoría positivista no se comprometa con la discusión interna acerca
de por qué razones el derecho debe ser reconocido. Al positivismo de Hart le interesa destacar
solo las formas en que, de hecho, las reglas son reconocidas. La verosimilitud de dicha descrip-
ción constituye, de acuerdo a esta aproximación teórica, un paso previo para cualquier crítica
acerca del valor moral del derecho.44

c) Las razones del partícipe

El positivismo normativo defendido por Waldron es contrario a la formulación recién enun-


ciada.45 Parte, al igual que Hart, reconociendo que el punto de vista adecuado para captar el
sentido de una regla es el punto de vista interno, ya que “puesto que las reglas son normativas,

41. Leiter (2003), p. 34; Dickson (2004), p. 126.


42. Hart (1998), pp. 110 y ss.
43. Hart (1998), pp. 102 y ss.
44. Hart (2000), p. 12.
45. Waldron (2001), pp. 419-420. Cfr. también Waldron (1999a), p. 166: “El positivismo jurídico puede entenderse
como una opinión acerca de lo que la toma de decisiones involucra, o pueden entenderse como una opinión acerca
de lo que la toma de decisiones debe involucrar: a aquel lo llamaré ‘postivismo descriptivo’ y a este ‘postivismo
normativo’”.

60
cualquiera que busque entenderlas tiene que saber qué significa orientarse por una norma”.46
Pero la forma de realizar esta operación es distinta a la desarrollada por Hart, ya que “dere-
cho” y “sistema jurídico” son, de acuerdo a Waldron, conceptos normativos, por lo que “alguien
que busca conocimiento iusfilosófico tiene que tener cierta comprensión de lo que está en juego
cuando se distingue entre reglas jurídicas y otra clase de reglas”, y entre el derecho y otro tipo
de sistema normativo.47 Este reconocimiento de lo que está en juego cuando se afirma que una
regla es jurídica o es de otro tipo, está imbuido de consideraciones normativas, puesto que lo que
se intenta clarificar es la importancia de distinguir entre reglas jurídicas y otro tipo de reglas, es
decir, el objetivo o propósito del sistema jurídico como algo distintivo respecto de otros sistemas
normativos.
La importancia que tiene para el participante la distinción entre reglas jurídicas y otro tipo
de reglas es parte central del entendimiento del punto de vista interno. Pero Hart considera que
esta importancia también puede ser parte de una jurisprudencia descriptiva. Él afirma que “aún
si […] la perspectiva interna del participante […] incluye necesariamente la creencia de que
hay razones morales para conformarse con los requerimientos del derecho” esto sería algo que
una jurisprudencia descriptiva moralmente neutral tiene que registrar, pero no respaldar o com-
partir.48 Waldron responde a esto de dos formas. La primera forma es curiosa: considera que el
intento descriptivo de Hart no consiste en hacer filosofía del derecho [jurisprudence], sino que él
estaría haciendo algo así como sociología o historia de la filosofía del derecho, puesto que quie-
nes realmente hacen filosofía del derecho serían aquellos cuyo punto de vista interno Hart está
tratando de entender, es decir, aquellos cuyo punto de vista interno atiende a la importancia que
tiene establecer si algo es derecho o no lo es. Waldron aquí asume lo que quiere demostrar: que
hacer filosofía del derecho implica no hacerlo de forma descriptiva. Pero para Hart, al parecer, es
indiferente si su descripción del derecho es denominada por sus colegas como filosofía del dere-
cho, sociología descriptiva o historia. De hecho, él mismo considera que su teoría en El Concepto
de Derecho puede ser entendida como un ejercicio de sociología descriptiva.49
Más importante que la respuesta antes enunciada, es la segunda afirmación de Waldron:
no considerar (como participante) la importancia que tiene distinguir lo que es el derecho de lo
que no lo es, es decir no considerar el objetivo o propósito del derecho, es negar dicho propósito.
Al negarlo, el jurista compite en el mismo nivel con aquellos que tienen otra opinión acerca del
objeto o propósito del derecho.50 La ratio de esto está en que “el concepto mismo de derecho es
normativo y que no se puede usar o comprender fuera de la participación en una forma de vida
que ordena las prácticas políticas en varias formas”.51

d) La descripción de las razones del partícipe

La tesis de Waldron descansa en una fuerte comprensión del derecho como un concepto nor-
mativo. En este sentido, el desarrollo de una teoría del derecho adecuada implica tomar postura
acerca de su justificación a la luz de cierto propósito o función. Pero esto no aparece suficiente-

46. Waldron (2001), pp. 424-425.


47. Waldron (2001), p. 425.
48. Hart (2000), p. 16.
49. Hart (1998), p. xi del prefacio a la edición inglesa.
50. Las afirmaciones de Waldron están muy relacionadas con la distinción de Dworkin entre escepticismo interno y
externo. Ver Dworkin (1996), pp. 87-94 y (2005), pp. 64-71.
51. Waldron (2001), p. 426.

61
mente aclarado ni fundamentado en la construcción de Waldron. En su texto no aparece alguna
justificación plausible de por qué el concepto de derecho debe ser considerado un concepto nor-
mativo. En otra parte, Waldron nos propone entender el término “derecho” en comparación al
término “hospital”: a este ejercicio lo denomina, creativamente, “la tesis del hospital”.52 Consigna
que una de las definiciones del término hospital en el Diccionario Oxford es “cualquier institu-
ción o establecimiento para el cuidado del enfermo o herido, o de aquellos quienes requieran
tratamiento médico”. Si aceptamos la propuesta de entender el concepto de “derecho” como el
concepto de “hospital”, entonces no podríamos entender al derecho sin entender para qué sirve, o
cuál es su propósito. Esta es la base del entendimiento normativo del concepto de derecho. Pero,
¿es una buena base? Waldron no provee de argumentos para entender al derecho de acuerdo a la
tesis del hospital. Él nos invita a hacer un ejercicio, pero no provee de buenas razones para que
consideremos que ese ejercicio es el necesario para desarrollar una teoría del derecho.
Jules Coleman ha abordado una crítica directa en contra de posiciones como las del positi-
vismo normativo. Él considera que “el descriptivismo sostiene que una adecuada teoría del dere-
cho no necesita referirse a las propiedades materiales o a la importancia de los valores exhibidos
por el derecho o a la conveniencia de los efectos de vivir bajo el derecho”.53 Sin embargo, asume
que la metodología descriptiva es consistente con la pretensión de que el gobierno mediante
el derecho es necesariamente valioso o conveniente. De hecho, la argumentación de Coleman,
sorprendentemente, parte desde la tesis de Waldron, esto es, que “derecho” es un concepto esen-
cialmente normativo. Una adecuada condición de una teoría del derecho (como concepto nor-
mativo) sería, entonces, que tenga los recursos adecuados para explicar por qué el ser gobernado
por el derecho es necesariamente valioso o conveniente. Cualquier teórico puede argumentar
acerca de la conveniencia o valor de ser gobernado por el derecho a partir de diferentes teorías o
doctrinas políticas, por lo que no solo nos interesa, considera Coleman, que la teoría del derecho
tenga los recursos para explicar el valor de ser gobernado por el derecho, “sino que sea lo sufi-
cientemente tenue [thin] para permitir que el derecho sea valioso de diferentes maneras desde
el punto de vista de tipos de teorías políticas sustancialmente distintas”.54 La explicación más
persuasiva del concepto de derecho es aquella compatible con el más amplio rango de diferentes
teorías políticas de esta naturaleza. Pero el reconocer la posibilidad de diferentes teorías políticas
que determinen el valor del derecho, es decir, reconocer que puede afirmarse de diferentes mane-
ras que ser gobernado por el derecho es conveniente, supone siempre “hacer referencia al menos
a algunas de las características esenciales del derecho”.55 Es decir, la tesis de Coleman apunta a
determinar que es necesario algún concepto de derecho, al que se ha accedido descriptivamente,
para comprender el derecho como algo que es conveniente. Solo sobre algo diferenciado en sus
propiedades esenciales puede afirmarse o negarse su conveniencia.
La defensa de Coleman reduce las pretensiones propias de una teoría descriptiva de la filo-
sofía del derecho, pues asume que el derecho es un concepto normativo.56 Esto constituye a la vez
un triunfo y un fracaso para la tesis de Waldron. Es un triunfo en tanto agrega la preocupación

52. Waldron (2002), pp. 369-374. Cfr. también Waldron (1999a), pp. 166-168.
53. Coleman (2007), p. 599.
54. Coleman (2007), p. 606.
55. Coleman (2007), p. 607.
56. Raz (2009), p. 76n39. Él afirma que Hart busca dar una descripción de aquellas propiedades del derecho que son
generales, es decir, compartidas por todos los sistemas legales; pretensión que es más amplia que la que consiste en
dar una explicación de las propiedades esenciales del derecho, es decir, de aquellas sin las cuales no habría derecho.
Coleman se refiere a estas propiedades esenciales del derecho.

62
normativa acerca del valor del derecho a los elementos necesarios para considerar que una teoría
descriptiva es conveniente o más idónea. En tanto una descripción del derecho tenga que ser
susceptible de albergar distintas posiciones normativas, el potencial crítico de la descripción del
derecho se convierte en un elemento esencial de una descripción del derecho. Es un fracaso,
por otra parte, en tanto no puede despojar a la teoría jurídica de un (ahora reducido) margen
de descripción, sin el que no se permitiría la polémica en torno al mismo concepto. La descrip-
ción consiste en analizar el derecho enteramente en términos de sus propiedades esenciales, y
cualquier teoría normativa acerca del carácter del derecho debiera referirse, necesariamente, a
esas propiedades.
Esto desplaza la discusión a otro nivel. Para atacar la tesis descriptiva en este nivel, es ne-
cesario afirmar que estas propiedades esenciales del derecho, a las que según Coleman debe
accederse con independencia de las distintas orientaciones normativas, no pueden ser descri-
tas. Y para satisfacer los requerimientos subyacentes a la tesis de Coleman, es necesario que
el entendimiento normativo de estas propiedades esenciales no coarte el potencial crítico que
tiene el concepto de derecho, que consiste en mantener un núcleo significativo común entre las
distintas teorías (políticas sustancialmente diferentes) acerca de la conveniencia o el valor de ser
gobernado por el derecho. Esto dirige la discusión directamente a la posibilidad de generar un
concepto de derecho normativamente neutral. El valor de estas conclusiones, sin embargo, puede
reducirse. En primer lugar, la formulación de Coleman parece no dar pie a un posible entendi-
miento intuitivo del derecho. Mediante este entendimiento intuitivo del derecho, la discusión
política en torno a su valor puede germinar válidamente. Esto es lo que permitiría la distinción
analítica, introducida por Dworkin, entre etapa preinterpretativa y etapa interpretativa.57 No es
necesario un concepto compartido en todos sus aspectos esenciales para que pueda darse la dis-
cusión normativa. En segundo lugar, Waldron, al parecer, no tendría inconveniente en aceptar
que el concepto de derecho es un concepto de teoría política, y que su elucidación requiere de
una tesis normativa (de teoría política) subyacente. Es decir, la naturaleza del derecho depende
de la teoría política a la que este concepto sea favorable, por lo que la elección de un concepto
de derecho implica la razonabilidad de dicha teoría política. De la misma forma como diferentes
teorías políticas usan el concepto de justicia, igualdad o libertad de manera distinta, esas teorías
políticas podrían usar el concepto de derecho de forma también distinta. La resolución de la
disputa normativa permitiría la resolución, al mismo tiempo, de la disputa acerca del concepto
de derecho. Si la discusión, en este sentido, se desplaza hacia la teoría política, entonces en esta
sede no es necesario un entendimiento neutral del derecho.58

ii

Hart considera que el derecho es mejor entendido como la unión peculiar entre dos tipos de
reglas, las primarias y las secundarias. Para llegar a esta conclusión analiza ciertos conceptos
inscritos en la práctica del derecho, como por ejemplo, validez, obligación, deber y legalidad,
en la forma como los usan y entienden quienes los usan. La forma como se usan efectivamen-
te no es relevante si no se apela al entendimiento que tiene quien participa de dicho esquema

57. Dworkin (1986), pp. 65-66.


58. Esto último es lo que subyace a la crítica de Dworkin a las posiciones “arquimedianas”. Véase Dworkin (2004) y
Dworkin (1996). Para un entendimiento de la discusión como situada en el ámbito de la teoría política, ver Murphy
(2001) y Waldron (2002).

63
conceptual. Perry, en este sentido, describe correctamente la empresa de Hart cuando le asigna la
intención de describir nuestro esquema conceptual, describiendo la forma en que el participante
entiende su práctica.59 Esto permite comprender la realidad jurídica como algo distinto a meras
regularidades de conducta, lo que constituía el defecto de la descripción hecha por los realistas
escandinavos.
Si la exclusiva descripción del comportamiento, sin apelar al contenido normativo inscrito
en dicho comportamiento, es insuficiente para una adecuada consideración del derecho, po-
demos apreciar que ocurre algo de una naturaleza peculiar en el caso de la regla de reconoci-
miento. Hart (siempre desde una perspectiva descriptiva) considera que varios de los defectos
de una comunidad jurídica primitiva han sido corregidos o salvados por el derecho mediante la
introducción de reglas secundarias. En sus términos, “mientras las reglas primarias se ocupan
de las acciones que los individuos deben o no hacer, estas reglas secundarias se ocupan de las
primarias”.60 La regla de reconocimiento es una regla secundaria mediante la que “se identifican
las reglas primarias de obligación” desde un punto de vista interno, pero que a su vez carece de
algún criterio legal (normativo) de reconocimiento, o más bien los criterios normativos para su
reconocimiento son contingentes.61 La normatividad de la regla de reconocimiento es una cues-
tión que, dentro de la teoría primitiva de Hart en El Concepto de Derecho, es irrelevante, puesto
que la regla de reconocimiento es entendida como una práctica convergente entre los oficiales del
sistema jurídico, no como una práctica justificada por el derecho. La diferencia entre una regla
primaria y la regla de reconocimiento es patente: mientras que para las reglas primarias del siste-
ma jurídico es necesario calificar el cumplimiento como motivado jurídicamente (a la luz de una
norma identificada por la regla de reconocimiento); en el caso de la regla de reconocimiento, su
existencia dentro del sistema jurídico es un problema cuya solución no apela a la normatividad
u obligatoriedad que representa para los oficiales del sistema jurídico el cumplimiento de ciertos
criterios de identificación de normas, sino que apela solo a la descripción de una práctica conver-
gente entre ellos, con prescindencia de su punto de vista interno. Hart afirma que el enunciado
formulado por un juez de que una regla es válida “es un enunciado interno que reconoce que la
regla satisface los requisitos para identificar lo que será reconocido como derecho en su tribunal,
y [esto] no constituye una profecía de su decisión, sino una parte de la razón de la misma”,62 pero
cuando sostenemos que la regla de reconocimiento es usada “por los tribunales, funcionarios y
particulares como regla de reconocimiento última, hemos pasado de un enunciado interno de
derecho que afirma la validez de una regla del sistema a un enunciado externo de hecho, que un
observador podría hacer aunque no aceptara el sistema”.63
Esta descripción de como se entiende la norma de reconocimiento ha generado distintos
flancos para la crítica, que, a mi juicio, se encuentran relacionados.

i) El flanco que ha elegido Dworkin, en su artículo “The Model of Rules ii”, es el de la teoría prác-
tica de las normas, o la teoría de las reglas sociales. Su pregunta inicial es cómo podemos afirmar

59. Perry (2001), p. 321: “Porque las prácticas sociales bajo estudio son las nuestras, la aparente afirmación es que la
teoría de Hart aclarará nuestro entendimiento de nuestro propio esquema conceptual”.
60. Hart (1998), p. 117.
61. Las reglas, incluyendo la regla de reconocimiento, pueden ser reconocidas por diferentes actitudes por los
partícipes.
62. Hart (1998), p. 131.
63. Hart (1998), p. 134.

64
que el adjudicador tiene el deber de seguir la Constitución.64 Con esta pregunta la discusión se
desplaza directamente a la fundamentación de la regla de reconocimiento. La respuesta de Hart
es que el comportamiento convergente genera una regla social que provee ese deber, por lo que
“la existencia de una regla social, y por tanto la existencia de un deber, es simplemente una cues-
tión de hecho”.65 Esto podría terminar por difuminar la distinción entre punto de vista interno
y punto de vista externo; pero Hart anticipa este problema distinguiendo entre la existencia de
una regla y su aceptación por los miembros de una comunidad, distinción que permitiría asignar
a los partícipes una actitud diferente respecto de la regla social: el juez que sigue la regla social
no solo constata su existencia (externamente) sino que además comparte la existencia de la regla
como una justificación para conformarse a ella.
La estrategia de Dworkin, después de constatar lo recién explicado, es reducir en diferen-
tes pasos el valor de la teoría de las reglas sociales. La distinción más importante que formula
Dworkin distingue entre una moral convencional y una moral concurrente. Una comunidad
despliega una moral concurrente, cuando sus miembros están de acuerdo en afirmar la misma
regla normativa sin contar el hecho de la afirmación del resto como parte esencial de sus funda-
mentos; en cambio, una moral convencional, o una práctica convencional se da “si la conformi-
dad general de un grupo hacia ellas es parte de las razones que los individuos miembros tienen
para su aceptación”.66
Hart y Dworkin concuerdan en que la forma de comprender la teoría práctica de las nor-
mas es entenderla como una forma de práctica convencional, pero están en desacuerdo en los
efectos que tiene asumir dicha afirmación. Para Dworkin “la teoría de las reglas sociales no es ni
siquiera una buena explicación de la moral convencional […] porque no puede explicar el hecho
de que incluso cuando las personas consideran una práctica social como parte necesaria de los
fundamentos de afirmar un deber, ellas pueden aún disentir acerca del alcance de ese deber”.67 El
ejemplo utilizado por Dworkin es la regla de que los feligreses no deben usar sombrero al entrar
a la iglesia. Puede existir una práctica social que sirva de fundamento a esta regla, pero ¿qué pasa
en el caso de los bebés? Puede que parte de los feligreses esté de acuerdo en aplicarles la regla y
otra parte no esté de acuerdo. Si la teoría de la regla social es cierta, y constituye un enunciado
externo, entonces la práctica, inexistente hasta este momento, no puede proporcionar una res-
puesta a esta disputa.
Hart, ante esto, modifica en parte su teoría, pero no de la forma como quisiera Dworkin.
Originalmente, en El Concepto de Derecho, Hart sostenía la versión fuerte de la teoría de la prácti-
ca social, según la cual por cada deber de una comunidad existe una práctica social o regla social.
La crítica formulada por Dworkin hizo que Hart adoptara en el post scríptum una (limitada)
teoría de la práctica social convencional, la que ya no se aplicaría a cada deber, sino solo al deber
generado por la regla de reconocimiento. Entonces las reglas primarias de un sistema son válidas
no porque exista una práctica social convergente, sino porque la regla de reconocimiento deter-
mina su validez. Por otra parte, y como ya se ha dicho, la regla de reconocimiento no puede ser
válida de la misma forma, así que para su afirmación Hart reserva la teoría práctica de las reglas
entendida como una práctica convencional.

64. Dworkin (1978), p. 49. Originalmente el artículo fue publicado en The Yale Law Yournal, en 1971, con el título
Social Rules and Legal Theory.
65. Dworkin (1978), p. 50.
66. Hart (2000), p. 33; Dworkin (1978), p. 53.
67. Dworkin (1978), p. 54.

65
Algunos comentadores consideran que Hart se apresuró, o exageró la crítica de Dworkin, al
adoptar una interpretación convencionalista de la regla de reconocimiento. Leiter afirma que todo
lo que Hart necesita para fundamentar su “sociología descriptiva” es la débil pretensión de que al-
gunos deberes (no todos) son meramente un hecho de comportamiento convergente.68 Quien ha
desarrollado con más claridad este punto es Julie Dickson. En un reciente artículo, la autora afir-
ma que tanto en el intento original como en el post scríptum a El Concepto de Derecho, no puede
interpretarse a Hart como envuelto en un giro convencionalista. En su aparente transformación a
una comprensión convencional de la regla de reconocimiento en el post scríptum, Hart desentien-
de los términos en que se conceptualiza una práctica convencional, al menos para Dworkin: “Hart
nos dice que la regla de reconocimiento existe solo si ella es aceptada y practicada por los tribuna-
les […] Todo esto puede concederse, sin embargo, sin llegar a afirmar que esta práctica común de
los oficiales contribuye a las razones que cada oficial tiene para aceptar la regla de reconocimien-
to como vinculante”.69 Así, Dworkin parecería estar alegando contra un problema artificial en la
teoría de Hart, puesto que él “no parece tener, ni pretender tener, una explicación de las razones
o deberes que los jueces tienen para aceptar la regla de reconocimiento como vinculante”.70 Esta
respuesta, entonces, no pretende afrontar el problema inicial apuntado por Dworkin (¿por qué el
adjudicador tiene el deber de aplicar la Constitución?), sino que solo determina cuándo semejan-
te obligatoriedad existe, es decir, cuando se presenta en la adjudicación; y dicha obligatoriedad
puede estar acompañada por distintas razones, quizá tantas como oficiales tenga una comunidad.

ii) Neil MacCormick considera que la distinción entre el punto de vista interno y el externo es la
mayor contribución que Hart ha hecho a la filosofía del derecho. Esto no obsta a que someta a
crítica el entendimiento que Hart tiene del punto de vista interno. Considera MacCormick que
“hay un importante elemento volitivo, esencial incluso, y distinto del elemento cognitivo, en el
aspecto interno de las reglas, cuyo entendimiento es esencial para una comprensión de [ellas]”.71
Este elemento volitivo es central mientras se mantenga que el punto de vista interno supone que
al menos algunos de los individuos de una sociedad ven en el comportamiento regulado por la
norma un estándar a ser seguido por el grupo como un todo. De acuerdo a MacCormick, existe
una ambigüedad en el tratamiento de Hart del punto de vista interno. Afirma que

[h]ay un punto de vista “cognitivamente interno”, desde el cual la conducta es apreciada y


entendida en términos de los estándares que son usados por el agente como guía: eso es su-
ficiente para el entendimiento de las normas y de lo normativo. Pero es parasitario –porque
lo presupone– del punto de vista “interno volitivo”: el punto de vista de un agente, que en al-
gún grado y por razones que le parecen buenas tiene un compromiso volitivo con la obser-
vancia de cierto patrón de conducta como estándar para él mismo o para otras personas, o
para ambas: su actitud incluye, pero no es incluida por, la actitud “cognitivamente interna”.72

Las consecuencias del planteamiento de MacCormick no son del todo claras. Él afirma que
considerar el punto de vista interno en la forma que lo hace Hart es suficiente para la compren-
sión del derecho como un sistema normativo, pero que si no se considera el aspecto volitivo del

68. Leiter (2003), p. 23.


69. Dickson (2007), p. 383.
70. Dickson (2007), p. 387.
71. MacCormick (1978), p. 288.
72. MacCormick (1978), p. 292.

66
punto de vista interno, la comprensión del filósofo es “parasitaria” de dicho aspecto. En esta crí-
tica el aspecto metodológico es, en principio, inocua por la propia afirmación de MacCormick:
si para la comprensión del derecho basta el aspecto interno cognitivo, la metodología hartiana
sigue a pie firme su defensa. Pero demostrar que una metodología es defendible no implica de-
mostrar que es adecuada, de la misma forma como demostrar la falta de error no implica demos-
trar el acierto. Si se plantea una teoría descriptiva del punto de vista interno, cuya enunciación
supone una realidad de la que no se da cuenta (el aspecto volitivo del punto de vista interno),
entonces esa teoría descriptiva no conecta con la totalidad del fenómeno que pretende explicar.
En este sentido, una teoría parasitaria es una teoría defectuosa.

iii) John Finnis conjuga la crítica al entendimiento del punto de vista interno con la crítica al
estatus de la regla de reconocimiento. En “On Hart’s Ways: Law as Reason and as Fact” presenta
una versión de la misma pregunta con la que Dworkin parte sus consideraciones en “The Model
of Rules ii”. En principio, entonces, también se refiere a la teoría práctica de las normas y a la regla
de reconocimiento. Afirma Finnis que la regla de reconocimiento es explicada por Hart como la
respuesta a la pregunta de por qué lo promulgado por el parlamento es válido. La respuesta de
Hart es que “los tribunales y los funcionarios (si acaso no las personas privadas también) tienen
la práctica de usar la regla de que lo promulgado por el parlamento ha de ser reconocido como
derecho”.73 De acuerdo a Finnis, esta respuesta es usada por Hart como un freno a las preguntas,
es decir, como un corte arbitrario.
Finnis anexa su crítica a una explicación del método de Hart. Él afirma que:

El Concepto de Derecho […] exhibe una teoría jurídica o filosofía general del derecho [gene-
ral jurisprudence] que, habiendo identificado su propia dependencia descriptiva del punto
de vista y la actitud internas (en la que las reglas son razones para la acción), deja esas
razones en gran parte sin explorar. […] Habiendo ido tan provechosamente más allá de la
perspectiva del observador o del espectador sobre los movimientos corporales y conductas,
descansa oficialmente satisfecha con un informe de que los participantes tienen razones
para su comportamiento y su práctica. […] Para haber sido consistente […] el método
de Hart debió haberse restringido a la observación de que las personas suelen pensar que
tienen razones.74

La crítica se dirige, entonces, hacia la pretendida neutralidad de Hart en el análisis de las ra-
zones que tienen los oficiales para obedecer al derecho. Para Finnis, esta neutralidad en el análisis
de las razones del partícipe equivale a ignorarlas, a no analizar dichas razones.

iii

Hemos enunciado tres críticas dirigidas directamente en contra del intento hartiano de presentar
una teoría descriptiva de las condiciones de existencia de un sistema jurídico. El objetivo inme-
diato de todas las críticas es atacar el entendimiento que tiene Hart de la regla de reconocimiento
desde el punto de vista interno. Es necesario apreciar, en lo que sigue, cómo esta crítica sustantiva
es, al menos, indicadora de una crítica metodológica.

73. Finnis (2008), p. 18.


74. Finnis (2008), p. 19.

67
i) Brian Leiter sostiene una potente y convincente defensa del positivismo descriptivo. Él distin-
gue entre valores epistémicos y valores morales. Los valores epistémicos especifican las desidera-
tas que conducen a la verdad [truth-conducive desiderata] a la que aspiramos en la construcción
de una teoría y en la elección de una teoría.75 La definición es obscura. Para nuestros efectos
podemos decir que las normas o valores epistémicos son aquellas normas con las que se juz-
ga la verdad de una teoría o su racionalidad: “juicios de ‘coherencia’, ‘plausibilidad’, ‘razonabi-
lidad’, ‘simplicidad’ […] son todos juicios normativos […] de ‘lo que debe ser’ en el caso del
razonamiento”.76 Para Leiter, el error de Finnis (en su postura descrita en Ley Natural y Derechos
Naturales) es que afirma que los juicios de “significación” e “importancia” que debe realizar el
teórico para una adecuada descripción del derecho son juicios morales, no juicios epistémicos.
De acuerdo a Leiter, “la filosofía del derecho descriptiva sostiene que los valores epistémicos, por
sí solos, son suficiente para demarcar el fenómeno jurídico para los propósitos de la investigación
filosófica”.77
Leiter simula el diálogo entre dos competidores acerca de la posibilidad de acceder descrip-
tivamente al concepto de “ciudad”, en el entendido de que existen ciudades como Londres, París,
Nueva York y Tokio que son casos centrales o casos paradigmáticos del concepto. Dos conclusio-
nes importantes pueden sacarse de este ejercicio:

(1) La elección de estas ciudades como casos ejemplares consiste en la determinación teó-
rica de que ellas tienen ciertas propiedades importantes que hacen fructífero el unirlas
al término ciudad. Ante la objeción del teórico normativista, de que a consecuencia de
que en la descripción se hacen juicios normativos acerca de lo importante y lo fructífe-
ro de los casos ejemplares la teoría se vuelve normativa, el descriptivista responde que
en la demarcación de los datos empíricos solo entran en juego normas o valores epis-
témicos, y que en ese caso la filosofía del derecho es tan descriptiva como la química o
la psicología descriptiva.
(2) El normativista puede insistir en que para determinar esas propiedades que se con-
sideran teóricamente importantes y fructíferas de la ciudad, es necesario, además de
los juicios epistémicos, ciertos juicios morales o políticos que muestren el valor que
tiene (o no tiene) vivir en una ciudad como algo diferente a un suburbio, una granja
o una casa. Frente a esto, el descriptivista responde que no ve la necesidad de dichos
juicios, y que, de hecho, la cuestión práctica planteada por el normativista necesita que
la demarcación entre casa y ciudad sea entendida en términos descriptivos apelando
exclusivamente a juicios epistémicos. “[Las] preguntas prácticas son ellas mismas para-
sitarias respecto de la demarcación hecha, basada en criterios puramente epistémicos”.78

La pregunta, entonces, acerca de la adecuada metodología de la filosofía del derecho se


transforma en un reflejo de la disputa acerca del concepto de ciudad. En este nivel es necesario
revisar si el concepto “derecho” puede ser descrito apelando al procedimiento que Leiter asigna

75. Leiter (2003), p. 34.


76. Putnam (2002), p. 31. Putnam intenta defender la tesis de que las consideraciones valorativas pueden ser sostenidas
racionalmente, mediante el debilitamiento de la dicotomía entre hecho y valor. Para una crítica a este intento véase
Goldthwaith (2005).
77. Leiter (2003), p. 35.
78. Leiter (2003), p. 36-37.

68
para la descripción de “ciudad”. Leiter introduce los ejemplos paradigmáticos de ciudad (Tokio,
París, Londres, Nueva York) como el punto inicial de una teoría que pretende explicar aquello
a lo que se refieren quienes usan el término “ciudad”, más allá de la regulación del uso de la
palabra “ciudad”. El descriptivista, en el diálogo, afirma que “[Él] no [está] interesado en regular
la práctica lingüística o conceptual, [sino] solo en entender cómo de hecho son lo que nosotros
llamamos ‘ciudades’”.79 El presupuesto pragmático de la pregunta sobre qué es lo que nosotros
denominamos ciudad, consiste en que existe algo que nosotros denominamos ciudad con inde-
pendencia de nuestra denominación, puesto que la teoría descriptiva no se interesa por sus fines
terapéuticos respecto de nuestra práctica lingüística, sino por considerar qué es, de hecho, lo que
un uso de nuestro lenguaje denota.
Al parecer el derecho tiene un estatus epistemológico distinto a “ciudad”. Leiter parte reco-
nociendo esto con una transcripción de un fragmento de Raz:

El concepto de derecho forma parte de nuestra cultura y de nuestras tradiciones culturales.


Tiene un papel fundamental en la manera en que las personas comunes, tanto como los
juristas, entienden sus propias acciones y las de otras. Pero la cultura y la tradición de las
cuales forma parte el concepto no le otorgan ni contornos claramente definidos ni un eje
directamente identificable. Diversas ideas, en ocasiones contradictorias, se revelan en ellas.
Queda a la teoría del derecho el seleccionar aquéllas que resultan fundamentales y signi-
ficativas para la manera en que el concepto aparece en la concepción de la sociedad que
sostienen las personas, a fin de elaborarlas y explicarlas.
La teoría del derecho contribuye en este aspecto a una mejor comprensión de la so-
ciedad. Pero sería incorrecto llegar a la conclusión […] de que el éxito de un análisis del
concepto de derecho se juzga de acuerdo con su utilidad sociológica teórica. Hacerlo es
ignorar el hecho de que, a diferencia de los conceptos tales como “masa” o “electrón”, “la
ley” [el derecho] es un concepto utilizado por las personas para comprenderse a sí mismas.
No estamos libres de elegir cualquier concepto que nos resulte útil. Una importante tarea de
la teoría del derecho consiste en lograr profundizar nuestra comprensión de la sociedad, al
ayudarnos a comprender la manera en que las personas se entienden a sí mismas.80

Leiter distingue, desde lo afirmado por Raz, entre un “concepto de clase natural” [natural
kind concept] y un “concepto hermenéutico” [hermeneutic concept]. Un concepto hermenéutico
es un concepto que satisface dos condiciones: (i) juega un rol hermenéutico, esto es, configura
la forma en que los humanos se hacen a sí mismos y a su práctica inteligible para sí, y (ii) su
extensión es fijada por su rol hermenéutico.81 El derecho, en este sentido, es un concepto herme-
néutico, y por lo tanto es distinto a conceptos como “masa” o “electrón”. La pretensión central de

79. Leiter (2003), p. 35.


80. Raz (2001b), p. 256.
81. Leiter (2003), p. 40. La distinción es trazada también por Dworkin, aunque con diferentes y sorprendentes
consecuencias metodológicas. Véase Dworkin (2004). Dworkin considera que “existen semejanzas instructivas
entre las clases naturales y los conceptos políticos”, (2004), p. 12. D. M. Patterson (2006) ha sometido a una intensa
crítica el planteamiento de Dworkin. Considera que si Dworkin fuere consecuente con su interpretación de los
conceptos políticos como clases naturales, entonces estaría minando su propia construcción filosófica, basada en
una interpretación constructiva. Para el concepto de interpretación constructiva, véase Dworkin (2005), p. 58. La
crítica yerra, ya que Patterson asigna a la tesis metafísica de Dworkin consecuencias metodológicas, cree que la
analogía entre clase natural y conceptos políticos solo permite que el acceso a la realidad de los últimos se efectúe
a través de los procedimientos adecuados para el acceso a la verdad de la clase natural. Dworkin no tiene por

69
Raz, según Leiter, es que los criterios que se aplican fructíferamente en el caso de la investigación
de una clase natural no pueden aplicarse a la investigación del derecho.
Sin embargo, Leiter no ve una diferencia sustancial entre la metodología de una investiga-
ción descriptiva de un concepto hermenéutico y la metodología de la investigación descriptiva de
una clase natural. La diferencia que alcanza a apreciar es en el nivel empírico de los fenómenos
a considerar. Esto significa que, en el caso de un concepto hermenéutico, debemos atender al
punto de vista interno, esto es, atender a “cómo aquellos que participan [del derecho] entienden
su significación e importancia”.82 Para atender a este punto de vista interno es necesario apreciar
cómo de hecho los partícipes entienden su práctica, sin necesidad de evaluar el que dicha auto-
comprensión sea más o menos razonable, (in)moral o políticamente (in)adecuada. La corrección
de una teoría descriptiva de un concepto hermenéutico se determina, entonces, echando mano
solo a aquellos criterios epistémicos antes mencionados, por lo que si una descripción es, por
ejemplo, coherente con la racionalidad observada y descrita en el partícipe, entonces ella consti-
tuye una descripción adecuada.
Esto contrasta con las tres críticas que enunciamos en el capítulo anterior. Todas ellas se
basan, en una u otra medida, en ver cómo la unión, en Hart, entre punto de vista interno y regla
de reconocimiento es insuficiente para captar su normatividad (Dworkin), su aspecto interno
volitivo (MacCormick), o su racionalidad (Finnis). Para Leiter la mayor o menor normatividad,
volición o racionalidad de la regla de reconocimiento depende del aspecto interno que se dé
efectivamente en su aceptación por parte de los participantes.
Desde luego las acciones de un participante pueden ser descritas de muchas formas. Yo pue-
do describir razonablemente la práctica de nuestros tribunales de justicia como una aplicación
del derecho, como una realización de la ley divina o como la aplicación de su ideología privada
(o, tristemente, de todas estas formas simultáneamente). De estas posibles descripciones, la que
presumiblemente preferirían Leiter y Hart sería la primera. Eso es lo que afirma Hart cuando
considera que las posibles actitudes que tenga el partícipe para obedecer el derecho (que incluyen
racionalidad de fines, aceptación moral, creencia religiosa o miedo a las sanciones) deben ser to-
madas con neutralidad por el teórico, es decir, debe considerarlas todas en el mismo nivel. Leiter
no nos provee de una metodología para una adecuada descripción del punto de vista interno,
sino que solo nos dice que una descripción del punto de vista interno científicamente útil debe
reconocer y honrar los valores epistémicos inscritos en cualquier empresa científica. Con esto,
más que considerar con neutralidad las posibles actitudes del partícipe, termina por ignorarlas.
Con el útil ejemplo de Marmor (un defensor del descriptivismo) quiero llamar la atención sobre
la dimensión hermenéutica de la descripción del punto de vista interno.83

qué verse arrastrado a esta confusión. Este es el sentido de la afirmación de Dworkin “la libertad no tiene ADN”,
Dworkin (2004), p. 11.
82. Leiter (2003), p. 43.
83. La defensa de Marmor (2006) se centra en establecer que “derecho” no es un “concepto esencialmente polémico”
[essentially contested concept]. Para ello, Marmor utiliza el análisis de Gallie (1956). Considera Marmor que
“derecho” no es un concepto esencialmente polémico pues no cumple con la condición de ser evaluable, es decir,
su uso y afirmación no depende de un logro o meta considerada como valiosa. La razón de esto es que “debemos
tener en mente que es el concepto de validez jurídica, y las condiciones de la validez jurídica, lo que forma el
foco de nuestro interés aquí”, Marmor (2006), p.703. O. Rabban (2003) también adopta este entendimiento de la
disputa, como centrada en las condiciones de validez legal, cuando critica la pretensión de Dworkin de poner al
derecho “en su mejor luz” y la relación que existe entre este requerimiento de la teoría jurídica, el punto de vista
interno y las ideas hermenéuticas provenientes de Peter Winch. En torno a este entendimiento, ya hemos afirmado

70
Marmor nos invita a investigar el punto de vista interno de Sarah.84 Ella se encuentra en la
necesidad de tomar la decisión entre ir al cine a ver un thriller o a ver un melodrama. Si en defini-
tiva se decide por ir a ver el thriller, ¿puede concluirse que Sarah tiene una preferencia evaluativa
por los thrillers frente a los melodramas? Un adecuado entendimiento de su decisión requiere
algún conocimiento de su punto de vista interno, de su razonamiento; pero no es necesario, dice
Marmor, evaluar sus razones desde la propia perspectiva evaluativa del teórico.
Para atender el punto de vista interno de Sarah es necesario tener alguna noción de qué
razones son idóneas para justificar su decisión. Si no pretendemos suponer que la decisión de
Sarah fue arbitraria, en el sentido de carente de razón,85 debemos reconocer que las razones de
su punto de vista interno tienen una fuerza motivacional que, en último término, apela a su
racionalidad. No podemos decir, por ejemplo, que Sarah tiene una preferencia por los thrillers
apoyada en motivaciones absurdas. Eso no sería una interpretación justa de la racionalidad de
Sarah. Pero en el caso podría darse que Sarah se comporte de forma absurda. Podría darse, por
ejemplo, que prefiera los thrillers en el largo plazo porque cree que el nombre Sarah combina
mejor con una persona que ve thrillers que con una persona que ve melodramas. Leiter nos in-
vitaría a describir la preferencia de Sarah haciendo uso solo de valores epistémicos. En este caso
una adecuada descripción de la práctica de Sarah de preferir los thrillers sería una descripción
coherente, simple y que dé cuenta de sus motivos internos, cuya conclusión sería que Sarah elije
ver thrillers por el hecho de que su nombre combina mejor con ese tipo de películas. La cuestión
práctica, esto es, si se comporta de forma irracional o racional, es un problema posterior parasi-
tario de la descripción.
Por supuesto, nunca disponemos de semejante acceso al punto de vista interno, o al menos
nunca en el caso de las decisiones del derecho. Para realizar una descripción del derecho como
la supuestamente realizada por Leiter para la decisión de Sarah, tendríamos que contar con un
cuerpo de argumentos, motivos y razones que efectivamente se dan en la práctica de las decisio-
nes judiciales; que estén ahí de forma que su acceso sea evidente para quien describe la práctica
haciendo uso solo de valores epistémicos. Porque solo podemos describir la decisión de Sarah si
tenemos alguna formulación expresa de su punto de vista interno (y en este caso, irracional). La
metodología de Leiter no es suficiente para la descripción de una práctica en donde las motiva-
ciones pertenecientes al punto de vista interno no son observables empíricamente, sino que de-
ben ser reconstruidas. D. Davidson afirma que “cuando explicamos una acción dando una razón,
de hecho redescribimos la acción; re-describir la acción le asigna a esta un lugar en un patrón y,
de esta manera, se explica la acción”.86 Leiter considera que en la explicación de una acción no
existe una re-descripción, sino solo una descripción.
De todas formas Leiter podría argumentar que la práctica de describir razones haciendo
uso solo de valores epistémicos, no requiere un acceso privilegiado al punto de vista interno, sino
solo que se compare la acción con ciertos casos paradigmáticos de dicho punto de vista. Si no
tenemos la efectiva razón o motivo de la decisión de Sarah, aún puede describirse su compor-
tamiento diciendo que ella se comporta como paradigmáticamente se comportan las personas

(Supra II) que las condiciones de validez de la regla de reconocimiento son peculiares, por lo que apelar a la validez
jurídica como concepto central de la disputa metodológica es tendencioso y, al menos, problemático.
84. Marmor (2006), pp. 702 y ss.
85. Waldron (1999a) pp. 167-168, reconoce tres formas en que una decisión es considerada usualmente arbitraria. La
segunda que él enuncia, diferente a “impredecible” o a “carente de legitimación democrática”, es arbitrariedad en el
sentido de “no razonada”.
86. Davidson (1995), p. 25.

71
al elegir los thrillers por sobre los melodramas. Por ejemplo, un caso central de punto de vista
interno en la elección de thrillers es que los melodramas son considerados por mucha gente
como un género anacrónico o pasado de moda. Así también puede decirse que muchos jueces
que reconocen críticamente un cuerpo de normas como derecho responden con esa elección a
un punto de vista interno moral. Esto dejaría peligrosamente a Leiter cerca de Finnis. Pero es
muy difícil ver cómo podrían seleccionarse estos casos paradigmáticos sin apelar a algo más allá
de los valores epistémicos. Los valores epistémicos entran en juego cuando ya existe un caso pa-
radigmático con el que contrastar la teoría, o (lo que es similar) ya existe otra teoría que explica
los mismos casos paradigmáticos. Pero si queremos describir el derecho como algo que mejora
nuestro entendimiento de nosotros mismos, debemos reconstruir las razones que tenemos. Esto
porque las razones no están en el mundo de la misma forma en que lo están París y Londres, ya
que la descripción de las razones no es separable de una actitud racional.87
Tal vez este entendimiento de que el punto de vista interno no existe empíricamente, sino
que debe reconstruirse hermenéuticamente, es la motivación principal de la metodología pro-
puesta por Julie Dickson.88 Ella, sin embargo, no reconoce esto explícitamente. Su alegato es a
favor del entendimiento de la teoría de Hart como manifestación de una teoría del derecho indi-
rectamente evaluativa. La construcción de esta categoría metodológica constituye la provocativa
defensa de Dickson a un entendimiento descriptivo de la filosofía del derecho.
La autora pretende, al igual que Leiter, discutir las conclusiones introducidas por Finnis en
Ley Natural y Derechos Naturales. Ella afirma que es cierto que el teórico debe realizar juicios
de importancia y significación dentro de una teoría para que esta no se constituya en una des-
cripción de un listado de hechos misceláneos. Esto es algo trivial en cualquier teoría científica
en tanto esté constituida y guiada por juicios de valor puramente metateóricos (denominación
de Dickson a los valores epistémicos de Leiter). Pero luego llama la atención sobre el aspecto
hermenéutico del derecho:

La teoría del derecho trata de ayudarnos a entendernos a nosotros mismos y nuestro mundo
social en términos del derecho, y un teórico exitoso del derecho debe hacer juicios eva-
luativos de importancia y significación sobre su materia y debe hacerlo en una forma que
sea lo suficientemente sensible a aquellas autocomprensiones ya existentes en términos del
derecho sostenida por quienes crean, administran y están sujetos al derecho.89

En contra de Leiter, Dickson afirma que una teoría que apele exclusivamente a valores epis-
témicos no es suficiente para una explicación del derecho, puesto que el derecho es un concepto
hermenéutico, esto es, permite que las personas se entiendan a sí mismas y a su mundo social.
Esto hace que el teórico esté constreñido a más que al respeto por esos valores epistémicos. Está
constreñido, además “por la necesidad de hacer adecuada justicia al hecho de que aquellos que
crean, administran y están sujetos al derecho tienen ya opiniones sobre él y hacen juicios evalua-
tivos acerca de él en la conducción de sus vidas”.90 La teoría de Leiter no puede ser, de acuerdo a
Dickson, una recolección pasiva de diferentes e iguales manifestaciones de la autocomprensión
del partícipe y de sus juicios evaluativos, sino que una teoría debe ser capaz de discriminar y

87. Habermas (1987), p. 164.


88. Para lo que sigue, Dickson (2004).
89. Dickson (2004), p. 125-126.
90. Dickson (2004), p. 137.

72
hacer juicios evaluativos sobre las diferentes manifestaciones del partícipe y de su autocompren-
sión para lograr un entendimiento de las propiedades esenciales del derecho.
Esto es cierto. Lo que pretende Dickson es conciliar la posibilidad de una teoría descriptiva
como la de Hart (que ella llama “indirectamente evaluativa”) con los requerimientos de una ade-
cuada comprensión normativa del punto de vista interno. Los juicios indirectamente evaluativos,
para Dickson, permiten seleccionar normativamente aquellas manifestaciones del partícipe que
son más significativas para el entendimiento de una práctica; pero no hacen que el teórico par-
ticipe directamente en la evaluación y crítica del entendimiento normativo de los partícipes. Por
eso la teoría es indirectamente evaluativa, porque evalúa la autocomprensión de los partícipes
como significativa para una teoría del derecho, pero no evalúa la pretensión interna de dicha
autocomprensión, esto es, la validez efectiva de esa autocomprensión. En la explicación del de-
recho, por ejemplo, una teoría indirectamente evaluativa se refiere al valor moral del derecho
como un importante aspecto interno del derecho (importante para el partícipe), pero no evalúa
directamente ese valor moral como verdadero o falso, justificado o no justificado, sino que solo
lo evalúa indirectamente como importante o no importante para una explicación del derecho.
Según Dickson, existe más que una diferencia de denominación entre su teoría indirecta-
mente evaluativa y una teoría descriptiva de un concepto hermenéutico (Leiter). Pero resulta
muy difícil apreciar esa diferencia sustancial, puesto que resulta muy difícil constatar la existencia
de aquellos juicios denominados “indirectamente evaluativos”.91 Podría ser una reformulación de
un entendimiento paradigmático de ciertos casos de punto de vista interno, como la posibilidad
que discutimos más arriba a la luz de la teoría de Leiter. Podría ser que un juicio indirectamente
evaluativo define, de entre un conjunto de manifestaciones del punto de vista interno, aquellas
que son más significativas y fructíferas para el entendimiento del derecho.
Hay ciertas manifestaciones del punto de vista interno, como por ejemplo, la consideración
del derecho como razonable, o como dotado de autoridad, que no necesariamente conectan con
el punto de vista interno que de hecho tienen los partícipes. Si el teórico no se limita a realizar un
listado misceláneo de opiniones inconexas, entonces debe evaluar ciertas opiniones como distin-
tas a otras. ¿Cómo debe hacerlo? Poniendo en primer plano aquellas manifestaciones del punto
de vista interno que sean fructíferas o más fructíferas para un entendimiento de la verdadera na-
turaleza del derecho, más allá de un análisis estadístico o empírico de las manifestaciones reales.92
Este juicio normativo de relevancia sigue siendo indirecto, en la medida en que no tematiza
la manifestación en sí, sino solo su relevancia. De esta forma la selección del punto de vista inter-
no depende de la teoría que queramos desarrollar, o del aspecto del derecho que queramos eng-
lobar. Nótese que en este juicio de relevancia está en juego mucho más que la comprensión de las
emisiones de los partícipes. Muchos aspectos internos de una práctica pueden no ser manifiestos,
sino estar latentes. Un juicio de relevancia del punto de vista interno no puede ser indiferente de
los puntos de vista no manifiestos. En principio, nuestras emisiones pueden manifestar distintas
actitudes, y algunas de ellas pueden ser más importantes que otras. También el silencio puede
manifestar actitudes relevantes. En todos estos casos es necesario despegar de una comprensión
empírica del punto de vista interno y aterrizar en su realidad normativa.

91. En esto se basa básicamente la respuesta de Leiter a la crítica de Dickson. Ver Leiter (2007), pp. 194-196. Afirma:
“Dickson y yo parecemos estar de acuerdo en que no son necesarias consideraciones morales; pero, ¿qué queda
después de que agotamos las conocidas desiderata epistémicas (o ‘metateoréticas’)?”. Leiter no parece dar crédito a
que la distinción entre juicios epistémicos y juicios morales no sea exhaustiva.
92. Dickson (2004), pp. 138-139. Ella reconoce este aspecto cuando afirma que “[a]lgunas autocomprensiones de los
participantes estarán confundidas, insuficientemente enfocadas, o serán vagas”.

73
Ahora es necesario hacer un ejercicio. Imaginemos que el derecho es una práctica argu-
mentativa, como la considera Dworkin.93 En un caso ante un tribunal colegiado existen varias
posibles interpretaciones e intentamos entender la elección de una en vez de otra. Para tener un
correcto entendimiento de esta práctica es necesario atender al punto de vista interno: no po-
demos entender la decisión de los jueces como causada por un suceso contingente. Imaginemos
ahora que en su decisión los jueces tuvieron en cuenta las razones A, B y C. Con esta información
sería suficiente para que Leiter formulara su teoría descriptiva. Pero al parecer para Dickson esto
no podría ser suficiente.
Dickson debería entender el conjunto de razones como válidas o inválidas. Debería en-
tender que cierta manifestación del juez (por ejemplo que cierta interpretación es injusta) es
una razón en función de que es reconocida como una razón por sus colegas. Para eso debería
entender las condiciones de validez que suponen las razones de los jueces. Esas condiciones de
validez pueden ser implícitas y no manifiestas. Para conocer estas condiciones implícitas tendría
que mirar más allá de este caso particular. Tendría que ver, por ejemplo, cómo se resuelven este
tipo de casos en contextos similares. Pero en dichos contextos las condiciones de validez podrían
mantenerse también implícitas. El teórico tendrá entonces que reconstruir y representarse las
condiciones de validez que se presentan en ese tipo de disputa. Con un esquema de los criterios
de racionalidad en el contexto de acción analizado podría sostener una teoría indirectamente
evaluativa que le permitiría reconocer ciertas posibilidades:

(1) Puede que alguna de las razones manifestadas no sea relevante;


(2) Puede que no todas las razones manifestadas sean las únicas relevantes;
(3) Puede darse el caso (1) y el (2).

La investigación de las razones implícitas está, entonces, directamente unida a la posibilidad


de los juicios indirectamente evaluativos. El juicio evaluativo no puede limitarse solo a las ma-
nifestaciones de los jueces, sino que debe ir más allá, hacia las razones implícitas que niegan que
algunas razones sean relevantes y afirman la relevancia de otras. Dickson no estaría afirmando
algo distinto a Leiter si limitara los juicios evaluativos a las razones manifiestas.
Habermas va aún más allá de esto. Él afirma que en la reconstrucción de las razones del par-
tícipe, el interprete se verá arrastrado, también él, al proceso de enjuiciamiento de pretensiones
de validez, “[p]ues las razones están hechas de tal materia, que no pueden ser descritas en absolu-
to en la actitud de una tercera persona, es decir, si no se adopta una actitud de asentimiento o de
rechazo o de suspensión del juicio. […] La descripción de las razones exige eo ipso una evaluación
[…] No pueden entenderse las razones si no se entiende por qué son sólidas o no lo son”.94 Pero
¿por qué juzgar el valor de las razones según los esquemas del teórico? La posibilidad de los jui-
cios indirectamente evaluativos estriba en que las razones reconstruidas pueden ser suficientes
para los partícipes sin ser, de hecho, correctas para el teórico. Es indirecto el juicio porque aplica
los esquemas de racionalidad del partícipe, no del teórico.
No podemos más que avanzar una respuesta aquí. Cuando el teórico describe una práctica
argumentativa asume que algunas razones son más relevantes que otras. Con esto asume un
concepto de razón. Dos teóricos pueden disputar acerca de la interpretación del caso propuesto
antes. Un teórico llamado Brian puede sostener que A y B son razones relevantes; y otra teórica

93. Dworkin (1986).


94. Habermas (1987), p. 164.

74
llamada Julie, puede sostener que A y (D) son las razones relevantes, siendo (D) una razón implí-
cita. El segundo teórico no podría estar desarrollando una teoría como la propuesta por Leiter, en
tanto reconstruye una razón no manifiesta (D). Brian crítica la aproximación de Julie afirmando
que la razón (D) no existe en el punto de vista interno. Julie podría contestar que (D) es una
razón implícita a la que se llegó mediante una correcta aplicación de un juicio indirectamente
evaluativo. La relevancia de (D) se deriva en que su introducción permite explicar la decisión
de los jueces como una decisión racional. Brian contestaría que (D) no puede explicar la racio-
nalidad de los jueces en tanto estos nunca consideraron semejante razón. Julie responde a esto
que, a pesar de que (D) no fue considerada, si se quiere ser sensible y justo con el punto de vista
interno deben considerarse aquellas razones que explicarían la decisión con independencia de
si en el caso concreto tuvieron o no una fuerza motivacional. La reconstrucción de razones en
una decisión muestra que esas razones eran exigibles en el razonamiento judicial con indepen-
dencia a si fueron consideradas o no. ¿Cómo pueden introducirse esas razones si de hecho no
fueron consideradas? Esto puede darse solo porque el teórico posee un concepto de razón que
determina que motivaciones pertenecen a ella y cuáles no. Si se diera solo una descripción del
esquema de razones cuya fuerza motivacional se dio de hecho en la decisión particular, entonces
se estaría describiendo un listado de hechos misceláneos; si en cambio, se considera a la práctica
descrita como una práctica argumentativa, no podría describirse verosímilmente si esas razones
no pudieran interpretarse como argumentos válidos, es decir, como razones para cualquiera.
Si para el teórico las razones de la práctica no fueran razones, entonces él no estaría des-
cribiendo una práctica como racional, sino solo como motivada por ciertos hechos (algunos
razones y otros no). Si otro teórico interpretara las mismas motivaciones como razones, entonces
estaría siendo más sensible al entendimiento de la práctica como racional, y por lo tanto, estaría
realizando juicios evaluativos que, en comparación con los del primer teórico, son superiores. Si
el teórico no considera racionales las razones de los partícipes, entonces solo se refiere a motivos,
no a razones. Tal vez una reflexión de Apel sea ilustrativa:
Si se admite que no hay una total congruencia entre la “autocomprensión” de una persona
en términos de su ideología institucionalizada y las motivaciones de su comportamiento, enton-
ces debe también admitirse que el sociólogo interpreta un determinado comportamiento con
la ayuda de conceptos que van más allá del horizonte consciente de la época o cultura a la cual
pertenece [dicho comportamiento].95
Esos conceptos que utiliza el sociólogo no pueden ser más que los adquiridos por él deriva-
dos de la tradición cultural a la que pertenece como lego, de la misma forma que una razón no
puede serlo para el teórico sino asumiendo su participación en cierta forma de vida que le asigna
un significado distinto de motivo o causa.

Conclusión

La crítica dirigida a Dickson ha tomado un matiz distinto que la dirigida a Leiter. En este caso
hemos demostrado la implausibilidad de una teoría descriptiva de un concepto hermenéutico;
en el caso de Dickson, si hemos demostrado algo, es que es cuestionable la posibilidad de los

95. Apel (1967), p. 56 (discutiendo las ideas de Peter Winch). Para una comprensión ontológica de este planteamiento
en teoría social véase Giddens (2001). Las consideraciones de Habermas parten de la comprensión de Giddens.
Véase Habermas (1987), p. 154: “El Científico social se encuentra con objetos estructurados ya simbólicamente;
estos encarnan estructuras de un saber preteórico, con cuya ayuda los sujetos capaces de lenguaje y acción han
constituido esos objetos”.

75
juicios indirectamente evaluativos cuando se toma en serio una práctica desde el punto de vista
interno. Porque la verdad de tales juicios indirectos se juzgan teóricamente no por su verosimi-
litud respecto del punto de vista interno manifiesto, sino por la justicia con que afrontemos el
entendimiento de una práctica. En una atención descriptiva del punto de vista interno, el teórico
siempre constatará la existencia de luces y sombras, de manifestaciones explícitas y de cuestiones
implícitas, ocultas y supuestas. Si queremos tomar en serio el punto de vista interno, nuestra
teoría también debe asignar algún valor a tales obscuridades.
MacCormick considera, a mi juicio con razón, que la mayor contribución que ha hecho
Hart a la filosofía del derecho es la distinción entre el punto de vista interno y el externo. Hemos
avanzado un argumento que se apoya en dicha contribución. Pero el argumento pretende ir más
allá de las consecuencias que aparentemente fueron vislumbradas por Hart. Adoptar el punto
de vista interno en un examen del derecho puede enseñarnos mucho acerca de su racionalidad,
moralidad, equidad o justicia. Puede llevarnos a concluir que el derecho protege la libertad de
algunos pocos, o de muchos; que pretende ser una herramienta de transformación y cambio so-
cial, o de conservación y mantención de un orden totalitario o elitista. Todas estas concepciones
del derecho se presentan en quienes están obligados por él y en quienes participan en él. Pode-
mos considerar estas concepciones como correctas o incorrectas, verdaderas o falsas, morales o
inmorales, justas o injustas. Lo que ciertamente nos exige una adecuada teoría del derecho es a
no ignorar esta perspectiva. He querido mostrar cuáles son las consecuencias que se siguen de
considerar las pretensiones de los participantes. Dichas pretensiones son muchas y muy variadas,
pero no es una respuesta válida a ellas el ignorarlas.
Quizás gran parte de la motivación por no aceptar un enfoque normativo en filosofía del
derecho se presente por su asimilación al derecho natural. Si bien es cierto el trabajo de Finnis
es un ejemplo de esa asimilación, el trabajo de Waldron es un buen ejemplo contrario. Ante esto
solo puedo hacer dos afirmaciones, evidentes y tal vez decepcionantes. En primer lugar, el pro-
blema metodológico es central tanto en el derecho como en ciencias sociales y corre por un carril
separado, aunque posiblemente relacionado, al de la disputa entre positivismo y derecho natural.
En segundo lugar, y por último, el defensor teórico del positivismo haría un flaco favor a su causa
si no fuera capaz de defenderla normativamente, si no fuera capaz de proveer argumentos que
respondan a por qué, como sociedad, es correcto políticamente y, en último término moralmen-
te, adoptar una imagen y un concepto positivista del derecho.

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77
Metafísica, objetividad y derecho: reflexiones
en torno a la tesis de la respuesta correcta

Antonio Morales Manzo

Introducción

Las diversas expresiones intelectuales surgidas dentro de las últimas centurias, han traído con-
sigo una variedad de comprensiones acerca del derecho, la moral, y la relación entre ambos tó-
picos. Quizá lo que caracteriza a los pensadores que marcaron la ruptura entre el planteamiento
anterior al ilustrado y la Ilustración propiamente tal, sea el lento desprendimiento de elementos
metafísicos de sus propuestas teóricas. De esta forma, se forjan concepciones para abordar los
problemas filosóficos, dentro de un marco metodológico adecuado a los límites operativos de
las subjetividades racionales. Por otro lado, la reflexión racional, asentada durante siglos en las
religiones monoteístas occidentales, se escinde de su respaldo institucional, y emprende por sí
sola el camino hacia una comprensión de los elementos articuladores de la organización social, y
determinantes del rol del individuo en la comunidad en la cual aquel se sitúa.
No obstante lo anterior, algo parece contradictorio en el desenvolvimiento del pensamiento
contemporáneo, cuando a partir de perspectivas que pretenden desprenderse del hálito metafí-
sico otrora imperante, se llega a conclusiones características de concepciones que se entienden
sobrepasadas por la crítica del período ilustrado que antecede al debate actual. En el ámbito
iusfilosófico, esto se plasma en propuestas de autores como Dworkin y Kelsen. El primero postula
un entendimiento universal y unívoco de la dinámica de desarrollo de los sistemas jurídicos,
proponiendo la “evolución moral” de los mismos cuando alcanzan las respuestas jurídicamente
correctas. El segundo, sosteniendo la racionalidad intrínseca de la estructura normativa del de-
recho, brinda parámetros excesivamente indeterminados como la norma hipotética fundacional,
de la cual se deriva la validez de la Constitución originaria, y a partir de esta la de todas las
normas que la suceden en inferior jerarquía, y que al adecuarse a ella, ocupan acertadamente su
lugar dentro de la orgánica normativa-jurídica en la que se encuadran.
Esta evolución contraproducente de la filosofía trae consecuencias en la teoría de la argu-
mentación jurídica (y moral), que resultaría pertinente atribuir a tradiciones ajenas al marco de
las perspectivas críticas de los siglos xvii y xviii, cimentadas como reacción al exceso ontológico
de la metafísica dominante en los períodos anteriores. Sin embargo, es posible observar la per-
manencia de elementos previos que se inmiscuyen en dichas instancias reflexivas, afectando sus
bases iniciales y su auto-comprensión.
Como existe un vínculo entre estas posturas ilustradas y las posiciones actuales, resulta
relevante hurgar en las raíces del problema, y realizar un seguimiento de las interpretaciones que
han consolidado cierta argumentación de carácter universalista en torno al derecho y a la moral.
Esta argumentación retoma la metafísica de antaño, interfiriendo dentro de enfoques a los que,
postulo, no pertenece.

79
El presente artículo busca adentrarse en el tipo de relación que se puede establecer entre
derecho y moral. En tanto ejes articuladores de dos esferas conceptual e históricamente rela-
cionadas, la moral y el derecho constituyen ámbitos de deliberación en los cuales es relevante
precisar la idoneidad de la metodología empleada para abordar conflictos de argumentación. La
manera usual de estudiar este tópico, que enfrenta a visiones etiquetadas bajo los términos de
“positivismo” y “iusnaturalismo”, busca solucionar el dilema por medio de adoptar una posición
respecto de la tesis de la separabilidad, ya sea aceptándola (en forma absoluta o con matices),
o bien, rechazándola. Sin embargo, es apropiado formular el problema en términos distintos,
al observar que la oposición también puede leerse entre posturas que asumen la univocidad y
coherencia de las respuestas obtenidas luego de un proceso de reflexión, y otros enfoques que
refieren críticamente a dicha conclusión.96 En este sentido, la vinculación conceptual entre dere-
cho y moral deviene un aspecto secundario, al centrarse la atención en la metodología empleada
para argumentar desde ambas esferas. Lo anterior conlleva obviar la perspectiva según la cual
el problema en la comprensión del rol y concepto del derecho radica en que no se ha entendido
adecuadamente por parte de los autores aludidos la separabilidad de aquél respecto de la moral;
la propuesta se focalizará en descartar a dicha perspectiva como una explicación satisfactoria,
que aprecia a los positivistas que entienden (según algún misterioso criterio) en qué consiste
dicha separación, en desmedro de los iusnaturalistas, que niegan su plausibilidad. Esto conlleva
suspender el enfoque según el cual el positivismo es lo correcto y el iusnaturalismo lo incorrecto
(o viceversa, dependiendo del gusto del lector). El problema básico trasciende dichas etiquetas ya
gastadas, y se sitúa en un nivel metodológico, que alcanza a ambas visiones por igual.

1. La Ilustración como origen (o perpetuación) del problema

1.1

¿Cuán exitosa fue la distinción entre una esfera religiosa y otra racional que la empresa ilustrada
se propuso como objetivo filosófico (y político), a través del cual encontrar un ámbito discursi-
vo en el que los individuos pudiesen vislumbrar, en tanto entes autodeterminados, un contexto
propicio para la deliberación razonada entre posturas divergentes? Quizá habría que distinguir
entre una dimensión propiamente conceptual con eventuales consecuencias normativas, y otra
histórica, donde la primera bien (o mal) podría haber influido. En relación a lo designado como
dimensión conceptual, ya en la formulación de propuestas ilustradas tempranas es posible re-
conocer imprecisiones que han acompañado a los herederos de la perspectiva hasta nuestros
días. 97 En efecto, el moldeo de los conceptos que estructuran la autonomía de los sujetos en las

96. Un análisis y crítica a la tesis de la separabilidad puede encontrarse en Green, (2008).


97. En la historiografía del siglo XX y de comienzos del XXI, no ha existido ni existe un consenso respecto de la
extensión del concepto Ilustración. Se ha entendido como un período histórico, que se extendió en Europa desde
fines del S. XVII hasta fines del XVIII o comienzos del XIX, resaltándose el carácter intelectual del “movimiento”,
acotado a un grupo de pensadores que le dieron forma (Pappe). La supuesta homogeneidad de la Ilustración ha
sido puesta tempranamente en duda, señalándose la diferenciación interna dentro de sus distintas etapas (Berlin)
y contextos nacionales (Porter), con el fin de remarcar las desemejanzas en sus distintas fases de desarrollo.
Estas perspectivas se erigieron como una reformulación de la visión de Pappe, quien sostuvo que la Ilustración
habría abarcado en un comienzo a Inglaterra, para luego alcanzar su apogeo en Paris y la Escocia de mediados
del siglo XVIII, siendo las ilustraciones italiana y alemana productos derivados, aunque con ciertos exponentes
sobresalientes. Véase Carhart (2005), pp. 673 y ss. Tampoco es pacífica la comprensión de la Ilustración como un
fenómeno elitista, o desvinculado de la política y de la religión. En el presente artículo bastará con asumir que

80
postrimerías del siglo xviii deja entrever ya ciertas contradicciones internas, o más bien espe-
cificaciones que exceden las pretensiones epistémicas del planteamiento que en dicha época se
encuentra en un proceso de elaboración y refinamiento. En lo que respecta al aspecto histórico,
las implicancias conceptuales que se desarrollarán a partir de lo anterior tendrán incidencia en el
desenvolvimiento de las instituciones relacionadas, situando a la argumentación jurídica y moral
en una relación no siempre fluida ni asentada en adecuadas descripciones, en relación al objeto
del debate en el contexto de la discusión actual. Las “almas bellas” de cierto tipo de universalismo
no siempre han tenido la relevancia por ellos deseada en el poco romántico mundo de la práctica
moral y jurídica. Sin embargo, lo central en lo que sigue no es demostrar la indiferencia de la
praxis frente a sus argumentos, sino más bien inquirir y cuestionar la real “belleza” de sus preten-
siones conceptuales, y sus consecuencias normativas.

1.2

Immanuel Kant presenta ciertos aspectos interesantes de abordar. En lo que sigue intentaré trazar
el lazo teórico que lo vincula con exponentes de distintas vertientes iusfilosóficas contemporá-
neas. Este autor se erige como un exponente idóneo de la conexión que existe entre posturas
metafísicas “fuertes” y ciertas posiciones que reniegan de dichos puntos de vista, pero que man-
tienen elementos de aquellos, subrepticiamente. La conexión recién indicada es perceptible en
mayor medida en creaciones como la del filósofo aludido, dado que en perspectivas de autores
más bien alejados de corrientes racionalistas el conflicto interpretativo es menos palmario. 98
La creación de Kant marca un punto de inflexión dentro de la filosofía continental europea,
que posteriormente influirá en los debates instalados en otros focos de pensamiento.99 Lo intere-
sante es observar los conflictos de interpretación que surgen en torno al planteamiento del pru-
siano, donde se entremezclan posiciones teóricas y prácticas no siempre armónicas entre sí. Esta
tensión, de la cual Kant es un representante, ha sido heredada parcialmente en el debate actual,
por lo que a continuación se procederá a detectar las contradicciones observadas en su postura.
Es difícil articular una visión unívoca respecto de la obra de Immanuel Kant en lo que res-
pecta al ámbito iusfilosófico y moral. Esto se debe en parte a que hay períodos diversos dentro de
su obra, siendo solo su creación tardía la que se enmarca como una creación propiamente crítica.
Sin embargo, incluso dentro de este período crítico, es posible advertir posturas diversas en re-
lación a un mismo tópico. Pese a lo anterior, no es errado explicitar ciertas peculiaridades que
sobresalen como una constante en el transcurso de su argumentación, en lo que podría enten-

esta expresión denota un período intelectual que, pese a ser internamente diferenciado, está orientado hacia la
reflexión crítica respecto de las perspectivas del derecho natural (aunque las propuestas alternativas puedan en
ocasiones considerarse como un tipo distinto de derecho natural). Si bien no siempre representa posturas políticas
de distinción respecto de la hegemonía eclesial, la Ilustración se entenderá como un movimiento que buscó al
menos delimitar los ámbitos de la influencia de las distintas iglesias, en pos de la promoción del pluralismo y
laicismo de las sociedades remecidas por las revoluciones burguesas del siglo XVIII.
98. Por esta razón (y no por un racionalismo acentuado) se ha escogido a Kant como un autor adecuado para
ejemplificar las imprecisiones de ciertas posiciones contemporáneas, dado que el propósito es discutir en torno
a un lenguaje y supuestos teóricos similares. Perspectivas proto-utilitaristas como la de David Hume también
hubiesen servido para resaltar ciertos aspectos relevantes abordados en este artículo. Véanse Hume (1945) y
(1998). Sin embargo, su profundización hubiese conllevado el cuestionamiento de supuestos que ameritan un
tratamiento más detallado, sobretodo en relación a la discusión en torno a la razón y a la pasión como motivos para
la acción.
99. A este respecto, Camilo Sémbler en este volumen repara en la influencia de Kant tanto en el planteamiento de
Habermas, como en el de Rawls.

81
derse como la superposición de dos visiones que se entrecruzan en la creación del filósofo; una
de palmario raigambre religioso, y otra fruto de su reflexión crítica en torno a la idea de la razón,
la que pretende captar en su pureza, desprendida de cualquier elemento contingente y/o mítico.
En qué medida dicha pretensión concluyó en un resultado exitoso, no es una pregunta que, por
su vastedad, pueda ser desarrollada directamente en este artículo. Sin embargo, el carácter de
la argumentación racional entre sujetos “razonables” ha devenido un instrumento de interac-
ción de central importancia en las sociedades contemporáneas (o al menos en filosofía política
y teoría de la argumentación jurídica), por lo que sí es relevante indagar en cuán metódico fue
el filósofo en este proceso de depuración de las condiciones de posibilidad del actuar jurídico
y moral. Como se verá, el forjamiento de nuevas estructuras de pensamiento imposibilita una
total revisión de la perspectiva dominante, en el momento de desarrollo del marco conceptual
que alterará el curso de la reflexión imperante en un contexto dado, siendo inviable exigir a los
articuladores de dichas modificaciones una reforma radical de las propias cosmovisiones. Estas
se encuentran insertas no solo en el ámbito intelectual donde se desenvuelven, sino también en
el trasfondo simbólico donde dichas perspectivas intelectuales están inmersas. En este sentido,
el rol de la reflexión teórica, es precisamente referir los aspectos dudosos que no se siguen de
las propuestas vislumbradas, y explicitar aquellos ámbitos donde mitos anteriores convergen en
las posturas que los niegan y/o reformulan. Ciertamente, alcanzar una completa imparcialidad
en la evaluación de las creaciones humanas es un esfuerzo fútil y condenado al fracaso, en tanto
omite los propios pre-juicios y pre-concepciones respecto de los cuales no podemos desprender-
nos conscientemente de manera absoluta (algo en lo que seguramente repararán generaciones
venideras en relación a los “logros” actuales); pero lo anterior no es óbice para evaluar las inno-
vaciones pasadas, de modo de reconocer las interferencias auto-impuestas que desmejoran los
resultados obtenidos.
En concreto, el concepto de racionalidad desarrollado en Kant y heredado por diversas ver-
tientes de pensamiento debe ser constantemente sometido a crítica, con el objeto de evitar que se
transforme en lo que a través de su elaboración se quiso soslayar. Como Hume en su momento
sostuvo, rebatir el dogmatismo deviene una tarea importante, ante la constatación histórica de
las nefastas consecuencias que su imposición ha traído en las comunidades donde ha imperado
un modelo rígido y monista de deliberación.100
Entenderé por monismo a aquella manifestación intelectual tendiente a encontrar una con-
clusión unívoca respecto de conflictos de argumentación. Si bien de un planteamiento univer-
salista se puede derivar en un enfoque monista, no hay una conexión necesaria entre ambos
conceptos. Esto porque el universalismo se puede entender en dos sentidos: en primer lugar,
como la pretensión procedimental de establecer las condiciones necesarias y suficientes para
realizar argumentaciones respecto a situaciones moral o jurídicamente relevantes. En segundo
lugar, como un ámbito sustancial de determinación de la corrección de la conclusión de dicha
argumentación, lo que se traduce en la obtención de respuestas correctas que no admiten disenso
en su formulación. Como se explicará, la propuesta kantiana constituye una expresión de uni-
versalismo solo en el primer sentido, no representando en lo esencial un enfoque monista, dado
que plantea un procedimiento racional de determinación de respuestas ante contextos fácticos
moral o jurídicamente relevantes, sin otorgar una conclusión sustancial respecto de los distintos
casos en que dichos procedimientos y criterios adquieren operatividad. Este último ámbito es

100. Véase Chuaqui (1998), pp, 398-399.

82
indeterminado (lo que no equivale a afirmar que admite cualquier respuesta), y variará depen-
diendo del contexto y sujeto que lo formule.101

1.3

Conviene realizar una aproximación al enfoque kantiano respecto de la moral y el derecho, para
luego reflexionar en torno a su visión.
De acuerdo a la posición del filósofo, las acciones de los sujetos racionales que constitu-
yen a los individuos de la especie humana, pueden entenderse tanto desde una perspectiva mo-
ral, como desde un enfoque jurídico.102 En tanto subjetividades que disponen de una voluntad
(entendida como la facultad de desear sin referencia a un acción particular, o más bien como
el fundamento de determinación del arbitrio a la acción),103 los integrantes de nuestra especie
somos aptos para actuar conscientemente en relación a situaciones concretas, a través de un
arbitrio libre, esto es, racional, y por ende autónomo, que puede prescindir de las inclinaciones
que supuestamente contrarían los dictados de la razón pura. Dicha capacidad nos diferenciaría
del arbitrio animal.104 La materia o contenido del arbitrio, que contiene la máxima a partir de la
cual planificamos nuestro actuar, constituye la dimensión moral del fenómeno que compone la
acción. La moralidad se determinará evaluando si la referida máxima está o no en concordancia
con el imperativo categórico, en virtud del cual se formula. Dicha “certificación” o “test” perte-
nece al fuero interno de cada sujeto, siendo por lo tanto una apreciación individual, aún cuando
contiene la pretensión de universalidad de la determinación de la moralidad de la acción. La
perspectiva moral, por lo tanto, no es susceptible de coacción (externa) para ser concretada, pues
si así fuera no sería autónoma.105
Por otro lado, el arbitrio desde su apreciación externa, manifestada en los actos que el sujeto
realiza en su interacción con otros seres dotados de las mismas facultades para la acción, encarna
la dimensión jurídica del actuar, dado que lo relevante desde esta perspectiva es la afectación
a la libertad de los otros que la propia acción produce bajo una ley universal de la razón. Este

101. Esta reflexión no debe ser leída necesariamente como una diatriba contra las religiones. Los rasgos del monismo
se encuentran ya en Platón, y en la fase tardía de la antigüedad clásica. La religiosidad posterior, al menos
formalmente despojada del politeísmo, fue permeada por aquellos influjos de la antigüedad y por los mismos
elementos dogmáticos surgidos en su etapa temprana, por lo que el resultado contingente hermanó ambas
perspectivas en una manifestación rígida de la creencia. Esto, por cierto, tuvo consecuencias en la filosofía que
se desarrollaba en occidente, obstaculizando el moldeo de propuestas y prácticas alternativas, que se pudieran
adaptar a las circunstancias cambiantes de las sociedades. Este mismo fenómeno que desemboca en dogmatismos,
ha contribuido a la generación de rupturas relevantes dentro de comunidades plurales. Por lo visto, el problema
principal no radica en qué se cree, sino en cómo se cree.
102. Kant (2001), pp. 53 y ss.
103. Kant (1989), p. 16.
104. Kant (1989), pp. 16-17. Puede observarse la diferencia entre el planteamiento kantiano y el aristotélico en relación
al rol de la felicidad en la moral. La siguiente cita es más explícita: “El placer que ha de preceder al cumplimiento
de la ley para que obremos de acuerdo con ella, es patológico, y el comportamiento sigue entonces el orden natural;
pero aquél al que ha de preceder la ley para que lo experimentemos, está en el orden moral. Cuando esta diferencia
no se respeta, cuando se erige como principio la eudamonía (el principio de la felicidad), en vez de la eleuteronomía
(el principio de la libertad de la legislación interior), entonces la consecuencia es la eutanasia (la muerte dulce)
de toda moral”, Kant (1989), p. 227. El sentimiento moral en Kant puede conformarse, pero no como motivo para
la acción, sino como un reforzamiento accesorio y posterior a la determinación racional de la máxima acorde
al imperativo categórico. Esta postura es asumida más claramente en la Metafísica de las Costumbres, que en la
Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres.
105. Kant (2001), p. 109.

83
principio universal del derecho, según el cual “una acción es conforme a derecho (recht) cuando
permite, o cuya máxima permite a la libertad del arbitrio de cada uno coexistir con la libertad
de todos según una ley universal”, posibilita definir el concepto según el cual lo jurídico involu-
crará tanto una pretensión de derecho, como la coacción requerida para asegurar la convivencia
según una ley universal de la libertad, preservando la vigencia de dicha pretensión en términos
fácticos.106 Así expuesto, la relación del derecho con la coacción será necesaria y analítica, y per-
mitirá asegurar a cada uno la convivencia libre entre los integrantes de una comunidad política
y jurídica.107
De lo relatado se desprende que, según Kant, un mismo fenómeno podrá ser abordado des-
de una dimensión moral y otra jurídica. En la primera, lo relevante será que el individuo actúe
por deber (perspectiva interna o materia del arbitrio), mientras que en la segunda importará que
actúe en conformidad al deber (perspectiva externa del arbitrio).108 Es preciso notar que ambos
enfoques no son contradictorios entre sí. Kant afirma que la acción realizada será la misma, ya
sea que se inspire en el primer o segundo criterio. Lo importante es que para determinar la co-
rrección moral, no se requerirá comprobar su corrección jurídica, y viceversa.
Es notorio que el planteamiento descrito en el párrafo precedente es aplicable a situaciones
de normalidad, donde desde un enfoque contractualista, no se pone en cuestión las razones
que motivan el ingreso a un estado civil en el que el derecho adquiere una concretización ins-
titucional, en virtud de un poder centralizado que ejerce la coacción. Este permite asegurar (y
no dar, a diferencia de la reflexión recopilada en el Codex de Justiniano) a cada uno lo suyo, en
forma perentoria y no solo provisionalmente, legitimando el ordenamiento jurídico vigente y

106. Kant (1989), p. 39.


107. El carácter necesario del vínculo entre coacción y derecho es un tema largamente discutido. Probablemente, la
tesis de la necesariedad y analiticidad del vínculo entre ambos conceptos se debe a la confusión y asimilación
entre los significados de las expresiones derecho y estado. A este respecto, es recomendable revisar las críticas de
Hart a lo que según su planteamiento constituye la comprensión austiniana, de acuerdo a la cual el derecho puede
entenderse como órdenes respaldadas por amenazas. Véase Hart (1998), pp. 34 y ss.
Es posible sostener la existencia de una relación a posteriori y empírica entre coacción y derecho, donde la institucionalidad
coercitiva detentadora del monopolio de la fuerza, que el estado proporciona en las sociedades contemporáneas,
actúa como una bisagra que enlaza ambas esferas. La comprensión del estado como un cuadro coercitivo que tiene la
pretensión de garantizar la efectividad del derecho en las sociedades complejas, permite precisar conceptualmente
el entendimiento del derecho. Este puede ser concebido como un ámbito normativo no solamente emanado desde
el estado, sino también de sujetos y prácticas llevadas a cabo por privados. La autorregulación es un claro ejemplo
de lo anterior, y la descripción poco adecuada del fenómeno es en parte responsable de un desempeño deficiente
de las instancias fiscalizadoras de dicha práctica. El derecho como instrumento regulador de la convivencia no
conlleva de por sí la razonabilidad de su estructura normativa. En este sentido el estado puede, eventualmente, ser
utilizado como un ente regulador de su racionalidad interna.
Si bien la crítica de Kelsen a la distinción predominante en su época entre derecho público y privado es acertada
(pues con dichas etiquetas aludimos solo a técnicas jurídicas que diferencian intrasistémicamente al derecho, y
no a disciplinas sustantivamente disímiles), la identidad que plantea entre estado y derecho es una afirmación
imprecisa. Esto se produce por la irreflexiva suposición de que la coacción es relevante conceptualmente en ambos
ámbitos por igual. Pese a lo anterior, sus críticas al ideal de un estado de derecho continúan siendo pertinentes,
pues la perspectiva que pretende una justificación del estado a través del derecho presupone la legitimidad de
este último, característica de cual el derecho puede prescindir, y seguir siendo aún así un ordenamiento jurídico
efectivo. Véase Kelsen (1960), pp. 187 y ss. Por limitantes de espacio, esta discusión deberá ser abordada en otra
oportunidad. En este volumen, Marcos Andrade profundiza en este tópico, vinculándolo con la autoridad y la
obediencia, en tanto ejes de su análisis.
108. Kant (1989), pp. 23 y ss.

84
vinculante para el individuo, el que, en concordancia con lo que señala Kant, pretende justificarlo
racionalmente.109
Sin embargo, lo interesante es analizar aquellos casos límite, donde el “derecho natural ra-
cional” se opone al “derecho estatutario” o “positivo” que coacciona al sujeto para mandatarlo
a realizar ciertas acciones, o a tolerar intromisiones en su libertad que no serían aplicables en
conformidad a lo que el filósofo denomina ley universal de la razón. En este momento ideal, la
obediencia al derecho se fundamenta en último término en un imperativo moral, el cual dicta-
mina que el seguir los postulados del derecho estatutario es un acto universalizable, no así su
desobediencia. Aún cuando el derecho positivo se oponga al derecho natural racional, definido
a partir del principio de la razón ya señalado, mantenerse fiel a sus preceptos es lo correcto,
preferible a situarse en un estado de naturaleza, donde no está asegurada la posesión perento-
riamente, e instancia en la cual la libertad de cada uno respecto de los otros se encuentra por lo
tanto constantemente amenazada.
Lo anterior se suma a la comprensión de los deberes jurídicos. Ser un hombre honesto, no
dañar a nadie, y el tercer deber (condicionado por la imposibilidad de cumplir con el segundo),
de entrar en una sociedad con otros en donde a cada uno se le asegure lo suyo, representan en
conjunto una mixtura de argumentos para ingresar a un estado civil, buscando perpetuar el orden
vigente a partir de justificaciones a priori de la razón, pero elaboradas con posterioridad a la en-
trada en vigencia del esquema normativo que coarta la libertad del sujeto en una sociedad dada.110
Independientemente del grado de persuasión que las distintas vertientes del contractualismo
puedan tener en los lectores contemporáneos111, lo interesante de la visión desarrollada por Kant
son las consecuencias que las diversas lecturas de su obra han tenido en los planteamientos hoy
vigentes dentro del debate iusfilosófico. Por ende, en las siguientes secciones se pretenderá reali-
zar una revisión crítica de los postulados expuestos, y seguir el rastro de las contradicciones e im-
precisiones de la perspectiva presentada en la filosofía de la moral y del derecho posterior a Kant.

109. Kant realiza la distinción entre posesión provisoria y perentoria, para distinguir entre la situación de la propiedad
en el estado de naturaleza (en tanto idea de la razón) y en el estado civil. En aquel, la posesión no está garantizada
por un poder instaurado, que ejerce la coacción reconociendo las intervenciones contrarias a derecho, y por ende
a la libertad externa de otro, en su esfera de independencia dentro de la comunidad política. En consecuencia, los
individuos pueden exigir el respeto del derecho (natural racional), siendo facultados para el uso de la fuerza si
la mencionada intervención es ilegítima. Sin embargo, la utilización de la coacción es acotada a la capacidad del
sujeto en cuestión, por lo que la neutralización de la afectación en la propiedad del individuo no necesariamente
será exitosa. En este punto, la imagen que sugiere Kant se acerca a la hobbesiana, que alude a un estado de
naturaleza como constante beligerancia entre los individuos que aún no proporcionan autoridad a un soberano
que racionalice la convivencia. Este conflicto constante no consiste en una situación de lucha actual, “sino en una
disposición a batallar durante todo el tiempo en que no haya garantías de que debe hacerse lo contrario”, Hobbes
(1999a), p. 115. En clave kantiana, se puede hablar de un estado de naturaleza potencialmente violento, en caso de
que los individuos no se guíen por sus máximas acordes al imperativo categórico (al parecer, bajo la suposición de
que aquellas no podrían resultar contradictorias entre sí). En el estado civil, en cambio, al erigirse el estado como
ente administrador y monopolizador de la fuerza, el filósofo afirma que la propiedad se asegura perentoriamente,
y ya no solo provisionalmente. Véase Kant (1989), pp. 55 y ss.
110. El primer deber jurídico se refiere a la materia del arbitrio, y el segundo y tercero pueden interpretarse como
señalando el arbitrio desde un punto de vista de su dimensión externa. Véase Kant (1989), pp. 47-50.
111. La comprensión hegeliana negadora del contractualismo resulta mucho más apropiada en términos descriptivos,
sincerando por lo demás el origen generalmente cruento de los estados en tanto instituciones coercitivas. Véase
Hegel (1988), pp. 318 y ss. Ernesto Riffo (este volumen), profundiza en el contractualismo en torno a los enfoques
de Rawls y Hobbes, evaluando a través del concepto de resistencia imaginativa los presupuestos de sus respectivas
posturas.

85
2. Respuestas correctas e indeterminación
de la moral y del derecho

Llama la atención la innovación que Kant propone al conceder un procedimiento y no un con-


tenido sustantivo respecto de la moral y su determinación. Esto reformula los planteamientos
anteriores, centrados en presupuestos metafísicos que buscaban aseverar un cierto orden moral,
omitiendo los criterios para definirlo, y a cambio explicitando un sentido concreto que precisaba
y distinguía lo bueno de lo malo. Dichas propuestas se caracterizaban, en otras palabras, por
presentar un cognitivismo moral, a partir del cual se buscaba definir con claridad aquello que
correspondía y lo que resultaba inapropiado realizar en la interacción con otros sujetos. Sin em-
bargo, salta a la vista la ineficiencia de aquellas visiones al momento de presentar su aplicación
práctica para casos en los que el disenso moral se torna ineludible, como dato empírico, constata-
ble fácilmente en las comunidades de interacción humanas. A este respecto, dichas propuestas no
adquieren la operatividad que en un orden armónico e imperecedero deberían tener, surgiendo
el desacuerdo, y la necesidad de dotar a las posiciones que se encuentran en disputa de funda-
mentos con connotaciones inteligibles por todos los entes partícipes del debate. Claro está, en
Kant dicho debate se origina en primer lugar en el mismo sujeto que se enfrenta ante la práctica
moral, debiendo aplicar el test del imperativo categórico para inquirir en la corrección de su
máxima que conlleva la acción desde un punto de vista moral. Pero junto a lo anterior, también
es posible el surgimiento de un contexto argumentativo en el que los individuos puedan externa-
lizar sus diversas lecturas para intercambiar criterios, respecto de lo que es acertado moralmente
hacer en una situación dada.
Bien podría afirmase, contrariamente a lo indicado en el párrafo anterior, que el “momento”
moral solo se remite a un esfera individual, donde el tribunal de la conciencia es el único que
puede juzgar la corrección moral de las acciones que el individuo que está siendo “juzgado”
realiza, no pudiendo externalizarse dicho aspecto procedimental de definición de criterios para
determinar lo que es correcto en términos morales. Sin embargo, esto no obsta a mantener un
ámbito intersubjetivo de deliberación respecto de las acciones que, en tanto entes autónomos
y libres (al menos prácticamente), desarrollamos.112 Precisamente es esto lo que parece haber
tenido Kant en mente cuando otorga un procedimiento desde un punto de vista externo del
arbitrio, para determinar esta vez la corrección jurídica del actuar. Lo que es destacable de estas
dos perspectivas en base a las cuales se analizan las acciones de lo sujetos, es que en ninguna de
ambas se otorga una solución objetiva, sino tan solo un procedimiento para definir la corrección
del suceso en el que interviene libremente el individuo por medio de su libertad práctica; es el
procedimiento para alcanzar la respuesta el que está establecido, no la respuesta en sí misma.
Lo referido dista de posiciones como la sostenida por Hegel, quien respecto de la perspec-
tiva kantiana, si bien no la considera como inapropiada, establece que representa un alcance
aún insuficiente para la realización histórica del concepto formal que solo potencialmente aquel

112. El debate en torno a las antinomias de la razón pura y a la posibilidad de una libertad trascendental con influencia
en el desenvolvimiento de las cadenas causales del mundo natural, no puede ser abordado en este artículo por la
extensión que implicaría referirse al tópico. Para la reflexión que Kant dedica al tema, es recomendable remitirse
a la Crítica de la Razón Pura, donde el autor presenta una postura asimilable al compatibilismo dentro de la
discusión del problema en la filosofía del siglo XX. Véase Kant (1996), pp. 467 y ss, y Allison (1991). Esteban
Pereira dedica parte de su trabajo sobre la responsabilidad jurídica y moral, a estudiar el problema teórico de la
libertad y el determinismo. Junto a lo anterior, aborda cómo la aceptación de la corrección de las distintas posturas
afectarían la institucionalidad dentro de la cual los sujetos se desenvuelven e interactúan.

86
plantea. Resulta interesante estudiar la visión de este autor en relación a este tópico, para con-
templar las reacciones a la “austeridad ontológica” que propuestas como la kantiana provocaron
en la época. El enfoque de Hegel acerca del derecho debe entenderse como un primer momento
(derecho abstracto), en el que en un nivel formal, se establecen los deberes y potestades que
hacen posible el desarrollo de la libertad por parte de los sujetos, la que entendida como autode-
terminación permite la apreciación crítica de los distintos estados históricos que la humanidad
ha experimentado (siempre hablando en retrospectiva, no prediciendo eventos ni aventurando
el surgimiento de nuevas etapas históricas).113 Este tránsito histórico continúa hasta llegar a la
modernidad, donde según el autor los distintos elementos que cada época ha contenido, y de
los que se ha desprendido una vez que ha llegado a la decadencia, confluyen. En su lectura, el
cristianismo permite la incorporación de la dimensión subjetiva de la libertad de la que carecía
la antigüedad clásica, complementando y consagrando su desarrollo.
Desde la concepción hegeliana, Kant representa una superación del Derecho Abstracto, en
tanto permite adentrarse dentro de la esfera de la Moralidad, por medio de la cual es posible
remarcar la relevancia de la subjetividad y de su interacción con el momento en extremo formal
que el derecho abstracto representa. Sin embargo, la postura kantiana aún es formalista, y si bien
presenta los conceptos pertinentes (derecho, subjetividad), estos son insuficientes para que el
concepto de la libertad resguardado en sí se realice para sí como idea en la historia, en una comu-
nidad efectiva de individuos donde la libertad de las personas está (eventualmente) preservada,
en virtud de que se le considera un bien social.114 La conciencia moral y el bien se encuentran
aún vacíos de contenido. A este respecto, el Bien Supremo kantiano no es sustantivo, pues este
autor se limita a desarrollar una teoría acerca de lo moralmente correcto desde la perspectiva de
una razón pura que no requiere necesariamente contextualización ni determinación acerca de
lo Bueno. Este último término no alude a algo concreto, y de hecho puede representar diferentes
nociones dependiendo de la subjetividad que lo formula, puesto que al estar relacionado con el
fin de las acciones y la felicidad de los sujetos que se desenvuelven en comunidad, no existe una
esfera en que intersubjetivamente se defina unívocamente su sentido. La determinación de lo
bueno en Kant es algo que no puede ser definido racionalmente y ser parte de su sistema moral
o jurídico, puesto que su apreciación es contingente. Esto es lo que intentará corregir Hegel,
por medio de introducir la tercera esfera de la Eticidad, donde se consagra históricamente en
una comunidad concreta las nociones que Kant concibe como indeterminadas, y que según la
apreciación hegeliana deben tener un contenido definido, retornando con ello a perspectivas

113. Taylor (1983), pp. 174-175. Corrientes vinculadas al proyecto del marxismo científico parecen no haber
entendido del todo el carácter retrospectivo, y no prospectivo, de la ocurrencia hegeliana. Sin embargo, todas
estas concepciones comparten el poco aprecio por la contingencia, y su rol en nutrir y modificar las perspectivas
teóricas que buscan explicarla.
114. La distinción entre concepto e idea en Hegel presenta ciertos aspectos no corrientes dentro del uso técnico de estos
términos en el lenguaje filosófico contemporáneo. Por concepto en este contexto se entiende a la elaboración a priori
de la razón de los elementos de la libertad que deben contenerse en una comunidad política y jurídica, para que
esta última pueda ser considerada como una esfera efectiva de la eticidad. A la realización concreta del concepto,
y con ello la manifestación del espíritu y la libertad en la historia se le denomina idea (es evidente la similitud
entre dicha distinción y la clásica entre potencia y acto). La lectura hegeliana de Kant califica a su propuesta como
meramente determinante del concepto, pero no de la idea. Véase Hegel (1988), en especial la sección Moralidad, §
140, pp. 207 y ss. Inwood (1995) expone de forma sucinta y acertada el sentido de las expresiones empleadas por
Hegel. Para una contextualización de dichas expresiones en la filosofía del derecho del autor, véase Westphal (1993)
y Rawls (2001b).

87
metafísicas en un sentido “fuerte”, encarnadas en posturas como las de Jacobi, al que Hegel hace
alusión expresamente como inspiración de su posición.115
Es llamativo que la perspectiva histórica en Hegel se fundamente en la realización, en tanto
idea, del concepto de la libertad desarrollado por la razón. Con este enfoque de la realidad en la
que los individuos se encuentran inmersos, Hegel desarrolla una postura en donde el desenvol-
vimiento y consolidación de las instituciones humanas es la manifestación externa y concreta de
un momento racional, ya previamente incubado como anticipo a priori de lo que se ha desenca-
denado en la historia.
Resulta interesante que el segundo tránsito que constituye la Moralidad hacia el despliegue
definitivo del espíritu en la Eticidad, se inspire en completar el tratamiento aún no consolidado
que Kant hace de la moral y del derecho, puesto que la indeterminación de su contenido conforma
un pilar de importancia dentro del planteamiento de este último autor. En este sentido, el enfoque
hegeliano rebasa las limitantes impuestas por las condiciones de posibilidad de conocer, que los
sujetos racionales disponen en su acervo epistemológico, según la perspectiva en comento.
Posturas como la hegeliana (en este aspecto en particular, sin perjuicio de los diversos ám-
bitos de importante relevancia teórica e influencia), representan un rebrote de planteamientos
previos a la Ilustración, luego de que esta se asumiera por medio de la diferenciación respecto de
dichas posiciones teóricas. El entender que ciertas formas de convivencia (política, moral, y jurídi-
ca) son preferibles a otras, no implica asumir la certeza de su corrección valorativa en términos me-
tafísicos; dicho plano limita la comprensión de la conformación histórica de las instituciones que
moldean nuestra convivencia y desempeño en el mundo, al cubrir una perspectiva con un velo de
legitimidad, que rebasa la posibilidad de corroborar empíricamente las teorías acerca del desarrollo
y desenvolvimiento de los distintos aspectos que conforman el funcionamiento de la sociedad.

3. Acercamiento a la discusión contemporánea


en torno a la objetividad del derecho

3.1

La sección anterior muestra la instauración de perspectivas suficientemente explicativas de fe-


nómenos abordables tanto desde un punto de vista moral, como jurídico, y con propuestas nor-
mativas aplicables a los sujetos a través de su propia autonomía, y de la institucionalización de
criterios que guíen la conducta de las personas hacia las que se dirigen los mandatos de compor-
tamiento. Estas perspectivas han generado resistencia, y reacciones que en la filosofía de la moral
y del derecho han pretendido retomar un camino distinto para entender y motivar la conducta
de los integrantes de un cuerpo político y moral jurídicamente organizado.
La propuesta kantiana tardía que se encuentra en la Metafísica de las Costumbres presenta
aspectos complejos que requieren de estudio y reflexión crítica y, tanto él como Hegel, exponen
propuestas normativas a priori elaboradas por la razón, que se vinculan de modo algo forzado
con la realidad práctica en que la moral y el derecho operan. Sin embargo, a favor de Kant se en-
cuentra la indeterminación del contenido sustantivo que la corrección del actuar establece como

115. Para el desarrollo del argumento y las críticas a la “hipocresía” que implica mantener este momento formal de
determinación de la corrección del actuar, junto a las diatribas contra la figura del probabilismo (promovida por
teólogos casuísticos, entre ellos los jesuitas de la época) por constituirse como hipocresía “refinada”, véase Hegel
(1988), pp. 209 y ss. Las críticas al “punto de vista de la completa sofística” pueden encontrarse en el mismo
parágrafo, pp. 220 y ss.

88
criterio para evaluar la idoneidad del comportamiento de los individuos, limitándose a mostrar
el esquema a partir del cual se constituye procedimentalmente la adjudicación de una decisión
para casos concretos.
En consonancia con lo anterior, los deberes éticos que el filósofo expone en la Doctrina
de la Virtud son calificados como de obligación amplia, lo que conlleva admitir vías distintas a
través de las cuales satisfacer el actuar según lo dispuesto por la máxima que lo obliga a obrar.
En contraste, llama la atención que el autor considere a los deberes jurídicos como de obligación
estricta, puesto que la determinación de las acciones a las cuales el derecho otorga leyes, dista
de constituirse como un ámbito donde la aplicación de normas sea pacífica y no susceptible de
argumentaciones discordantes entre sí. En este sentido, la lectura de Hegel sobre la Doctrina del
Derecho de Kant parece ser más apropiada que la del propio Kant, cuando se refiere a aquella en
la Doctrina de la Virtud.
Hay ciertos elementos de la propuesta kantiana que deben entenderse inmersos en el tras-
fondo simbólico dentro del cual el autor se encuentra. Es posible hallar resabios del monismo
intelectual previamente dominante pero aún culturalmente vigente dentro del contexto histórico
en el que Kant se desenvuelve, que darán lugar a las tensiones internas de su obra, en parte
importante eje de la ruptura de la Ilustración con la tradición que la antecede. Así como los
postulados de la razón práctica, que suponen la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, se
erigen como una especie de recompensa al actuar correcto, contraviniendo el planteamiento de
que la motivación debe guiarse por criterios racionales deontológicos que no tomen en cuenta las
consecuencias del actuar (postura que se mantiene entre la Fundamentación de la Metafísica de
las Costumbres y la Metafísica de las Costumbres, y que resulta aceptable en tanto no se conceda a
críticos como Mill que el test del imperativo categórico constituye una versión refinada de utilita-
rismo, orientado por el cálculo de las consecuencias hipotéticas de la acción), el concebir los de-
beres jurídicos como estrictos manifiesta un entendimiento forzadamente unívoco del derecho,
que no se desprende de su exposición iusfilosófica, y entra en conflicto con el carácter igualmente
indeterminado del derecho, una vez que se aplica el test del principio universal. Quizá pueda
atribuirse dicha tensión argumentativa a la escasa complejidad de los ordenamientos jurídicos
positivos de la época en la que el prusiano desarrolla su teoría del derecho. Por otro lado, pese
a que disponía de las herramientas precisadas, Kant no desarrolló una teoría de la imputación,
lo que a su vez simplifica el entendimiento del fenómeno jurídico mirado desde hoy en día (una
comprensión meramente conductista del comportamiento de los sujetos no resulta satisfactoria
para abordar los debates actuales acerca de la normatividad del derecho). Finalmente, la poco
clara distinción entre derecho natural racional y derecho estatutario o positivo (posiblemente
consciente, dado que el Kant tardío se plantea como reformista y no revolucionario, con mayor
claridad que en sus primeras obras del período crítico, necesitando con ello morigerar su argu-
mentación en torno a la desobediencia civil), impide distinguir definitivamente entre niveles
normativos potencialmente diversos, y con ello dificulta la intelección de la propuesta kantiana
para la adjudicación a casos particulares de sistemas jurídicos actualmente vigentes.
Como se desprende de las líneas anteriores, en este escrito no se intenta desarrollar una
lectura escolástica de Kant (esto es, resaltar aquellos aspectos que dejan entrever postulados aje-
nos o incompatibles con las reflexiones más interesantes que lleva a cabo). Más bien, se pretende
pulir los elementos de dicha inspiración, con el objeto de plantear un entendimiento ilustrado
de su obra, asumiendo la contradicción interna de la época donde el prusiano se desenvuelve, y
la tensión dentro de su creación, en la que se plasma el espíritu de aquel tiempo. En efecto, pro-
bablemente la Ilustración (o más específicamente, las distintas ilustraciones que tuvieron lugar

89
en la Europa de los siglos xvii y xviii), se caracterizan por esta conflictividad interna, y no por
una completa superación de esquemas previos de pensamiento; como un tránsito hacia, más que
como un punto de llegada. Junto a lo anterior, negar la permanencia de posturas continuadoras
de lo que se ha entendido como metafísica en sentido “fuerte” en la época actual, constituiría una
afirmación poco afortunada y descriptivamente insuficiente. Lo que se pretende no es rechazar
la existencia de dichas perspectivas en la discusión contemporánea (ni afirmar que la Ilustración
vino a derribar mitos y a afianzar la madurez intelectual de la humanidad, omitiendo los propios
mitos que introdujo en el debate), sino más bien enfatizar elementos rescatables de la crítica que,
por su pertinencia conceptual y pragmática, es necesario diferenciar de relatos previos, y del
mismo enfoque conflictivo desde el que esos elementos surgieron.
Con la misma pretensión con que se profundizó en los aspectos ya retratados, se abordará
a continuación la herencia de dicho conflicto interpretativo en la filosofía del derecho actual.
En este ámbito, adquiere relevancia identificar cuáles son los niveles de objetividad que pueden
asumirse desde perspectivas que pretenden distanciarse de enfoques comúnmente asimilados al
iusnaturalismo. El tópico de la objetividad constituye un tema de relevancia dentro de la discu-
sión jurídica, pues señala los límites del pensamiento, en relación a las facultades de la autoridad
pública, que ostenta el rol de ente decisorio ante los disensos argumentativos respecto de la apli-
cación del derecho. Como se han analizado enfoques distintos en relación a este aspecto, surge
como un ejercicio de importancia el verificar si también en el contexto de la discusión jurídica
contemporánea las incongruencias metodológicas se perpetúan, dentro de posturas que debiesen
distanciarse de estos enfoques ya expuestos.

3.2

Es preciso especificar distintos sentidos de la expresión objetividad, para abordar con mayor ri-
gor el tópico. En relación al derecho, resulta pertinente la observación que Leiter hace al respecto,
al detectar dos posibles significados de aquel término:

a. El derecho es metafísicamente objetivo en la medida que existen respuestas correctas


como cuestiones de derecho.
b. El derecho es epistemológicamente objetivo, en la medida en que los mecanismos para
descubrir respuestas correctas (adjudicación, razonamiento legal), están libres de fac-
tores distractores que podrían empañar las respuestas correctas.116

Hay teorías que asumen la plausibilidad de (2) como condición de posibilidad de (1), o
viceversa. Lo relevante en esta sección será desentrañar por qué la comprensión que tengamos
de la moral y de su relación respecto del derecho, cualquiera que esta sea, no satisface en un
sentido metafísico la objetividad en la adjudicación, a través del otorgamiento de respuestas co-
rrectas. Aun suponiendo (como puede suponerse en estas líneas) que el derecho pueda estar
libre de factores distractores, lo anterior no permite (en el sentido metafísico expuesto) la obje-
tividad del razonamiento jurídico y de la adjudicación del sistema a un caso en particular, por la
indeterminación del derecho derivada de sus características epistémicas, según la narrativa en
comento. Esto tampoco hace procedente suponer que el derecho debiese acabar con el conflicto
argumentativo en torno a la corrección de la aplicación del sistema a casos particulares. Las

116. Leiter (2007), p. 265

90
propuestas contemporáneas respecto de lo anterior no representan una innovación, en relación
a las posturas amparadas en visiones metafísicas respecto de la univocidad del contenido del
derecho y de la resolución que este otorga a los conflictos que se le presentan; por el contrario,
aquellas constituyen las naturales herederas de dichas perspectivas, y cumplen en el debate actual
una función equivalente a la que desempeñaban antaño acercamientos de índole objetivista en
los dos sentidos ya precisados.
Leiter argumenta que tanto (1) como (2) son posturas implausibles en su plenitud, y solo
pueden concebirse como enfoque con alcances “mínimos” o “modestos”.117 En un enfoque cer-
cano al realismo jurídico anglosajón (aunque con reformulaciones, a partir de la evolución del
pragmatismo de corte cientificista que lo lleva a asumir un giro naturalista en su propuesta),118
el estadounidense percibe que el derecho en tanto institución no puede disponer de un ámbito
discursivo inmune a afectaciones externas a sus propios ritos argumentativos. Son precisamente
estos ritos, los que en su realización no pueden sino incorporar factores ajenos a lo tradicional-
mente concebido desde el positivismo en su versión “fuerte” como propiamente jurídico119 (polí-
tica, análisis económico del derecho, aspectos raciales, de clase y de género), y los que permiten la
instauración de un sistema que resulta inviable apreciar en términos “puros”, si lo que se desea es
elaborar una explicación lo suficientemente descriptiva del fenómeno como para proceder a un
análisis normativo que pretenda ser efectivo en la práctica jurídica. Del mismo modo, asegurar
que el derecho es metafísicamente objetivo implica aceptar la tesis del realismo moral, según la
cual existe algo como hechos morales o jurídicos, y el derecho está vinculado a la moral para
delimitar su contenido normativo. Por cierto, esta concepción establecería una conexión entre un
entendimiento metafísico en sentido fuerte de la moral, y el derecho, lo que representaría un vín-
culo entre una postura que apunta a la delimitación de un máximo, para hacer procedente el ám-
bito discursivo que se desarrolla en torno a la práctica jurídica. Como la admisión de semejante
criterio a modo de elemento estructurante del debate deviene en un resultado polémico no solo
por las conclusiones, sino también por los métodos para llegar a ellas, es preciso recurrir a un
mínimo que permita mantener el consenso en torno a los elementos epistémicos articuladores de
la argumentación. Sin embargo, aun cuando Leiter apunta a la plausibilidad de atribuir en un ni-
vel modesto la objetividad metafísica y epistemológica del derecho, este aspecto es relegado a un
segundo plano, en tanto lo relevante para la apreciación de lo que el derecho constituye es la ob-
servación de la praxis, y no las herramientas discursivas que, eventualmente, podrían justificarla.
Si bien resulta interesante, la crítica desarrollada por Leiter, al igual que el movimiento de
los Critical Legal Studies, manifiesta una deficiencia en visiones propositivas para reemplazar a
los criterios que desecha como implausibles, por apostar a un idealismo de la operatividad del
derecho que deviene impracticable, y por acusar serias deficiencias vinculadas al solipsismo de
sus propuestas.120 Así, el ejercicio que surge como relevante ante este panorama, es verificar si
realmente una objetividad epistemológica implica adoptar un criterio de respuestas correctas
desde el cual entender el razonamiento legal que culmina con el momento adjudicativo, con
el propósito de reflexionar en torno a si dicha acepción de la expresión “objetividad” conlleva
un vínculo necesario con un sentido metafísico del término, o esto último no es más que una
proyección lo suficientemente imprecisa como para ser excluida de la metodología del derecho.

117. Leiter (2007), p. 269


118. Véase Leiter (2000).
119. Véase Raz (2001b).
120. Una adecuada exposición de estas críticas puede encontrarse en Habermas (2005), cap. V. El autor remarca
especialmente las objeciones al ideal del juez Hércules dworkiniano.

91
Resulta ineludible referirse, en relación con lo expuesto en el párrafo anterior, a la obra de
Dworkin. Dicho autor postula a la coherencia del sistema como criterio básico para evaluar y
distinguir cuándo nos encontramos ante lo que entiende como propiamente jurídico (lo que en
su concepto involucra insumos morales, por acomodación histórica y pertinencia teórica). Di-
chas guías para la argumentación llevan, desde su comprensión, necesariamente a una respuesta
correcta para cada caso en particular, lo que en concreto manifiesta el ideal abstracto de una
respuesta correcta para el sistema concebido en su integridad. Si bien hay pasajes de su obra que
permiten asumir un cognitivismo moral, y jurídico por extensión, existen lecturas de su enfoque
que matizan dichas aseveraciones, quizá respetando la diferenciación que el autor intenta man-
tener respecto de los autores de derecho natural, al parecer una etiqueta no muy apetecida en la
academia anglosajona en la actualidad y por ende evadida, aunque los argumentos sostenidos
por ambas posturas, una vez desvelados los arreglos estéticos, sean los mismos.
En efecto, Finnis entiende que la teoría de Dworkin, “tan relativa a las prácticas y a las
opiniones morales de una comunidad dada, no es una teoría general del tipo que las teorías de
la ley natural aspiran a ser”.121 Sin embargo, la tensión entre dicha perspectiva contextualista y
la objetividad metafísica que se puede percibir en la creación del autor, es expuesta por otros
comentaristas de su obra, como Habermas, quien asevera respecto de aquél la pretensión de sos-
tener “la necesidad y posibilidad de ‘decisiones correctas’, que a la luz de principios reconocidos
vengan legitimadas en lo que a contenido se refiere”. En este sentido, su teoría,

con el análisis del papel que los argumentos concernientes a principios y los argumentos
concernientes a fines y objetivos desempeñan en la práctica de las decisiones judiciales, y
con la puesta al descubierto de esa capa de normas de orden superior en el propio sistema
jurídico, […] aprehende ese nivel postradicional de fundamentación al que se ve remitido el
derecho al volverse positivo. El derecho moderno, tras emanciparse de los fundamentos sa-
cros y desligarse de los contextos religioso-metafísicos en los que el derecho anterior venía
inserto, no se vuelve absolutamente contingente como el positivismo supone. Ni tampoco,
como supone el realismo, queda a disposición de los objetivos de dominación política, cual
si se tratase de un medio que no tuviese ninguna estructura interna. Antes bien, el momento
de no-disponibilidad o no-instrumentalización, que se afirma en el sentido deontológico de
la validez de los derechos, remite a la dimensión de una obtención de decisiones correctas,
regida por principios, siendo solo una de esas decisiones la decisión correcta. Pero como,
a diferencia de lo que la hermenéutica jurídica supone, esos principios no pueden a su vez
tomarse del contexto de tradiciones de una comunidad ética a título de topoi históricamente
acreditados, la praxis de la interpretación necesita un punto de referencia que apunte más
allá de las tradiciones jurídicas en las que se ha crecido. Ese punto de referencia que repre-
senta la razón práctica lo explica Dworkin, en lo que se refiere a método, recurriendo al
procedimiento de la interpretación constructiva, y, en lo que se refiere a contenido, mediante
el postulado de una teoría del derecho que efectúe en cada caso una reconstrucción racional
del derecho vigente y lo traiga a concepto.122

La mencionada “reconstrucción racional” a la que Habermas afirma que Dworkin se abo-


ca para determinar el contenido del derecho conformado históricamente en las “comunidades

121. Finnis (2000), p. 54.


122. Habermas (2005), p. 279.

92
éticas”, donde principios rectores de filosofía moral y política moldean el ordenamiento jurídico,
buscando conducir a la corrección del derecho en su praxis institucionalizada y por ende positi-
vada, no representa solo una remisión al contexto en el cual la práctica moral de la comunidad
tiene lugar. La lectura que parece sugerir Finnis no impide considerar a la teoría de Dworkin
como una que apuesta por la objetividad de las respuestas que el derecho otorga al intervenir
en el desenvolvimiento de las comunidades políticas contemporáneas. Si entendemos el ideal de
la respuesta correcta como apuntando a una dimensión histórica donde la cohesión del sistema
es apreciada en relación a la situación social a partir de la cual se realiza esta interpretación
constructiva, buscando la integridad en relación a la contingencia que proporciona el contexto,
entonces el resultado será una especie de teoría postmoderna de la coherencia. Esta plantea la
corrección unívoca de los resultados del procedimiento de determinación de la corrección jurí-
dica, ya no apelando a un criterio puramente racional y a-histórico, sino más bien a la respuesta
correcta que se planteará para aquella comunidad en particular dentro de la cual surge un con-
flicto de argumentación jurídica, o donde se registran propuestas no coherentes de resolución de
conflictos jurídicamente relevantes (es interesante contemplar que esta interpretación postmo-
derna del enfoque dworkiniano llega a conclusiones premodernas cuando los criterios otorgados
adquieren operatividad).
No obstante lo anterior, la obra de este autor contiene elementos que apelan a una noción de
lo que hemos definido como “cognitivismo moral”, lo cual tiene directa vinculación con la aseve-
ración según la cual el derecho contiene respuestas objetiva y unívocamente correctas para todo
evento que implique la adjudicación del sistema a situaciones concretas, dado que la intelección
de lo recién señalado implica inquirir en los principios de filosofía política (y moral) que dan
coherencia a lo jurídico. En su libro Justice in Robes pueden encontrarse reflexiones recientes que
revelan que el autor conserva su postura a este respecto:

El razonamiento jurídico, de acuerdo al enfoque incorporado [embedded approach] pre-


supone que una afirmación interpretativa será, al menos ordinariamente, superior a sus
rivales, no solo superior en opinión de su proponente, sino de hecho superior, y si no exis-
te verdad moral objetiva alguna, ninguna afirmación tal puede ser realmente superior en
ningún caso genuinamente difícil […] No sería suficiente, para sostener el enfoque teorético,
decir que este apunta hacia, y es justificado por, no una verdad moral objetiva sino solo por
la verdad de acuerdo a los juegos linguísticos de nuestra comunidad.123

La exigencia de una verdad moral objetiva desde la cual plantear la solución propicia para
conflictos de argumentación en torno al derecho, constituye una teoría que deviene contraria con
la metodología de interpretación constructiva que, en palabras de Habermas, Dworkin desarro-
lla. Es cuestionable el rol que el autor le asigna a una supuesta verdad moral como determinante
del contenido correcto del derecho. En efecto, la función de la verdad en la argumentación jurí-
dica está supeditada a corroborar (en los casos simples) la pertinencia de los supuestos fácticos a
partir de los cuales el derecho se despliega en tanto lenguaje, sin embargo, la falsedad o verdad de
un argumento, fuera de la constatación empírica de los supuestos hipotéticos en base a los cuales
surgen conflictos acerca de la aplicación y comprensión de normas (X cometió violación, Y causó
el daño emergente en el patrimonio de F, Z realizó la acción de homicidio tipificada en el Código
Penal), no es un plano susceptible de esta clase de corroboración.

123. Dworkin (2006a), p. 59.

93
Los intentos de Dworkin de rebatir críticas como las desarrolladas en estas páginas no dejan
de ser peculiares. La indeterminación de la moral y del derecho no tiene necesariamente como
fundamento un entendimiento multicultural del tópico, como el autor parece sostener.124 Más
bien, constituye un aspecto que también puede ser detectado desde enfoques pertenecientes a
variantes de racionalismo contemporáneo, por ende el argumento está en el mismo nivel que
el postulado por aquellos que sostienen la procedencia de lo verdadero y lo falso en la moral.
Dworkin parece conceder el punto a los no cognitivistas, cuando señala que es ridículo postular
que hay algo como un orden en sí a partir del cual se puede verificar los postulados morales, y así
corroborar la falsedad o verdad de los argumentos en base a los cuales los individuos actúan.125
Sin embargo, resulta contraproducente que, una vez afirmado esto, siga utilizando las expre-
siones verdad y falsedad como criterios para referirse a la pertinencia de las posturas morales
ante contextos determinados. En efecto, el uso de estos términos en la obra del autor no tiene la
función de desempeñarse como operadores lógicos de los enunciados lingüísticos que formula;
su utilización se refiere a una verificación sustantiva que permita aseverar la idoneidad de la
argumentación, pese a que aparentemente la pretensión es su uso como un recurso heurístico
para aclarar la posición que el sujeto en cuestión sostiene respecto de su creencia. Lo anterior no
entiende del todo la distinción entre la corrección, y la verdad o falsedad de un enunciado que
contiene un argumento moral o jurídicamente relevante: negar la verdad de los argumentos que
sostienen posiciones morales no implica negar su posible corrección, sino asumir la posibilidad
de que más de una posición sea razonablemente sostenible, y por ende solo rechazar la univoci-
dad de las conclusiones a las que autores como el abordado aspiran. Es precisamente porque la
gente no va a aludir a eventos morales para justificar sus creencias como verdaderas, en el sentido
de contrastibilidad empírica con hechos de algún tipo, que no pueden existir respuestas correctas
para resolución de dilemas de argumentación. En este sentido, solo existen cánones de argumen-
tación y baremos de razonabilidad para evaluar la pertinencia de la justificación de las creencias,
y del por qué estas deberían ser vinculantes para la sociedad entendida en su conjunto. El aporte
de pensadores como Kant fue exactamente ese: depurar los procedimientos a partir de los cuales
se llegan a las conclusiones que se sostienen en tópicos jurídica y / o moralmente relevantes.
Waldron sostiene una postura cercana a la línea dworkiniana en relación a la exigencia de
una respuesta correcta. Si bien no incorpora la necesidad racional de una resolución unívoca de
los conflictos argumentativos, sí plantea que lo jurídico se diferencia de lo moral precisamente
en que el uso de la fuerza para garantizar la eficacia del derecho justifica la necesidad de solo una
visión que sea respaldada por la coacción centralizada del ordenamiento. Representa su enfoque
un argumento en cierto grado pragmatista para justificar por qué la univocidad del derecho es
una condición precisada para sostener el rol institucional de este en la praxis:

La autoridad del derecho descansa sobre el hecho de que existe para nosotros una recono-
cible necesidad de actuar concertadamente en varios asuntos o de coordinar nuestro com-
portamiento en varias áreas con referencia a un marco común, y de que esta necesidad no
sea obviada por el hecho de que disintamos entre nosotros mismos acerca de cuál debe ser
nuestro curso común de acción o nuestro marco común.126

124. Dworkin (1996), pp. 93 y ss.


125. Dworkin (1996), pp 97, 99, 103-108.
126. Waldron (1999a), p. 7. Sobre el posicionamiento del autor en relación al realismo moral, véase Waldron (1999a),
pp. 164-187.

94
Pero dicha posición no deja de resultar contraproducente con la indeterminación de la mo-
ral o la irrelevancia de la objetividad de la moral que el mismo autor llega a sostener:

De ahí la necesidad de una posición única y determinada de la comunidad sobre la materia,


una cuya implementación sea consistente con la integridad y univocidad de la justicia. Cier-
tamente, la justicia es afrentada de otra manera si la posición identificada e implementada
como aquella de la comunidad es errada. Sin embargo, dada la inevitabilidad del desacuer-
do en ese aspecto, y dada la simetría para todos los propósitos prácticos de la posición rival
sobre la materia –cada lado es sincero; cada lado piensa que su visión captura lo que es
realmente justo; cada lado cree que el otro está objetivamente equivocado– no existe una
manera política en la cual la posibilidad de una afrenta sustantiva pueda ser descartada.
Todo lo que podemos hacer políticamente, por el bien de la integridad de la justicia, es
asegurar que la fuerza sea usada para respaldar una y solo una visión –una visión que puede
ser identificada como aquella de la comunidad por cualquiera, cualquiera sea la opinión
sustantiva que cada quien tenga sobre el asunto–.127

El mantener la postura de que solo una visión debe imperar en el entendimiento y siste-
matización del ordenamiento jurídico, ya sin buscar respaldo en una perspectiva filosófica que
plantee la objetividad metafísica del derecho, sino solo amparado en la necesidad política de que
la institucionalidad jurídica cumpla dicho rol, es algo que no puede dejar de generar sospecha.
Efectivamente, la función del derecho no consiste en dar la respuesta correcta (ya sea que se
entienda a esta en términos metafísicos o pragmatistas), sino solo en dar respuestas para los dis-
tintos escenarios en los que el sistema jurídico se ve impelido por el entorno que le solicita una
definición ante dilemas de argumentación y posicionamientos no coherentes entre sí. Lo anterior
no conlleva que la decisión adjudicada al caso en particular resuelva el conflicto en términos de
“integridad interpretativa”, pero sí implica que aquella proporciona una respuesta que permite
que las partes en disputa obtengan la certeza que buscan, y continúen su desenvolvimiento en la
comunidad incorporando dicha decisión como un elemento a tener en cuenta en sus respectivas
planificaciones racionales de vida.
En consonancia con lo anterior, el sentido de la expresión “seguridad jurídica” no consiste
en garantizar que un mismo criterio de adjudicación se perpetuará ad eternum en virtud de su
corrección racional, corroborada empíricamente en tanto la objetividad metafísica que plantea el
contenido de la decisión es acertado, sino en asegurar que los criterios empleados procedimen-
talmente para llegar a la decisión sean objetivos en términos epistemológicos. En otras palabras,
la diversidad de comprensiones acerca de la corrección moral de las acciones desde el punto de
vista que señala Waldron, se mantiene en la práctica jurídica concreta cuando surgen disensos
en el seno de la comunidad respecto del argumento más idóneo para adjudicar en uno u otro
sentido el sistema jurídico a casos particulares de conflictos entre privados, o entre la adminis-
tración pública y los individuos sometidos a su Imperio. Así, el derecho no debe ser ciego a su
constitución como vía argumentativa que, si bien puede (eventualmente) ser objetiva en térmi-
nos epistémicos, no puede serlo en términos metafísicos.

127. Waldron, (1999b), p. 39. Para profundizar en las conexiones que se pueden establecer entre esta propuesta del autor
y aquella que sostiene una tesis “normativa” o “ética” en torno al positivismo jurídico, véase Waldron (2001), pp.
411 y ss.

95
Consideraciones finales

Los procesos históricos e intelectuales que impulsan reestructuraciones en la conformación de


instituciones relevantes para la autocomprensión de los sujetos y de las comunidades en las que
aquéllos se encuentran inmersos, no están exentos de contradicciones internas. En cierto senti-
do, esto no debe ser asumido como un problema; el entrecruzamiento y la promiscuidad entre
perspectivas divergentes facilita el surgimiento de nuevas formas discursivas que intentan darle
una significación al desacuerdo. La complicación se avizora cuando el marco teórico para com-
prender y asir esta conflictividad, incorpora variables que no permiten asimilar y abordar el
fenómeno del disenso argumentativo de un modo propositivo. En este escenario, resabios de
relatos previos buscan de manera agónica (o quijotesca, dependiendo de la opinión del lector),
reaccionar tardíamente a la alteración del contexto dentro del cual los esquemas deliberativos
propuestos adquieren operatividad. Por cierto, esto no quiere decir que de hecho los enfoques
reaccionarios tengan efectos en la práctica institucional en cuestión. Sin embargo, concordando
con Hume, los dogmatismos no deben ser subestimados en relación a las potenciales consecuen-
cias que en el largo plazo pueden ocasionar, en consonancia con sus pretensiones de influenciar y
homogeneizar forzadamente los ámbitos por definición indeterminados de deliberación.
En estas páginas se ha expuesto brevemente cómo lo descrito en el párrafo precedente ha
tenido lugar en la filosofía de la moral y del derecho desarrollada durante los dos últimos si-
glos. Desde Kant (quien según se ha reflexionado no está libre de contradicciones internas), se
ha afirmado que el plano de la determinación procedimental de ambas áreas se ha confundido
con el de la indeterminación sustantiva de su contenido. Así, retazos de enfoques previos a la
Ilustración han pretendido sumarse al festín pagano, sin conceder la diferenciación de ambas
dimensiones, negándose con ello a desprenderse de la sotana y a conceder la modificación de
perspectivas observable.
Lo anterior resulta no solo estética, sino también conceptualmente inaceptable: aun cuando
se postule la consistencia y univocidad sempiternas de los sistemas jurídicos y morales que guían
nuestro actuar, nuestras limitaciones epistémicas nos imposibilitan el conocimiento de un orden
tal en sí. En parte, producto de lo aludido es que en el seno de las comunidades políticas jurídi-
camente organizadas, surgen disensos respecto de lo que es correcto en los términos abordados.
Esto implica adoptar un sano escepticismo en relación al aspecto sustantivo que constituye lo
que, siguiendo a Leiter, se ha designado como objetividad metafísica, y por ende rechazar pro-
puestas de cognitivismo moral y/o jurídico según lo ya expuesto. Obviamente, el rechazo no se
refiere a la imposibilidad de aceptar visiones de esta inspiración dentro del abanico disponible de
argumentaciones en torno al derecho,128 pero sí conlleva negarles la pretensión de superioridad
en relación a otras perspectivas más austeras metafísicamente, a través de no asignarle un peso
diferente respecto de las consecuencias normativas de las diversas propuestas situadas en la de-
liberación razonada entre comprensiones divergentes. La aplicación del derecho no puede suplir
pragmáticamente lo que este tipo de escenario discursivo no está en condiciones de garantizar.
Dicha aspiración monista no se justifica por necesidades pragmáticas, sino por una añoranza
del paraíso perdido a la que el derecho no tiene por qué atender, y aquella característica, lejos de
constituir un defecto, representa la virtud de su método.

128. En este sentido en particular concuerdo con Waldron, véase.Waldron (1999a), pp. 176 y ss.

96
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97
Sobre los usos de situaciones imaginarias
en filosofía política

Ernesto Riffo Elgueta129

En lo que sigue, quiero examinar las distintas funciones que la presentación de situaciones ima-
ginarias como el estado de naturaleza hobbesiano o la posición original de Rawls cumplen o
pueden cumplir en argumentos de filosofía política. En particular, llamaré la atención sobre el
uso motivacional a que pueden ponerse. Se trata de un uso cuyo aprovechamiento puede ayudar
a que los ejercicios argumentativos en filosofía política no pierdan sentido.
En la sección 1 desarrollo algunas ideas acerca del sentido de la filosofía política. Sostendré
que ella debe orientarse a influir en la acción humana, tener una vocación práctica, aunque ello
no significa que el sentido o la relevancia de esta disciplina dependa solo de su capacidad para
motivar efectivamente a la acción. A propósito de esto, defenderé la idea de que la filosofía polí-
tica debe mantener a la vista algunas lecciones de las discusiones acerca de cuándo tiene sentido
afirmar que alguien tiene una razón para actuar, en particular las lecciones del internalismo
defendido por Bernard Williams sobre la importancia de la motivación para nuestras formas de
hablar de razones para actuar. En la sección 2 revisaré algunos aspectos de las teorías de Hob-
bes y Rawls como ejemplos ilustrativos de la preocupación por las lecciones del internalismo.
Sostendré que la presentación de situaciones imaginarias por parte de estos filósofos responde
a un intento de hacer justicia a la relevancia de las consideraciones acerca de la motivación al
momento de presentar teorías con pretensiones normativas. Revisaré también algunas ideas de
Dworkin como ejemplo de un autor que desaprovecha el uso motivacional de las situaciones
imaginarias. En la sección 3 conecto las discusiones precedentes con algunas ideas tomadas de
la teoría estética analítica sobre el fenómeno conocido como resistencia imaginativa para sugerir
cómo las situaciones imaginarias de la filosofía política se relacionan con nuestras estructuras
motivacionales. Sostendré que mientras que la presentación de tales situaciones busca afectar
esas estructuras, cómo nos afecten dependerá de cómo estén ya configuradas estas últimas.

1. El sentido de la filosofía política

Considérese la siguiente afirmación que podríamos encontrar en una obra de filosofía política:

(1) El derecho mantiene el orden social.

Parece una afirmación razonable, una con la que muchos estarían de acuerdo. Sin embargo, mu-
cho se esconde detrás de tal afirmación. ¿Qué nos autoriza a tomarla por verdadera (si lo hace-
mos)? Más aún, ¿qué se sigue de ella?, o, lo que es lo mismo, ¿a qué nos compromete? Si no somos

129. Comentarios a eriffo@gmail.com.

99
capaces de responder estas preguntas, entonces no entendemos cabalmente la afirmación.130 Des-
de luego, entendemos en algún grado la afirmación pues tenemos alguna idea de cómo respon-
der tales preguntas. En efecto, podemos ofrecer algunas respuestas más o menos sofisticadas.
Siguiendo a Hobbes, por ejemplo, podríamos afirmar que lo que nos autoriza a sostener que el
derecho mantiene el orden social es la convicción de que un condicional contrafáctico como el
siguiente es verdadero:

(2) Si no existe un poder común que los atemorice a todos, entonces los hombres viven en un
estado de guerra permanente.

Por otro lado, si seguimos en la línea de Hobbes, la verdad de la afirmación según la cual el dere-
cho mantiene el orden social nos compromete con la verdad de la tesis según la cual estamos (en
algún sentido) obligados a obedecer los mandatos del soberano.131
¿Entendemos ahora (i)? Puesta en el contexto de las ideas recién esbozadas, entendemos
mejor qué quiere decir. Pero, ¿cuánto más? No mucho más. Quedan muchas preguntas por res-
ponder. Por ejemplo: ¿Cuál es esa situación en que no existe un poder común que atemorice a
los hombres? Esto es, ¿se trata de una situación en que no ha existido nunca tal poder, o más
bien de una en que, existiendo en un momento anterior, ha dejado de existir? Y si se trata de esta
última posibilidad, ¿cómo es que ha ocurrido eso? Las respuestas a estas preguntas no importan
aquí. Solo las planteo para sugerir la red de cuestiones que pueden surgir a propósito de una afir-
mación filosófico-políticamente relevante como (i). Las respuestas a estas cuestiones ulteriores
contribuirán al entendimiento que tengamos de la afirmación inicial.
A veces las cuestiones ulteriores que surgirán exigirán respuestas que aclaren el sentido de
los conceptos utilizados. Por ejemplo, ¿qué quiere decir “orden social” en (i)? ¿Incluye solo algún
tipo de coordinación y cooperación, o se extiende a aspectos sustantivos, como la justicia en la
distribución de los recursos? Ronald Dworkin ha enfatizado a lo largo de su carrera este tipo de
cuestiones, y parece considerarlas como un aspecto central de la política y la reflexión filosófica.
En su opinión “[l]os filósofos políticos construyen definiciones o análisis de conceptos políticos
claves: de justicia, libertad, igualdad, democracia y los demás”.132 En sus críticas a los pensadores
que llama “arquimedianos” les reprocha una mala comprensión de “la forma en que los concep-
tos políticos realmente funcionan en la discusión política”.133 Más allá de la corrección o inco-
rrección de las críticas de Dworkin, parece claro que un entendimiento de la filosofía política que
limite su propósito al análisis de conceptos es gravemente incompleto. Es cierto que buena parte
del debate político gira en torno al significado de algunos conceptos políticos fundamentales, y
la filosofía debería ocuparse de esos desacuerdos. Sin embargo, reducir la política y la misión de
los filósofos políticos al análisis de conceptos (aunque sea un análisis con motivaciones y conte-
nido valorativos, que es lo que Dworkin ha sugerido que distingue a la buena filosofía política)
es un error.134
La filosofía política, y el pensamiento político en general, no se limitan a presentar concep-
ciones adecuadas de nuestros conceptos políticos, sino que nos presentan además situaciones,

130. Cfr. Brandom (2001).


131. Digo “en algún sentido” porque no es clara la naturaleza de esa obligación; no es claro si no acatarla es inmoral o
solo imprudente. Sobre este problema, véase el trabajo de Juan Ormeño en este volumen.
132. Dworkin (2004), p. 5.
133. Dworkin (2004), p. 8.
134. Aunque Dworkin enfatiza este aspecto de la filosofía política no la limita a eso. Véase infra, 2.3.

100
estados de cosas, como deseables o abominables. Entre otras cosas, la filosofía política se encarga
de presentarnos mundos posibles, desde el estado de naturaleza hobbesiano, hasta la sociedad
bien ordenada de Rawls. Desde luego, no se trata de cualesquiera mundos posibles: la Tierra
Gemela imaginada por Hilary Putnam (en la que el líquido que llena los mares, fluye por los ríos,
hierve a 100°C, y es necesario para la vida, no es H2O, sino xyz) no tendría un lugar relevante en
una obra de filosofía política.135 Los mundos posibles que la filosofía política presenta son más
bien como los que nos presentan aquellos ejercicios imaginativos que buscan responder pregun-
tas como: ¿Qué habría sido de la historia de Occidente si Carlos Martel hubiera perdido la batalla
de Poitiers, o Napoleón ganado la de Waterloo? En otras palabras, se trata, más que de mundos
posibles, de mundo plausibles, esto es mundos cuya instanciación podría atribuirse a las accio-
nes de seres humanos.136 Desde luego, los mundos plausibles relevantes para la filosofía política
también responden a ciertas restricciones: el mundo idéntico a este salvo el hecho de que en él
he dejado por mi propia voluntad el hábito de fumar es, en efecto, un mundo plausible, pero no
uno políticamente relevante. La sociedad bien ordenada imaginada por Rawls es políticamente
relevante, como lo es también el estado de guerra de todos contra todos.
Las observaciones presentadas hasta aquí permiten identificar dos funciones que la presen-
tación de situaciones imaginarias como los mundos posibles puede cumplir en una discusión
filosófico-política. En primer lugar, la presentación de una situación imaginaria puede ayudar a
ilustrar el contenido de una intuición, una tesis, o el sentido y la extensión de un concepto. Así,
por ejemplo, el estado de naturaleza hobbesiano puede entenderse como una forma de ilustrar
el contenido de la intuición que (i) trata de capturar, así como también puede ayudar a respon-
der preguntas acerca de, por ejemplo, el sentido preciso de “orden social” en (i), o “atemorizar”
en (ii). Llamaré a esta función ilustrativa. En segundo lugar, tales situaciones pueden ayudar a
identificar estados de cosas que han de ser perseguidos o evitados, mundos posibles a los cuales
el actual debería aproximarse o de los cuales debería alejarse en la mayor medida posible. Lla-
maré a esta función orientadora. Nuevamente el estado de naturaleza sirve como ejemplo de esta
función; se nos presenta como un estado de cosas que ha de ser evitado casi a cualquier precio.
En este trabajo quiero llamar la atención sobre una tercera función que las situaciones ima-
ginarias pueden cumplir, a saber, una función motivacional. En breve, esta función consiste en
influir en las estructuras motivacionales de aquellos a quienes se dirige un trabajo o un argumen-
to filosófico-político. La necesidad de un recurso que pueda cumplir esta función resulta de dos
convicciones acerca del sentido de la filosofía política, que presentaré en los párrafos siguientes.
La primera convicción es que (si ha de considerarse como una forma de filosofía práctica y
no solo teórica) la filosofía política debe tener una vocación práctica; ha de aspirar a tener conse-
cuencias prácticas, consecuencias en la acción humana. Raymond Geuss ha llamado la atención
sobre esto recientemente:

Una filosofía política […] no es en realidad una construcción exclusivamente teórica, sino
que debe ser entendida además como un intento de intervenir en el mundo de la política:
las consecuencias de actuar de acuerdo a ella no deben considerarse entonces nunca como
cuestiones completamente indiferentes al evaluarla.137

135. Sobre la Tierra Gemela, véase el clásico Putnam (1979).


136. Véase Hawthorn (1995). Cfr. Jensen (2009) quien desarrolla la idea de que las “habilidades humanas naturales” son
la clave para entender la posibilidad práctica de los ideales descritos por la filosofía política.
137. Geuss (2005), p. 35.

101
Ahora, del solo hecho de que la reflexión filosófico-política aspire a arribar a conclusio-
nes normativas acerca de la estructura de la sociedad o la acción humana no se sigue que deba
preocuparse por cómo podría llegar a instanciarse el mundo político ideal. En otras palabras, la
vocación práctica no se sigue sin más del hecho de que se trate de filosofía práctica. Esto se debe
no solo a que ante la disonancia entre la teoría y el mundo actual siempre se puede pensar “tanto
peor por la realidad”, sino también a que qué sea adecuado exigir a una teoría dependerá en parte
del contenido de esta. Por un lado, puede ocurrir que la teoría misma explique la disonancia,
condenándose a sí misma a la irrelevancia práctica, o al menos posponiendo tal relevancia a
un futuro indeterminado. (Así, por ejemplo, algunas formas de determinismo histórico pueden
justificar un quietismo político). Pero, por otro lado, puede que valga como objeción a una teoría
filosófico-política el que sea incompatible con nuestro entendimiento de la acción humana, por
ejemplo, con nuestro entendimiento de la motivación humana. Esto ocurrió con la teoría de
Rawls, la que recibió numerosas críticas que sostenían que su teoría de la justicia sufría de un
“déficit motivacional”, en el sentido de que algunos aspectos de la teoría (como la prioridad de lo
justo por sobre lo bueno) socavaban la posibilidad de que los sujetos llegaran a estar motivados
a actuar de acuerdo a sus exigencias.138
Desde luego, que se atribuya a la filosofía política una vocación práctica no implica que ella
debería ser juzgada solo, o siquiera principalmente, por sus consecuencias efectivas en la acción
humana (digamos, como causa eficiente de ella). Los estados de cosas que pueden atribuirse a
una obra filosófica como sus consecuencias son múltiples. La publicación y lectura de un pan-
fleto puede mover a las masas a actuar colectivamente, mientras que la de un tratado filosófico
puede resultar en múltiples actividades académicas. Algunas consecuencias serán, en mayor o
menos grado, políticamente relevantes. En todo caso, debe evitarse cometer el error de afirmar
prematuramente la irrelevancia de todo esfuerzo teórico normativo.
Este error ha sido cometido, por ejemplo, por Brian Leiter quien, comentando If You’re an
Egalitarian, How Come You’re So Rich? de G.A. Cohen, afirma que la filosofía política con pre-
tensiones normativas es irrelevante, pues incluso la “filosofía moral de alta calidad no cambia el
comportamiento de los filósofos morales de alta calidad”.139 Como “evidencia dramática” de ello
Leiter cita el caso de Thomas Nagel, quien en una reseña del libro de Cohen reconoce que pese
a estar de acuerdo con el igualitarismo de este último, no realizará ninguna de las acciones que
este –para ponerlo suavemente– recomienda (por ejemplo, donar buena parte de sus ingresos a
quienes lo necesitaran más que él). El error de Leiter (que probablemente se deba a la influencia
de W.V. Quine en su pensamiento) es asumir que la relevancia práctica de la filosofía solo puede
medirse por sus consecuencias en el comportamiento de aquellos a quienes se dirige.140 Pero,
¿por qué habría de pedirse eso a la filosofía? Parece sensato entender que si la lectura del libro de
Cohen (o del reconocido “Famine, Affluence, and Morality” de Peter Singer, o de Living High and
Letting Die de Peter Unger, etc.) logra que sus audiencias sientan “incoherencia moral” (como re-
conoce Nagel), culpa, o algún otro sentimiento moral, entonces han tenido alguna consecuencia
práctica, i.e. ha influido en las estructuras motivacionales de los lectores.141
Es precisamente este tipo de consecuencias que sostengo que la presentación de situaciones
imaginarias puede tener. Más aún, influir sobre las estructuras motivacionales de la audiencia de

138. Véase Krause (2005).


139. Leiter (2002), p. 1151.
140. Para la influencia de Quine en Leiter, véase Leiter (2007).
141. Por lo demás, al menos los trabajos de Singer suelen tener consecuencias en el comportamiento de algunos
lectores, llevándolos a adoptar la práctica de donar parte de sus ingresos a instituciones como Oxfam o UNICEF.

102
un argumento filosófico-político es una consecuencia que importa tener para asegurar el sentido
del esfuerzo argumentativo mismo. Esta es la segunda convicción acerca del sentido de la filoso-
fía. Esta convicción es consecuencia de la adopción de una posición internalista respecto de las
razones prácticas, i.e. la idea, famosamente defendida por Bernard Williams, según la cual solo
tiene sentido afirmar que un agente A tiene una razón para φ solo si el agente puede llegar a tal
conclusión deliberando correctamente a partir de las motivaciones que efectivamente tiene. La
motivación detrás de esta posición es que negar la necesidad de una relación entre las razones
para actuar y el conjunto motivacional del agente (S) rompe el vínculo entre razones explicativas
y razones normativas: una razón normativa debe ser una potencial explicación de la acción.142 En
palabras de Williams: “Si es verdad que A tiene una razón para φ, entonces debe ser posible que
él [hiciera] φ por esa razón”.143 Si el vínculo entre los dos tipos de razones (explicativas y norma-
tivas) no es respetado, entonces se vuelve ininteligible qué puede querer decir que alguien tiene
una razón para φ. ¿Qué podría querer decir que A tiene una razón para φ, si no hay nada en su S
a partir de lo cual A pudiera concluir que tiene una tal razón?
Esta posición tiene interesantes consecuencias para el pensamiento político. Un ejemplo
ilustrará la tesis y sus consecuencias. Considérese la siguiente afirmación: “Los vikingos tenían
costumbres inhumanas, lo que era una razón para que las abandonaran”. O la siguiente: “Los de-
rechos humanos tienen validez universal, por lo que los vikingos deberían haberlos respetados”.
Afirmaciones como estas son difíciles de entender. ¿En qué contexto tendría sentido realizarlas?
(El sentido en cuestión no es semántico, sino más bien pragmático, y, en último término, prácti-
co: ¿con qué propósito?). La tesis del internalismo sostiene que no se entiende qué puede querer
decir que los vikingos hubieran tenido esas razones para actuar, porque no hay nada en sus Ss
que haga inteligible la idea. (Parte de la explicación de la ausencia en sus Ss de motivaciones re-
feridas a la inhumanidad de sus costumbres o a los derechos humanos está dada por el hecho de
que carecían de tales conceptos, algo que a su vez debe explicarse a la luz de su contexto social).
Para que tenga sentido hacer filosofía política, entonces, esta deberá aspirar a comprender
los Ss de aquellos a quienes se dirige. Podrá, incluso, intentar ayudarles a comprender mejor sus
Ss. Una filosofía política hábil, incluso, influirá efectivamente sobre los Ss de esos sujetos. Y no
hay razones para que esto no cuente como una consecuencia práctica.
Estas ideas permiten apreciar cómo la presentación de situaciones imaginarias puede cum-
plir la tercera función que identifiqué más arriba. La presentación de mundos posibles, trataré
de mostrar, es un recurso que puede servir para influir en instancias que llevan potencialmente a
la acción humana efectiva. Buscan lograr esto por medio de captar la imaginación de manera de
reafirmar, modificar, o reemplazar elementos en los Ss de los sujetos a quienes se dirige. Buscan
afectar elementos como la comprensión que de sí mismos tienen los sujetos, buscando así ilumi-
nar sus potenciales y limitaciones. En conclusión, la reflexión política imaginativa sobre mundos
humanamente posibles busca tener consecuencias en el mundo actual. Que esas consecuencias
prácticas no sean siempre, ni siquiera frecuentemente, comportamientos es sin duda relevante,
pero no hace necesariamente que la filosofía política pierda su sentido.
No puedo aquí defender ni analizar las sutilezas del internalismo de Williams, pero tal vez
sea bueno mencionar algunos de sus aspectos para prevenir posibles objeciones. En primer lugar,
debe notarse que el contenido de S no se limita a preferencias, sino que incluye, entre otras co-

142. Véase Williams (1981c) y (1995). Cfr. Skorupski (2007) para un cuidado análisis de la posición de Williams.
143. Williams (1995), pp. 38-39.

103
sas, deseos, evaluaciones, actitudes, reacciones emocionales, lealtades personales, y proyectos.144
Además, el contenido de S no está limitado a lo que el agente reconoce como parte de él. En tercer
lugar, y estrechamente relacionado con el punto anterior, no es el agente el juez último de qué
razones tiene. Por ejemplo, “puede haber una ruta deliberativa correcta que requiera un razona-
miento muy complejo, que esté más allá de las capacidades de A”.145
Estas consideraciones sugieren que no debe entenderse el contenido de S como estático. Wi-
lliams observa, por ejemplo, que “[e]l proceso de deliberación puede tener todo tipo de efectos sobre
S, y este es un hecho que una teoría de las razones internas debería estar muy feliz de acomodar”.146
Esto no implica, sin embargo, que determinar el contenido del S de un agente exija idealizar sus
capacidades deliberativas, sino un punto más débil (pero fundamental para la tesis enunciada más
arriba), a saber, que es posible modificar los contenidos de S por medio de ejercicios intelectuales
como la imaginación de mundos posibles. En la sección siguiente trataré de mostrar cómo esta po-
sibilidad es reconocida y aprovechada de maneras más o menos explícitas en la obra de dos autores
de la tradición contractualista, Hobbes y Rawls, y cómo es pasada por alto por Dworkin.

2. Situaciones imaginarias

Supondré en la discusión siguiente que el lector está familiarizado con los contenidos de los
mundos posibles que Hobbes y Rawls nos invitan a imaginar: el estado de naturaleza hobbesiano,
la guerra de todos contra todos y el acuerdo por medio del cual instituyen un soberano capaz de
asegurar la paz social, en el caso del primero; la posición original y el acuerdo entre las partes
sobre los dos principios de justicia, en el segundo caso.147 Antes que en el contenido de las situa-
ciones imaginadas por estos filósofos, me centraré en el entendimiento que de ellos tiene del rol
que esas situaciones juegan en sus teorías. Veremos que Hobbes reconoce, pese a sus convicciones
epistemológicas y metafísicas, que su teoría debe apelar a la subjetividad de sus lectores. En el
caso de Rawls, el reconocimiento de la necesidad de que la filosofía política encuentre apoyo en
convicciones previas de los lectores motiva su elección de estrategias argumentativas. El contra-
punto lo dará Dworkin, quien hace un uso limitado de la presentación de situaciones imaginarias.

2.1 La estrategia hobbesiana

La obra de Hobbes muestra en múltiples lugares una fuerte influencia de la revolución científica
que tenía lugar a su alrededor. Como otros después de él, Hobbes modela su pensamiento acerca
del hombre, la sociedad y la política teniendo en mente los desarrollos de las nuevas ciencias. A
su entender, el secreto del éxito de pensadores como Galileo era la formulación de leyes generales
acerca del movimiento de los cuerpos.148 El estado de naturaleza, en efecto, puede entenderse
como la versión para la sociedad de la idea física de un vacío en el cual los cuerpos se mueven de
acuerdo a leyes que los gobiernan. En el caso de la sociedad el equivalente al vacío es el estado
de naturaleza, en el cual los hombres se mueven sin fricción (por la ausencia de un soberano) de
acuerdo a las leyes que los gobiernan, a saber, la psicología egoísta postulada por Hobbes.149 La

144. Véase Williams (1981c), p. 105


145. Skorupski (2007), p. 77
146. Williams (1981c), p. 15.
147. Véanse Hobbes (1651), y Rawls (1971) y (1995).
148. Jesseph (2004).
149. Véase Ovejero (1987), p. 10.

104
modelación del pensamiento acerca de la sociedad sobre la física es complementada por ideas
tomadas de la geometría.150 De esta disciplina Hobbes toma el ideal según el cual el razonamiento
correcto procede deductivamente a partir de axiomas. Estas convicciones epistemológicas van
acompañadas de un nominalismo en metafísica.151
La combinación de estas convicciones resulta en ideas tan inusuales como aquella según la
cual tanto el estudio de los movimientos de los cuerpos naturales (la física), por un lado, como
el estudio del movimiento de los cuerpos sociales, por el otro, son entendidos por Hobbes como
empresas intelectuales a priori.152 Hobbes entiende que el conocimiento científico consiste en el
conocimiento de los principios que regulan la generación de los objetos (las figuras geométricas,
los cuerpos naturales, las repúblicas). Si la generación de los objetos está en nuestro poder, si ellos
son creados por medio de nuestras operaciones, entonces, afirma Hobbes, conocemos las causas
de esos objetos. Este es el caso en la geometría y la filosofía política:

La geometría, por tanto, es demostrable, pues las líneas y figuras a partir de las cuales ra-
zonamos son dibujadas y descritas por nosotros mismos; y la filosofía civil es demostrable,
porque hacemos la república nosotros mismos.153

Desde luego Hobbes no puede estar en lo correcto al afirmar que los objetos de la geometría
son generados por nosotros al dibujarlos, en el mismo sentido en que una república es generada
por los hombres, pero podemos pasar esto por alto aquí.154 Lo que importa ahora es que Hobbes
cree que la geometría y la filosofía política permiten alcanzar resultados igualmente concluyen-
tes: es posible demostrar la corrección de los resultados. En el estudio de los cuerpos naturales,
en cambio, no es posible alcanzar más que conjeturas:

Pero porque de los cuerpos naturales no conocemos su construcción, sino que la buscamos
a partir de sus efectos, no hay demostración disponible de cuáles sean las causas que busca-
mos, sino solo de lo que pueden ser.155

A pesar de su convicción acerca de la posibilidad de ofrecer demostraciones en geometría


y filosofía política, el mismo Hobbes nota que la verdad de las conclusiones alcanzadas en toda
ciencia, sea por medios demostrativos o por conjeturas, depende de que los conceptos de los que
el razonamiento parta sean correctos. En este sentido afirma:

Si advertimos, pues, que la verdad consiste en la correcta ordenación de los nombres en


nuestras afirmaciones, un hombre que busca la verdad precisa tiene necesidad de recordar
lo que significa cada uno de los nombres usados por él.156

150. “Complementada” no es precisamente correcto. Como muestra Grant (1996), la geometría es considerada por
Hobbes como la más fundamental de las ciencias del movimiento.
151. Véase Martinich (2005), pp. 141 y ss.
152. Véase, entre otros, Pettit (2008), pp. 18 y ss. ¿Cómo puede la física ser a priori? La explicación hobbesiana es que el
estudio de los movimientos de los cuerpos naturales depende de la geometría (“lo que debemos a la física, la física
se lo debe a la geometría”, Hobbes (1998), p. 5).
153. Hobbes (1845), p. 184.
154. Cfr. Watkins (1965), p. 71 y Martinich (2005), p. 169.
155. Hobbes (1845), p. 184 (mis cursivas).
156. Hobbes (1980), p. 26.

105
La importancia de recordar el significado de los “nombres” utilizados se explica por el hecho
de que Hobbes entiende el razonamiento como “cómputo (es decir, suma y sustracción) de las
consecuencias de los nombres”.157
Al tiempo de escribir Leviatán, sin embargo, las convicciones cientificistas de Hobbes ha-
bían perdido terreno y resurgió en él entonces el espíritu del humanismo renacentista que lo
caracterizó hasta la década de 1630.158 Mientras que en De Cive Hobbes despreciaba la retórica,
pues consideraba que esta no contribuía a encontrar la verdad, sino que solo a estimular las
pasiones y ratificar “opiniones ciegamente recibidas”, en Leviatán reconoce la necesidad de la
elocuencia. Rechazando el falso dilema que obliga a elegir entre la “severidad del juicio” y “la
celeridad de la fantasía”, Hobbes afirma que ambas facultades “pueden coexistir adecuadamente
en un mismo hombre”.159 En particular, afirma que “pueden convivir, adecuadamente la razón
y la elocuencia (si no en las ciencias naturales, por lo menos en la moral)”.160 Reconoce que “la
facultad de un razonamiento sólido es necesaria, pues sin ella, las resoluciones son precipitadas,
y las sentencias injustas” pero no olvida que “si no existe una elocuencia poderosa, que procure
la atención y el consentimiento, el efecto de la razón será poco”.161
En efecto, ya en la introducción a Leviatán, Hobbes reconoce que la filosofía política debe
entenderse como un ejercicio de autocomprensión, como guiada por el ideal que recomienda
“Conócete a ti mismo”. Hobbes confía que las pasiones de los hombres son semejantes entre
sí, pero está consciente de que no puede convencer a sus lectores solo argumentando, sino que
deben estos examinarse a sí mismos:

157. Hobbes (1980), p. 33.


158. Sigo en esto a Akimoto (2003), sección 2. Skinner (1997) es el locus classicus de este argumento. Véase también
Skinner (2002c), p. 12.
159. Hobbes (1980), p. 578.
160. Hobbes (1980), p. 578.
161. Hobbes (1980), p. 577 (he modificado la traducción). Así se explican las diferencias entre las formas de presentación
de la situación imaginaria central a su argumento, el estado de naturaleza, entre las distintas obras de Hobbes. Las
citas siguientes ilustran las diferencias (Véase Akimoto (2003), quien llama la atención sobre ellas):
En The Elements of Law, leemos (Hobbes (1999b), p. 80):
El estado de hostilidad y de guerra es tal, que por él la naturaleza misma es destruida, y los hombres se
matan unos a otros (como sabemos, tanto por la experiencia de las naciones salvajes de nuestros días como
por las historias de nuestros antepasados, de los antiguos habitantes de Alemania y de otros países ahora
civilizados, donde encontramos que la gente vivía poco y sin las comodidades y beneficios de la vida que
facilitan y proporcionan la paz y la vida social) […]
En De Cive, en tanto (Hobbes (1998), p. 30):
Los siglos pasados nos muestran naciones, ahora civilizadas y florecientes cuyos habitantes eran entonces
pocos, salvajes, de vidas breves, pobres y toscos, y carecían de todas las comodidades y servicios de la vida
que la paz y la sociedad proveen.
Por último, en Leviatán encontramos la formulación más famosa y retóricamente rica (Hobbes (1980), p. 103):
Por consiguiente, todo aquello que es consustancial a un tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es
enemigo de los demás, es natural también en el tiempo en que los hombres viven sin otra seguridad que la
que su propia fuerza y su propia invención pueden proporcionarles. En una situación semejante no existe
oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto, por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni
navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni
instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la
tierra, ni computo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad, y lo que es peor de todo, existe continuo temor
y peligro de muerte violenta, y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve.

106
Cuando yo haya expuesto ordenadamente el resultado de mi propia lectura [del hombre],
los demás no tendrán otra molestia sino la de comprobar si en sí mismos llegan a análogas
conclusiones. Porque este género de doctrina no admite otra demostración.162

Esto puede verse como una consecuencia del nominalismo de Hobbes, de acuerdo al cual
los nombres no hacen más que “expresar y fijar nuestra imagen de ellos”.163 Cualquier universali-
zación (como aquellas acerca de las pasiones de los hombres) no se debe a más que el poder de la
imaginación. Resulta así que la única forma de demostrar la corrección de los razonamientos es
apelar a las pasiones de sus lectores y recordarles cuáles son:

Haced, pues, que se considere a sí mismo, cuando emprende una jornada, se procura armas
y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir cierra las puertas, cuando se halla en su
propia casa cierra con llaves sus arcas y todo esto aun sabiendo que existen leyes y funcio-
narios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan.164

Las pasiones que aseguran la paz, y a las que Hobbes apela, son, sabemos, el deseo de una
vida confortable y, especialmente, el temor a la muerte violenta. Esto es conveniente para Hob-
bes, quien sabe que “la impresión hecha por las cosas que deseamos o tememos es, en efecto,
intensa y permanente o (cuando cesa por algún tiempo) de rápido retorno: tan fuerte es, a veces,
que impide y rompe nuestro sueño”.165 Apelar a la pasión del temor a la muerte, entonces, hace
más probable el éxito de su demostración.
Debe tenerse en consideración, además, que Hobbes entiende en Leviatán la filosofía como
orientada hacia el logro de consecuencias prácticas para los hombres. Más precisamente, en-
tiende que el fin de la filosofía es “poder producir, en cuanto lo permiten la materia y la fuerza
humana, los efectos que la vida humana requiere”.166 Considera, por ello, que su libro “puede ser
impreso con provecho, y más provechosamente aún enseñado”, pues si conocen los hombres sus
deberes, la paz social será menos gravosa para ellos y los gobernantes.167 A Hobbes le interesa, en
conclusión, lograr llamar la atención de los ciudadanos, así como la de los gobernantes, y dirigir-
les hacia sus propias pasiones, para desde allí llevarles a sus conclusiones acerca de la naturaleza
de la autoridad del soberano y de las obligaciones hacia él.

2.2 La estrategia rawlsiana

Algunas de las críticas más importantes dirigidas a Teoría de la Justicia vinieron, como se sabe, de
los así llamados “comunitaristas”. Entre estos, la crítica de Michael Sandel apuntó especialmente
a ciertas características de la posición original como recurso argumentativo. Parte del problema,
según Sandel, es que el acuerdo al que llegan las partes en aquella situación es “más ficticio que la
mayoría”, pues es doblemente hipotético:

162. Hobbes (1980), p. 5.


163. Véase Coli (2006), p. 75
164. Hobbes (1980), p. 103.
165. Hobbes (1980), p. 17.
166. Hobbes (1980), p. 547.
167. Hobbes (1980), p. 586.

107
No solamente su contrato nunca se dio en realidad; se imagina que tiene lugar entre una cla-
se de seres que nunca existieron, seres afectados por el tipo de compleja amnesia necesaria
para el velo de la ignorancia.168

Así, dos circunstancias hacen de construcciones como la posición original un recurso


problemático. En primer lugar, el que se trate de un acuerdo reconocidamente hipotético, y, en
segundo lugar, el que se presente como jugando un papel justificativo de ciertas instituciones so-
ciales invita naturalmente a preguntar: ¿Por qué habría de justificar nuestras instituciones lo que
acuerden las partes en una hipotética situación inicial?169 Poniéndolo en términos de mundos
posibles podríamos preguntar: ¿Cómo es posible que se dé una relación de justificación entre
mundos posibles? ¿Por qué lo que ocurra en el mundo posible de la posición original podría
justificar algo en el mundo actual?
La objeción original de Sandel comienza preguntándose por qué importa el acuerdo entre
las partes en la posición original. El problema al respecto, observa, es que las características de la
posición original hacen que el acuerdo se vuelva redundante. Si las partes se encuentran “equi-
tativamente situadas”, y la aceptación de los principios “no se postula como una ley psicológica
o como una probabilidad”, y si, además, las partes son todas “igualmente racionales y se hallan
en la misma situación” por lo que “todas serán susceptibles de ser convencidas por los mismos
argumentos”, no podría sino ser que la elección tras el velo de la ignorancia fuese unánime.170
Sandel se pregunta entonces: “¿Qué es lo que agrega el acuerdo[?]” Continúa:

Supongamos que [las partes en la posición original], después de reflexionar, descubren que
preferirían una determinada concepción de la justicia, y supongamos además que todos los
demás supieran que prefieren la misma. ¿El acuerdo sobre esta concepción sería el próximo
paso?171

La crítica de Sandel pone en tela de juicio la distinción entre justicia procesal pura y justicia
procesal perfecta; no es claro si la posición original justifica los principios en ella acordados
porque “el procedimiento ‘traduce su imparcialidad al resultado’, o si la imparcialidad del proce-
dimiento se da debido al hecho de que conduce necesariamente al resultado correcto”. En otras
palabras, pareciera que la posición original está diseñada de forma que “está garantizado que [las
partes] “deseen” escoger solo ciertos principios”.172 Si el acuerdo es, como sugiere la objeción, su-
perfluo, resulta que la posición original tiene fuerza justificativa no por lo que en ella tenga lugar
(el acuerdo) sino por lo que ella captura. Como hegelianamente lo pone Sandel: “Lo que sucede
en la posición original no es después de todo un contrato, sino la conquista de la autoconciencia
de un ser intersubjetivo”.173
Sin embargo, la objeción de Sandel no parece ser grave. Samuel Freeman, por ejemplo, ha
sugerido que la idea del acuerdo al que las partes en la posición original llegan no debe en-
tenderse como un contrato en el sentido en que, por ejemplo, el acuerdo entre comprador y
vendedor es un contrato. El acuerdo entre las partes en la posición original no es resultado de

168. Sandel (2000), 137.


169. Véase, además de Sandel (2000), p. 135, Dworkin (1974).
170. Las citas son de Rawls (1971), y aparecen en Sandel (2000), pp. 162-164.
171. Sandel (2000), p. 164. Cfr. Dworkin (1974), p. 18.
172. Sandel (2000), p. 162.
173. Sandel (2000), p. 168.

108
una negociación, sino la expresión de un compromiso anterior, tal como lo es un matrimonio.174
Si esto es así, entonces, parece que el punto de Sandel puede ser concedido: la posición original
no importa tanto como criterio de justificación, sino solo como recurso heurístico. Como lo ha
puesto un comentarista, “el resultado del modelo deliberativo es indicativo (no constitutivo) de
la solución correcta”.175
Parece, entonces, que ya en Teoría de la Justicia encontramos indicios de lo que Rawls afir-
maría claramente en Liberalismo Político, obra en la que apreciamos lo que algunos han llamado
el “giro hermenéutico” de Rawls, y en virtud del cual abandona la relevancia de la distinción
entre tipos de justicia, y afirma que la fuerza de la posición original está en su valor como método
de representación de nuestras convicciones acerca de la justicia.176 Veamos algunos aspectos de
esta obra.
En Liberalismo Político Rawls pretende resolver el siguiente problema: ¿cómo puede existir
una sociedad que sea un sistema justo y estable de cooperación entre ciudadanos libres e iguales
que están profundamente divididos por las doctrinas comprensivas razonables que profesan? Su
respuesta: es necesario que la estructura básica de la sociedad esté regulada por una concepción
política de la justicia, apoyada en un consenso sobrepuesto de doctrinas comprensivas razona-
bles, y en términos de la cual se lleve a cabo la discusión pública.177 Temprano en el desarrollo
del libro, Rawls, previniendo una objeción, se pregunta por qué es necesario, al dar respuesta al
problema que busca resolver, recurrir, como hace él, a concepciones abstractas como las que apa-
recen en la respuesta recién esbozada. Rawls responde que la vía indicada frente a desacuerdos
políticos profundos es la de la abstracción y generalización. Observa, eso sí, que:

[n]inguna concepción política de la justicia podría tener peso para nosotros a menos que
contribuyera a poner en orden nuestras meditadas convicciones de justicia en todos los
niveles de generalidad, desde lo más general hasta lo más particular. Ayudarnos a hacer esto
en un papel que desempeña la posición original.178

En otras palabras, Rawls reconoce que existe una estrecha relación entre el recurso de la
posición original y la metodología del equilibrio reflexivo. Retoma el tema más avanzado el li-
bro, en la conferencia sobre la estructura básica, donde afirma que “[l]a posición original es un
intento de representar y unificar los elementos formales y generales de nuestra moral, mediante
una construcción manejable y vívida, para utilizar estos elementos en la determinación de qué
principios de la justicia son los más razonables”.179
Si bien es en Liberalismo Político donde Rawls afirma que la posición original ha de enten-
derse como un recurso de representación, ya en Teoría de la Justicia Rawls había afirmado que las
condiciones de la posición original están ahí para “ver si los principios que serían elegidos coinci-

174. Excepto en los matrimonios por conveniencia, desde luego. Véase Freeman (2003), p. 19. Cfr. Kahn (2004) sobre
la importancia de las diferencias entre modelar el contrato social sobre la base del contrato de matrimonio, los
contratos económicos, una alianza teológica, o un contrato implícito del derecho común o la antigua constitución.
175. D’Agostino (2008), §5.
176. “¿Cuál es, entonces, la importancia de la posición original? La respuestas está implícita en lo que ya hemos dicho:
está dada por el papel que toman las diversas características de la posición original entendida como recurso de
representación”, Rawls (1995), pp. 46-47. Sobre el “giro hermenéutico” de Rawls, véase Vergés-Gifra (2006).
177. Véase Rawls (1995), p. 63.
178. Rawls (1995), p. 64.
179. Rawls (1995), p. 258 (mis cursivas).

109
den con nuestras meditadas convicciones sobre la justicia o las extienden de manera aceptable”.180
Cuando opiniones y principios chocan, podemos modificar estos o aquellas en un ir y venir
tendiente a alcanzar el equilibrio reflexivo.
Hacia el final de Teoría de la Justicia, más aún, Rawls hace algunas observaciones acerca del
papel de la justificación en filosofía política, las que echan luces sobre qué motiva el recurso a la
posición original. En particular observa que:

[i]dealmente, justificar una concepción de la justicia ante alguien es ofrecerle una prueba
de sus principios a partir de premisas que ambos aceptan, teniendo a su vez estos principios
consecuencias que coinciden con nuestros juicios reflexivos. Así, una mera prueba no es
una justificación. Una prueba simplemente muestra las relaciones lógicas entre proposicio-
nes. Pero las pruebas se convierten en justificación una vez que se reconocen mutuamente
los puntos de partida, o que las conclusiones son tan abarcadoras y convincentes como para
persuadirnos de la corrección de la concepción expresada por sus premisas.181

Como vemos, Rawls, al igual que Hobbes, reconoce que el ejercicio filosófico no tendrá
sentido, no contará como justificación, a menos que apele a convicciones que su audiencia ya
albergue y sobre las que llame la atención por medio de la presentación de una situación imagi-
naria. De esta forma, reconoce que las condiciones que configuran la posición original cumplen
el papel de “hacer vívidas a nosotros mismos las restricciones que parece razonable imponer a las
discusiones respecto de principios de justicia, y por lo tanto a estos principios mismos”.182

2.3 La estrategia dworkiniana

En la sección 1 presenté un entendimiento de la filosofía política como orientada a influir en


los Ss de los lectores por medio de la presentación de situaciones imaginarias, al menos en parte
por contraste con el limitado entendimiento del sentido de la filosofía política que se aprecia en
trabajos de Ronald Dworkin. Si bien Dworkin enfatiza el papel del análisis de conceptos en la
filosofía política, no excluye el uso de situaciones imaginarias. Así, por ejemplo, en el más cele-
brado de sus trabajos sobre la idea de igualdad Dworkin recurre a la presentación de situaciones
imaginarias.183 Sin embargo del hecho de que Dworkin ha recurrido, e incluso defendido, a la
utilidad del pensamiento contrafáctico en la filosofía política, la utilidad que Dworkin asigna a
tales ejercicios imaginativos es limitada, lo que, como trataré de mostrar, es una debilidad.
En su “What is Equality? Part 2: Equality of Resources”, Dworkin presenta su concepción
del valor político de la igualdad. Habiendo rechazado el entendimiento bienestarista de la igual-
dad, Dworkin se propone presentar una concepción según la cual la igualdad no debe medirse
comparando el bienestar alcanzado por los ciudadanos de una comunidad, sino “comparando los
recursos y oportunidades que ellos tienen disponibles para alcanzar el bienestar”.184 Al presentar
su concepción de la igualdad, Dworkin invita a imaginar una situación como la que sigue. Un
grupo de náufragos son arrastrados hasta una isla deshabitada y rica en recursos. Una vez ahí se
enfrentan al problema de cómo distribuir esos recursos. Dworkin nos informa que los náufragos

180. Rawls (1971), p. 19.


181. Rawls (1971), p. 581.
182. Rawls (1971), p. 18
183. Véase Dworkin (1981).
184. Dworkin (2002), p. 103.

110
“aceptan el principio de que nadie tiene derechos previos sobre ninguno de estos recursos, sino
que serán, en cambio, divididos de manera igualitaria entre ellos”.185 Aceptan, asimismo, como
criterio para evaluar la corrección de la división el test de la envidia, según el cual “[n]inguna
división de recursos es una división igualitaria si, una vez que la división está completa, cualquier
inmigrante preferiría el paquete de recursos de otro a su propio paquete”.186
Dworkin continúa el relato complementándolo con elementos que permiten que el resul-
tado de la distribución imaginaria sea igualitario, en el sentido de su concepción preferida del
concepto “igualdad”. Resulta, de este modo, que la distribución igualitaria sería aquella alcanzada
por medio de una subasta de los recursos externos disponibles, en la que todos los náufragos
participaran con igual poder de compra, junto con la implementación de un sistema de seguros
para corregir la mala fortuna de quienes tengan una provisión de recursos internos (talentos
o capacidades) que no los satisfagan. La distribución alcanzada por medio de este mecanismo
sería plenamente igualitaria, entendida la igualdad como igualdad de recursos. Así, el relato de
Dworkin cumple la función que llamé ilustrativa: sirve como explicación de en qué consiste la
idea de igualdad de recursos.
Ahora, Dworkin pretende que su construcción cumpla además la función que llamé orien-
tadora. Su intención es que se haga uso de ella entendiéndola como una situación ideal por refe-
rencia a la cual evaluar las distribuciones de recursos actualmente existentes. Como él lo pone,
“podemos […] preguntar, en el caso de cualquier distribución existente, si acaso cae dentro la
clase de distribuciones que podrían haber sido producidas por una subasta tal respecto de una
descripción defendible de recursos iniciales”.187 En otras palabras, la función del ejercicio pro-
puesto por Dworkin es similar al que tiene el “principio de rectificación” en la teoría libertaria
de Robert Nozick: a sabiendas de que la distribución de recursos existente no corresponde el
esquema distributivo igualitario que habría sido consecuencia de la aplicación inmemorial del
mecanismo de subasta-más-seguros, el ejercicio trata de ayudar a “identificar, hasta donde es
prácticamente posible, cuál sería entonces la distribución actual”.188 Identificada que sea la dis-
tribución ideal, esta deberá ser utilizada como guía para las políticas de una sociedad igualitaria
(sugiriendo, por ejemplo, el establecimiento de un sistema impositivo y redistributivo que com-
pense a los más desafortunados de acuerdo a lo que hubieran obtenido en la situación ideal).
Dworkin afirma que cualquier relato contrafáctico debe ser construido y presentado con
una “estrategia justificativa” en mente.189 En el caso de Rawls la clave de la estrategia justificativa
consiste, afirma Dworkin, en el acuerdo al que las partes en la posición original han de llegar. En
otras palabras, el hecho de que las partes lleguen a acuerdo respecto de los principios de justicia
los justifica.190 Ahora, ¿cuál es la estrategia justificativa que Dworkin tiene en mente para su mo-
delo? Esto es, ¿qué justifica el esquema distributivo imaginado por Dworkin? Dworkin afirma
que su interés en el artículo citado es principalmente “el diseño de un ideal, y de un dispositivo
para representar ese ideal y poner a prueba su coherencia, completitud y atractivo”.191 Más aún,

185. Dworkin (1981), p. 285.


186. Dworkin (1981), p. 285.
187. Dworkin (1981), p. 291.
188. Dworkin, (2002), p. 109.
189. Veáse Dworkin, (2002), p. 109.
190. Esta interpretación difiere de la que presenté hace un momento, según la cual la fuerza justificativa del modelo
rawlsiano no está en el acuerdo sino en el desarrollo de las intuiciones sobre la justicia que las características de la
posición original capturan.
191. Dworkin (1981), p. 292.

111
hacia el final del trabajo Dworkin reconoce que no ha intentado “defender [su concepción de la
igualdad] de una forma que podría ser considerada más directa, deduciéndola a partir de prin-
cipios políticos más generales y abstractos”.192 A continuación compara su estrategia con la de
Rawls, y las diferencias se presentan claramente:

[M]is argumentos están construidos sobre un trasfondo de supuestos acerca de lo que la


igualdad requiere en principio. No pretende, como lo hace el argumento de Rawls, estable-
cer ese trasfondo. Mis argumentos hacen valer antes que construyen un diseño básico de
la justicia, y ese diseño debe encontrar apoyo, si ha de hacerlo, en un lugar distinto de esos
argumentos.193

Con esta declaración, Dworkin parece reconocer que no le molesta predicar a los conversos.
A diferencia de Rawls, quien aprecia la necesidad de asegurar un punto de partida mutuamente
reconocido, el interés de Dworkin es “definir un concepto adecuado de igualdad de recursos, y
no defenderlo excepto en cuanto tal definición provee una defensa”.194 Pero, ¿cómo podría una
definición proveer defensa alguna de una u otra forma de entender un concepto? Al argumentar,
las definiciones son puntos de partida, y si existe desacuerdo en torno a ellas se pierde el sen-
tido del ejercicio argumentativo, aunque su validez permanezca incólume. Dworkin rechaza la
estrategia de Rawls de recurrir a una situación hipotética como punto de partida de la filosofía
política, pero en su lugar parece solo confiar en que las definiciones puedan hacer el trabajo de
mostrar el atractivo de una concepción de la igualdad.195
Esto podría parecer equivalente a adoptar la actitud de Hobbes en sus momentos más
cientificistas, aquellos en que aspiraba a demostrar la verdad de sus conclusiones. Sin embargo,
Dworkin cree que ilustrar su concepción de la igualdad por medio del ejercicio imaginativo
debería tener poder persuasivo. Cuando se trata de valores como la igualdad, Dworkin cree que
la reflexión filosófica debe proceder desarrollando las relaciones entre los distintos valores que
abrazamos. Contra el “arquimedianismo”, Dworkin propone que la filosofía política debe ser
“comprensiva en su ambición” para así “rescatar la idea crucial de que los valores políticos son
integrados”, esto es, la idea según la cual nuestros valores guardan relaciones de apoyo entre sí de
manera que forman un “domo geodésico”.196 Esta imagen holística recuerda aquella propugnada
por Quine de acuerdo a la cual nuestras creencias forman un red, un tejido, un campo de fuerza,
en el cual unas creencias se apoyan en otras.197 Sin embargo, la lección que Quine extrae de ello
contrasta con la actitud de Dworkin. ¿Cómo persuadir a alguien de adoptar una creencia? La
respuesta de Quine es la siguiente:

192. Dworkin (1981), p. 344.


193. Dworkin (1981), p. 344.
194. Dworkin (1981), p. 283.
195. Véase Dworkin (1981), p. 345. Cfr. Dworkin (1974).
196. Véase Dworkin (2004), p. 17.
197. Véase Quine y Ullian (1978), pp. 125 y ss. Para las imágenes del conocimiento como tejido y como campo de
fuerza véase Quine (1953), p. 42. Carlos Peña ha llamado la atención sobre la relación entre el holismo de Quine y
el problema de la justificación en la filosofía política, en particular con el método filosófico de Rawls. Véase Peña
González (2008), pp. 47 y ss.

112
Convencemos a alguien de algo apelando a creencias que ya sostiene y combinándolas para
inducir creencias ulteriores en él, paso a paso, hasta que la creencia que finalmente quería-
mos inculcarle es inculcada.198

¿Y quién podría estar en desacuerdo? Sin embargo, Dworkin relega el primer paso, el apelar
a una convicción ya albergada por la audiencia, a “un lugar distinto”. Y esto puede parecer una
razonable forma de distribuir los esfuerzos. Pero deja de serlo cuando al hecho de sostener, como
hace Dworkin, que la labor de los filósofos políticos consiste en desarrollar doctrinas comprensi-
vas coherentes se suma la idea de que frente a concepciones de los conceptos políticos disputados
distintas de las propias solo queda afirmar que las ajenas son falsas o equivocadas.199 Dworkin no
aprovecha la oportunidad de que la presentación de situaciones imaginarias cumpla una función
motivacional. No trata de convencer al lector de que tiene un interés en la igualdad, como hacen
Hobbes y Rawls con la paz y la justicia, lo que es lamentable cuando no se despliegan otros recur-
sos que pudieran suplir ese déficit.

Digresión: Audiencias y oyentes

Hobbes y Rawls, hemos visto, reconocen la necesidad de complementar las demostraciones o


pruebas argumentativas con el aseguramiento de puntos en común entre los supuestos a partir
de los que discurre el texto o argumento, por un lado, y las convicciones del lector, por el otro.
Hobbes reconoce que es necesario causar una impresión suficientemente fuerte en el lector para
asegurar el éxito de su demostración. Para ello apela a pasiones fundamentales. Rawls, por su
parte, reconoce la necesidad de que la posición original capture de manera vívida nuestras con-
vicciones más firmes sobre la justicia. Buscan, así, como he dicho, influir en los Ss de aquellos
a quienes se dirigen. Algo debe decirse, entonces, acerca del problema de a quién se dirige, o a
quién debiera dirigirse, la filosofía política. Una forma de responder a esta pregunta es a partir de
una distinción sobre la que Williams ha llamado la atención. Reflexionando sobre el sentido de
la filosofía política, Williams comienza observando que:

Cualquier trabajo de alguna trascendencia plantea la pregunta de a quién se está dirigiendo.


¿Quién supone el autor que necesita saber esta filosofía, y para qué propósito?200

A continuación, Williams distingue la audiencia de un texto, por un lado, de sus oyentes, por
el otro. La primera está constituida por las personas que efectivamente se espera que lean el texto.
Los oyentes, en tanto, son las personas a las que se supone que se dirige el texto, son la segunda
persona desde el punto de vista del narrador, y quienes presumiblemente podrían aprovechar el
conocimiento que el texto provee.201 En el caso de algunos escritos, típicamente los panfletos, la
audiencia y los oyentes coinciden.
Armado con esta distinción, Williams nota, por ejemplo, que en el caso de Teoría de la
Justicia cabe preguntarse por qué la audiencia debería interesarse por un texto dirigido a oyentes
que parecen ser los “padres fundadores”, esto es, personas en una posición que les permita influir

198. Quine y Ullian (1978), p. 127.


199. Véase Dworkin (2006b).
200. Williams (2005b), p. 54.
201. Véase Williams (2005b), p. 56.

113
sobre la estructura básica de la sociedad. La pregunta de Williams supone que Rawls espera que
su audiencia sea (en el mejor de los casos) la ciudadanía de un estado pluralista: “Su audiencia,
desde luego –Rawls debe esperar– es la ciudadanía preocupada y bien dispuesta de un estado
pluralista moderno”. En tal caso, una respuesta plausible por parte de Rawls, sostiene Williams
sería sostener que “esos padres fundadores […] son los yoes kantianos de la propia audiencia”.202
Raymond Geuss ha reflexionado también sobre el sentido de la filosofía política, pero en
su realismo (más intenso que el de Williams) ha sido menos amable con Rawls. En su opinión,
es odioso suponer que la audiencia de la obra de Rawls pudiera ser algo más que el mundo aca-
démico universitario.203 Más aún, Geuss probablemente objetaría que al discutir sobre cuál sea
o deba entenderse como la audiencia de la filosofía política se incorporen idealizaciones como
sutilmente lo hace Williams cuando caracteriza la audiencia como quienes “se espera” que lean
un texto. Geuss repara sobre un aspecto paradójico de la obra de Rawls, a saber, que no ha tenido
influencia en el mundo:

[A] medida que la teoría supuestamente igualitarista de Rawls se afianzó más y más y se
volvió más elaborada, las desigualdades sociales de hecho aumentaron drásticamente en
casi todos los países industrializados.204

Lo paradójico es que una obra tan desmedidamente influyente como la de Rawls no tuviera
consecuencias prácticas. Sin embargo, debe notarse, Geuss no objeta que la teoría de Rawls no
tenga vocación práctica ni que pese a su éxito no haya tenido consecuencia práctica alguna. Su
objeción es, más bien, que la teoría no se ocupa de los problemas políticamente relevantes ni ha
tenido consecuencias de ese tipo. Como ha insistido G.A. Cohen (aunque por razones distintas),
el objeto de la teoría de Rawls está lejos de donde está la acción.205 Hay un desajuste entre la vo-
cación práctica de la teoría y a quiénes se dirige. Se presenta como si el oyente fueran sujetos en
una posición con suficiente poder para configurar la estructura básica de la sociedad, pero sabe
bien que la audiencia es otra: los teóricos que se dedican a elaborar una teoría de la justicia.206
De esta forma, es de esperar que las consecuencias prácticas que puedan esperarse de la obra de
Rawls no sean todo lo políticamente relevante que Geuss quisiera.
En esta misma línea, Williams ha observado que el desajuste entre oyentes y audiencia pa-
rece ser habitual en la filosofía política contemporánea. Los textos, por un lado, pretenden llamar
la atención de “alguien que tenga poder, que pudiera promulgar lo que el escritor le insiste”.207
Lamentablemente, el sino de la teoría política contemporánea es dirigirse a un oyente poderoso
(los jueces de la Corte Suprema, los padres fundadores, o alguien con igual de pocas limitaciones
políticas), cuando la audiencia, por la mayor parte, no tendrá poder.208

202. Williams (2005b), p. 57. Esta respuesta solo está disponible al Rawls de Teoría de la Justicia, no al de Liberalismo
Político, debido al interés de Rawls en esta última obra de dejar atrás los aspectos de su liberalismo que lo
hacían una doctrina comprensiva (el que separara la moral de la política), así como al interés por presentar una
concepción política de la justicia que pudiera apelar no a la ciudadanía de una utópica sociedad bien ordenada,
sino a los ciudadanos “educados y con sentido común” de sociedades democráticas con cierta tradición política.
Véase Rawls (1995), pp. 11 y 38.
203. Véase Geuss (2005), especialmente p. 37.
204. Geuss (2005), p. 34.
205. Véase Cohen (2001).
206. Véase Rawls (1995), p. 50.
207. Williams (2005b), p. 57.
208. Véase Williams (2005b), pp. 57-58.

114
No es claro que esta debilidad sea fatal. Las observaciones críticas de Williams y Geuss de-
ben leerse más bien como un llamado de atención sobre el peligro de que la filosofía política se
vuelva (como apresuradamente sentenció Leiter) irrelevante. Sin duda, cuando el desajuste entre
oyentes y audiencia es abismal, el ejercicio filosófico parece perder sentido. La gravedad de ello
dependerá de múltiples factores, como la relación entre las pretensiones teóricas y prácticas de
una teoría, y también del contexto social en que el ejercicio tenga lugar. Que una teoría no aspire
a tener más consecuencias que lograr el equilibrio reflexivo entre las intuiciones y los principios
de la audiencia no la hacen eo ipso irrelevante. Puede tratarse de una clase de consecuencias
políticamente relevantes si cumplen una función ideológica, por ejemplo. Pero también, cabe
esperar, pueden cumplir otras más nobles.

3. Resistencia imaginativa

He sugerido que la presentación de situaciones imaginarias busca influir en los Ss de la audien-


cia. Obras como las discutidas nos invitan a imaginar ciertas situaciones para influir en nuestras
estructuras motivacionales. En esta sección analizo por medio de qué mecanismos podrían lo-
grarlo, y qué obstáculos podrían encontrar. Entre los obstáculos, es posible que se dé el fenómeno
conocido como resistencia imaginativa. Discutiré el problema a partir de los recientes trabajos
de Tamar Szabó Gendler sobre el tema, para luego analizar su relevancia en el caso de la filosofía
política.209
El problema o puzzle de la resistencia imaginativa consiste en dar respuesta a la siguiente
pregunta: ¿Por qué es más difícil imaginar mundos moralmente desviados que, por ejemplo, mun-
dos naturalmente desviados? Para apreciar la diferencia, obsérvese la dificultad comparativa que
existe para imaginar la historia de Giselda Buena en relación con la de Giselda Mala: 210

(gb) La mañana siguiente, Giselda mató a su bebé en razón de su género. Al matar a su bebé,
Giselda hizo lo correcto; después de todo, era una niña.

(gm) La mañana siguiente, Giselda mató a su bebé en razón de su género. Al matar a su


bebé, Giselda no hizo lo correcto; después de todo, era un ser humano.

Gendler observa que en el caso de (gb) surge cierta dificultad para imaginar que lo que
Giselda hizo era correcto. Nos sentimos inclinados a tomar distancia del relato. No tenemos
problemas para imaginar las acciones de Giselda; no se nos cruza por la mente que el narrador
pudiera estar equivocado respecto de lo que ella hizo o no hizo. Tampoco tendríamos problemas
para imaginar, si el relato así lo afirmara, que Giselda tiene poderes sobrenaturales, o que le per-
mitan realizar acciones que sabemos imposibles (por ejemplo, si afirmara que ella mató a su bebé
lanzándolo con sus manos fuera de la atmósfera terrestre). Sin embargo, sí tenemos problemas
para imaginar la calificación moral de esas acciones, al menos en el caso del mundo moralmente
desviado. Las desviaciones respecto de las normas morales que aceptamos en el mundo actual
presentan un dificultad que parece estar ausente en el caso de las desviaciones respecto de las
regularidades naturales presentes en nuestro mundo.

209. Gendler (2000) y (2006).


210. Adaptadas de Gendler (2006).

115
El problema, entonces, consiste en explicar esta asimetría. La explicación que Gendler da
del fenómeno es la siguiente: sostiene que cuando se da, ello se explica en función de una falta
de voluntad o disposición a imaginar, antes que de nuestras capacidades cognitivas. En breve, no
es que no podamos imaginar algo, sino que no queremos, no estamos dispuestos a hacerlo.211 Más
precisamente, la explicación de Gendler parece proceder en dos partes.
La primera parte de la explicación comienza observando el hecho general de que muchas
veces nuestras capacidades imaginativas se ven obstaculizadas porque rechazamos centrar nues-
tra atención sobre ciertos aspectos de una situación imaginaria que nos es presentada o siquiera
sugerida. Por ejemplo, si bien podríamos llamar a un grupo de baile infantil “Los buitres”, pre-
feriríamos no hacerlo. Esto se debe a que ese nombre llama nuestra atención sobre aspectos que
preferimos evitar. No queremos centrarnos en ellos. En tanto, no tenemos problemas en imaginar
que los niños sean “Los cachorros” o “Los ositos”.212 Si hay una dificultad para imaginar el caso de
los buitres, esto se explica simplemente por el hecho de que no queremos ver a los niños de cierta
forma, aunque en principio podemos. Así, resulta que no es solo que no queremos y que por eso
no lo hacemos, sino que porque no queremos, entonces no podemos o es más difícil imaginar a
los niños como buitres.
La segunda parte de la explicación, en tanto, sugiere que, enfrentados a un relato, experi-
mentamos resistencia imaginativa cuando consideramos que el texto no solo nos pide imaginar
que algo es el caso en el mundo ficticio, sino además creer una proposición equivalente respecto
del mundo actual.213 Ahora, “¿cómo podría el describir un mundo de ficción ser una forma de ha-
cer afirmaciones respecto de la forma en que es este mundo?”.214 Gendler sugiere, en primer lugar,
que en la lectura de todo texto de ficción entran en juego reglas de importación y exportación. Las
primeras son necesarias para la inteligibilidad de la ficción y en virtud de ellas el lector importa al
mundo ficticio ciertas características del mundo actual. Por el contrario, como un gran número
de situaciones que son el caso en la ficción lo son también en el mundo actual, uno puede sentirse
libre de exportar verdades en el sentido inverso dependiendo del tipo de ficción (si se está frente
a una novela realista, uno tenderá a exportar mucho más que de una obra de ciencia ficción).215
En el caso de la resistencia imaginativa frente a mundos moralmente desviados, se añade el
hecho de que, según Gendler, “las verdades morales ficcionales claman por exportación, de una
forma en que otros tipos de verdades ficcionales no lo hacen”, lo que se debería a que se entiende
a menudo que las verdades morales son “categóricas, en el sentido que, si son verdaderas del
todo, son verdaderas en todos los mundos posibles”.216 Sin embargo, cuando chocan las afirma-
ciones respecto del mundo ficticio con nuestras creencias morales sobre el mundo actual, esto es,
cuando el relato cancela alguno de los presupuestos con los operamos en el mundo actual, “gene-
ralmente nos inclinamos a considerar la cancelación como gobernando solo el mundo ficcional”,
pues los principios morales pertenecen al tipo de presupuestos cuya alteración impide que el
relato tenga sentido.217 De ahí la resistencia imaginativa en los casos morales.
En conclusión, la explicación de Gendler, como se ve, hace depender la resistencia imagina-
tiva moral de ciertas actitudes y convicciones del lector. Pero su explicación parece necesitar dos

211. Gendler (2006), pp. 156-157.


212. Nuevamente he adaptado el ejemplo de Gendler (2006).
213. Gendler (2006), p. 159.
214. Gendler (2000), p. 75.
215. Véase Gendler (2000), p. 76.
216. Gendler (2000), p. 78.
217. Gendler (2000), p. 78.

116
correcciones. Por un lado, Gendler asume que la inclinación a considerar las verdades morales
como “clamando por exportación” es extendida, pero esto parece un error. Lo que se sigue de la
explicación de Gendler es, más bien, que sería de esperar que un relativista (que no considere
que las verdades morales sean “categóricas”) no sintiera resistencia imaginativa, o que esta fuera
más débil.218
Por otro lado, la inclinación a “considerar la cancelación como gobernando solo el mundo
ficcional” podría no estar presente. Que se dé dependerá de cómo enfrentemos el texto. Depen-
derá, por ejemplo, de si tratamos o no el texto en cuestión como una posible fuente de lecciones
morales, y de cómo creamos que esas lecciones puedan ser identificadas y aprendidas. Podría ser,
por ejemplo, que el autor del relato sobre Giselda tuviera la intención de que la historia nos resul-
tara repugnante, de manera de ejercitar así nuestra sensibilidad moral.219 Como fuere, los efectos
que un texto produzca sobre nosotros dependerán no solo de nuestro conocimiento acerca de
su contenido (las verdades ficcionales), sino también de nuestro conocimiento de aspectos que
rodean al texto: información biográfica del autor, o sobre las condiciones que rodearon la escri-
tura del texto, e incluso las que hicieron posible nuestro acercamiento a él, entre otros factores.
Con esta correcciones en mente, podemos tomar de Gendler la idea según la cual la capa-
cidad para imaginar los hechos de un relato imaginario, así como la ocurrencia de resistencia
imaginativa, dependerá de las disposiciones e inclinaciones del lector (los elementos de su S) que
determinan cuánto este está dispuesto a importar a o exportar de un texto.

Resistencia imaginativa y situaciones imaginarias

¿Qué lecciones podemos sacar de las reflexiones anteriores acerca del papel de la imaginación
en la filosofía política? Hemos visto que la capacidad de imaginar la situación presentada será
afectada por los elementos de S. En esto Gendler tiene razón, pero asume erróneamente que
ciertas actitudes son invariables entre los lectores. Contra Gendler, sugerí que un relativista no
entenderá que las verdades morales clamen por exportación. Sin embargo, incluso un relativista
entenderá que cuando Hobbes y Rawls nos presentan sus situaciones imaginarias esperan que
exportemos algo de ellas. Aunque no nos encontremos en el estado de naturaleza ni en la po-
sición original, y aunque no tengamos la configuración psicológica de los individuos en tales
situaciones, entendemos que la cancelación de supuestos no pretende gobernar solo el mundo
ficticio sino iluminar algo acerca de nosotros, los habitantes del mundo actual. Debemos ex-
portar, por ejemplo, no solo las conclusiones alcanzadas en la posición original, sino también
la caracterización de los sujetos que son parte en ella y sus razonamientos como un intento por
capturar algo acerca de nosotros (nuestra naturaleza moral o la estructura de nuestras convic-
ciones, por ejemplo).
La resistencia imaginativa puede tener lugar en estos casos de diversas formas. Podemos,
por ejemplo, rechazar concebirnos como “yoes desvinculados”, o como sujetos radicalmente
egoístas. En tales casos, no es que no podamos concebirnos de una u otra forma, sino que (como
en el caso del grupo de baile infantil) preferimos no vernos bajo esa luz. Aquí el intento por
modificar nuestros Ss choca con lo que ya hay en ellos. Cuando surgen tensiones entre la confi-
guración actual de S y los contenidos que los relatos tratan de inculcar o reforzar puede resultar

218. Todd (2008) relativiza la resistencia de manera similar. Cfr. Driver (2008), p. 304.
219. No supongo que recurrir a la intención del autor sea (en algún sentido) necesario para interpretar un texto, pero
es difícil sostener que sea irrelevante.

117
útil apelar a las pasiones más fuertes de la audiencia o a sus convicciones morales más firmes. (Y
la retórica es útil para convencernos de la importancia de ciertas pasiones, como de la estabilidad
de ciertas convicciones).
Nuestros Ss son complejos, sus contenidos no son plena ni medianamente coherentes. Ade-
más de inclinaciones a concebirnos de una u otra forma, contienen también actitudes o dispo-
siciones más generales. Así, por ejemplo, la coherencia puede ser una aspiración contenida en
nuestros Ss, pero eso no asegura la coherencia de sus elementos, sino quizás solo que mostrar una
configuración de ciertos elementos de S como coherente puede parecer lo suficientemente atrac-
tiva como para motivar a hacerla propia. Por otro lado, tal vez la aspiración de coherencia no
sea un elemento dominante en S. Tal vez sea derrotada por lo que podríamos llamar un robusto
sentido de la realidad. En tal caso, sacrificaremos la coherencia si fuera necesario, rechazaremos
las idealizaciones en que suele ser necesario incurrir para alcanzarla, y abrazaremos el conflicto.
El amante de la coherencia, en cambio, no verá en el conflicto más que un atasco.220
Un robusto sentido de la realidad puede apreciarse, por ejemplo, tras las dificultades que
Williams experimenta frente a relatos como el que presenta Nozick en Anarquía, Estado y Uto-
pía. Comentando sobre la afirmación de Nozick de que su teoría nos enseña mucho acerca del
estado, aunque este no haya surgido como se presenta en su relato, porque podría haber surgido
así, Williams redarguye:

¿Pero existe un sentido en el cual podría haber surgido en la manera descrita en su relato del
Estado de Naturaleza? Nozick deriva lo político de lo no-político mostrando cómo el estado
(o un poco menos que eso) podría surgir de un Estado de Naturaleza en el cual las personas
tienen (en términos generales) solo motivaciones económicas e ideas morales de derecho
individual. Pero todo lo que sabemos acerca de la evolución, desarrollo, e historia humanas
nos dice que no podría haber existido una condición pre-política con precisamente esas
condiciones […] la condición antecedente no es solo falsa sino imposible.221

Williams no logra encontrar un sentido plausible para el relato de Nozick. Rechaza el ejerci-
cio imaginativo pues choca con sus convicciones acerca de la naturaleza humana, de la sociedad,
y de la historia. Williams afirma que el estado de naturaleza lockeano presentado por Nozick es
imposible, pero con ello solo expresa su rechazo a imaginarlo. Después de todo, si dejamos de
lado nuestro sentido de la realidad por un minuto, el estado de naturaleza lockeano es en princi-
pio imaginable, tanto como lo es el de Hobbes. Si es en algún sentido imposible, se trata solo de
una imposibilidad epistémica contingente, no de una metafísica. No es más (ni menos) que un
caso de resistencia imaginativa.

220. Así, por ejemplo, Dworkin, campeón de la coherencia, escribe, contra Berlin, campeón del conflicto: “Deberíamos
reflexionar más, si tenemos mundo suficiente y tiempo, e imaginación suficiente y habilidad: deberíamos tratar
de hallar una concepción convincente de la amistad y el patriotismo, por ejemplo, que muestre que no están en
conflicto. Puede que no podamos hacer esto, sin embargo. Debemos creer entonces lo que sea que no podamos
sino creer –que el patriotismo y la amistad son ambos esenciales pero que no podemos tener ambos en la medida
plena o siquiera adecuada, quizás–. Pero no podemos entonces pensar que nuestra reflexión ha sido un éxito, que
hemos ganado el derecho a detenernos. Estamos simplemente atascados, que es distinto”, Dworkin (2004), p. 18.
Para algunas ideas sobre la relación entre lo que Berlin llamó el “sentido de la realidad”, y el rechazo a la aspiración
de coherencia, véase Crowder (2004), pp. 166 y ss.
221. Williams (2002), pp. 32-3.

118
4. Conclusión

Para que un ejercicio argumentativo en filosofía política tenga sentido, he sostenido, es necesario
tener en consideración las estructuras motivacionales de aquellos a quienes se dirige. Sin embar-
go, como es obvio, eso no asegura el éxito de un tal ejercicio; es posible que se de el fenómeno de
la resistencia imaginativa. Por otro lado, lo que es también obvio, muchas veces (tal vez la mayo-
ría) la resistencia es mínima o está completamente ausente. De otra forma, el diálogo filosófico
sería imposible.
En cualquier caso, la reflexión acerca de la resistencia parece valiosa. Por un lado, el análisis
de su presencia puede sugerir al autor formas de evitarla, aunque también puede convencerlo de
que las diferencias entre él y los lectores son insalvables. En el caso del lector, analizar el origen
de la resistencia imaginativa puede ser iluminador como ejercicio de autoconocimiento. Por otro
lado, incluso el análisis de la ausencia de resistencia puede ser iluminador. Así, por ejemplo,
analizar qué hace posible la ausencia de resistencia puede mostrar que se trata de elementos de S
indeseables; solo prejuicios o tozudez, por ejemplo. Pero también podemos descubrir que se trata
de convicciones u otros elementos de S a los que no hemos atendido suficientemente. Podemos
incluso concluir que aunque no sentimos resistencia, quizá deberíamos.

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121
El valor del derecho y las
instituciones políticas
Positivismo normativo (o ético)222

Jeremy Waldron

En años recientes, los filósofos del derecho han estado crecientemente atentos a la posibilidad de
reformular el positivismo jurídico como una tesis normativa sobre el derecho. Por lo común se
considera que el positivismo jurídico consiste en una tesis conceptual, a saber, que no hay una
conexión necesaria entre el derecho y la moralidad o, más precisamente, que no hay una co-
nexión necesaria entre los fundamentos del juicio jurídico y los fundamentos del juicio moral.223
(En ocasiones esto se llama “tesis de la separabilidad”). Lo que quiero someter a consideración
en el presente ensayo es la tesis según la cual esta separabilidad del derecho respecto de la mo-
ralidad –o esta separabilidad del juicio jurídico respecto del juicio moral– es algo bueno, quizás
algo indispensable (desde un punto de vista moral, social o político) y, ciertamente, algo a ser
valorado y alentado.
El título de este ensayo indica que me gustaría llamar a esta posición “positivimo norma-
tivo”, pero también indica que hay razones para llamarlo “positivismo ético”. El primer adjetivo
debería capturar la idea de que el positivismo jurídico se presenta aquí como una tesis normativa
antes que descriptiva o conceptual.224 Desafortunadamente, este adjetivo ha sido utilizado para
describir una tesis diferente, a saber, la versión del positivismo jurídico que identifica el derecho
con normas (por oposición a hechos brutos sobre poder, órdenes y sanciones).225 En esta versión,
las teorías de H.L.A. Hart y Hans Kelsen califican como versiones de positivismo normativo
incluso si no son en sí mismas posiciones normativas.226 Por esta razón, Tom Campbell rechaza

222. Publicado originalmente en Jules Coleman (ed.), Hart’s Postscript: Essays on the Postscript to The Concept of Law
(New York: Oxford University Press, 2001), pp. 411-433. Con autorización de Oxford University Press. Traducción
al castellano por Pablo Solari G., revisada por Ernesto Riffo.
223. Ver también las otras versiones del positivismo jurídico en el final de este artículo planteadas como “Menú A”.
224. Esto conecta también con una sección del libro de Gerald A. Postema Bentham and the Commmon Law
Tradition (Oxford: Clarendon Press, 1986) titulada “Normative Dimensions of Jurisprudence”, que es una de las
presentaciones más importantes de la posición que quiero considerar en este artículo.
225. En castellano se suele llamar a esta posición normativista en vez de normativa [N. del T.].
226. Ver D. Beyleveld y B. Brownsword, “Normative Positivism: The Mirage of the Middle Way”, Oxford Journal of Legal
Studies 9 (1989), 462. Ver también R. Tur “Paternalism and the Criminal Law”, Journal of Applied Philosophy 2
(1985), 173. En el post scríptum a la segunda edición de El Concepto de Derecho, H.L.A. Hart usa “normativo” en
este sentido para caracterizar lo que llama una elucidación puramente explicativa y clarificadora del derecho como
una institución social y política compleja (El Concepto de Derecho, 2ª ed, J. Raz y P. Bullock (Oxford: Clarendon
Press, 1994)). [Hay traducción al castellano: El Concepto de Derecho. Buenos Aires: Abeledo-Perrot, 1968 (2ª e.d).
Se trata, sin embargo, de una traducción de la primera edición en inglés y no contiene el post scríptum que Hart
escribe para la segunda edición inglesa de 1994, y que motiva el volumen colectivo en que figura el presente
artículo. Pero hay traducción de este post scríptum en Estudios Públicos N° 65 (1997)].

125
la etiqueta “positivismo normativo” a favor de “positivismo ético”.227 El adjetivo “ético” me pare-
ce insatisfactorio porque connota estándares normativos para el comportamiento personal, por
oposición a estándares normativos para evaluar instituciones. (Aunque Campbell no lo ve de
este modo).228 En este ensayo usaré por lo general la etiqueta “positivismo normativo”, a pesar de
la posible confusión con la posición que Beyleveld y Brownsword consideran estar atacando.229
Desde ahora el lector está sobre aviso de que, cuando uso la expresión “positivismo normativo”,
pretendo transmitir algo más que la idea de que el derecho es un sistema de normas; pretendo
referirme a la defensa del positivismo jurídico como una tesis normativa (sea o no normativa en
el sentido de Beyleveld y Brownsword).
En la filosofía del derecho moderna, los defensores más conocidos de la idea de que el
positivismo debería entenderse como una posición normativa son Gerald Postema, Tom Cam-
pbell, Neil MacCormick, Stephen Perry y, quizás, Joseph Raz.230 Pero es evidente, especialmente
tomando el trabajo de Postema, que esta caracterización no ha de plantearse como una nueva re-
formulación del positivismo jurídico. Postema sostiene que el “positivismo normativo” (como lo
llamo aquí) es fiel a la tradición positivista temprana de Thomas Hobbes y Jeremy Bentham. Es-
tos juristas concedieron enorme importancia en su filosofía a los males que se espera que aflijan a
sociedades cuyos miembros fueran incapaces de distinguir entre sus juicios sobre lo demandado
o permitido por la ley y sus juicios individuales sobre justicia y moralidad. En sus respectivas
versiones de la tesis de la separación, Hobbes y Bentham no mostraron interés particular por el
análisis de diferencias puramente conceptuales entre el derecho y la moralidad. Estaban interesa-
dos más bien en las condiciones necesarias para la coordinación, para la resolución de conflictos
y para la estabilidad general de las expectativas en la interacción entre las personas. Eran estos

227. The Legal Theory of Ethical Positivism (Aldershot: Darmouth, 1996), p. 79.
228. Campbell dice (ibíd. p. 3): “Se prefiere el término ‘ético’ a ‘moral’ porque connota mejor un sistema de razones
morales de segundo orden que pesan en el diseño de prácticas institucionalizadas y en el modo en que los
comisionados con roles institucionales se conducen a si mismos. Algo arbitrariamente, asumo que el término
‘ético’ nos remite a la valoración de patrones y roles institucionales complejos que tendrán que considerarse en
buena medida como medios para un rango de objetivos humanos moralmente significativos, en contraste con
la ‘moralidad’ de las interacciones sociales más directas uno a uno. El término ‘positivismo ético’ indica que el
derecho ha de ser valorado como una forma institucionalizada de hacer cosas que sirven propósitos sociales
importantes. Más aún, es parte de la teoría que el cumplimiento efectivo de estos propósitos exige una conducta
ética por parte de quienes participan en varios roles, como jueces, abogados, como policías y como ciudadanos: un
asunto de moralidad del rol antes que de moralidad personal”.
229. Ver nota 3.
230. Campbell, Legal Theory; Postema, Bentham; y Neil MacCormick, “A Moralistic Case for a-moralistic Law”
Valparaiso Law Review 20 (1985), 1. Para el caso de Perry, ver las notas 26 y 38 más abajo. Más adelante consideraré
hasta qué punto el positivismo jurídico de Joseph Raz también cae en esta categoría. Permítaseme anticiparme
brevemente. En las páginas 217-18 de un artículo titulado “The Problem about the Nature of Law”, University of
Western Ontario Law Review 21 (1983), Raz observa que “la doctrina [positivista] sobre la naturaleza del derecho
proporciona un test para identificar el derecho cuyo uso no requiere recurso alguno a argumentos morales o
de cualquier otra índole valorativa. Pero de ahí no se sigue que uno pueda defender la doctrina misma sobre la
naturaleza del derecho sin usar argumentos… evaluativos” (Esto está citado en Postema, Bentham, p. 332 nota).
Esto ciertamente suena como una versión de lo que estoy llamando positivismo normativo. Considere también el
comentario de Raz en las páginas 267-8 de “Two Views of the Nature of the Theory of Law: a Partial Comparison”
en Legal Theory 4 (1998), donde dice que Hart está equivocado al pensar que identificar criterios para determinar el
uso correcto de conceptos es un asunto puramente descriptivo: “Por razones explicada ya por John Finnis y otros,
creo que Hart está equivocado en este punto y que Dworkin está en lo correcto al sostener que la explicación de la
naturaleza del derecho implica consideraciones evaluativos” (ver también notas 11, 45, 48 y 66 más abajo, con los
textos respectivos. En especial, la nota 66 registra las dudas que me caben sobre esta adscripción).

126
intereses normativos los que dieron forma y moldearon sus respectivas teorías positivistas sobre
la naturaleza y la función del derecho.

ii

Jules Coleman ha dicho lo siguiente contra la posibilidad de entender el positivismo jurídico


como una tesis normativa:

El positivismo jurídico hace una afirmación conceptual o analítica sobre el derecho, y esta
afirmación no debería confundirse con intereses normativos o programáticos que ciertos
positivistas, especialmente Bentham, hayan podido tener.231

El punto de Coleman merece una consideración seria, pues implica afirmar que el “posi-
tivismo normativo” pone la carreta delante de los bueyes. Coleman no niega que positivistas
tempranos como Hobbes y Bentham hayan podido tener los intereses prácticos y que hayan
podido hacer las afirmaciones normativas a que aludí en la sección anterior. Pero pienso que
Coleman está diciendo que lo mejor que se puede decir a favor de aquellas posiciones normativas
es que ellas ya dependen de la verdad del positivismo jurídico como tesis conceptual. Porque si
el positivismo jurídico –en cuanto que tesis de la separabilidad– es falso en términos conceptua-
les, entonces el positivismo normativo es fatuo: valora o recomienda un estado de cosas que no
puede darse. Si el juicio jurídico necesariamente implica un juicio moral, entonces las esperan-
zas de Hobbes y Bentham y de los intérpretes posteriores quedan desahuciadas: el conflicto no
puede reducirse, ni la coordinación facilitada, ni las expectativas estabilizadas, si lo que todo ello
supone es una separación plena entre el derecho y la moralidad. Si, por otra parte, una versión
robusta del positivismo jurídico en cuanto que tesis conceptual es verdadera, entonces el positi-
vismo normativo es igualmente fatuo. Si el derecho no puede sino separarse de la moralidad –de
manera que no es posible comprender el concepto de derecho sin comprometerse con la tesis de
la separabilidad– entonces el positivismo normativo no es más que el rechazo a la anarquía. El
positivista normativo sólo es alguien a favor del derecho (tal como se puede mostrar analítica-
mente que es). Y ¿quién no lo está?
Sin embargo, existen algunos matices: hay un espacio lógico entre la proposición que el
derecho no necesariamente implica la moralidad y la proposición que el derecho necesariamente
no implica a la moralidad. Es posible que los juicios jurídicos (de cierta clase) en un sistema
jurídico dado dependan de la verdad de juicios morales (de cierta clase) aunque no sea el caso
que, en general, los juicios jurídicos dependan de los juicios morales. A menudo se designa esta
posibilidad como positivismo incluyente; 232 y la versión débil del positivismo jurídico que no la
prohíbe (con fundamentos conceptuales) se conoce como positivismo negativo.233 La versión del
positivismo que me interesa a efectos de este ensayo podría moverse normativamente en el espa-
cio lógico abierto por el positivismo negativo. El positivismo normativo podría entonces leerse
como una posición que condena aquella posibilidad inclusiva a la que el positivismo negativo
deja espacio.

231. “Negative and Positive Positivism” en Markets, Morals and the Law (Cambridge: Cambridge University Pres, 1998),
p. 11.
232. Ver Will Waluchow, Inclusive Legal Positivism (Oxford: Clarendon Press, 1994).
233. Ver Coleman, “Negative and Positive Positivism”, p. 7.

127
Dicho de otro modo, lo que llamo positivismo normativo asume lo que Coleman llama
positivismo negativo –lo asume en tanto que pragmático-normativamente no tiene sentido reco-
mendar algo que es imposible o conceptualmente incoherente– pero prescribe algo como el po-
sitivismo excluyente. No se sigue exactamente que el positivismo excluyente sea necesariamente
una posición normativa. Pero pienso que a menudo lo es. Y que alguien sostenga el positivismo
excluyente ciertamente invita a preguntarse sobre el matiz normativo que podría tener el positi-
vismo al que adhiere en la filosofía del derecho.234
Pero incluso si se concediera esta posibilidad (i.e. que el positivismo normativo asume el
positivismo negativo y prescribe el positivismo excluyente), todavía el positivismo normativo
parece ser lo que Jules Coleman sugiere que es: una tesis normativa sobre el positivismo jurídico,
y no la esencia o el fundamento del propio positivismo jurídico. Todavía requiere que el filósofo
analítico del derecho haga primero su trabajo estableciendo la posibilidad conceptual de aquello
que el teórico normativo representa como deseable.235

iii

Antes de responder a esta sugerencia quiero considerar un segundo elemento en la crítica de


Jules Coleman. A continuación del pasaje antes citado sugiere que, si el positivismo normativo
trata de incluir “en la explicación conceptual del derecho una teoría normativa particular del
derecho”, entonces comete “el mismo error que el positivismo pretende destacar y enmendar”.236
Parece sugerir que los positivistas jurídicos están determinados a separar nuestra comprensión
del derecho respecto del compromiso (nuestro o de cualquiera) con ideales políticos o morales
particulares controversiales –están determinados a que el debate sobre la naturaleza de la ley no
sea rehén de controversias políticas, morales o ideológicas–. Parece sugerir también que el así lla-
mado positivismo normativo representa un ataque explícito a esa determinación del positivista
jurídico –un ataque que Coleman debe considerar extrañamente contraproducente–.
Esta crítica parece mal concebida. Coleman dice que adoptar una versión normativa del po-
sitivismo jurídico es “infundir moralidad –la manera como el derecho debe ser– en el concepto
del derecho, o la explicación de lo que es el derecho”.237 Pero la frase “la explicación de lo que es
el derecho” es ambigua.238 Puede significar la explicación a granel del derecho, de la institución
como tal (en oposición a otros métodos de ejercer el poder); o puede significar la explicación al

234. He aquí el asunto sobre Raz que mencioné en la nota 7 más arriba.
235. Campbell parece conceder el punto. Dice (Legal Theory, p. 71) “Asumiendo, de acuerdo con la tesis de la
separabilidad, que el derecho no necesita ser identificado mediante anteojos morales, esto abre la posibilidad de
afirmar que lo que el positivismo jurídico de hecho desea que aceptemos es que sería indeseable si existieran tales
criterios de validez jurídica abiertamente morales. Para tales positivistas, la motivación tres el argumento analítico
es la preparación del terreno conceptual para la perspectiva según la cual ningún sistema jurídico puede permitir
el uso de estándares explícitamente morales u otros estándares controversiales para establecer la existencia del
derecho o para determinar sus implicaciones. Podemos etiquetar esta posición como “tesis de la separación
prescriptiva”.
Esta tesis –según la cual derecho y moral deben separarse en el punto de su aplicación– no se establece, por
supuesto, mediante análisis conceptual… Deviene posible, sin embargo, mediante tal análisis pues la tesis de la
separabilidad suministra un esquema semántico en el cual se puede formular la tesis de la separación prescriptiva”.
236. “Negative and Positive Positivism”, p. 11.
237. Ibíd.
238. Hasta este punto se ha traducido generalmente “law” por “derecho”. Sin embargo, se usará ahora la expresión “ley”
pues ella captura más cabalmente la ambigüedad que Waldron quiere mostrar a propósito de la expresión “the
account of what the law is”. Ella puede entenderse desde el punto de vista filosófico o político y desde el punto de

128
menudeo del derecho en un asunto y en una jurisdicción particulares. Los positivistas jurídicos
ciertamente están interesados en identificar qué es el derecho (en cualquier jurisdicción y en
cualquier asunto) usando criterios no contaminados por el ejercicio del juicio moral. Pero, al
nivel de menudeo, este interés no se vería minado por una explicación a granel del derecho –de la
institución– o por una explicación a granel de la importancia de poder identificar lo que es el de-
recho (en cualquier jurisdicción y en cualquier asunto) sin ejercitar juicios morales. Incluso si esa
explicación a granel es una explicación moral, no tiene por qué infiltrar consideraciones morales
en la tarea de responder preguntas jurídicas específicas. Si se aísla la explicación al menudeo res-
pecto de las explicaciones morales dadas a granel, el positivismo normativo no es contradictorio.
Como respuesta a esta línea de argumentación, Coleman podría invitarnos a considerar las
discusiones sobre derecho positivo que uno encuentra en la filosofía del derecho de la teoría de
la ley natural. Todos aceptamos que las teorías iusnaturalistas no se oponen al derecho positivo:
no consideran que la ley natural pueda hacer el trabajo del derecho positivo.239 Más bien, ofrecen
una explicación normativa de las funciones que cumple el derecho positivo.240 Ahora bien, lo lla-
mativo de tales explicaciones –podría decir Coleman– es precisamente que no aíslan (en efecto,
afirman que no pueden) su criterio para identificar cuál es el derecho (en un asunto dado y en
una jurisdicción dada) respecto de su explicación normativa del sentido o función o tareas del
derecho en general. Es típico que los iusnaturalistas suscriban alguna versión de la proposición
agustiniana lex iniusta non est lex, y que su aplicación al nivel de menudeo esté informada por
su explicación general de la función del derecho. En consonancia, si se pregunta a un naturalista
cuál es el derecho de una jurisdicción dada en determinado tópico, y lo único que puede encon-
trar en los alrededores con aspecto del derecho es egregiamente injusto, tendría que decir algo
así como “en este jurisdicción no hay derecho alguno que gobierne este asunto, sino algo que es,
a lo más, una perversión del derecho”. Esto –podría decir Coleman– debería ser una lección para
todos nosotros: una vez que incorporamos una explicación normativa de la función del derecho
en nuestra filosofía del derecho, necesariamente minamos la posición distintivamente positivista
según la cual debe ser posible decir cuál es el derecho sin emitir juicios morales.
Me parece que el punto es legítimo; pero en la presente discusión podría tener menos fuer-
za que la sugerida por la versión que he presentado. De hecho, los teóricos modernos de la ley
natural son muy cuidadosos sobre la aplicación de lex inuista non est lex, y bastante sofisticados
en su tratamiento de la paradoja implicada en lex… non est lex.241 En otra parte he argumentado

vista de la filosofía del derecho. La diferencia entre ambos sentidos también puede expresarse como la diferencia
entre la pregunta “¿qué es la ley?” y la pregunta “¿cuál es la ley?” [N. del T.].
239. Las teorías de la ley natural no requieren sostener (como Kelsen parece haber pensado que requerían) que la
ley positiva es superflua y que “la actividad de los legisladores positivos no es más que un esfuerzo fútil por
suministrar iluminación artificial a plena luz del día”. Ver Hans Kelsen, “The Natural-Law Doctrine Before the
Tribunal of Science”, en What is Justice? Justice, Law and Politics in the Mirror of Science (Berkley, Calif.: University
of California Press, 1957), p. 142. Debo esta cita al artículo de Robert George “Kelsen and Aquinas on ‘the Natural-
Law Doctrine’”, presentado en el taller de teoría del derecho de la Universidad de Columbia el 24 de noviembre de
1999.
240. Al estilo de la quaestio 95 en la primera parte de la segunda parte de la Summa Theologica de Tomás de Aquino o,
más recientemente, de los capítulos 9 y 10 de Natural Law and Natural Rights de John Finnis (Oxford: Clarendon
Press, 1980) [Hay traducción al castellano: Ley Natural y Derechos Naturales. Buenos Aires: Abeledo-Perrot,
2000]. Ver también John Finnis, “The Truth in Legal Positivism” en Robert George (ed.) The Autonomy of Law:
Essays on Legal Positivism (Oxford: Clarendon Press, 1996).
241. Ver, por ejemplo, Finnis, Natural Law and Natural Rights, pp. 364-6. Finnis nos recuerda que la tradición
central de la teoría de la ley natural no formulaba sus tesis sobre la relación entre derecho y justicia diciendo
cosas como “un edicto injusto no puede ser derecho” o “una orden moralmente inicua no es derecho”. Antes bien,

129
a favor de precauciones aún mayores que las que el propio Finnis parece dispuesto a conceder.242
He argumentado en contra de una inferencia fácil que pasa de una explicación iusnaturalista
de la función del derecho a una aplicación de la máxima lex iniusta. El argumento, en resumen,
corre como sigue.
Suponga que los bienes que pueden ser asegurados por el derecho pertenecen a la clase G =
{g1, g2,…, gn} y que entre las contribuciones distintivas que ofrece la ley en este sentido (como
sugiere Finnis) se cuenta la coordinación de la prosecución del bien G en una comunidad cuyos
miembros tienen una variedad de ideas brillantes sobre cómo deben realizarse esos bienes.243
Luego, el hecho de que una regla dada R1 asegure el bien G de una manera que es mejor que la
manera en que la asegura la regla alternativa R2 no puede por sí mismo ser una razón para consi-
derar a R2, si estuviera en vigencia, menos ley o ley en un menor sentido que lo que sería R1. Pues
la tarea de la ley en tal situación es precisamente coordinar la prosecución de G entre personas
que están en desacuerdo sobre la superioridad de R1 o R2 en este asunto. A menos que R2 prometa
empeorar las cosas respecto de un estado de ausencia de coordinación, la vigencia de R2 es de
hecho una solución al problema de coordinación. Pero la solución no puede realizarse comple-
tamente si la participación de un gran número de ciudadanos en esta solución coordinativa se ve
afectada, anulada o minada (o cualquier otra consecuencia práctica que se supone que tenga …
non est lex) por su convicción de que la inferioridad de R2 respecto de R1 disminuye la pretensión
que la imposición de R2 tiene sobre ellos.244

dice Finnis, “la tradición…ha afirmado que las LEYES injustas no son derecho” (p. 364; énfasis original). Ofrece
muchos y elaborados (y convincentes) argumentos para mostrar por qué esta paradoja no es una contradicción.
Su explicaciones apelan a la distinción entre usos descriptivos, normativos y desvinculados de términos como
“derecho” así como a la distinción ulterior, central para su filosofía del derecho, entre el significado focal y el
significado secundario de tales términos (pp. 365-6).
242. Jeremy Waldron, “Lex Satis Iusta”, Notre Dame Law Review 75 (2000), 1829 (número especial en honor de John
Finnis).
243. La autoridad, argumenta Finnis, es necesaria en las comunidades humanas no solo por la debilidad o retorcimiento
de las personas. También se necesita incluso entre personas de gran inteligencia y dedicación tan pronto como se
trata de las demandas de la razonabilidad práctica y del bien común (ibíd. p. 231). Una persona dedicada al bien
común, “siempre estará buscando nuevas y mejores formas de atender al bien común, de coordinar las acciones
de los miembros y de cumplir satisfactoriamente su propio rol. Y el miembro inteligente encontrará tales nuevas
y mejores maneras, y quizás no solo una sino muchas posibles y razonables. La inteligencia y la dedicación, el
compromiso y la habilidad multiplican así los problemas de coordinación, al dar al grupo más orientaciones,
proyectos compromisos, ‘prioridades’ y procedimientos posibles entre los cuales escoger. Y hasta que se haga una
elección particular, nada tendrá lugar de hecho” (ibíd. 231-2).
Así encaramos lo que Finnis llama “problemas de coordinación” –i.e. problemas para los que hay “dos o más
soluciones disponibles, razonables y apropiadas, ninguna de las cuales, empero, constituye una solución a menos
que se la adopte excluyendo así a las otras soluciones disponibles, razonables y apropiadas para ese problema” (ibíd.
p. 232). La función de la autoridad jurídica, dice, es resolver tales problemas, capacitando a las criaturas inteligentes
e imaginativas que somos a concentrar nuestra cooperación en uno de los esquemas que nos ofrece un camino para
promocionar el bien común.
244. En “Lex Satis Iusta” yo agregué: “El trabajo que tiene que hacer la autoridad jurídica, en la concepción general de
Finnis, es facilitar la coordinación consciente en situaciones en que la coordinación es prácticamente necesaria
en vista del bien común. La referencia a una coordinación consciente es importante. Ni la autoridad ni la validez
jurídica pueden hacer su trabajo en silencio, es decir, sin importar lo que la gente piense que sobre lo que están
haciendo. Para variar un poco la metáfora, el derecho no es una mano invisible. No puede hacer su trabajo a menos
que la gente esté al tanto de que está haciendo su trabajo (o, para ser francos, a menos que ellos hagan su trabajo
por él). Ciertamente el derecho no puede hacer su trabajo coordinador si algunos entre aquellos cuya persecución
del bien ha de ser coordinada no creen que el derecho está haciendo una contribución apropiada a la solución de
un problema de coordinación. Casos en los cuales la comunidad está dividida sobre lo apropiado de la actuación
del derecho no pueden ser casos centrales para el derecho (tan pronto se trata de coordinación). Un estándar

130
Si algo parecido al argumento anterior es correcto, entonces los juicios al menudeo sobre
cuál es el derecho pueden ser aislados respecto de los juicios a granel sobre el propósito del
derecho, al menos hasta cierto punto. Puede que no sean aislables del todo: puede que haya
prácticas u órdenes políticos que, desde el punto de vista normativo (el punto de vista que des-
cribe la función del derecho) son peores que la ausencia del derecho; y para aquellos casos la
explicación normativa a granel puede afectar la explicación al menudeo sobre si acaso (o en qué
sentido) estas prácticas o arreglos sociales pueden considerarse como derecho. Pero se trata de
casos extremos: de hecho, son exactamente aquellos los casos en que es mayor la dificultad de
defender la insistencia del positivismo duro en la posibilidad de determinar si acaso algo es una
ley sin hacer juicios sobre su justicia o su carácter moral. Pero Coleman está en lo correcto: el
positivismo normativo no dejará totalmente intocado el nivel del menudeo. De modo que ahora
cabe preguntar si acaso esto cuenta como un punto en contra del positivismo normativo (o si
quizás es un punto a favor).
Antes de continuar quiero plantear una cuestión académica. ¿Cuenta en contra del positi-
vismo normativo el que, en tanto que posición iusfilosófica, ahora no pueda distinguirse fácil-
mente respecto de la teoría moderna de la ley natural? En general creo que la respuesta es “no”.
La antítesis “positivismo versus iusnaturalismo” ha devenido tan vetusta y gastada, en todos los
sentidos posibles, que su evaporación no debería contarse como una pérdida, sino (a lo más)
como una interesante consecuencia de la aceptación del positivismo normativo. Ciertamente
su conservación no debe considerarse como un imperativo metodológico. Si la dicotomía entre
positivismo y iusnaturalismo se va por la ventana, vaya entonces.245 Sin embargo, todavía habría
lugar, de hecho, para cierta distinción. Considere la versión del positivismo normativo que con-
sidere que más se parece a una teoría iusnaturalista, por lo que concierne a sus explicaciones de
la ley positiva. Una diferencia persistente entre ellas puede ser la siguiente. El positivismo norma-
tivo no se compromete con ninguna meta-ética particular, ni con ninguna explicación particular
de la manera como llegamos a conocer los bienes y valores a los que responde el derecho.246 Por
contraste, es muy probable que la teoría iusnaturalista que más se le parece (en lo que respecta a
su explicación iusfilosófica del derecho positivo) difiera de él en este punto. El paquete de la filo-
sofía del derecho iusnaturalista suele incluir una meta-ética distintiva (cognitivista y objetivista)
y, por ello, con un compromiso fortísimo con una explicación racionalista del conocimiento
moral y ético.

iv

Quiero volver al asunto que quedó pendiente al final de la sección ii, la sugerencia, implícita en
la crítica de Coleman, de que el positivismo normativo es una tesis sobre el positivismo jurídico
y no una versión de este. Puesto que el positivismo normativo presupone al positivismo jurídi-

de validez jurídica (y una explicación de lo que está haciendo la ley, que respalde el estándar) tiene que ser un
estándar de validez compartido. Eso significa que un caso central para afirmar la existencia de una ley –o, si se
quiere, un caso central de autoridad jurídica– no puede ser un caso en que las partes disputen sobre su centralidad.
Por este ser-común o ser-compartido que es central al derecho, un caso que es tal que las partes discuten sobre su
centralidad tiene que ser menos central que un caso en el que no disputen”.
245. Sigo aquí la huella de Neil MacCormick, “Natural Law and the Separation of Law and Morals”, en Robert George
(ed.), Natural Law Theory: Contemporary Essays (Oxford: Clarendon Press, 1992).
246. Ver Jeremy Waldron, “The Irrelevance of Moral Objectivity” en George, Natural Law Theory; reimpreso como
capítulo 8 de Jeremy Waldron, Law and Disagreement (Oxford: Clarendon Press, 1999). [Hay traducción al
castellano: Derecho y Desacuerdos. Madrid: Marcial Pons, 2005].

131
co como tesis conceptual, difícilmente puede considerarse que reemplaza a este último como
concepción iusfilosófica. Lo que primero se necesita –según Coleman– es una demostración de
la posibilidad de determinar las proposiciones y los juicios requeridos para el funcionamiento
de un sistema jurídico moderno sin hacer juicios morales. Coleman puede permitirse conceder
que depende del teórico normativo la importancia y el rol que quiere asignar a esta posibilidad.
De hecho, creo que es cuestionable que el problema pueda abordarse de la forma que Cole-
man propone. Suponga que dos teóricos están en desacuerdo sobre las (clases de) proposiciones
y juicios requeridos para el funcionamiento del sistema jurídico moderno. Suponga que coinci-
den en considerar que las condiciones de verdad de cierta proposición P incluye una proposición
moral (por ejemplo, una proposición sobre la justicia), pero difieren en si acaso P ha de conside-
rarse o no como una proposición jurídica, en sentido relevante. ¿Cómo ha de resolverse el pro-
blema entre ellos? Presumiblemente, mediante un análisis de los conceptos “derecho” y “sistema
jurídico”, para ver si tal análisis requiere que proposiciones tales como P sean consideradas como
proposiciones jurídicas. De este modo, la cuestión anterior –si acaso el positivismo puede ser
construido (o supuesto) como una tesis puramente descriptiva– se desplazará a esta otra cues-
tión: los conceptos que nos son dados de hecho para analizar ¿nos son dados de un modo que (a)
sean capaces de resolver la disputa y (b) no estén contaminados por consideraciones normativas?
Este punto puede ilustrarse considerando el debate entre Ronald Dworkin y sus adversarios
sobre la respuesta correcta a una pregunta jurídica en casos difíciles. Dworkin sostiene que los
casos difíciles en que una disposición de derecho legislado es desafiada o en que los precedentes
aparecen indeterminados, un juez haría bien en preguntarse “¿Qué interpretación (del derecho
legislado o de los precedentes) sacará a la luz de mejor manera el derecho existente en esta co-
munidad?” Al responder esta pregunta entran “en juego directamente… propias convicciones
morales y políticas del juez”; 247 pero ello no implica, dice Dworkin, que la pregunta no sea una
pregunta jurídica. Dworkin dice que Si P es la respuesta correcta a la pregunta en las circunstan-
cias bajo consideración, entonces P es la ley que existe en relación al asunto. Por supuesto que su
oponente niega esta inferencia. P podría ser la respuesta correcta a la pregunta de Dworkin y la
pregunta podría ser incluso la pregunta apropiada que debe hacerse el juez en aquellas circuns-
tancias. Pero de ahí no se sigue, dicen los oponentes, que tal pregunta sea una pregunta jurídica
o que su respuesta correcta sea una proposición verdadera sobre el contenido del derecho en ese
caso.
Cuando emerge una disputa tal, ¿cómo se la ha de zanjar? ¿Es P derecho simplemente por-
que es la respuesta correcta a la pregunta que el juez debe hacerse? Ambas partes pueden citar
“usos habituales” entre abogados y jueces –como concede H.L.A. Hart, uno de los oponentes
de Dworkin en este respecto–.248 Cada parte puede construir lo que parece un aparato concep-
tual coherente para la filosofía del derecho que su aproximación promueve. ¿Cuál de las dos ha
comprendido bien el derecho? No estoy seguro de que haya algún prospecto de contestar esta
pregunta sin contrastar las respectivas teorías contra nuestras intuiciones sobre la importancia
de determinar si algo cuenta o no como derecho.249

247. Ronald Dworkin, Law’s Empire (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1986), p. 256. [Hay traducción al
castellano: El Imperio de la Justicia: de la teoría general del derecho, de las decisiones e interpretaciones de los jueces,
y de la integridad política y legal como clave de la teoría y práctica. Barcelona: Gedisa, 1988].
248. The Concept of Law, p. 274.
249. Para una versión más extensa y más sofisticada de este argumento, ver Stephen Perry “Interpretation and
Methodology in Legal Theory”, en Andrei Marmor (ed.), Law and Interpretation: Essays in Legal Philosophy
(Oxford: Clarendon Press, 1997), p. 129-31.

132
O considere lo siguiente: todos conceden por lo general que no todos los aspectos del go-
bierno en un estado moderno proceden a través del derecho. Algunos suponen gobierno jurídi-
co; otro suponen gobierno no-jurídico (por ejemplo, mediante órdenes directas o por decretos
ejecutivos). Teorías del “imperio del derecho” atribuyen una enorme importancia a esta distin-
ción. Pero aún obviando aquello, la mayoría de los juristas cree que una distinción en este punto
tiene cierta importancia para una teoría normativa del arte de gobernar. A menos que nuestra
filosofía del derecho sea un completo desorden, deberíamos esperar que lo que decimos sobre el
contenido del derecho tenga alguna conexión con la explicación de la importancia distintiva que
se concede al derecho como modo o aspecto del gobierno. Y mientras exista tal conexión, lo que
decimos sobre el contenido del derecho no puede ser completamente no-normativo.250
Considere entonces nuevamente la posición de Jules Coleman, quien argumenta que, a lo
más, lo que yo llamo positivismo normativo supone algo muy independiente de ello, a saber,
el positivismo jurídico como tesis descriptiva o conceptual. Es decir, presupone la verdad no-
normativa del positivismo negativo para poder establecer el “es posible” en ausencia del cual el
“debe ser” del positivismo normativo es fatuo. Pero para establecer que puede haber un sistema
jurídico que no implique la emisión de juicios morales a la hora de reconocer proposiciones
jurídicas, es necesario tener alguna idea de lo que uno intenta sacar a la luz de este modo (y
por qué). Suponga que Coleman hubiera querido establecer el positivismo negativo poniendo el
ejemplo de organización armada en que un hombre fuerte ladrara mandatos que fueran por la
mayor parte seguidos, mostrando además que los miembros de tal organización son capaces de
identificar, recordar y obedecer tales comandos sin siquiera ejercitar su capacidad de juzgar mo-
ralmente. ¿Sería esto suficiente para refutar lo que afirma el oponente del positivismo negativo?
Los oponentes del positivismo negativo (quienes niegan la separabilidad de derecho y moral)
podrían responder:

mira, nunca hemos negado que una organización armada pueda funcionar de manera que
sus miembros ni hayan hecho ni hayan pretendido hacer juicios morales. Lo que negamos
era que pudiera dignificarse con propiedad cualquier organización por el estilo usando la
expresión “derecho”. Después de todo, hay muchas formas de hacer que la sociedad funcione
y que no involucran al derecho en ningún sentido interesante. Para refutar nuestra posición
no es suficiente indicar una de tales formas.

Siendo un positivista “suave” o “incluyente”, Coleman podría decir que simpatiza con su do-
lor y que también cree que cualquier sistema de gobierno que valga dignificar usando la expresión
“derecho” tendría que involucrar el ejercicio del juicio moral en sus operaciones normales. Solo
estaba tratando de mostrar –diría– que esto no es conceptual o analíticamente necesario en nin-
gún sentido estricto. En este punto, sospecho que sus oponentes empezarán a hacer preguntas di-
fíciles sobre el sentido del así llamado “análisis conceptual” si no permite, sin más, distinguir un
sistema puramente basado en instrucciones como un modo no-jurídico de administración. Pero

250. Perry hace un punto similar, ibíd. p. 123: “los datos pueden ser plausiblemente llevados a concepto en más de un
modo, y elegir entre estos modos parece requerir la atribución al derecho de un sentido o de una función”. Ver
también Michael Moore, “Hart’s Concluding Unscientific Post-Script”, Legal Theory 4 (1998). Moore pregunta (en
p. 312) cómo una filosofía del derecho puramente descriptiva puede distinguir entre convenciones sociales que
son leyes y otras que no lo son. “Una filosofía del derecho normativa como la de Bentham puede responder en
término de los valores que considera que el derecho sirve”, dice Moore. Pero una filosofía del derecho descriptiva
está “privada” de esos recursos.

133
más importante aún: los positivistas normativos –que Coleman imagina esperando su demostra-
ción puramente analítica de la posibilidad de concebir el derecho de una manera que no requiera
el ejercicio de juicios morales– negarían que Coleman haya proporcionado lo que querían o lo
que la explicación normativa presuponía. Pues no afirman que las sociedades deban ser goberna-
das según ordenamientos basados en mandatos –sistemas que apenas pueden reconocerse como
sistemas “jurídicos” en el sentido que esta expresión se usa corrientemente–. La afirmación de
los positivistas normativos es que los valores asociados con el derecho, con la legalidad y con el
imperio del derecho –todas expresiones usadas en sentidos apropiadamente amplios– pueden
cumplirse mejor si la operación ordinaria de tal sistema no requiere que las personas ejerciten
el juicio moral para determinar cuál es el derecho. La evaluación de esta afirmación no supone
realmente alguna fase conceptual, puramente descriptiva o no-normativa –incluso admitiendo
que “deber” supone “poder”–. El argumento tendrá que ser normativo hasta el final, comenzando
incluso con el modo como especificamos el campo de discusión.
Nótese que este argumento no solo trata de desacuerdo al margen.251 (Ni siquiera es claro lo
que podría contar como “márgenes” en un positivismo genuinamente negativo del tipo de con-
sidera Coleman: pues el positivismo negativo no ofrece más que aparecer con un caso de sistema
jurídico cuyo funcionamiento no implique el ejercicio de juicios morales, no hay lugar en sus do-
minios para una distinción margen/centro). La cuestión es simplemente: “¿Ha iluminado el posi-
tivista negativo algo que sea definitivamente un sistema jurídico?” Y la frase “definitivamente un
sistema jurídico” difícilmente puede adquirir significado sin prestar atención a las razones que
tienen las personas para pensar que era importante trazar algunas distinciones en este asunto.

En el post scríptum a la segunda edición de El Concepto de Derecho, Hart escribe que inclu-
so si las teorías que yo llamo positivismo normativo tienen “gran interés e importancia como
contribuciones a una filosofía del derecho evaluativa y justificadora”,252 ello no muestra que no
pueda haber un positivismo jurídico puramente descriptivo o que tal positivismo puramente
descriptivo no valga la pena. (Hart hace el punto oponiéndose a lo que considera la afirmación de
Ronald Dworkin en El Imperio del Derecho sobre el positivismo jurídico: o se presenta como una
tesis interpretativa –en el sentido dworkiniano de “interpretativo”– o como una tesis semántica
estéril).253 Haya o no algo llamado positivismo normativo que suponga la verdad del positivismo
negativo (como tesis conceptual o descriptiva), Hart está defendiendo aquí la legitimidad y el
valor de un positivismo jurídico puramente descriptivo. Piensa que este realiza una importante

251. Cf. la caracterización que hace Jules Coleman del tema en “Incorporationism, Conventionality and the Practical
Difference Thesis”, Legal Theory 4 (1998), p. 381. En la página 389 dice: “Aquellos que admiten la posibilidad de
un análisis conceptual y descriptivo…no niegan que el argumento normativo sea apropiado para resolver disputas
sobre lo que Hart llama ‘penumbra’. Pero no se sigue de esto que no haya un núcleo o que el núcleo no esté resuelto
o que su contenido solo pueda especificarse mediante argumentos normativos”.
252. p. 241.
253. Cf. Law´s Empire, pp. 33-44, p. 431n2. Hart dice (The Concept of Law, pp. 241-2): “No es obvio por qué debería
haber algún conflicto significativo entre proyectos tan diferentes como el mío y el de Dworkin… Pero en sus libros
Dworkin parece excluir la teoría general y descriptiva como extraviada o, a lo más, como simplemente inútil… y
anteriormente escribió que ‘la chata distinción entre descripción y evaluación’ ha ‘debilitado la teoría del derecho’”.
(Ver también los comentarios de Hart en las páginas 271-2).

134
“tarea taxonómica” en la filosofía general del derecho.254 Y yo sé que Coleman piensa lo mismo.255
Hart dice:

el punto de partida para esta tarea taxonómica es el extendido conocimiento corriente de los
rasgos salientes de un sistema jurídico nacional moderno que en la página 3 de El Concepto
de Derecho atribuí a cualquier persona educada. Mi explicación es descriptiva en cuanto
que ella es moralmente neutral y no tiene propósitos justificativos: no busca justificar o
recomendar en base a fundamentos morales o de otro tipo las formas y estructuras que
aparecen en explicación general del derecho.256

Aunque fue publicado antes del post scríptum de Hart, la sección del libro de Gerald Poste-
ma sobre Bentham titulada “Dimensiones Normativas de la Filosofía del Derecho” puede leerse
como una respuesta a una posición como la de Hart en el pasaje recién citado. Hart toma como su
punto de partida “el extendido conocimiento corriente de los rasgos salientes de sistema jurídico
nacional moderno”. Pero Postema cree que una comprensión del lenguaje nos conduce en una
dirección metodológica diferente:

La filosofía analítica del derecho descansa sobre una filosofía del lenguaje problemática.
Asume equivocadamente que los conceptos que usamos pueden divorciarse del lenguaje
cotidiano en que funcionan. Pero el lenguaje configura el pensamiento, y el lenguaje emerge
de prácticas compartidas y patrones de actividad humana significativa […] El análisis con-
ceptual no es tajantemente distinto de la empresa de ganar una comprensión de las prácticas
y las formas de vida en que los conceptos desarrollan su vida.257

Para un oído desatento esto puede no sonar muy diferente de la concepción de Hart del co-
mienzo de la filosofía del derecho descriptiva en la comprensión de la ley que puede adscribirse
al hombre corriente educado.258 Pero un hombre corriente puede tener “educación” sobre la ley
de dos modos: como espectador o como ciudadano. Compare el conocimiento que el hombre
corriente educado tiene de algo como la Iglesia Católica. La mayoría de la gente sabe de la iglesia
católica, y tiene una idea de cómo reconocer sus edificios, sus funcionarios e incluso sus doctri-
nas; alguien carecería de educación si ignorara esto. Pero tal conocimiento corriente de parte de
una persona que no ha tenido contacto interno con la iglesia (como parte de ella o en estrecha
relación con un participante) sería cuestionable como punto de partida para hacer una explica-
ción confiable de lo que la Iglesia Católica es. Para empezar a construir una buena explicación es
menester captar el sentido de cosas como la parroquia, el culto y el sacramento de manera más
profunda y participativa que, por ejemplo, la que siguiente: “Bueno, tienen todos esos curas y el

254. Ibíd. p. 240.


255. En “Incorporationism, Conventionality and the Practical Difference Thesis”, p. 389, Coleman insiste en que “la
filosofía del derecho no empieza por tratar de determinar que rasgos del derecho son importantes o interesantes”. Se
opone, dice, al argumento “del tipo los-teóricos-descriptivios-son-ellos-mismos-realmente-teóricos-normativos-
pero-no-se-dan-cuenta-de-lo-que-hacen”.
256. The Concept of Law, p. 240. Este pasaje continúa en la vena del argumento con el que tratamos en la sección
IV, argumentando que la clarificación que tiene que ofrecer su filosofía del derecho descriptiva “es, pienso, una
importante crítica preliminar y útil del derecho”.
257. Bentham, pp. 332-3.
258. The Concept of Law, p. 3.

135
Papa y creen que hay un Dios que los amenaza con todo tipo de cosas si usan anticonceptivos,
etc.”. Y algo similar debe ser verdad del derecho. Postema lo plantea de la siguiente manera:

La teoría iusfilosófica […] incluso cuando aparece involucrada en análisis conceptuales se


concentra en la tarea de explicar las instituciones jurídicas, y de las prácticas y de la “sensibi-
lidad” que respira en ellas […] Pues no son estas prácticas meros hábitos ciegos o rutinas de
comportamiento carentes de significado intrínseco para quienes las ejecutan. Son empresas
colectivas inteligibles dotadas de un sentido o propósito a veces muy complejo.259

¿Cuánto de esto pesa en la propia insistencia de Hart en una filosofía del derecho que se
tome en serio “el punto de vista interno”?260 Depende. Usualmente se entiende que la filosofía
del derecho de Hart requiere que las reglas sean captadas desde el punto de vista de alguien que
orienta su conducta con ellas. En la concepción de Hart uno no comprende adecuadamente el
concepto de un sistema jurídico a menos que uno tenga alguna idea de lo que significa aceptar
y seguir reglas primarias y secundarias en el gobierno de las propias acciones. Hart se apura en
añadir que lo anterior no implica que uno deba aceptar efectivamente o seguir cualquier cuales-
quiera reglas primarias o secundarias:

Por supuesto que nuestro teórico del derecho descriptivo no comparte él mismo la acepta-
ción del derecho propia del participante en este sentido, pero puede y debería describir tal
aceptación […] es verdad que para llevar a cabo este propósito el teórico descriptivo tiene
que entender qué significa adoptar el punto de vista interno y en este sentido limitado tiene
que ser capaz de ponerse en el lugar del participante; pero esto no significa aceptar la ley o
compartir o apoyar el punto de vista interno del participante o abandonar su actitud des-
criptiva en cualquiera otra forma.261

Algunos comentaristas pueden tener problemas hermenéuticos con esto (por lo que sé,
también Postema).262 Para los objetivos que aquí se persiguen, la dificultad con la concepción que
Hart tiene de la aprehensión del punto de vista del participante por parte del teórico descriptivo,
es que ella se inserta en el ángulo equivocado de la filosofía del derecho como para hacer justicia
a las preocupaciones del positivista normativo. Hart cree (correctamente) que una aprehensión
del punto de vista interno es indispensable para entender teóricamente las reglas de manera
apropiada: puesto que las reglas son normativas, cualquiera que busque entenderlas tiene que
saber qué significa orientarse por una norma. Pero en este artículo estamos preocupados con
la relevancia que tiene para la filosofía del derecho una proposición más general, a saber: que,
dado que derecho y sistema jurídico son conceptos normativos, alguien que busca conocimiento
iusfilosófico tiene que tener cierta comprensión de lo que está en juego cuando se distingue entre

259. Bentham, p. 334.


260. The Concept of Law, pp. 56-7, pp. 89-91; Bentham, pp. 242 y ss. (Este es el aspecto del positivismo de Hart que lo
hace “normativo” en el sentido en que Beyleveld y Brownsword usan la expresión “positivismo normativo”. Ver
nota 3 más arriba).
261. Ibíd. p. 242
262. Pero no abordaré preguntas específicas sobre el éxito de la explicación de Hart sobre la relación entre su
metodología descriptiva y el punto de vista interno, en lo que respecta a una elucidación de la normatividad de
términos como “deber”, “derecho”, “obligación”, etc. No me convencen del todo los argumentos dados por Stephen
Perry contra Hart en este punto en las secciones II y V de su ensayo “Hart´s Methodological Positivism”, Legal
Theory 4 (1998), pp. 440-456, y en Perry “Interpretation and Methodology”, p. 122.

136
reglas jurídicas y otra clase de reglas, o entre el derecho y alguna otra actividad “normada” (como
el cricket o la administración corporativa). Volviendo a nuestro ejemplo católico, la analogía sería
la brecha entre la comprensión que alguien tiene de lo que significa seguir un mandamiento (y a
fortiori –pero solo a fortiori– lo que significa seguir un mandamiento divino) y la comprensión
más profunda que alguien tiene a nivel teológico del rol jugado por los mandamientos en el trato
de Dios con la humanidad. Asumo que esto es lo que Postema quiere decir cuando dice que una
teoría iusfilosófica adecuada no puede “divorciarse de la consideración del fin, del propósito o de
la función de las instituciones del derecho”.263
He aquí la dificultad, pues Hart no puede simplemente extender sus concesiones al “punto
de vista interno” (y la caracterización que hace de su rol en la filosofía del derecho descriptiva)
para cubrir también este aspecto. Imagino que un partidario de Hart podría responder que igual
que el filósofo del derecho descriptivo tiene que entender (1) lo que significa aceptar y seguir una
regla, también debe entender (2) lo que generalmente se asume que es el sentido del derecho y de
la práctica jurídica entre quienes están comprometidos con tal actividad, y cómo sería considerar
que ese es el sentido, etc.264 Pero esto no sirve porque al captar, comprender y reportar lo que este
punto de vista (aunque no se lo apoye necesariamente) significa, el teórico jurídico hartiano no
estaría haciendo filosofía del derecho con su propia voz. Más bien, estaría haciendo historia o
sociología de la filosofía del derecho. La genuina filosofía del derecho de primer orden tendría
lugar desde el punto de vista que Hart intenta captar.
Difiero un poco en esto con Gerald Postema, quien dice que el tipo de aproximación nor-
mativa que él urge

no implica que una teoría de la naturaleza del derecho tenga que mostrar que están justifica-
das las creencias y actitudes de quienes se auto-identifican como participantes en una prác-
tica jurídica […] Solo requiere que los teóricos del derecho enmarquen sus explicaciones de
la naturaleza del derecho en términos que consideren las creencias de tales participantes y
las hagan inteligibles.265

Pero si el teórico del derecho no presenta esas creencias y actitudes en su propia voz enton-
ces hace teoría jurídica en oratio oblicua. Lo que está de hecho captando es lo que significa hacer
teoría del derecho, pero no la está haciendo él mismo.
Creo que hay aquí una importante asimetría entre (1) el rol de la comprensión que tiene el
jurista del punto de vista interno en relación al seguir reglas y (2) el rol de la comprensión que
tiene el jurista del punto de vista interno en relación al sentido o función del sistema jurídico. En
la teoría de Hart, (1) es un componente indispensable de la comprensión que el teórico del dere-
cho tiene del derecho, pero lo que así se capta no (la orientación efectiva de alguien mediante una
norma). Uno tiene que entender lo que significa orientarse por una regla, pero uno no requiere

263. Bentham, p. 335. El pasaje continúa: “Y así ninguna explicación de la naturaleza de la ley puede esperar un avance
en nuestra comprensión del derecho y de la práctica jurídica sin apelar en puntos cruciales a consideraciones
normativas”.
264. Hart se aproxima a esto en el siguiente pasaje (The Concept of Law, p. 243): “Incluso si… la perspectiva interna del
participante se manifestada en la aceptación del derecho como suministrando guías de conducta y estándares de
crítica incluyera necesariamente la creencia en la existencia de razones morales para conformarse a los dictados de
la ley y justificaciones morales del uso que hace de la coacción, esto también sería algo que una filosofía del derecho
moralmente neutral ha de registrar aunque no apoyar ni compartir”.
265. Bentham. p. 335.

137
orientarse de hecho por una regla. En (2) lo captado es ya una comprensión teórica del derecho
tal que el teórico que la capta la suscribe o la rechaza como un teórico del derecho. No digo que
el teórico del derecho deba depender de la comprensión del sentido o función que conceden al
derecho los participantes de una cultura jurídica o política dada. Pero al rechazarla compite con
ellas y no debe entenderse a sí mismo como trabajando en un nivel conceptual distinto.
¿Por qué? No porque las leyes mismas sean normativas: ello sería relevante solo para (1).
Y también Postema estaría equivocado si es porque “el derecho se preocupa por diseño con los
intereses, valores y metas individuales y sociales”.266 Más bien, la explicación es que el concepto
mismo de derecho es normativo y que no se puede usar o comprender fuera de la participación
en una forma de vida que ordena las prácticas políticas en varias formas –por ejemplo, consi-
derando que tiene sentido distinguir entre el gobierno mediante el derecho y otras formas de
gobierno–.

vi

Debo hacerme cargo de una ambigüedad: la formulación con que terminé la sección anterior
puede entenderse de dos modos. Cuando hablamos de una forma de vida que ordena las prác-
ticas políticas de varias maneras y considera que tiene sentido distinguir entre el imperio del
derecho y otras formas de gobierno, podemos tener en mente (A) una forma de vida confinada
a académicos o teóricos y orientada normativamente por la pragmática de la construcción de
teorías; o podemos tener en mente (B) una forma de vida que atribuye importancia moral, social
y política a la distinción. Si estamos pensando solo en (A), entonces el positivismo normativo
deviene más bien una tesis trivial. Es obvio que toda comunidad de académicos tiene la idea de
que los conceptos y categorías que usa son teóricamente útiles porque, de lo contrario, elegirían
conceptos y categorías diferentes.267 Esto no significa que los valores y conceptos específicos en
(A) sean ellos mismos triviales.268 Significa solo que, como ha observado Joseph Raz, el rol de los
valores en la filosofía del derecho no puede confinarse al que se le asigna bajo (A):

sería errado concluir que […] uno juzga sobre el éxito de un análisis del concepto de de-
recho en virtud de su fecundidad teórica sociológica. Hacerlo es obviar el que, a diferencia
de los conceptos como “masa” y “electrón”, “derecho” es un concepto que la gente usa para
comprenderse a sí misma […] Es una importante labor de la teoría del derecho perfeccionar
nuestra comprensión de la sociedad al asistir nuestra comprensión del modo en que la gente
se entiende a sí misma.269

El positivismo normativo, entonces, está interesado en el derecho como un concepto cuyo


despliegue en el análisis iusfilosófico está conectado con los valores involucrados cuando los

266. Bentham, p. 335.


267. Para el reconocimiento que hace Hart de (A), ver “Comment”, en Ruth Gavison (ed.) Issues in Contemporary Legal
Philosophy (Oxford: Clarendon Press, 1987), p. 39. Hay también una buena discusión de este reconocimiento en
Perry, “Interpretation and Methodology”, p. 118
268. Los valores teóricos son muy importantes y, como ha enfatizado Coleman en conversación conmigo, incluyen
valores y principios que son altamente normativos: normas lógicas, argumentos convincentes, intereses teóricos,
etc. Lo único que es trivial es que una teoría soi-disant descriptiva encarne tales valores.
269. “Authority, Law and Morality” en Ethics in the Public Domain: Essays in the Morality of Law and Politics (Oxford:
Clarendon Press, 1994), p. 221. [Hay traducción al castellano: La Ética en el Ámbito Público. Barcelona: Gedisa,
2001]

138
ciudadanos lo despliegan y no simplemente en virtud de sus conexiones con los valores técnicos
o “intrateóricos” de la filosofía del derecho.270
Una vez concedido esto, lo que he intentado destacar en este artículo (particularmente en
las últimas dos secciones) es que los ciudadanos no usan el concepto de derecho solo para cap-
tar las obligaciones particulares que podrían tener o las reglas de los procedimientos judiciales
particulares en que pueden verse envueltos. Lo usan también para captar la “deseabilidad” de
vivir bajo una forma determinada de gobierno (i.e. mediante el derecho) antes que bajo otras
formas (i.e. por decreto o discreción ejecutiva). Y no trazan estas distinciones solo como cientis-
tas políticos (interesados en una taxonomía fecunda) sino como ciudadanos y políticos activos
prácticamente interesados en las consecuencias que tienen para sus vidas los diferentes modos
de gobierno.
En suma, estamos tratando de entender cómo las personas se entienden a sí mismas. Sin
embargo, en su discusión de estos temas Joseph Raz va más lejos: la tarea del teórico no es sim-
plemente hacer ecos o apoyar los usos que los ciudadanos corrientes dan a “derecho” como con-
cepto normativo.

El concepto de derecho es parte de nuestra cultura y de nuestras tradiciones culturales.


Juega un rol en la forma en que las personas ordinarias así como los juristas entienden sus
propias acciones y las acciones de los demás. Es parte del modo en que “conceptualizan” la
realidad social. Pero el concepto es parte de una cultura y una tradición que no proveen ni
contornos nítidamente definidos ni un foco claramente identificable. Varias y, en ocasiones,
contradictorias ideas se despliegan en ellas. Corresponde a la teoría del derecho escoger,
elaborar y explicar aquellas ideas que son centrales y significativas para el modo en que el
concepto juega su rol en la comprensión que las personas tienen de la sociedad.271

Alguien podría contar la propia discusión de Raz en 1977 sobre el “imperio del derecho”
como una instancia de lo anterior: tomar una comprensión alojada en la cultura de un conjunto
importante de valores sociales asociados con la idea de derecho, ordenarlos –y reconstruirlos–
para hacerlos más útiles, no solo para el teórico sino para el ciudadano y el estadista que los usa
para criticar varios eventos y prácticas del gobierno en su sociedad.272 Esa interpretación no sería
del todo precisa: el propio Raz indica, en ese ensayo, que considera que el “imperio del derecho”
se entiende mejor como etiqueta para ciertas virtudes distintivas que la ley puede tener o no,
antes que una idea que informa nuestra comprensión del concepto mismo del derecho.273 Pero
si abordara ideas políticas y morales que considera alojadas en nuestra comprensión misma del
concepto del derecho, entonces no sería sorprendente que resultara necesaria una reconstruc-
ción, un ordenamiento y un análisis muy similar.

270. Pero quizás deberíamos también notar el traslape posible entre (A) y (B). Gerald Postema observa, en
“Jurisprudence as Practical Philosophy”, Legal Theory 4 (1998), p. 332, que podría haber una conexión íntima entre
valores morales y valores meta-teóricos. Ver también Perry, “Hart´s Methodological Positivism”, pp. 461 y ss.
271. “Authority, Law and Morality”, p. 22.
272. Ver Joseph Raz, “The Rule of Law and its Virtue” en The Authority of Law: Essays on Law and Morality (Oxford:
Clarendon Press, 1979), pp. 210 y ss. [Hay traducción al castellano: La Autoridad del Derecho: Ensayos sobre
Derecho y Moral. México D. F.: UNAM, 1985 (2ª ed.)].
273. Evidentemente, Lon Fuller piensa que algo como la idea del imperio del derecho empapa el concepto mismo de
derecho. Y yo he sugerido algo similar en varios lugares de este artículo.

139
vii

Hay muchas fallas en el argumento que he presentado. Estoy seguro de ello. La que me parece
más evidente es que sugiere implícitamente que considerar el derecho como algo bueno es una
condición para hacer filosofía del derecho positivista. Parece que mis propios argumentos me
han llevado a decir que un positivista tiene que organizar su filosofía del derecho en torno a la
idea de que el derecho como tal es una institución deseable, incluso si quiere negar la justicia o
la virtud de una ley particular; de lo contrario –así parece que digo– su metodología iusfilosófica
es estéril y meramente semántica. ¿Puede ser eso correcto? ¿Es imposible combinar positivismo
jurídico y, por ejemplo, hostilidad anarquista frente al derecho?274
Hay muchos puntos que es necesario aclarar. Primero, la fuerza de los argumentos metodo-
lógicos planteados en las secciones precedentes podría apreciarse también si se considerara que
“derecho” es un concepto cargado negativamente (como el concepto de “totalitarismo”) en lo que
respecta a su valencia normativa. Aunque poca gente apoya al totalitarismo, es poco plausible
pensar en la posibilidad un análisis puramente descriptivo del concepto, pues el uso apropiado
del concepto “totalitarismo” supone una importante distinción política y moral entre tipos de
régimen: se supone que “totalitario” identifica una forma distintiva de maldad. Y alguien que
piensa que el derecho es malo (y si el uso correcto de “derecho” es advertir a otros anarquistas
–o a gente que titubea en el umbral del anarquismo– sobre algo distintivamente malo en lonta-
nanza) podría decir algo similar. Pero su filosofía del derecho también sería normativa, aunque
su normatividad no se expresara en términos de funcionamiento.275 Su valencia normativa sería
precautoria.
En segundo lugar, incluso del lado afirmativo, el positivista normativo no está necesaria-
mente comprometido con la tesis de que el derecho es, en palabras de E. P Thompson, “un bien
humano sin calificaciones”.276 En un artículo reciente277 he llamado la atención sobre pasajes en
El Concepto de Derecho donde las observaciones sobre las ventajas del ordenamiento jurídico
versus el pre-jurídico se ponderan con la conciencia de los costos de esa transición y de los varios
peligros (incluso peligros morales) asociados a la ley como forma de gobierno. Pero como ha
señalado correctamente Stephen Perry,278 la explicación inicial –i.e. la explicación ofrecida en
El Concepto de Derecho sobre los “defectos” de una sociedad pre-jurídica y la manera en que el
establecimiento del derecho remedia esos defectos–279 es el mentís a la pretensión de Hart| de
estar haciendo una filosofía del derecho puramente descriptiva.280 En una nota a pie Jules Cole-
man reconoce el interés y la importancia de argumentos para mostrar que “Hart, contradiciendo

274. Espero que la discusión en el resto de esta sección ayude a despejar algunas de las preocupaciones sobre
“voluntarismos y barnices de racionalización moral” en conexión con la aproximación caritativa de Dworkin a
las funciones interpretativas de la filosofía del derecho, preocupaciones expresadas, por ejemplo, en Waluchow,
Inclusive Legal Positivism, pp. 17 y ss.
275. Y definitivamente necesita el beneficio de la distinción que introduje en la sección V más arriba, entre (1) el rol de
la comprensión que tiene el jurista del punto de vista interno en relación con la orientación por una regla jurídica,
y (2) el rol de la comprensión que tiene el jurista del punto de vista interno en relación con una explicación de los
valores de un sistema jurídico.
276. Whigs and Hunters: The Origins of the Black Act (Harmondsworth: Penguin, 1975), p. 266.
277. “All We Like Sheep”, Canadian Journal of Law and Jurisprudence 12 (1999), pp. 169-86.
278. “Hart’s Methodological Positivism”, pp. 137 y ss.
279. pp. 91-9.
280. Perry escribe (“Hart’s Methodological Positivism”, p. 438): “Afirmar que un régimen de reglas primarias tiene
defectos, igual que afirmar que estos defectos pueden remediarse introduciendo una regla de reconocimiento y
otras reglas secundarias, es una afirmación valorativa”

140
sus propias reflexiones sobre el punto, no está comprometido con –ni ejecuta fielmente– una
metodología descriptiva”; 281 pero dice que estos argumentos no muestran que no pueda haber
un positivismo descriptivo sino, a lo más, que Hart ha fallado en elaborar uno. Y Coleman tiene
aquí un punto. La pregunta que quiero hacer, sin embargo, es: ¿es el punto de Coleman socavado
por el reconocimiento de Hart en El Concepto de Derecho la siguiente “verdad aleccionadora”?:

El paso desde una forma de sociedad más simple en que las reglas primaria de obligación
son el único medio de control social, al mundo jurídico (con su legislación centralmente
organizada, sus tribunales, sus funcionarios y sus sanciones) acarrea sólidas ganancias, pero
a cierto costo. Las ventajas son inmensas: la adaptabilidad frente a los cambios, la certeza y
la eficiencia; el costo es el riesgo del posible uso opresivo del poder centralmente organiza-
do sobre aquellos de cuyo apoyo pueda prescindir, uso opresivo que no podría hacerse del
régimen más simple de reglas primarias.282

La explicación que ofrece Hart del carácter institucional del derecho le hace ver que aquellos
que hacen y que pueden reconocer el derecho vigente pueden usar su capacidad y conocimiento
especializado en su propio beneficio y en detrimento del resto, que descubre su ignorancia pro-
gresiva de los detalles de la base organizativa de la sociedad. Hart alcanza a ver que la especiali-
zación de la autoridad normativa podría exacerbar cualquier explotación y jerarquía que existan
en una sociedad dada independiente de su legalización y que eso bien puede hacer posible ciertas
formas de opresión e injusticia que serían simplemente impensables sin ella.283 ¿Cancela (por así
decir) este reconocimiento el aspecto evaluativamente afirmativo de la tesis de Hart de que el de-
recho resuelve ciertos defectos en la sociedad pre-jurídica (tesis cuya importancia metodológica
destaca Perry), dejándonos con una explicación de la ley que es evaluativamente neutra habiendo
considerado todos los aspectos? Con toda certeza la respuesta es “no”: una explicación evaluativa
no deviene no-evaluativa simplemente porque incluya elementos evaluativamente negativos y
positivos.284
Sin embargo, sí implica que el aspecto normativamente positivista de esta teoría debe ser
abordado cuidadosamente. Hart afirma que la emergencia del derecho (1) trae consigo ciertos
riesgos y, al mismo tiempo (2) ayuda a asegurar ciertos beneficios para la sociedad. A menos
que sea uno de los anarquistas que nos imaginamos un par de páginas atrás,285 es muy posible
que el positivista normativo se enfoque la afirmación (2) dejando (1) de lado, no necesariamente
porque dude de su verdad o importancia, sino porque no promete, en este estadio, una explica-
ción del derecho que haya considerado todos los aspectos. Al enfatizar (2) –los beneficios que el
derecho puede asegurar– el positivista afirma que el derecho no puede asegurar tales beneficios a
menos que se lo configure de manera que permita a las personas, en términos generales, determi-
nar cuál es el derecho en un asunto particular sin tener que ejercitar sus juicios morales. Incluso

281. “Incorporationism, Conventionality and the Practical Difference Thesis”, p. 395n26.


282. p. 202.
283. Ver ibíd. pp. 117, 200 y ss. Ver también Waldron, “All We Like Sheep”, pp. 174-181.
284. Sin embargo, no defiendo aquí la afirmación que hago al principio y al comienzo de “All We Like Sheep” de que este
reconocimiento de los costos así como de los beneficios y el problema de la ponderación entre ellos proporcionan
la base de una versión sustantiva de la tesis de la separabilidad, la que tendría poco que ver con preocupaciones
sobre metodología jurisprudencial. Luego, la tesis de la separabilidad cumple una cantidad de importantes
funciones, algunas de ellas metodológicas y otras sustantivas.
285. Ver la nota 51 más arriba y el texto que acompaña.

141
si (2) no logra superar a (1) o incluso si el balance entre ellas varía precariamente de situación
en situación, esta perspectiva normativamente positivista sobre (2) es importante. Por ahora,
la sugerencia es que el derecho no puede proporcionar ninguna ventaja que balancear ante los
costos concomitantes a su instauración a menos que se lo configure en términos positivistas.286

viii

Había logrado resistir bastante la tentación de asociar la discusión de este artículo con la tesis de
Ronald Dworkin en El Imperio del Derecho según la cual el proyecto de una teoría del derecho
se entiende mejor en términos de la interpretación de alguna afirmación sobre las condiciones
bajo las cuales se justifica el uso de la fuerza colectiva en la sociedad.287 Me pareció que valía la
pena considerar las implicaciones metodológicas de una presentación del positivismo como una
tesis normativa en un nivel más abstracto que ese. Pero me gustaría terminar con una palabra
o dos sobre la aproximación en El Imperio del Derecho pues la tesis de Dworkin pretende ser,
evidentemente, una concepción general de la filosofía del derecho bajo la cual cae la metodología
que yo he llamado positivismo normativo como un caso particular.288
Dworkin cree que el positivismo jurídico se entiende mejor como un conjunto de afirma-
ciones sobre la relación entre (a) normas sociales que pueden identificarse sin el ejercicio del
juicio moral y (b) la importancia moral de constreñir de algunas maneras el uso colectivo de la
fuerza.289 Ahora bien, él argumenta en el capítulo 4 de El Imperio del Derecho que la relación entre
(a) y (b) deseada por Bentham y otros no puede establecerse efectivamente. Y eso es de esperarse
pues, aunque Dworkin identifica lo que considera la agenda normativa de la filosofía del derecho
positivista, él mismo no es un positivista. Pero quizás quienes efectivamente son positivistas en
la vida real sienten que han sido subestimados. Es posible que no acepten la (b) de Dworkin o la
explicación que él les atribuye de la específica relación entre (a) y (b). Pueden pensar en la fun-
ción o el valor de la ley en términos que no impliquen ese énfasis fuerte en la legitimidad política.
Quizás la entienden, en cambio, en términos de la necesidad de coordinación social o en térmi-
nos de la posibilidad pragmática de usar la autoridad.290 O quizás entienden la relación entre (a)

286. Espero que no sea necesario en este punto volver a insistir en que no estamos hablando sobre una ponderación
al menudeo de los costos y beneficios –por ejemplo, en el sentido de una probabilidad neta de que una ley en
particular sea justa– sino de un balance a granel de los costos y beneficios asociados con la operatividad del
derecho como tal, considerado en abstracción de sus contenidos.
287. Dworkin, Law´s Empire, p. 94: “Los gobiernos como tales tienen metas: apuntan a hacer que las naciones que
gobiernan sean prósperas, poderosas o religiosas o eminentes… usan la fuerza colectiva que monopolizan para
conseguir estos u otros fines… El derecho insiste en que la fuerza no sea usada o inhibida excepto si tiene la licencia
de o es requerida por los derechos individuales y por responsabilidades que emanan de decisiones políticas pasadas
sobre la justificación del uso de la fuerza colectiva, sin importar lo útil que pueda ser dados los fines a conseguir,
sin importar lo ventajosos o nobles que sean estos fines… Las concepciones del derecho refinan [ese ideal]. Cada
concepción proporciona respuestas entramadas a tres preguntas planteadas por el concepto de derecho. Primero,
¿está justificada en absoluto la conexión entre derecho y coacción? ¿tiene algún sentido en absoluto requerir que
la fuerza pública sea usada solo de modo que se conforme a los derechos y a las responsabilidades que ‘emanan de’
decisiones políticas pasadas? Segundo, si ello tiene algún sentido, ¿cuál es? Tercero, ¿cuál es la interpretación de
‘emanar de’, qué noción de consistencia con decisiones pasadas es la que hace más sentido?”.
288. Hart se da cuenta de esto, por supuesto; su post scríptum fue escrito en buena medida como respuesta a Dworkin.
289. Ver Law´s Empire, pp. 114 y ss.
290. Hasta el punto en que Joseph Raz es un positivista normativo, es la aspiración del derecho a tener autoridad la
que moviliza su elucidación de lo que hace que (a) sea importante; ver “Authority, Law and Morality”. Dicho sea
de paso, la única razón por la cual dudo en llamar a Raz un positivista normativo es que no me queda claro, a
partir de su trabajo reciente si acaso la premisa de su elucidación es (1) el derecho reclama autoridad (que sería

142
y sea lo que sea que ellos piensen que es la función o el valor del derecho de una manera que no
implique las fuertes afirmaciones en relación al convencionalismo que Dworkin les atribuye. Yo
no soy de los que cree que Ronald Dworkin hacer caracterizaciones meramente caricaturescas de
las teorías del oponente; ni creo que no pueda haber algún positivista que sostenga la concepción
criticada en el capítulo 4 de El Imperio del Derecho. (De hecho, creo que Jeremy Bentham proba-
blemente sí la sostuvo y que Dworkin ha hecho un servicio a sus oponentes positivistas al insistir
en que se discuta esta interpretación, aunque sea en el margen de cualesquiera que sean las tesis
“semánticas” o “conceptuales” que los positivistas modernos dicen querer sostener). Pero no fue
de ayuda al argumento de Dworkin insistir en que los positivistas jurídicos enfrentan un crudo
dilema entre una posición interpretativa particular (“convencionalismo”) que él configura en el
capítulo 4 y alguna tesis semántica o conceptual estéril. Por eso pienso que es bueno que, en su
mayor parte, el post scríptum de Hart haya prescindido en estas diferencias particulares y haya
concentrado su discusión en el problema metodológico más general que, evidentemente, subyace
a la teoría particular de Dworkin.
Pues es seguro que vale la pena discutir sobre la forma general o el carácter de una filosofía
del derecho positivista, aparte del contenido particular que llene esa forma. Después de todo, el
positivismo jurídico es una etiqueta asociada con un amplio espectro de teorías. En el nivel de la
“positividad” de la ley que interesa a los positivistas jurídicos unos están interesados en la separa-
ción del derecho y la moral en el nivel del menudeo291 mientras que otros están interesados en las
cualidades del derecho como texto y/o como regla, por razones que van más allá o que se apartan
de la tesis de la separabilidad; 292 otros están interesados en el derecho como una institución
distintiva y en sus características institucionales293 y otros están interesados en la autonomía ética
de varios roles profesionales en el cambio del derecho, como la magistratura.294 (Llamaremos a
esto “Menú A”). Y al nivel de lo que consideran ser el valor afirmativo o la función del derecho
(o de la legalidad o del imperio de la ley), algunos teóricos normativos están interesados en la
paz,295 otros en la predictibilidad (y otros valores conectados con la predictibilidad, como la pros-
peridad utilitarista o la autonomía hayekiana),296 otros están interesados en el control del poder,

una premisa que puede inferirse simplemente de un análisis del concepto “derecho”) o (2) es bueno organizar la
sociedad mediante reglas que pueden reclamar autoridad. Sospecho que la premisa de Raz es (2). Pero en ciertos
lugares parece sumamente cuidadoso en no aparecer como yendo más allá de (1). Su posición general permanece
poco clara para mí.
291. E incluso solo prestando atención a la tesis de la separación por sí misma, algunos podrían estar interesados en
ella por razones que tienen que ver con el escepticismo moral (por ejemplo, Hans Kelsen en The Pure Theory of
Law, trad. de Max Knight (Berkley, Calif.: University of California Press, 1971), pp. 59-60 [Hay traducciones al
castellano: La Teoría Pura del Derecho. México D. F.: Editorial Porrúa, 1998 (10 ed.). Teoría pura del derecho:
introducción a la ciencia del derecho. Buenos Aires: Eudeba, 1965. Teoría pura del derecho: introducción a la ciencia
del derecho. Montevideo: Fundación de Cultura Universitaria, 1979. Teoría Pura del Derecho: introducción a la
problemática científica del derecho. Buenos Aires: Losada, 1941]; otros podrían estar interesados en ella por razones
que tienen que ver con el significado político del desacuerdo (ver Waldron, Law and Disagreement); otro podrían
estar interesados en ella por su relación con la autoridad (Raz, “Authority, Law and Morality”); otros incluso
podrían estar interesados en ella por razones que tienen que ver con la neutralidad liberal o las exigencias del
liberalismo político.
292. Ver, por ejemplo, Frederick Schauer, Playing by the Rules (Oxford: Clarendon Press, 1991), capítulos 7 y 8. Ver
también Frederick Schauer, “Positivism as Pariah”, en Robert George (ed.), The Autonomy of Law.
293. Por ejemplo, Neil MacCormick y O. Weinberger, An Institutional Theory of Law: New Approaches to Legal Positivism
(Dordrecht: Reidel, 1986), y Raz en The Authority of Law.
294. Por ejemplo, Campbell, Legal Theory.
295. Por ejemplo Hobbes en Leviathan.
296. De maneras más bien diferentes: Bentham y Hayek (en The Constitution of Liberty).

143
otros en la democracia, otros la obligación y/o legitimidad política, y otros en las condiciones de
la coordinación social. (Llamaremos a esto “Menú B”).
Quienes resisten la metodología iusfilosófica general asociada al positivismo jurídico pue-
den hacerlo porque temen que uno de los intereses del Menú B está siendo impuesto a los po-
sitivistas jurídicos –como si ninguno de ellos contara como positivista de verdad a menos que
tuvieran los intereses programáticos de, por ejemplo, Bentham o Hobbes–.297 Pero este temor es
infundado. Quienes como Campbell, Perry y Postema enfatizan la dimensión normativa de la
filosofía del derecho positivista no están intentando imponer su programa normativo particular
a los positivistas en general (aunque tienen sus propias perspectivas sobre asuntos normativos).
Simplemente afirman que la selección de algo en el Menú A como un aspecto particular de la
positividad del derecho sobre el cual enfocar la propia filosofía del derecho no es inteligible por
sí misma, y no es creíble que se presente como un asunto puramente “analítico”. Para que sea
inteligible tiene que estar motivada. Y en consonancia con esto están diciendo que no enten-
demos completamente una teoría positivista del derecho hasta que podamos correlacionar una
elección en el Menú A con una elección en el Menú B. Luego, sea que uno acepte o no el dilema
que Dworkin impone a los positivistas en el capítulo 4 de El Imperio del Derecho, uno puede ver
ahora el sentido del intento de reconstruir la filosofía del derecho positivista como un posición
interpretativa, y contemplar la variedad de formas –no solo una– en que puede expresarse la
agenda positivista.

297. Esto parece ser verdad de W. J. Waluchow en su ensayo “The Weak Social Thesis”, Oxford Journal of Legal Studies 9
(1989), p. 38.

144
Creación normativa e identidad colectiva

Cristóbal Astorga Sepúlveda298

“El viejo muere y el joven no puede nacer.


Y en ese interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”
Antonio Gramsci

La idea de obedecer al derecho puede parecer obvia. Lo es en el sentido que quien quiere defen-
derla, al decir por ejemplo que debemos obedecer al derecho, puede sentirse casi ofendido cuan-
do se le pregunta “¿por qué?”. ¿No es acaso la base de una sociedad ordenada? ¿Preferiría usted
el caos y el desorden que se seguirían de la desobediencia? Esas son reacciones cotidianas que
podemos tildar de hobbistas. La obediencia al derecho es obvia porque nadie preferiría el caos
al orden. Eso es lo que indica Hobbes cuando, cerrando el capítulo xviii de Leviatán, se refiere
a que los hombres, al observar a través de sus pasiones y de su amor propio, todo gasto, incluso
pequeño, les parece gravoso. Si miraran con otros ojos (las “lentes prospectivas” de la moral y
la ciencia civil) podrían ver las miserias que sobre ellos se ciernen. Obedecer no es, después de
todo, el peor de los males. La obediencia al derecho es obvia también en otro sentido, aunque
distinto del anterior. Es la obviedad de afirmar que la obediencia responde principalmente a un
acto de socialización, a un entrenamiento en las prácticas de una determinada sociedad. Esto
para algunos es una mala noticia, ya que oculta que el derecho es una instancia de dominación.
La ciudadanía, en una sociedad altamente regulada como la actual, es domesticada de forma que
el disenso es acallado. Lo obvio de la obediencia es que ella no es inocente.
No deja de ser útil conservar parte del escepticismo de las dos respuestas anteriores. La
primera posición duda que el cambio normativo pueda traer al mundo algo radicalmente dis-
tinto y, por lo mismo, no queda sino obedecer; la segunda, en cambio, duda que el problema
deba ser analizado en términos de obediencia y no, en cambio, en términos de dominación o
subordinación. Conservar ambas intuiciones parece contradictorio, y lo es en la medida que con-
cibamos a la segunda como una réplica a la primera. Es posible, sin embargo, conservarlas como
advertencias ante un mismo problema, a saber el de a quién obedecemos cuando obedecemos
al derecho. Dado que no podemos sino obedecer, deberíamos evitar hacerlo de forma que ello
implique alguna forma de sometimiento. Si la obediencia es inevitable, lo mejor sería controlar
ese aspecto de nuestra vida de forma que no seamos manipulados o violentados. Esto no implica
que la única forma de obediencia limpia sea la obediencia a uno mismo. El que sea ineludible
obedecer no involucra que lo mejor sea obedecernos a nosotros mismos. De que algunas formas

298. * Agradezco a Diego Pardo Álvarez y Ernesto Riffo Elgueta por sus abundantes sugerencias al borrador. De
no indicarse lo contrario, las traducciones son mías. Dirigir comentarios derechamente a kastorgas@yahoo.es.

145
de obediencia a otros involucren dominación no se sigue que la dominación se cancele si obede-
cemos a nosotros mismos.299
Philip Pettit ha efectuado una distinción entre dos dimensiones de una democracia, la de
autor y la editorial. De acuerdo a su enfoque, las instituciones electorales permiten identificar y
moldear intereses comunes y reconocidos. Gracias a tales procedimientos electorales, “el pueblo
gobernado desempeña un importante papel como autor de todo lo que tiene que ver con decisio-
nes políticas”.300 Distinto es lo que ocurre con la dimensión editorial, la cual ilustra lo que Pettit
llama una democracia contestataria, es decir una donde existe la posibilidad de ejercer control e
impugnar decisiones políticas. En lo que sigue emplearé solo una de las astas de la distinción he-
cha por Pettit, a saber la dimensión de autor. Mi entendimiento de ella, sin embargo, pretende ser
más amplio, en particular por lo que creo es un sano escepticismo respecto a la identificación de
dicha dimensión con los procedimientos electorales. Por ahora basta con aclarar que la amplitud
de mi entendimiento se extiende a lo que cierta tradición de filosofía política problematizó como
el tránsito de una condición natural a otra política del género humano.301
Ese tránsito hace posible distinguir dos momentos diferenciados en la vida de un orden
jurídico, político y social: por un lado, uno creativo, fundacional o genético, y por otro uno de
mantención, sostenimiento o continuidad institucional. A primera vista, el examen del momento
de creación normativa es el más adecuado para identificar a quién se obedece cuando se obedece
el derecho. Sin embargo, espero mostrar que la distinción es menos tajante de lo que aparenta.
Lo es porque un momento de creación normativa es regularmente la forma en que un grupo de
personas resuelve un conflicto colectivo. Ello no es inmediatamente una cuestión de obediencia.
Solo lo es cuando la solución involucra el sostenimiento en el tiempo de acuerdos que permiten
resolver el conflicto, o al menos mantenerlo a raya.
En lo que sigue quisiera revisar algunas respuestas al problema que he identificado. El rango
comprende algunas de las formulaciones que en la teoría política y legal inglesa se han ofrecido.
Uno de los objetivos finales es examinar la propuesta que en filosofía del derecho hiciera H.L.A.
Hart como respuesta a la tradición decimonónica cuyo contenido, como se verá, es principal-
mente hobbista; se trata, por lo mismo, de una lectura política de la posición hartiana. Pero antes,
es conveniente decir algo más acerca del sujeto encarnado en la dimensión de autor.

ii

La idea de una comunidad política que se autodetermina es el lugar común de toda discusión de-
mocrática. Esto hace que la noción de “comunidad”, y con ello la idea de una identidad colectiva,
sea una forma de hablar acerca de las colectividades con presupuestos metafísicos muy distintos
dependiendo del punto de vista del hablante. Adicionalmente, la discusión de la identidad colec-
tiva ha estado ligada a conceptos que provienen de la discusión de la identidad personal. El uso
de metáforas corporales para referirse a la comunidad política suele facilitar la extensión de la
analogía, en niveles más interesantes que el mero símil mecanicista. Por ejemplo, nociones como
“carácter” y “memoria” fueron originalmente partes de un utillaje conceptual pensado para la

299. Este último aspecto depende de qué entendamos precisamente por “dominación”. Si ella se refiere al sometimiento
a una voluntad distinta a la mía, siempre habrá dominación en toda forma de obediencia heterónoma. De ahí que
el énfasis en la dominación se coloque más bien en someterse a una voluntad arbitraria.
300. Pettit (2006), p. 295.
301. Un lenguaje opcional al que he utilizado aquí, aunque valorativamente manchado, es el schmittiano del poder
constituyente. Para una presentación general e históricamente informada del mismo, véase Kennedy (2004).

146
discusión de los individuos. La formación del carácter fue el horizonte de la ética aristotélica, y
muy famosamente John Locke afirmó que alguien era la misma persona en diferentes momentos
temporales si poseía recuerdos de su experiencia anterior. Es conveniente tener esto en cuenta y
considerar que en esa ampliación de la referencia, nuestras intuiciones sobre la identidad colec-
tiva no poseen márgenes tan precisos como los de una teoría de la identidad personal. (Habrá
quienes afirmen que teoría alguna de la identidad personal posee márgenes precisos, pero ese es
otro asunto). Esto no debe desanimarnos. Por el contrario, debiera hacernos ver que en muchos
aspectos necesitamos reelaborar nuestras intuiciones sobre lo que la identidad colectiva podría
llegar a ser y qué podríamos esperar de ella.
Una forma de referirse a la naturaleza de la experiencia humana ordinaria, se ha sugerido, es
distinguir entre aquellos individuos que son diacrónicos y los que son episódicos.302 De acuerdo
con esta distinción, los diacrónicos poseen una forma de pensar acerca de ellos mismos que es
narrativamente fuerte, en el sentido que conciben su presencia actual como algo que ocurrió y
seguirá ocurriendo. Los episódicos, en cambio, no conciben su presencia actual como continua
con el pasado o futuro; para ellos es como si todo estuviera recién empezando. Esto hace que la
vida de un episódico esté volcada al presente. No se trata que el episódico no reconozca el pasado,
sino más bien que no lo vive a través de la memoria, como haría un diacrónico, sino a través del
presente y de la forma en que este ha sido forjado por el pasado.
¿Cómo podemos pensar, en estos términos, acerca de nuestra experiencia política? Una
concepción diacrónica de ella nos compromete con algún tipo de narrativa que ofrezca un vín-
culo con el pasado y una proyección hacia el futuro, de forma que podamos percibir una conti-
nuidad. Conocemos muchos de esos relatos. Regularmente son hechos por historiadores. Es de
notar, sin embargo, que lo relevante en ese tipo de narrativa no es el tipo de información que se
ofrece, sino la forma en que se lo hace, por ejemplo postulando algún principio de unidad que
permita identificar el pasado como continuo con el presente, de forma que sea posible reconocer
la experiencia política del pasado como nuestra.303 En cambio, una concepción episódica de esa
experiencia no la concibe como algo que nos ocurrió. Esto no quiere decir que neguemos esa ex-
periencia. Al contrario, podemos conservar el aspecto epistémico de ella, en el sentido trivial en
que decimos que se puede aprender del pasado, pero sin afirmar que el sujeto de esa experiencia
seamos nosotros.
He aquí como ejemplo una pieza medieval de diacronismo aplicado al problema de la per-
manencia en el tiempo de las instituciones (o continuidad institucional). Durante el Medioevo se
estableció para el caso de los collegia eclesiásticos que cuando el prelado u otro dignatario moría,
la propiedad de la iglesia individual, así como la dignidad del prelado o abad, se deslizaba bien al
superior jerárquico, bien a la Iglesia universal, o bien a la cabeza de la iglesia, a saber Cristo o su
vicario. En este último caso, Cristo funcionaba durante el intervalo como interrex.304 Este tipo de

302. Tomo la distinción de Galen Strawson; véase Strawson (1997), sección VIII, Strawson (1999), sección VII, y, en
especial, Strawson (2004). Por todos, Strawson (2008), pp. 189-231.
303. Esta es más o menos la forma en que funciona el argumento de Ruiz Tagle (2006): “Debemos pensar, más bien, en
que la experiencia republicana chilena [tiene] un carácter plural, aunque siempre vinculada al momento de nuestra
Independencia”; más adelante, “La historia constitucional queda así dividida en cinco etapas principales que se
articulan como períodos de una tradición republicana unitaria, vinculados entre sí[,] pero independientes porque
conservan ciertos rasgos propios en cuanto a su concepción de los derechos y sus órganos constitucionales”; y,
más adelante todavía, aunque algo misteriosamente, “La taxonomía que propongo se apega al curso evolutivo
del republicanismo en Chile. Ese curso manifiesta unidad, pero no homogeneidad ni continuidad” (pp. 80-81,
correciones y énfasis agregados).
304. Kantorowicz (1997), p. 314.

147
soluciones traía problemas tratándose de instituciones políticas, las cuales no podían funcionar
plenamente durante un período de interregno. Así, durante el siglo xiii, las monarquías de Fran-
cia e Inglaterra abolieron en la práctica el interregno que ocurría entre la muerte de un rey y la
coronación de su sucesor, entendiendo que la unción no era un requisito para el advenimiento
al trono, y que muerto el rey, su sucesor asumía inmediatamente la dignidad, sin necesidad de
mediar previamente la coronación.305
El recurso a ideas como “el rey nunca muere”, “si la forma no cambia, la cosa misma tam-
poco”, o que la patria comprende a todos quienes viven, pero también a quienes han vivido y a
quienes vivirán, y que por lo mismo ese cuerpo místico no perece, ilustra cierta ansiedad por
encontrar una explicación conceptualmente convincente para la supresión de los momentos de
interrupción institucional. Que todo lo anterior suene pintoresco no quiere decir que no haya
significado una cuestión menor, en especial para una sociedad en la cual la actividad estatal era
algo nuevo, comenzaba rápidamente a expandirse y, por lo mismo, no podía permitirse momen-
tos de incertidumbre respecto a su continuidad. Esto supone que en algún momento ocurrió un
cambio conceptual desde la idea personalizada de “estado” a otra despersonalizada del mismo.
Esa es la tesis que Quentin Skinner ha defendido para situar a Hobbes como el primer teórico
del estado moderno, y por lo mismo vale la pena revisar cuál es el tipo de experiencia colectiva
que Hobbes nos transmite en el momento normativo genético por excelencia de la teoría política
moderna.306

iii

La forma en que el discurso contractualista explica el paso de un estado pre-político a otro


político es mediante la ficción de un contrato. Suele entenderse a Hobbes como un autor
“contractualista”.307 Dado que él considera el momento contractual como uno hipotético, uno
podría pensar en su posición más bien como una cuasicontractual (quasi ex contractu), es decir
una que debe ser tratada como-si-hubiese-habido un contrato. Dejando ese detalle de lado, Hob-
bes afirma que en el paso de un estado de naturaleza a otro civil, los hombres acuerdan ceder el
derecho omnímodo que tienen a una entidad superior y distinta, la cual se encargará de proveer
protección a cambio de obediencia. El instrumento por el que nace esa entidad adopta la forma
de una alianza, convenio o pacto (covenant). Se ha señalado, no sin razón, que semejante proce-
dimiento arriesga circularidad: si los hombres pactan, dada la psicología que Hobbes les atribuye,
necesitan de alguien que les haga cumplir ese pacto. Ese alguien es la persona artificial que surge
del pacto y que ex hypothesi no existe previamente. Como los pactos no respaldados por la espa-
da no son sino palabras, la forma contractual paradigmática en la interpretación hobessiana, la
soberanía por institución, es imposible. Esto haría que la forma contractual más adecuada para
explicar el nacimiento del estado moderno, al menos en Leviatán, sea en cambio la soberanía por

305. Kantorowicz (1997), pp. 328-329.


306. Véase Skinner (2002a), cap. 14; cfr. Harding (2001) para una reconstrucción diferente.
307. Las versiones usuales de esa interpretación son las de Gauthier (1969) y Hampton (1986). Es conveniente, sin
embargo, matizar algunas de esas afirmaciones, en particular las que establecen vínculos con concepciones
democráticas de la política. Hoekstra (2006) es un buen remedio para la interpretación democrática de la teoría
de Hobbes. Véase, también, las contribuciones de Juan Ormeño Karzulovic y Ernesto Riffo Elgueta en este mismo
volumen.

148
adquisición.308 No creo que esto sea demasiado problemático, excepto para aquellos que buscan
en Hobbes un noble antepasado de concepciones idealizadas del contractualismo.309 Dado que la
cuestión principal –la creación o incremento de la soberanía– sigue estando atada a una figura
contractual, a saber la enajenación de actos propios en favor de otro, vale la pena revisar en qué
medida esa figura conserva o no la dimensión de autor.
Cuando Hobbes en Leviatán efectúa el tránsito desde la condición natural de la humanidad
hacia la forma artificial de vida bajo el imperio del estado, explicita previamente dos cuestiones:
por un lado, las leyes de la naturaleza y, por otro, “las personas, autores y cosas personificadas”.
Esto le ocupa los tres últimos capítulos de la primera parte, cerrando así la discusión “Del hom-
bre”. Es su último capítulo, el xvi, el que no encuentra símil en ninguna obra anterior de Hobbes
y es conveniente preguntarse su función. Hobbes ha introducido ciertos insumos psicológicos
para los nativos de su estado de naturaleza; esos insumos han permitido hablar del egoísmo
psicológico en Hobbes, según el cual el razonamiento práctico se reduce a consideraciones au-
tointeresadas. Esto es patente al considerar el lugar que ocupa la integridad física y conservación
de la vida de los individuos en todo su argumento. Esta es, también, la forma en que la ley de la
naturaleza es presentada: “un precepto o regla general, descubierto mediante la razón, por el cual
a un hombre se le prohíbe hacer aquello que sea destructivo para su vida, o elimine los medios
de conservarla”.310 Como aclarará más tarde, la ley de la naturaleza no es una ley en el sentido
propio, en la medida en que no es la palabra de quien manda a otros.311 La clase de guía práctica
que proveen las leyes de la naturaleza es la que conduce a optimizar el mandato más fundamental
de la naturaleza, la conservación de la propia vida. De ahí que Hobbes haya considerado en De
Cive que coger una borrachera va en contra de las leyes de la naturaleza, ya que “a menos que un
hombre trate de preservar la facultad de razonar correctamente, no podrá observar las leyes de
naturaleza”.312 Esto también explica que los diferentes catálogos que provee Hobbes en sus dife-
rentes obras difieran en especificidad, pero sean siempre, a veces artificiosamente, compatibles
con el mandato fundamental que conforma la primera ley de la naturaleza.
Este es el material que permite explicar por qué los hombres en su condición natural efec-
tuarían un acuerdo entre todos y cada uno para someter sus voluntades a la del soberano. Este
énfasis, que Hobbes resalta aún más en la segunda parte, se pierde cuando se recalca que los
individuos efectúan una transferencia de derechos. De ahí el pretendido carácter contractual de
la teoría de Hobbes como una teoría de traspaso o intercambio de haberes, es decir una teoría
contractual en el sentido económico. Si bien Hobbes enfatiza el aspecto mutuo de los contratos,
lo que casi inevitablemente lo liga a la doctrina legal inglesa de la consideration,313 la creación y

308. Para el cambio de la posición defendida por Hobbes, véase Fukuda (1997). De acuerdo a su reconstrucción, es
solo en De Cive donde Hobbes intenta justificar de forma sistemática la soberanía por institución. En Leviatán, en
cambio, ese intento habría dado paso a preferir la soberanía por adquisición.
309. Llama la atención que los partidarios de nociones contractuales idealizadas no nieguen que un contrato por
adhesión sea también un contrato. Curiosamente, la soberanía por adquisición es bastante similar al contrato por
adhesión, la menos pura de las formas contractuales.
310. Hobbes (1999a), xiv.3, p. 119.
311. Hobbes (1999a), xv.42, p. 143, xxvi.8, p. 233.
312. Hobbes (2000), iii.25, p. 93.
313. Cfr. Kahn (2004), p. 155. La doctrina de la consideration, por la cual un contrato obliga si existe algún tipo de
beneficio para el contratante, se remonta hasta el caso Slade de 1602. “Opuesta a la visión que una promesa
meramente verbal (nudum pactum) era vinculante, la doctrina de la consideration sostiene que las promesas
son demandables cuando existieron circunstancias (e.g., cuando existió alguna relación anterior, algo había sido
intercambiado, o alguna acción había tenido lugar) que proveyeron de una razón para una promesa”, Kahn (2004),
p. 46. Para mayores consideraciones, Fried (1996), cap. 3.

149
sostenimiento de la soberanía se funda más bien en que dados los materiales psicológicos de los
hombres considerados individualmente, se necesita una voluntad que los unifique, es decir un
hombre o asamblea de hombres que “puedan reducir las voluntades de los súbditos a una sola
voluntad”. Esto es más que una compraventa regateada, “es una verdadera unidad de todos en
una y la misma persona”.314
Todo lo anterior obtiene su presentación conceptual más nítida en el capítulo xvi, donde
Hobbes distingue entre un autor y un actor, distinción que es reflejo de una teoría de la perso-
nalidad por la cual se atribuye a un individuo el discurso o la acción, tratándose de una persona
natural cuando las palabras o la acción son propias, y de una persona artificial cuando se atribu-
yen a otro individuo; de esa misma forma, un sujeto, el autor, autoriza a otro, el actor, para que
lo represente y realice acciones que en rigor pertenecen a aquel, es decir que una vez realizadas
se imputan al autor como propias, al margen que no hayan sido ejecutadas por él.315 Así, cuando
una multitud de hombres, es decir una multitud de voluntades distintas, desea actuar como un
conjunto deberá hacerlo bajo la figura de un representante o actor. Hobbes es aún más claro en
De Cive cuando niega la capacidad de agencia al ente comúnmente llamado pueblo. Después de
afirmar que en rigor “pueblo” es aquello que posee una sola voluntad, y que en todo gobierno el
que manda es el pueblo, concluye que

[e]n una democracia y una aristocracia, los ciudadanos son la multitud, pero la asamblea
es el pueblo. Y en una monarquía los súbditos son la multitud, y (aunque pueda resultar
paradójico) el rey es el pueblo. Los hombres vulgares y corrientes, y otros que no reflexionan
sobre estas verdades hablan siempre de un gran número de personas como si estas fueran el
pueblo, es decir, la ciudad [o sociedad civil]. Dicen que la ciudad se ha rebelado contra el rey
(lo cual es imposible), y que el pueblo es el que quiere o el que no quiere lo que una serie de
súbditos murmuradores y descontentos dicen que quieren o que no quieren; se piensa que
es el pueblo el que hace que se levanten los ciudadanos contra la ciudad, pero de hecho es la
multitud contra el pueblo.316

Una multitud no es capaz de actuar como un todo. Si desea hacerlo, requiere la voz y el
cuerpo de un representante. Una vez articulado el gobierno, bajo la teoría de la representación
que Hobbes elabora, la pregunta que surge es quién es precisamente el autor. ¿De quién se pre-
dica la soberanía? De acuerdo a lo anterior, deberíamos inferir que cada uno de los miembros
de la multitud es un autor y que el soberano, en cuanto representante, es solo un actor. Esto está
respaldado expresamente por el texto cuando, refiriéndose a los componentes de la multitud, se
afirma que “cada uno es autor”.317
Sin embargo, es engañoso. Que exista un actor no es indicativo del estatus de agente del
autor; precisamente, una de las funciones de la representación es solucionar casos de ausencia
de agencia. Es posible, como ocurre con los objetos inanimados, los dementes y los dioses paga-
nos, que las acciones del representante se radiquen en estas entidades de forma ficticia sin que
ellas sean concebidas como autores. La multitud es precisamente una de esas entidades, similar
a un puente o a un idiota. Cada individuo, en cambio, y por separado, es portador de agencia.

314. Hobbes (1999a), xvii.13, p. 156.


315. Para un detallado análisis del concepto de persona en Hobbes, véase Pettit (2008), caps. 4 y 5.
316. Hobbes (2000), xii.8, pp. 203-204. Véase también Skinner (2008), y los reparos de Wood (2008).
317. Hobbes (1999a), xvi.14, índice marginal, p. 148.

150
El desequilibrio resultante de esto es que si bien cada individuo es portador de una voluntad, el
conjunto no lo es. Si se puede atribuir algo a alguien es a cada individuo, y esto es precisamente
un argumento en contra de considerar a la soberanía como emanando del pueblo. De ahí que
carezca de sentido afirmar que los reyes, si bien pueden ser considerados singulis majores, son
universis minores. No tiene sentido porque no hay algo como una universitas o cuerpo del pueblo.
El único entendimiento de la frase es suponer o bien que universitas hace referencia a multitud
en sentido hobessiano, en cuyo caso es un absurdo dada su carencia de agencia, o bien que hace
referencia al representante, en cuyo caso es igualmente absurdo porque ¿cómo podría algo ser
inferior a sí mismo?318
Uno puede pensar, ingenuamente, que Hobbes está concediendo un poder enorme a cada
individuo, en la medida en que resulta autor de los actos del representante. Sin embargo, no es di-
fícil darse cuenta que la distinción entre autor y actor es banalizada cuando el foco de atención es
la agencia del representante y la imposibilidad que el autor tiene de impugnar como propias esas
acciones. La voz de cada individuo resuena solo como un eco cada vez que la voz del soberano se
hace oír. La dimensión de autor es conservada, pero no por referencia a alguna entidad política
novedosa en el discurso filosófico (vgr. el pueblo o la multitud murmurante), sino al soberano.

iv

El contractualismo a contar de Hobbes tuvo un enorme auge, contrarrestado escasamente por al-
gunos ataques entre los cuales sobresale el montado por David Hume. Si bien el blanco de Hume
fue Locke, cabe preguntarse si al adoptar un modelo de carácter antifundacional, y negando con
ello la predominancia de una única voz, elabora la dimensión de autor en forma distinta.319
Un modelo distinto al contractualista puede ser presentado por referencia a un problema
de coordinación. Este surge cuando dos o más personas eligen realizar una acción dentro de un
rango posible (usualmente el mismo para cada una de ellas), de tal forma que el resultado que se
busca queda determinado por el conjunto de las acciones ejecutadas. Así, cada persona actuará
de acuerdo a las expectativas que tiene respecto a la conducta de los demás.320 Hay un problema
de coordinación, por ejemplo, cuando dos personas eligen desplazarse en un bote a remos: si una
de ellas rema más rápido que la otra, el bote no se desplazará derecho.321 Este tipo de problemas
posee un rango de soluciones que involucran recursos de diferente sofisticación. Podrían elegir
remar por turnos, de forma tal que cada cierto tramo o tiempo, roten en la labor. Podrían tam-
bién determinar la duración de los turnos de acuerdo a algún criterio más sustantivo, como la
condición física de cada uno, su mayor o menor interés en el resultado, o incluso podrían lanzar
una moneda. De más está decir que el más fuerte podría, antes incluso de subir al bote, sugerir al
otro que reme por él. Ninguna de estas soluciones, sin embargo, caracteriza a un acuerdo conven-

318. Hobbes (1999a), xviii.18, p. 166. Véase también Pitkin (1967), cap. 2, Copp (1980) y Skinner (2007) que analizan
con mayor detención la teoría de la representación de Hobbes.
319. La visión tradicional sobre la recepción de Hobbes es que fue un autor rechazado; véase Skinner (2002b), cap. 11,
para un panorama ampliado. Para mayor información sobre la carrera del contractualismo, de Locke a Kant, véase
Riley (2006), en especial las pp. 355-358 referidas a Hume.
320. Lewis (2001).
321. No elaboro más el ejemplo porque esta es más o menos la forma en que lo presenta Hume. Por supuesto, para que
sea inteligible, estoy suponiendo que el bote cuenta con dos remos y que ambas personas reman a la vez de lados
distintos. Es posible, si de simplificar se trata, imaginar el problema como el que tengo cuando nado e intento
coordinar mis brazadas de forma de no desviarme del lugar al que quiero llegar. Esto subraya, sin embargo, una
unidad de agencia ausente en la formulación original.

151
cional, ya que una de sus notas es la ausencia de ciertos recursos propios de la negociación, como
aquellos que caracterizan a una promesa. Una promesa supone cierto haber de acciones que cada
parte posee, de tal forma que la enajenación de una acción propia (por ejemplo, si prometo algo
en favor de otro) me compromete a realizarlo y autoriza al otro a recurrir a la fuerza para exi-
girlo. Sus acciones no se basarán en las expectativas de aquello que yo más probablemente haré,
sino en la expectativa cuyo objeto es la acción que he prometido realizar u omitir. Esa acción,
en un cierto sentido, deja de ser mía y otro puede reclamarla. Un problema de coordinación que
recurre a la convención supone, en cambio, un acervo común de expectativas entrelazadas, de
tal forma que tanto el otro como yo tenemos un conocimiento común acerca de lo que creemos
cada cual hará, y obramos en consecuencia. Esa es la forma en que Hume, discutiendo el origen
de la propiedad, distingue entre una promesa y una convención:

Yo me doy cuenta de que redundará en mi provecho el que deje gozar a otra persona de la
posesión de sus bienes, dado que esa persona actuará de la misma manera contigo. También
el otro advierte que una regulación similar de su conducta le reportará un interés similar.
Una vez que este común sentimiento de interés ha sido mutuamente expresado y nos resulta
conocido a ambos, produce la resolución y conducta correspondiente. Y esto es lo que pue-
de ser denominado con bastante propiedad convención o mutuo acuerdo, aun cuando no
exista la mediación de una promesa, dado que las acciones de cada uno de nosotros tienen
referencia a las del otro y son realizadas en el supuesto de que hay que realizar algo en favor
de la otra parte.322

Que mis acciones se refieran a las de otros no es lo mismo que mis acciones se refieran a lo
creo que los demás harán. Pero esto no es tan distinto si entendemos que mis creencias acerca
del comportamiento ajeno futuro se basan en cierta evidencia acerca del comportamiento ajeno
pasado. El tipo de solución convencional invocado por Hume supone una regularidad del com-
portamiento, regularidad que constituye el conocimiento común necesario para que nuestras
expectativas no sean extraordinarias. De ahí que no considere a la convención como hipotética,
sino efectiva, ya que “[n]o podemos explicar de la misma manera por qué alguien estaría moti-
vado a adherirse a principios a los que tendría que haber acordado adherirse en una posición de
igualdad”.323
El modelo convencionalista ofrece una explicación acerca del origen de ciertas institucio-
nes, por ejemplo la propiedad o la moralidad.324 En su explicación, dichas instituciones llegan a
existir por referencia a un conjunto de acciones individuales ejecutadas con asiento en un grupo
de creencias, expectativas y generalizaciones acerca de lo que los demás harán. Brian Barry ha
interpretado esta explicación como una teoría de la justicia, a saber la idea que el acuerdo al que
llegan los individuos, digamos la solución para su problema de coordinación, representa “los
términos de la cooperación racional para la ventaja mutua”.325 El tratamiento de la convención
por parte de Hume se dirigiría a definir el contenido de la justicia. Llegamos a las convenciones
sobre la posesión de bienes en función de la ventaja que otorga, y por ende “todo el mundo sabe
lo que es posible poseer con seguridad, y las posesiones se ven restringidas en sus movimientos

322. Hume (1998), III.ii.ii, p. 490.


323. Harman (1996), p. 128.
324. En qué sentido la moralidad es una institución, es algo que no exploro aquí. Véase Williams (1991), cap. 10; y para
su carácter convencional, Harman (1996), cap. 9.
325. Barry (2001), p. 164.

152
partidistas y contradictorios”.326 Una vez que la convención se estabiliza, surgen ideas como jus-
ticia y propiedad. De ahí que Hume llame a la justicia una virtud artificial, ya que surge de una
restricción de aquello que consideramos como ventaja propia, en el entendido que al restringir a
esta el ansia de adquirir bienes se satisface mejor, y que solo en sociedad contamos con la clase de
restricciones que, a la larga, permiten nuestra satisfacción. Las reglas de la justicia son artificiales
“y persiguen su fin de un modo oblicuo e indirecto: no las ha originado un interés de un tipo tal
que pudiera ser seguido por las pasiones naturales y no artificiales de los hombres”.327
La artificialidad de las instituciones sociales es uno de los puntos llamativos de la discusión
de Hume acerca del origen de la justicia. Que su explicación se centre en los orígenes de la jus-
ticia y no en los orígenes de la sociedad o, más relevante, en los orígenes del estado, hace que el
problema de la obediencia se presente solo a partir de la noción de gobierno. Si el surgimiento
de convenciones es la forma en que individuos autointeresados llegan a coordinarse de forma
equilibrada, y que solo a partir de ahí sea posible la formulación de una estructura de derechos y
obligaciones, ello hace que la pregunta por la dimensión de autor de las obligaciones, la pregunta
por “a quién obedezco”, carezca de sentido. Si el foco es la convención, entendemos que dicha
solución a un problema de coordinación no incorpora ningún elemento propio del lenguaje de
la obediencia. Esa es la forma en la cual la convención es, en el sentido humeano, anterior a la
justicia y distinta de las promesas. Ese es el sentido en que, a diferencia de la interpretación su-
gerida por Barry, el modelo convencionalista se distancia del modelo contractualista presentado
más arriba. La explicación de la convención sencillamente obvía la dimensión de autor porque
ella no es la clase de asunto que se presenta cuando muchos individuos llegan a una solución
convencional.328
Cuando Hume pasa al origen del gobierno lo hace conectándolo con la necesidad de eje-
cutar la justicia. Dado que nuestra naturaleza nos inclina a preferir el bien inmediato al lejano,
instituimos el gobierno, “unos pocos, a quienes interesamos inmediatamente de este modo en la
ejecución de la justicia”.329 Esos pocos son los legisladores, magistrados y un largo grupo de fun-
cionarios cuyo interés inmediato es la ejecución de la justicia. Ese es, afirma sucintamente Hume,
el origen del gobierno civil y de la sociedad. No es, con todo, necesario que exista tal gobierno,
porque es posible que un grupo de individuos o de familias logre coordinar sus acciones en la
forma convencional que se ha descrito, aunque esa situación primitiva muy probablemente no
durará mucho, y en algún momento surgirá la necesidad de instituir magistrados.

La presentación del contractualismo y el convencionalismo puede ser equívoca, principalmente


respecto a que ellos sean modelos de acción colectiva. Como se podrá haber observado, ninguno
de ellos conserva la dimensión de autor en un nivel distinto al del individualismo metodológico:

326. Hume (1998), III.ii.ii, p. 489.


327. Hume (1998), III.ii.ii, p. 497.
328. Si todavía, a estas alturas, esto no hace sentido, ya sea porque se asocie al concepto “convención” una dimensión
de autor, o bien porque se niegue que algo artificial pueda surgir sin un artífice, uno podría exclamar, en la forma
en que David Lewis lo hace, que ese concepto de convención no es el aquí analizado. La cuestión relevante es tan
solo el sentido en que Hume lo utiliza, esté o no reñido con nuestras intuiciones más o menos ordinarias; cfr.
Cohon (2008), pp. 172-174, 188, 203-204 para una elucidación del funcionamiento de la convención en las virtudes
artificiales de Hume.
329. Hume (1998), III.ii.vii, p. 537.

153
pese a sus diferencias, ambos modelos coinciden en explicar el origen de las instituciones jurídi-
cas y políticas sin hacer referencia a una entidad colectiva distinta a los miembros que la compo-
nen. En ese sentido, si bien el modelo convencionalista enfrenta al contractual, no parece agotar
las opciones del espectro posible de explicaciones. La formulación moderna más conocida de
una agencia colectiva desplegando su potencial normativo es la que J.J. Rousseau efectuara en su
libro de 1762 Del contrato social. Utilizando otro concepto cuyo origen es la discusión metafísica
de las facultades del alma humana, i.e. la voluntad, Rousseau presentó la soberanía política en
una forma que si bien mantiene el aspecto monolítico al que siempre ha sido asociada, no la hace
radicar en una figura como la del soberano hobessiano. El devenir de esa idea en las revoluciones
europeas es un asunto que escapa a las presentes preocupaciones, pero es evidente que para el
vecino siglo xix la opción ya estaba disponible.
Con todo, la dimensión de autor puede todavía ser revisada no por referencia a narraciones
acerca del origen de las instituciones, sino por la forma en que estas funcionan y se mantienen
en el tiempo. El problema de la continuidad institucional no tiene, a primera vista, una relación
obvia con la dimensión de autor. Aparentemente, cualquier teoría que permita identificar inter-
temporalmente una institución entrega una solución a la cuestión de la continuidad. Si bien esto
es correcto, la pregunta pertinente es si el criterio de identificación incorpora alguna referencia
a la dimensión de autor.
Durante la segunda mitad del siglo xix y la primera del xx la teoría jurídica inglesa tuvo
de ascendiente intelectual indiscutido a John Austin, autor cuya contribución más famosa es The
Province of the Jurisprudence Determined (algo así como “El ámbito acotado de la filosofía del
derecho”), publicado por primera vez en 1832. Allí, Austin planteó una teoría del derecho conce-
bido como órdenes respaldadas por amenazas. El orden jurídico sería el resultado de la continui-
dad institucional proporcionada por la obediencia habitual de los súbditos al soberano. El sabor
de todo esto es ciertamente hobbista. De ahí que no sorprenda que más de un siglo después, en
1961, H. L. A. Hart destine casi un tercio de El concepto de derecho a criticar la “concepción que
ha dominado en tan gran medida la teoría jurídica inglesa desde que Austin la expuso”.330 La
labor destructiva de Hart tomó como foco entonces la noción austiniana del derecho.
Austin indicó que una de las características del soberano, que puede ser una o muchas
personas, es que es capaz, “como un cuerpo, de expresar o intimar un deseo”.331 Esto es necesario
pues toda ley positiva es establecida por un soberano y dirigida a una sociedad política sujeta
a él, y toda ley es una orden, es decir la expresión de un deseo cuya no satisfacción provoca un
daño.332 Austin pone después así las cosas: “Si un cuerpo de personas es determinado, todas las
personas que lo componen son determinadas y designables, o cada persona que pertenece a él
es determinada y puede ser indicada”.333 Estas distinciones son hechas con el fin de clarificar que
solamente un cuerpo determinado de personas es capaz de conducta corporativa (“corporate
conduct”).334 Es decir, el propósito de la discusión del carácter determinado no es tanto proveer
de algún criterio para la identificación de un individuo, i.e. el soberano, sino más bien clarificar
que solo un individuo de esas características es capaz de comportarse como un cuerpo y que,
por lo mismo, solo las órdenes provenientes de ellos son leyes positivas. En palabras del propio

330. Hart (1998), p. 20. Para lo que ocurrió, o no ocurrió, en la teoría jurídica inglesa entre Austin y Hart, véase
Duxbury (2005).
331. Austin (1995), p. 124.
332. Austin (1995), pp. 116-117, 21.
333. Austin (1995), p. 127.
334. Austin (1995), p. 130.

154
Austin, “[s]i el soberano, único o compuesto, no fuera determinado o cierto, no podría mandar
expresa o tácitamente, y no podría ser objeto de obediencia para los súbditos miembros de la
comunidad”.335 El problema que parece detectar Austin no es tanto que los súbditos no puedan
identificar al soberano, aunque ciertamente ese es un problema, sino que el soberano, como tal,
no sea capaz de dar órdenes, por ejemplo porque no es capaz de funcionar como un cuerpo. Es
tan solo en el cierre de la discusión donde Austin dice algo más sustantivo respecto a la iden-
tificación del soberano a propósito de la sucesión hereditaria. De acuerdo a Austin, para que la
estabilidad y la tranquilidad no sean puestas en juego, las personas que toman la soberanía por
causa de sucesión lo deben hacer respondiendo a una descripción genérica dada, por ejemplo “el
descendiente mayor de sexo masculino” (el ejemplo es de Hart, no de Austin). Ese no fue el caso
de los emperadores romanos (ahora sí, el ejemplo de Austin), donde “[c]ada sucesivo emperador
adquirió por un modo de adquisición que fue puramente anómalo o accidental”. Por lo mismo,
“la muerte de un emperador no fue poco ordinariamente seguida de una disolución corta o larga
del gobierno supremo general” y “la obediencia habitual y general a un ocupante actual del cargo
fue siempre extremadamente precaria”.336
Lo anterior enlaza dos cuestiones. Para que haya un hábito de obediencia se requiere algún
mecanismo por el cual los súbditos puedan rastrear el origen de los mandatos, es decir la insti-
tución llamada soberano, aunque no necesariamente identifiquen a las personas naturales que
componen dicha entidad. Ese es el caso que la descripción genérica aborda y que, para Austin,
permitiría resolver el problema del interregno mediante la eliminación del mismo. Eso es justa-
mente lo que no ocurre en el caso de los emperadores romanos donde el hábito de obediencia
es precario no porque los individuos no hayan tenido el tiempo suficiente para adaptarse a su
nuevo soberano, sino porque no hay una descripción genérica disponible (o hay más de una en
pugna). El problema del interregno para Austin es únicamente el caso en el cual un orden llega
a su fin dado que no existe una fórmula para identificar su continuación. Si un interregno fuera
comprendido como la descripción que autoriza a un individuo a hacer-las-veces de soberano
mientras la descripción del soberano aguarda ser satisfecha, entonces el interregno cumpliría
exactamente la misma función que la descripción genérica principal. Esa, sin embargo, no es la
posición de Austin, que identifica a ese momento como la ausencia de una descripción, y por
ende un momento de desorden.
Hart discute la teoría de Austin al mismo tiempo que introduce la idea de permanencia
o persistencia de las normas jurídicas en el capítulo ii, para desarrollarla en el capítulo iv. Esto
parece ser distinto de la idea de continuidad, ya que esta se refiere al sistema jurídico, mientras
que aquella lo hace a la forma en que las reglas sobreviven en su interior. Esta idea, entonces, da
el carácter de mortal a la vida de una regla: ella posee un origen (vgr. alguno de los modos legis-
lativos de creación) y un fin (vgr. alguno de los tipos de derogación). La idea de continuidad, por
su parte, es explicada por referencia al ejemplo del interregno.
La forma en que Hart caracteriza la doctrina de Austin es sosteniendo que la soberanía tiene
dos notas: una positiva, o “hábito de obediencia”, caracterizada por la obediencia habitual que
los súbditos otorgan al soberano; y otra negativa, caracterizada porque este no obedece habitual-
mente a nadie.337 Rex I logró forjar su hábito de obediencia mediante un proceso tortuoso –el

335. Austin (1995), p. 132.


336. Austin (1995), p. 133.
337. Hart (1998), p. 63.

155
derecho se opone a algunas inclinaciones fuertes como pagar los impuestos–,338 por el cual se ha
convertido en soberano. Hart caracteriza a esta situación como una “relación personal entre cada
súbdito y Rex”, de tal forma que la gente hace habitualmente lo que Rex les dice. Se trata, además,
de una sociedad simple, pero no primitiva, “porque la sociedad primitiva no conoce gobernantes
absolutos como Rex”.339 El ejemplo continúa así:

Supongamos ahora que al cabo de un feliz reinado, Rex muere y deja un hijo, Rex ii, que
comienza entonces a dictar órdenes generales. […] Nada hay que lo haga soberano desde el
comienzo. Solo después que sepamos que sus órdenes han sido obedecidas durante algún
tiempo, podremos afirmar que se ha establecido un hábito de obediencia. Entonces, y solo
entonces, podremos decir de cualquier orden posterior que ella es ya derecho tan pronto
se la dicta y antes de ser obedecida. Mientras no se llegue a esa etapa habrá un interregno
durante el cual no se creará derecho alguno.340

Muerto Rex I, ¿viva Rex ii? No, porque Rex ii deberá ejecutar actos similares para lograr
forjar su hábito de obediencia. Si es así, Rex ii no es soberano desde el comienzo, y habrá que espe-
rar un tiempo para determinar si es capaz de forjar el hábito de obediencia. La solución de Hart
es que la sucesión de Rex sea prevista anticipadamente “mediante reglas que sirven de puente en
la transición de un legislador a otro”. Son justamente esas reglas las que no pueden ser equipara-
das al hábito de obediencia. El mundo simple de Rex no tenía reglas, ni títulos, sino solo hechos:
Rex daba órdenes y sus órdenes eran habitualmente obedecidas. Esa obediencia constituía a Rex
en soberano y hacía que sus órdenes fueran derecho.341
No es tan evidente la diferencia entre la solución al interregno que prevé Hart y la de Austin.
La distancia es ciertamente terminológica, y sobre eso diré algo más adelante (i.e. la diferencia
entre un hábito y una regla). Austin ve al interregno como un momento de desorden, mientras
que Hart solamente lo ve como un momento “durante el cual no se creará derecho alguno”. La
idea de Hart es que durante el período en que Rex ii forja su hábito de obediencia, no existe la
posibilidad de legislar. La sugerencia no es que en ese período haya una anarquía o que el derecho
sea suspendido, sino que la creación de derecho se paraliza, no ocurre. Y ello porque Rex ii al
no ser obedecido habitualmente carece de título para legislar, no es soberano. De acuerdo a la
reconstrucción que Hart hace de Austin, el título de soberano es conferido una vez que el hábito
de obediencia está firme, y solo en ese momento se producirá la creación de derecho. Dicho
de otra forma y utilizando las herramientas que Hart invoca, “[e]l enunciado de que un nuevo
legislador tiene derecho a legislar presupone la existencia, en el grupo social, de la regla según la
cual tiene este derecho”.342 Esa regla es la que garantiza la continuidad de la autoridad legislativa,
es decir que siempre sea posible identificar un Rex n autorizado para crear derecho. Hart no está
afirmando que dicho enunciado sea falso, sino que para que podamos enfrentar la cuestión de
verdad o falsedad del mismo debemos presuponer, en un sentido no lógico, que la clase de obje-
tos aludidos en ella existen de alguna forma.343 Dado que solo una regla puede crear un derecho,

338. Hart (1998), p. 65.


339. Hart (1998), p. 66.
340. Hart (1998), p. 67.
341. Hart (1998), pp. 67-68.
342. Hart (1998), p. 74.
343. Sobre la presuposición en este sentido, véase P.F. Strawson (1950). Cfr. Toh (2005), p. 86n21, quien afirma que “[d]
ada la cercana asociación de Hart con P.F. Strawson, es muy probable que el uso que hace Hart de presuposición

156
la ausencia de aquella obliga a negar la presencia de este. Esta sería la prueba que el modelo de
Austin es insatisfactorio.344

vi

El foco de atención, aquí, ha sido la idea de autoría, y cómo ella podría ser pesquisada tanto
en un momento fundacional, como en los momentos de mantención institucional. Hasta aquí
es posible notar cierto parecido de familia entre los argumentos contractualistas y Austin, por
un lado, y los argumentos convencionalistas y Hart, por el otro. Ciertamente esa simplificación
puede ser útil para notar las diferencias entre cada parte en cada disputa, por ejemplo para notar
el hincapié que Austin hace en la noción de soberanía y el que Hart hace en la noción de práctica.
Sin embargo, el eje de ambas disputas parece ser distinto. Podemos verlo mejor si conectamos la
posición de Hart con el surgimiento de las instituciones jurídicas y políticas.
En un artículo contemporáneo al libro de Hart, Rawls realizó una conexión entre reglas e
instituciones para caracterizar con mayor precisión una especie de utilitarismo.345 El argumen-
to de Rawls es que el llamado utilitarismo de regla o indirecto no está abierto a las objeciones
que puedan hacérsele desde una perspectiva de maximización de la utilidad. No puedo romper
una promesa alegando que de ello se seguiría un incremento de mi tasa de bienestar, ya que
esa clase de argumento está precluido por el carácter mismo de la institución de prometer. Las
reglas que rigen las promesas, por ejemplo las que establecen que ellas se han de cumplir de
cierta forma, constituyen la institución de prometer, de la misma forma en que las fórmulas
convencionales constituyen a las diferentes expresiones realizativas en la versión difundida
por J.L. Austin, el filósofo, en sus William James Lectures de 1955.346 Si queremos prometer,
hemos de recurrir a ciertas reglas por las cuales se ejecutará un determinado acto de habla:
decir ciertas palabras, en un determinado contexto, etc. Esto hace que una institución como la
promesa resulte altamente formalizada o regulada (lo que no quiere necesariamente decir que
sea particularmente compleja).
Cuando Hart afirma que el enunciado “Rex ii tiene derecho a legislar” presupone un con-
junto de reglas socialmente aceptadas está refiriéndose en particular a la regla secundaria de
reconocimiento, es decir la que indica las características que debe poseer una regla para ser iden-
tificada como una tal que es respaldada por la presión social del grupo. De acuerdo a Hart, para
suplir los defectos de una teoría como la de Austin, el jurista, se requiere invocar, además de las
reglas primarias, reglas secundarias o reglas referidas a reglas, de las cuales la regla de recono-
cimiento es una. En el modelo de Hart, la práctica de los funcionarios (y quizá no solo de ellos)
constituye la regla secundaria de reconocimiento (ellos son la regla). Esa es una forma invertida
a la que, de acuerdo a Rawls, las reglas constituyen ciertas instituciones, como el prometer que,
como institución, define aquellas acciones que han de ser entendidas como promesas. El enten-
dimiento de Rawls de una acción sujeta a reglas es diferente del de Hart, en la medida en que el

haya sido impulsado por el trabajo de Strawson en presuposiciones semánticas”. Agradezco a Ernesto Riffo Elgueta
esta referencia.
344. Es de notar que la crítica de Hart va dirigida al modelo austiniano del “derecho como órdenes”, y no a la idea,
también austiniana, del derecho “como es” y “como debería ser”; véase a este respecto la ingenua, pero benévola,
aparición de Austin en Hart (1958).
345. Rawls (1955).
346. Austin (1971).

157
primero visualiza el campo de acciones posibles como uno predeterminado por las reglas, mien-
tras que el segundo visualiza a las reglas como un marco en el cual la acción humana se despliega,
sin que esta quede controlada en todos sus aspectos por aquellas.347
Esto permite establecer la diferencia entre Austin y Hart en otros términos, a saber pre-
sentando el modelo favorecido por el primero como uno que reconduce el origen de las reglas a
la existencia de un soberano capaz de ejecutar un acto de habla (vgr. un mandato), y el modelo
favorecido por el segundo como uno donde dicha reconducción es a una práctica social, que
involucra algo más que la visión contractualista de los realizativos austinianos. La solución a la
incertidumbre que entregó la filosofía jurídica decimonónica fue identificar un acto de habla
original, por el cual un nuevo estado de cosas era instanciado en el mundo.348 La solución de
Hart es diferente, ya que la incertidumbre se elimina por referencia a una práctica que establece
ciertos estándares para el reconocimiento de reglas primarias, sin que haya nada recursivo en ello
pues una vez agotadas las explicaciones, el practicante hartiano siempre puede sentirse inclinado
a decir “Esto es simplemente lo que hago”. Una interpretación semejante evita el problema que
surgía en la oposición del convencionalismo al contractualismo, a saber que de una voz fuerte
pasábamos a un mutismo.349
En ese mismo sentido puede leerse la crítica que Hart hace a la concepción austiniana de
derecho, y que le lleva a contrastar las reglas con los hábitos. Para Hart, la deficiencia de colocar
a los hábitos en el centro del cuadro es que se pierde el elemento prospectivo que solo una regla
puede proveer: solo ellas miran hacia adelante y garantizan por lo mismo la continuidad de la
autoridad. En alguna medida, la caracterización que Hart hace de Austin es injusta. Ciertamente
Austin no invoca la gramática de las reglas cuando entrega su teoría del soberano, pero ella sí
está presente cuando discute el principio de utilidad. De acuerdo a Austin, dicho principio es el
único índice o guía a la ley no revelada de Dios que tenemos. A veces Austin parece adherir a un
utilitarismo de regla al decir que debemos reflexionar sobre las clases de actos que realizamos y
evaluar sus efectos probables sobre la felicidad o bien general.350 Este es un punto relevante, ya
que al determinar la utilidad de una acción Austin concibe la acción humana como esencial-
mente guiada por reglas.351 Por lo mismo, cuando Hart asume que en el mundo simple de Rex, el
mundo que refleja la concepción austiniana del soberano, “no había reglas”, no está tomando en
consideración la posición ética de Austin avanzada al comienzo de las conferencias.352
Incluso si se desestima lo anterior, uno podría todavía minimizar el pretendido contraste en-
tre reglas y hábitos. Una lectura de inspiración wittgensteiniana de Hart autorizaría a comprender

347. Para la crítica a la forma en que Rawls sugiere que el prometer es una institución, y su relación con las reglas, remito
a Cavell (1990), cap. 3, y Mulhall (1997).
348. Hobbes es, de nuevo, el modelo: véase la introducción a Leviatán, en la cual compara los pactos y alianzas por los
cuales el cuerpo político es hecho, con “aquel fiat, o hagamos al hombre, pronunciado por Dios en la Creación”,
Hobbes (1999a), p. 14.
349. La inclinación del practicante hartiano proviene del §217 de las Investigaciones filósoficas de Wittgenstein. Para
mayor información sobre la discusión en filosofía del derecho a que dio lugar el libro de Hart, véase, en este
volumen, el artículo de Diego Pardo Álvarez. La influencia tanto de Wittgenstein como de J.L. Austin en el
pensamiento de Hart fue indicada por él mismo en 1970, aunque referida únicamente al aspecto metodológico;
véase Hart (1983).
350. Austin (1995), p. 42.
351. Rumble (1985), p. 67.
352. Hart (1998), p. 68. Para mayor información sobre una defensa de Austin en esta línea, véase Rumble (1985), cap. 3.
Una perspectiva de otras defensas en Bix (2005).

158
el seguimiento de reglas como costumbres, hábitos, instituciones.353 Esto quiere decir que cuando
Hart presenta conductistamente el hábito de obediencia austiniano, trivializa al mismo tiempo el
rol normativo de las costumbres y los hábitos (o trivializa al menos la imagen que Austin ha dado
de ellos). Si entonces la diferencia entre Austin y Hart no es tanto respecto al carácter prospectivo
de aquello que regula el comportamiento humano, porque en última instancia ambos tematizan
la obediencia por referencia a reglas que gozan de autoridad, quizá la diferencia relevante se
encontraría en el aspecto retrospectivo, es decir aquello hacia lo que las reglas dan la espalda, su
propio origen. Mientras Austin tiende a concentrarse en la determinación del soberano y en la
importancia de poder predicar de él una conducta corporativa, Hart prefiere focalizarse en las
prácticas de una sociedad saludable. Lo anterior sugiere que las preocupaciones identificadas al
comienzo, el origen y la continuidad de un orden jurídico, pueden remitir en al menos una inter-
pretación a una dimensión de autor que dé cabida a una entidad metafísicamente distinta de los
meros individuos, sin eliminar la pluralidad de voces.
Cuando discutimos los orígenes de nuestras instituciones nuestro desacuerdo puede ser por
favorecer una reconstrucción racional por sobre otra histórica. El contractualismo pretende ser
una reconstrucción racional ya que nos pide que pensemos en las instituciones como si hubiesen
surgido de un contrato. Una teoría de ese tipo es sin duda poco sensible a un conjunto de consi-
deraciones históricas a las que podemos echar mano en un intento por clarificar el surgimiento
de nuestras instituciones. Se puede aducir que la gramática contractual no refleja la forma lige-
ramente difusa de la coordinación humana, y que en su afán explicativo deja fuera justamente
aquello que nos interesa sea explicado. Se puede aducir, también, el carácter iconoclasta del con-
tractualismo, como opuesto a una noción inmemorial del derecho y la sociedad, y cómo intenta
romper ese lazo con el pasado. En ambos casos la reconstrucción es ahistórica.
Si la ansiedad que tenemos respecto al origen de nuestras instituciones es satisfecha por una
narración que muestra cómo podemos reflejarnos en ellas, es decir que resalta la continuidad
del presente con el pasado, ese enfoque diacrónico queda reforzado cuando se recurre a una
versión de la continuidad institucional que resalta la habitualidad, la repetición y la certidumbre
de la obediencia. En esto, incluso cuando el contractualismo parezca ahistórico, lo cierto es que
el hobbismo campea. Si, en cambio, el pasado es racionalizado para que cumpla tan solo una
función explicativa, y entregamos al presente un rol preponderante, de manera que concibamos
nuestras prácticas como formas de actualizar el pasado, es decir como momentos de revisión de
un mito fundacional, ese enfoque será episódico. Dado que será como estar continuamente em-
pezando, porque el origen está disponible como material de nuestra experiencia, nos sentiremos
inclinados a favorecer nuestras prácticas actuales como formas de entender lo que quiere decir
pertenecer a una comunidad política. Esto no impide que las examinemos y concluyamos que
las cosas no están de lo mejor.354 Y eso no tiene por qué ser un aspecto deprimente o peligroso
de nuestra experiencia colectiva. Es tan solo el aspecto donde las prácticas políticas cobran un
valor no instrumental.

353. Cfr. Wittgenstein (1999), §199, p. 201, donde Wittgenstein interroga acerca de si “seguir una regla” es algo que un
hombre pudiera hacer solo una vez en la vida: “No puede haber solo una única vez en que un hombre siga una
regla. No puede haber solo una única vez en que se haga un informe, se dé una orden, o se la entienda, etc.—Seguir
una regla, hacer un informe, dar una orden, jugar una partida de ajedrez son costumbres (usos, instituciones)
[Gepflogenheiten (Gebräuche, Institutionen)]”.
354. Para un mayor desarrollo de esta idea véase Cerbone (2003).

159
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161
La obediencia y los valores: un argumento
en contra del fetichismo normativista

Marcos Andrade Moreno355

Dependiendo del contexto, frente a la pregunta por qué obedecer a una autoridad, los hablantes
pueden sostener que lo hacen:

(1) Por deber, por ejemplo, casos en los cuales los individuos asumen libremente cierto rol
o posición en una jerarquía y se comprometen a actuar de tal o cual manera.
(2) Por conveniencia, por ejemplo, casos en los cuales es mejor para los individuos obede-
cer que desobedecer.
(3) Por querer, por ejemplo, cuando los individuos obedecen porque les place, esto es, sin
ninguna razón o consideración ulterior.
(4) Por necesidad, por ejemplo, casos en los cuales los individuos no pueden sino obede-
cer.
Dos puntos antes de seguir. En primer lugar, se podría pensar que un correcto análisis de
la noción de obediencia debe atravesar la amplia gama de experiencias humanas que enfrentan
situaciones en donde existe una autoridad que la exige (a través de una demanda, un mandato o
una orden). Me parece, solo por cuestiones metodológicas, que debe separarse el problema de la
obediencia política de otros casos de obediencia (por ejemplo, el caso de una autoridad intelec-
tual). Sin embargo, exploraré una manera de entender la obediencia que surge de un enfoque más
amplio sobre el asunto, que se conecta con otras dimensiones de la obediencia. En segundo lugar,
se puede apreciar que todas las respuestas a la pregunta de marras lucen su fuerza si nos pregun-
tamos en cuáles casos no deberíamos, no es conveniente, no queremos o no necesitamos obedecer.
Este camino negativo ha sido abordado tradicionalmente bajo la pregunta acerca de los límites
de la autoridad. A pesar de ser una estrategia útil, ya que permite probar o medir teóricamente
una posible respuesta a la pregunta por la obediencia, preliminarmente me parece conveniente
tratarlo como tema separado.
¿Son análogos los casos presentados? Tanto (I) como (ii), parecen ser los que más atención
han recibido de parte de la teoría jurídico-política. Los partidarios de (I) han afirmado una es-
pecie de obligación de obedecer, ya sea en clave individual [moral] (por ejemplo, la idea de una
promesa), o en clave colectiva [política] (por ejemplo, la idea de un pacto). Los partidarios de
(ii), parece que parten del supuesto de la conmensurabilidad de las decisiones humanas, entre las
que se cuentan las de obedecer o no a una autoridad. Para ello necesitan de una medida común,

355. Licenciado en ciencias jurídicas y sociales, Universidad de Chile. Agradezco a M.E. Orellana Benado por invitarme
a participar en este proyecto, y a Pablo Aguayo Westwood y Ernesto Riffo Elgueta por sus observaciones a una
versión anterior de este trabajo. Comentarios y sugerencias a anmomarc@gmail.com.

163
en cuyos términos se lleve a cabo el cálculo que determine la decisión de obedecer o desobedecer.
La eficiencia, el bienestar o la felicidad pueden ser postulados como dicha medida común. Quie-
nes afirman (iv), parece que lo hacen en contextos en los cuales se teme algún mal o perjuicio
extremo en caso de desobediencia. Este caso parece estar excluido de la noción de obediencia,
toda vez que contemporáneamente ella se entiende viciada por la fuerza o coacción extrema. El
caso (iii), parece ser un estado mental del agente que la sostiene, y en principio nada quitaría o
agregaría para que su comportamiento sea acorde o no con lo demandado, mandado u ordenado.
Aquí no abordaré el caso (iv), solo trataré de dar cabida al caso (iii) entre los casos (I) y (ii).
Otra cuestión que tradicionalmente se ha considerado como relevante en este asunto, es
determinar la manera en que se exige obediencia. Así, se suele distinguir entre las demandas, los
mandatos y las órdenes de la autoridad. Desde el punto de vista de la autoridad legítima, no toda
demanda, mandato u orden está investida de autoridad. De allí que un asunto importante ha sido
contar con un criterio que permita identificar una demanda, mandato u orden legítima de las que
no lo son. La teoría jurídico-política de raíz iusnaturalista es la que mayor atención ha prestado a
este asunto. A pesar de que no abordaré este asunto, parte del argumento que presentaré da luces
también sobre esta cuestión.
¿Por qué escribir sobre este tema? Porque el siglo xx estuvo colmado de ejemplos en los cua-
les la obediencia irrestricta a la autoridad legítima llevó a la debacle moral.356 Este mismo punto
fue iluminado por investigaciones sobre la obediencia en el campo de la psicología social. Por
eso, mi punto de partida es comprometerme con una intuición básica: quienes obedecen están
envueltos en un contexto social, cultural, económico y moral, en el cual los individuos aprenden
muy tempranamente a obedecer a la autoridad. A esto le llamaré educación en la obediencia. Pero
los individuos no solo aprenden esto, sino que también desarrollan una aptitud moral, una posi-
ción social y económica, las que alimentan sus creencias sobre lo correcto e incorrecto, sobre su
rol en la sociedad, sobre la justicia o injusticia, sobre los aspectos de la economía que consideran
fundamentales o triviales; todo lo cual moldea su forma de vida a través de su adolescencia tardía
y su vida adulta. El conflicto entre estos dos aspectos de la vida de los individuos es lo que me
interesa explorar aquí. Es allí donde se producen las que llamaré contingencias de la obediencia.
El papel de esta intuición será crucial para el argumento que presentaré.
Lo que finalmente trataré de mostrar es justamente de qué clase son estas contingencias
de la obediencia, las que consisten en un conflicto provocado por desafíos que algunas veces
impone la autoridad a las creencias que componen la forma de vida de los individuos. Es este el
nivel del problema de la autoridad que me gustaría explorar. Para ello, abordaré en lo sucesivo
dos cuestiones centrales: a. el fundamento, alcance y límites de la distinción entre obedecer por
deber y obedecer por conveniencia, y cuál es el papel que puede jugar el querer en la obediencia;
b. cómo, de qué manera y de cuál clase es el conflicto entre la forma de vida de una persona y las
demandas, mandatos u órdenes de la autoridad. Pero antes, me referiré a dos cuestiones meto-
dológicas, que si bien son accesorias a la pregunta por la obediencia a la autoridad del derecho,
son relevantes para construir el argumento que aquí presentaré. La primera, sitúa dicha pregunta
como una relativa a las acciones de los agentes que obedecen. La segunda, y dado que se trata de
un asunto relativo a acciones, analiza estas tanto en su dimensión explicativa como justificativa.

356. Un ejemplo bien documentado se encuentra en Browning (1992) y corresponde al Batallón de Reserva 101de la
Ordnungspolizei, el que en la era Nazi, y a través de fusilamientos masivos, causó la muerte de miles de personas.
Browning argumenta que los miembros de dicha unidad policial, hombres ordinarios pero ineptos para el frente
de batalla, mataron porque seguían las órdenes de la autoridad y porque prefirieron ser reservistas útiles. En contra
de dicha interpretación véase Goldhagen (1996).

164
El objetivo general de este artículo tiene que ver con el derecho, y consiste en ofrecer una
razón para combatir la creencia que denomino fetichismo normativista, es decir, aquella que su-
pone que las normas de derecho, una vez sancionadas, se bastan a sí mismas para ser obedeci-
das.357 Si mi planteamiento es correcto, creo que proporciona un argumento para enfrentar este
fenómeno.

ii

La primera cuestión metodológica en la que me detendré consiste en determinar qué es lo im-


portante respecto de la cuestión de la obediencia, a saber, si las acciones o el comportamiento de
los individuos destinatarios de las demandas, mandatos u órdenes de la autoridad. Creo que para
elaborar una respuesta debemos formular una pregunta adicional: ¿podemos concebir distintas
maneras de obedecer a la autoridad o solo hay una forma de hacerlo? Esta pregunta es de distinto
calibre respecto a la que analizamos en la primera sección. De allí que aquí operaré de manera
diferente. Me desmarcaré de algo que quedó implícito allí, esto es, la idea de que es en las creen-
cias donde hay que buscar la clave de la obediencia. Por ello, abordaré dicha pregunta desde un
punto de vista externo al individuo. En este sentido, la respuesta a nuestra pregunta original hay
que buscarla no en las creencias que el individuo posee o dispone, sino que en una descripción
adecuada que permita dar cuenta del fenómeno de la obediencia que no apele a su entramado de
creencias. Con esto no estoy queriendo decir que eso sea completamente posible, que se pueda
prescindir completamente de la dimensión mental a la hora de evaluar el comportamiento de un
individuo respecto a la obediencia. De hecho, aquí defenderé lo contrario: es importante consi-
derar el aspecto externo porque finalmente es el criterio empírico que permite discernir prima
facie si el comportamiento de los individuos se conforma a lo mandado, demandado u ordenado
por la autoridad. Dicho de otra manera, suena absurdo, respecto de la obediencia, defender cual-
quier forma de voluntarismo, esto es, suponer que solo basta con la pura intención del agente de
obedecer a la autoridad, sin que sea necesario que este se comporte conforme a lo demandado,
mandado u ordenado por ella.
Exploremos dos opciones. Supongamos que hay solo una forma de obedecer a la autori-
dad y que esa forma guarda relación con los movimientos corporales (conductismo). La cuestión
consiste aquí en adecuar la conducta conforme a lo que se demanda, manda u ordena. Como
vimos, esta manera de ver el asunto supone que la autoridad pretende lograr que los individuos
se comporten de una manera determinada, indistintamente del contenido mental de los agentes:
sus creencias, sus razones, los principios con los que guían sus acciones, planes y propósitos,
sentimientos, valores, entre otros. Los costos de mantener esta visión del asunto no son solo
argumentativos. Por ejemplo, un sistema jurídico que se plantee solo en tales términos resultaría
extremadamente costoso, ya que la autoridad debería contar con un enorme aparato represivo
de aquellas conductas contrarias a lo que demanda, manda u ordena. No obstante esto, de hecho,
una parte de cualquier sistema jurídico puede describirse en tales términos. Por ejemplo, las nor-

357. Debo esta etiqueta a Alberto Binder, para quien el fetichismo normativista consiste en “la práctica según la
cual las autoridades públicas sancionan leyes, muchas veces con propuestas ambiciosas de cambio y, luego, se
despreocupan de su puesta en marcha”, Binder (2005), p. 12. El sentido que le doy a dicha noción es distinto del de
este autor, ya que para él dicho fenómeno tiene que ver más bien con el problema de aplicación de la ley, en cambio,
mi preocupación guarda relación con la explicación/ justificación de la obediencia a la autoridad, de las razones
que tiene un individuo para obedecer, y no de la cuestión, a mi juicio de índole práctica, si tal o cual norma se
implementó o no de manera exitosa.

165
mas que aseguran la mantención del orden público, cuyo restablecimiento consume una enorme
cantidad de recursos materiales y humanos y muchas veces excede o equivoca la reprimenda.
No hay que ser versado en derecho penal o en teoría de la acción para levantar dudas respec-
to de la tesis conductista. Si entendemos que tanto el fundamento como aquello que se demanda,
manda u ordena es acatar, seguir reglas, entonces surge un problema respecto del seguimiento de
una de ellas: la regla nos dice qué hacer pero no cómo hacerlo, de allí que las aplicaciones sean
en principio infinitas.358 En este sentido, toda regla posee una potencial indeterminación respec-
to de su contenido o extensión, esto es, lo que ella exige. Esta idea, combinada con el supuesto
elemental detrás de cualquier sistema jurídico o moral, a saber, el compromiso con una visión de
los individuos como agentes libres y racionales, permite, por ejemplo, dar cuenta de manera sa-
tisfactoria de nociones fundamentales como la responsabilidad. En este sentido, también es parte
de cualquier sistema jurídico contemplar sanciones para el caso del no seguimiento de reglas,
como asimismo, excepciones a las sanciones frente a casos en que los destinatarios escapan a la
descripción que se maneja de un agente libre y racional. Esto mismo ocurre en cualquier sistema
moral. Gracias a que disponemos de una descripción compartida de lo que es un agente libre y
racional, es que tienen sentido las reglas, las sanciones y las excepciones a ellas. Esta descripción
normal es la que justamente se ve violentada al considerar que el problema de la obediencia es
una cuestión relativa exclusivamente al comportamiento o a los movimientos corporales de los
individuos; y lo hace porque desatiende justamente la dimensión mental de los agentes. Si bien es
cierto que la vida cotidiana de los individuos está colmada de casos en que no vale la pena aten-
der a su dimensión mental a la hora de dar cuenta de lo que hacen, por ejemplo, cuando alguien
ataja una taza que cae repentinamente de la mesa o cuando bracea al caminar, resulta inadecuado
extender dicho modelo a los casos en que los agentes pública y mutuamente se reconocen como
libres (aunque de hecho se demuestre alguna vez que están completamente determinados), como
ocurre en vastos sectores de la vida comercial, civil, moral y política de los individuos.
Supongamos ahora, atendiendo a dicha descripción normal de un agente libre y racional,
que hay más de una forma de obedecer a la autoridad, por ejemplo, por deber o por conveniencia,

358. Véase Wittgenstein (1999), §§143-152, pp. 145-153. El punto de partida de Wittgenstein es la idea que el lenguaje
es una actividad guiada por reglas, de allí la analogía con los juegos, donde el significado de las reglas se determina
por la práctica guiada por ellas. Es crucial para esta noción distinguir entre actuar conforme a una regla y actuar
siguiendo una regla. Ello implica entender la regla, captar aquello que requiere, y realizarlo –siguiendo a Glock
(2001), p. 325, en los §§143-84, Wittgenstein “ataca la idea de que entender una regla es un estado o proceso
psicológico”, sino que más bien su significado se muestra en su uso; y en los §§185-242, donde Wittgenstein
clarificaría “cómo una regla determina qué cuenta como una correcta o incorrecta aplicación”–: “Uno puede
actuar en concordancia con una regla –simplemente haciendo aquello que la regla requiere– sin tal realización y
entendimiento”, Arrington (2001), p. 120). El problema que surge con esta noción es que una regla nunca puede
considerar las infinitas aplicaciones de ella. El ejemplo del contar que da en los §§143-152 de las Investigaciones es el
locus clásico sobre este problema, véase también Scruton (1999), pp. 267-269. Debido a esto algunos, como Kripke
(en Wittgenstein: Reglas y lenguaje privado), han interpretado a Wittgenstein como un escéptico y relativista.
En el §199 señala (Wittgenstein (1999), p. 201):
¿Es lo que llamamos “seguir una regla” algo que pudiera hacer sólo un hombre sólo una vez en la vida? –y ésta es
naturalmente una anotación sobre la gramática de la expresión ‘seguir una regla’. No puede haber solo una única
vez en que un hombre siga una regla. No puede haber solo una única vez en que se haga un informe, se dé una
orden, o se la entienda, etc.– Seguir una regla, hacer un informe, dar una orden, jugar una partida de ajedrez
son costumbres (usos, instituciones). Entender una oración significa entender un lenguaje. Entender un lenguaje
significa dominar una técnica.
En el §202 señala que: “Por tanto ‘seguir la regla’ es una práctica. Y creer seguir la regla no es seguir la regla. Y por
tanto no se puede seguir ‘privadamente’ la regla, porque de lo contrario creer seguir la regla sería lo mismo que
seguir la regla”, Wittgenstein (1999), p. 203.

166
las que fueron presentadas en la primera sección. Al parecer ambas nociones apelan al contenido
mental de los individuos: nadie mejor que yo sabe cuándo debo hacer algo o cuándo algo me
conviene; por lo que la mera exterioridad de las acciones, que son los movimientos corporales,
no bastarían para dar cuenta del porqué un individuo obedece. Con esto, transitamos hacia un
punto de vista interno al individuo, por lo que cabe preguntarse: ¿por qué entonces eliminar el
querer de la lista ofrecida al comienzo? Esto nos lleva a la segunda cuestión metodológica.

iii

El segundo asunto metodológico que me gustaría explorar dice relación con la manera en que
debemos interpretar la pregunta por la obediencia a una autoridad. Ella puede serlo al menos de
dos maneras relevantes. La primera, considera que es una pregunta relativa a la explicación de
por qué alguien obedece o desobedece. La segunda, la concibe como una pregunta relativa a la
justificación de por qué alguien obedece o desobedece.
Desde el punto de vista del habla cotidiana, explicar y justificar generalmente se vinculan al
uso de la partícula porque. Por ejemplo, si me preguntan “por qué se levantó y cerró la ventana”,
puedo señalar que lo hice “porque tenía frío”; y si se me preguntan adicionalmente “por qué cree
que cerrando la ventana se le quitará el frío”, puedo contestar “porque no tengo tanto frío como
para encender la estufa, y aún si cerrando la ventana no se me quita el frío, es necesario cerrarla
para encender la estufa”. Si bien ambas respuestas son razones del porqué hice lo que hice, al
parecer la primera funciona mejor como una explicación y la segunda funciona mejor como una
justificación. Sin embargo, si mi interlocutor sigue preguntando: “por qué es necesario cerrar la
ventana para encender la estufa” mi respuesta podría ser, si mi paciencia ya no se ha colmado,
“porque de esa manera se evita que el calor se fugue de la habitación” a lo que puedo agregar
interesantes datos sobre las leyes de la termodinámica y la convección. En este caso, parece que
nuevamente estoy dando una explicación más que una justificación. Por ello, hay dos cuestiones
que me gustaría enfatizar. La primera, que no existen criterios gramaticales claros para determi-
nar cuándo estamos frente a una explicación y cuándo frente a una justificación. La segunda, que
las emisiones lingüísticas con las que se pretende explicar o justificar dependen fuertemente del
contexto donde ocurren. Sin embargo, más allá de las posibles interacciones entre ambos enfo-
ques, es preciso poder separarlos, toda vez que son distintos los estándares con que se evalúan las
respuestas que estos enfoques dan a dicha pregunta.359

359. En las disciplinas humanas, como el derecho, se suele reemplazar la noción de explicación, la que tradicionalmente
se la entendió como una noción científica, ya sea como un modelo nomológico-deductivo (llamado también
covering-law model), hipotético-probabilístico (llamado también estadístico) o funcional (propio de las ciencias
biológicas); por la noción de comprensión. Más allá de la pregunta genética, la cuestión importante es el relato
que se cuenta a partir de ella: el positivismo en general, el que me inclino a pensar incluye una variante jurídica,
justamente trató de sustituir la noción de comprensión por la de explicación, en su intento de que las ciencias se
convirtieran en el paradigma de actividad intelectual humana. Se ha caracterizado a la explicación de tres maneras:
a. “en términos de causalidad, esto es, las explicaciones dan cuenta de los rastros de las causas de los eventos
(estados, condiciones) explicados”; b. “otros filósofos creen que no hay una consideración general de la explicación,
y ofrecen teorías pragmáticas”; c. “una tercera opción ve a la explicación como consistente en la unificación del
fenómeno” Kitcher (1998). La comprensión, en cambio, se la ha considerado tradicionalmente como una noción
más adecuada para las disciplinas humanas, toda vez que se la entiende en términos de una labor interpretativa,
siendo inherente a ella la idea de empatía: si el mundo humano es la provincia de las disciplinas humanas, y no
el mundo natural, entonces las investigaciones respecto a aquel se deben guiar con un criterio pragmático que
trate de develar, entre otras cosas, el significado de los actos humanos, como son, el lenguaje, los acontecimientos
históricos, la interpretación jurídica, entre otros. En otras palabras, este modelo está construido en base al tipo

167
Si, como vimos en la sección anterior, las acciones son la clave de la obediencia, entonces
el deber y la conveniencia son maneras de describir una acción. Lo primero que debemos notar
es que esto resulta paradójico, ya que desdibuja el punto de vista interno. Esto, porque siempre
es posible describir una acción de más de una manera (redescribirla). Así, donde un individuo
cree estar actuando por deber, los otros pueden juzgar que en realidad lo hace interesadamente.
Este es el caso típico de un maltrato injusto por parte de los otros. Aquí es donde la distinción
entre explicación y justificación luce su fuerza. Cuando estamos frente a esta clase de paradoja,
donde un individuo cree actuar de cierta manera y los otros juzgan lo que hace de otra, es don-
de se enfrentan dos maneras de interpretar las acciones humanas. Esto va un paso más allá de
simplemente describir las acciones de los individuos. Para estos efectos, explicar y justificar son
justamente conjuntos de descripciones de acciones. De allí que, no toda descripción de una ac-
ción sirva para propósitos explicativos o para justificativos, de la misma manera que una acción
es intencional solo bajo ciertas descripciones.360 Sin embargo, hay casos en que determinadas
descripciones de las acciones sirven tanto para explicar una acción como para justificarla. El
punto parece ser, entonces, saber distinguir entre estos casos. En el caso del maltrato injusto, el
individuo que cree actuar de cierta manera apela, al parecer, a la dimensión justificativa de sus
acciones. En cambio, quienes lo juzgan, al parecer, pretenden imponer una explicación de su
acción por sobre la justificación que él ofrece. Por ejemplo x, católico observante, da limosna a
un menesteroso con el convencimiento de que está siendo solidario, pero y, ateo vehemente, cree
que x solo lo hace para evitar irse al infierno. Este ejemplo se da, obviamente, en un contexto
donde x e y están dispuestos a dar y exigir razones de sus acciones de manera recíproca.
Con lo anterior, no quiero decir que la explicación es propia del punto de vista externo y que
la justificación pertenece o mira más al punto de vista interno; de hecho, cuando un individuo
racionaliza lo que ha hecho, generalmente ofrece una explicación a través de las razones que le
llevaron a actuar de tal y cual manera, y a su vez esto basta para justificar su acción. Este es un
segundo tipo de caso, distinto del maltrato injusto. Por ejemplo, x da excusas por la inasistencia
a una cita que tenía con y, señalándole que ello se debió a un problema de salud que sufrió su
hijo. Esto no es sino justificar dando una explicación del porqué se actuó como se actuó. Aquí
explicación y justificación se traslapan.
De estas consideraciones surge una imagen que puede resultar extraña para algunos: es
posible dar una explicación de una acción con completa prescindencia de lo mental, y, en cam-
bio, no es posible dar una justificación de una acción sin atender al aspecto mental de un indi-
viduo. Esta es una peculiaridad de la justificación. Ella nos permitirá entender la importancia
del querer para la obediencia. Veamos un ejemplo. En un aeropuerto un oficial de migración

de razonamiento que despliegan cotidianamente, entre otros, historiadores, abogados y jueces. Por su parte, la
justificación es una noción que si bien se relaciona tanto con la explicación como con la compresión, es propia de
la epistemología y por ello tiene que ver más bien con la elucidación del porqué alguien afirma lo que afirma o cree
lo que cree. Como está vinculada estrechamente a la noción de creencia, se afirma que ella pertenece más al ámbito
normativo, ya que es una noción que depende de un conjunto de normas o modelos respecto de los cuales se juzga
o considera si algo está o no justificado. Si en el caso de la explicación y la comprensión las preguntas son del tipo
por qué, de qué manera o cómo algo ocurrió; en el caso de la justificación, frente a algo creído o aseverado, son del
tipo conforme a qué, qué tendría que ser cierto de o cuál es la garantía de. Más allá del debate entre los coherentistas,
fundacionalistas y probabilistas, aquí también se han postulado tres formas de entender la noción de justificación:
a. racionalidad; b. razonabilidad; c. garantía. Para una introducción al problema de la explicación en las ciencias
véase Woodward (2003). Para un panorama general sobre el contraste entre explicación y comprensión, véase von
Wright (1987). Para una introducción al problema de la justificación, véase Foley (1998).
360. Véase Davidson (1995), pp. 19-20.

168
z exige los documentos de identificación a x para permitirle la salida del país; o, el sargento x
recibe una orden del capitán y, quien es su superior. En estos casos, parece que los agentes deben
simplemente obedecer. Ambos se encuentran en una posición en la que deben obedecer frente
a lo que las autoridades ordenan, mandan o demandan de ellos. Si x entrega los documentos a
z en el primer caso, o si x cumple la orden de y en el segundo, del contexto mismo de la acción,
esto es, de los roles que cada agente cumple, surge una explicación de sus acciones: eso es lo
que hacen la inmensa mayoría los turistas en el aeropuerto frente a los oficiales de migración y
la inmensa mayoría de los militares frente a sus superiores. En otras palabras, colocarse en esa
posición o asumir ese rol implica reconocer dichos deberes. Sin embargo, ambos casos pueden
ser redescritos en términos de conveniencia: en el caso del turista, obedece porque desea salir de
vacaciones fuera del país y en el del militar, porque desea conservar su trabajo; y, en ambos casos,
creen que eso es lo que les conviene. Si siempre es posible redescribir una acción del agente, por
ejemplo, en términos de deber (I) o de conveniencia (ii), ¿es siempre posible hacerlo en el caso
del querer (iii)? La respuesta es: depende. Si lo que se pretende es explicar una acción, entonces la
respuesta es sí. Eso, me parece, Davidson lo ha dejado bastante claro.361 Sin embargo, creo que se
puede llevar la conclusión de Davidson más lejos, ya que aun desconociendo las razones que tuvo
un agente para actuar como actuó, digamos porque no hay cabida para la comunicación verbal
(por ejemplo, en una ruidosa reunión), podemos suponer su intencionalidad basados en la idea
de que solo lo hizo porque quiso, esto es, sin ninguna razón ulterior. De hecho, muchas veces
en la vida cotidiana hacemos esto, ya que intuimos que los agentes no tienen ni la información,
ni las estrategias, ni los planes, ni los propósitos que en principio podrían tener, mostrándonos
escépticos frente a los desvaríos de nuestra imaginación. Hacia el final del artículo volveremos
sobre este punto.
Por otra parte, si se pretende justificar una acción, no cualquier descripción sirve para estos
propósitos. De hecho, no creo que para todos los casos estemos dispuestos a redescribir una
acción como querida si lo que pretendemos es justificarla. Esto, porque el querer implica, como
señala Davidson, una información mínima pero de meridiana importancia para este caso: que la
acción fue intencional. Ya sabemos que solo en el caso de la explicación es posible prescindir del
contenido mental y no en el caso de la justificación. Según esto, resultaría peregrino, entonces,
afirmar que es posible explicar y justificar una acción como querida por un individuo pero des-
atendiendo completamente a sus creencias, deseos, emociones o valores.
Conforme a lo señalado, hay una diferencia crucial, entonces, entre el deber y la convenien-
cia por una parte, y el querer, por otra. Para las primeras, como descripciones de una acción, las
nociones de explicación y justificación pueden superponerse porque lo debido o lo conveniente
para un individuo puede ser establecido con prescindencia de su contenido mental; en cambio,

361. “En vista de que ‘quise encender la luz’ y ‘encendí la luz’ son lógicamente independientes, la primera puede usarse
para dar una razón de la verdad de la segunda. Esta razón ofrece una información mínima: implica que la acción
fue intencional –y querer tiende a excluir algunas de las otras actitudes favorables, tales como el sentido del deber o
de la obligación. Pero la exclusión depende mucho de la acción y del contexto de la explicación. Querer nos parece
un término pálido comparado con ansiar; sin embargo, sonaría extraño negar que un hombre que ansiara una
mujer o una taza de café no las quisiera. En realidad, no deja de ser natural tratar el querer como un género que
incluye todas las actitudes favorables como especies suyas. Cuando se considera así y cuando sabemos que alguna
acción es intencional, es fácil responder a la pregunta ‘¿por qué lo hiciste?’ contestando ‘pues por ninguna razón’,
queriendo decir no que no haya ninguna razón, sino que no hay ninguna razón ulterior, ninguna razón que no
pueda inferirse del hecho de que la acción se hizo intencionalmente; en otras palabras, ninguna razón aparte del
querer hacerla. Este último punto no es esencial a la presente discusión, pero no carece de interés pues defiende la
posibilidad de definir una acción intencional como una acción que se hace por una razón”, Davidson (1995), p. 21.

169
para la segunda, lo querido no puede serlo. Esto puede resultar paradójico, si se considera lo que
dijimos recién sobre la imposibilidad de justificar una acción desatendiendo el contenido mental
del agente. La respuesta hay que buscarla en el fundamento mismo de la posibilidad de redescri-
bir una acción como relativa al deber o a la conveniencia. En efecto, lo debido o lo conveniente
para un agente puede ser establecido de antemano por otros agentes, basados en la prudencia, es
decir, en aquello que razonablemente un agente en esa situación determinada y con una infor-
mación suficiente debería o le convendría hacer. Esto es posible, en definitiva, porque apelar a las
nociones de deber y conveniencia supone reconocer unas reglas mínimas que emergen de dichos
contextos, donde los agentes o individuos involucrados se encuentran en una posición lingüís-
tica determinada basada en la reciprocidad: existen, en definitiva, reglas de uso para ambas, las
que todos los agentes involucrados comparten. En otras palabras, quien sabe lo que es su deber
o lo que es conveniente para sí, lo sabe porque está disponible para él y para los demás agentes
dispuestos a tratarse con reciprocidad, cierto modelo general de deber, cuyo contenido se refiere
a ciertas nociones del vocabulario moral de los individuos (por ejemplo, “solidaridad”, “mentira”
o “hipocresía”); y cierto modelo general de conveniencia, cuyo contenido supone el manejo por
parte de los agentes de cierto ranking de preferencias sobre bienes básicos.
Esto tiene como consecuencia que, para los casos de deber y de conveniencia, los otros
siempre tengan, por así decirlo, derecho a voz y voto para juzgar las acciones de un individuo. De
esta manera cobran sentido expresiones como “lo hizo porque debía hacerlo” o “lo hizo porque
le convenía”. En cambio, para el caso del querer, los otros individuos solo tienen voz respecto de
las acciones queridas por un agente: ellos solo pueden conjeturar que x actuó sin ninguna razón
ulterior, aunque de hecho x tenga tales razones.362 De cualquier manera, esto implica referirse al
contenido mental de un individuo. No obstante, los otros siempre pueden indagar sobre dichas
razones, por ejemplo, en una conversación con esa persona, para elucidar si lo que ella hace es
realmente lo que quiere hacer. Aquí es donde la subjetividad se expresa y la conversación se vuel-
ve íntima, desplegándose las creencias, sentimientos, pasiones y valores de las personas. ¿Qué
tiene que ver esto con la obediencia? Es algo que exploraremos en la sección siguiente y guarda
relación con la imagen que tenemos de la autoridad.

iv

Como vimos, un tratamiento adecuado de la obediencia supone no solo poder distinguir entre
una pregunta por la explicación de otra por la justificación, sino que también reconocer que
dicha pregunta combina ambos enfoques. En este sentido, una respuesta satisfactoria a dicha pre-
gunta involucrar tanto una dimensión explicativa como justificativa. Pero, ¿por qué? Para enten-
derlo, debo mencionar una distinción tradicional, usualmente atribuida a Kant, entre la pregunta
por qué se obedece y la pregunta por qué se debe obedecer. Esta distinción podría utilizarse contra
lo que he planteado hasta aquí, presentándola como un impedimento a la idea de tratar juntas
ambas dimensiones de la obediencia. La distinción de Kant es un eco más de la conocidísima
distinción entre hecho y valor. Como señala Putnam, mientras se la use como una distinción y no
como una dicotomía no deberíamos tener problemas con ella.363 No estoy diciendo con esto que

362. Al parecer, un argumento en contra de esta posición pudiera ser uno de índole psicoanalítico, en el sentido de que
el sentido de que el terapeuta cree ser capaz de mostrarle al paciente lo que éste realmente desea. Sin embargo, un
argumento de esta naturaleza solo puede funcionar en el ámbito explicativo de las acciones, y no en el justificativo,
ya que en éste el individuo apela a estados mentales o psicológicos conscientes.
363. Me refiero a Putnam (2004).

170
la distinción explicación/justificación sea equivalente a la distinción kantiana entre por qué se
obedece/por qué se debe obedecer. Más bien, que ella puede servir de fundamento para escindir
la cuestión sobre la obediencia. Alguien inspirado en dicha distinción, por ejemplo, podría se-
ñalar que ni al derecho ni a la teoría política les corresponde hacerse cargo de la pregunta “¿Por
qué los individuos obedecen a la autoridad?”, ya que ella sería relativa no a la obediencia misma
sino al hábito de obediencia, lo que pertenece al ámbito de las ciencias o de disciplinas como la
psicología social, la sociología y la antropología. En este sentido, la pregunta relativa a la teoría
jurídica y política sería más bien “¿Por qué se debería obedecer a la autoridad?”.364
Contra esta escisión solo puedo oponer una consideración de tipo pragmática: sin el hábi-
to de obediencia, el derecho o la política como instituciones, donde agentes libres y racionales
deliberan y toman decisiones, carecerían de sentido. Es el hábito de obedecer el que justifica al
derecho y a la política y no al revés. Cuando me refiero a hábito, me refiero a una noción más rica
que la ofrecida por algunos, la que solo se restringe al hábito de obedecer a un soberano. Lo que
sostengo es que la obediencia es un fenómeno psicológico, cultural y social anterior al derecho. Si
bien aquí nos importa el ámbito jurídico y político, diré que el hábito de obedecer se forma antes
de que los individuos sean considerados agentes libres y autónomos en dichos ámbitos: los indi-
viduos nacen y son educados en un contexto social, económico y cultural determinado, en el que
se les enseña tempranamente a obedecer. En su adultez, trasladan esas creencias, y las razones
que de ellas derivan, a su vida pública, así como también las nuevas creencias, y las subsecuentes
razones, que van adquiriendo con su educación formal e informal, su perfeccionamiento indivi-
dual y la interacción pública con otros agentes. Es por ello que el hábito de obediencia configura
un complejo entramado de creencias, y razones, sobre la obediencia a la autoridad, el respeto
a la ley, el cultivo de valores cívicos, la vocación de servicio público, la indiferencia política, la
crítica, la abulia política, entre otras. Como señalé, a esto lo llamo educación en la obediencia.
En definitiva, desde este enfoque pragmático, considero más completa una elucubración sobre la
obediencia que considere ambas preguntas, de la misma manera que hoy cualquier filosofía de
la mente que se precie de tal, debe hacerse cargo o al menos mencionar los avances en el campo
de la neurociencia, del mismo modo que una cosmología debe hacer otro tanto respecto de los
avances en el campo de la astrofísica.
En este espíritu, me detendré brevemente en lo que un autor de psicología social seña-
la sobre la obediencia. La distinción entre obedecer por deber y obedecer por conveniencia,
que presentamos en la primera sección, se apoya en dos enfoques sobre el tema, dos actitudes
metodológicas que descansan en dos descripciones bastante generales de la vida humana. Así,
se habla de una perspectiva instrumental por oposición a una normativa. En la primera, “los
individuos son vistos modelando su comportamiento para responder a los cambios, tangibles
e inmediatos, en los incentivos y penalidades asociados al seguimiento de la ley –para juzgar
sobre las ganancias y las pérdidas resultantes de distintos tipos de comportamiento”. La segunda,
“se preocupa de la influencia de aquello que los individuos consideran como justo y moral por
oposición a aquello que es en su propio interés […] Si los individuos ven la conformidad con la
ley como apropiada debido a sus actitudes sobre cómo deberían obedecer, ellos voluntariamente

364. A Hart le debemos el cambio de orientación en el debate en torno a la obediencia, que supuso abandonar la noción
de hábito para el problema. Para Hart, el punto sobre la obediencia es un asunto sobre reglas. En su famoso ejemplo
del monarca absoluto Rex, al momento de determinar quién será su sucesor se requiere de “una práctica general
más compleja que cualquier práctica que pueda ser descripta en términos de hábitos de obediencia. A saber, la
aceptación de la regla según la cual el nuevo legislador tiene título a suceder”, Hart (1998), p. 69. Para una discusión
de este asunto, véase Astorga en este volumen.

171
asumirán la obligación de seguir las reglas legales. Se sentirán personalmente comprometidos a
obedecer la ley, independiente de si ellos arriesgan un castigo por romperla”.365 Dentro de esta
segunda perspectiva, se distingue entre un compromiso que envuelve o la moral personal o la
legitimidad. La primera, “significa obedecer una ley porque uno siente que la ley es justa”; la
segunda, “significa obedecer una ley porque uno siente que la autoridad que hace cumplir la ley
tiene el derecho a dictar comportamiento”.366 Considerando lo que dice Tyler, en el primer caso
de la perspectiva normativa, alguien puede oponer razones basadas en sus creencias morales in-
dividuales para desobedecer una ley, por ejemplo, porque considera que fumar marihuana no es
algo malo (digamos porque no hay evidencia científica suficiente respecto de sus efectos nocivos
para el cerebro); en cambio en el segundo caso, los individuos no opondrán dichas razones, ya
que poseen un compromiso que es impermeable, en principio, a ellas. En este caso, los individuos
otorgan una primacía a la creencia en la autoridad legítima por sobre sus creencias morales y las
razones que de ellas derivan. Así por ejemplo, se abstendrán de fumar marihuana a pesar de que
crean que no hay nada de malo en ello.
Cuando dije que la distinción que hace Tyler supone dos descripciones muy generales de la
vida humana, me refería a que su fuerza argumentativa descansa en unos aspectos bien precisos y
limitados de la vida humana. ¿Qué quiere decir esto? Que los dos modelos que se han presentado,
la perspectiva instrumental y la perspectiva normativa, pueden ser útiles para propósitos expli-
cativos relativos a la obediencia pero no como descripciones normales de la vida humana, la que
ciertamente incluye un aspecto justificativo relevante, donde el querer juega un papel importante.
¿Por qué entonces es relevante este enfoque? Porque ayuda a elucidar satisfactoriamente parte del
trabajo cotidiano del legislador y de la autoridad: dictar normas o adoptar medidas aplicables de
manera general e indeterminada para un gran número de individuos. Esto la autoridad lo hace
a través de modelos que apelan al deber y a la conveniencia de los individuos. Si, como vimos,
ambos casos pueden ser establecidos con prescindencia del contenido mental de los individuos,
entonces parece ser que la autoridad debe suponer que los individuos destinatarios de sus de-
mandas, mandatos u órdenes manejan tales o cuales modelos, y suponer también que dichas mo-
delos servirán como guías para sus acciones, proporcionando razones para actuar de tal o cual
manera. Pero esa suposición no es infundada, de hecho cualquier agente tiene buenas razones
para suponerlos respecto de los otros agentes, dadas las reglas para su uso de ambas nociones.
Dichos modelos son, en definitiva, parte de los presupuestos a través de los cuales no solo es
posible ejercer autoridad sino también desenvolverse en el mundo moral. Si, como dije, explicar
y justificar son conjuntos de descripciones de acciones, ellas en principio están disponibles para
todos los agentes considerados libres y racionales. Dichos modelos no solo son en sí mismos
inteligibles, sino que hacen inteligibles las acciones de los otros, precisamente porque son parte
de los presupuestos con los que los individuos enfrentan el mundo. Ello es lo que permite, en
definitiva, interpretar, explicar o justificar, las acciones de los otros, más allá de un conjunto de
movimientos corporales. Esto, incluso, aunque no se disponga de un acceso al contenido mental
de los agentes cuando realizan acciones.
Por ello, una parte sustancial del ámbito de competencia de la autoridad es la provincia de
lo razonable, es decir, de las razones que los individuos podrían tener, por oposición a las razo-
nes que los individuos efectivamente tienen, y no de lo deseable o querible por los individuos. A

365. Tyler (2006), p. 3.


366. Tyler (2006), p. 4.

172
esta tesis la llamaré externalismo.367 Un defensor de dicha perspectiva cree al menos tres cosas.
En primer lugar, que la autoridad debe otorgar a los individuos razones para la acción. Esta es
una exigencia básica en un Estado de Derecho, donde se considera que las leyes y las decisiones
deben ser justificadas, es decir, que los razonamientos de la autoridad sean explicitados junto a la
decisión, y socializados, es decir, que su acceso a todos los ciudadanos esté garantizado. De esta
manera, resulta razonable y esperable que los destinatarios de las demandas, mandatos u órdenes
de la autoridad obedezcan, ya que las razones que esgrime la autoridad las justifican. En segundo
lugar, las razones de la autoridad poseen una primacía sobre otras razones a las que pueda tener
acceso un individuo. En este sentido, de alguna manera que debe ser especificada, la creencia en
la autoridad legítima debe tener primacía sobre otras creencias que los individuos destinatarios
de las demandas, mandatos u órdenes posean.368 En tercer lugar, las razones de la autoridad tie-
nen la fuerza suficiente para motivar a los individuos a actuar conforme a ellas. En algún sentido
que debe precisarse, las razones de la autoridad pueden motivar la acción, pero no a cualquier
acción, sino que a una que caiga bajo la descripción de aquello que es demandado, mandado u
ordenado. En definitiva, el externalismo defiende una idea poderosa: que las razones para realizar
una acción pueden ser externas al individuo, esto es, que no dependen, como señala Williams,
del complejo subjetivo motivacional del individuo (al que denominó S).369
El argumento de Williams busca mostrar dos maneras en las que se puede interpretar el
enunciado “A tiene una razón para hacer φ”, postulando la manera externa e interna de hacerlo.
Williams se inclina en definitiva por la manera interna, o modelo sub-humeano, ya que ella es
la única que puede motivar a la acción. Reconozco que quizás este no sea el foco central del
texto de Williams.370 Sin embargo, es el punto que me interesa destacar y que será clave para mi
argumento. Permítanme plantear la cuestión de la siguiente manera: ¿cuándo podemos decir
que la razón que tiene un individuo para actuar es su razón? Este es un asunto complejo, sobre
el que solo puedo pretender esbozar una respuesta. Considere el siguiente ejemplo: x sabe que
los frutos secos son buenos para su salud, ya que dispone de información científica al respecto.
Sabe que ellos son ricos en Omega 3, lo que disminuye el colesterol, lo que a su vez evita que las
arterias se tapen, lo que a la larga prolongará su vida. Tiene en definitiva una creencia verdadera
y justificada. A pesar de saber esto: ¿qué pensaríamos de él si nunca lo vemos comer frutos secos?
Quizás le preguntaríamos si le gusta o agrada el sabor de los frutos secos. De ser así: ¿no es esta
por sí sola una razón para no comerlos? Piense ahora en la información que usted dispone sobre
los alimentos sanos y el ejercicio regular, y pregúntese por qué no hace caso a esas razones. ¿Es
irracional quien, sabiendo esto, no actúa conforme a dichas razones? Descartando los casos de
akrasia, en donde sí puede sostenerse la irracionalidad del agente, la debilidad de la voluntad es

367. Creo que uno de los defensores de este modelo en la filosofía del derecho ha sido Joseph Raz. Sin embargo, no es
mi intención aquí defender esto. No obstante, cabe destacar que se ha encontrado una vinculación con resultados
polémicos. En este sentido, véase Ortiz (1995), a favor de dicha vinculación, y Redondo (1996), en contra.
368. Hasta aquí el lector podrá detectar las enormes coincidencias con el pensamiento de Raz. Él defiende una idea
parecida, la que denominada tesis de la justificación normal de la autoridad: la ley vincula solo si otorga buenas
razones a los individuos para actuar de tal o cual manera. Esta tesis se complementa con otras dos, denominadas
tesis de la dependencia, las razones de las que se vale la autoridad se aplican a los individuos; y la tesis de la
exclusividad, las razones de la autoridad excluyen otras razones que el individuo tenga o la posibilidad de especular
sobre las razones de la autoridad. Véase Raz (1988), pp. 38-62.
369. Williams (1993c), p. 132.
370. En rigor, el argumento de Williams trata sobre la posibilidad de que los enunciados sobre razones externas sean
verdaderos con independencia de S y la consecuente posibilidad de llamar a un agente irracional al no considerar
dichas razones.

173
muy frecuente y quizás sea parte de la descripción normal de cualquier individuo. En el habla
cotidiana no llamamos irracionales a quienes, por ejemplo, estando a dieta debido a que el doctor
les mostró su último electrocardiograma, se permiten comer un pastel en el día de su cumplea-
ños. ¿Cómo se explica esto? A mi juicio, porque hay un conflicto entre las creencias que posee
un individuo: entre la creencia en la alimentación y en la vida sana, y la creencia en celebrar a
cabalidad una festividad, satisfaciendo su apetito por alimentos dulces y ricos en grasa.
Esto nos permite volver a la idea de la educación en la obediencia. Ella nos muestra que no
existe una primacía de la creencia sobre la obediencia a la autoridad por sobre otras creencias que
el individuo considera centrales para su forma de vida. Por ello, el punto que me parece relevante
para el tema de la obediencia es, como señala Williams, si “un agente racional precisamente tiene
una disposición general en su S para hacer lo que (él cree) existe una razón para que haga”.371 La
noción de educación en la obediencia nos permite dar cuenta de esto: la creencia de que se debe
obedecer a la autoridad se adquiere durante la formación moral de un individuo, y la relativa
adhesión a las demandas, mandatos u órdenes de la autoridad va a depender de ella. Ello permite
moderar los desvaríos de los defensores a ultranza de las razones externas de la autoridad.
Incluso Raz, a quien, como dijimos, podríamos considerar un partidario del externalismo,
morigera su argumento reconociendo que cuando se trata de la autoridad que ejerce un Estado,
ella cede ante la experticia de sus ciudadanos, que en ciertas circunstancias saben mejor que la
autoridad qué hacer.372 Esto parece obvio pero usualmente se olvida. Los Estados tienen necesi-
dades administrativas y burocráticas de dictar leyes generales e indiferenciadas. De esta manera,
las razones de la autoridad no sirven para justificar el actuar de los Estados porque estos recla-
man más autoridad de la que poseen. Con esto, Raz apunta a algo que es central para entender
por qué la gente obedece a la autoridad (incluida la del derecho): los individuos obedecerán solo
cuando lo demandado, mandado u ordenado no ponga en peligro otras creencias que posean, en
su caso, las basadas en sus experticias.
La consideración pragmática de la que hablé, finalmente nos permite entender al derecho
no como un juego frívolo jugado por los operadores del sistema (jueces, abogados y funcionarios
públicos), sino como una institución social fundamental que opera entre individuos autónomos,
los que han sido educados en la obediencia y poseen un entramado de creencias, entre las que se
cuentan la de obedecer a la autoridad, y que son esas creencias las que motivan a los individuos,
no las razones que tal o cual funcionario invoque o a las que el legislador acuda.

Retomemos el tema de las creencias. Ellas son parte del que ha sido denominado “el cuadro es-
tándar de la psicología humana”. Según él, “hay dos tipos principales de estados psicológicos. Por
una parte, hay creencias, estados que pretenden representar la manera en que es el mundo. […]
Por otra parte, sin embargo, hay también deseos, estados que representan cómo el mundo ha de
ser”.373 La diferencia fundamental entre ambos tipos de estados psicológicos o mentales es su con-
tenido proposicional: solo las creencias los tienen, no los deseos. En otras palabras, las creencias
pueden ser verdaderas o falsas, no así los deseos, los que son, en un sentido que se debe precisar,
autojustificatorios. Para este cuadro, bajo el concepto de deseo se encuentran una serie de nocio-

371. Williams (1993c), p. 141.


372. Véase Raz (1988), pp. 70-88.
373. Smith (1993), p. 400

174
nes afines: sentimientos, pasiones, instintos, entre otros. Ambos aspectos de la vida mental de los
individuos se manifiestan en la razón y en el gusto. Sobre ellos, señala Hume:

La primera lleva al conocimiento de la verdad y de la falsedad, el último procura el senti-


miento de belleza o de fealdad, de vicio o de virtud. Uno descubre a los objetos tal como
ellos realmente están en la naturaleza, sin adición o disminución; el otro posee una facultad
productiva que, al dar brillo o al mancillar todos los objetos naturales con los colores que
toma de un sentimiento interno, hace surgir, en cierto modo, una nueva creación. Como la
razón es fría e indiferente, no es un motivo de la acción, y solo dirige el impulso recibido
del apetito o de la inclinación, mostrándonos los medios de lograr la felicidad y de eludir
la miseria. Y el gusto, al dar placer o dolor, y constituir por este medio la felicidad o la mi-
seria, llega a ser un motivo para la acción y es el primer resorte o impulso para el deseo y
la volición.374

Obviamente, este cuadro de la vida mental de los individuos es problemático.375 El propio


Williams elude el tema al referirse solo en términos genéricos al S de un individuo. A partir
de este intrincado asunto filosófico, me interesa aquí apostar por una idea: hay una clase de
creencias que a veces provoca genuinos conflictos morales cuando se enfrenta a la creencia en
la obediencia a la autoridad, en el contexto de una demanda, mandato u orden de esa autoridad.
El conflicto se produce por la naturaleza de ciertas creencias que posee un individuo y que son
parte de las creencias centrales de su forma de vida, y respecto de las cuales el querer ejerce una
función especial.
¿De qué naturaleza son esas creencias? En primer lugar, suelen ser creencias morales, aun-
que no siempre lo son, ya que a veces son parte de determinados lujos epistemológicos (por
ejemplo, creencias sobrenaturales, supersticiones y psicología popular). En segundo lugar, no
obedecen a la lógica de las creencias a la que hice referencia antes, es decir, si bien poseen con-
tenido proposicional, es decir, pueden ser verdaderas o falsas, no por ser de una u otra categoría
los individuos están dispuestos a abandonarlas. En tercer lugar, ellas vienen acompañadas con
deseos muy fuertes (sentimientos como el de pertenencia o de lo propio) que guardan relación
con aspectos centrales de la forma de vida de los individuos.376
Respecto de esta clase de creencias, el querer realiza una función importante, ya que gracias
a él los individuos trasladan dichas creencias (y lujos epistemológicos) al espacio moral público
de discusión. Y esto lo hacen sin que puedan apelar, para determinar su veracidad, a ningún
criterio objetivo público, más allá de los términos de sus propias formas de vida. En definitiva,
dichas creencias solo pueden ser aceptadas como verdaderas por otros en la medida en que ellos
se comprometan también con ellas. Este compromiso supone que los otros sientan lo mismo que
siente quien la sostiene, es decir, que compartan los mismos deseos (que tengan la misma actitud
o estado psicológico). En este sentido, el querer es también un conjunto de descripciones de ac-
ciones, entre las que se cuentan las que se fundan en este tipo especial de creencias.
El querer permite colocar en el espacio público dichas creencias cuando lo demandado,
mandado u ordenado por la autoridad choca con las otras creencias que posee un individuo.

374. Hume (1945), p. 162-163.


375. Sobre todo para los partidarios del realismo moral. Véase Smith (1993).
376. Para un análisis de la interacción entre creencias y deseos, véase la discusión sobre razones motivacionales en
Smith (1987).

175
Esto, porque apelar al querer permite compartir de una manera razonable dichas creencias, sin
exponer a los individuos que las sostienen a aceptar criterios distintos a los de sus propias formas
de vida para corroborar su validez. Sin embargo, esto no ocurre siempre. De hecho su papel en
la obediencia cotidiana a la autoridad no es muy importante. Solo lo es en casos en que estas
creencias (y los lujos epistemológicos) que poseen los individuos se ven desafiados: cuando al
creacionista se le impone la teoría de la evolución; o al ateo el deber de jurar por un Dios en quien
no cree. Por eso, me parece que lo señalado aquí puede servir de fundamento para problemas
importantes como la objeción de conciencia o la desobediencia civil, donde parece que la pers-
pectiva del querer juega un papel crucial.
Este enfoque de lo mental choca incluso con lo señalado por el propio Hume:

Dado que una pasión no puede ser nunca en ningún sentido llamada irrazonable, excepto
cuando está basada en una falsa suposición, o cuando elige medios insuficientes para el fin
previsto, es imposible que la razón y la pasión puedan nunca oponerse entre sí, ni dispu-
tarse el gobierno de la voluntad y las acciones. En el momento mismo en que percibimos la
falsedad de una suposición o la insuficiencia de los medios, nuestras pasiones se someten a
nuestra razón sin oposición alguna. Yo puedo desear un fruto por creer que tiene un exce-
lente sabor, pero en cuanto me convenzo del error cesa mi deseo. Puedo realizar ciertos ac-
tos como medios para obtener algún bien deseado; pero como la volición de estas acciones
es solo secundaria y se basa en el supuesto de que son causas del efecto previsto, tan pronto
como descubro la falsedad de tal supuesto las acciones tienen que hacérseme indiferentes.377

El desinterés que debería provocarme una falsa suposición o creencia en la que se basa mi
deseo, del que habla Hume, solo se sostiene si uno comparte otros argumentos y supuestos de su
filosofía. En este sentido, mi propuesta es también una versión sub-humeana, ya que afirma que
incluso podemos tener interés en mantener falsas creencias que puedan motivarnos a la acción,
las que se sostienen solo en base al deseo concomitante con ellas. Es en este sentido en que el
querer explica/justifica una acción sin ninguna razón ulterior.
Finalmente, si bien la obediencia a la autoridad es algo cotidiano, desde comprar y exigir
boleta hasta cruzar la calle por donde se debe (y por esto la existencia de un anarquista-radical-
sistemático resulta fantasiosa), ello no obsta a que se produzcan contingencias de la obediencia
a la autoridad, las que alimentan el debate político y mueven a las individuos a la acción. Dar
cuenta del hábito de obediencia, supone dar cuenta de los entramados de creencias que poseen
los individuos, y, de manera significativa, un gobierno que aspire a ejercer efectivamente la auto-
ridad o un sistema jurídico que reclame autoridad no puede desconocer esto.
Como señala Williams, es indudable que el contenido de S cambia, y ciertamente una de las
maneras en que puede hacerlo es a través de la fuerza performativa de las nuevas leyes o prácticas
sociales. Por ejemplo, es plausible que una nueva ley de divorcio, donde no la había, termine
impactando a largo plazo en la manera como se relacionan las parejas; o el uso de redes sociales
por Internet en las relaciones sociales cotidianas; o el incentivo de una educación laica en la
secularización de la sociedad.
Es este el lugar donde los valores pueden prestar utilidad. Me parece que una teoría mí-
nima de valores, entendidos estos como presupuestos de todo debate moral y político, permite
elucidar, de manera razonable, las contingencias de la obediencia, es decir, las situaciones en que

377. Hume (1998), p. 563.

176
la creencia en la obediencia a la autoridad entra en conflicto con otras creencias centrales para
la forma de vida de los individuos. Digo de manera razonable, porque una objeción que puede
hacerse al esquema que he presentado es que no ofrece ningún criterio para distinguir entre estas
creencias especiales: ¿Cómo eliminar las que son antojadizas de las legítimas? ¿Las que surgen
del mero capricho en vez de la verdadera convicción? Una teoría mínima de los valores podría
solucionar este problema, en la medida en que se haga cargo de dos cuestiones. La primera, que
se conciba no en términos sustanciales sino que procedimentales, en otras palabras, que no se
ocupe tanto del contenido de los valores en abstracto (su extensión), sino que más bien de qué
hacer y cómo tratar a quienes dicen poseerlos en el espacio público. La segunda, que ella se haga
cargo del aspecto emocional que supone el compromiso con ciertos valores.
Algunos pueden ver lo anterior con alarmante preocupación, ya que probablemente se pre-
gunten: ¿Finalmente, de qué clase es el conflicto que suponen las contingencias a la obediencia?
¿Es un legítimo conflicto moral? A mí me parece que sí, porque no se trata de un conflicto entre
la creencia en la obediencia a la autoridad y cualquier clase de creencia. Se trata de las creencias
centrales para la forma de vida de un individuo, las que son parte de aquello que los individuos
son y aspiran a ser. Decir esto, no solo apuesta por un compromiso con la valoración de la di-
versidad de maneras de vivir la vida, sino que con una manera precisa en que los agentes libres y
racionales se reconocen como tales, la que es parte de la descripción normal de tales individuos.
El costo de la imagen que he ofrecido consiste en desdibujar la distinción entre lo público
y lo privado. Esto podría incomodar a quienes persiguen y reclaman la autonomía moral de los
individuos y creen que ello pasa justamente por discernir tajantemente dichos ámbitos. El sentido
de la realidad, que Berlin certeramente apuntó como la clave de los asuntos públicos, debería
salvarles de caer en el dogmatismo. En el futuro, quizás, al mirar atrás, nuestros descendientes se
preguntarán: ¿cómo y cuándo los problemas de la moral individual se convirtieron en asuntos
públicos? La respuesta será, quizás, desde que los asuntos morales fueron usados como parte de
estrategias políticas. Me parece que esto es una descripción bien acertada respecto de los asuntos
públicos de nuestros tiempos.

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178
Notas sobre el formalismo jurídico y la
jurisprudencia del Tribunal Constitucional:
Un comentario a la sentencia rol N° 591-06

Lucas Mac-Clure Brintrup378

Introducción

En este artículo se comenta una sentencia del Tribunal Constitucional chileno (tc). Podemos
empezar por aquello que no será objeto de las líneas que siguen. En el año 2008, el Tribunal
Constitucional chileno decidió, en Kast y otros con Presidenta, que la Presidenta de la República
había violado la Constitución Política de la República mediante las Normas Nacionales sobre
Regulación de la Fertilidad (en adelante, Regulación de la Fertilidad). Aprobada a fines del año
2007 mediante el Decreto Supremo N° 48 del Ministerio de Salud, que llevaba la firma de la
Presidenta, la Regulación de la Fertilidad incluía, entre otras materias, un mandato dirigido a los
funcionarios del sistema público de salud que exigía de estos la distribución, a las mujeres que
la solicitaran, de la píldora del después (un fármaco compuesto total o parcialmente por Levo-
norgestrel y que la Regulación de la Fertilidad clasificó como un mecanismo anticonceptivo “de
emergencia”).379 Por ese y otros aspectos de la Regulación de la Fertilidad, un grupo de parlamen-
tarios de la coalición de derecha Alianza por Chile solicitó al tc que hiciera uso de la competen-
cia que la Constitución le reconoce para “[r]esolver sobre la constitucionalidad de los decretos
supremos” (art. 93 N° 16). El tc, en una decisión dividida (seis ministros contra cuatro), sostuvo
que la ingesta de la píldora, facilitada por su distribución gratuita en el sistema público de sa-
lud, ponía en riesgo la continuidad de la existencia de los embriones entre el momento de la
concepción y su anidación en el endometrio. En opinión del voto de mayoría, la Regulación de
la Fertilidad constituía por eso un atentado al “derecho a la vida del embrión” (asegurado según
aquel en el art. 19 N° 1), razón suficiente para hacer imposible (en ese aspecto) su pertenencia
al sistema jurídico chileno y la implementación de la política de distribución de la píldora del
día después.380 En términos generales, los anteriores son hechos conocidos y han dado lugar a
intensas manifestaciones en la sociedad civil chilena en contra y (aunque con menos figuración
pública) a favor de la decisión del tc.381

378. Abogado, Universidad de Chile (2007). Ayudante del Departamento de Ciencias del Derecho de la Facultad de
Derecho de la Universidad de Chile, y asistente de investigación del Centro de Estudios Públicos (CEP). En la
elaboración de este trabajo me beneficié de la ayuda de varios de los participantes del proyecto DI Derecho y Moral
(Departamento de Ciencias del Derecho, Facultad Derecho de la Universidad de Chile), especialmente de Diego
Pardo y Ernesto Riffo. No he entregado una respuesta satisfactoria a varios de los comentarios críticos que recibí de
ellos, pero entretanto he ampliado mi comprensión de los temas tratados en este trabajo y estoy agradecido por eso.
379. Sección C.3.3 de la Regulación de la Fertilidad.
380. TC, sentencia Rol N° 740-07, de 18 de abril de 2008, Kast. c. Presidenta.
381. Véase, e.g. La Tercera: “Más de 10 mil personas participaron en marcha a favor de la píldora del día después”
(23 de abril de 2008) [http: //www.latercera.cl/contenido/25_6162_9.shtml]; Noticias Terra: “Miles marcharon
en Chile a favor de la ‘píldora del día después’” (23 de abril de 2008) [http: //noticias.terra.com/articulo/html/
act1224539.htm] (afirmando que “[e]ntre 12.000 y 15.000 personas se manifestaron la noche del martes en el

179
Lo que es menos sabido, y ha dado lugar a poco debate público, es que aproximadamente un
año antes del fallo del año 2008, el tc ya se había pronunciado sobre la misma Regulación de la
Fertilidad, con una salvedad importante: en esa ocasión el documento jurídico que la contenía no
había sido firmado por la Presidenta de la República, sino solamente por la Ministra de Salud.382
En las páginas que siguen quiero sugerir que esa primera sentencia del 2007, Kast y otros con
Ministra merece atención por motivos distintos a los esperables. Dejando de lado por ahora las
importantes cuestiones sobre límites a la autonomía sexual y reproductiva de las mujeres (y de
sus parejas) y acerca de los intereses del embrión que ambas sentencias plantean383, en este traba-
jo se sostendrá que la sentencia del tc del año 2007 es también interesante cuando se la observa a
la luz de un tema tratado en la filosofía del derecho. Las siguientes líneas ofrecen un comentario
de ella relacionándola con la noción de “formalismo jurídico”.384

1. Sobre resoluciones exentas, decretos supremos


y la tensión entre la sujeción a las reglas que fundan la
competencia del tc y su propósito

Una manera de entender la cuestión abordada por el tc en Kast385 es la siguiente. A fines del
año 2006 los parlamentarios requirentes señalaron que la Regulación de la Fertilidad tenía como
vicio de inconstitucionalidad el que atentaban contra derechos constitucionales, incluido el de-
recho a la vida del embrión preimplantacional (según ellos, consagrado por el artículo 19 N° 1
de la Constitución). En esa oportunidad, la Regulación de la Fertilidad había sido dictada por
la Ministra de Salud mediante una “resolución exenta”. ¿Qué tipo de regla es esa? Esta es una
pregunta muy importante para el argumento desarrollado en este trabajo. He aquí una respuesta.
Una “resolución”, de acuerdo a la legislación y la doctrina chilena más extendida, es una regla
establecida por autoridades de la Administración con poder de dirección distintos del Presidente
de la República (e.g. un ministro de Estado). Se diferencia de un “decreto supremo” porque este
es dictado por el Presidente de la República junto con el ministro respectivo (i.e. aquel cuyo
ministerio atiende a las necesidades y asuntos en los cuales se enmarca la regulación), lo cual se
expresa en que los decretos incluyen la firma, o es dictada “por orden”, del Presidente.386 Por otro
lado, su calificación como “exenta” significa que, a diferencia de los otros actos de la Administra-
ción, esta resolución no está sometida al control de legalidad y constitucionalidad que realiza la

centro de Santiago clamando por ‘la libertad de decidir’ frente a un dictamen judicial que prohibió el reparto en
centros públicos de salud de la píldora del día después”).
382. TC, sentencia Rol N° 591-06, de 11 de enero de 2007, en adelante Kast c. Ministra.
383. Para un análisis de las sentencias con atención a esas cuestiones: Mac-Clure (inédito). Una aclaración es pertinente:
la atención que recibieron ambas cuestiones fue muy desigual. El voto de mayoría de Kast. c. Presidenta entendió
que su decisión dependía exclusivamente de la cuestión de si la píldora pone o no en riesgo la vida del embrión
implantacional, y si este es o no titular del derecho a la vida. No hizo alusión alguna en su fallo a los intereses de la
mujer, que solo fueron abordados en uno de los votos disidentes (ver voto del ministro Vodanovic).
384. Debo aclarar que este trabajo tiene un propósito exploratorio. No pretendo que la interpretación de la sentencia
o del formalismo jurídico que se desarrolla aquí sea la mejor que se pueda ofrecer. En cambio, mi intención
es cooperar en la tarea de identificar cuáles son los aspectos valiosos y problemáticos de nuestra práctica
constitucional, haciendo plausible, a la luz de un caso concreto, la intuición de que en dicha tarea la noción de
formalismo jurídico es relevante.
385. En adelante, “Kast” se refiere a la sentencia del 2007, Kast y otros con Ministra de Salud.
386. Véase infra sección 3.

180
Contraloría de la República. La potestad para que los ministerios califiquen una resolución como
“exenta”, eximiéndola de dicho control, ha sido regulada por la misma Contraloría.387
En Kast el tc examinó la constitucionalidad de normas (las contenidas en la Regulación de
la Fertilidad) que habían sido dictadas exclusivamente por la Ministra de Salud y con el carácter
de exentas. Así, hasta el momento del requerimiento ante el tc, la Regulación de la Fertilidad no
había sido sometida a un control de constitucionalidad (o al menos no a uno realizado por un ór-
gano público externo al gobierno) y era reconocida como la Resolución Exenta N° 584, Ministerio
de Salud, de 1 de septiembre de 2006. Los parlamentarios requirentes, sin embargo, creían que sus
normas no eran capaces de pasar indemnes un control de constitucionalidad. Sin poder exigir de
la Contraloría que lo realizara, por el carácter “exento” de la resolución que las contenía, miraron
hacia el tc en búsqueda de una declaración de inconstitucionalidad de las mismas.
Ahora bien, como cualquier órgano público, el tc solo puede actuar dentro del marco de
sus competencias.388 Veamos las reglas constitucionales que definen sus competencias y que son
relevantes para este caso:

Artículo 93.- Son atribuciones del Tribunal Constitucional: […]


9º Resolver sobre la constitucionalidad de un decreto o resolución del Presidente de la Re-
pública que la Contraloría General de la República haya representado por estimarlo incons-
titucional, cuando sea requerido por el Presidente en conformidad al artículo 99 [énfasis
añadido].

Esta disposición le reconoce al tc potestad para ejercer control de constitucionalidad res-


pecto de resoluciones que hayan sido consideradas inconstitucionales por la Contraloría (más
los otros supuestos de la disposición). Sin embargo, las resoluciones “exentas” no son objeto
de control de ese órgano público, y por eso no es de aquellas reglas que el tc puede revisar de
acuerdo a la disposición anterior. Por eso, si el artículo 93 N° 9 de la Constitución fuera la única
regla invocada para fundar la competencia del tc para controlar la Regulación de la Fertilidad,
se seguiría que el tc no era competente en Kast para declarar inconstitucionales algunas de sus
normas. En la medida que fue dictada mediante una resolución exenta, la Regulación de la Ferti-
lidad no es del tipo de resoluciones a las cuales el artículo 93 N° 9 hace referencia para entregar
competencia al tc. Pero la disposición que hemos analizado no es la única que le permite al tc
controlar actos de la Administración.

Además, el artículo 93 también contempla como potestad del tc:


16° Resolver sobre la constitucionalidad de los decretos supremos, cualquiera sea el vicio in-
vocado, incluyendo aquellos que fueren dictados en el ejercicio de la potestad reglamentaria
autónoma del Presidente de la República cuando se refieran a materias que pudieran estar
reservadas a la ley por mandato del artículo 63 [énfasis añadido].

387. Véase la Resolución N° 520 de 1996, de la Contraloría General de la República.


388. Constitución, artículo 6° inciso primero, primera parte: “Los órganos del Estado deben someter su acción a la
Constitución y a las normas dictadas conforme a ella”. Artículo 7° inciso primero y segundo: “Los órganos del
Estado actúan válidamente previa investidura regular de sus integrantes, dentro de su competencia y en la forma
prescrita por la ley”. “Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden atribuirse, ni aun
a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente se les hayan
conferido en virtud de la Constitución o las leyes” (énfasis añadido).

181
Sin embargo, al menos a primera vista, esta disposición permite arribar a la misma conclu-
sión a la que llegamos con la anterior, e incluso con más rapidez. Resoluciones y decretos supre-
mos son reglas distintas, y el N° 16 del artículo 93 de la Constitución solo contempla los decretos
supremos como objeto de control constitucional, no a las resoluciones (exentas o no exentas).
Tal como sucedía con el N° 9 del artículo 93, en tanto contenidas en una resolución exenta, la
Regulación de la Fertilidad no estaba conformada por el tipo de normas respecto de las cuales
mediante su N° 16 la Constitución instruye al tc ejercer control constitucional.
Las dos disposiciones examinadas (el N° 9 y el N° 16 del artículo 93) agotan aquellas de la
Constitución que, dentro del listado de competencias de control constitucional del tc, se refieren
a reglas dictadas por la Administración del Estado. Por lo tanto, del análisis precedente parece
seguirse, ahora sí de manera definitiva, que el tc no era competente en Kast para revisar la cons-
titucionalidad de la Regulación de la Fertilidad. Incluso en el supuesto de que esta atentara contra
derechos constitucionales, el tc no podía (actuando dentro del marco fijado por la Constitución)
declararla contrarias a la Constitución, i.e. debía reconocerse como derecho válido.
Lo que hace interesante a Kast es que el tc, pese a la existencia de las reglas de la Constitu-
ción recién consideradas, se declaró competente para examinar si la Regulación de la Fertilidad
eran inconstitucional y afirmó, en efecto, que adolecía de un vicio de ese tipo. Necesitaremos
detenernos en la argumentación que desarrolló el tc, pero antes de hacer esto vale la pena tener
en cuenta que al declararse competente el tc hizo algo que puede parecer sensato. Después de
todo, es razonable que, al menos para algunos, el análisis de los últimos párrafos produzca una
sensación de desazón. El tc ha sido establecido en nuestro sistema político con el objetivo de
poner límites al poder público. La Administración puede actuar de muchas maneras, pero es
claro que le está vedado invadir los derechos individuales establecidos en la Constitución. El
tc, como se suele decir, es el guardián de la Constitución. ¿Cómo podría ser aceptable que el
tc sea competente para ejercer su función cuando la Presidenta dicta reglas como los decretos
supremos cuando afecten derechos constitucionales, y no respecto de aquellas reglas dictadas
exclusivamente por un ministro de Estado, pese a que puedan violar esos derechos, y todo ello
porque el mismo ministro las ha excluido del control de la Contraloría? El tc, al someter a con-
trol la Regulación de la Fertilidad actuó, por lo tanto, evitando la incomodidad que se seguiría si
una conducta de la Administración que pudiera violar los derechos individuales establecidos en
la Constitución, no fuera al menos revisada (y eventualmente frenada). Podría decirse que el tc
así disolvió la desazón que nuestro análisis anterior producía.
Ahora bien, evitar la incomodidad de una Administración que actúa sin estar sujeta a con-
trol externo no equivale a disolver la tensión implícita en la decisión del tc ni hace que esta no
sea problemática. Explicar esa tensión y algunas de las consecuencias de la manera en que la
encaró el tc es el propósito de este artículo, por lo que en esta sección basta con realizar una
explicación preliminar. A la luz de lo que hasta ahora se ha dicho (el sentido del “hasta ahora”
será evidente en la sección 3, cuando examinemos con más detalle la argumentación del tc),
la tensión a la que se hace referencia es lo que podríamos llamar un problema de incoherencia
entre las reglas que establecen la competencia del tc (como el N° 9 y el N° 16 del artículo 93 de la
Constitución) y el propósito de esas reglas de competencia. Estas reglas han sido establecidas con
el propósito de hacer posible el control de la Administración. Y sin embargo, bajo la interpreta-
ción de más arriba, ellas no le entregan al tc la potestad para ejercer control sobre algunos actos
de la Administración (i.e. el ejercicio de potestades normativas para dictar resoluciones exentas,
como la Regulación de la Fertilidad). Las mismas reglas que intentan hacer posible un estado de
cosas (limitar el poder público), al ser aplicadas frustran (porque su campo de aplicación son

182
los decretos supremos y las resoluciones comunes pero no las exentas) ese propósito (haciendo
imposible la limitación del poder público si este ha actuado mediante una resolución exenta).
Así, en Kast el propósito de las reglas de competencia del tc y la aplicación estricta de ellas se
encontraban en una relación de tensión.
La tesis sugerida en este artículo es que al declararse competente para revisar la Regulación
de la Fertilidad el tc encaró la tensión entre propósito y campo de aplicación de las reglas que le
entregan competencia de manera no formalista. Varios pasos son necesarios para justificar dicha
tesis. Mientras en esta sección anterior se ha mostrado una comprensión de las reglas de compe-
tencia del tc contenidas en el artículo 93 de la Constitución y de las Regulación de la Fertilidad
bajo la cual surge la tensión, en la siguiente sección me detendré en la idea de formalismo jurí-
dico y en argumentos que justifican su importancia como herramienta de análisis de prácticas
jurídicas. Esto pavimentará el camino para un análisis más detallado de la decisión del tc, en las
dos últimas secciones.

2. Algunas consideraciones sobre el formalismo jurídico

El formalismo jurídico es una noción que en la filosofía del derecho ha sido objeto de renovado
interés en las últimas décadas.389 En este artículo, sin embargo, me limitaré a exponer una manera
de entenderlo, una que me parece vale la pena tener en cuenta para un diagnóstico fructífero del
estado de la práctica constitucional chilena. Dicho en términos muy simples, por formalismo
jurídico entenderé una actitud del juez, o más bien, de una práctica jurídica, hacia las reglas y al
grado de relevancia de estas para la adjudicación de un caso. En una práctica jurídica predomi-
nantemente formalista los jueces, por lo general, deciden los casos de acuerdo a las reglas que se
refieren de manera específica a la situación respecto de la cual debe tomar una decisión. Cuando
un juez examina una situación de hecho respecto de la cual debe decidir, puede encontrar que
hay un conjunto de consideraciones indicativas de una u otra decisión. Y es posible que se pro-
duzca el siguiente conflicto: una divergencia entre lo que, todas las cosas consideradas, le parece
el resultado correcto (deseable, conveniente, etc.) y aquello que la regla jurídica más localmente
aplicable ordena. Una adjudicación formalista preferirá lo ordenado por la regla jurídica. Una
actitud formalista exige tomarse las reglas seriamente, i.e. “envuelve tomar sus mandatos cono
razones para la decisión con independencia de la razones para la decisión que descansan detrás
de la regla”.390
Esta renuncia a decidir de acuerdo a todas las consideraciones que podrían ser relevantes
para una decisión (i.e. una renuncia a desplegar un razonamiento práctico general), incluidos
los propósitos tras la regla legal, puede ser ilustrado con el ejemplo que discute Lon Fuller en
su crítica a Hart. Imaginemos una regla según la cual “será una falta dormir en una estación de
trenes”. Por la noche, la policía encuentra dos personas en una estación. Una se ha quedado dor-
mida mientras esperaba sentado en una banca un tren que se ha atrasado. La otra está despierta,
pero tendida en el suelo, cubierta con una manta y en evidente disposición a, tarde o temprano,
quedarse dormido. ¿Quién debe ser castigado?391 Si la práctica jurídica donde esta pregunta se
formula es formalista, i.e. si este tipo de casos se resuelven por lo general tomando exclusivamen-

389. Véase, e.g. Atiyah y Summers (1987), Schauer (1988), Michelman (1999), Pildes (1999), Sunstein (1999), Atria
(2002), Stone (2002), Solum (2006).
390. Schauer (1988), p. 537.
391. Fuller (1958), p. 664.

183
te a la regla como razón para la decisión, entonces se deberá castigar al primero (por dormir en
la estación de trenes) y liberar (o solo castigar por tentativa, si otras reglas del sistema jurídico
contemplan una sanción por ella) al segundo (por no haber sido sorprendido durmiendo en
la estación de trenes). Una decisión no formalista, en cambio, podría atender al propósito de
la regla, determinando que consiste en evitar que algunas personas ocupen las estaciones de
trenes con un objetivo distinto a abandonar trenes o esperar para abordarlos, y especialmente,
que sean utilizados como dormitorios. Bajo ese supuesto, podría decidir no aplicar la regla a este
caso, pero sí sus propósitos, y de esa manera liberaría a la persona que solo se quedó dormida
esperando un tren y castigaría a la que había empezado a pernoctar en la estación. O tal vez
liberaría también al segundo, aduciendo razones humanitarias. En cualquiera de estos casos, el
juez no formalista deja de hacer aplicación de la regla para adjudicar el caso y toma su decisión
atendiendo a razones tras o fuera de esta.
Las prácticas jurídicas presentan distintos grados de formalidad. El discurso jurídico de una
determinada comunidad puede ser más o menos formal, i.e. depender más o menos en las reglas
existentes para la adjudicación de los casos que los jueces resuelven. ¿Qué explica el grado de
formalidad del discurso jurídico? Algunos autores han examinado la existencia de una relación
directa entre la formalidad del discurso jurídico y la visión o imagen del Derecho que tengan los
operadores del sistema jurídico.392 En otras palabras, no basta considerar la existencia de reglas,
sino que es necesario atender a la actitud que quienes están encargados de resolver casos tienen
frente a la cuestión de qué es el Derecho o qué argumento cuenta como “jurídico”. El Derecho
romano provee un ejemplo interesante a este respecto.393 Al menos en su periodo antiguo, fue
dominante la idea de que seguir las reglas (e.g. para crear una relación contractual) equivalía a
invocar un orden cósmico o mágico (e.g., en virtud del cual las partes en un contrato de com-
praventa quedaban, efectivamente, “atados”). Por eso, desarrollaron una actitud radicalmente
formalista hacia las reglas: cualquier desviación de lo prescrito por ellas, aunque fuera mínima y
a ojos modernos pareciera irrelevante a la luz de lo que hoy identificaríamos como el propósito
de las reglas que, e.g. regulan la creación de los contratos, invalidaba los efectos jurídicos que se
seguían de ellas, e.g. anulando el contrato. Tal como pronunciar mal las palabras adecuadas o no
contar con los implementos necesarios hace imposible crear un hechizo, no realizar cualquier de
las conductas exigidas por las reglas para crear contratos equivalía, en cualquier circunstancia, a
la inexistencia de contratos. Más cerca en el tiempo podemos considerar el caso de los sistemas
jurídicos norteamericano e inglés.394 Aunque operan con materiales jurídicos similares, varias
de sus diferencias, como han sugerido Atiyah y Summers, se derivan de la diferente actitud que
abogados y jueces adoptan respecto de ellos (menos formalista en un sistema y más en el otro) y
la visión que respecto del mismo tienen. Esto es parte de la idea de que el formalismo se asocia a
una actitud hacia las reglas (y no solo a la existencia de reglas), y nos provee de una importante
lección para el examen de las prácticas jurídicas de una comunidad. Si dedicamos nuestros es-
fuerzos a estudiar el carácter más o menos formal de una o varias de sus decisiones judiciales, a
la vez hemos comenzado a examinar la imagen del Derecho que tienen quienes las han tomado.
O en otras palabras, una explicación completa del grado de formalidad que esas decisiones mues-
tran debería incluir una referencia a la naturaleza de dicha imagen.

392. Atiyah y Summers (1987), Atria (2002).


393. Atria (2002).
394. Atiyah y Summers (1987).

184
Pero más allá de lo anterior, ¿hay otras razones para prestar atención al fenómeno? En la
actualidad en Chile lo más común es que se reconozcan las ventajas de prácticas jurídicas no
formalistas, e.g. la búsqueda de la “justicia” del caso concreto o, bajo influencia del análisis eco-
nómico del derecho, de la eficiencia. No pasa lo mismo con los peligros de dicho tipo de práctica
y los valores promovidos por un discurso jurídico formalista, a los que se le presta menor aten-
ción. Por eso quiero resaltar aquí dos. El primero es la certeza jurídica y la libertad que se sigue
de ella. Dado el “hecho del pluralismo”,395 una práctica radicalmente no formalista, en la cual los
jueces deciden atendiendo a razones sustantivas, sin limitarse a seguir las reglas aplicables, es una
práctica sin respeto por los valores de estabilidad, certeza y predictibilidad propios del Estado
de Derecho. Distintos jueces tienen distintas visiones sobre la moral y la política y también las
tendrán, en el marco de una práctica no formalista, respecto de los propósitos que adscriben a
las reglas y en general en relación a cuáles son las razones sustantivas que deben considerar para
resolver un caso. Esto hace difícil para los ciudadanos anticipar el resultado de las decisiones
judiciales, incluso cuando a primera vista pareciera que existen “reglas claras”. Y esa anticipación
es, precisamente, uno de los presupuestos del ejercicio de la autonomía –un bien valioso para la
sociedad moderna. El segundo es el ideal del autogobierno democrático. Hoy la producción del
Derecho es realizada en gran parte por órganos que son elegidos por ciudadanos y responsables
ante ellos, y que toman decisiones mediante procedimientos que les permiten a estos informarse
de cómo realizan sus funciones. Así, las leyes son un instrumento mediante el cual nosotros,
como comunidad política, nos gobernamos. Por eso, la sujeción a la ley por parte de los jueces
hace más probable que la voluntad popular, y no el juez con sus creencias morales y políticas, sea
quien decide las controversias particulares. En consecuencia, un juez no formalista es un juez
que reemplaza a esa voluntad popular, mientras que uno formalista es respetuoso de la democra-
cia entendida como el gobierno de la mayoría, i.e. en aquel sistema político donde cada persona
vale por igual en la configuración de nuestras decisiones colectivas.

3. La decisión del tc como decisión no formalista

Ahora es el momento de volver a Kast. El tc decidió la cuestión afirmando que sí era competente
para pronunciarse sobre la constitucionalidad de las Regulación de la Fertilidad. (Habiéndose
declarado competente las revisó, y concluyó que en su dictación se había violado la Constitución
en un sentido procedimental: las materias reguladas por las Regulación de la Fertilidad debían
ser objeto de un decreto supremo, y no una resolución, según el tc).396 Es en la argumentación
que desarrolló para declararse competente donde se observan los impulsos no formalistas del
tc, a costa de las reglas constitucionales que definen su competencia. Como veremos, el tc hizo
explícito el carácter no formalista de su decisión.
Dos estrategias argumentativas relacionadas, ambas no formalistas, estaban disponibles
para el tc. La primera consiste en negarse abiertamente a aplicar el texto de la Constitución al
caso invocando el propósito de esta. El tc podría haber, por un lado, reconocido que la interpre-
tación del artículo 93 de la Constitución expuesta en la sección 1 es válida y que las Regulación
de la Fertilidad, en tanto dictadas mediante resolución exenta, estaban fuera de la competencia

395. Rawls (1996).


396. Por eso es que más tarde las Regulación de la Fertilidad fueron dictadas mediante decreto supremo por la Presidenta
Bachelet, lo cual a su vez permitió que en Kast c. Presidenta el TC –luego de que los mismos parlamentarios de
Kast c. Ministra presentaran un nuevo requerimiento– hiciera uso sin problemas de la competencia establecida por
artículo 93 N° 16 para revisar decretos supremos.

185
de acuerdo al texto de aquella disposición, y por otro, afirmado que si el propósito del artículo 93
(o de la Constitución en general) es el control del poder público, ese solo propósito justificaba su
competencia y la no aplicación de la regla del artículo 93 al caso (o su aplicación extensiva, para
fundar una competencia de control constitucional más allá de los casos que contempla). Este es,
de hecho, el argumento que parte del escrito de los parlamentarios requirentes parece sugerir.
Estos sostuvieron que, de acuerdo a un “principio de realidad jurídica”,

el verdadero propósito y finalidad del artículo 93 inciso primero Nº 16 de la Constitución


radica en el control efectivo de la potestad reglamentaria del Presidente de la República por
este Tribunal, prescindiendo de elementos adjetivos que lo califiquen, restrinjan o dejen sin
aplicación (p. 15).

Esa estrategia es claramente no formalista, pero el tc prefirió seguir una distinta. Según el
tc, las Regulación de la Fertilidad no habían sido dictadas mediante una resolución, sino que me-
diante un decreto supremo, i.e. recalificó la naturaleza jurídica de las Regulación de la Fertilidad
para mostrar que sí pertenecía a la categoría de reglas de la Administración respecto de las cuales
el artículo 93 N° 16 entrega competencia de control constitucional al tc. ¿Cómo justificó esto?
De una manera que desconoce totalmente las definiciones legales y doctrinarias de resolución y
decreto supremo. Como se ha visto arriba, el criterio que distingue ambos tipos de reglas es pro-
cedimental: depende del órgano que dicta la regla. Esta es la definición legal de las resoluciones:
“[L]os actos de análoga naturaleza [a los decretos supremos] que dictan las autoridades admi-
nistrativas dotadas de poder de decisión”. Un decreto supremo, en cambio, es “la orden escrita
que el Presidente de la República o un Ministro ‘por orden del Presidente de la República’ sobre
asuntos propios de su competencia” (artículo 3 de la Ley 19.880). Lo mismo se encuentra en las
definiciones doctrinarias que el mismo tc citó (véase c. 21). La Regulación de la Fertilidad, como
se dijo arriba, no fue dictada por la Presidenta ni por orden de ella, sino que exclusivamente por
la Ministra de Salud. De acuerdo al criterio de la ley y la doctrina, estaba contenida en una reso-
lución. Pero al tc le pareció suficiente decir que sus normas eran “prescripciones de conducta,
reunidas metódicamente y para otorgarles aplicación general, permanente y vinculante en las
materias o asuntos regulados por ellas” (c. 29) para otorgarles el carácter de “decreto supremo
reglamentario”. El tc se ahorró cualquier palabra que explicar la divergencia entre su criterio y
el que ha hecho la ley y la doctrina chilena para distinguir entre resolución y decreto supremo. Y
tal vez no lo consideró tan necesario, pues agregó varias afirmaciones que parecen tener el fin de
hacer menos objetable su argumento:

[La] interpretación […] debe desarrollarse en forma integral, esto es, considerando tanto
la letra como los valores, principios y espíritu de la Carta Fundamental [c. 3, p. 22, énfasis
añadido].

[L]as normas que articulan la jurisdicción constitucional [i.e. que le asignan competencias
de control al tc] deben interpretarse de manera que potencien al máximo su defensa y cum-
plimiento [c. 8, p. 30, énfasis añadido].

[La] ampliación de la jurisdicción permite a los Tribunales Constitucionales desempeñar


una función esencial de adaptación de la Constitución y de los textos que la complementan a
la realidad nacional, en los casos en que su rigidez provoque problemas en la aplicación de sus

186
normas o una alteración de las garantías en su esencia […] “La jurisdicción constitucional
debe asegurar que, efectivamente, todas las autoridades públicas sujeten sus actos […] a las
normas, valores y principios constitucionales” [c.8 pp. 30-31, énfasis añadido].

El tc incluso fue así de explícito:

[El] intérprete [debe] lograr un equilibrio capaz de evitar el sacrificio de la Constitución


como norma jurídica ante las condiciones de la realidad, así como una excesiva considera-
ción formalista de las normas ajenas a ella [c. 9, p. 35, énfasis añadido].

Así, es entendible la crítica que el voto de minoría de Jorge Correa Sutil hizo al voto de
mayoría:

Las imputaciones que hacen los requirentes respecto a que el contenido de la resolución vul-
nera derechos fundamentales, como son el derecho a la vida y el derecho preferente de los
padres a la educación de sus hijos, constituyen cuestiones relevantes al imperio de la Cons-
titución; pero el mismo orden institucional exige que los órganos del Estado, incluido este
Tribunal, se mantengan dentro de su competencia, aun en el caso de existir circunstancias
extraordinarias. […] Las deficiencias que puedan existir en el sistema jurídico para alcanzar
el pleno respeto de la Constitución no pueden corregirse por la vía de que este Tribunal,
garante de la Constitución, exorbite su competencia, pues ello infringe la Constitución que
se trata de resguardar. Las normas sobre competencias no constituyen una formalidad, ni
pueden ser despreciadas como un literalismo, pues son el modo en que se distribuye y limita
el poder en el Estado. Sin esas reglas de competencia el poder se concentra, en riesgo de la
libertad [v. min, número 1, énfasis añadido].

Las consideraciones anteriores hacen plausible entender el voto de mayoría en Kast como
esencialmente no formalista, y como portadora de los peligros que dicha actitud envuelve y que
han sido identificados en la sección 2. Pero esta decisión del tc no es un caso aislado. Se inscribe
en un conjunto de decisiones que, como han mostrado algunos trabajos recientes, presentan esta
característica.397 Junto con ellos, demuestra la necesidad de realizar un diagnóstico de la práctica
constitucional chilena que considere esta variante.

4. ¿Una imagen del Derecho en Kast?

¿Se relaciona Kast con una imagen no del Derecho, sino de todo el sistema jurídico, al menos del
Derecho constitucional? Como hemos visto, a la luz de parte de la literatura en filosofía del Dere-
cho esto debería ser así. Y, de hecho, en Kast el tc hizo algunos comentarios indicativos de una.
Quiero cerrar este artículo sugiriendo, a la luz de la sentencia, hacia donde futuros análisis po-
drían mirar. El tc citó la obra de uno de los ministros del voto de mayoría, José Luis Cea, para dar
cuenta de algunos “principios informadores que son propios de la hermenéutica constitucional”:

[E]l intérprete de la Carta Fundamental no puede ser nada más que un hábil jurista. Por
el contrario, su rol principal es pensar la Constitución a largo plazo, con la agudeza y la

397. Véase Correa (2005) y Mac-Clure (2007). Véase también el trabajo de Jana y Marín (1996).

187
profundidad, con la originalidad y la lucidez, con la firmeza a la vez que la prudencia del
estadista o, más modestamente, del gobernante juicioso, del magistrado justo, del político
coherente con sus principios, en fin, del profesor que vive y siente los valores que infunden
dirección a la Carta Fundamental [c. 9, pp. 37-38, énfasis añadido].

Buscar esos valores, descubrirlos en los principios y normas en que aparecen articulados, para
después comprenderlos y tratar de ponerlos en práctica, ésa es la cláusula que propugna-
mos. Dignidad y derechos inalienables del hombre, libertad e igualdad, seguridad humana
y orden público, solidaridad y equidad, justicia en sus diversas especies, bien común, subsi-
diariedad estatal, etc., son valores que, una vez localizados en las disposiciones constituciona-
les, posibilitan después determinar el correcto sentido y alcance de ellas, o sea, efectuar su
legítima hermenéutica [c. 9, pp. 38-39, énfasis añadido].

Esta es una visión del Derecho constitucional de acuerdo a la cual el texto de la Constitución
parece tener un rol más bien secundario, evidencial. Uno bien podría decir que:

la constitución no es un texto positivo, el texto positivo que llamamos constitución es un


conjunto de proposiciones normativas que describen (con mayor o menor éxito) la cons-
titución.398

Aunque el tc no lo dice, la misma obra que cita relaciona los valores que “infunden di-
rección” a la Constitución con la doctrina de la Iglesia Católica.399 Y las obras de varios otros
constitucionalistas chilenos pueden inscribirse en esa línea. Es posible que en la idea de Derecho
Natural, en su concepción religiosa-católica tal como ha sido desarrollada en Chile para explicar
el texto constitucional, sea donde se encuentre una de las claves para explicar los impulsos no
formalistas del tc y de otros órganos con competencias de control constitucional en Chile.

Referencias

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(4), pp. 630-672.

398. Atria (2004), p. 123.


399. Así, José Luis Cea explica de la siguiente manera por qué la persona humana sería “titular única del valor supremo
de la dignidad” (y esta última es según Cea el fundamento de todos los derechos constitucionales): “No hallo
respuesta más clara, lógica y categórica a esa interrogante fundamental que la escrita en el Catecismo de la Iglesia
Católica, en la p. 296 del cual se refiere la dignidad humana al hecho de haber sido el varón y la mujer hechos a
imagen y semejanza de Dios, es decir, el ser supremo”, Cea (2004), pp. 39-40.

188
Mac-Clure, Lucas (2007). Práctica judicial, derecho a la honra y libertad de expresión. Un análisis de la juris-
prudencia constitucional chilena. (Memoria de Prueba para Optar al Grado de Licenciado en Ciencias
Jurídicas y Sociales.) Santiago: Universidad de Chile.
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Stone, Martin (2002). “Formalism”, en Jules Coleman y Scott Shapiro, eds., The Oxford Handbook of Juris-
prudence and Philosophy of Law, pp. 166-205.

189
El homicidio fundador y la transición
a la democracia en Chile: René Girard y el mecanismo
del chivo expiatorio

Lucy Oporto Valencia400

Consideraciones preliminares

El presente trabajo tiene dos objetivos centrales. Primero, exponer los conceptos básicos de la
teoría victimaria o teoría del chivo expiatorio, que integra la concepción mimética desarrollada
por el antropólogo, historiador y crítico literario francés René Girard (1923), a partir de tres de
sus obras: El chivo expiatorio (1982), La ruta antigua de los hombres perversos (1985) y Veo a
Satán caer como el relámpago (1999). Segundo, contextualizar la reflexión de Girard, en vistas a
elucidar aspectos de la llamada transición a la democracia en Chile.
El marco teórico de Girard, centrado en el análisis de los fenómenos de persecución, puede
ser resumido mediante las siguientes hipótesis:

1. Existe un esquema transcultural de la violencia colectiva, cuyos perfiles básicos es po-


sible esbozar, a partir del examen de los estereotipos de la persecución.
2. Los textos de persecución y, específicamente, los mitos, entendidos como textos de
persecución, arraigan en violencias reales ejercidas contra víctimas reales.
3. Existe una continuidad entre mitología e historia.
4. El mecanismo del chivo expiatorio da origen a las divinidades, lo religioso arcaico y las
instituciones culturales.
5. La cultura humana en su conjunto se basa en el homicidio fundador y sus formas de-
rivadas.

La obra de Girard es problemática, pues del examen de sus conceptos básicos y su posición
frente a los fenómenos examinados, se desprende una serie de ambigüedades tendientes a difi-
cultar la comprensión de aquella. La lucidez de Girard ante la realidad de la violencia aplicada
a las víctimas, presente en mitos, ritos, textos de persecución y persecuciones históricas, entra
en contradicción con un cierto grado de unilateralidad y dogmatismo, que no condice con la
profundidad de su marco interpretativo de los fenómenos de persecución. Pese a esto, su obra
posee un alto valor ético y epistemológico, debido a su clara posición en favor de la verdad de las
víctimas, y al conocimiento y la ampliación de la conciencia que se desprenden de su concepción
mimética y su teoría del chivo expiatorio. Pues la lucidez de su pensamiento sobrepasa los con-
dicionamientos y los límites históricos del propio Girard.

400. Parte de esta exposición fue presentada en el marco de las II Jornadas Internacionales de Ciencias del Derecho
“Prof. Dr. Aníbal Bascuñan Valdés”, realizadas en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, los días
30 y 31 de Octubre de 2006. Agradecimientos especiales al Dr. Miguel Orellana Benado y sus asistentes, por su
invitación a participar en esta actividad. Correo electrónico: lucyoporto@gmail.com.

191
La concepción mimética, la teoría victimaria o teoría del chivo expiatorio, las hipótesis an-
tes enunciadas y la posición de Girard en favor de las víctimas, constituyen su marco interpre-
tativo de los fenómenos de persecución, entendido aquí como una antropología realista, debido
a su consideración de la violencia real ejercida contra víctimas indefensas. Dicha antropología
arraiga, en último término, en una apología del cristianismo, posición que Girard expresa abier-
tamente en su obra.
El presente trabajo se compone de las siguientes secciones: 1. Persecuciones y textos de per-
secución; 2. Estereotipos de la persecución; 3. El chivo expiatorio. Estas primeras tres secciones
abordan los conceptos básicos de la teoría victimaria o teoría del chivo expiatorio. Este último
concepto ha de ser entendido bajo tres facetas complementarias: como víctima propiciatoria,
efecto y mecanismo estructurante. 4. La concepción mimética, aborda los conceptos de mímesis
y deseo, como base de una serie de variaciones conceptuales, cuyo foco es el mecanismo del chi-
vo expiatorio. 5. Satán y el homicidio fundador, examina la hipótesis según la cual el homicidio
fundador es la base de la cultura humana. 6. El homicidio fundador y sus formas derivadas: la
transición a la democracia en Chile, aborda las transfiguraciones y extensiones del homicidio
fundador basado en el mecanismo del chivo expiatorio, a través de formas judiciales más eficaces.
Aquí, se aplicará este marco a ejemplos de extrema violencia no “emblemáticos”, en el contexto
de la llamada transición a la democracia en Chile y las extensiones del fascismo más allá de la
dictadura y su término oficial. Se mencionarán algunos ejemplos más o menos recientes y se
desarrollará uno relevante, relativo al espíritu desplegado en la postdictadura, identificada aquí
con la llamada transición a la democracia.

1. Persecuciones y textos de persecución

El marco teórico de René Girard se concentra en el análisis de los fenómenos de persecución.


Específicamente, en las persecuciones colectivas o con resonancias colectivas, entendidas, por un
lado, como acontecimiento histórico y, por otro, como referente de un determinado tipo de tex-
tos. Por “persecuciones colectivas”, Girard entiende aquellas “violencias perpetradas directamen-
te por multitudes homicidas, como la matanza de judíos durante la peste negra”. Mientras que
por “persecuciones con resonancias colectivas”, él entiende aquellas violencias “legales en sus
formas pero estimuladas […] por una opinión pública sobre excitada”, como, por ejemplo, la
llamada caza de brujas.401
El tipo de persecución que interesa a Girard aparece asociado a períodos de crisis condu-
centes al debilitamiento de las instituciones y la formación de multitudes; esto es, “agregados
populares espontáneos, susceptibles de sustituir por completo unas instituciones debilitadas o de
ejercer sobre ellas una presión decisiva”.402 Tales crisis pueden derivar de causas externas, como
epidemias, sequías, inundaciones y la miseria asociada a ellas; o de causas internas, como distur-
bios políticos o conflictos religiosos.
En un segundo nivel de análisis, Girard examina tales fenómenos de persecución a partir
de un determinado tipo de textos, los llamados textos de persecución, correspondientes a “relatos
de violencias reales, frecuentemente colectivas, redactados desde la perspectiva de los perse-
guidores, y aquejados, por consiguiente, de características distorsiones”.403 En los textos de per-

401. Girard (1986), p. 21.


402. Girard (1986), p. 21.
403. Girard (1986), p. 18.

192
secución, dichas violencias se presentan como bien fundadas, debido al convencimiento de los
perseguidores acerca de la legitimidad del ejercicio de su violencia. Tal convencimiento arraiga
en una mentalidad, una imaginación y un inconsciente persecutorios, cuyas huellas es posible ras-
trear a través de los textos de persecución, donde estas aparecen plasmadas en forma verídica o
engañosa, pero reveladora, en último término, debido a la presentación altamente estereotipada
de los datos característicos de la persecución.

2. Estereotipos de la persecución

Girard identifica cuatro estereotipos de la persecución, cuya presencia y yuxtaposición determina


si se está o no frente a un texto de persecución. Estos son: 1. La descripción de una crisis social o
cultural, de una indiferenciación generalizada. 2. La presencia de crímenes indiferenciadores. 3.
La determinación de sus autores como poseedores de signos o rasgos de selección victimaria. 4.
La violencia misma, el homicidio colectivo.
La crisis, primer estereotipo de la persecución, se caracteriza por una pérdida radical de lo
social, el fin de toda eficacia normativa y el hundimiento en lo indiferenciado. Por ejemplo, las
descripciones de la peste ofrecidas por Sófocles, Tucídides, Lucrecio, Guillaume de Machaut o
Antonin Artaud, coinciden con esa disolución en lo indiferenciado, característica de la desinte-
gración social.
Ahora bien, dado que la crisis afecta sobre todo las relaciones humanas, existe una fuerte
tendencia a explicarla por motivos de orden moral. Los sujetos de dichas relaciones prefieren
atribuir las causas de la crisis a la sociedad en su conjunto o a otros individuos, considerados
nocivos: “[A]ntes que culparse a sí mismos se acusa a los sospechosos de crímenes de un tipo
especial”.404
Este último elemento corresponde al segundo estereotipo de la persecución: la presencia de
crímenes indiferenciadores, llamados así debido a la destrucción del vínculo social que provocan.
Estos son, primero, los crímenes violentos perpetrados, por un lado, contra representantes de la
autoridad suprema, como el padre o el rey y, por otro, contra los más débiles e inermes, espe-
cialmente los niños. Segundo, los crímenes sexuales, aquellos que transgreden los tabúes más
rigurosos, tales como la violación, el incesto o la bestialidad. Y, tercero, los crímenes religiosos,
incluidos aquellos que transgreden los tabúes más rigurosos, tales como las profanaciones. Según
Girard, dichos crímenes destruyen por completo el orden social y sus diferencias, por lo que su
efecto puede ser comparado con aquel de la peste o cualquier otro desastre.
El tercer estereotipo de la persecución corresponde a los rasgos de selección victimaria. Las
víctimas pertenecen a determinadas categorías expuestas a la persecución. Un criterio de se-
lección victimaria se relaciona con la pertenencia a minorías étnicas o religiosas. Este puede
ser considerado como un principio transcultural, ya que son muy pocas las sociedades que no
someten a sus minorías, grupos mal integrados o peculiares, a determinadas formas de discrimi-
nación o persecución. Un segundo criterio de selección victimaria se relaciona con la anormali-
dad física: “La enfermedad, la locura, las deformidades genéticas, las mutilaciones accidentales
y hasta las invalideces en general tienden a polarizar a los perseguidores”.405 Un tercer criterio de
selección victimaria corresponde a la anormalidad social: “Cuanto más se aleja uno en el sentido

404. Girard (1986), p. 24.


405. Girard (1986), p. 28.

193
que sea del status social común, mayor es el riesgo de que se le persiga”.406 Esto puede ocurrir,
por ejemplo, en el caso del monarca y su corte: “los riesgos de muerte violenta a manos de una
multitud desbocada son estadísticamente más elevados para los privilegiados que para cualquier
otra categoría”.407 En suma, se trata de un criterio de selección victimaria relativo a cualidades
extremas y la ira que su presencia pudiera desatar. Según Girard:

[N]o solo los extremos de la riqueza y de la pobreza, sino también del éxito y del fracaso, de
la belleza y de la fealdad, del vicio y de la virtud, del poder de seducir y del poder de disgus-
tar; a veces se trata de la debilidad de las mujeres, de los niños y de los ancianos, pero otras
el poder de los más fuertes se convierte en debilidad delante del número.408

Ahora bien, un ámbito relevante, donde los estereotipos de la persecución se presentan,


es aquel de la mitología. Una de las principales hipótesis de Girard afirma la existencia de una
víctima y una violencia colectiva reales en el origen del mito. Esta es formulada por primera
vez en su obra La violencia y lo sagrado, estableciendo así una continuidad entre mitología e
historia. Según él, “las persecuciones históricas proceden de una superstición degradada”.409 La
demostración de esta última afirmación es posible a través de la identificación de los estereotipos
de la persecución.
Un ejemplo de persecución histórica mencionado por Girard, corresponde a la matanza de
los judíos durante la peste negra. Según el texto del poeta y músico Guillaume de Machaut, Le
jugement du Roy de Navarre, del siglo xiv, una serie de muertes y acontecimientos catastróficos
fueron atribuidos a los judíos, acusados de envenenar ríos y fuentes de agua potable. La justicia
celestial remedió estos males, mostrando sus autores a la población, la que los mató a todos. Tras
estos hechos, se restableció la paz en la comunidad.
El texto refleja una opinión pública histérica y fuera de control, pero se refiere a dos acon-
tecimientos reales: las muertes causadas por la peste negra, ocurrida durante 1349 y 1350 en el
Norte de Francia; y la matanza de los judíos, justificada ante las multitudes asesinas, debido a
los rumores de envenenamiento. Aquí, el estereotipo de la crisis corresponde a las muertes y
los acontecimientos catastróficos. El segundo estereotipo corresponde a la acusación de envene-
nar las aguas, atribuida a los judíos. El tercer estereotipo, corresponde a la selección victimaria
de los judíos, dada su condición minoritaria. El cuarto estereotipo, la violencia, corresponde al
linchamiento de los judíos por las multitudes, hecho considerado como expresión de justicia y
voluntad divinas.
Un nítido ejemplo extraído de la mitología es el mito de Edipo. El primer estereotipo, la
crisis, se muestra a través de la peste que asola Tebas. El segundo estereotipo, los crímenes indife-
renciadores, a través del parricidio y el incesto: Edipo ha matado a su padre y se ha casado con su
madre. Se considera a Edipo responsable de la peste, debido a sus crímenes. En cuanto al tercer
estereotipo, los rasgos de selección victimaria, estos corresponden a las categorías ya indicadas.
Edipo presenta una anormalidad física: es cojo. Pertenece a una minoría: es extranjero. Y se sitúa
en uno de los extremos de la escala social: es hijo de un rey, y rey él mismo. El cuarto estereotipo,
la violencia, corresponde a la expulsión de Edipo de Tebas, a fin de acabar con la peste.

406. Girard (1986), p. 29.


407. Girard (1986), p. 29.
408. Girard (1986), p. 29.
409. Girard (1986), p. 53.

194
Ahora bien, la perspectiva de los perseguidores es parcialmente falsa y parcialmente ver-
dadera. La imaginación que inventa el tema de la génesis de la peste a través del parricidio y
el incesto, en el caso del mito de Edipo, considerado como texto de persecución, arraiga en un
inconsciente persecutorio.
Girard extrae dicho concepto de Lc 23, 24: “Padre, perdónalos porque no saben lo que ha-
cen”, fórmula considerada por él como la primera definición del inconsciente en la historia de la
humanidad. El autor aplica esta fórmula sistemáticamente a la creencia de los perseguidores en
la culpabilidad de sus víctimas, creencia que él estima sincera. Pero no cuestiona los límites de la
inconsciencia de los perseguidores. No problematiza la relación entre inconsciencia, ignorancia e
inocencia. Girard supone, como se explicará más adelante, que la revelación del mecanismo victi-
mario por los Evangelios ha contribuido a morigerar el impacto de dicho inconsciente persecuto-
rio, lo cual es, a lo menos cuestionable: ¿será cierto que los perseguidores no saben lo que hacen?
La supuesta inconsciencia de los perseguidores contradice lo que Girard describe en térmi-
nos de una “sabiduría sacrificial”, presente en el sorteo de las víctimas por los sacrificadores. En
el marco de su análisis de la figura del “huérfano echado a suertes”, en Job 6, 27, él ejemplifica
dicha sabiduría sacrificial así:

En las sociedades en que se practica el sacrificio humano, los huérfanos constituyen las
víctimas elegidas, pues si se sacrifica a un niño cuyos padres viven, se corre el riesgo de que
se vuelvan a su favor. Los procesos de selección victimaria se caracterizan por una astuta
prudencia encaminada a prevenir toda propagación de la violencia eliminando al máximo
las oscuridades, las ambigüedades propicias al litigio.410

Este cálculo, esta astucia, esta sabiduría sacrificial dirigida a evitar la violencia tras el asesi-
nato colectivo de la víctima, contradice la atribución sistemática de un estado de inconsciencia a
los perseguidores. O, a lo menos, problematiza el concepto de inconsciente persecutorio.

3. El chivo expiatorio

En este contexto, el concepto de chivo expiatorio guarda relación, por un lado, con la dimensión
sagrada que distingue al mito de las persecuciones históricas y, por otro, con el estereotipo de la
acusación y la atribución de una culpabilidad ilusoria a la víctima. Ambos aspectos se unifican en
el fenómeno definido mediante el concepto de chivo expiatorio, el cual denota simultáneamente:
“[L]a inocencia de las víctimas, la polarización colectiva que se produce contra ellas y la finalidad
colectiva de esta polarización”.411
El término “chivo expiatorio” es utilizado aquí, a lo menos, en tres sentidos distintos, pero
complementarios entre sí, referidos a distintos niveles de un mismo fenómeno: la violencia uná-
nime contra una víctima única y no pertinente. Según Girard:

Gracias al mecanismo persecutorio, la angustia y las frustraciones colectivas encuentran


una satisfacción vicaria en unas víctimas que favorecen la unión contra ellas, en virtud de
su pertenencia a unas minorías mal integradas […].412

410. Girard (1989), p. 97.


411. Girard (1986), p. 57.
412. Girard (1986), p. 56.

195
Esas víctimas son chivos expiatorios. En el marco de los textos de persecución, el uso del
término “chivo expiatorio” no guarda relación con el rito descrito en el Levítico u otros similares,
sino que “designa a una víctima sustitutoria, un inocente que ocupa el lugar de los antagonismos
reales”.413
En segundo lugar, Girard se refiere a un efecto del chivo expiatorio. Esta faceta del concepto
guarda relación con la hipótesis de la existencia de un inconsciente persecutorio, generador de
una representación persecutoria e incluso de un sistema de representación en ese sentido. El
efecto del chivo expiatorio podría ser definido como la dinámica implícita en la expansión de la
representación persecutoria, a partir de la irrupción del inconsciente persecutorio. Por ejemplo,
Guillaume de Machaut nunca participó personalmente de la violencia colectiva ejercida contra
los judíos, pero sí de la representación persecutoria asociada a dicha violencia. En este senti-
do, hay que entender su participación del efecto colectivo del chivo expiatorio. La polarización
asociada a dicho efecto ejerce tal presión sobre los polarizados, que a estos les resulta imposible
justificarse. Girard propone la hipótesis de la existencia de un inconsciente persecutorio, precisa-
mente a partir de este “enclaustramiento en la ilusión perseguidora”, considerado por él como un
sistema de representación, verificable a partir de la reiteración de los estereotipos de la persecu-
ción en una gran cantidad de documentos, incluidos los mitos.414
Por otra parte, el efecto del chivo expiatorio se relaciona con la cuestión de la presencia de
lo sagrado en los mitos y sus vestigios en los textos de persecución. El efecto del chivo expiatorio
invierte las relaciones entre los perseguidores y sus víctimas. Tal inversión “produce lo sagrado,
los ancestros fundadores y las divinidades”.415
Como ya se ha indicado, la dimensión más importante de una crisis concierne al modo
en que esta afecta las relaciones humanas. Aún cuando las causas sean, en principio, externas,
la proyección de la maleficencia sobre la víctima unánimemente execrada, el chivo expiatorio,
pondrá fin a la crisis, evitando sus secuelas interpersonales. No obstante, si bien el chivo ex-
piatorio actúa sobre las relaciones humanas alteradas por la crisis, “dará la impresión de actuar
igualmente sobre las causas exteriores, las pestes, las sequías y otras calamidades objetivas”.416 La
conclusión de la mayoría de los mitos muestra un retorno al orden comprometido por la crisis o
el nacimiento de uno nuevo. Así, el transgresor se transforma en restaurador: “[E]l orden ausente
o comprometido por el chivo expiatorio se restablece o se establece por obra de aquel que fue el
primero en turbarlo”.417
Girard observa en los mitos referencias a linchamientos espontáneos, correspondientes
a apasionamientos miméticos sin obstáculo alguno, ni legal, ni institucional. Precisamente, en
aquellas sociedades carentes de sistema judicial, la indignación contagiosa y mimética se polariza
a través del linchamiento. Louis Gernet considera el linchamiento como una forma arcaica de
justicia. Contrariamente, para Girard, y aludiendo aquí a su hipótesis del homicidio fundador
como base de la cultura y sus instituciones:

[E]l punto de partida de lo religioso mítico, como asimismo, posteriormente, de todo lo


que llamamos “sistema judicial”, es la unanimidad violenta del linchamiento espontáneo,

413. Girard (2002), p. 77.


414. Girard (1986), p. 58.
415. Girard (1986), p. 63.
416. Girard (1986), p. 62.
417. Girard (1986), p. 60.

196
no premeditado, que de modo automático restablece la paz y que, por medio de la víctima,
infunde a esa paz una significación religiosa, divina.418

Un tercer nivel del concepto de chivo expiatorio corresponde a su entendimiento como


mecanismo estructurante. Girard distingue entre dos tipos de texto: aquellos en que el chivo ex-
piatorio es un principio estructurante oculto o un mecanismo estructurante, y aquellos en que el
chivo expiatorio es su tema visible. Los primeros no dicen que la víctima sea un chivo expiatorio,
obligando al intérprete a decirlo en su lugar. Mientras que los segundos dicen por sí mismos que
la víctima es un chivo expiatorio. El texto de Guillaume de Machaut acerca de la matanza de los
judíos durante la peste negra, y los textos mitológicos, son un ejemplo de los primeros. Mientras
que los Evangelios son un ejemplo de los segundos.
En los Evangelios, la expresión “chivo expiatorio” no aparece, pero esta es sustituida por la
expresión “Cordero de Dios”, aplicada a Jesús. Al igual que la primera, se refiere a la sustitución
de una víctima por todas las demás. Pero, a diferencia de aquella, la expresión “Cordero de Dios”
expresa mejor la inocencia de esta víctima, su injusta condena, la ausencia de causa del aborre-
cimiento al que ha sido arrojada.
La oposición entre tema y estructura es relevante en orden a diferenciar el concepto de chivo
expiatorio en la obra de Girard, así como a elucidar su postura. Los términos de tal oposición,
en lo que se refiere a los textos analizados por él, se muestran como inconmensurables. Tema y
estructura son aquí radicalmente incompatibles. Según Girard, el chivo expiatorio que el intér-
prete debe descubrir:

No puede aparecer en el texto cuyo tema gobierna; jamás es mencionado como tal. No
puede convertirse en tema en el texto que estructura. No es un tema sino un mecanismo
estructurante.419

Para la etnología de Frazer, la expresión “chivo expiatorio” tiene un sentido únicamente


ritual. Frente a esta posición, Girard radicaliza el sentido de aquella, en orden a establecer sus
caracteres esenciales. La expresión “chivo expiatorio”, en último término, pero teniendo presente
las tres facetas de su significación:

[J]amás designa […] ningún rito, ningún tema o ningún motivo cultural, sino el mecanis-
mo inconsciente de la representación y de la acción persecutoria, el mecanismo del chivo
expiatorio.420

Girard utiliza el término “mecanismo” con el fin de indicar “la naturaleza automática del
proceso y de sus resultados, así como la incomprensión e incluso la inconsciencia de quienes
participan en él”.421
El inconsciente persecutorio determina el silencio en torno al chivo expiatorio. Mientras
más dominado esté un texto por el efecto del chivo expiatorio, menos se hablará de él y más difí-
cil será descubrir el principio que lo gobierna. Según Girard: “Solo y exclusivamente en ese caso

418. Girard (2002), p. 93. Sobre el concepto de mímesis, véase la sección siguiente.
419. Girard (1986), p. 157.
420. Girard (1986), pp. 161-162.
421. Girard (2002), p. 48.

197
está redactado por entero en función de la ilusión victimaria, de la falsa culpabilidad de la vícti-
ma, de la causalidad mágica”.422 Los estereotipos de la persecución y su escamoteo visible cons-
tituyen signos indirectos de un efecto del chivo expiatorio, de una estructuración persecutoria.

4. La concepción mimética

La concepción mimética de Girard constituye el marco general que abarca la teoría victimaria
o teoría del chivo expiatorio, cuyos conceptos básicos han sido examinados en las anteriores
secciones. Ella constituye un determinado entendimiento de las relaciones humanas individuales
y colectivas, cuyo núcleo se concentra en los conceptos de mímesis y deseo. De la relación entre
ambos, se desprende una serie de variaciones conceptuales referidas a distintos matices de dicho
entendimiento de las relaciones humanas en el interior de la comunidad. La configuración de
dicho marco conceptual tiene por finalidad elucidar el mecanismo del chivo expiatorio. Desde
el punto de vista del análisis del ser humano en comunidad, este corresponde a la unanimidad
violenta o victimaria del todos contra uno.
El punto de partida de las reflexiones de Girard acerca del mimetismo, es la prohibición de
codiciar los bienes del prójimo, según Ex 20, 17. Dicha prohibición obraría en función de resol-
ver el problema fundamental de toda comunidad humana: la violencia interna. Contrariamente,
Girard supone que si se alentara el deseo de los bienes del prójimo, se desataría aquella situación
tan temida por Thomas Hobbes: la guerra de todos contra todos. Esta fórmula es relevante como
referente de lo que después Girard entenderá como unanimidad violenta o victimaria, definida
bajo la fórmula todos contra uno.
Ahora bien, el deseo depende del prójimo, ya que es este quien otorga valor a los objetos.
Según Girard:

[P]ara mantener la paz entre los hombres, hay que definir lo prohibido en función de este
temible hecho probado: el prójimo es el modelo de nuestros deseos. Eso es lo que llamo
deseo mimético.423

Del deseo mimético derivan las rivalidades miméticas, que Girard explica en los siguientes
términos:

Al imitar el deseo de mi hermano, yo deseo lo que él desea, ambos nos impedimos mutua-
mente satisfacer nuestro deseo común. Cuanto más aumenta la resistencia por una y otra
parte, más se refuerza el deseo, más se convierte en obstáculo el modelo, más se convierte
el modelo en obstáculo, hasta el punto en que, a fin de cuentas, el deseo solo se interesa por
lo que lo obstaculiza.424

Los términos griegos que designan la rivalidad mimética y sus consecuencias, son el sustan-
tivo skándalon y el verbo skandalízein. Skándalon designa el obstáculo que rechaza para atraer y
atrae para rechazar: es el escándalo o la piedra de toque. Para Girard, este constituye “una riguro-

422. Girard (1986), p. 160.


423. Girard (2002), p. 26.
424. Girard (1986), p. 173.

198
sa definición del proceso mimético”.425 En Mt 18, 5-7, Jesús alude al escándalo especialmente en
referencia a los adultos que abusan de la confianza de los niños, pues mientras “más inocente y
confiada es la imitación, más fácil resulta escandalizar, y más culpable es quien lo hace”.426
Los conceptos de mímesis y deseo se amplían en mutua correspondencia. Por un lado, la
esencia del deseo sería la imitación, en el sentido antes explicado. Mientras que la mímesis ha de
ser entendida aquí

no en el sentido del realismo que copia unos objetos, sino en el de las relaciones dominadas
por las rivalidades miméticas, y este torbellino, al acelerarse, produce el mecanismo que lo
hace cesar.427

Los escándalos entre individuos desembocan en la violencia colectiva. Esto corresponde a


lo que Girard denomina “apasionamiento mimético”, consistente en la agrupación, contra una
víctima única, de todos los escándalos antes independientes entre sí. El mecanismo victimario o
mecanismo del chivo expiatorio es descrito, a la luz de la concepción mimética, así:

La condensación de todos los escándalos separados en un escándalo único constituye el


paroxismo de un proceso que comienza con el deseo mimético y sus rivalidades. Al multi-
plicarse, estas suscitan una crisis mimética, la violencia del todos contra todos, que acabará
por aniquilar a la comunidad si, al final, no se transforma de manera espontánea, automáti-
camente, en un todos contra uno gracias al cual se rehace la unidad.428

La concepción mimética hace inteligible la relación entre las autoridades constituidas y la


multitud, identificadas por Girard, de acuerdo a los Evangelios, con los poderes de este mun-
do.429 Durante períodos de normalidad y estabilidad, las autoridades constituidas dominan a la
multitud. Durante períodos de crisis, por el contrario, la multitud domina a las autoridades.
Entonces, estas últimas pasan a engrosar la multitud, dejándose absorber por ella y entregándole
las víctimas reclamadas por ella. Por ejemplo, Pilato entrega a Jesús por miedo a una revuelta. Se
considera que así da muestras de habilidad política. Pero no se considera que esta es, casi siempre,
una extensión del mimetismo colectivo, de la unanimidad violenta y victimaria.430

425. Girard (1986), p. 177.


426. Girard (2002), p. 35.
427. Girard (1986), p. 183.
428. Girard (2002), pp. 43-44.
429. Girard se refiere a los poderes de este mundo en los siguientes términos: “A la gloria procedente de Dios, invisible en
este bajo mundo, la mayoría prefiere la gloria que procede de los hombres, la que multiplica a su paso los escándalos
y que consiste en triunfar en las luchas de rivalidades miméticas tan a menudo organizadas por los poderes de
este mundo, militares, políticos, económicos, deportivos, sexuales, artísticos, intelectuales… e incluso religiosos”,
Girard (2002), p. 36. En el marco de su análisis del Libro de Job, Girard precisa el alcance de la transfiguración de
las rivalidades miméticas y sus consecuencias: “[…L]a tiranía de las modas es más envilecedora que nunca y […]
la vida política, cultural, profesional e incluso las luchas sexuales, reproducen constantemente conjunciones de
idolatría y de ostracismo quizá menos violentas pero estructuralmente idénticas a lo que las palabras de Job dan a
entender”, Girard (1989), p. 118.
430. Girard observa que ni siquiera los dos ladrones crucificados junto a Jesús son una excepción respecto del
mimetismo colectivo: “También ellos imitan a la masa: vociferan siguiendo su ejemplo. Los seres más humillados y
más despreciados se comportan de la misma manera que los príncipes de este mundo. Hacen leña del árbol caído”,
Girard (2002), p. 39. La Pasión de nuestro Señor Jesucristo, según San Lucas (1963-1965), del compositor polaco
Krzysztof Penderecki (1933), para narrador, solistas, coros y orquesta, ilustra notablemente la violencia mimética y

199
Por otra parte, la intervención del sumo pontífice Caifás, según el relato de Jn 11, 47-53,
constituye una formulación nítida del proceso victimario: “Nos conviene que un hombre muera
por el pueblo, y no que la nación se pierda”.431 El consejo presidido por Caifás discute acerca de
la crisis generada por la excesiva popularidad de Jesús.432 La fórmula de Caifás es considerada
por Girard como: “la razón política, la razón del chivo expiatorio. Limitar la violencia al máximo
pero si es preciso recurrir a ella en último extremo, para evitar una violencia mayor”.433 Caifás es
aquí el sacrificador por excelencia, aquel que “hace morir unas víctimas para salvar a los vivos”.434
Según esto, afirma Girard, cualquier decisión verdadera en el ámbito de la cultura, tendría un
efecto sacrificial. “Decisión” deriva del latín decidere, que significa “degollar a la víctima”.435 Estas
observaciones se relacionan con el homicidio fundador, como dato antropológico constitutivo,
cuestión que será examinada a continuación.

5. Satán y el homicidio fundador

Girard interpreta la idea del homicidio fundador en relación con “la cuestión del origen de las
instituciones culturales y de las sociedades humanas”.436 El homicidio fundador o asesinato sa-
tánico es entendido por él como condición de posibilidad de la cultura y sus instituciones. De
acuerdo a esto, la finalidad de estas últimas es la “domesticación y limitación de la violencia
salvaje por la violencia ritual”.437
En Jn 8, 42-44, la figura de Satán es sustituida por la del Diablo. A su caracterización como
acusador público y fiscal en un tribunal, según el Libro de Job, se agrega aquí su descripción
como mentiroso, padre de la mentira y homicida desde el principio. La imagen del Diablo aparece
aquí expresamente identificada con el homicidio fundador, el asesinato satánico. Según Girard:

El Diablo es el padre de la mentira o, en ciertos manuscritos, el padre de los “mentirosos”,


puesto que sus violencias tramposas repercuten de generación en generación en las cultu-
ras humanas, tributarias así todas ellas de algún asesinato fundador o de los ritos que lo
reproducen.438

Tal es el sentido que adquiere la descripción del Diablo como “homicida desde el principio”,
según el Evangelio de Juan:

unánime del todos contra uno. Con un amplio uso del registro grave, percusión, bronces y del cluster, que traduce el
concepto de masa sonora, Penderecki configura una imagen sombría e inquietante que profundiza en los aspectos
terroríficos y desgarradores de la Pasión. La conclusión de la primera parte de esta monumental obra culmina con
el coro vociferando, como un solo cuerpo, la condena de Jesús: ¡Crucifige illum! La masa, que en la mayor parte de
esta obra solo emite sonidos guturales –casi se diría simiescos; quizás, coincidiendo con otra fórmula citada por
Girard, según la cual, Satán es el simio de Dios–, únicamente tiene lenguaje para exigir y proclamar la aniquilación
del justo. La condena emitida por la turba se oye como un bramido indiferenciado que ocupa todo el espacio
sonoro.
431. Girard (1986), p. 150.
432. Según Girard, dicha crisis formaba parte de una crisis general y más vasta de la sociedad judaica, que culminó con
su destrucción, casi medio siglo después. Girard (1986), p. 150.
433. Girard (1986), p. 151.
434. Girard (1986), p. 152.
435. Girard (1986), p. 152.
436. Girard (2002), p. 122
437. Girard (2002), p. 118.
438. Girard (2002), p. 64.

200
Si el diablo es homicida desde el principio, lo es también en la sucesión de los tiempos. Cada
vez que aparece una cultura, comienza con el mismo tipo de asesinato […] Si el primero da
principio a la primera cultura, los siguientes deberán ser el principio de las subsiguientes
culturas.439

En oposición a la etnología clásica y las modernas ciencias sociales, esencialmente anti-


rreligiosas, para Girard la primera institución humana surgida tras el asesinato colectivo es la
repetición ritual. Por lo tanto, el homicidio fundador, sacrificio, asesinato colectivo o asesinato
satánico, sería, según él, “el núcleo de todo sistema social, […] el verdadero principio y la forma
primitiva de todas las instituciones, […] el fundamento universal de la cultura humana”.440
En lo que se refiere al mecanismo del chivo expiatorio y el mimetismo, como facetas de
dicho proceso, Girard afirma que: “Las sociedades humanas son producto de procesos miméticos
disciplinados por el rito”.441 La hominización es, por lo tanto, en último término, entendida por
él en estricta relación con el proceso mimético y el mecanismo del chivo expiatorio, elementos
constitutivos del homicidio fundador de la cultura humana. Los conflictos que amenazaban a las
comunidades con su desintegración

produjeron enseguida su antídoto y dieron origen a mecanismos victimarios, divinidades y


ritos sacrificiales que no solo moderaron la violencia en el seno de los grupos humanos, sino
que canalizaron sus energías en direcciones positivas, humanizadoras.442

La proverbial lucidez de Girard acerca del horror constitutivo de los orígenes de la cultura
humana, se quiebra frente a su postulado de la posibilidad de algún elemento positivo que lo
justificara. Aquí, la posición de Girard frente a todo aquello que impugna se debilita, sin una
explicación satisfactoria. En último término, si la extrema violencia del homicidio fundador o
asesinato satánico constituye a la cultura humana en su conjunto y desde su origen, ¿qué sentido
podría tener la existencia de esta? Si el homicidio fundador requiere del mecanismo del chivo
expiatorio para realizarse, cuya fuente es el inconsciente persecutorio, ¿qué posibilidad existiría
de que la ignominiosa y abyecta condición humana fundada en el asesinato satánico fuese supe-
rada? ¿No sería aquí la conciencia, por el contrario, una fuente de inenarrable sufrimiento, la de
una humanidad incapaz de hacer otra cosa que odiarse a sí misma, debido a su envilecimiento
constitutivo, a su maldad originaria, por mucho que Girard pretenda, citando los Evangelios, que
los perseguidores, los linchadores, las turbas asesinas “no saben lo que hacen”, justificando así
su inconsciencia? ¿Es, en último término, el estado de inconsciencia neutral, desde un punto de
vista valorativo? Los mismos procesos examinados por Girard, ¿no muestran, acaso, que siempre
o casi siempre está del lado del mal?

439. Girard (2002), pp. 120-121.


440. Girard (2002), p. 123.
441. Girard (2002), p. 123.
442. Girard (2002), p. 129.

201
6. El homicidio fundador y sus formas derivadas:
La transición a la democracia en Chile

Ahora bien, ¿desde qué posición piensa y habla Girard? Desde una concepción realista de la an-
tropología y una abiertamente declarada apología del cristianismo.443 Girard se basa en la afirma-
ción de Simone Weil, según la cual, antes que una teoría de Dios, una teología, de los Evangelios
se desprende una teoría del ser humano, una antropología. La concepción mimética y la teoría del
chivo expiatorio dan contenido a tales afirmaciones. Por lo tanto, la revelación del mecanismo
victimario proporcionada por los Evangelios, ilumina un aspecto constitutivo de la humanidad
“desde el principio”, una definición del ser humano, que lo entiende determinado por la extrema
violencia desde sus orígenes.
¿En qué sentido es esta una interpretación o una antropología realista? La antropología
realista de Girard se concentra en el referente último de los mitos y textos bíblicos, los primeros
desde su ocultamiento y los segundos desde su revelación: “[E]l mecanismo victimario que apa-
cigua a las comunidades humanas y, al menos provisionalmente, restablece su tranquilidad”.444
Dadas las numerosas variantes del asesinato colectivo o de inspiración colectiva, presentes en
mitos y textos bíblicos; dados el realismo de ciertas descripciones, la violencia de muchos ritos,
el papel que en los mitos arcaicos desempeña el destrozar a la víctima con las manos; y dadas
la realidad de los conflictos miméticos y su culminación en un estallido de violencia colectiva,
entonces, según el problema central formulado por el autor: “¿[P]or qué no suponer que, tras la
mayoría de los ritos, hay una violencia real?”.445
Girard impugna a los investigadores que se niegan a reconocer la violencia real como re-
ferente extratextual. No es, según él, una negativa cualquiera, sino un verdadero prejuicio, que
obstaculiza el conocimiento y se traduce en una “furia de negar la realidad de los hechos que
se ha apoderado de nuestros filósofos y mitólogos”.446 La posición de Girard a este respecto y el
sentido de su impugnación son resumidas así: “El rechazo de lo real es el dogma número uno de
nuestro tiempo. Es la prolongación y perpetuación de la ilusión mítica original”.447
En el marco de su análisis del Libro de Job, Girard examina el fenómeno del totalitarismo.
Una sociedad es totalitaria cuando el mecanismo del chivo expiatorio reasume su papel de ins-
taurador y restaurador de trascendencia.448 Las sociedades totalitarias y las sociedades arcaicas
poseen rasgos comunes:

La exigencia de una víctima que consienta en su papel de víctima caracteriza tanto al to-
talitarismo moderno como a determinadas formas religiosas y pararreligiosas del mundo
primitivo. Las víctimas de los sacrificios humanos se presentan siempre como extremada-
mente favorables a su propia inmolación, absolutamente convencidas de su necesidad.449

443. Girard (2002), p. 18.


444. Girard (2002), p. 47-48.
445. Girard (2002), p. 92.
446. Girard (2002), p. 106.
447. Girard (2002), p. 99.
448. Girard (1989), p. 146.
449. Girard (1989), p. 140.

202
Otro rasgo común es la “pérdida de la memoria, la voluntad de eliminar no solo la propia
víctima propiciatoria sino todo lo que pudiera recordarla, incluido su nombre”.450 Desde luego,
tal voluntad se relaciona con el fenómeno de los detenidos desaparecidos, una práctica realizada
hasta no hace mucho tiempo en Chile y otros países de Latinoamérica. Pero al momento de situar
históricamente sus reflexiones, Girard solo menciona dos universos totalitarios: la Alemania nazi
y la Unión Soviética, expresando, además, un particular rechazo hacia el segundo, por reivindicar
como suya la preocupación por las víctimas e impugnar la autenticidad de dicha preocupación
por parte del cristianismo.451
Los textos aquí citados fueron escritos durante los años ochenta y noventa del siglo xx.
Girard solo menciona generalidades, tales como los conflictos internacionales, el terrorismo y
el totalitarismo, como amenazas que comprometen los avances en el conocimiento acerca del
mecanismo del chivo expiatorio. Pero en las obras aquí citadas no hay palabras para referirse
a las naciones del Tercer Mundo, Latinoamérica, África u otras zonas en conflicto. Girard solo
reconoce y celebra los avances de las democracias modernas, las del Primer Mundo. Nada ex-
presa acerca de las dictaduras de Latinoamérica, nada acerca de las extensiones del fascismo y,
por lo tanto, del mecanismo del chivo expiatorio, en democracias como la chilena, heredera y
administradora del aparato jurídico de la dictadura, el mismo que ha perpetuado el despojo
de Chile por las transnacionales y la economía globalizada. Nada, en último término, acerca
de la miseria, la alienación, la nivelación, la normalización, la uniformidad, el mimetismo y la
competencia a escala internacional del mundo globalizado y el capitalismo transnacional. Nada
acerca de la explotación y el proceso de lumpenización a ellos asociados, como expresiones
de una voluntad de envilecimiento intrínseca que destruye a los individuos, para convertirlos
en una turba indiferenciada de consumidores identificados con sus deseos más bajos. Nada
acerca de la moral social que se desprende del capitalismo transnacional, reafirmando el me-
canismo del chivo expiatorio y la prolongación de sus lacras a las dimensiones más íntimas del
comportamiento humano.
No obstante, hay en su obra, a lo menos, un elemento que constituye a hacer inteligible el
problema de las extensiones del chivo expiatorio en democracias como la chilena, que son pro-
longaciones de las dictaduras. Se relaciona con la transformación de las Erinias en Euménides,
según la Orestíada, de Esquilo.
De acuerdo al análisis de Girard, las Erinias representan el asesinato colectivo. En Las Eu-
ménides, tercera parte de la Orestíada, Atenea se encarga de conseguir que la feroces Erinias ab-
juren del asesinato colectivo, transformándose en las dulces y fecundas Euménides. La promesa
de las Erinias constituye un documento relevante sobre la violencia fundadora. Las Euménides
expresa dicha promesa en los siguientes términos:

¡Que se intercambien gozos compartiendo


el amor, y que odien
como si un solo corazón tuviesen!
Esto es, en muchos males,
un remedio en el mundo.452

450. Girard (1989), p. 143.


451. Girard (1989), p. 141, Girard (2002), pp. 221 y ss.
452. Esquilo, Las Euménides, citado por Girard (1989), p. 175.

203
El texto de Esquilo expresa la tesis de la violencia fundadora y sus formas derivadas, “la fun-
ción social y religiosa del odio unánime”.453 El homicidio fundador permanece oscuramente en
las formas consideradas civilizadas que lo sustituyen. Las formas bárbaras del pasado encuentran
otros objetos para la polarización del odio unánime. Las Erinias simbolizan el espíritu del odio
y de la venganza colectiva. Con su transformación en las Euménides, habrá más alegría y amor,
pero seguirá existiendo el odio colectivo, a fin de morigerar el peligro de desintegración al que
queda expuesta una comunidad liberada de la violencia y abandonada a su propia suerte. Girard
interpreta el episodio desarrollado por Esquilo en Las Euménides, así:

[T]ras su desvanecimiento en la forma primitiva simbolizada por las Erinias, el odio no


va a desaparecer ni a perder su poder unanimizador. […] En una polis bien civilizada las
formas horribles resultan cada vez más escandalosas y, en todo caso, su fecundidad ya no
es efectiva. Todas las tentativas para poner fin a la venganza han fracasado. De una tragedia
a otra, los asesinatos suceden a los asesinatos sin obtener nunca la menor paz. Esta crisis
obliga a una metamorfosis de la violencia, a su perpetuación en formas menos salvajes, más
adaptadas a las circunstancias históricas en un Universo renovado por formas judiciales
más eficaces.454

Este esquema se aplica a la transición de la dictadura a la democracia en Chile. La dictadura


de Pinochet, considerada como una de las más feroces de Latinoamérica, hizo posible la insta-
lación de la economía más exitosa de la región, desde el punto de vista de las ventajas que ofrece
a la inversión extranjera y el equilibrio macroeconómico. La violencia fundadora y sus formas
derivadas, siempre dirigidas al ocultamiento del chivo expiatorio, en circunstancias históricas
renovadas por “formas judiciales más eficaces”, se concentran básicamente en la Constitución de
1980 y el resto del aparato jurídico de la dictadura, administrado y reformado exitosamente por
la Concertación, su legítima heredera. Por lo tanto, la democracia es una forma derivada de la
dictadura, en el sentido de que aquella perpetúa la violencia fundadora, constitutiva, además, de
la nación chilena desde su origen, como correctamente sostiene el poeta y jurista Armando Uribe
(1933), en El fantasma de la sinrazón.
Ese proceso simultáneo de transición y continuidad es, por otra parte, uno de los referentes
de la obra del cineasta alemán Rainer Werner Fassbinder (1945-1982), cuyo asunto central es la
perpetuación del fascismo en el contexto del llamado “milagro alemán”, a través de la explotación
sexual, emocional y económica, en el nivel de las relaciones familiares e íntimas de seres sin nin-
guna posibilidad de superar su destinación a la locura o la muerte violenta. También el escritor y
cineasta italiano Pier Paolo Pasolini (1922-1975) lo hizo inteligible, a través de su entendimiento
del hedonismo de la sociedad de consumo como el verdadero fascismo, debido a la nivelación
disfrazada de libertad y tolerancia que este impone.
Podrían desarrollarse varios ejemplos no “emblemáticos” –como insidiosamente acostum-
bran decir los discursos oficiales y los medios que les sirven– de las formas derivadas de la vio-
lencia del mecanismo del chivo expiatorio y el homicidio fundador en Chile, tales como los
siguientes. El suicidio político de Eduardo Miño, quien se quemó a lo bonzo frente a La Moneda,
a fines de 2001. La performance del fotógrafo norteamericano Spencer Tunick, esa especie de
matadero transfigurado, en 2002. La tragedia de Antuco, en 2005, y la expresión de Ricardo La-

453. Girard (1989), p. 177.


454. Girard (1989), pp. 176-177.

204
gos, quién llamó a sus víctimas “héroes de la paz”. O la exhibición por Internet de fotografías no
periciales del cuerpo descuartizado de Hans Pozo, en 2006.
Pero aquí se desarrollará solo un ejemplo, escogido por situarse en el contexto de las postri-
merías de la dictadura y los inicios del proceso llamado de transición a la democracia en Chile.
Se trata de un caso de suicidio, ocurrido el 2 de Enero de 1988, poco después de la crisis generada
en la Izquierda chilena, ante el fracaso del llamado Año Decisivo, tras el fallido atentado contra
Pinochet, en Septiembre de 1986. Se trata del suicidio de José Saavedra, dirigente estudiantil y
militante socialista, quien cursaba los últimos ramos de su carrera de Filosofía, en la Pontificia
Universidad Católica de Chile. Antes de quitarse la vida, a los 23 años de edad, redactó una
serie de notas, bajo el título Apuntes existenciales nocturnos o confesiones póstumas. Parte de este
testimonio filosófico fue publicado en la última edición de la revista El espíritu de la época, en
Septiembre de 1988.
Se trata del testimonio de una conciencia lúcida, sobre todo en lo que se refiere a un espí-
ritu de la época latente, pero oscuramente presentido por él. A casi veinte años de su muerte,
es posible reconocer las trazas del sórdido espíritu de la época subyacente en los dictados de la
actual administración de gobierno, y su opción por una razón política más envilecedora que la
del propio Caifás. He aquí un fragmento del testimonio particular y universal de José Saavedra,
quien esperaba que sus notas fuesen leídas algún día:

Todo lo sucedido nos duele, ¡nos duele mucho!, hondamente, es un escarnio sin razón,
o con una razón vil, bastarda, que no soportamos, que quisiéramos, pero no podemos
aceptar a ningún costo.
[…] ¿Y ahora qué, qué esperar, para qué, por quién esperar algo de algo o de
alguien aquí? ¿Por qué y qué esperar, hacer, volver a creer, a amar aquí después
de no solo no haber sido valorados, apreciados o mal apreciados por nuestra
lucha, sino que después de haber sido despreciados y castigados por luchar?455

Esta sección del texto, en que Saavedra habla de escarnio, desprecio y castigo, indica que
debió ser objeto de algún tipo de discriminación o expulsión, directa o indirectamente, lo que
determinó su ingreso en una soledad aún más profunda. La siguiente sección, citada a continua-
ción, expresa la conciencia de un mal radical, aquel que se desprende de la oposición entre el
amor y el poder. Una oposición clásica, de la que la obra de Shakespeare o los Evangelios –como
ejemplos de la literatura admirada por Girard– han dado cabal cuenta. Saavedra alude aquí a la
conciencia de un fondo último e intolerable para él:
El punto más extremo, más radical, más hondo del desencanto que vivimos es la consta-
tación del hecho de que no importa amar, dar, luchar, creer; lo importante realmente es triunfar,
vencer en la lucha por el poder, aplastar al enemigo, tomar sus bienes, tomar su mujer. La consta-
tación, la comprobación, el reconocimiento de que aquí lo importante no es tu amor, tu fe, tu es-
fuerzo, tu lucha, tu generosidad, aquí lo importante es tu triunfo, tu victoria sobre Y contra tus
enemigos; aquí no importa nada cuánto ames, creas, luches, aquí lo verdaderamente importante
es realmente cuánto poder conquistes a los enemigos. aquí en definitiva importa tu cuota
de poder y tu fuerza para defender tu cuota de poder, y para ganar más poder.456

455. Saavedra (1987).


456. Saavedra (1987).

205
Saavedra, marcado por su formación jesuita y una fe religiosa de la que después abjuraría,
estaba obnubilado por su, a todas luces, tóxica lectura de Nietzsche, en una universidad y una
época, en que este autor estaba casi prohibido. El texto citado se precipita, desembocando en la
repetición obsesiva del término “poder”, el poder conquistado a los enemigos, el poder de arre-
batarle sus bienes y aniquilarlo. Pero esta empresa y los valores de Saavedra eran incompatibles,
pues para él solo contaban el amor, la generosidad, la fe y la lucha unida a esos valores, cuyo
ocaso presentía próximo, en las postrimerías de la dictadura.
Él reconoce la hegemonía y la legitimidad, socialmente instaladas, de las rivalidades mimé-
ticas, la rapiña y la encarnizada lucha por el poder –tan admiradas por Nietzsche, en detrimento
de los débiles, cansados y enfermos–, sin otro objetivo que el acrecentamiento del poder mismo,
poco antes del término oficial de la dictadura y la transición pactada y negociada sobre la base de
los dictados de la razón política que guió a sus ejecutores. Pero los valores de Saavedra, su incom-
patibilidad con esa lucha por el poder, lo excluían de participar en ese intercambio de fuerzas.
Y, tal vez, esto lo haya puesto en la situación de víctima que después desembocaría en el
suicidio. Para Girard, el suicidio es una variante del homicidio colectivo. Su examen de la obra
del trágico francés Jean Racine (1639-1699), muestra “el verdadero sentido de cualquier suicidio:
la ausencia total de recursos, la hostilidad universal, el envés de la unanimidad perseguidora”.457
Pero, si bien es imposible saber cuál sea la causa última del suicidio de Saavedra, sí es posible
elucidar hasta cierto punto el alcance de ese fondo, de esa soledad absoluta –como correctamente
describe Girard la conciencia del chivo expiatorio–, de ese presentimiento de un horror colectivo
que las sucesivas administraciones de la Concertación y su aparato ideológico se encargarían de
realizar y legitimar como una moral social, masificada y reproducida al servicio del despojo, la
traición, la mentira y la voluntad de envilecimiento de vastos sectores de la población chilena.
Pues “aquí en definitiva importa tu cuota de poder Y tu fuerza para defender tu
cuota de poder, Y para ganar más poder”.

Consideraciones finales

Sin un análisis adecuado, sin las distinciones pertinentes, la posición que Girard adopta a partir
de su concepción mimética y su teoría del chivo expiatorio, podría ser fácilmente reducida a
mero fundamentalismo religioso. Si bien se observa en él una cierta unilateralidad, por mo-
mentos, respecto de otras posiciones, es imposible no reconocer su profunda lucidez en lo que
concierne a su reconocimiento de las víctimas de la violencia, como referente y trasfondo de su
estudio acerca del mecanismo del chivo expiatorio, el ciclo mimético, la violencia unánime del
todos contra uno, la imitación ritual como prolongación de esa violencia, el homicidio fundador
como elemento antropológico constitutivo y base de la cultura humana.
Sin embargo, la lúcida obra de Girard deja abiertas algunas interrogantes. Su hipótesis del
homicidio fundador como base de la cultura desde sus orígenes, da lugar a una visión trágica de
lo humano, constituido por la extrema violencia. Si la cultura se funda en la violencia del chivo
expiatorio, si la violencia y el mal constituyen al ser humano, ¿qué sentido tienen la existencia
y la permanencia de este? ¿Es superable ese designio antropológico? ¿Incidirá tan a fondo la re-
velación evangélica en lo que se refiere al reconocimiento de las víctimas, como optimistamente
proclama Girard? ¿No es imprescindible la fe, en este caso? ¿Y qué ocurre con aquellos que, aun
reconociendo el valor de verdad de la revelación evangélica y la epistemología que de aquí se

457. Girard (1989), p. 60.

206
desprende, les es imposible ya, en su desfallecimiento, esperar el advenimiento de un Dios de las
víctimas, de un abogado de la defensa, de un Paráclito?
Finalmente, tales interrogantes son también válidas en el caso del análisis específico del sór-
dido espíritu de la época constitutivo de la postdictadura, de su presente amputado de un futuro
digno y una vida consciente. El marco teórico de Girard demuestra que, en rigor, la transición a
la democracia nunca ha existido. La llamada democracia no es más que una forma derivada de la
barbarie y la extrema violencia administradas por la dictadura, en vistas a su perpetuación a tra-
vés de formas judiciales más eficaces, implementadas alegremente por la Concertación, ejecutora
de la razón del chivo expiatorio –la cifra del cálculo sacrificial–, bajo la égida del neoliberalismo.

Valparaíso, Octubre 2006, Mayo 2007, Diciembre 2008.

Referencias

Girard, René (1986). El chivo expiatorio (trad. Joaquín Jordá). Barcelona: Anagrama.
Girard, René (1989). La ruta antigua de los hombres perversos (trad. Franciso Díez del Corral). Barcelona:
Anagrama.
Girard, René (2002). Veo a Satán caer como el relámpago (trad. Francisco Díez del Corral). Barcelona: Ana-
grama.
Saavedra, José (1987). Apuntes existenciales nocturnos o confesiones póstumas. Fotocopia del manuscrito
original. Texto inédito.

207
El positivismo y la inseparabilidad
del derecho y la moral458

Leslie Green459

Introducción

La Conferencia Holmes de H.L.A. Hart dio nueva expresión a la vieja idea de que los sistemas
jurídicos comprenden solo el derecho positivo, una tesis usualmente denominada “positivismo
jurídico”. Hart hizo esto de dos formas. Primero, desenredó la idea de los proyectos independien-
tes y distractores de la teoría imperativa del derecho, el estudio analítico del lenguaje jurídico, y
las filosofías morales no cognitivistas. La segunda movida de Hart fue ofrecer una nueva carac-
terización de la tesis. Argumentó que el positivismo jurídico involucra, como lo pone su título, la
“separación del derecho y la moral”.460
Desde luego, con esto Hart no pretendía decir nada tan ridículo como la idea de que el
derecho y la moral deberían mantenerse separados (como si la separación del derecho y la moral
fuera como la separación de la iglesia y el estado).461 La moral establece ideales para el derecho,
y el derecho debería estar a la altura de ellos. Tampoco quiso decir que el derecho y la moral
están separados. Vemos su unión en todas partes. Prohibimos la discriminación sexual porque la
juzgamos inmoral; el propósito de prohibirla es hacer respetar y clarificar ese juicio, y lo hacemos
usando términos morales cotidianos como “deber” e “igualdad”. En cuanto sugiere otra cosa,
el término “separación” es desorientador. Para calmar a los de mentalidad literal, Hart podría
haber titulado su conferencia “El Positivismo y la Separabilidad del Derecho y la Moral”.462 Eso

458. Publicado originalmente en New York University Law Review, Vol. 83, No. 4 (2008), pp. 1035-1058. Con
autorización del autor. Traducción de Ernesto Riffo Elgueta.
459. Copyright © 2008, Leslie Green, Catedrático de Filosofía del Derecho y fellow de Balliol College, Universidad
de Oxford. Este artículo toma prestadas y desarrolla ideas de Leslie Green, “Legal Positivism”, en The Stanford
Encyclopedia of Philosophy (Edward N. Zalta ed., 2003), http: // plato.stanford.edu/entries/legal-positivism/.
Versiones anteriores de este artículo fueron presentadas en Columbia Law School, en el Congreso Mundial 2003
de la Asociación Internacional de Filosofía Jurídica y Social, y en el Simposio sobre el cincuentenario del debate
Hart-Fuller celebrado en la Escuela de Derecho de la Universidad de Nueva York el 1 y 2 de febrero de 2008. Por
sus críticas, estoy especialmente en deuda con John Gardner, Chris Morris, Denise Réaume, Jeremy Waldron, Wil
Waluchow, y los editores del New York University Law Review.
460. H.L.A. Hart, “Positivism and the Separation of Law and Morals”, 71 Harv. L. Rev. 593 (1957).
461. La asociación de esta idea con Hart parece ser una confundida interpretación de una tesis que él sí sostuvo, a
saber que el derecho no debe prohibir la desviación inofensiva respecto de los estándares morales convencionales.
Véase H.L.A. Hart, Law, Liberty and Morality, p. 57 (1963) (“Donde no hay daño que prevenir y ninguna víctima
potencial que proteger […] es difícil entender la afirmación de que la conformidad […] es un valor que merece
ser buscado, sin importar el sufrimiento y el sacrificio que involucra”). Esa es una tesis normativa acerca de la
legislación y no una teoría de la naturaleza del derecho. Si necesariamente el derecho positivo impusiera la moral
convencional, la recomendación no habría tenido sentido.
462. Hart a veces describía la tesis a la que se oponía como si esta afirmara que el derecho y la moral están
“indisolublemente fusionados o [son] inseparables”. Hart supra nota 1, p. 594. Creo que Jules Coleman usó por
primera vez el término “tesis de la separabilidad”. Véase Jules L. Coleman, “Negative and Positive Positivism”, 11 J.

209
captura bien su idea de que “no existe una conexión necesaria entre el derecho y la moral o entre
el derecho como es y como debe ser”.463
Lon Fuller rehusó hacer caso a las palabras de Hart. Pensó que Hart estaba recomendando
que “el derecho debe ser separado estrictamente de la moral”.464 Si Hart no hacía eso, ¿entonces
por qué dijo que es moralmente mejor retener un concepto amplio de derecho, uno que se aplique
incluso a los sistemas jurídicos malvados? Y de todos modos, si los positivistas no recomendaban
la separación, ¿entonces qué consejo estaban ofreciendo a los políticos que tienen que diseñar
constituciones o a los jueces que tienen que decidir casos?
La respuesta es que los positivistas jurídicos no estaban ofreciendo consejos. Estaban tra-
tando de entender la naturaleza del derecho. La propia renuncia de Fuller a dar crédito a ese
proyecto fluía de su aparente convicción de que no podía resultar ser nada mejor que “una serie
de decisiones sobre definiciones”.465 Fuller ciertamente no fue el último en tener dudas acerca
de las posibilidades de éxito de una explicación del derecho, ni el primero en considerar más
importante cambiar el mundo que interpretarlo. Lo único sorprendente era que Fuller suponía
también que se podía cambiar el mundo cambiando la filosofía. Pensaba que los juristas podían
mejorar la sociedad tratando las filosofías del derecho no como esfuerzos por entender la reali-
dad social, sino como “señales para la aplicación de las energías humanas”.466 ¿En qué dirección
debían apuntar? Hacia una mucho mayor “fidelidad al derecho”.467
Pero eso era apenas el comienzo. Fuller también quería que la filosofía general del derecho
asegurara que las constituciones no “incorporaran una multitud de medidas económicas y po-
líticas del tipo que uno normalmente asociaría con el derecho legislado”,468 y quería que diera
consuelo a los jueces ordinarios que tienen experiencia comercial pero se hallan bajo el control
de una corte suprema sin sentido comercial alguno.469 El relajo del positivismo acerca de tales
cosas lo perturbaba: “Lo que me molesta de la escuela del positivismo jurídico es que no solo
rehúsa tratar con [estos] problemas… sino que los proscribe en principio de la competencia de
la filosofía jurídica”.470
En verdad, no existen tales proscripciones. Los positivistas simplemente creen que exis-
te más de un área de competencia en el imperio de la filosofía del derecho. Piensan que, por
ejemplo, la oposición a tener disposiciones económicas en las constituciones debe ser defendida
dentro del área de la moralidad política, no arrastrada hacia la filosofía general del derecho como
una supuesta inferencia a partir de, o como una presuposición de, alguna teoría acerca de la
naturaleza del derecho. Los positivistas piensan que la filosofía general del derecho no debería
tener ninguna pretensión de ser una “guía para la conciencia”471 y no están ni sorprendidos ni

Legal Stud. 139, pp. 140-41 (1982) (donde usa el término para referirse a la “negación de una relación necesaria o
constitutiva entre el derecho y la moral”).
463. Hart, supra nota 1, p. 601 n. 25.
464. Lon L. Fuller, “Positivism and Fidelity to Law–A Reply to Professor Hart”, 71 Harv. L. Rev. 630, p. 656 (1957).
465. Id. p. 631.
466. Id. p. 632.
467. Id. p. 631.
468. Id. p. 643.
469. Véase id. p. 646-47 (donde sugiere que el juez que “tiene la mala fortuna […] de vivir bajo una corte suprema a
la que considera lamentablemente ignorante de las maneras y necesidades del comercio” no puede “lograr una
resolución satisfactoria de su dilema a menos que entienda su deber de fidelidad al derecho en un contexto que
abarque también su responsabilidad de hacer al derecho lo que debe ser”).
470. Id. p. 643.
471. Id. p. 634.

210
decepcionados cuando demuestra ser “incapaz de auxiliar a [un] juez”.472 La misión del positi-
vismo jurídico no es, de esta forma, promover el liberalismo económico o incluso la “fidelidad al
derecho”. No debería estar orientado hacia alguna de estas devociones, sino hacia la verdad y la
claridad –lo que Hart llamó “una virtud soberana en la filosofía del derecho”.473 Es este proyecto,
no otro, el que revela la “separación del derecho y la moral”.
El triunfo de la conferencia de Hart en promover este eslogan fue casi total. Quienes no
saben nada más sobre la filosofía del derecho saben que los positivistas son aquellos que mantie-
nen la separabilidad del derecho y la moral. El grupo en el cual el eslogan no prendió realmente
fue entre los mismos positivistas. Joseph Raz notó, hace más de treinta años, que la tesis de la
separabilidad es lógicamente independiente de la idea de que los sistemas jurídicos contienen
solo derecho positivo:

La afirmación según la cual lo que es derecho y lo que no es es una cuestión puramente de


hecho social deja abierta la pregunta si acaso esos hechos sociales por medio de los cuales
identificamos el derecho o determinamos su existencia lo dotan o no de mérito moral. Si lo
hacen, tiene necesariamente carácter moral.474

Más recientemente, Jules Coleman describió la tesis de la separabilidad como innegable y


por lo tanto inútil como línea de demarcación en la teoría jurídica: “No podemos caracterizar
de manera útil el positivismo jurídico en términos de la tesis de la separabilidad, una vez que
es entendida adecuadamente, porque casi nadie –positivista o no– la rechaza”.475 John Gardner,
por otro lado, sostuvo que la tesis de la separabilidad no puede caracterizar el positivismo por la
razón opuesta: Es “absurda y ningún filósofo del derecho de nota la ha aceptado jamás”.476 Entre
tanta cacofonía, es quizás nada sorprendente que algunos espectadores encontraran la tesis “irre-
mediablemente ambigua” y el medio siglo de debate acerca de la separabilidad del derecho y la
moral “enteramente sin sentido”.477
En este artículo ofrezco un diagnóstico distinto. La tesis de la separabilidad no es ambigua,
ni absurda, ni obvia. Por el contrario, es clara, coherente, y falsa. Pero es falsa por razones que
Fuller no notó y que echan luz sobre –y ponen en duda– su alabadora visión del derecho.

I. Lo que la tesis de la separabilidad no es

La tesis de la separabilidad no es una afirmación metodológica. Concierne solo al ámbito del


nivel objeto –esto es, a las leyes y los sistemas jurídicos.478 El método de Hart era acercarse a la
naturaleza del derecho por medio un estudio hermenéutico del concepto de derecho. Considera-

472. Id. p. 647.


473. Hart, supra nota 1, p. 593.
474. Joseph Raz, The Authority of Law, pp. 38-39 (1979) [en lo que sigue Raz, Authority]; véase también Joseph Raz,
Practical Reason and Norms, pp. 165-70 (2a ed. 1990) [en lo que sigue Raz, Practical Reason] (donde discute el
“enfoque derivativo” y su “necesidad de una identificación socialmente orientada del derecho”).
475. Jules Coleman, The Practice of Principle, p. 152 (2001).
476. John Gardner, “Legal Positivism: 5 1/2 Myths”, 46 Am. J. Juris. 199, p. 223 (2001).
477. Klaus Fuβer, “Farewell to ‘Legal Positivism’: The Separation Thesis Unravelling”, en The Autonomy of Law, p. 120
(Robert P. George ed., 1996).
478. Es, por lo tanto, lo que Stephen Perry llama positivismo “sustantivo”, como opuesto a uno “metodológico”. Véase
en general Stephen R. Perry, “The Varieties of Legal Positivism”, 9 Canadian J.L. & Jurisprudence 361 (1996). Para
la opinión según la cual la tesis de la separabilidad incluye al menos un compromiso metodológico, véase James

211
ba este método como evasivo respecto al valor moral de sus objetos y, en ese sentido, moralmente
neutral. Pero no es eso lo que mueve la tesis de la separabilidad. No hay razón por la cual el mé-
todo evasivo no pueda descubrir conexiones necesarias entre el derecho y la moral, y descubrir
que existen tales conexiones no es presuponer o afirmar que es moralmente bueno que existan.
La neutralidad metodológica de Hart no es más que la afirmación de que la filosofía general del
derecho no debe llegar previamente comprometido con conclusiones acerca del valor moral del
derecho. Esta neutralidad no induce o excluye conclusión alguna, ni supone cualquier otro tipo
de neutralidad valorativa.
¿Siembra dudas sobre tal neutralidad la discusión de Hart de las razones morales para re-
tener un concepto amplio de derecho? No lo hace. La tesis de la separabilidad descansa por
completo en sus destructivos argumentos contra la tesis de la conexión necesaria. Las conside-
raciones morales y pragmáticas que menciona responden a algo que él considera “no tanto un
argumento intelectual… como una apelación apasionada”.479 La apelación viene de un reforma-
dor conceptual que nos pide revisar nuestro concepto de derecho de manera de despojar a los
sistemas jurídicos perversos de cualquier encanto asociado a la etiqueta “derecho”. Hart no está
sugiriendo que razones morales y pragmáticas establezcan la tesis de la separabilidad del derecho
y la moral. Está argumentando que existen razones morales y pragmáticas en contra de pretender
que la naturaleza del derecho es distinta de lo que muestra un método neutral. Esto asume que
el concepto de derecho es suficientemente determinado como para hacer inteligible la idea de
revisión conceptual –debe haber algo que el revisionista esté revisando– pero no asume que el
derecho tenga la naturaleza que sería bueno que tuviera.
Ya que la tesis de la separabilidad es una tesis acerca de la naturaleza del derecho, podría ser
tentador identificarla con una de dos influyentes teorías acerca de la naturaleza del derecho, cada
una de las cuales reclama alguna asociación con la tradición del positivismo jurídico –la tesis
social y la tesis de las fuentes.
De acuerdo a la tesis social, el derecho debe estar fundado en hechos sociales, y cualquier
criterio no fáctico de la existencia y el contenido del derecho debe igualmente fundarse en ta-
les hechos. Coleman es partidario de la tesis social. Sostiene que la tesis de la separabilidad
“adecuadamente entendida”, es solo una afirmación acerca “del contenido de los criterios de
pertenencia al derecho” y como tal no está expuesto a dudas serias.480 Si la frase recién citada
significa que la tesis de la separabilidad es solo una afirmación acerca de cuáles son los criterios
de pertenencia, entonces es probablemente verdadero que nadie sostiene que los criterios son
necesariamente morales –ni siquiera un tomista como John Finnis, quien sensatamente recono-
ce que “la ley humana es una artefacto y un artificio, y no una conclusión a partir de premisas
morales”.481 Coleman infiere que la línea de demarcación real entre positivistas y otros depende
de las “condiciones de existencia” de los criterios no necesariamente morales. Afirma que los
positivistas sostienen, mientras que otros niegan, que esas condiciones de existencia son con-
vencionales o sociales.482

Morauta, “Three Separation Theses”, 23 Law & Phil. 111, p. 128 (2004) (“El análisis correcto [del concepto de
derecho] no implica por sí mismo ninguna afirmación sustantiva acerca del valor moral del derecho como tal”).
479. Hart, supra nota 1, p. 615.
480. Coleman, supra nota 16, p. 152-53.
481. John Finnis, “The Truth in Legal Positivism”, en The Autonomy of Law, supra nota 18, pp. 195, 205.
482. Coleman, supra nota 16, p. 152-53. Para mi propia opinión, véase Leslie Green, “Positivism and Conventionalism”,
12 Canadian J.L. & Jurisprudence 35, p. 36 (1999) (“[L]a regla de reconocimiento no puede ser entendida
meramente como una norma convencional”).

212
Ahora, uno podría, advirtiéndolo claramente, usar “separabilidad” como sea que uno quie-
ra. Pero la tesis de Coleman difiere de la Hart pues descuida una de las enseñanzas centrales de
Hart: “Hay muchos tipos de relación entre el derecho y la moral, y no hay nada que pueda ser
singularizado con provecho para ser estudiado como la relación entre ellos”.483 La tesis de Hart
es que ninguna de estas relaciones se da de manera necesaria. Lejos de centrarse en una reducida
(aunque importante) pregunta acerca del derecho y la moral, la teoría de Hart es pluralista hasta
el tedio. Examina casi todo lo que alguna vez alguien pensó que podría constituir algún tipo de
relación necesaria y luego argumenta,484 una por una, que “no es necesariamente así”. La conocida
tesis social que Coleman tiene en mente es más reducida que la tesis que Hart buscó reivindicar.
Por razones similares, la tesis de la separabilidad no puede ser identificada con la tesis de las
fuentes –esto es, con la opinión de que la existencia y el contenido del derecho dependen de sus
fuentes y no de sus méritos.485 Ya hemos notado una forma en que esta tesis es menos severa que
la tesis de la separabilidad: La tesis de las fuentes solo excluye la dependencia del derecho respecto
de la moral. Como nota Raz, esto deja bien abierta la pregunta si acaso existen otras relaciones
necesarias entre los dos (incluyendo relaciones de implicación que vayan de proposiciones acerca
del derecho a proposiciones acerca de la moral).486 De otra forma, sin embargo, la tesis de las
fuentes es más severa que la tesis de la separabilidad. Excluye de los criterios para identificar el
derecho no solo la moralidad sino cualquier mérito –esto es, cualquier consideración evaluativa
que pudiera justificar crear o mantener una posible regla jurídica. Hart está interesado en todo
tipo de relaciones entre el derecho y la moral; nunca se detiene a considerar lo que el positivismo
sostiene acerca de, digamos, la relación entre el derecho y la economía. De acuerdo a la tesis de
las fuentes, sin embargo, el hecho de que una cierta regla jurídica fuera ineficiente no es una
mejor razón para dudar de su existencia que el hecho de que fuera inhumana o injusta. John
Austin lo puso así: “Una ley, que efectivamente exista, es una ley, aunque ocurra que no nos guste,
o aunque difiera del texto, por el cual regulamos nuestra aprobación o desaprobación”.487 Austin
pretende que la cuantificación se aplique a todos los “textos”.

ii. Entendiendo la tesis de la separabilidad

De manera que la tesis de la separabilidad no es la tesis de la neutralidad metodológica, ni la tesis


social, ni la tesis de las fuentes. Es la afirmación de que no existen conexiones necesarias entre

483. H.L.A. Hart, The Concept of Law, p. 185 (2a ed. 1994).
484. Véase id. pp. 185-212 (donde identifica y discute varias conexiones entre el derecho y la moral). Véase en general
Hart, supra nota 1 (donde explora argumentos a favor de la separabilidad del derecho y la moral).
485. Es esta última cláusula (“no de sus méritos”) la que distingue la tesis de las fuentes de la tesis social. La tesis
social permite la dependencia del mérito del derecho, siempre y cuando esa dependencia sea ella misma una
consecuencia de hechos sociales. Véase Gardner, supra nota 17, p. 200 (donde discute “los intentos de validar
ciertas normas apoyándose en criterios basados en el mérito de sus fuentes”). Otros han provisto presentaciones y
defensas de la tesis de las fuentes. Véase Raz, Authority, supra nota 15, pp. 45-52 (donde propone que la tesis de las
fuentes “refleja y sistematiza varias distinciones interconectadas contenidas en nuestra concepción del derecho” y
que “provee estándares públicamente determinables a los cuales los miembros de […] la sociedad se entiende que
están vinculados”); Joseph Raz, Ethics in the Public Domain, pp. 210-37 (ed. rev. 1995) (donde defiende la tesis de
las fuentes y explica su relación con las tesis sociales -o “de la incorporación”- y de la coherencia); Green, supra nota
** (donde reviso varias consideraciones en apoyo de la tesis de las fuentes).
486. Raz, Authority, supra nota 15, p. 38-39.
487. John Austin, The Province of Jurisprudence Determined, p. 184 (Hackett Publishing Co. 1998) (1832). Hart también
observa el punto de Austin, véase Hart, supra nota 1, pp. 597, 612-13, pero la única huella que deja en el argumento
que sigue es su afirmación de que no todos los “debes” son “debes” morales.

213
el derecho y la moral. No se confunda el impresionante alcance de la tesis con ambigüedad. Se
aplica a varios relata (a leyes individuales y a sistemas jurídicos, a la moral positiva y a la moral
válida); a varias relaciones (causal, formal, normativa); y a varias modalidades (tanto necesidad
conceptual como natural). Proclama audazmente que, entre todas las permutaciones y combina-
ciones, no se hallará ninguna conexión necesaria en absoluto.
Recuperemos el aliento. Para entender la tesis, hay tres términos que necesitamos clarificar:
“conexión”, “moral”, y “necesaria”. Conexión no es una noción técnica; es simplemente cualquier
tipo de relación. Las conexiones importan porque no comprendemos plenamente el derecho
hasta que entendemos cómo se relaciona con cosas como el poder social, las reglas sociales, y la
moral. Existen relaciones externas entre el derecho y el resto del mundo social. Existen también
relaciones internas sin las cuales algo no sería derecho –esto es, relaciones que pertenecen al
concepto de derecho. Ya que el derecho no es una clase natural, no es plausible suponer que su
naturaleza pudiera estarnos oculta, esperando ser revelada solo en alguna microestructura aún
por descubrir. Ya que el derecho no es un principio lógico, no es plausible suponer que su natura-
leza está enterrada en algún teorema aún no demostrado. El derecho es una institución humana;
podemos estudiarlo solo de las formas en que las instituciones pueden ser estudiadas. Una de
estas formas es estudiar los conceptos por medio de los cuales las instituciones se estructuran y
desarrollan –conceptos implícitos en nuestro pensamiento, lenguaje, y prácticas. Comprender
el concepto de derecho es comprender lo que no puede no ser verdadero respecto del derecho,
cuando sea y donde sea que aparezca.
Ahora la moral. Mientras que las disputas más estridentes involucran la relación entre el
derecho y la moral válida (o ideal), la tesis de la separabilidad no es menos aplicable a la moral
convencional (o positiva). Existe una conexión entre estas dos, pues la moral válida es lo que toda
moral convencional afirma ser (o se considera que es). La tesis de la separabilidad rechaza las
conexiones necesarias en ambos frentes. Niega no solo la opinión así llamada “iusnaturalista” de
que deben existir criterios de evaluación moral del derecho, sino también la opinión de aquellos
“sociólogos del consenso” que suponen que todos los sistemas jurídicos encarnan necesariamen-
te el espíritu, las tradiciones o los valores de sus comunidades.
La única idea algo dificultosa es la de una conexión necesaria. La tesis de la separabilidad
permite cualquier tipo de conexión contingente entre el derecho y la moral. ¿Pero cuál, precisa-
mente, es la diferencia? Resulta ser menos precisa de lo que algunos filósofos quisieran. Hart da a
“necesidad” [necessity] una interpretación amplia y generosa. Aparte de pensar que una relación
necesaria es una que no puede no darse, no abraza ningún compromiso firme acerca de su natu-
raleza. En particular, no intenta aprovechar ninguna ventaja que pudiera obtenerse de sostener
que lo que es naturalmente necesario o humanamente necesario no es realmente necesario, sobre
la base de que no es, como lo pone el conocido eslogan, “verdadero en todos los mundos posi-
bles”. Hart da cabida expresamente a que las verdades necesarias sean contextuales –esto es, que
dependan de características empíricas como nuestra corporalidad, nuestra mutua vulnerabilidad
y nuestra mortalidad, todas las cuales son “reflejadas en estructuras completas de nuestro pensa-
miento y lenguaje”.488 Dados tales profundos hechos, etiquetar una característica del derecho que

488. Hart, supra nota 24, p. 192; véase también Hart, supra nota 1, p. 622 (“El mundo en que vivimos […] puede cambiar
un día […] y si este cambio fuera suficientemente radical […] formas completas de pensar y hablar que constituyen
nuestro presente aparato conceptual […] decaerían”).

214
se siga necesariamente como mera “contingencia” sería engañoso, pues si bien podría cambiar
conjuntamente con la naturaleza humana, el hecho de que requeriría un cambio en la naturaleza
humana muestra que es esencialmente inevitable.
Entonces, “¿por qué no llamarla una necesidad ‘natural’?”489 El hecho de que el derecho
tenga estas características no es, después de todo, “un accidente”.490 En lo que a la filosofía del
derecho concierne, las necesidades naturales y humanas no son menos necesarias que las nece-
sidades conceptuales, y no hay límites claros en torno a ellas. Hart está interesado en todas ellas.
Solo tres asuntos ulteriores acerca de la modalidad necesitan ser mencionados. Primero, un
punto obvio: “Necesario” y “contingente” no son contradictorios. De la negación de que existan
criterios de evaluación moral necesarios para la existencia del derecho, no se sigue que sean cri-
terios morales contingentes. Podría no haber ninguno. Así, la tesis de la separabilidad no presta
apoyo alguno a la opinión de Hart de que de manera contingente, en algunos sistemas jurídicos,
la existencia del derecho no depende de que satisfaga criterios morales.
Segundo, no todas las verdades necesarias son verdades importantes. Rousseau afirmó
que “las leyes son siempre útiles para aquellos con posesiones y dañinas para los que no tiene
nada”.491 Supóngase que no es ni falso ni necesariamente verdadero. Aunque sea una verdad
contingente, es tan importante como muchas verdades necesarias acerca del derecho (por
ejemplo, la verdad de que todo sistema jurídico regula agentes). La verdad de Rousseau es de
obvia importancia moral y poder explicativo, si bien es contingente. Por otro lado, el hecho
de que el derecho regule agentes, aunque necesariamente verdadero, no es una verdad muy
fecunda. Más aun, las relaciones entre verdades necesarias y contingentes a menudo contribu-
yen a nuestro interés en las necesarias. Todo sistema jurídico contiene necesariamente normas
que confieren potestades que juegan un importante rol en la explicación de cómo el derecho
gobierna su propia creación. Pero las normas que confieren potestades son importantes tam-
bién porque proveen facilidades a ciertos agentes en ciertos términos, tales como el poder de
legislar o adquirir propiedad. Tienen, por tanto, una relación contingente con la distribución
del poder social dentro la sociedad, una cuestión de primera importancia en la teoría jurídica
y política.
Como advertencia final, deberíamos tener presente que una conexión necesaria no necesita
ser obvia o autoevidente. Podría ser algo que solo lleguemos a ver tras reflexionar sobre ello.
Tampoco necesita no ser polémico. Uno podría tener un entendimiento incompleto del concepto
de derecho y por ello no lograr reconocer algunas de sus características necesarias, tal como uno
podría saber que la artritis no es una enfermedad de la piel, sin saber que es una enfermedad que
necesariamente afecta las articulaciones. También existen áreas de incertidumbre. Hay aspectos
en los cuales los conceptos de derecho o de sistema jurídico son indeterminados, y por ello exis-
ten afirmaciones conceptuales acerca de ellos respecto de los cuales no hay una verdad alguna.
Si estas indeterminaciones generan alguna controversia que necesite ser decidida, solo podemos
hacerlo por medio de una estipulación que, mientras que puede ser más o menos útil para nues-
tros propósitos, no puede juzgarse como verdadera o falsa.

489. Hart, supra nota 1, p. 623.


490. Hart, supra nota 24, p. 172.
491. Jean-Jacques Rousseau, The Social Contract, p. 68 (trad. de Maurice Cranston, Penguin Books 1968) (1762).

215
iii. Refutando la tesis de la separabilidad

Volvámonos hacia la evaluación de la tesis. Ahora que la entendemos, podemos ver que es falsa,
pues existen muchas relaciones necesarias entre el derecho y la moral, incluyendo las siguientes:492

Nα— Necesariamente, el derecho y la moral contienen ambos normas.


Nβ— Necesariamente, el contenido de toda norma moral podría ser el contenido de una
norma jurídica.
Nγ— Necesariamente, ningún sistema jurídico tiene ninguno de los vicios personales.

¿Es esto solo un ardid sabiondo? ¿Sostiene alguien realmente, contra Nγ, que el derecho
podría tener, digamos, el vicio de la infidelidad? Probablemente no literalmente (ningún filósofo
anglófono, en todo caso). Algunos filósofos sí creen que es una mala idea, o una contraproducen-
te, que ciertas normas morales se conviertan en el contenido de normas jurídicas; eso no contra-
dice, sin embargo, Nβ. Tratar de imponer una obligación jurídica de amar al prójimo como a uno
mismo podría no tener sentido, pero no sería la primera vez que el derecho creara obligaciones
de manera insensata. Unas pocas personas parecen también negar Nα. Algunos realistas jurídicos
escriben como si el derecho fuera un conjunto de predicciones acerca de lo que ocurrirá, más
bien que un sistema de prescripciones acerca de lo que debería ocurrir. Está abierto al debate si
acaso creen seriamente que el derecho no es más que “profecías acerca de lo que los tribunales de
hecho harán”.493 ¿Creen, por ejemplo, que si un tribunal dado es predeciblemente racista, se sigue
que el derecho exige que los litigantes negros pierdan? En cualquier caso, el punto no es que estas
tesis no hayan sido nunca negadas en la historia de la filosofía del derecho, ni que son innegables,
sino que son verdaderas.
Quizás estas verdades no son muy impresionantes. Posiblemente Hart captó tenuemente
cosas como Nα, Nβ, y Nγ pero pensó que debían ser puestas entre paréntesis como excepciones
triviales. En su última formulación de la tesis de la separabilidad sí parece dar algún rodeo:
Afirma que “no existe ninguna conexión necesaria o conceptual importante entre el derecho y la
moral”.494 Las consideraciones de importancia son al menos relativas a los intereses, y tiendo a
pensar que Nα y Nβ son verdades algo importantes acerca del derecho. Más aun, como expliqué
más arriba, algunas verdades necesarias adquieren su interés teorético por medio de su relación
con verdades contingentes. En efecto, veremos que Nα –junto con algunas otras verdades– lleva
a Hart a concluir que hay una relación especial entre el derecho y la justicia.495 La conclusión
es muy interesante, si es verdadera. Pero no hay necesidad de debatir el punto, pues existen, en
cualquier caso, conexiones necesarias entre el derecho y la moral que nadie consideraría triviales
o irrelevantes para la teoría jurídica.

492. Cf., e.g., Joseph Raz, “About Morality and the Nature of Law”, 48 Am. J. Juris. 1, p. 2 (2003) (donde discute si acaso
la conexión entre el derecho y la moral debería ser la prueba decisiva para las teorías del derecho).
493. O.W. Holmes, “The Path of the Law”, 10 Harv. L. Rev. 457, p. 461 (1897).
494. Hart, supra nota 24, p. 259 (énfasis añadido).
495. Véase infra Parte III.A (donde explico el contenido mínimo de Hart y la tesis del germen de justicia).

216
A. Conexiones derivativas

Fuller sostiene que el postulado fundamental del positivismo –“que el derecho debe ser estricta-
mente separado de la moral”496– vuelve la idea de que el derecho crea obligaciones no solo falsa
sino ininteligible: ¿Cómo podría haber “un dato amoral llamado derecho, que tenga la peculiar
cualidad de crear un deber moral de obedecerlo”?497 Fuller da aquí por sentada una proposición
que otras filosofías del derecho creen que necesita defensa: Asume que existe un deber moral de
obedecer el derecho como tal.498 Si no lo hay, entonces su afirmación de que el “postulado” vuelve
la idea incoherente está fuera de lugar.
Pero Fuller hace otra suposición, más precipitada, y una que podría explicar por qué su
desacuerdo toma la forma que toma. Fuller supone que si el derecho fuera un “dato amoral”, en-
tonces habría algo peculiar acerca del hecho de que cree obligaciones. ¿Por qué es eso? Tal vez ha
asimilado inconscientemente de Hans Kelsen y Hart la tesis humeana de que existe un división
fundamental entre hecho y valor y que no podemos derivar un “debe” solo de un “es”. Eso expli-
caría por qué Fuller considera incoherente suponer que el derecho sea un “dato amoral”. Si la tesis
humeana es correcta, entonces, ninguna conclusión sobre nuestras obligaciones morales podría
seguirse solo a partir de la naturaleza del derecho, a menos que el derecho mismo tuviese una
naturaleza moral. De manera que Fuller concluye que el derecho sí tiene una naturaleza moral.
Fuller no se detiene, sin embargo, a considerar dos posibilidades que obstruirían esa infe-
rencia. Podría ser que la tesis humeana sea incorrecta y que, después de todo, se sigan conclu-
siones morales solo a partir de premisas de hecho. O podría ser que no se sigan conclusiones
sobre obligaciones morales solo a partir de proposiciones acerca de la naturaleza del derecho;
podrían seguirse de ellas junto con otras proposiciones necesariamente verdaderas acerca de la
moralidad y el bienestar humano. Incluso Hume creía que si acaso se ha hecho una promesa es
una cuestión de hecho social y, también, que existe una obligación de cumplir las promesas.499
Las promesas no tienen ninguna “cualidad peculiar”, pero igualmente son moralmente vinculan-
tes. Esto es porque puede haber conexiones necesarias derivativas entre prácticas fácticamente
determinadas y conclusiones plenamente morales (sea o no que esas derivaciones requieran la
ayuda de otras proposiciones).500
No deberíamos llevar esta analogía con las promesas demasiado lejos. No se sigue del hecho
de que haya buenas razones para considerar las obligaciones auto-impuestas como moralmente
obligatorias que las obligaciones impuestas por otros sean vinculantes también. Las conexiones
derivativas entre el derecho y la moral podrían no apoyar la obligación de obedecerlo, a pesar de
las afirmaciones en sentido contrario de filósofos tan distintos como Platón, Tomás de Aquino,
Hobbes, Locke, Hume, y Kant. Pero su línea argumentativa general podría, sin embargo, ser
correcta incluso si no llega tan lejos como para establecer un deber general de obediencia. Los
sistemas jurídicos hacen determinadas a las normas morales; proveen información y motivación

496. Fuller, supra nota 5, p. 656.


497. Id.
498. Para una evaluación de los debates, véase en general Leslie Green, “Law and Obligations”, en Oxford Handbook
of Jurisprudence and Philosophy of Law, pp. 514-47 (Jules Coleman y Scott Shapiro eds., 2002), donde exploro las
teorías políticas más importantes y defiendo una versión del anarquismo filosófico.
499. Véase David Hume, A Treatise of Human Nature, vol. 2, p. 219 (J.M. Dent & Sons 1966) (1739) (“[Una] promesa
no sería inteligible antes de que las convenciones humanas la hubieran sido establecido; y […] aunque fuera
inteligible, no sería acompañada de obligación moral alguna” (énfasis omitido)).
500. Véase Raz, Practical Reason, supra nota 15, p. 165-70 (donde nota que el enfoque derivativo “acepta la necesidad de
una identificación socialmente orientada del derecho”).

217
que ayudan a hacer esas normas efectivas; respaldan valiosas formas de cooperación social. Sien-
do la naturaleza humana lo que es, es abrumadoramente probable que algún bien resulte de todo
esto, aunque sea solo como una cuestión de necesidad natural.
Hart está conciente de estos argumentos a la vez que sospecha de ellos. Concede que existen
al menos “dos razones (o excusas) para hablar de cierto solapamiento entre los estándares jurídi-
cos y los morales como necesario o natural”.501 La primera es su tesis del “contenido mínimo”: Los
sistemas jurídicos no pueden ser identificados solo por su estructura; el derecho tiene también
un contenido necesario.502 Debe contener ciertas reglas que regulen cosas como la violencia, la
propiedad, y los acuerdos de una forma que promueva la supervivencia de (al menos algunos de)
sus súbditos. La segunda es la tesis de que todo sistema jurídico existente realiza algo de justicia
administrativa –o, como él la llama también, “formal”.503 Hart sostiene que todo sistema jurídico
contiene necesariamente reglas generales, que las reglas generales no pueden existir a menos que
sean aplicadas con alguna constancia, y que tal constancia es una especie de justicia: “Aunque las
leyes más odiosas pueden ser aplicadas justamente, tenemos, en la sola noción de aplicar una re-
gla jurídica general, el germen al menos de la justicia”.504 Hart desarrolla la tesis del contenido mí-
nimo y la tesis del germen de justicia favorablemente y luego se detiene justo antes –en cualquier
caso, creo que pretende detenerse justo antes– de concluir que estas tesis prueban que existen
conexiones necesarias entre el derecho y la moral. Las razones de su vacilación parecen ser que
ninguno de los argumentos establece un deber moral de obedecer el derecho y que cada uno es
consistente con la crítica moral más severa de los sistemas jurídicos que las hagan realidad: Tales
sistemas jurídicos podrían incluso ser “espantosamente opresivos”, negando a los “esclavos sin
derechos” los beneficios mínimos que el derecho necesariamente provee a algunos.505
Todo esto es así, pero no prueba la tesis de la separabilidad. A lo más, muestra que los
valores que las tesis del contenido mínimo y del germen de justicia necesariamente contribuyen
al derecho bien podrían estar acompañados de serias inmoralidades. Aun así, si todo sistema
jurídico necesariamente hacer surgir A y B, entonces necesariamente hacer surgir A, incluso si B
cuenta del lado del demérito.

B. Conexiones no derivativas

Las conexiones derivativas recién discutidas dependen del supuesto de que un sistema jurídico
está en efecto entre personas con naturalezas como la nuestra, viviendo en circunstancias como
las nuestras. Se encuentran, entonces, entre las conexiones contextualmente necesarias entre el

501. Hart, supra nota 1, p. 624.


502. Id. p. 79-82; Hart, supra nota 24, p. 193-200.
503. La segunda tesis es objeto de rigurosas críticas por parte de David Lyons, quien afirma que la justicia formal es “una
expresión exagerada de una preocupación, legítima en otras circunstancias, por la justicia en la administración del
derecho”. David Lyons, “On Formal Justice”, 58 Cornell L. Rev. 833, p. 861 (1973). Véase también John Gardner,
“The Virtue of Justice and the Character of Law”, 53 Current Legal Probs. 1, pp. 9-10, 12-13 (M.D.A. Freeman ed.,
2000) (donde sostiene que la idea de justicia formal es un mito, en cuanto principios de justicia y principios de
injusticia no son distintos en forma). Trato de hacer algún sentido de la tesis en Leslie Green, “The Germ of Justice”,
pp. 11-13 (mayo de 2005) (manuscrito inédito, en archivo con el New York University Law Review).
504. Hart, supra nota 24, p. 206. Hart cita la aplicación de una ley que prohíbe el asesinato como ejemplo, explicando
que tal ley es “aplicada justamente” si es “aplicada imparcialmente a todos quienes y solo a quienes son similares
en haber hecho lo que la ley prohíbe”. Id. p. 160. Hart nota también que las reglas de justicia procedimental “están
diseñadas para asegurar que las reglas son aplicadas solo a los que son casos genuinos de la regla o al menos para
minimizar el riesgo de desigualdades en este sentido”. Hart, supra nota 1, p. 624.
505. Hart, supra nota 1, p. 624.

218
derecho y la moral. Pero hay conexiones necesarias entre el derecho y la moral que son más di-
rectas. He aquí cuatro de las más interesantes:

N1 — Necesariamente, el derecho regula objetos de la moral.

La moral tiene objetos, y algunos de esos objetos son necesariamente objetos del derecho.
Donde sea que haya derecho, hay moral, y regulan la misma materia –y lo hacen por medio de
técnicas análogas. Como notó Kelsen, “tal como el derecho natural y el positivo gobiernan la
misma materia, y se relacionan, por tanto, con el mismo objeto normativo, a saber las relaciones
mutuas entre los hombres […] asimismo ambos tienen también en común la forma universal de
este gobierno, a saber la obligación”.506
Esto es más amplio que la tesis del contenido mínimo. Algunos piensan que Hart es dema-
siado tímido al limitar el contenido necesario del derecho a reglas promotoras de la superviven-
cia.507 En realidad, a menos que “supervivencia” sea entendido de una forma vacuamente amplia,
la afirmación de Hart es demasiado audaz: Existen muchos pactos suicidas por estos días. Pero
incluso los sistemas jurídicos que impiden la supervivencia individual o colectiva por causa de
cosas como el consumo inmoderado, la gloria nacional, o la pureza religiosa comparten sin em-
bargo un contenido común: Regulan cosas que la sociedad (o sus élites) consideran como asunto
de moral social en los que hay mucho en juego. Si encontramos un sistema normativo que regule
solo asuntos de bajo nivel (como juegos o gestos de urbanidad), entonces no hemos encontrado
un sistema jurídico. Está en la naturaleza del derecho el tener un gran alcance normativo, uno
que se extienda a las preocupaciones más importantes de la moralidad social o de la sociedad en
la cual exista. Exactamente cómo el derecho regula estos asuntos (si acaso exigiéndolos, prote-
giéndolos, o reprimiéndolos) varía, como lo hace su éxito y el mérito de hacerlo. A diferencia de
los argumentos derivativos, entonces, (N1) no muestra que todo sistema jurídico necesariamente
tenga algún mérito moral; muestra que existe una relación necesaria entre el alcance del derecho
y el de la moral. Esta es una de las cosas que hacen al derecho tan importante; también explica
porqué los debates normativos acerca de la legitimidad del derecho y la autoridad tienen la im-
portancia que tienen.

N2 — Necesariamente, el derecho hace exigencias morales a sus súbditos.

El derecho nos dice lo que debemos hacer, no solo lo que sería ventajoso hacer, y nos exige
que actuemos en interés de otros individuos o del interés público en general, excepto cuando
el derecho mismo permite algo distinto. Todo sistema jurídico contiene normas que imponen
obligaciones y reclama autoridad legítima para imponerlas.508 Por ejemplo, los jueces hablan

506. Hans Kelsen, “The Idea of Natural Law”, en Essays in Legal and Moral Philosophy, p. 34 (Ota Weinberger ed., trad.
de Peter Heath, 1973).
507. Véase, e.g., John Finnis, Natural Law and Natural Rights, p. 82 (1980) “La lista [de Hart] de fines universalmente
reconocidos o ‘indisputables’ contiene solo una entrada: la supervivencia”). La lista de Finnis incluye al menos: la
vida, el conocimiento, el juego, la experiencia estética, la amistad, la razonabilidad práctica, y la religión. Id. pp.
85-92.
508. El argumento que sigue está resumido: para el desarrollo, véase Raz, Authority, supra nota 15, pp. 28-33, 122-
45. Véase también Leslie Green, The Authority of the State, p. 21-88 (1988) (donde exploro la naturaleza de la
autoridad y la “imagen de sí mismo” del estado como autoridad legítima); Joseph Raz, “Hart on Moral Rights
and Legal Duties”, 4 Oxford J. Legal Stud. 123, pp. 129-31 (1984) (donde sostiene que, si tener un deber implica
tener una razón para actuar, entonces los jueces que aceptan la regla de reconocimiento deben aceptar o fingir

219
como si sus órdenes crearan razones a las que sus súbditos han de adecuarse en primer lugar, no
meramente razones a las que haya que adecuarse si resulta que les sigue una condena por desaca-
tado, obstrucción, o resistirse al arresto. Los súbditos del derecho han de adecuarse sea o no que
vayan en su propio interés hacerlo; las obligaciones jurídicas pretende así ser razones categóricas
para actuar. Imponer deberes a otros en este espíritu es tratarlos como moralmente obligados a
obedecer –es también reclamar autoridad legítima para gobernar. Nada de esto implica que la
pretensión del derecho sea sensata. La conexión necesaria que establece es una muy tenue. Las
pretensiones del derecho podrían estar equivocadas o injustificadas; podrían entablarse en un es-
píritu descreído o cínico. Pero es, sin embargo, la naturaleza del derecho el proyectar una imagen
de sí mismo como una autoridad moralmente legítima.
Por esta razón, ni un régimen de “severos imperativos” que simplemente mangonee a la
gente,509 ni un sistema de precios que estructure los incentivos de las personas mientras les deja
libres para actuar como les plazca, serían un sistema de derecho. Es verdad que podemos captu-
rar algo acerca del derecho pensando en él como un mandón o como un incentivador. También
puede ser verdad que podemos representar parte del contenido de un sistema jurídico como si
fueran severos imperativos o meros incentivos. N2 afirma que estas explicaciones son necesaria-
mente incompletas y no pueden representar la naturaleza del derecho sin pérdida –por ejemplo,
pérdida de la distinción entre verse obligado y tener una obligación o la distinción entre un
castigo y un impuesto sobre la conducta.
Mientras que N2 afirma que el derecho necesariamente tiene pretensiones morales, no dice
nada acerca de su corrección. Me inclino a pensar que algunas de las pretensiones del derecho no
están bien fundadas. Supóngase que fuera verdad –¿habría en ello alguna paradoja? ¿Podría ser
de la naturaleza de una institución el que necesariamente entable pretensiones que no son válidas
o que son típicamente inválidas? Sí puede ser. Asúmase que todas las proposiciones teológicas
son falsas. Esto sencillamente no socava en nada el hecho de que es parte de lo que es ser Papa el
reclamar sucesión apostólica desde San Pedro. Sin importar si acaso realmente existe una suce-
sión, un obispo que no monte al menos el espectáculo de reclamarla, y de reclamar su lugar en
ella, no es el Papa. La naturaleza del derecho está formada de manera similar por la imagen de sí
mismo que adopta y proyecta sobre sus súbditos.
Obviamente hay más que decir aquí, pues N2 es un ejemplo de una conexión necesaria entre
el derecho y la moral que no es ni autoevidente ni falta de polémica. Uno llega a verla (si es que
lo hace) por medio de la argumentación y luego de reflexionar –por eso es que hay trabajo para la
filosofía. Hart mismo negó N2.510 Esto es de considerable interés, y no solo porque podría hacer-
nos a quienes la aprobamos detenernos por un momento. Hart está dispuesto a ir muy lejos para
salvar de N2 a la tesis de la separabilidad, tan lejos como para coquetear con la teoría del deber

aceptar que los deberes jurídicos son moralmente vinculantes). Nótese que no sigo a Kelsen, véase supra nota 47,
pp. 31-33, en su suposición de que todas las leyes imponen obligaciones. Solo presupongo que todos los sistemas
jurídicos contienen normas que imponen obligaciones, y que estas pretenden ser moralmente vinculantes sobre
sus súbditos.
509. Pero véase Matthew H. Kramer, In Defense of Legal Positivism: Law Without Trimmings, pp. 84-89 (1999) (“Las
exigencias de las normas jurídicas pueden ser severos imperativos que en sí mismos […] no constituyan tales
razones para actuar”).
510. H.L.A. Hart, “Legal Duty and Obligation”, en Essays on Bentham: Jurisprudence and Political Theory, pp. 127,
157-60 (1982) [en lo que sigue Hart, “Legal Duty and Obligation”]; cf. H.L.A. Hart, Essays in Jurisprudence and
Philosophy, p. 10 (1983) (“No me parece realista suponer que los jueces […] deben siempre creer o fingir creer en
la falsa teoría según la cual siempre existe una obligación moral de conformarse al derecho”).

220
como sanción que se esforzó por desacreditar.511 Quizás simplemente pensó que los argumentos
a favor de N2 estaban errados y que había otras interpretaciones coherentes del lenguaje mora-
lizado del derecho. Uno sospecha, sin embargo, que también vio que N2 presenta una amenaza
inmediata a la tesis de la separabilidad, una tesis hacia la que él tenía gran lealtad.

N3 — Necesariamente, el derecho es apto para la justicia.

En vista de la función del derecho en la creación y exigibilidad de las obligaciones, nece-


sariamente tiene sentido preguntar si acaso el derecho es justo y, donde sea hallado deficiente,
exigir que sea reformado. Esto se aplica tanto a la sustancia del derecho como lo hace a su ad-
ministración y procedimientos. El derecho es el tipo de cosa que es apto para ser inspeccionado
y evaluado a la luz de la justicia; podríamos decir, entonces, que es apto para la justicia. Esto no
implica que cada ley individual sea apta para la justicia. Las consideraciones de justicia se aplican
directamente solo a aquellas leyes que apuntan a asegurar o mantener una distribución de cargas
y beneficios entre las personas. Pero incluso aquellas leyes que tiene algún otro objetivo pueden
hacer surgir disputas, respecto de todas las cuales el derecho reclama autoridad para decidir en
sus tribunales, por jueces que están orientados hacia la pregunta sobre quién merece los benefi-
cios de ganar y quién la carga de perder.512
El hecho de que exista esta conexión necesaria entre el derecho y una sección particular
de la moral es bastante significativo. No todas las prácticas humanas son aptas para la justicia.
Considérese la música. No tiene sentido preguntar si acaso una cierta fuga es justa, o exigir que
se vuelva tal. Los estándares musicales de excelencia fugal son preeminentemente internos. Una
fuga excelente debería ser melódica, interesante, e ingeniosa –pero no esperamos que una fuga
deba responder ante la justicia. Con el derecho, las cosas son distintas.
Una de las grandes contribuciones de Fuller a la filosofía jurídica fue ofrecer el primer aná-
lisis prácticamente completo de las excelencias internas del derecho o de las virtudes que son
inherentes a su carácter de derecho: su moral “interior” o “interna” -una moral, afirmó, que hace
al derecho posible.513 Que existan tales excelencias no está expuesto a la duda; la dificultad está
en explicar correctamente la relación de ellas con las condiciones de existencia de los sistemas
jurídicos y en mantener su valor en la perspectiva adecuada. La tesis N3 afirma que estas exce-
lencias no pueden nunca excluir o desplazar la evaluación del derecho sobre la base de criterios
independientes como la justicia. Una fuga puede ser lo mejor posible cuando tiene todas las
virtudes de la fugalidad; el derecho no es necesariamente lo mejor posible cuando sobresale en
legalidad. Realzar la legalidad puede traer un costo para otros valores: Las leyes generales pue-
den hacer injusticia en casos particulares, las leyes precisas pueden ser inútiles como guías para
la acción, y las leyes prospectivas pueden dejar los perjuicios pasados sin remedio. Cuando un
sistema jurídico instancia máximamente la moral interior del derecho, tenemos el derecho lo más
jurídico posible pero no necesariamente el derecho en su mejor forma.
Mientras que N2 y N3 son importantes, debemos tener cuidado de no exagerar lo que im-
plican. Creo que Tony Honoré exagera la cuestión cuando afirma que el derecho, al entablar
pretensiones morales, es siempre vulnerable a que esas pretensiones sean desafiadas en un caso

511. Véase Hart, “Legal Duty and Obligation”, supra nota 51, p. 160 (“Afirmar que un individuo tiene una obligación
jurídica de actuar de cierta forma es afirmar que tal acción pueden exigírsele u obtenerse de él de acuerdo a reglas
jurídicas o principios que regulan tales exigencias de acción”).
512. Véase Gardner, supra nota 44, p. 2; Green, supra nota 44, p. 29 (donde explico el papel asignador de la adjudicación).
513. Fuller, supra nota 5, pp. 644-48.

221
dado.514 Si esto fuera verdad, la moral ideal sería necesariamente una fuente de derecho, aunque
solo una persuasiva. Ya que el derecho es apto para la justicia, los principios de justicia estarán
entre tales fuentes persuasivas, sin importar si acaso alguna consideración basada en fuentes
ordena a los jueces que los aplique.
¿Qué es exactamente una fuente de derecho persuasiva? El hecho de que sea persuasiva
significa presumiblemente que no es concluyente en su aplicación. Esto no es inusual, pues las
leyes, las sentencias, y la costumbre a menudo no son concluyentes tampoco. Pero todas estas
tienen una característica adicional: El hecho de que su exigencias fueran, tras una evaluación,
moralmente incorrectas no absuelve a los tribunales de su deber jurídico de aplicarlas (aunque
algunos tribunales podrían tener el poder de ponerlas a un lado cuando el mal es de cierto tipo
o grado). Es una característica de las consideraciones morales mencionadas en N3, sin embargo,
el que han de seguirse solo en la medida que sean correctas. La justicia no exige o permite a un
tribunal cometer injusticia. Esto muestra que es un error asimilar la operación de la justicia a
algún tipo de “fuente”, persuasiva o de otro tipo.515 La moral no se basa en fuentes ni es ella una
fuente; está presente por su propia fuerza en la adjudicación a menos que sea expulsada por
alguna consideración basada en fuentes.
Es por tanto incorrecto afirmar que son las pretensiones morales del derecho las que abren
la puerta a la moral en la adjudicación. No es la pretensión de justicia la que hace que algunas
normas jurídicas (y todas las decisiones judiciales) hayan de responder ante la justicia –es el
hecho de que son, por su naturaleza, aptas para la justicia. Una institución asignadora que no
entable pretensiones morales en absoluto (como un sistema de precios) no está menos expuesta
a la evaluación fundada en la moral, incluyendo razones de justicia. La moral es relevante para la
adjudicación porque el derecho involucra cuestiones morales sustantivas y porque las decisiones
distributivas de los jueces pueden hacer que estas cuestiones vayan mejor o peor –no porque la
moral sea una fuente de derecho persuasiva.

N4 — Necesariamente, el derecho es moralmente riesgoso.

Es un hecho curioso que casi todas las teorías que insisten en el carácter esencialmente mo-
ral del derecho consideran que el carácter moral del derecho es esencialmente bueno. El corazón
de la filosofía de Fuller es que el derecho es esencialmente una empresa moral, hecha posible
solo por una fuerte adherencia a su moralidad interior.516 La idea de que el derecho podría tener
una inmoralidad interior nunca se le ocurrió.517 Se le ha ocurrido a otros, incluyendo a Grant
Gilmore, cuyo brillante epigrama es citado a menudo: “En el Cielo no habrá derecho, y león se

514. Tony Honoré, “The Necessary Connection Between Law and Morality”, 22 Oxford J. Legal Stud. 489, p. 491 (2002).
515. Este punto no es exclusivo de las consideraciones morales. Algo que vincula a un tribunal solo hasta el punto en
que lo persuade no es una fuente porque carece de autoridad. Existen, sin embargo, fuentes permisivas de derecho
que tiene una forma muy débil de autoridad y se aplican solo en circunstancias limitadas. En Escocia, por ejemplo,
los autores institucionales [institutional writers] fueron tradicionalmente una fuente de derecho permisiva: La
práctica consuetudinaria de los tribunales les dio a sus opiniones peso independiente de sus méritos. En algunas
jurisdicciones, el derecho extranjero funciona como una fuente de derecho permisiva. No puedo explorar las
características especiales de las fuentes de derecho permisivas aquí. Para algunas breves observaciones sobre el
asunto, véase Hart, supra nota 24, p. 294 n. 101.
516. Véase supra nota 54 y el texto que la acompaña (donde se describe el análisis de Fuller de la moral “interna” del
derecho).
517. Fuβer observa esta posibilidad, aunque la asocia con el anarquismo. Fuβer, supra nota 18, p. 122.

222
recostará con el cordero […] En el Infierno no habrá nada más que derecho, y el debido proceso
será respetado meticulosamente”.518
Todo el mundo sabe que el derecho puede ser infernal, pero algunos creen que, en lo esen-
cial, la legalidad resplandece con una luz celestial. Así, E.P. Thompson escandalizó a sus compa-
ñeros marxistas cuando escribió: “Debemos exponer los engaños e inequidades que puedan estar
escondidos bajo este derecho. Pero el mismo gobierno de la ley, la imposición de restricciones
efectivas al poder y la defensa de los ciudadanos frente a las pretensiones totalmente intrusivas
del poder, me parece que es un bien humano sin calificaciones”519. El gobierno de la ley es cier-
tamente un bien humano, y Thompson estaba en lo correcto al oponerse al tosco reduccionismo
que sugiere lo contrario. Pero, ¿sin calificación? ¿Es el gobierno de la ley realmente puro beneficio
y ninguna pérdida?
A veces se sospecha que Hart compartía ese tipo de entusiasmo. Después de todo, efecti-
vamente afirma que a medida que las sociedades se vuelven más grandes, más móviles, y más
diversas, la vida bajo un orden social basado en la costumbre está sujeta a volverse incierta,
conservadora, e ineficiente.520 Podemos pensar, por tanto, en el derecho como un remedio para
aquellos “defectos”.521 ¿No muestra eso que también Hart supone que el derecho es todo para
bien? Stephen Guest piensa que lo hace:

[Hart] revistió abiertamente a su conjunto central de elementos constituyentes del dere-


cho con términos con características que muestran la superioridad moral de una sociedad
que ha adoptado un conjunto de reglas que permiten el progreso (las reglas que confieren
potestades públicas y privadas), el manejo eficiente de las disputas (reglas que confieren
potestades de adjudicación) y reglas que crean la posibilidad de criterios públicamente de-
terminables –ciertos– de lo que ha de contar como derecho.522

Hay dos errores aquí, y son suficientemente comunes como para que valga la pena corregir-
los. Primero, el hecho de que el derecho necesariamente traiga beneficios no muestra la superio-
ridad moral de la sociedad a la cual el derecho pertenece. Tal sociedad podría ser inferior a una
que da la espalda al derecho y opta en cambio por las condiciones sociales que hacen posible el
gobierno por medio de solo reglas consuetudinarias. Considérese una analogía: Uno puede sos-
tener que los automóviles con consumo ineficiente de combustible tienen un defecto sin pensar
que una sociedad en la que se manejan automóviles es moralmente superior a una sociedad libre
de automóviles. Todo lo que estamos comprometidos a afirmar es que, si hemos de manejar au-
tomóviles, es mejor que sean eficientes. Del mismo modo, si hemos de tener sociedades grandes,
móviles, y anónimas, es en algún respecto mejor que tengamos las formas de orientación que
el derecho pone a disposición. Si acaso aquellas son sociedades moralmente superiores es un
pregunta enteramente distinta.
El segundo error es el anverso de uno que encontramos al explorar las conexiones derivati-
vas entre el derecho y la moral. Ahí estábamos interesados en los beneficios que son resultados
necesarios de un derecho efectivo. Cuando entramos al mundo de la legalidad, sin embargo,

518. Grant Gilmore, The Ages of American Law, pp. 110-11 (1977).
519. E.P. Thompson, Whigs and Hunters: The Origin of the Black Act, p. 266 (1975).
520. Hart, supra nota 24, pp. 91-97.
521. Véase id. p. 94 (donde describe la introducción de remedios para estos defectos como “un paso del mundo
prejurídico al mundo jurídico”).
522. Stephen Guest, “Two Strands in Hart’s Theory of Law”, en Positivism Today 29, p. 30 (Stephen Guest ed., 1996).

223
esto no viene sin costos: “Los beneficios son los de adaptabilidad al cambio, certeza, y eficiencia,
y […] el costo es el riesgo de que el poder centralmente organizado bien puede ser usado para
la opresión de muchos de cuyo apoyo puede prescindir, de una manera en que el régimen más
simple de reglas primarias no podía”.523 Es relevante que el riesgo es uno que no puede existir sin
el derecho y uno que existe cuando sea y donde sea que haya derecho:

En la estructura más simple [de un régimen consuetudinario], ya que no hay funcionarios,


las reglas tienen que ser ampliamente aceptadas como estableciendo estándares críticos
para el comportamiento del grupo. Si, allí, el punto de vista interno no está ampliamente
difundido no podría lógicamente haber regla alguna. Pero donde existe una unión de re-
glas primarias y secundarias, que es, como hemos argumentado, la forma más fructífera de
considerar un sistema jurídico, la aceptación de las reglas como estándares comunes para el
grupo puede estar separada de los asuntos relativamente tranquilos del individuo ordinario
que se somete a las reglas obedeciéndolas por sí solo.524

Cuán lejos la aceptación de estándares comunes llega a separarse es una cuestión contingen-
te; solamente en casos realmente patológicos se encuentra limitada solo a la clase de los funcio-
narios. Pero donde exista “una unión de reglas primarias y secundarias” –esto es, donde sea que
haya derecho– emergen de manera necesaria nuevos riesgos morales. No solo hay formas más
eficientes de opresión, también hay nuevos vicios: la alienación entre comunidad y valor, la pér-
dida de transparencia, el levantamiento de una nueva jerarquía, y la posibilidad de que algunos
de los que deberían resistir la injusticia sean sobornados por los bienes que (necesariamente, en
algunos casos) el derecho trae. Si bien el derecho necesariamente tiene virtudes, también arriesga
necesariamente tener ciertos vicios, y esto marca una conexión entre el derecho y la moral de un
tipo inverso. Existen riesgos morales que los súbditos del derecho tienen la garantía de que corre-
rán, y son riesgos contra los cuales el derecho mismo no provee profiláctico alguno.

iv. Falible por naturaleza

De manera que la tesis de la separabilidad es falsa, como lo muestran tesis (posiblemente) tri-
viales como Nα a Nγ y tesis manifiestamente no triviales como N1 a N4. Pero ahora tenemos un
dilema: ¿Cómo puede Hart aprobar N4 y la tesis de la separabilidad, con la cual N4 es inconsis-
tente? Como hemos visto, cuando tiene que elegir entre la tesis de la separabilidad y N2, se queda
con su tesis, incluso al costo de su anterior teoría de las obligaciones. Con respecto a N4, por otro
lado, siente que no hay necesidad de elegir; ni siquiera es claro que note tensión alguna. ¿Por qué
podría ser eso?
Quizás Hart, después de todo, no afirmó en serio lo que dijo acerca de la ausencia de cua-
lesquiera conexiones necesarias entre el derecho y la moral. Tal vez su compromiso real era con
la tesis de las fuentes, la cual es compatible con cada una de las conexiones necesarias entre el
derecho y la moral que han sido identificadas en este artículo. ¿No se escuchan ecos de la tesis de
las fuentes cuando bosqueja el tipo de positivismo de Bentham?

523. Hart, supra nota 24, p. 202.


524. Id. p. 117. Para una importante discusión de este pasaje, del cual sacamos lecciones algo distintas, véase Jeremy
Waldron, “All We Like Sheep”, 12 Canadian J.L. & Jurisprudence 169, p. 186 (1999).

224
La más fundamental de estas ideas es que el derecho, bueno o malo, es un artefacto de he-
chura humana el cual los hombres crean y añaden al mundo por medio del ejercicio de su
voluntad: no algo que descubren por medio del ejercicio de la razón ya estar en el mundo.
Efectivamente, existen buenas razonas para tener leyes, pero una razón a favor de una ley,
incluso una buena razón, no es una ley, no más […] de lo que “el hambre es pan”.525

Si Hart estuviera expresando su propia opinión aquí, hablaría menos de “voluntad” y más de
las variadas formas por medio de las cuales el artefacto del derecho es hecho. Con esa enmienda,
este pasaje se acerca tanto a la tesis de las fuentes como Hart llega a hacerlo. Persiste el hecho, sin
embargo, de que cuando expresamente considera la tesis de las fuentes, la rechaza a favor de lo
que llama positivismo “blando”, el cual da cabida a leyes que no sean hechas por nadie, siempre
que se sigan de o sean presupuestas por leyes que sí lo sean.526 La razón de Hart para rechazar la
tesis de las fuentes es que algunas constituciones contienen disposiciones que garantizan cosas
como la “igualdad ante y bajo la ley” y la “dignidad humana”. Sobre esa base, mantiene que la
existencia del derecho puede depender de sus méritos, siempre que el hecho de que depende de
sus méritos dependa solo de hechos sociales.
Ese es un argumento pobre. Primero, lo que Hart considera como evidencia a favor de la
dependencia del derecho respecto del mérito parece universal entre los sistemas jurídicos: Inclu-
so donde no existe ninguna referencia constitucional expresa a principios morales, las nociones
de imparcialidad y razonabilidad invaden la adjudicación cotidiana. La disputa no es sobre estos
hechos sino sobre su explicación. Segundo, debido a su disposición a dar cabida a necesidades
contextuales, Hart está abierto a la acusación de que los hechos sociales que supuestamente ha-
cen a la moral un criterio de lo que es derecho se dan como una cuestión de necesidad natural –si
no en las constituciones, entonces en las consideraciones morales ordinarias que encontramos
en la adjudicación. Según sus propios estándares, necesita mostrar no solo que es concebible que
pudiera haber un sistema jurídico en el cual la moral no fuera un criterio de lo que es derecho;
debe mostrar además que esto es humanamente posible en vista de la estructura necesaria y el
contenido del derecho. Hart nunca siquiera intenta esto.
Quizás Hart no debería haber rechazado la tesis de las fuentes. Pero persiste el hecho de
que lo hizo, y estamos atascados con el problema de N4. Existe una explicación más sencilla, sin
embargo. Hart no está preocupado de si acaso el derecho resultara tener defectos morales nece-
sarios; está preocupado por los malentendidos y la valoración excesiva de los méritos morales
del derecho. Hart no ve mucho peligro de que sus interlocutores infravaloren el derecho y las
virtudes de la legalidad. Piensa, en cambio, que las defensas habituales de una conexión necesaria
entre el derecho y la moral tienden a sobrevalorarlas.
La definición de positivismo más breve de Hart es esta: “[N]o es en ningún sentido una
verdad necesaria que las leyes reproducen o satisfacen ciertas exigencias de la moral, aunque de
hecho a menudo lo han hecho”.527 Esta definición es mucho más reducida que la tesis de la sepa-
rabilidad; es más reducida incluso que la tesis social (la cual no dice nada acerca de “reproducir”
exigencias morales). Todas las tesis de N1 a N4 son compatibles con ella. Incluso si el derecho tiene
que tratar de lograr objetivos morales, tiene que lograrlos mínimamente, tiene que contener el

525. H.L.A. Hart, “1776-1976: Law in the Perspective of Philosophy”, en Essays in Jurisprudence and Philosophy, supra
nota 51, pp. 145, 146-47.
526. Hart, supra nota 24, pp. 250-54.
527. Id. pp. 185-86.

225
germen de la justicia, o tiene que ser apto para la justicia, cada uno de estas es “compatible con
una enorme iniquidad”.528 Lo que esta definición quiere que comprendamos no es alguna ambi-
ciosa tesis acerca de las conexiones entre el derecho y la moral, y ni siquiera es una tesis acerca de
la naturaleza de la validez jurídica. Su sentido es que no existe garantía alguna de que el derecho
habrá de satisfacer aquellos estándares morales por medio de los cuales el derecho debería ser
juzgado. El derecho, nos dice la definición, es moralmente falible.529
La tesis de la falibilidad es correcta e importante. Sin embargo, el positivismo no tiene
patente sobre ella. La falibilidad moral es una característica del derecho de la cual toda teoría
competente debe dar cuenta.530 Aun así, sería un error suponer que cuando sea que dos teorías
afirmen una proposición P, se sigue que no hay diferencia entre ellas. Eso depende de los fun-
damentos para afirmar P y del lugar de P en la red proposiciones explicativas al interior de cada
teoría. Para Fuller, la falibilidad del derecho es –adaptando una de sus metáforas favoritas– algo
externo al derecho, un resultado de la falla por parte de alguien en la aplicación de los medios
adecuados al derecho o en la persecución de los bienes con los cuales esos medios cohesionan
de manera confiable.
Hart va más allá. La perversión del derecho hacia fines seriamente incorrectos, afirma, es
algo compatible con la plena realización de la moral interior del derecho; la legalidad es “compati-
ble con una enorme iniquidad”.531 Fuller no está convencido de esto, aunque está bien consciente
de que no tiene argumentos en contra: “Tendré que detenerme en la afirmación de una creencia
que puede parecer ingenua, a saber, que la coherencia y la bondad tienen más afinidad que la
coherencia y el mal”.532 Pero existe una diferencia aun más profunda entre los dos respecto de la
influencia de la naturaleza del derecho en su falibilidad. Mientras que Fuller piensa que los vicios
del derecho típicamente son resultado de escasa legalidad, Hart mantiene que también pueden
ser resultado del exceso de ella –por ejemplo, cuando reglas inmorales son aplicadas con toda la
“pedante imparcialidad” del gobierno de la ley.533 Lo que es más, la naturaleza del derecho como
sistema institucionalizado de normas lo hace endémicamente propenso a alienarse de súbditos
–esa es la lección de N4. Para Hart, la falibilidad del derecho está internamente conectada con la
naturaleza del derecho y no es meramente un resultado de algún tipo de contaminación externa.
Esto recuerda un tema presente en la teoría constitucional de Aristóteles según es presenta-
da en el Libro 3 de la Política.534 Él identifica los modos de degeneración connaturales a formas
específicas de gobierno. La forma virtuosa de gobierno conocida como monarquía tiene una ver-

528. Id. p. 207.


529. Véase id. p. 185 (donde rechaza la opinión de que el derecho necesariamente satisface criterios morales o de
justicia); David Lyons, Ethics and the Rule of Law, p. 63 (1984) (donde cita la opinión positivista de que “el derecho
no es necesariamente bueno, correcto, y justo”). Nótese que esta no es la tesis más débil “de la falibilidad” de Fuβer,
de acuerdo a la cual “bajo ciertas circunstancias contrafácticas el derecho no sería moralmente valioso”. Fuβer,
supra nota 18, p. 128. Es, en cambio, la afirmación de que bajo las condiciones existentes, no hay garantía de que el
derecho satisfaga los estándares morales por referencia a los cuales es debidamente evaluado.
530. Lyons la llama un “principio regulador”, con lo cual quiere decir que impone una carga justificativa presuntiva
sobre quienes la niegan. Lyons, supra nota 70, p. 67 (“La doctrina según la cual el derecho es moralmente falible
no es un descubrimiento de la teoría del derecho sino un principio regulador […] Cualquier teoría que implique
que el derecho es inherentemente bueno, correcto, y justo soportará una pesada carga de implausibilidad”). Mi
afirmación es más fuerte: Ninguna teoría de derecho aceptable puede negarla; explicar la falibilidad moral del
derecho es una condición de adecuación de cualquier teoría del derecho.
531. Hart, supra nota 24, p. 207.
532. Fuller, supra nota 5, p. 636.
533. Hart, supra nota 1, p. 624.
534. Aristóteles, Politics, pp. 113-16 (Trad. de Ernest Barker, Oxford Univ. Press 1962).

226
sión en sombra en la tiranía; cuando las monarquías degeneran, se vuelven tiranías, que son mo-
narquías descarriadas. Aristóteles no era tan pesimista como para pensar que tal degeneración
era necesaria –eso depende del carácter del rey, sus súbditos, el contexto político y económico,
etc. Pero cuando una monarquía se descarría, lo hace de maneras determinadas por su natura-
leza. Un poco como isótopos inestables, las instituciones políticas tienen patrones estándares de
desintegración que se explican por la naturaleza de la cosa que se desintegra. Por eso es que la
forma degenerada de la monarquía es tiranía antes que oligarquía o democracia.
¿Cómo se aplicaría aquí la analogía? Monarquía es a tiranía como legalidad es a… ¿qué? Ya
hemos encontrado el vicio en nuestra discusión de N4; ahora solo necesitamos darle nombre. El
vicio interno al derecho es, previsiblemente, el legalismo.535 Tiene dos dimensiones principales: la
valoración excesiva de la legalidad a costa de otras virtudes que un sistema político debería tener
(incluyendo otras virtudes que el derecho debería tener) y la alienación del derecho respecto de
la vida. Desde luego, esto no es novedad. Que las virtudes de la legalidad pueden degenerar en
los vicios del legalismo es algo que podríamos haber aprendido de Marx o Weber, de Tocqueville
o Dickens. Lo que es original, quizás, es la identificación por parte de Hart de la contribución
específica que la naturaleza del derecho hace a todo esto. El derecho es un asunto de reglas socia-
les, y el gobierno de las reglas generalmente tiene ventajas y desventajas. Incluso la mejor de las
reglas estará en lo correcto solo en la generalidad de los casos. El derecho es también un asunto
de reglas institucionalizadas, y añade no solo beneficios sino costos a la mezcla. Sin derecho, el
orden social requiere considerable compromiso de parte de la población general: Las personas
son reguladas por normas que son más o menos aceptadas. Sería ir demasiado lejos sugerir que
las normas ampliamente aceptadas son siempre moralmente aceptables, pero algunos tipos de
injusticia son menos estables en esas circunstancias. Con el surgimiento del derecho, sin embar-
go, las personas son reguladas también por normas que cumplen los criterios de validez de los
funcionarios y son hechas valer por agencias especializadas. La división del trabajo puede alienar
a las personas respecto de las normas más importantes que gobiernan sus vidas –reglas que ame-
nazan con volverse distantes, técnicas, y arcanas. Esa es una razón más por la cual el gobierno
de la ley no es un bien humano sin calificación: Está en la naturaleza del derecho presentar tales
riesgos, y el gobierno de la ley no puede eliminarlos. El gobierno de la ley somete la creación y la
aplicación del derecho a más derecho.
Subyacente a la equivocada tesis de la separabilidad de Hart yace la correcta tesis de la
falibilidad. Quizás esto no es sorprendente, pues es un punto de acuerdo entre los filósofos del
derecho. Pero su giro distintivo a la tesis es que algunos de los fracasos del derecho están conec-
tados necesariamente a la naturaleza del derecho. Fuller está interesado en la moralidad que hace
posible al derecho; Hart está interesado también en la inmoralidad que el derecho hace posible.
En tiempos en que el gobierno de la ley está nuevamente bajo amenaza por la ilegalidad
oficial y la indiferencia popular, es natural ser especialmente receptivo a las preocupaciones de
Fuller. Y somos sabios al estar alerta; el poder sin ley es una cosa terrible. Al mismo tiempo, sin
embargo, este pensamiento hace que algunos deseen una penetración más perfecta y completa
de la legalidad en la vida política. Hart nos recuerda que tengamos cuidado con lo que deseamos.

535. Para un estudio clásico, con un énfasis algo diferente del mío, véase en general Judith N. Shklar, Legalism (1964).

227
Entre el derecho y la moral
Derecho, moral y racionalidad: el caso Hobbes

Juan Ormeño Karzulovic536

Eran un solo hombre, no treinta. Como la única nave que los albergaba
–hecha con toda clase de materiales, roble, hierro, pino, brea, cáñamo,
pero unidos en un casco compacto que sigue su rumbo equilibrado y
dirigido por la larga quilla central–, todas las individualidades de la tri-
pulación –el valor de uno, el miedo de otro, la culpa, la culpabilidad mis-
ma–, todas las diferencias se fundían en una unidad y se encaminaban
hacia ese blanco fatal que Ahab, su único señor, su quilla, les presentaba.
Herman Melville, Moby Dick

I. Tres modos de concebir la relación entre derecho y moral

Que el derecho y la moral tengan alguna relación no parece haber sido controvertido por nadie,
aunque ciertamente resulta mucho más controvertido tratar de determinar específicamente en
qué consiste esa relación y cuál es su importancia, si es que la tiene. Mientras la doctrina del
“derecho natural” ha sostenido que la estructura del derecho positivo debe reflejar la estructura
del bien moral –independientemente establecido– para ser legítimo, los autodenominados “po-
sitivistas” han sostenido que la relación entre moral y derecho es contingente y que el derecho
positivo no necesita recurrir a ningún argumento moral para determinarse. Aunque esta es una
manera de poner la controversia, no es claro que sea la única. Para tratar de ilustrar el carácter del
problema sin tener que hacer, de momento, fatigosas referencias, representémonos a la moral y
al derecho de acuerdo a la función que ambos parecen cumplir, cuando son considerados “exte-
riormente”. Desde este punto de vista, ambos pueden ser representados como sistemas de reglas
que establecen obligaciones mutuas entre los miembros de una comunidad dada. Si se concede
esto, entonces podemos obtener dos casos básicos:

a. Moral y derecho constituyen dos partes continuas de un mismo sistema de reglas, que
se diferencian porque funcionan a distintos niveles y por las distintas formas de san-
ción a la conducta desviada. Así, por ejemplo, tanto la moral como el derecho prohíben
el robo. Si bien la moral puede involucrar algún tipo de sanción social informal, lo
característico de ella es la sanción “interior” –en este caso en forma de culpa–, que

536. Profesor asociado, Instituto de Humanidades, Universidad Diego Portales. Una versión anterior de este trabajo tuvo
observaciones críticas de Diego Pardo, Lucas Mac-Clure, Marcos Andrade, M.E. Orellana Benado, Ernesto Riffo
y Cristóbal Astorga. En particular, los comentarios de este último me han mostrado la necesidad de reelaborar y
aclarar puntos de mi interpretación de Hobbes que, en la versión anterior, eran erróneos u obscuros. Hago constar
mi reconocimiento hacia él aquí porque me sería imposible hacerlo en cada uno de los lugares pertinentes.

231
se extiende tanto al quebrantamiento efectivo de la regla como a la mera intención
de infringirla. El derecho, en cambio, castiga el acto “exteriormente”, a través de una
sanción social establecida, mientras que castiga la intención de cometer el acto solo en
la medida en que esta se expresa en actos preparatorios para la comisión del delito.
b. Moral y derecho constituyen dos sistemas distintos y potencialmente antitéticos, por-
que difieren esencialmente en qué es lo que debemos a los demás. Así, por ejemplo,
ambos sistemas podrían prohibir el robo, pero considerar como tal a hechos distintos:
mientras el derecho sanciona la interferencia de terceros en la propiedad legalmente
adquirida de alguien, la moral podría promover, digamos, que todos deben tener un
mínimo de subsistencia, aún si para lograrlo haya que despojar a los propietarios.

El resultado b es, seguramente, el menos deseable, simplemente porque una comunidad


dada en la que sus miembros experimentan de modo sistemático que “no se les hace justicia”
y, por tanto, está alienada del sistema Derecho, es potencialmente inestable. Sin embargo, b ha
sido históricamente frecuente; por ejemplo, en los casos en los que la comunidad exige de sus
miembros un tipo de conducta que varios de ellos consideran que viola sus conciencias –el ju-
ramento a la diosa Roma y al emperador, exigido a judíos y cristianos– o, también, cuando el
derecho consagra como legítimas actividades que los agentes consideran contrarias a un sentido
“natural” de justicia –las revueltas contra el alza en el precio del pan y contra el cercamiento
de tierras en la Inglaterra del s. xviii tuvieron ese carácter–. Esto también puede ocurrirle a la
moral positiva –esto es, convencional–, cuando lo que se proclama como obligación, en público,
es desdeñado y desobedecido en privado, logrando en cambio el Derecho aquiescencia solo por
temor a la sanción.
El resultado a, en cambio, puede ofrecer otro tipo de problemas. El primero es el que deno-
minaré “problema de la sobredeterminación”. Si moral y derecho cumplen la misma función (a
distintos niveles y con distintas formas de sanción), entonces el papel de la moral en el asegura-
miento del cumplimiento de las reglas debe ser considerablemente menor que en el caso b y estar,
en principio, subordinado al rol del derecho (es decir, en caso de conflicto entre las exigencias de
la moral y las exigencias del derecho, estas últimas tienen prioridad; o bien, el derecho simple-
mente no toma en cuenta las exigencias de la moral). Sin embargo, para que esta consecuencia
no degenere en el resultado b, el derecho de esta comunidad debería expresar, masivamente, las
convicciones morales de sus miembros.
Ahora bien, una concepción expresivista del derecho abre un segundo tipo de problemas:
¿debe el derecho expresar las convicciones morales actuales de los miembros de la comunidad o
debe expresar las convicciones morales razonables de los mismos –es decir, las que sería razona-
ble que los miembros de la comunidad tuviesen–? Este “dilema”, creo, no tiene ninguna solución
definitiva en los parámetros en los que lo he situado. Pues, según a, el propio derecho constituye
la “vara” según la cual medir la razonabilidad de las convicciones morales de los miembros de la
comunidad –o, al menos, de la variabilidad aceptable de esas convicciones–.537
El resultado a parece llevarnos a una especie de relación “dialéctica” entre derecho y moral,
que reproduce, en cierto modo, el inacabable flujo de etiquetas entre los muchos positivismos
jurídicos posibles (es decir, nos conduce a la oscilación entre la posición que niega toda relación

537. Esto equivale a decir que el Derecho constituye el “rango abierto, pero acotado” de respuestas socialmente
aceptables. Cfr. Orellana Benado, este volumen.

232
necesaria entre moral y derecho, hasta la posición que admite alguna relación entre ambos).
Quizás podríamos abordar el asunto desde otro lado:

c. Moral y derecho tienen funciones distintas, pues mientras el derecho es el sistema que
asegura expectativas normativas entre agentes libres, la moral tiene que ver, más bien,
con la configuración de la agencia individual (o, de modo más clásico, con el cultivo de
sí). Y si bien los conflictos entre ambos sistemas no están excluidos, ambos pueden ser
perfectamente complementarios.

La hipótesis c se hace cargo del carácter eminentemente formal del derecho, que concibe
a los miembros de la comunidad como individuos que tienen intereses cualesquiera, que de-
sean ver protegidos. En esta hipótesis, al derecho no deben interesarle cuáles sean esos intereses,
siempre y cuando su satisfacción sea compatible con igual satisfacción para los demás agentes.
La moral, en cambio, tiene que ver con el cultivo de los intereses característicos de mi propia
agencia (es decir, con el tipo de persona que quiero ser y el tipo de vida que quiero llevar). En
esta conexión, derecho y moral pueden ser complementarios, pues el cultivo moral de sí solo
es posible en sociedades en las que el peso de la estabilidad normativa no descansa –ni solo ni
principalmente– en la conciencia de los individuos y porque el derecho es más estable allí donde
el agente es moralmente responsable.
Sin embargo, por capaces que estos modelos abstractos sean de representar las relaciones
posibles entre derecho y moral, puede que no le hagan justicia al modo en el que efectivamente
tal relación ha sido pensada en la tradición filosófica. Con todo, este no es un defecto exclusivo
de estos modelos. Las actuales controversias entre teóricos del derecho natural y los autodeno-
minados positivistas nos muestran esa misma tradición en una perspectiva que tampoco parece
hacer justicia al modo en el que en ella se pensó la relación entre derecho y moral. Esto es parti-
cularmente visible en el caso de Hobbes –supuestamente, el “protopositivista” por excelencia–,
pero puede ser también cierto de otros. Siguiendo un camino trazado por David Dyzenhaus en
un importante artículo,538 en este trabajo me propongo explorar el modo en el que Hobbes trata
la relación entre derecho y moral, en particular teniendo a la vista la relación establecida por él
entre ley civil (aquella cuya validez deriva de la autoridad del Soberano) y las “leyes de naturale-
za” (aquellas cuya validez deriva de consideraciones prácticas orientadas a la mantención de la
propia vida, de las que no podemos presumir exento a ningún ser humano si es que es racional).
De acuerdo con Hobbes, la principal diferencia entre ambas es su ámbito de validez: las últimas
obligan solo en conciencia, en tanto las primeras regulan las acciones a través de la amenaza del
castigo para los infractores. Si agregamos a lo anterior que el propio Hobbes llama a la exposi-
ción de las “leyes de naturaleza” la “verdadera filosofía moral”, no me parece abusivo establecer
la analogía entre ley civil y ley natural, por un lado, y derecho y moral, por el otro. La tesis que
quiero defender aquí es que la ley civil hobbesiana (el derecho) está estructurada internamente

538. Dyzenhaus (2001). Según Dyzenhaus, la lectura tradicional que se hace de Hobbes lo toma como “fundador”
del positivismo jurídico. Sin embargo, Dyzenhaus pretende mostrar que para Hobbes el orden legal sostenido
por el soberano se encuentra constreñido por las “leyes de la naturaleza”, en particular, aquellas que determinan
las reglas para la adjudicación de conflictos. No haber visto esto, según Dyzenhaus, es el fallo fundamental de la
lectura tradicional. Dada la restricción del derecho por la ley natural, la teoría de Hobbes revela poseer contornos
“antipositivistas” que tendrían el potencial de hacer cambiar los términos del debate entre teóricos del derecho
natural y positivistas jurídicos. En general, tiendo a estar de acuerdo con su enfoque, a pesar de que la calificación
de Hobbes como “antipositivista” me parece anacrónica.

233
por la racionalidad que expresan las leyes de naturaleza (la moral), aún cuando estas últimas
no determinen independientemente de la ley civil el modo en el que el bien moral supremo (la
conservación de la vida y, por ende, la mantención de la paz) deba ser especificado en cada co-
munidad jurídica dada. Tanto en el caso de la ley natural como en el de la ley civil se trata de lo
que podríamos llamar una “racionalidad imparcial”, opuesta al cálculo de costos efectuado por
los individuos en el estado de naturaleza y opuesta al razonamiento del “insensato” (el free rider)
en el estado civil.539

ii. La racionalidad de la moral y la racionalidad


del derecho en Hobbes

En la tradición de la reflexión político-jurídica y moral de los tiempos modernos la fractura entre


los imperativos políticos de la vida en común y los imperativos ético-morales de la misma se hace
evidente. Maquiavelo es de los primeros en mostrar la cesura entre la comprensión tradicional de
la moral política (vgr. que la política debe procurar el bien común) y una nueva comprensión de
la política, al interior de la cual no hay espacio para esa moral, cuando sostiene que quien debe
procurar la mantención del orden (el príncipe) no puede, sin riesgo fatal para ese mismo orden
y para su lugar en él, seguir los dictados de la moral tradicional (pues procura su ruina tratando
de ser bueno, entre medio de tantos que no lo son).540 Si con esta actitud “realista” frente al poder
Maquiavelo estaba, simplemente, develando los “arcana imperii” –los secretos del poder revela-
dos solo a quienes lo ejercen, como lo interpreta Rousseau en el Contrato social–,541 en cuyo caso
el discurso tradicional no pasa de ser la mascarada retórica del abuso institucionalizado; o si por
el contrario, estaba tratando de discernir y dar forma discursiva a un tipo de racionalidad –la
de las instituciones públicas–, que no puede medirse por el rasero de la razón de los individuos
sometidos por el poder, es algo que no puedo discutir aquí. Sin embargo, algo de esto último
está, en mi opinión, contenido en la afirmación de Hobbes, según la cual el Soberano es el único
juez acerca de cuáles sean los mejores medios para la conservación del orden jurídico y políti-
co, condición necesaria y suficiente de la seguridad y protección de los individuos que le están
sometidos.542 Con ello, las razones que el titular del poder estatal tiene para actuar de un modo

539. Las obras de Hobbes utilizadas en este trabajo se citan de la siguiente forma:
–Tratado sobre el ciudadano (De cive), según el número de capítulo (números romanos) y número de artículo (p.e.
a. 25), para facilitar el cotejo con el original latino, la traducción inglesa u otra edición en español.
–Leviatán o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, según el número de capítulo y número de
página de la versión en español. La versión original en inglés está disponible en la página de libros digitalizados de
la biblioteca de la University of Adelaide, Australia (http: //ebooks.adelaide.edu.au/h/hobbes/thomas/h681/).
Las ediciones usadas de las obras clásicas se indican en la bibliografía.
540. “[H]ay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debería vivir, que quien deja a un lado lo que se hace por lo que
se debería hacer, aprende antes su ruina que su preservación: porque un hombre que quiera hacer en todos los
puntos profesión de bueno, labrará necesariamente su ruina entre tantos que no lo son. Por todo ello es necesario
a un príncipe, si se quiere mantener, que aprenda a poder ser no bueno y a usar o no usar de esta capacidad en
función de la necesidad”, Maquiavelo (1984), cap. 15, p. 83. También Hobbes utiliza expresiones parecidas, pero
no aplicadas al príncipe, sino a cualquiera: “Porque el que es hombre modesto, tratable y cumple con todo lo que
promete en un tiempo y lugar en que nadie hace lo mismo, solo logrará convertirse en presa fácil para los demás,
procurando así su propia destrucción, lo cual es contrario al fundamento de todas las leyes de naturaleza, las cuales
tienden a la preservación de la naturaleza”, Hobbes (1999a), cap. 15, p. 142.
541. “Fingiendo dar lecciones a los reyes, se las ha dado y muy grandes a los pueblos. El príncipe de Maquiavelo es el
libro de los republicanos”, Rousseau (1992), libro III, cap. VI, p. 71.
542. “Y como la finalidad de esta institución del estado es la paz y la defensa de todos, quienquiera que tenga derecho a
procurar ese fin, lo tendrá también de procurar los medios. Pertenece al derecho de cualquier hombre o asamblea

234
determinado, según Hobbes, no están sometidas a los mismos cánones de razonabilidad a los
cuáles deben ceñirse las razones de cada uno de sus súbditos.
Precisamente esta diferencia entre los criterios para juzgar las decisiones del Estado y los
criterios para juzgar las de los súbditos es lo que suele invocarse a la hora de interpretar a Hobbes
como un teórico de la mal afamada “razón de Estado” –aquel tipo de consideración relevante
para la toma de decisiones públicas que está, en principio, sustraída del juicio de quienes están
sometidos al poder del Estado–, que se presta para justificar cualquier arbitrariedad.543 Semejante
interpretación de la teoría política de Hobbes no me parece del todo falsa, pues él mismo predica
contra aquellos que creen ser más sabios que los demás y, envanecidos, ponen en peligro la paz
pública. Con todo, es el propio Hobbes quien también sostiene que los fundamentos sobre los
que se basan las obligaciones tanto civiles como políticas de cada uno pueden ser conocidos por
cualquiera, toda vez que cualquier agente es capaz, a ratos, de juzgar su propio caso imparcial-
mente.544 Esto sugiere que, para Hobbes, los cánones de razonabilidad del Estado y los de los
súbditos son, en principio, los mismos; es decir, una misma racionalidad imparcial. Este último
término no es, por cierto, de Hobbes, y su sola introducción contradice la interpretación tradi-
cional. Pero es posible justificar su uso para interpretar a Hobbes si nos fijamos en su análisis de
la racionalidad prudencial.
En el caso de Hobbes, la diferencia entre las razones de los individuos y las del Estado se
remite al análisis de la racionalidad prudencial puramente individual. Según Hobbes, un indivi-
duo actúa voluntariamente cuando por medio de su acción pretende obtener un fin que él mismo
considera que es bueno para él.545 Esta es una determinación clásica y al mismo tiempo mínima
de la racionalidad práctica, en la que gran parte de la tradición anterior habría concordado. Sin
embargo, desde el punto de vista de Hobbes la noción de “bien” que es determinante para la ra-
cionalidad práctica de cada agente es irremediablemente subjetiva, parcial y arbitraria (en lo que
la tradición no habría podido concordar, pues distinguía claramente entre aquello que a un agen-
te particular en ciertas circunstancias le parecía bueno y aquello que es bueno en sí mismo para
cada agente y para cualquier agente). Por lo pronto, de acuerdo con Hobbes, el agente individual
considera “bueno” cualquier objeto o evento hacia cuya consecución o realización se incline y de
los que crea más o menos razonablemente –más, si se basa en su experiencia anterior, menos, si
se trata de algo nuevo y desconocido– que le dará placer (sea porque lo da efectivamente, porque

que tenga la soberanía el juzgar cuáles han de ser los medios de alcanzar la paz y de procurar la defensa, así como
el tomar las medidas necesarias para que esa paz y esa defensa no sean perturbadas, y el hacer todo lo que crea
pertinente para garantizar la paz y la seguridad, tanto en lo referente a medidas preventivas que eviten la discordia
entre los súbditos y la hostilidad que pueda venir del exterior, como para recuperar esa paz y esa seguridad cuando
se hayan perdido”, Hobbes (1999a), cap. 18, p. 162.
543. Nótese que las decisiones públicas tomadas por expertos o por un consejo de sabios –es decir, quienes cuentan con
un saber, una “expertise” o con informaciones que no son accesibles al ciudadano común– tiene un “parecido de
familia” con la razón de Estado que es innegable.
544. “[E]s verdad que la esperanza, el miedo, la ira, la ambición, la avaricia y demás perturbaciones del espíritu
impiden que se puedan conocer las leyes naturales mientras estas pasiones prevalecen. Pero todos, alguna vez, se
encuentran con el ánimo tranquilo. Y en esos momentos nada es más fácil de conocer, incluso para el rudo y sin
letras, que la ley natural; mediante esta sola regla: que cuando dude de si lo que va a hacer a otro está de acuerdo
con el derecho natural o no, se ponga en su lugar. En ese mismo instante aquellas perturbaciones que le instigaban
a hacerlo, como si se hubieran pasado al otro platillo de la balanza, le disuadirán de lo mismo. Y esta regla no solo
es fácil sino que ya desde antiguo se viene celebrando con estas palabras: no hagas a otro lo que no quieras que te
hagan a ti”, Hobbes (1999c), cap. III, a. 27. Véase también en el mismo sentido Hobbes (1999a), cap. 15, pp. 141 y ss.
545. “[Y], en todo hombre, la realización de actos voluntarios tiene por objeto la consecución de un bien para sí mismo”,
Hobbes (1999a), cap. 14, p. 121.

235
lo promete o porque es un medio útil para conseguirlo). No quiero sugerir con esto que para
Hobbes el placer o el dolor constituyan criterios suficientes para guiar la acción. Según él, en
rigor, la sensación de placer no es sino el correlato mental conciente del apetito o deseo: un micro-
movimiento en el cuerpo y la imaginación del agente, que se dirige hacia aquello que lo causa
–esto es, el objeto o estado de cosas que gatilla el deseo–; mientras el desagrado es el correlato del
micro-movimiento que se aparta de su causa (la aversión). Placer y displacer son, por tanto, nada
más que las sensaciones de lo bueno y lo malo, respectivamente, que acompañan a todo apetito y
a toda aversión.546 De modo que sería incorrecto decir que, según Hobbes, los agentes desean esto
o aquello simplemente porque esperen placer de ello (o, correlativamente, que sientan aversión
por esto o por aquello simplemente porque teman que les cause dolor, malestar o daño). Lo que
ocurre, más bien, es que los agentes sienten placer porque imaginan que aquello que desean es
agradable, lo que no es necesariamente el caso o no en la medida imaginada, del mismo modo
en que temen aquello por lo que sienten aversión porque imaginan que eso les causará molestia o
daño. El placer (o el dolor) no constituyen por sí mismos, en consecuencia, criterios capaces de
guiar la deliberación de los agentes ni de determinar su deseo.547
Ahora bien, que los objetos o eventos deseados por el agente sean efectivamente agradables
depende, en cada caso, de las condiciones variables en las que el sujeto se encuentre en cada
momento; por lo que no es razonable esperar que las mismas cosas o el mismo tipo de cosas
sean siempre consideradas buenas por el agente. Esta circunstancia hace imposible que distintos
individuos concuerden de modo estable en considerar buenas las mismas cosas, el mismo tipo
de cosas o el mismo estado de cosas.548 De modo que la idea de que algo es “bueno” se refiere solo
a aquello que el individuo desea en cada caso, en tanto el concepto abstracto de una vida que es
ella misma buena –una vida feliz– queda reducida a la idea de tener siempre satisfechos todos los
deseos que el agente contingentemente tenga ahora o los que crea que puede llegar a tener en el
futuro –de los que él no sabrá nada con seguridad por anticipado–. Ni la noción de “bien” ni la
de “felicidad” pueden, por tanto, proveer alguna guía determinada para la deliberación.549 Dado
que las acciones son medios para alcanzar algún cierto fin (en el caso de Hobbes, la satisfacción
de algún deseo), las consideraciones prácticas del agente se limitan a determinar qué tipo de
acción será la más apropiada para alcanzar el fin deseado. Pero debido a que los fines del agente
son múltiples y no es posible establecerlos de antemano, el agente actúa racionalmente cuando
procura tener a su disposición constante todos los medios que él crea necesarios para satisfacer
sus deseos actuales y sus deseos futuros. Contrariando a la tradición de la filosofía moral, Hobbes
determina la pleonexía como el carácter distintivo de la racionalidad prudencial individual. En su

546. Cfr. Hobbes (1999a), cap. 6, pp. 53-56.


547. Ernesto Riffo me hizo notar la necesidad de no intelectualizar la teoría hobbesiana de la acción.
548. “Bueno y malo son términos que sirven para significar nuestros apetitos y aversiones, los cuales varían según los
diferentes temperamentos, costumbres y doctrinas de los hombres. Y los diversos hombres difieren entre sí, no solo
en sus juicios sobre las sensaciones de lo que es agradable o desagradable al gusto, al olfato, al oído, al tacto y a la
vista, sino que difieren también en lo que, en las acciones de la vida común, se conforma o no se conforma con la
razón. Incluso un mismo individuo, en épocas diferentes, difiere de sí mismo; y unas veces ensalza, es decir, llama
bueno, lo que otras veces desprecia y llama malo. De ahí el que surjan disputas, controversias y, en último término,
la guerra”, Hobbes (1999a), cap. 15, pp. 142-143.
549. “Porque estas palabras de bueno, malo y desdeñable siempre son utilizadas en relación a la persona que las usa, ya
que no hay nada que sea simple y absolutamente ninguna de las tres cosas. Tampoco hay una norma común de lo
bueno y lo malo que se derive de la naturaleza de los objetos mismos, sino de la persona humana”, Hobbes (1999a),
cap. 6, p. 55.

236
prosa inimitable: “De manera que doy como primera inclinación natural de toda la humanidad
un perpetuo e insaciable deseo de conseguir poder tras poder, que solo cesa con la muerte”.550
Dadas ciertas circunstancias razonables (vgr. la existencia de muchos individuos que com-
piten por recursos escasos, con distintas opiniones acerca de qué sea lo bueno, ninguno de los
cuáles se considera menos que los demás) la actitud prudente de cada uno de los agentes con-
duce a la controversia y, eventualmente, a la guerra. En el escenario ficticio de la guerra de todos
contra todos, la única regla –o el único límite intrínseco– en la que el agente individual puede
apoyarse para orientar su acción es hacer todo lo que esté en su mano para procurar su propia
conservación. Pero el modo de hacer esto depende, en cada caso, del juicio, las creencias y deseos
del propio agente, de modo que esa regla, en lugar de constreñir su acción, le abre, en cambio,
todas las posibilidades. En semejantes circunstancias, cualquier consideración que rebase las ra-
zones prudenciales de cada agente es forzosamente incierta.
Esta caracterización de la racionalidad prudencial individual, dominada por los apetitos y
el miedo, no es sin embargo la última palabra de Hobbes. Los individuos son capaces de llegar a
conclusiones (o teoremas) razonables respecto de las reglas que hacen posible la vida en común
(las “leyes de la naturaleza”), que incluyen un sentido de lo que es justo e injusto, bueno o malo
–precisamente el ámbito propio de la reflexión moral–, que van mucho más allá del cálculo pru-
dencial individual, aun cuando se deriven, también, de lo que es necesario hacer u omitir para
procurar la conservación constante de la propia vida.551 Estas “leyes naturales”, en la exposición
que Hobbes hace de ellas en el Leviatán, son de tres tipos: a) las que establecen las condiciones
solo bajo las cuales la justicia (y la injusticia) son posibles (leyes 1-3); b) las que establecen las
actitudes o rasgos de carácter que deben tener los miembros de una sociedad justa para que esta
pueda ser estable en el tiempo (las virtudes, leyes 4-11); y c) las que establecen las condiciones
formales para la resolución justa de los conflictos (leyes 12-19).552 Desde el punto de vista de
Hobbes, el agente prudencialmente racional situado fuera de la “sociedad civil”, que juzga las
acciones propias y de los demás de acuerdo a su propio mejor juicio, es capaz –si razona recta-
mente– de llegar a la conclusión de que la paz es la mejor condición para la propia conservación,
y que esta, a su vez, solo puede ser obtenida de modo duradero si existen obligaciones mutuas
entre los individuos en competencia: esto es, que una limitación igualitaria y recíproca de las
libertades de las que cada uno goza es el medio más seguro para alcanzar el fin que todo indivi-
duo racional necesariamente tiene. Hobbes considera que para que esta limitación igualitaria y
recíproca pueda tener lugar, es necesario, primero, que todos los agentes en competencia renun-
cien de común acuerdo a su derecho natural a todo y lo transfieran a un tercero, y segundo, que
los convenios sean respetados. El respeto a la fe empeñada, sin el cual no puede haber paz, es el
origen de la justicia. Este modo de razonar contrasta notablemente con el modo en que los agen-
tes se comportan, si son racionales, en el estado de guerra, pues en este cada individuo trata de
maximizar su propio bienestar y seguridad, si es necesario, a costa de los de los demás. Pero allí
donde se han establecido convenios mutuos que son condición de la paz, el razonamiento pru-
dencial puramente privado deja, a ojos de Hobbes, de ser prudente; pues el intento de maximizar

550. Hobbes (1999a), cap. 11, p. 93.


551. “[L]os dictados de la razón solo son conclusiones o teoremas que se refieren a todo aquello que conduce a la
observación y defensa de uno mismo”, Hobbes (1999a), cap. 15, p. 143.
552. En el De cive el recuento de las leyes, que son sustancialmente las mismas en contenido, es ligeramente distinto.
Allí distingue Hobbes entre una ley fundamental de la naturaleza (vgr. buscar la paz cuando sea posible, de lo
contrario, prepararse para la guerra) de las demás leyes naturales, a las que Hobbes llama “leyes especiales”. Cfr.
Hobbes (1999c), caps. II y III, pp. 22-42.

237
el propio bienestar a costa de los demás en tales condiciones –en el lenguaje de Hobbes, la supe-
ditación del cumplimiento de los convenios al propio juicio acerca de si es beneficioso hacerlo
en este caso– priva al agente de la ayuda que podría esperar de los demás y lo pone en situación
de guerra con ellos, haciendo, de este modo, menos probable la propia conservación. Las “leyes
de naturaleza” que establecen las condiciones para la existencia de la justicia expresan, así, un
tipo de racionalidad prudencial “imparcial” o pública, que considera al agente y a su bienestar y
seguridad como un caso entre otros muchos casos similares. Lo mismo puede decirse de las leyes
de naturaleza referidas a las virtudes de los individuos en una sociedad “pacificada”: la gratitud,
la sociabilidad, la misericordia, el reemplazo de la venganza por el castigo y la justificación de
este solo atendiendo al bien futuro, la prohibición de manifestar odio y desprecio a los demás, la
consideración de todos los demás como iguales en dignidad a mí mismo, la modestia en los fi-
nes; todas estas virtudes son recomendables porque sus contrarios estimulan la belicosidad entre
los individuos, para cada uno de los cuales la paz y las condiciones que la hacen posible siguen
siendo el mejor escenario para maximizar la propia seguridad y bienestar. La equidad, a la que
se refiere la ley número 11, es una virtud especial, pues es la actitud que deben poseer no (solo)
los simples ciudadanos, sino aquellos que deben dirimir conflictos entre ellos (los jueces, árbitros
y quienes detentan el poder soberano en la comunidad); en efecto, adjudicaciones que no sean
equitativas estimulan la desconfianza en las instituciones necesarias para la convivencia pacífica.
Por último, las condiciones formales mínimas para la resolución de conflictos (vgr. el uso igual
de los bienes comunes, los modos apropiados para la adjudicación de la propiedad, la existencia
de mediadores y árbitros que gocen de un estatuto especial y cuyas decisiones sean acatadas, la
prohibición de ser, al mismo tiempo, juez y parte y la admisibilidad del testimonio de terceros
imparciales) están todas orientadas a evitar que semejantes controversias minen la paz social y
degeneren en guerra.553
Estas reglas naturales, según Hobbes, obligan siempre y en todas partes en el fuero interno
(es decir, en la conciencia), pero no siempre en el fuero externo, sino únicamente cuando pueden
cumplirse con seguridad.554 Este último requisito hace de la existencia de una autoridad e insti-
tuciones públicas condición esencial para que la observancia de tales reglas pueda traducirse en
acciones.555 Pero no la hace por ello condición de la validez de estas leyes556 (sobre esto volveré
más adelante, en iii).

553. En el catálogo de las leyes de naturaleza del De cive se incluye, además, la condena de las conductas que impiden el
uso de la razón; cfr. Hobbes (1999c), cap. III, a. 25.
554. Hobbes (1999c), cap. III, a. 27; Hobbes (1999a), cap. 15, p. 142.
555. “[S]e entiende que las leyes naturales no proporcionan la seguridad de su observancia por el solo hecho de que se
las conozca; y en consecuencia, mientras no se tenga la garantía de los demás de que no van a incumplirlas, todos
retienen el derecho originario de defenderse por los medios y con las fuerzas que tuvieren, esto es, el derecho a
todo o derecho de guerra; y basta para cumplir la ley natural con tener el ánimo dispuesto para hacer la paz siempre
que se pueda”, Hobbes (1999c), cap. V, a. 1. “Por eso, por ser necesario el ejercicio de la ley natural para conservar
la paz, y por ser necesaria la seguridad para el ejercicio de la ley natural, conviene considerar qué es lo que puede
proporcionar tal seguridad”, id., a. 3. “[E]l consenso de muchos […] no proporciona a los consentientes o socios la
seguridad que buscamos de ejercitar entre ellos las leyes naturales mencionadas, sino que se requiere algo más: que
los que se han puesto de acuerdo para buscar la paz y la ayuda mutua por el bien común, se vean imposibilitados
por el miedo para discutir nuevamente cuando más adelante algún bien privado entre en colisión con el bien
común”, id., a. 4. “[E]l acuerdo o la sociedad que se consigue sin un poder común que gobierne a cada uno por
miedo al castigo, no es suficiente para conseguir la seguridad necesaria para el ejercicio de la justicia natural”,
id., a. 5.
556. “Las leyes naturales son inmutables y eternas: lo que prohíben nunca puede ser lícito ni lo que mandan ilícito. Pues
nunca serán lícitas la soberbia, la ingratitud, la violación de los pactos (o injuria), la inhumanidad, la contumelia,

238
El derecho de cada uno a hacer lo que esté en su mano para, según su propio juicio, proteger
su vida y sus miembros es el común origen de la ley natural y del Estado. Ambos establecen las
condiciones necesarias y suficientes para obtener las condiciones más favorables para la propia
conservación: la primera, a través de la disposición a buscar la paz allí donde ella sea posible; el
segundo, a través de la amenaza del castigo a todos quienes a través de sus acciones pongan en
peligro la paz. Ambos son conclusiones de un cierto tipo de razonamiento orientado a la propia
preservación, que van más allá del cálculo privado de utilidad, en el que la razón de los indivi-
duos se ve “alterada” por afecciones como la esperanza o el miedo. En ese sentido, obrar según la
ley natural y entrar en un estado civil implican renunciar al juicio estrictamente privado respecto
de cuáles sean los mejores medios para preservarse. Logran, así, el fin u objetivo de las acciones
de todos a través de razones o consideraciones imparciales, que se aplican a todos a pesar de no
coincidir necesariamente con el juicio privado de cada uno.
Evidencia adicional, que respalda la aplicación de la idea de racionalidad imparcial a las
consideraciones que Hobbes hace en torno a las leyes de naturaleza y a la ley civil, parece estar su-
gerida por el uso que hace de la expresión “recta razón”. Al inicio del capítulo segundo del De cive,
Hobbes rechaza las interpretaciones de la “ley natural” que la hacen equivalente al “parecer de las
naciones más sabias y eruditas” o al “consenso de todo el género humano” con tres argumentos:
a) el juicio sobre la erudición y sabiduría de las naciones, que servirían como patrón de medida
de lo que es conforme o contrario a la ley natural, puede ser materia de controversia, toda vez que
no existe un solo juez imparcial en este asunto cuya autoridad sea universalmente reconocida; b)
el consenso del género humano incluye a todos los hombres que tienen uso de razón, de modo
que solo los niños y los locos podrían pecar contra la ley natural, cuestión que vaciaría a dicha
expresión de todo sentido; c) por último, si llamamos “consenso” a aquello que los hombres ha-
cen de hecho más frecuentemente, entonces su opinión acerca de lo que es conforme o contrario
a la ley natural suele contradecir, como cuestión de hecho, lo que hacen y parece ser, más bien,
el resultado de las afecciones del ánimo antes que de la razón. Inmediatamente después, Hobbes
agrega que “al conceder que se hace con derecho lo que no va contra la recta razón, debemos
reconocer que lo que repugna a esa recta razón se hace contra derecho (esto es, contradice alguna
verdad obtenida de principios verdaderos mediante un raciocinio correcto)”, esto es, según Hob-
bes, contra alguna ley. El concepto mismo de ley, dice Hobbes, es una “cierta recta razón”. De lo
que concluye que la ley natural es “un dictamen de la recta razón acerca de lo que se ha de hacer
u omitir para la conservación, a ser posible duradera, de la vida y de los miembros”.557 Ahora
bien, en el estado natural de los hombres, la “recta razón” es “el raciocinio propio de cada uno y
verdadero en lo que se refiere a las propias acciones”. “Propio” porque en tal condición lo que a
cada uno le parece razonable es la medida de la razonabilidad de los demás; y es “verdadero” si
se sigue “de principios verdaderos y rectamente construidos”. Las conclusiones o teoremas a los
que puede llegar quien razona rectamente, considerando las trabas que el predominio del juicio
privado, la igualdad y la competencia imponen a la conservación de la propia vida cuando no hay
un poder civil que los someta a todos por igual, constituyen las “leyes de naturaleza”.

ni serán ilícitas las virtudes contrarias, en cuanto se consideran como disposiciones del ánimo, esto es en cuanto
respectan al fuero interno y a la conciencia, único ámbito en el que obligan y son leyes”, Hobbes (1999c), cap. III,
a. 29. En el mismo sentido en Leviatán: “Las leyes de naturaleza son inmutables y eternas, porque la injusticia,
la ingratitud, la arrogancia, el orgullo, la iniquidad, la acepción de personas y todo lo demás, nunca pueden
legitimarse. Pues jamás podrá ser que la guerra preserve la vida y la paz la destruya”, Hobbes (1999a), cap. 15,
p. 142.
557. Hobbes (1999c), cap. III, a. 1.

239
Esta caracterización de la “recta razón” sugiere que el raciocinio propio y verdadero es aquel
que conduce a consideraciones que cada agente concibe como igualmente válidas tanto para sí
mismo como para todos los demás –esto es, como válidas para cualquiera empeñado en conser-
var duraderamente la propia vida–. En algún sentido, esto podría aplicarse a toda consideración
puramente privada. En una competencia universal por bienes escasos, cada uno de los agentes,
si es racional, querrá hacerse con los bienes que más desea o con una cantidad de ellos suficiente
para tener una posición lo más ventajosa posible. En este caso, sin embargo, lo que cada uno de
los agentes cree que es mejor para sí es incompatible con lo que cada uno de los otros cree que es
mejor para sí mismo, cuestión que exacerba la competencia y termina por hacer menos posible
la satisfacción de ese deseo para cada uno. Una consideración “verdadera”, para utilizar el giro de
Hobbes, en cambio, sería aquella cuya aplicación a todos fuese, al mismo tiempo y en la misma
medida, compatible con la persecución individual de lo que cada uno considera mejor para sí.
Semejante “raciocinio” consideraría, pues, a cada uno, incluido el propio agente que razona al
respecto, como un caso entre otros muchos.558
Por otra parte, en el Leviatán, luego de haber expuesto que la razón consiste en un “calcular,
es decir, un sumar y restar las consecuencias de los nombres universales que hemos convenido
para marcar y significar nuestros pensamientos”, Hobbes nos ofrece otra caracterización de la
“recta razón”, que me permito citar in extenso:

La razón misma es siempre una recta razón, lo mismo que la aritmética es un arte cierto e
infalible; pero no es la razón de un hombre, ni la razón de muchos, lo que hace esa certeza. Y
un razonamiento no es correcto simplemente porque muchísimos hombres lo hayan apro-
bado unánimemente. Por lo tanto, igual que cuando hay una controversia en un asunto los
participantes deben apelar de común acuerdo, y a fin de descubrir cuál es la recta razón, a la
razón de un árbitro o juez a cuya sentencia habrán de someterse ambas partes si no quieren
que la controversia se resuelva a golpes o quede sin resolverse por falta de una recta razón
naturalmente constituida, así también debe ser en cualquier tipo de debate.559

Lo más peculiar de este pasaje, si se lo compara con el anterior, es el cambio de énfasis: no


hay una “recta razón” naturalmente constituida, o al menos no la hay para resolver materias
sometidas a controversia; y el concepto de recta razón no parece tener ninguna conexión con
el establecimiento o deducción de las leyes de naturaleza (el pasaje se encuentra en el capítulo
5 del Leviatán, es decir, nueve capítulos antes del dedicado a las dos primeras leyes naturales).
Además, en el pasaje se hace evidente que la recta razón –allí donde esta no es “natural”– solo
puede ser descubierta cuando las partes en conflicto se someten a la razón de un juez con auto-
ridad. Con todo, Hobbes parece querer seguir afirmando que el concepto de “recta razón” tiene
sentido: la comparación de la “razón misma” con la matemática “cierta e infalible”, no excluye que
los matemáticos a veces yerren, hagan inferencias falsas, resultado de las cuales surja entre ellos
la controversia, pero supone la posible apelación de los matemáticos al tipo de demostración
característico de su disciplina. Dicho en otras palabras, la existencia de yerros y controversias no
hace imposible el uso correcto de la razón. La contraposición de la certeza e infalibilidad de la
matemática (y de la “razón misma”) con los juicios privados de los agentes, y la contraposición
de la corrección de los razonamientos con el mero consenso entre ellos, son el reflejo especular

558. Para el uso de “raciocinio verdadero”, véase Hobbes (1999c), cap. III, a. 10, nota al pie.
559. Hobbes (1999a), cap. 5, p. 46 (traducción ligeramente modificada).

240
del rechazo hobbesiano de la apelación a las costumbres de las naciones sabias y eruditas y al
consenso entre los hombres para determinar si una acción es conforme o no a la ley natural.
Tales contraposiciones evidencian, además, la continuidad con la anterior caracterización de la
recta razón: el raciocinio es correcto cuando parte de principios verdaderos y rectamente cons-
truidos. Por último, la apelación a una autoridad pública para descubrir la recta razón cuando
hay controversia, es consistente con la idea de Hobbes de que los “dictados de la razón” (esto es,
las leyes de la naturaleza) obligan solo en conciencia. Y es igualmente consistente con la idea de
una “razón imparcial”.

iii. Preeminencia de la ley civil y autonomía de la ley natural

La ley natural (la moral) establece qué es lo que todos y cada uno le debemos a los demás y las
virtudes y arreglos que permiten la preservación del propio bienestar. El Estado (el derecho) es-
tablece las condiciones solo bajo las cuales es posible el ejercicio actual de la “justicia natural”.560
Mirado desde esta perspectiva, parece bastante difícil catalogar a Hobbes como un “protopo-
sitivista” o como un teórico deseoso de defender la “razón de Estado” sin más. El Estado, la
autoridad pública, se presenta, pues, como la condición solo bajo la cual es posible el imperio
de una racionalidad imparcial, que es el común origen tanto de la validez de la ley natural (de la
moral) como de la autoridad del derecho. Sin embargo, la determinación tajante en este punto
puede ser prematura.
Según Hobbes, la ley civil no tiene un contenido distinto de la ley natural; puede decirse que
ambas ordenan lo mismo. Pero dado que esta última solo obliga en conciencia, el contenido de
los mandatos de la ley natural es indeterminado e implícito mientras no exista una autoridad pú-
blica que lo determine. La ley natural manda respetar los pactos y abstenerse de lo ajeno, prohíbe
el asesinato y las uniones carnales indebidas; ordena abstenerse de la mentira y de la impiedad.
Pero, arguye Hobbes, donde no existe autoridad pública no se han hecho, aún, pactos, ni se ha
determinado qué es tuyo y qué mío; por ser una condición de guerra, la prohibición de matar está
subordinada a la siguiente condición: a menos que sea necesario para defender tu vida; allí donde
no hay un estándar público de juicio, no puede haber distinción entre mentir o decir la verdad;
y mientras no existan leyes que determinen quiénes, cómo y dónde adorarán a dios, tampoco
hay impiedad. Si un Estado surge de un pacto de obediencia, y dado que la ley natural ordena
respetar los pactos en general, entonces la ley natural ordena observar todas las leyes civiles.
Pero el contenido de la ley civil no está previamente acotado por la ley natural, toda vez que es
la primera la que tiene que establecer qué es tuyo y mío, para que tenga sentido abstenerse de lo
ajeno. De esto se sigue “que ninguna ley civil […] puede ir contra la ley natural. Porque aunque
la ley natural prohíba el hurto, el adulterio, etc., sin embargo, si la ley civil ordena ocupar algo,
entonces eso no es hurto, ni adulterio, etc.”.561
Según esto, la autoridad pública no se limita, simplemente, a proveer la seguridad necesaria
para poder ejercitar la justicia natural al “positivar” la ley natural y al castigar su quebranta-
miento, sino también determina y especifica el propio contenido de la ley natural. Mirado así,
la impresión de que el Estado obtiene algún grado de justificación adicional por el hecho de

560. Cfr. nota 18 supra.


561. Hobbes (1999c), cap. XIV, a. 10. Véase también cap. VI, a. 16: “El hurto, el homicidio, el adulterio y cualquier
injuria están prohibidos por la ley natural, pero es la ley civil la que debe determinar a qué se deba llamar hurto, a
qué homicidio, a qué adulterio, a qué finalmente injuria en cada caso”.

241
hacer posible el imperio de lo que todos los seres humanos consideran justo y bueno –esto es,
una justificación basada en razones no solo del Estado, sino razones cuya “autoridad” todos los
agentes podrían reconocer si son racionales–; esa impresión, digo, queda en una posición extre-
madamente débil. Podría sostenerse que la ley natural establece marcos amplios, solo al interior
de los cuáles sería razonable para cualquiera y cada uno de los seres humanos someterse al poder
estatal. Pero al ser estos marcos demasiado amplios, cualquier restricción que la ley natural pu-
diese ejercer sobre la legislación del Estado queda minimizada. El tipo de argumentación llevada
a cabo por Hobbes a este respecto tiene que ver con su sentido del realismo en política y con su
pretensión de establecer una teoría universal acerca del poder de la autoridad pública überhaupt.
En efecto, si la ley natural ejerciera restricciones determinadas al alcance o a la legitimidad del
poder estatal, haciendo de este modo que solo algunos Estados reales (o ninguno) fuesen com-
patibles con ella, entonces la ley natural constituiría un estándar independiente de la autoridad
del Estado, según el cuál este último podría ser juzgado (y criticado), sea por parte de los propios
súbditos, sea por parte de otros Estados. Una autoridad pública limitada de este modo no estaría
en condiciones, según Hobbes, de evitar el tipo de disputas características del “estado de natura-
leza”. Por otro lado, al ser el poder público el encargado de especificar, siempre y en cada caso, el
contenido de la ley natural, entonces cualquier poder público y cualquier legislación civil serían
compatibles con ella.
Sin embargo, lejos de sostener solo esto, que constituye el corazón de la interpretación tradi-
cional que hace de Hobbes un antecedente del positivismo jurídico, su teoría deja todavía espacio
para una cierta autonomía de la ley natural respecto de la ley civil:

Las leyes naturales son inmutables y eternas: lo que prohíben nunca puede ser lícito ni lo
que mandan ilícito. Pues nunca serán lícitas la soberbia, la ingratitud, la violación de los
pactos (o injuria), la inhumanidad, la contumelia, ni serán ilícitas las virtudes contrarias, en
cuanto se consideran disposiciones del ánimo, esto es, en cuanto respectan al fuero interno
y a la conciencia, único ámbito en el que obligan y son leyes. Pero las circunstancias y la ley
civil pueden diversificar las acciones de tal modo que lo que en un tiempo es justo, en otro
no lo sea; y lo que en un tiempo es conforme a razón, en otro sea contrario. La razón, sin
embargo, es siempre la misma y no cambia su fin, que es la paz y la defensa, así como tam-
poco los medios, a saber las virtudes de las que hablamos hace un momento y que ninguna
costumbre ni ley civil puede abrogar.562

Como se ha visto, la ley civil determina o especifica el contenido implícito o indetermi-


nado de la ley natural, pudiendo, por tanto, o bien modificar (aparentemente) el significado de
lo que en cierta interpretación de la ley natural es bueno y justo, o bien conferirle recién un
significado, en una sociedad civil dada, a las palabras “bueno” y “justo”. Creo que el Hobbes his-
tórico habría rechazado esta última afirmación, porque su radicalidad implicaría que la noción
de “recta razón” (o razón imparcial) no tendría contenido alguno, lo que, como hemos visto,
está en contradicción con varios pronunciamientos suyos al respecto –o, para decirlo con otras
palabras, Hobbes no es Kelsen–. Pero creo que tampoco habría estado satisfecho con la primera
afirmación, a menos que la modificación del “significado” de lo que es justo y bueno tuviese cier-
tas restricciones. El pasaje citado, a mi juicio, sugiere el tipo de restricciones a las que tendría que
estar sujeta cualquier “especificación” que la ley civil haga de la ley natural.

562. Hobbes (1999c), cap. III, a. 29. Para el texto correspondiente de Leviatán, veáse supra nota 20.

242
Para ver esto, consideremos en primer lugar el enunciado según el cual la ley civil puede
modificar qué se considera justo atendiendo a las circunstancias y, en consecuencia, puede “di-
versificar las acciones”, es decir, determinar qué conductas contarán como justas o buenas. Las
conductas “externas” que sean conformes a la ley civil de una comunidad dada serán civilmente
buenas o justas, con independencia de si la intención con la que tales acciones se hayan realizado
haya sido conforme a la ley natural.563 Pero no está en manos del legislador recortar el significado
de lo justo y lo bueno, según la ley natural, solo al sentido que tales expresiones tengan civil-
mente en una comunidad dada, pues esto implicaría hacer totalmente vana la distinción entre
leyes que obligan solo en el fuero interno y leyes que obligan públicamente. Que esta distinción
es relevante para la filosofía política de Hobbes puede inferirse, primero, del rol que el miedo al
castigo cumple en la sujeción continua de los súbditos a la voluntad política del soberano –de
lo contrario, tendríamos razón para esperar que la mera consideración de las ventajas que trae
consigo la ley civil bastase para obedecerla–; 564 segundo, puede inferirse de los casos en los que el
súbdito, según Hobbes, puede lícitamente desobedecer al poder soberano –por ejemplo, cuando
la orden del Soberano viola la conciencia del súbdito–; 565 y parece evidente, en tercer lugar, en
la conexión que, según Hobbes, debe haber entre ley civil y castigo.566 Más aún, la distinción es
importante para Hobbes, porque le permite caracterizar el tipo de obligaciones a las que están so-
metidos quienes detentan el poder soberano en el Estado. Dada la lectura tradicional de Hobbes,
esto último parece contraintuitivo, pues, por sí misma, la ley natural no constituye un criterio
para juzgar la ley civil, pues lo que es justo en una comunidad dada solo es establecido por esta
última (La autoridad, no la verdad, hace la ley). La autoridad del Soberano proviene del hecho
de que todos los ciudadanos pactan entre sí renunciar a la propia defensa y transferir todos al
mismo hombre o grupo de hombres ese derecho, autorizándolo de este modo a usar el poder de
todos para mantener la paz interna y la seguridad externa. Como ese pacto es únicamente entre
los súbditos, no puede entenderse que obligue al soberano de manera alguna. El resultado de esta
argumentación es conocido: quienes detentan el poder supremo en el Estado no están sometidos

563. “Las leyes que obligan en conciencia se pueden violar no solo por un hecho que sea contrario a ellas sino incluso
por uno que esté de acuerdo con ellas, siempre que el que lo hace crea lo contrario. Pues aunque la acción sea
conforme a las leyes, sin embargo la conciencia no”, Hobbes (1999c), cap. III, a. 28.
564. Hablando de los requisitos de la seguridad indispensable para el ejercicio de las leyes naturales en circunstancias
sociales, afirma Hobbes que es necesario “que los que se han puesto de acuerdo para buscar la paz y la ayuda mutua
por el bien común, se vean imposibilitados por el miedo para discutir nuevamente cuando más adelante algún bien
privado entre en colisión con el bien común”, Hobbes (1999c), cap. V, a. 4.
565. “Al derecho absoluto del soberano le corresponde tanta obediencia por parte de los ciudadanos cuanto sea
necesaria para el gobierno del Estado, es decir, toda la necesaria para que el derecho no se le conceda en vano. A
esta obediencia, aunque a veces y por ciertas causas nos asista el derecho de negarla, la llamaré simple, porque no
puede prestarse otra mayor […] Porque una cosa es decir: te concedo el derecho de mandar cualquier cosa, y otra:
haré todo lo que mandes. Ya que el mandato puede ser de tal género que se prefiera morir antes que cumplirlo. Y
como a nadie se le puede obligar a aceptar su muerte, mucho menos a lo que es peor que la muerte […] Hay otros
muchos casos en los que unos pueden obedecer y otros negarse con derecho, porque lo mandado para unos es de
hecho deshonesto y para otros no; y esto quedando a salvo el derecho concedido al gobernante, que es absoluto.
Porque en ningún caso se suprime el derecho de matar a los que se niegan a obedecer. Por otra parte, quienes
matan en esos casos, aunque lo hagan por el derecho que les ha concedido quien lo tiene, sin embargo no usan este
de ese derecho como lo pide la recta razón y pecan contra las leyes naturales, esto es, contra Dios”, Hobbes (1999c),
cap. VI, a. 13.
566. Según Hobbes, la justicia distributiva y la penal “no son dos clases de leyes sino dos partes de una misma ley […]
la ley que no contenga ambas partes: la que prohíbe injuriar y la que castiga a los que lo hacen, es inútil”, Hobbes
(1999c), cap. XIV, a. 7. “De lo cual se deduce que toda ley civil lleva anexo un castigo, explícita o implícitamente”,
id., a. 8.

243
a las leyes civiles, como sí lo están todos los súbditos. ¿Cómo, entonces, podría Hobbes hablar
de obligaciones o deberes del Soberano, si estos no son civiles? La solución es relativamente
simple en el caso de Hobbes si asumimos, como sostengo debemos hacer, que el significado de
la ley natural no se reduce a la ley civil: las obligaciones del soberano son aquellas que establece
la ley natural (vgr. el soberano no debe ser ni cruel ni vengativo, debe tratar a todos sus súbdi-
tos como iguales o, al menos, equitativamente, etc.). La “sujeción” del soberano a la ley natural
sería imposible si todo su significado dependiese de las leyes civiles. Esta conclusión es, además,
consistente con, por una parte, la identificación que hace Hobbes de las leyes de naturaleza con
la ley divina (en el capítulo iv del De cive) y, por otra, con la sujeción del Soberano en la tierra
solo al Soberano celeste.
En segundo lugar, el derecho tampoco puede cambiar los fines a los que está ordenada
cualquier legislación racional, sea esta meramente “natural” o civil, que son la paz y la defensa.
La primera “ley natural” –o, si se prefiere el precepto moral supremo– obliga a buscar la paz
donde pueda darse y ayudas para la guerra donde no.567 La deducción de este primer precepto
se sigue del derecho de cada uno a proteger su vida y su integridad física. Allí donde no existe
una autoridad pública ni, por tanto, tampoco ley civil –“la razón de la misma sociedad”, como la
llama Hobbes en una nota al pie–, cada uno es dueño de decidir cuáles son los mejores medios
para protegerse exitosamente. Los individuos que razonen verdaderamente (es decir, rectamen-
te) y no sean “insensatos” (es decir, que no supediten el cumplimiento de la justicia civil según si
los beneficia) verán que el mejor medio para la propia conservación consiste en la existencia de
obligaciones mutuas entre ellos. El Estado y la ley civil son, según Hobbes, las condiciones solo
bajo las cuales tales obligaciones mutuas son posibles. Aunque el Estado no se constituya como
resultado de la ley natural (no existe, en Hobbes ninguna obligación moral de entrar en un estado
jurídico –o, en otras palabras, Hobbes no es Kant–), aquel es la única condición para que esta
pueda ser satisfecha. De modo que un Estado y una ley civil que no garanticen paz y seguridad
a los que están sometidos a ellos son injustos e inútiles, precisamente a la luz de la razón natural.
En consecuencia, la ley natural misma parece determinar una agenda de fines para el Estado, que
es consistente con la justificación contractual de su autoridad: la razón de ser de las instituciones
del Estado está en los ciudadanos, no meramente en la propia conservación del Estado. Conse-
cuentemente, este “cumple con su deber si trata con todo empeño, a través de medidas útiles, de
que le vaya bien al mayor número y durante el mayor tiempo posible; y de que no le vaya mal a
nadie salvo por culpa suya o por un accidente imposible de prever”.568 Y añade, seguidamente,
con cierta sorna: “Pero es útil para la salvación de la mayoría que de vez en cuando les vaya mal
a los malos”. Mediante la ley natural, por tanto, el Estado adquiere un cierto compromiso con el
bienestar de sus súbditos. Mención aparte merece la pregunta por la extensión cuantitativa de
la garantía de paz y seguridad que el Estado debe ofrecer a sus súbditos.569 ¿Cuántos tienen que
ser aquellos a los que “les va bien” para que el sometimiento a la autoridad pública no se haga
injusto e inútil? ¿Cuántos la mayoría, cuya salvación exige que le vaya mal a los malos “de vez en
cuando”? ¿El 60%, el 50% + 1, la mayor parte de los ricos o la de los pobres, etc.? ¿Puede la teoría
de Hobbes proporcionar herramientas para determinar esa mayoría y los criterios para consi-
derarla? Yo creo que no. Sin embargo, también creo que Hobbes podría proporcionar una res-

567. Hobbes (1999c), cap. II, a. 2; Hobbes (1999a), cap. 14, p. 120.
568. Hobbes (1999c), cap. XIII, a. 3.
569. Hart hace una pregunta análoga en relación al hábito de obediencia en Austin. Cfr. Astorga Sepúlveda y Green,
ambos en este volumen.

244
puesta cualitativa razonable, basándose, precisamente, en la ley natural. Hobbes podría suponer
razonablemente que allí donde hay una ley civil acorde con la ley natural –esto es, una ley civil
imparcial–, en el sentido de que hace menos posible una vida que no se ajuste a las virtudes por
ella establecidas y, correspondientemente, un poder político que no abuse de su poder absoluto
aún cuando lo ejerza continuamente, los ciudadanos estarían no solo obligados a la obediencia
al poder político, sino también más dispuestos a ella.570 En tal caso, sería razonable pensar que la
mayor parte de los ciudadanos no se comportará “neciamente”.
En tercer lugar, podría pensarse que, si bien no cambian los fines de la razón, las circuns-
tancias hacen que la ley civil procure, cada vez y en correspondencia con ellas, distintas acciones
que sirvan como adecuados medios para lograr paz y defensa, en cuyo caso las variaciones de la
ley civil con respecto a la natural serían de gran alcance. Pero a este respecto Hobbes es explícito
en el pasaje citado: los medios que la razón procura para alcanzar ese fin tampoco cambian y
son, precisamente, las virtudes contrarias a la soberbia, la ingratitud, la violación de los pactos (o
injuria), la inhumanidad, la contumelia, etc. Está claro que el mandato de la ley natural en orden
a respetar los pactos equivale, implícitamente, al mandato de respetar las leyes civiles; en conse-
cuencia, este precepto no puede restringir el tipo de ley civil. Pero ese no parece ser el caso, por
ejemplo, del precepto que manda tratar a todos como iguales por naturaleza, ni del que manda
pagar el beneficio de modo que el donante no se arrepienta de haberlo hecho, ni del que prohí-
be la venganza o del que prohíbe evidenciar odio o desprecio hacia otro. La violación de estos
preceptos conduce, inevitablemente, a la guerra y su observancia constituye, pues, el medio más
apropiado para evitarla. Todos los preceptos relativos a la igualdad, la equidad, etc., constituyen
restricciones “formales” a las que debe ceñirse cualquier ley civil racional.571 Es decir, aún cuando
las restricciones que la ley natural “impone” a cualquier legislación civil pudiesen ser compatibles
con altos grados “substantivos” de injusticia (regulando, por ejemplo, de acuerdo a la ley natural,
el trato entre iguales bajo criterios de equidad, pero restringiendo esta igualdad solo a los varones
adultos, libres y en edad militar, hijos a su vez de ciudadanos libres y excluyendo, por tanto, a
todas las mujeres, los niños, los ancianos, los extranjeros y los esclavos), representarían, con todo,
aspectos importantes del “imperio de la ley”, sin el cual ninguna justicia substantiva es posible.
En este contexto, hasta la obligación de cumplir los pactos juega un rol central, pues contribuye
a que la ley civil no sea arbitraria.572 Varios ejemplos de aplicación de estas restricciones pueden

570. El soberano debe, según Hobbes, instruir a sus súbditos en doctrinas “sanas” –es decir, acordes con la preservación
de la paz–, que incluyen la obligación de honrar a los padres y evitar cometer injurias –es decir, respetar las leyes
civiles–. Y agrega: “Por último, debe enseñársele al pueblo, que no solo los hechos injustos, sino también los
propósitos e intenciones de cometerlos son una injusticia que consiste en la depravación de la voluntad, así como
en la irregularidad del acto”, Hobbes (1999a), cap. 30, p. 291.
571. Tomo la idea de constricción formal y su importancia de Rawls (1999), pp. 50-51.
572. “No hay contradicción en suponer que una sociedad esclavista o de castas, o una que apruebe las formas de
discriminación más arbitrarias, sea administrada de modo imparcial y consistente, aun cuando esto pueda ser
improbable. No obstante, la justicia formal, o justicia como regularidad, excluye tipos significativos de injusticias.
Ya que si se supone que las instituciones son razonablemente justas, entonces tiene gran importancia el que las
autoridades deban ser imparciales y no se vean influenciadas por consideraciones personales, monetarias o de
cualquier otro tipo irrelevante, en el manejo de casos particulares. La justicia formal en el caso de las instituciones
jurídicas es simplemente un aspecto del imperio del derecho que apoya y asegura las expectativas legítimas.
Un tipo de injusticia consiste en que los jueces y otras autoridades no adhieren a las reglas apropiadas o a sus
interpretaciones al fallar las demandas. Una persona es injusta en la medida en que por su carácter e inclinaciones
está dispuesta a esas acciones. Más aún, incluso en el caso en que las leyes e instituciones sean injustas, a menudo
es mejor que sean aplicadas consistentemente. De este modo aquellas personas sujetas a ellas saben al menos lo
que se les exige y pueden tratar en esa medida de protegerse adecuadamente; mientras que habría incluso mayor

245
encontrarse en los capítulos 27 y 28 del Leviatán, que tratan de la imputación y del castigo, pero
baste aquí con citar el más notorio de ellos que es la condena al castigo del inocente, precisamen-
te, porque es contrario a la ley natural. Para Hobbes, la única justificación de la justicia penal es
el bien futuro –esto es, que contribuya o bien a la paz, o bien a la defensa–. Y se pregunta qué
bien puede recibir el Estado de castigar a un inocente. Hobbes no responde a esta pregunta, pero
una respuesta hobbesiana posible implicaría aplicar al propio poder soberano consideraciones
análogas a las que, en la discusión acerca del valor de la justicia en el Leviatán, se aplican al “in-
sensato”: aunque podamos imaginarnos una serie de ventajas que el Estado pudiese devengar en
el corto plazo de la práctica de castigar inocentes, es obvio que, a la larga, el castigo de inocentes
debilitaría la confianza de los súbditos en las instituciones y leyes. Semejante consecuencia se
seguiría, en mi opinión, incluso en el caso de que el castigo de inocentes no fuese una práctica
estatal sistemática, sino simplemente una práctica que, de ocurrir, fuese tolerada (pues, en este
último caso, en lugar de tener a un señor despiadado y arbitrario, tendríamos a un señor que
resultaría igualmente arbitrario, pero solo por torpeza o negligencia). Si la analogía que estoy
proponiendo es plausible, entonces ni siquiera el poder soberano podría, si es que se comporta
racionalmente, supeditar el significado, valor e importancia de la justicia a la consideración de
si en este caso le es beneficioso hacerlo o no. Pero en el caso del Estado, la “justicia” de la que
hablamos no puede ser aquella determinada por la ley civil, como tampoco puede analizarse en
términos de incumplimiento de un pacto, como en el caso de los particulares, pues el Soberano
que hace la ley no está sometido a ella y porque no ha hecho pacto alguno con los súbditos, y no
puede, por tanto, cometer injuria en su trato con ellos. Tomando esto en consideración, el Sobe-
rano no debe castigar al inocente, simplemente, porque ello infringe algunas de las leyes de natu-
raleza a las que está subordinado. Y son esas obligaciones “naturales” las que el poder soberano
no debe supeditar a su cálculo prudencial “privado”. En una vena similar a la lectura que acabo
de proponer, Hobbes agrega en el mismo pasaje que si el Estado castigara a un inocente –bien de
intento, bien por error–, violaría la ley natural que le prohíbe a todos, incluso al Soberano, devol-
ver mal por bien –el que el inocente le ha hecho al transferirle, junto con otros, todo su derecho
y todo su poder–. Pues semejante acto le daría razones al súbdito para pensar que nunca debió
haber hecho esa transferencia, en primer lugar. Aunque semejantes consideraciones, por parte
de los súbditos, nunca puedan justificar la rebelión, el propio Estado, si es racional, debe estar
comprometido con las mismas virtudes que la “razón imparcial” recomienda a cada uno de los
particulares. Por último, dice Hobbes que si el Estado castiga a un inocente viola la equidad, pues
no distribuye equitativamente la justicia.573
Pienso que estas consideraciones se ajustan a lo que Hobbes dice explícitamente en torno
a las relaciones entre derecho y moral y me parece, por tanto, que esta interpretación nos ofrece
una visión más rica y más matizada que la que hacen las interpretaciones tradicionales. Si esto es
así, la comparación entre el Soberano hobbesiano y el capitán Ahab, sugerida por el epígrafe, es
inapropiada en el mismo sentido en que sería inapropiado comparar a un individuo racional con
un agente irracional, arbitrario o desenfrenado. Es cierto que, con todo, el capitán Ahab moviliza
nuestras simpatías de un modo en el que nunca podrá hacerlo el Soberano de Hobbes. Pero esto
se debe, tal vez, a que la consecución de la paz y la seguridad públicas no requiere la fusión de

injusticia si aquellos que están ya en una posición desventajosa fueran tratados también arbitrariamente en casos
particulares en que las reglas les darían alguna seguridad”, Rawls (1979), pp. 80-81, corregida a la luz de Rawls
(1999), p. 51.
573. Hobbes (1999a), cap. 28, p. 270.

246
los miembros de la comunidad bajo una sola voluntad como si parece requerirlo la persecución
de la ballena blanca.

iv. Evaluando la ambigüedad de Hobbes en torno a la ley natural

Si esta lectura es correcta, el caso de Hobbes parece no corresponder del todo al tipo de relación
entre moral y derecho que definimos anteriormente como la situación de tipo a. Cierto es que la
moral establece qué es lo que le debemos a los demás –esto es, cuáles son las obligaciones mu-
tuas que constituyen las mejores condiciones para la propia conservación–, aunque solo lo hace
“formal” o indeterminadamente, quedándole al Estado la “tarea” de especificar y determinar el
contenido de tales obligaciones por medio del derecho. De este modo, moral y derecho tienen,
efectivamente, el mismo contenido. Por lo mismo, no pueden entrar en conflicto; de hecho, la
existencia del derecho es la condición de “existencia” de la moral, en el sentido de que el primero
hace posible que la acción de los individuos se corresponda con la segunda. Sin embargo, Hob-
bes parece asumir que la moral tiene cierta autonomía, tanto respecto del derecho como de las
costumbres, de modo que ninguno de estos últimos puede disminuir en absoluto la validez de la
primera. Además, la “moral” determina las obligaciones del Soberano y las funciones del Estado,
provee la guía para “instruir” al pueblo y contribuye a que cualquier gobierno se haga según
reglas y siguiendo formas imparciales de administración de justicia.
La insistencia de Hobbes en la autonomía de la ley natural expresa su convicción respec-
to del carácter contingente, y por tanto, perecedero del orden jurídico-estatal particular.574 A
diferencia de otros “animales políticos”, cuya naturaleza empuja a los individuos de la especie
respectiva a la agrupación social, la agrupación humana ordenada bajo leyes es producto del
artificio (es decir, de los pactos realizados entre determinados grupos de hombres en determina-
dos tiempos y lugares para su mutua seguridad). En consecuencia, las disposiciones civiles que
una comunidad dada ha creído ser las mejores para ese fin no tienen por qué coincidir con las
de otras comunidades. Si Hobbes identificara la ley natural con un conjunto concreto de leyes
civiles, su teoría sería incapaz de dar cuenta de la variabilidad observada, históricamente, entre
distintos órdenes jurídico-estatales. Puede que la naturaleza del poder soberano en cada una
de esas comunidades no varíe (vgr. que debe poder someter a todos a la ley civil por medio del
temor al castigo o que en todas partes este soberano debe tener poder absoluto), como tampoco
la función que, a ojos de Hobbes, debe cumplir cualquier Estado en todo tiempo y lugar (a saber,
procurar la seguridad de los ciudadanos mediante la mantención de las instituciones políticas
y jurídicas).575 Pero tanto las leyes como las formas de gobierno varían suficientemente. Por lo

574. “Aunque nada de lo que hacen los mortales puede ser inmortal, si, a pesar de ello, los hombres hicieran uso de esa
razón que pretenden poseer, sus Estados podrían estar a salvo, por lo menos, de perecer por causa de enfermedades
internas. Pues, por la naturaleza de su institución, están designados a vivir mientras viva la humanidad, o mientras
vivan las leyes naturales, o la justicia misma, que es la que les da vida. Por tanto, cuando se disuelven, no por
violencia externa, sino por desórdenes internos, la falta no está en los hombres en cuanto estos son su materia, sino
en cuanto que son los hacedores y organizadores de ellos [los Estados]”, Hobbes (1999a), cap. 29, p. 273.
575. Hobbes (1999a), cap. 30, p. 285. “Todos los deberes de los gobernantes se encierran en este único: la ley suprema
es la salvación del pueblo. Y aunque los que detentan el poder supremo entre los hombres no pueden someterse
a leyes propiamente dichas, esto es, a la voluntad de los hombres […] sin embargo es su deber obedecer a la recta
razón, que es ley natural y divina, en la medida de sus fuerzas”, Hobbes (1999c), cap. XIII, a. 2. “Se entiende aquí
por pueblo […] la multitud de ciudadanos que son gobernados […] Y tampoco se ha de tener en cuenta a éste o
aquél; porque el gobernante en cuanto tal no se ocupa de la salvación de los ciudadanos más que por medio de las
leyes, que son universales”, id, a. 3. “Por salvación debe entenderse no solo la conservación de la vida de cualquier

247
demás, entre los variados arreglos políticos que la humanidad ha encontrado en la historia para
resolver el problema del “estado de naturaleza”, hay algunos que serán más estables que otros y
cumplirán mejor su función que los otros. Pero ningún arreglo político puede contar con garan-
tías de eternidad, ni siquiera la mejor legislación posible –esto es, la más racional–. Pues, al fin y
al cabo, el Estado no es sino el “dios mortal”. Esto no implica que, a ojos de Hobbes, la humanidad
tenga una alternativa a la organización estatal –al menos no mientras exista interés en la justicia–.
Pero todo lo anterior sugiere que para Hobbes ningún orden jurídico-estatal particular puede
“encarnar” perfectamente (o si se prefiere, llevar completamente a la existencia de modo estable y
duradero) a la ley natural. La “necedad” de los súbditos, la arrogancia de los poderosos, la inequi-
dad en la distribución de las cargas y los beneficios de la cooperación social, el incumplimiento
de sus deberes por parte del príncipe o la asamblea soberanos, la invasión extranjera; todo ello
contribuye a debilitar, directa o indirectamente, a los Estados.
Hay otra consideración que ilumina el modo en que Hobbes trata la relación entre derecho
y moral. Para Hobbes la razón no es por sí misma práctica –es decir, la consideración puramente
imparcial de las ventajas permanentes que los individuos podrían obtener de la cooperación con
otros bajo normas legales no es, por sí misma, un motivo que lleve a los agentes a actuar según
ella–. Si no hay una autoridad pública que respalde el cumplimiento de las leyes con la amenaza
del castigo para quienes no las cumplen, entonces ningún individuo podría librarse del temor del
ataque de otros, o rechazar como infundada la esperanza de imponer su voluntad por sobre los
demás, aún cuando vea muy bien que una vida común de obligaciones mutuas sería el escenario
más adecuado para la propia conservación.576 Dado que los motivos que los hombres tienen para
actuar (vgr. esperanza y miedo) no son racionales, entonces siempre es posible que los hombres
se comporten neciamente y aleguen, precisamente en nombre de la justicia y de la moral, contra
la existencia del Estado y las leyes civiles o, guiados por “doctrinas sediciosas”, impulsen reformas
a las instituciones políticas o rebeliones contra el poder, que lo debiliten de modo tal que aceleren
su ruina. Tras el derrumbe del Estado, desde el punto de vista de Hobbes, la única guía para la
acción racional que puede quedar es la ley natural.
Dado, entonces, que la ley natural solo obliga en conciencia, la autonomía de la misma res-
pecto de la ley civil no puede servir ni para la reforma del Estado, ni para “forzar” al soberano a
cumplir con sus obligaciones. Hobbes podría haber prescindido de los rasgos más notables de esa
autonomía y parecerse más al retrato que hacen de él quienes lo califican de “protopositivista”. La
preeminencia del discurso acerca de la ley natural en Hobbes puede deberse a su cercanía con la
tradición que él mismo está reformando de modo radical. Sin embargo, una razón interna plau-
sible de su ambigüedad respecto de la relación entre moral y derecho es que él mismo ha visto
el problema que llamé “de la sobredeterminación” sin decidirse del todo a resolverlo a favor del

forma sino, en la medida de lo posible, de la vida feliz. Porque esa fue la razón por la que los hombres se agruparon
voluntariamente en Estados instituidos, para poder vivir lo más felices posible en la medida en que lo permite
la condición humana”, id, a. 4. “Los soberanos no pueden contribuir más a la felicidad de los ciudadanos, que
protegiéndolos de la guerra exterior y de la civil para que puedan disfrutar de la riqueza creada con el trabajo”, id,
a. 6.
576. “Pues cuando los hombres se cansan al fin de empujarse y de herirse mutuamente, desean de todo corazón
convivir ordenadamente acogiéndose a la protección de un edificio firme y duradero. Mas cuando les falta el arte
de hacer leyes adecuadas por las que puedan guiarse sus acciones, y paciencia y humildad para sufrir que elimine
de la grandeza presente los puntos rudos y ásperos, no pueden, sin la ayuda de un arquitecto extremadamente
capacitado, construirse un edificio que no sea defectuoso y que, aunque consiga mantenerse mientras ellos vivan,
se derrumbará inevitablemente sobre las cabezas de quienes les sucedan en la posteridad”, Hobbes (1999a), cap. 29,
p. 273.

248
derecho (es decir, basar la justificación del Estado sola y exclusivamente en el pacto social y en
consideraciones de eficacia en la resolución de conflictos). Las dos consideraciones inmediata-
mente anteriores (vgr. el carácter “mortal” de las construcciones humanas y la incapacidad de la
sola razón, por recta que esta sea, para determinar las acciones) sugieren un cierto escepticismo
–si Uds. quieren, un cierto fatalismo– de Hobbes, no solo respecto de la condición humana, sino
también de los medios que la razón, pero también el Estado, pueden arbitrar para evitar los que,
a ojos de Hobbes, son los mayores males: la guerra civil y la guerra externa.

Referencias

Dyzenhaus, David (2001). “Hobbes and the Legitimacy of Law”, Law and Philosophy, 20, pp. 461-468.
Hobbes, Thomas (1999a). Leviatán o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, (trad. C.
Mellizo). Madrid: Alianza.
Hobbes, Thomas (1999c). Tratado sobre el ciudadano, (trad. J. Rodríguez Feo). Madrid: Trotta.
Maquiavelo, Nicolás (1984). El Príncipe (trad. M.A. Granada). Madrid: Alianza.
Rawls, John (1979). Teoría de la justicia (trad. M. D. González). México D.F.: Fondo de Cultura Económica.
Rawls, John (1999). A Theory of Justice (edición revisada). Cambridge, ma: Harvard University Press.
Rousseau, Jean-Jacques (1992). El contrato social (trad. M. J. Villaverde). Madrid: Tecnos.

249
Variedades de pluralismo,
igualdad jurídica y razón pública

Miguel Vatter577

1. Las variedades de pluralismo y el problema


de la igualdad jurídica

La relación entre pluralismo e igualdad jurídica me parece un tema interesante por dos razones
principales. La primera es que el estudio del discurso pluralista a partir de una perspectiva jurí-
dica puede ayudar a esclarecer los orígenes del pluralismo en tanto teoría política. En realidad
existen varios pluralismos: hay un pluralismo cosmológico, otro metafísico, otro epistémico, otro
ético, y, por supuesto, un pluralismo político. Hoy en día son pocos los filósofos y pensadores que
no se declaran, de una manera u otra, a favor del pluralismo o, a lo menos, respetuosos de él. En
esta comunicación quisiera reflexionar sobre el significado del hecho que el pluralismo en tanto
teoría política tiene su origen en un episodio bastante curioso de la historia de la jurisprudencia
inglesa.
Consideraré primero las variedades de pluralismo existentes en la teoría política. Hasta
donde puedo observar, pueden distinguirse tres tipos de pluralismo: un pluralismo que voy a
llamar “pre-político”, asociado sobre todo con el pensamiento de Isaiah Berlin y Michael Oakes-
hott, pero que tiene sus raíces en una genealogía que parte de Laski hacia atrás, llegando hasta
Maitland; un pluralismo que voy a llamar “político” o pluralismo mayoritario, que corresponde
a la recepción americana del pluralismo inglés a manos de John Rawls y de otras versiones del
liberalismo “político”, y un pluralismo que deseo llamar “post-político” o pluralismo minoritario
y que corresponde a la recepción de la filosofía continental postmoderna en el mundo anglo-
americano después de Rawls. El pluralismo minoritario va desde el pluralismo foucaultiano y
deleuziano de William Connolly, al pluralismo schmittiano de Chantal Mouffe.
Claramente la tipología que presento emplea como estándar para su clasificación el concep-
to de “lo político” en el sentido que Rawls le da al término: lo político se refiere a los principios
para regir la estructura fundamental de una sociedad que puedan ser aceptables para todos sus
miembros, sin importar los ideales o valores morales razonables que ellos puedan tener.578 Esta
idea de lo político, con la cual desde su surgimiento se asocia a la idea de “razón pública” y con
ello a una específica concepción de lo público,579 presenta una fuerte conexión interna con la idea

577. Profesor Titular, Escuela de Ciencia Política, Facultad de Historia y Ciencias Sociales, Universidad Diego Portales.
Este artículo fue presentado como comunicación en las Segundas Jornadas Internacionales de Ciencias del Derecho
“Profesor Dr. Aníbal Bascuñán Valdés” de la Universidad de Chile, en octubre de 2006. Una versión revisada fue
publicada en Deus mortalis. Cuaderno de Filosofía Política 7 (2008), pp. 205-218. Este trabajo se enmarca dentro
del proyecto Fondecyt 1071087.
578. Rawls (1996).
579. Ver Rawls (2001c).

251
de soberanía popular en el ámbito del estado-nación.580 En contraste con esta idea de lo político,
el pluralismo pre-político entiende al pluralismo por oposición a la noción de soberanía popular
del estado-nación. El pluralismo post-político, por su parte, emerge con el reconocimiento de
una crisis definitiva de la soberanía del estado nacional.581
A estas variantes del pluralismo corresponden tres maneras diferentes de pensar la igual-
dad jurídica. El pluralismo pre-político es incompatible con una teoría de la justicia igualitaria
–“política, no metafísica”– porque concibe la igualdad jurídica bien en términos de una teoría del
rule of law basada en la primacía de la autoridad del conjunto de normas legales (por ejemplo, en
Oakeshott), o bien en términos de una teoría de los derechos humanos basada en la primacía de
la libertad negativa (por ejemplo, en Berlin): no requiere de un estado cuya legitimidad dependa
exclusivamente del trato “justo” a todos sus ciudadanos.
Aquí topamos con la segunda razón para interesarse por la relación entre pluralismo e
igualdad jurídica, es decir el hecho que estas maneras de pensar la igualdad jurídica en el plura-
lismo no pueden ser reconciliadas en una teoría general. La igualdad jurídica se torna entonces
un concepto esencialmente discutido y discutible. Mi hipótesis es que el discurso pluralista se
desarrolla en las últimas décadas en el sentido “post-político”, ya que se piensa que la igualdad no
puede ser asegurada meramente por la apelación a un modelo de igualdad jurídica. Este plura-
lismo post-político, en consecuencia, enfatiza lo que podemos llamar la dimensión ético-estética
de la igualdad –por oposición a la dimensión jurídica–, que resalta la posibilidad de reconocer
la importancia universal de aquellos a quienes la ley, bajo cualquier modelo, no puede concebir
como iguales.
A las variantes antedichas del pluralismo les corresponden tres diferentes concepciones de
lo público y de su racionalidad. El pluralismo pre-político nace del conflicto entre los ideales, va-
lores y prácticas que son racionales, pero que colisionan con la razón de estado (este conflicto se
denomina Kulturkampf o “guerra cultural” en la Alemania de Bismarck). El pluralismo político,
por el contrario, enfrenta el dilema de cómo se puede generar un consenso sobre ideales, valores
y prácticas que son razonables, y por ello podrían ser adoptados públicamente por el estado, pero
que no encuentran una traducción directa o correlato en ninguna concepción particular de lo
bueno. El pluralismo post-político enfrenta el dilema que surge de los ideales, valores y prácticas
que, por así decirlo, rebasan lo razonable, que son más razonables (esto es, mayormente dirigidos
a los otros y más abiertos a la alteridad) que lo que razonablemente se puede esperar de los otros
y de sus deberes de civilidad (es decir, lo que los ciudadanos pueden razonablemente esperar que
los unos deban a los otros). Estos son ideales, valores y prácticas que componen lo que algunos
teóricos postmodernos han denominado una ética de la “generosidad”.582
En esta comunicación voy a limitarme a presentar algunas razones de la tensión entre el
pluralismo pre-político de Berlin y Oakeshott, y el pluralismo político de Rawls. Después voy a
dar una muy breve genealogía del pluralismo pre-político que explican, en parte, esta tensión. Mi
conclusión es que esta tensión y sus raíces históricas pueden ilustrar un problema de fondo en
el discurso pluralista en tanto teoría política, esto es su debilidad a la hora de entender, y poder
enfrentar, el problema de la soberanía. Dejo para otra ocasión una discusión más detallada de los
esfuerzos del pluralismo post-político para enfrentarse a este problema.

580. Habermas (2001b).


581. Uno de los primeros textos en preconizar esta crisis desde un punto de vista pluralista es Eulau (1942). Ahora ver
Mouffe (2005).
582. Este es el caso especialmente de los trabajos de Connolly, como p.e. Connolly (2000).

252
2. Las razones del pluralismo pre-político y la razón pública

En el ámbito anglo-norteamericano de la teoría política, el pluralismo está indisolublemente


asociado al pensamiento de Isaiah Berlin y Michael Oakeshott. Ellos fueron quienes, antes que
Rawls saltara al estrellato en 1971 con la publicación de A Theory of Justice, establecieran el lla-
mado “hecho del pluralismo” como un presupuesto inevitable de todas y cada una de las teorías
liberales. Rawls ofrece una teoría igualitaria de la justicia que pretende corresponder a tal hecho,
y la identifica así como una teoría liberal de la justicia. Berlin y Oakeshott renunciaron a la
posibilidad de la existencia de una tal teoría de la justicia: para ellos, toda teoría de la justicia,
como toda teoría basada en un ideal moral “monista”, inevitablemente hace trizas el hecho del
pluralismo y, al mismo tiempo, cae bajo la dialéctica de la Ilustración, esto es, conduce inevita-
blemente al barbarismo que sigue a todo intento de pensar la política desde el punto de vista del
“racionalismo”.583
Pluralismo no es relativismo (pese a que para algunos como Leo Strauss y Carl Schmitt esa
diferencia no es ninguna),584 porque, y en palabras de Berlin, “los múltiples valores son objetivos,
son parte de la esencia de la humanidad más que la creación arbitraria de los caprichos subjetivos
del hombre”.585 Es una característica de la naturaleza humana el que exista un número finito de
ideales o bienes, cada uno de ellos objetivo y mutuamente inconmensurable. La creencia en la
existencia de un solo estándar de valor que pudiera medir todos los valores entre sí, esto es la
creencia en una idea platónica del Bien, es para Berlin la clave detrás del “monismo”, y el “monis-
mo está en la raíz de todo extremismo”.586 Una idea similar se encuentra a la base de la crítica de
Oakeshott al uso del racionalismo en política.
Berlin pretende, con algo de facilidad, que del mencionado pluralismo se siguen “conse-
cuencias liberales y de tolerancia”.587 Esta pretensión fue rechazada por John Rawls, cuya tesis
es precisamente que el liberalismo basado únicamente en la libertad negativa, carente de una
teoría de la justicia, era una forma de metafísica. El salto lógico que Berlin hace del pluralismo al
liberalismo fue luego cuestionado fuertemente por algunos de sus discípulos, como John Gray,
quien en nombre del pluralismo de valores, llamó a abandonar el principio liberal según el cual
es posible encontrar una concepción de la justicia o del derecho que sea “imparcial” entre valores
inconmensurables, y, por ende, sea aceptable en principio para toda concepción razonable de
lo bueno.588
Que hay algo desacertado en la conexión de Berlin entre pluralismo y liberalismo es eviden-
te. En su último texto escrito, digamos su testamento, Berlin sostiene que “mi pluralismo político
es producto de la lectura de Vico y Herder, y mi entendimiento de las raíces del Romanticismo,
que en su forma violenta, patológica, va más allá de la tolerancia humana”.589 Berlin no menciona
a pensadores liberales como Locke o Mill como influencias decisivas para su pluralismo y uno
bien puede asombrarse del porqué.

583. Estas creencias forman la base común entre Berlin (1992) y Oakeshott (1991). Para una comparación entre los dos
pensadores acerca de sus críticas al racionalismo y sus divergencias acerca del liberalismo, ver Franco (2003).
584. Connolly (2005), pp. 38-67.
585. Berlin (1999), p. 52. Para una interpretación de esta intuición de Berlin, ver también Orellana Benado (1996).
586. Berlin (1999), p. 57.
587. Berlin (1999), p. 53.
588. Gray (1998). Pero véase la respuesta de Riley (2001).
589. Berlin (1999), p. 53.

253
La fascinación de Berlin por el Romanticismo alemán y, en general, con los pensadores
continentales anti-ilustrados fue siempre piedra de discordia para sus lectores anglo-norteame-
ricanos. Ello fundamentalmente porque Berlin mismo, tal y como ha quedado claro ahora con
las publicaciones póstumas de sus escritos y libros sobre la materia, no pensaba que el Romanti-
cismo estuviera completamente errado en todos los aspectos. Por el contrario, Berlin cree que el
Romanticismo está enteramente acertado en su rechazo a la Ilustración, puesto que la razón era
la fuente de la mayor tiranía para el hombre. Berlin solo criticó los excesos del Romanticismo en
su batalla contra el racionalismo en la política, pero nunca renegó de la lucha como tal.
Berlin propone un “pluralismo” que rechaza el racionalismo en la política y se basa en el he-
cho de la pluralidad de los valores humanos, cada uno “absoluto” y por ello irreducible o incon-
mensurable respecto a otro.590 Tal pluralismo es “político” solo en el sentido mínimo de establecer
dos principios respecto de los cuales cualquier orden político debe ser juzgado: “[P]rimero, que
no el poder, sino solo los derechos pueden ser tenidos como absolutos, de forma que todos los
seres humanos, sea cual sea el poder que los gobierne, tienen un derecho absoluto a rechazar el
trato inhumano; y, segundo, que hay fronteras, no trazadas artificialmente, dentro de las cuales
los seres humanos deben ser inviolables, fronteras definidas en términos de reglas tan larga y
ampliamente aceptadas que su observancia constituye parte de la concepción misma de lo que
significa ser un ser humano”.591 En otras palabras, un gobierno es legítimo solamente si garantiza
un conjunto de derechos humanos universales básicos e inviolables.
Las reglas a las cuales Berlin se refiere deben ser derechos y no leyes, justamente porque,
según él, las leyes son siempre coercitivas y por ello siempre interfieren con la libertad negati-
va. Más aún, tales derechos no son ya más los “derechos del hombre y del ciudadano”, esto es,
derechos cuya validez depende de un cuerpo de ciudadanos, el pueblo, que se han dado dichos
derechos a sí mismos. Por el contrario, dichos derechos son válidos porque ellos corresponden a
un reconocimiento mínimo y universal de lo que significa ser “humano”, bien se pertenezca o no
a un pueblo, nación, o semejante. Tal teoría de los derechos humanos universales está inevitable-
mente en tensión con la idea del estado-nación y la idea de la soberanía del pueblo, tal y como
Berlin lo anotó inequívocamente en sus escritos sobre la idea de la libertad.592
La pregunta que deseo hacer –y hasta donde alcanza mi conocimiento esta pregunta no ha
sido planteada aún en la todavía relativamente corta literatura sobre Berlin–, se relaciona con la
genealogía de la oposición entre monismo y pluralismo cuando esta se traslada al ámbito de la
política. Mi hipótesis es que el discurso pluralista, en la teoría política, necesita ser contextuali-
zado en términos de la posibilidad de separar la asociación civil de la soberanía estatal, la uni-
versitas de la civitas. Una universitas o cooperativa o corporación es definida como la asociación
voluntaria integrada por individuos que comparten los valores y objetivos de la cooperativa o
corporación. Para esta asociación, los valores e intereses que son perseguidos son absolutos, en
el sentido de que todas las reglas y regulaciones de la corporación son medios al servicio de tal
propósito, y tienen validez pragmática solo en relación con los objetivos e ideales. Pero, frente a
otras asociaciones que persiguen otros valores, ideales e intereses, el valor o ideal de la universitas
es por lo tanto relativo.593 La observación final de Berlin en su famosa conferencia sobre la liber-
tad es típica de la mentalidad de la universitas: “[C]omprender la validez relativa de las propias

590. Wolf (1992).


591. Berlin (1992), p. 165.
592. Una idea republicana de los derechos, como se encuentra por ejemplo en Arendt (1990) y en Habermas (1996), es
totalmente ajena a la idea de derechos en Berlin.
593. Para estas definiciones de universitas y civitas, véase Oakeshott (1996).

254
convicciones y pese a ello defenderlas a ultranza, es lo que distingue a una persona civilizada de
un bárbaro”, frase que calza perfectamente con un don de Oxford como lo era Berlin.594
A finales del siglo xix la universitas y la civitas entraron en la última fase de su milenaria
lucha, una fase que vino a ser conocida bajo el término bismarckiano de Kulturkampf o guerra
cultural. El término designaba el conflicto entre corporaciones, como por ejemplo la Iglesia Ca-
tólica, y el estado-nación soberano: un conflicto acerca de cuál de las dos entidades debería tener
soberanía definitiva sobre la “cultura” de la sociedad. Pero desde que se estableció una conexión
importante entre el ideal del Estado de derecho (Rechstsstaat) y el Estado cultural (Kulturstaat),
particularmente en Alemania con Goethe y Schiller, la soberanía en materia de cultura y edu-
cación pudo transferirse fácilmente a la soberanía política. Si en los inicios de la Edad Media,
empezando por la Donación de Constantino, la Iglesia se convirtió en universitas que, con com-
pleta buena fe, podía aspirar a la soberanía política, en el siglo xix tal pretensión se tornó en algo
extremadamente discutible.595
Según mi hipótesis genealógica, se podría decir que el pluralismo emerge cuando se aban-
dona para siempre la creencia en una universitas verdaderamente “católica”, es decir una corpo-
ración que correspondería a las más altas aspiraciones del género humano y a la cual se debería
entregar todo el poder político. En este sentido, el pluralismo en la teoría política se basa en el
reconocimiento del divorcio esencial entre cultura y política. Pero si la universitas no puede ser
soberana, y pese a ello todos los valores e ideales forman parte de ella, la pregunta fundamental
que el pluralismo debe responder se refiere a qué sistema “político” ofrece la más adecuada de-
fensa de aquellas asociaciones, qué esquema institucional permitiría la coexistencia de la mayor
variedad de universitas.
La solución de Berlin apela a la idea relativamente nueva de un esquema “universal” de de-
rechos humanos, en el que ellos son concebidos por oposición al derecho positivo del Estado. La
idea de la universalidad de los derechos humanos (entendidos como algo diferente a los derechos
del ciudadano) es posterior a 1948 y solo pudo obtener su validez fáctica en un período histórico
determinado, como la Guerra Fría, período en el cual se vino a reconocer abiertamente que el
sistema Westfaliano de estados-nación se había hecho pedazos y no había posible retorno a él.
Berlin –como es evidente incluso a partir de la lectura común de sus textos– no tiene una noción
política o civil del gobierno de las leyes (rule of law). Para él las leyes de una civitas conservan
su naturaleza inherentemente pragmática; ellas ciertamente no consagran, como en la tradición
del republicanismo acogida por Kant, los derechos. Pero tampoco, como en el enfoque anti-
austiniano de Oakeshott, funcionan las leyes de la civitas para Berlin como fines en sí mismos.
Desde un punto de vista teórico, el gran dilema para el pluralismo pre-político de Berlin
puede entonces formularse así: ¿Cómo podemos organizar una sociedad compuesta de universi-
tas o corporaciones sin un gobierno de la ley que regule a la sociedad entera y, en consecuencia,
sin una civitas? La historia de este problema se desarrolla en Inglaterra, pero el origen del proble-
ma es muy alemán. Por lo que explicar esta genealogía, creo, puede ser una forma de dar cuenta
de la extraña fascinación de Berlin por el Romanticismo alemán.

594. Berlin (1992), p. 172.


595. Toda la obra de Nietzsche sigue siendo la fuente principal para reflexionar acerca del fenómeno de la Kulturkampf
en la cultura europea de los siglos XIX-XX.

255
3. Notas para una genealogía del pluralismo pre-político:
Gierke, Laski y la crítica de la soberanía

Al igual que Oakeshott, Berlin fue testigo de la crisis de los estados-nación que desembocó en la
Segunda Guerra Mundial y en el ocaso del jus publicum europeum durante la Guerra Fría. Am-
bos coinciden en que los estados-nación, tal y como se desarrollaron durante el siglo xx, a saber
su desarrollo en dirección al estado de bienestar, no podían ser por más tiempo la forma ideal
de una societas-civitas que pudiera proteger la pluralidad de universitas, y ello debido a razones
“liberales”: para ambos, el estado-nación social-demócrata interviene demasiado en la libertad
de los individuos, y torna a los derechos humanos y al rule of law en algo con valor puramente
pragmático para desplegar su propio poder. Berlin y Oakeshott comparten la convicción de que
la soberanía del Estado absorbe la idea de la societas, y amenaza con ello la autonomía de la uni-
versitas, así como la libertad negativa de los individuos.
Su misión, en su calidad de teóricos políticos, debería haber sido la de elaborar una teoría
viable de la “asociación” política de corporaciones o universitas que estuviera a la altura de la
historia y crisis del Estado-nación. Pero Berlin no se preocupó seriamente por desarrollar una
nueva teoría de la sociedad. (Oakeshott lo intentó en su gran obra On Human Conduct, pero el li-
bro apareció considerable tiempo después de Teoría de la Justicia de Rawls, y en algún sentido su
nacimiento fue anacrónico). Hay algo desconcertante en los variados intentos de Berlin en la his-
toria de las ideas, de tratar de atar el origen del pluralismo alternativamente a Maquiavelo, Vico o
Herder: uno ve en esos intentos esfuerzos relativamente estériles por inyectar algunos elementos
políticos foráneos en la teoría pre e incluso anti-política del pluralismo de la universitas (en el
caso de Maquiavelo, el Estado; en el caso de Vico, el derecho; en el caso de Herder, la nación).
Este escenario, en el que Berlin y Oakeshott se mueven tan fácilmente, y de acuerdo con
el cual el pluralismo de las asociaciones corporativas debe enfrentarse al ascenso de un estado-
nación soberano en el que el derecho tiene una única fuente de legitimidad, esto es, la voluntad
del pueblo (de forma que el estado constitucional viene a estar por encima del derecho positivo,
en virtud de que la constitución representa el “poder constituyente” del pueblo, y la ley válida
tiene que adoptar la forma de derecho positivo asegurado mediante la coerción estatal –algo que
Berlin simplemente acepta y Oakeshott deplora–; este escenario debe su origen a una extraña
teoría jurídica que no fue un producto autóctono inglés, sino más bien alemán. La teoría jurí-
dica a la cual me refiero es la de Otto Gierke y su famoso “Genossenschaftsrecht”, traducido por
Maitland como fellowship right, derecho del cooperativismo, pero quizás mejor entendido como
derecho corporativo (“corporativist law”).596
Desconozco si la teoría jurídica de Gierke se enseña todavía en las facultades de derecho,
pero es un hecho que un extracto de su voluminosa obra, en la traducción inglesa de F.W. Mait-
land y titulada Political Theories of the Middle Ages, da un empuje crucial a los estudios históricos
ingleses y luego norteamericanos, así como a la teoría política del último siglo, cuyo eco aún
retumba en la obra de Quentin Skinner. Gierke desarrolla una meta-narrativa iusfilosófica según
la cual el concepto de derecho que surge de la “idea alemana del cooperativismo [die germanische
Genossenschaftsidee]”597 y de la idea “alemana” de la libertad individual se opone a un concepto
de derecho que es impuesto por el Estado a la societas de individuos, sin consideración hacia
los grupos intermedios o asociaciones, esto es hacia corporaciones o universitas. Tal concepto

596. Maitland (2003).


597. Gierke (1996), p. 37.

256
de derecho lo llamó Gierke “moderno-antiguo”, refiriéndose al hecho de que fue un concepto de
derecho desarrollado en la Edad Media tardía, la cual sintetizó la creencia aristotélica en la “natu-
ralidad” del Estado con el temprano intento moderno de recobrar el derecho imperial romano al
servicio de los nuevos príncipes que trataban de establecer los estados nacionales. En contraste,
el derecho corporativo es asociado por Gierke al derecho de las tribus de francos y sajones, las
tribus descritas en términos heroicos por Tácito en la Germania, la prehistoria de lo que luego se
conocería como el “common law”.
La historia de la jurisprudencia moderna, según la interpretación de Gierke, es la historia
del fracaso del derecho corporativo, o del common law, en su intento de convertirse en derecho
del Estado. Ella es la historia del fracaso de hacer el tránsito de la universitas particular a la
societas universal, esto es el fracaso de establecer un verdadero Estado corporativista. Quizás el
último documento que refleja tal fracaso estaba representado para Gierke en el intento de Hegel
de sintetizar el derecho corporativo con el Código Napoleónico. Gierke entendió tal fracaso en
términos de la incapacidad de dar a la “corporación” o universitas una personalidad y una vo-
luntad equivalente a aquella del soberano.598 El fracaso del derecho corporativo cedió el paso a
la teoría del contrato social, la cual otorga la personalidad y voluntad de toda la sociedad sea al
monarca o al pueblo, quienes luego expedían el derecho positivo que tomaba en cuenta los in-
tereses del individuo aislado. Tales individuos “atómicos” sin relaciones cooperativas entre ellos
(sin fellow-ship diríamos en inglés), no solo carecen de toda solidaridad sino también traicionan
“la vieja idea alemana del ‘estado de derecho’ [Rechtsstaat] (…) la idea de un estado el cual existe
solo en el derecho y para el derecho, y cuya entera existencia estaba vinculada al orden jurídico
que regulaba sin distinción todas las relaciones públicas y privadas”.599
En el fondo, el pluralismo de Berlin me parece se puede leer como una enorme elaboración
del luto a que dio lugar el fracaso por parte de la universitas en su anhelo de convertirse en la
“personalidad” de la sociedad. Este luto toma la forma de una crítica pluralista a la soberanía, de
acuerdo con la cual el estado soberano no puede ser absoluto porque debe respetar la pluralidad
de asociaciones que conforman la sociedad civil, corporaciones representadas esencialmente por
las iglesias y las asociaciones laborales (sindicatos).
El pluralismo de Laski, el gran predecesor tanto de Berlin como Oakeshott en el mundo de
la teoría política inglesa, se centró precisamente en el análisis de los conflictos entre el Estado
y las iglesias, así como entre el estado y los sindicatos.600 En sus obras de los años 20, dedicadas
a reconstruir las raíces históricas de la Kulturkampf en Inglaterra, Alemania y Francia, Laski se
refiere directamente al trabajo de Figgis y Maitland –en su rol de traductor de Gierke– como
si hubieran suministrado los fundamentos a su investigación sobre los orígenes históricos del
pluralismo. En esos años Laski dictó clases en Harvard, antes de retornar a Inglaterra y dirigir
eventualmente el London School of Economics. Creo que Laski es el puente principal entre el
pluralismo inglés y el pragmatismo americano, y su obra es decisiva para el desarrollo de la
escuela norteamericana del pluralismo hasta fines de los años 50, cuando todo el debate sobre el
pluralismo se vino abajo, empezando con la crítica de Rawls a ambos, Berlin y Oakeshott, en sus
primeros ensayos sobre el significado del gobierno de las leyes.

598. Gierke (1996), pp. 68 y ss. Para la historia de la idea de personalidad de la corporación en el pensamiento político
inglés de Maitland a Oakeshott, ver ahora Runciman (2005). Gierke no escribió él mismo ni la historia del intento
de garantizar a las corporaciones un alma o personalidad, que se la debemos a Kantorowicz (1997), ni la historia
de cómo el Estado moderno acabó vinculado a la soberanía, que se la debemos a Post (1964).
599. Gierke (1996), pp. 74-78.
600. Laski (1999).

257
La teoría de Rawls vendría a tomar en cuenta “el hecho del pluralismo” y a reconocer la de-
molición de la “racionalidad” y de la “verdad” metafísicas aplicadas a la política que enfatizaban
Berlin y Oakeshott. Pero Rawls habría respondido mediante una teoría “política, no metafísica”
de la justicia, la cual se aplica a la “estructura básica” entendida como una “unión social de unio-
nes sociales”, es decir una unión social de corporaciones. Rawls proveyó la teoría de la societas
que ni Berlin, sobre la base de la teoría de los derechos humanos universales, ni Oakeshott, sobre
la base de una teoría del rule of law (la teoría del “rule-book association” como la llama Dworkin
con desdén),601 pudieron proveer. Rawls logró hacerlo porque su teoría del Estado y de la socie-
dad era esencialmente republicana, y no liberal. Rawls pudo desarrollar un liberalismo “político”
porque recobró para esa tradición las intuiciones de la tradición olvidada del republicanismo.
La obra de Laski cayó en el olvido rápidamente a principios de los cincuenta, hasta el punto
de que casi nadie lo lee ya más en el presente.602 Las razones para ello se deben menos al flujo y
reflujo de su éxito político en el Partido Laborista que al simple hecho que su identificación con
el socialismo liberal, asentado en la dignidad de los sindicatos y de los trabajadores, acabó siendo
dominada por la confluencia perversa de la soberanía imperial y absoluta del Estado, y la unión
corporativa en el bolshevismo, fascismo y nacionalsocialismo. Según el modelo de Gierke y de
sus discípulos pluralistas ingleses esta confluencia hubiera sido imposible. Hoy podríamos casi
pensar el opuesto: después de todo, Mussolini empezó como un socialista, y el movimiento na-
cionalista de Hitler siempre conservó su componente “socialista”. Además, el Genossen de Gierke
se traduce igual de bien como “camarada” y “compañero” que como “fellow”.
Incluso se podría decir que el derecho corporativo fue el peculiar camino por el cual la
voluntad omnipotente del Estado (concentrada en las órdenes del Führer o dictador) penetró
totalmente la sociedad. Esa pareciera ser la razón más profunda de por qué un alumno de Laski, y
luego miembro de la Escuela de Fráncfort, Franz Neumann, fue quien tuvo la capacidad de escri-
bir el primer análisis teórico del Estado Nazi (todavía considerado como una pieza maestra de la
sociología política) ya en 1942, y llamó, paradójicamente, a dicho Estado el “anti-Estado”, un Be-
hemoth antes que un Leviatán.603 Con tal designación Neumann hace uso del sentido pluralista
del término Estado, según el cual la soberanía, por definición, no se puede identificar con la uni-
versitas. Desde que en la Alemania nazi y la Italia fascista tal identificación se convirtió en plena,
absorbiendo el Estado a la sociedad y viceversa, cualquier Estado que pudiera existir bajo estas
condiciones solo lo podría ser en la forma de un “anti-Estado”. La estatura teórica de Laski no
pudo recobrarse nunca de este golpe de la historia y el pluralismo inglés solo sobrevivió gracias
a que dejó el campo de batalla libre para el desarrollo de la lógica de la soberanía a escala global.
El destino nefasto que le tocó al liberalismo socialista de Laski apareció una vez más en
la historia reciente y nada menos que en Chile durante la dictadura de Pinochet. También en
ese régimen hubo una confluencia entre la soberanía absoluta del estado, representada por la
dictadura de la Junta, y el proyecto de crear una organización de la sociedad corporativista, que
recibió el nombre de gremialismo. No sé si la literatura sobre el gremialismo se haya percatado
que el término “gremio” traduce bastante bien el alemán Genossenschaft. Que Jaime Guzmán, el
inventor del gremialismo, y padre intelectual de la Constitución de 1980, se inspiró en las teorías
constitucionales de Schmitt ya lo sabemos a partir de los trabajos de Renato Cristi.604 Que en las

601. Dworkin (1986), p. 210.


602. Catlin (1952).
603. Neumann (1966).
604. Cristi (2000).

258
ideas de Guzmán se encuentran también vestigios del ambiguo legado de Gierke permanece una
hipótesis en búsqueda de comprobación.
En conclusión, la genealogía del pluralismo pre-político inglés da lugar a la sospecha que el
pluralismo sea en general demasiado débil como pensamiento de lo político para contraponerse
de manera eficaz a la lógica de la soberanía, y, por otro lado, que no sea lo suficientemente fuerte
para resistir a la tentación de pensar en una sociedad sin estado. Pero espero discutir este temor
en relación con el pensamiento pluralista post-político en otra ocasión.

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259
Negociación moral

M.E. Orellana Benado605

in memoriam
sir P. F. Strawson (1919-2006), primero de entre mis maestros en
el “Home of lost causes”, y como expresión de gratitud a la Uni-
versidad de Talca, mi primer claustro académico (1986-87)

1. La pregunta fundamental

Según el filósofo e historiador de las ciencias chileno Roberto Torretti, a raíz de “la efectiva uni-
ficación del planeta bajo la civilización tecnológica originada en lo que llaman el Atlántico Nor-
te”, acaecida durante el último cuarto del siglo xx, correspondería a la reflexión ética del siglo
xxi abordar con carácter prioritario la siguiente interrogante, que denominaré aquí la pregunta
fundamental:
¿Será posible establecer un sistema coherente de principios morales y normas de conducta
aceptable, al menos en teoría, para todos, en el marco del cual los diversos grupos religiosos y
culturales puedan cultivar sus respectivas creencias y valoraciones sin amenazar la libertad de
los demás?606

605. Leí por primera vez en público una versión de estas ideas en el segundo encuentro argentino-chileno de filosofía
jurídica y social, organizado por la Sociedad Chilena de Filosofía Jurídica y Social, celebrado en la Universidad
Diego Portales en Santiago de Chile en 2006. Antes y después de esa fecha, presenté otras versiones al seminario
asociado al proyecto de investigación “Pluralismo, igualdad jurídica y diversidad valorativa”, proyecto que tuve el
privilegio de dirigir gracias al financiamiento del Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico de Chile,
que cumplo con reconocer y agradecer aquí (Proyecto Fondecyt 1050348). Agradezco también los comentarios
que realizaron a borradores del presente trabajo mis amigos Lucy Oporto, Juan Ormeño y Roberto Torretti así
como también mis alumnos ayudantes ad honorem en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile: Marcos
Andrade Moreno, Cristóbal Astorga Sepúlveda y Ernesto Riffo Elgueta. Una versión anterior del presente texto
debió haber sido publicada en 2008 en Universum, pero me vi obligado a retirar el artículo al descubrir en él errores
que aquí han sido expurgados.
606. Torretti (2006), p. 321. Además de en los dos casos habituales (esto es, para expresiones en lenguas extranjeras y
títulos de libros o publicaciones periódicas), en lo que sigue ocupo cursivas también para conferir a una expresión
la fuerza comunicativa que el matemático y filósofo alemán Frege llamó “coloración y foco”; es decir, un impacto
diferencial en el entendimiento de las afirmaciones que hacemos con ellas y que es independiente de su sentido; esto es,
las condiciones cuyo conocimiento importa para determinar cuándo ellas son verdaderas y cuándo falsas. Este último
caso comprende cuando, con las cursivas, destaco que aparece por primera vez un término para el cual he diseñado
un entendimiento teórico propio. Más sobre las distinciones entre sentido y coloración, así como entre sentido y
referencia en Frege (s.f.). Esta traducción, a pesar de sus muchos méritos, vierte “Färbungen und Beleuchtungen”
como “matices y énfasis” con lo cual, me temo, se pierde la raigambre visual de estas expresiones en el original
alemán. En la filosofía de los lenguajes lógicos y matemáticos, usar el mismo símbolo o la misma convención (en
este caso, cursivas) con tres propósitos diferentes constituiría, por lo menos, una imperfección: el defecto que los

261
Ahora bien, la pregunta fundamental es más que una tarea prioritaria de la ética en el siglo
xxi. En mi concepto, se trata del más urgente y radical problema teórico y práctico de nuestros
tiempos, aquel cuya solución contaría como una revolución, en el sentido moderno de la voz, que
apunta a lo inédito –esto es, lo que nunca ha existido, pero que bien podría existir– y no a ciclos
que se repiten hasta la eternidad. Más allá de los adjetivos, el corazón del desafío es encontrar
un lenguaje que permita expresar y promover la actitud pluralista –a saber, una disposición del
ánimo que, en principio, valora la existencia de un rango abierto pero acotado de diversidad
humana– y que, además, permita iniciar, conducir y mantener una negociación moral entre las
distintas formas de vivir o identidades humanas con el objeto de delimitar el ámbito de prácticas
tanto propias como ajenas que merece respeto, sean estas de la vida cotidiana de las personas o
bien de su vida política, nacional o internacional.607 Como si tal desafío no fuera suficiente, dicho
lenguaje tendrá además que desempeñarse en un mundo que continuará abriendo nuevas opcio-
nes a la conducta humana, entre otras muchas razones, por el flujo de novedad que, con caudal
siempre creciente, viene de las ciencias y las tecnologías modernas.
Luego de enunciar la pregunta fundamental, Torretti consigna con desazón no creer que
tenga una “solución positiva”. Veremos en un momento, para beneficio de quienes lo desconoz-
can o lo hayan olvidado, cuán amplio y desolador es el respaldo que la historia otorga a dicho
pesimismo. Sin embargo, me propongo aquí refutarlo. Mostraré que sí es posible diseñar un
lenguaje o “sistema coherente de principios morales y normas de conducta” para convivir de ma-
nera respetuosa en la diversidad legítima, y sin caer en el relativismo. Sostendré por último que
la clave de su puesta en marcha es que cada vez más personas en “los diversos grupos religiosos y
culturales”, se esfuercen por vivir y tratarse unos a otros como prójimos lejanos.
Mi estrategia argumentativa será simple y frontal. En la siguiente sección ofreceré un boceto
del respaldo que dan el siglo xx y lo que va del xxi a Torretti y quienes creen que el cultivo de las
creencias y valoraciones asociadas con unos grupos amenaza, y de manera necesaria, la libertad
de los demás grupos. En la tercera sección presentaré la versión más reciente de mi pluralismo,

matemáticos llaman mala notación. Sin embargo, los casos para los cuales utilizo aquí cursivas son tan diferentes
entre sí que espero nunca confundir al lector. Introducciones a Torretti en Carrasco (2006); Orellana Benado (2006).
607. Las cursivas en esta oración destacan la introducción en el texto de cuatro términos que tienen sentidos técnicos
propios en mi propuesta. Por el momento, dilucidaré solo el primero de ellos. Hablar de un rango abierto pero
acotado es una manera de articular la actitud pluralista, que está detrás del esfuerzo por identificar, proteger y
promover el florecimiento de la diversidad humana que es por igual digna de respeto. Quedará pendiente construir
un modelo pluralista de la búsqueda de la verdad en los asuntos humanos en general (esto es, los que incluyen, por
lo menos, algunas preguntas históricas, económicas, filosóficas, jurídicas, sicológicas y sociológicas) basado en este
término. Lejos de constituir un “escándalo”, como creyó Kant, dicho modelo mostrará que el peculiar encanto de
las preguntas humanas es la persistencia en la historia del desacuerdo acotado respecto a cuáles sean sus respuestas;
Kant (1978), pp. 34. En general, cada pregunta humana tiene un rango abierto pero acotado de respuestas que son
dignas de ser conocidas, tratadas con respeto o como verdaderas. Su transformación de este rango en el tiempo (que
se abra para incluir respuestas inéditas o que se cierre, dejando fuera del mismo respuestas que antes estuvieron en
él) permite observar el cambiante rostro de las sociedades en las cuales dicho proceso ocurre, reflejado en el espejo
de la filosofía. ¿Por qué son dignas de respeto por igual las respuestas que, en un período dado, pertenecen a dicho
rango? Hay cuatro razones. Son por igual inteligibles. Están desarrolladas en grados comparables de extensión.
Tienen relaciones de presuposición mutua; es decir, solo podemos entender mejor una de ellas entendiendo mejor
las demás. Y, en cuarto lugar, porque están por igual vivas en la discusión. Por cierto, la tesis según la cual en general
las preguntas humanas tienen un rango abierto pero acotado de respuestas por igual dignas de ser tratadas con
respeto o como verdaderas es compatible con reconocer que, en algunos casos de la vida cotidiana, de las ciencias
naturales y de las humanidades, el rango puede estar abierto solo de forma mínima (o, lo que es lo mismo, cerrado
de manera casi máxima); es decir, puede contener solo una respuesta digna de ser tratada con respeto o, lo que es
lo mismo, como verdad. Espero poder desarrollar este tema en otro momento.

262
la ética del bien poder o del buen trato; esto es, la versión que tiene su foco en preguntas acerca de
cómo bien podemos tanto vivir como tratarnos entre prójimos lejanos para promover el encuentro
respetuoso y con humor en la diversidad. Se trata de un lenguaje para responder la pregunta fun-
damental y hacer posible una negociación moral entre las distintas formas de vivir o identidades
humanas, basado en la distinción entre respetar lo que nosotros bien podemos practicar con
reverencia o vivir como valores y respetar a otros, cuyas prácticas nos son ajenas, pero que bien
podemos tratar como valores.
Por último, en la cuarta sección, distinguiré tres maneras de hablar por un lado acerca de lo
que somos en tanto seres humanos y, por el otro, acerca de lo que hacemos. De esta manera y en
los términos que allí expondré con mayor detalle, se abre un camino para abordar la pregunta
fundamental en un mundo globalizado. A saber, interrogarnos acerca de cómo bien podemos
vivir y tratarnos entre prójimos lejanos para promover el buen trato o encuentro respetuoso y
con humor en la diversidad legítima.
Tengo para mí que una ventaja de esta respuesta a la pregunta fundamental es no presupo-
ner la validez universal, para todas las culturas, tiempos y clases sociales, del lenguaje de raigam-
bre occidental y liberal de los derechos humanos. Más bien, este enfoque sugiere que la doctrina
de los derechos humanos es un caso particular del lenguaje de la ética del bien poder o del
buen trato, cuya historia es tan respetable como otras articulaciones de la misma que pudieran
también existir hoy, o surgir mañana, en identidades humanas con trayectorias históricas y cul-
turales diferentes. Concluyo así el resumen de mi estrategia argumentativa y, según lo anunciado,
paso de inmediato a ofrecer un boceto de la evidencia histórica que respalda al pesimismo y la
duda respecto a que la pregunta fundamental tenga una respuesta (“positiva”, en el adjetivo de
Torretti). Por cierto, lectores que no requieran refrescar la memoria respecto a cuán salvaje ha
sido la historia de la encarnación “animal” de lo humano en sentido filosófico pueden sin pérdida
continuar la lectura en la tercera sección.

2. Raíces del pesimismo contemporáneo

Ya en la segunda década del siglo xx encontramos el conflicto que en sus comienzos fuera deno-
minado “Gran Guerra” y en sus postrimerías “guerra para terminar con todas las guerras”. Esta
última descripción fue invocada en 1917 por Woodrow Wilson, antiguo profesor de filosofía del
derecho y ex-rector de la Universidad Princeton, a la sazón, presidente de los Estados Unidos de
América, para justificar su decisión de entrar en el conflicto iniciado en 1914 en Europa, la cual
precipitó su fin solo año y medio más tarde, en 1918. Se movilizaron setenta millones de soldados
y el total de muertes alcanzó, entre civiles y militares, los quince millones. Casi simultáneo fue el
genocidio de un millón de armenios por el Imperio Otomano entre 1915 y 1917.
Veinte años más tarde llegarían los momentos estelares de la barbarie en el siglo xx. A sa-
ber, el conjunto de conflictos desencadenados por la invasión de Polonia por Alemania en 1939
y la declaración de guerra a esta última potencia por el Imperio Británico. Entonces se volvió
necesario rebautizar la Gran Guerra como mera “Primera Guerra Mundial”. A partir de 1941,
cuando los Estados Unidos de América y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas comenza-
ron también a luchar en Europa, África, el Medio y el Lejano Oriente contra las potencias del Eje
(Alemania, Italia y el Imperio Nipón), apareció el término “Segunda Guerra Mundial”, al menos
en los países angloparlantes y los de su esfera de influencia.
Siguiendo a Iosif Stalin, la propaganda y la historiografía soviética, tomaron un camino
distinto y denominaron su esfuerzo bélico “Gran Guerra Patria”, expresión que continuó siendo

263
usada por los historiadores rusos luego del desplome del Imperio Soviético en 1989, mientras
la región que por algo más de cuarenta años fuera denominada “Europa del Este”, recobraba el
nombre que tuvo por siglos y hasta el mencionado conflicto: “Europa Central”. La Segunda Gue-
rra Mundial movilizó cien millones de soldados y el total de sus muertos, en su inmensa mayoría
civiles, se estima entre sesenta y setenta millones de personas.
Hasta entonces, la civilización “occidental” podía ufanarse de ser la heredera en Europa
de una tradición surgida en Atenas y Roma y que, ya en el siglo xix, tendría su cuartel general
en Londres. Por este motivo, Europa se consideraba a sí misma la garante de que la civiliza-
ción (es decir, su civilización) terminaría por imponerse también en África, Asia, China e India.
Un poeta inglés denominó a tal tarea “la carga del hombre blanco” (White man’s burden, en el
original inglés).608 Sin embargo, entre 1942 y 1945 la civilización europea se remeció con el rit-
mo macabro de la Shoa (hebreo para “catástrofe” y que es usual, aunque erróneo, traducir por
“holocausto”).609 Por este término, en rigor, corresponde entender el asesinato de tres de cada
cuatro judíos europeos, según la definición que adoptó el ordenamiento jurídico alemán, bajo el
régimen del nacional socialismo que lideró Adolf Hitler (1889-1945); a saber, personas que prac-
ticaban el judaísmo, que tenían padres o, incluso, más de dos abuelos que hubieran practicado
esta forma de vida minoritaria pero que había estado presente en Europa por ya más de dos mil
años. La Shoa significó el exterminio de entre cinco y siete, con toda probabilidad, seis millones
de niños, jóvenes, hombres, mujeres y ancianos judíos indefensos.
Al sumar a la Shoa los casi tres millones de polacos de religión católica apostólica romana,
decenas (quizás, cientos) de miles de gitanos, homosexuales, protestantes, Testigos de Jehová
y personas con discapacidades varias, incluido el retardo de aprendizaje (aún si, en los térmi-
nos jurídicos recién mencionados, ellas y ellos contaban como “arios puros”) que también logró
asesinar dicho régimen (en parte, por cierto, gracias a la colaboración por omisión de quienes
luchaban en su contra), tenemos lo que, en rigor, corresponde llamar el “Holocausto”. Para quie-
nes confían en el potencial de la educación para contribuir al progreso moral de la humanidad

608. Es el título de un poema de Rudyard Kipling, escritor victoriano nacido en la Bombay del Imperio Británico. En él
celebra la expulsión de España del archipiélago de Filipinas por los Estados Unidos de América en 1899. La “carga”
consistía en la responsabilidad de extender la civilización occidental a todos los pueblos del mundo. Para una
elucidación inicial del término tradición con foco en el caso de la filosofía, véase Orellana Benado (1999). Presento
mis objeciones y una opción alternativa a la tesis según la cual en filosofía existiría una única tradición occidental,
que ligaría a Atenas y Roma con la Europa de la baja edad media, luego con aquella de la modernidad y, por último,
con la actual “civilización tecnológica” en Orellana Benado (por aparecer).
609. Niewyk (2000). Múltiples motivos teóricos y políticos aconsejan reservar el término Shoa para el genocidio de
los judíos y usar “Holocausto” para el exterminio (muy superior en número) que resulta de sumar a la Shoa las
matanzas de otras identidades humanas. Sin los dos milenios de difamación, persecusión y matanza antisemita de
raigambre cristiana en Europa, la “catástrofe” de los judíos o Shoa resulta difícil de concebir. Este factor merece
ser tenido en cuenta dado el papel insoslayable del cristianismo en la generación de la cultura occidental. Aunque
sean contemporáneos con la Shoa y hayan sido perpetrados en las mismas instalaciones (los campos de esclavos,
que es habitual denominar con los eufemismos “campos de concentración” o “de trabajo forzado”, y en los campos
de exterminio), esos exterminios tienen otras raíces históricas. Aún así, el término Holocausto sigue siendo
desafortunado por partida doble. Sugiere una connotación religiosa que es inapropiada: las víctimas serían, en
algún sentido, sacrificios a la divinidad. Pero al judaísmo (desde luego, no solo a dicha identidad humana) le
repugna la idea del sacrificio humano ritual de individuos inocentes. Tal fue la lección que extrajo el pensamiento
rabínico del relato sobre la atadura de Yitzjak, que los cristianos llaman “el sacrificio de Isaac”. Usar “Holocausto”
también distorsiona la justificación que los propios nazis daban para sus políticas de exterminio, que pretendía ser
de corte científico y no religioso. En este sentido y sin ser un “negacionista” vale la pena tener presente cuán poco
idóneo es el término “Holocausto” para hablar ya sea del genocidio de los judíos o bien de las distintas minorías
asesinadas por el régimen nacional socialista alemán que encabezó Hitler.

264
resulta enervante constatar que la barbarie triunfó en el país europeo que, en toda probabilidad,
tenía a la sazón el mejor desempeño en ese frente. No me sorprendería que, en 1939, Alemania
haya sido, por ejemplo, el país del mundo con más doctores en filosofía, amén de contar con
pléyades de artistas, científicos, escritores, músicos y millones de amantes de las obras surgidas
de las bellas artes, las letras, las ciencias y las tecnologías.
Fuera de Europa las cosas no marcharon mejor durante el siglo xx. Así lo atestiguan, por
nombrar solo algunos casos, las decenas de millones de víctimas del Gulag, el sistema de campos
de esclavos organizado en Siberia por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en el inicio
de dicha centuria; las decenas de miles de víctimas de la Operación Cóndor, una conspiración
de gobiernos sudamericanos encabezados por militares organizada por Chile para exterminar
adversarios políticos en América y en Europa durante el último tercio del siglo xx, esfuerzo que
contó con respaldo argentino, boliviano, paraguayo y uruguayo; por último en esta lista sin pre-
tensión de ser exhaustiva, en las postrimerías del siglo xx, encontramos el genocidio perpetrado
en África por facciones extremistas hutus en la República de Ruanda.610
En solo tres meses de 1994 se asesinó ahí el 75% de la etnia tutsi y un gran número de hutus
moderados; en total, alrededor de un millón de personas. Así quedó demostrada la incapacidad,
tal vez el desinterés, de las actuales instituciones internacionales por impedir el triunfo de la
barbarie, incluso en países débiles y pequeños. Los vistosos asesinatos masivos de personas ino-
centes en Nueva York, Madrid y Bagdad durante el primer lustro del siglo xxi también respaldan
la posición de quienes dudan que sea posible dar una “solución positiva” a la pregunta funda-
mental. Sin embargo, tal es la tarea que emprendo en la siguiente sección.

3. La ética del bien poder y del buen trato

Comienzo esta presentación de mi respuesta a la pregunta fundamental señalando que sus fuen-
tes son las filosofías del “Russian Jew” avecindado en Oxford Sir Isaiah Berlin y de cuatro de
mis maestros en Inglaterra: Hornsby, O’Shaugnessy, Strawson y Wiggins.611 En 1994 denominé
pluralismo a la primera versión de estas ideas. Desde hace algunos años, prefiero referirme a ella
en términos de ética del bien poder o del buen trato; ética para prójimos lejanos; y, también, ética
para la negociación moral.612 El paso del tiempo me mostró el atractivo de presentar la ética en
términos una pregunta acerca de cómo bien podemos conducirnos los seres humanos unos con
otros, comenzando por los prójimos lejanos. Entremos en materia. ¿Quiénes son estas personas?
Son todos quienes se suman al esfuerzo por promover el buen trato o, lo que es equivalente,
el encuentro respetuoso en la diversidad legítima de lo humano valorando tanto la igualdad hu-
mana como su diversidad. Los prójimos lejanos no reclaman para sí mismos el monopolio del
bien, la virtud y la bondad. Tampoco atribuyen a otros el monopolio del mal, el vicio y el accionar
torpe. Buscan identificar, en asociación con los demás prójimos lejanos, el rango abierto pero
acotado de diversidad en las prácticas humanas que corresponde respetar. Para lograrlo practi-
can la distinción entre lo que uno vive y lo que uno trata como valores.
Y, lo hacen, he aquí la clave, sin perder de vista cuán paradojal es la situación de lo humano
en el lenguaje, y en todo lo que de él depende. Porque, en un sentido lógico, filosófico o igualita-

610. Applebaum (2003); Prunier (1995); Dinges (2004); Paredes (2004).


611. Berlin (1988); Hornsby (1980); O’Shaughnessy (1980); Strawson (1995c); Wiggins (1987) y (1980). Berlin se
definió así en una conversación que tuvimos a mediados de los años ochenta del siglo XX en el Atheneum Club de
Londres. La frase completa fue: “I came to this country when I was a child. But I am, of course, a Russian Jew”.
612. Orellana Benado (1996) y (2004b).

265
rio que es básico para delimitar cuáles son los seres que interesan a la ética, hablamos de nosotros
mismos como iguales. Pero en muchos otros sentidos, distintos del anterior aunque igual de bá-
sicos (como los jurídicos y políticos), hablamos acerca de lo humano de maneras que reconocen
la diversidad de identidades humanas; es decir, que somos diferentes unos de otros, tanto en el
nivel grupal o social como en el nivel individual.
¿Por qué hemos debatido de manera estéril hasta aquí acerca de la legitimidad de lo que
hacemos los seres humanos, sin esperanza de convergencia ni en la vida cotidiana, ni en la vida
comunitaria al interior de un estado, ni mucho menos en la vida de la sociedad internacional,
que es anárquica pero no caótica?613 Responder la pregunta fundamental supone contar con un
diagnóstico acerca de qué ha marchado mal hasta aquí en el mundo real y concreto. Porque solo
así podremos aspirar a mejorar el incierto futuro de la convivencia humana de comienzos del
siglo xxi, que es el más poblado y mejor conectado, el más rico, desigual y, sobre todo, el más
peligroso que jamás haya existido en la historia. La pregunta fundamental es una cadena de vol-
canes activos en la vida cotidiana y en la dilatada frontera que comparten dominios abstractos,
como la filosofía y la historia, con otros que son más bien de carácter práctico, como la política
y el derecho.614
Señalaré solo dos factores detrás del fracaso en el intento volver fértiles nuestros desacuer-
dos respecto de asuntos tan complejos como la pregunta fundamental. Por un lado está el haber
usado un equipamiento conceptual inadecuado, un lenguaje cuya simplicidad seduce pero que es
incapaz de ofrecer genuinas explicaciones de lo que somos, de nuestras conductas y de las causas
de nuestros conflictos. Por el otro lado, está nuestra incapacidad de reconocer que podemos
vivir y tratarnos con respeto, cooperar e incluso florecer, sin estar de acuerdo respecto a cómo
corresponde conducir nuestras vidas; esto es, las propias, que son únicas e irrepetibles y, también,
las que compartimos con las demás personas que integran las identidades humanas a las cuales
pertenecemos. Desde luego, a medida que aumenta la riqueza material que está disponible para
los individuos, este segundo factor pierde importancia. En los estados más ricos del mundo, y
desde hace ya siglos, la productividad material florece sin que sea obstáculo la diversidad valo-
rativa de sus sociedades.
Con la respuesta que aquí esbozo a la pregunta fundamental pretendo superar la primera
causa de la esterilidad recién aludida, el inadecuado equipamiento intelectual (lo que Wiggins
llamaría “condominio intelectual común”; “common intellectual property”, en inglés) con el cual
los más distintos bandos creen entender y explicar todos los conflictos. Sin pretender hacer jus-
ticia a la posición religioso-política de la cual tomo prestada la etiqueta, denominaré maniquea
a esta intuición. A saber, la intuición según la cual el conflicto humano, la lucha entre el bien y el
mal en la historia, consistiría en la lucha entre el bando de los buenos y el bando de los malos. Los
primeros solo obrarían bien y las consecuencias de sus acciones o actos serían todas buenas; de ahí
su denominación, los buenos. Los segundos, en cambio, solo obrarían mal y las consecuencias de
sus actos serían todas malas; por tal motivo correspondería llamarlos así: los malos.
¿Qué explica la popularidad del maniqueísmo? Una mitad de su éxito lo debe a su arroba-
dora simplicidad. No exige pensar de manera documentada, ni tampoco con rigor o con ima-
ginación. El origen del conflicto y los males del mundo son ellos (incluidas, por supuesto, ellas):
los malos. La otra mitad del atractivo del maniqueísmo radica en que nos hace “una oferta que

613. Bull (1977), pp. 46-51.


614. En “política” incluyo la política internacional la cual, como señalaba con acierto el politólogo australiano Hedley
Bull, solo los hipócritas prefieren denominar “relaciones internacionales”.

266
es difícil rehusar”, para decirlo con Hollywood. Ofrece absolver de toda responsabilidad en los
males del mundo a quienes creen en él, pidiendo a cambio solo que se reconozcan a sí mismos
como… ¡el bando de los buenos!
Sin embargo, a pesar de su poder de seducción, la teoría maniquea sufre de un defecto in-
superable. Es el mismo defecto que condena a otras teorías simples, como el geocentrismo, que
fueron también propuestas en etapas tempranas del intento humano por explicar y hacer sentido
del mundo en que vivimos: sus premisas son falsas. Ahora bien, si sus premisas hubieran sido
verdaderas, entonces dichas teorías explicarían lo que muestra la experiencia. Pero el Sol no gira
en torno a la Tierra y, por esa razón, la teoría geocéntrica no explica que el Sol parezca girar en
torno a la Tierra. También es falsa la premisa maniquea. Los seres humanos no nos dividimos
en buenos y malos.
No niego, desde luego, que pudieran existir los santos, personas que fueran por completo
buenas, que obraran siempre bien. Las más diversas culturas reconocen tal calidad a algunos de
los suyos. Tampoco niego que pudieran existir demonios, personas que fueran por completo
malas o que obraran siempre mal. Pero la moral, la política y el derecho jamás han pretendido
normar la conducta ni de santos ni de demonios. La pregunta fundamental de Torretti no apunta
a si es posible la convivencia pacífica entre santos y demonios.
Los santos no necesitan reglas morales, ni políticas, ni jurídicas. Tampoco sería razonable
esperar que los demonios las acataran. Las normas morales, políticas o jurídicas tienen por obje-
to la vasta mayoría de las personas, que no somos ni santos ni demonios (es decir, personas que
no somos por completo buenas ni por completo malas). Tales normas permiten ordenar el des-
empeño de las personas de peor a mejor en los distintos dominios de prácticas. Y, también hacen
posible ofrecer incentivos para recompensar a quienes sigan ciertas prácticas y para castigar a
quienes sigan otras. La intuición maniquea, a pesar de su simplicidad y su popularidad, resulta
inconducente para explicar el conflicto humano y la presencia en la historia de males como los
que reseñé en la segunda sección. Produce la engañosa sensación de explicar el origen del mal.
Pero solo logra tal resultado gracias a la desidia intelectual y la vanidad moral que nos caracteri-
zan. Resumiré mi conclusión con la regla de tres de la aritmética sosteniendo que el geocentrismo
es al maniqueísmo como el heliocentrismo es… ¡al pluralismo!
Ahora bien, para que la moral, la política y el derecho puedan jugar un papel cada vez más
efectivo en la prevención, regulación y disminución de los conflictos, se requiere establecer un
proceso continuo de negociación moral mediante el cual los prójimos lejanos diriman dónde
están (y, también, por qué están ahí) las fronteras del rango abierto pero acotado de maneras
de actuar que son por igual dignas de respeto. Solo así se tendrá claridad acerca de cuáles son
indignas de respeto. Nos incumbe dirimir qué bien podemos vivir como valores siempre y, tam-
bién, cuáles maneras de actuar ajenas bien podemos siempre tratar como valores. A cada prójimo
lejano le corresponde determinar cuáles prácticas es su deber seguir siempre con reverencia y
también cuáles es su deber respetar (porque son legítimas y vividas como valores por otros) de
maneras peculiares a su forma de vivir o identidad humana. En suma, cuáles maneras de actuar
debemos vivir como valores y cuáles debemos tratar como valores.
Más allá de ese rango abierto pero acotado están las maneras de actuar que bien podemos
nunca ni vivir como valores ni tratar como valores; es decir, las prácticas reales y concretas que
es nuestro deber combatir, tanto en el ámbito propio como en los ámbitos ajenos. Por cierto, hay
una diversidad de maneras de combatir una práctica que va desde oponerse a ella con la mofa
en público y hasta actuar en persona o por delegación (enviando a la policía o el ejército) para
discontinuarla. En todo caso, entre estos límites está la fértil provincia de prácticas distintas pero

267
por igual legítimas, que unos bien pueden tratar como valores porque otros, pertenecientes a for-
mas de vivir distintas, las viven como valores. Si las consideraciones anteriores van encaminadas
en la dirección correcta se sigue que la noción de lo que bien podemos hacer es más básica que
la noción de deber. Porque esta puede ser construida a partir de aquella: el deber es aquello que
siempre bien podemos hacer.
Paso ahora a precisar los demás términos teóricos que he introducido hasta aquí. Uso for-
ma de vivir e identidad humana como sinónimos. Entiendo por lo que nombran conjuntos de
individuos pasados, presentes y futuros que, con sus prácticas, heredan, generan, mantienen y
proyectan la identidad que comparten y que los separa de quienes tienen otras identidades. Lla-
mo negociación moral a una manera de hablar y ponerse de acuerdo mediante el diálogo, con una
actitud de apertura hacia formas de vivir distintas de la propia (y de hacerlo, esto es básico, sin
violencia), respecto a dónde están y cuáles son las fronteras la diversidad humana legítima; esto
es, cómo es legítimo vivir o qué es legítimo hacer.
El propósito de la negociación moral es definir el rango abierto pero acotado de costumbres,
prácticas y acciones que son dignas de respeto tanto en el ámbito propio como en el ajeno, y más
allá del cual se encuentra lo que no es digno de respeto, ni en el ámbito propio ni en el ajeno.
¿Cuáles son esas costumbres y prácticas? Todas las que expresan de manera legítima lo humano.
Es decir, que reconocen el valor de la igualdad y de la diversidad humana, y que no impiden ni di-
ficultan el buen trato o encuentro respetuoso y con humor de los seres humanos en la diversidad.
Según la propuesta que aquí defiendo, bien podemos practicar con reverencia (esto es, vivir
como valores) las prácticas de la propia forma de vivir que son legítimas y, cuando estas perte-
necen a una identidad humana ajena, bien podemos respetar a quienes las practican (es decir,
tratar sus prácticas como valores). Por el otro lado, ¿cuáles prácticas son ilegítimas e indignas de
respeto, tanto si pertenecen a la forma de vida propia como si identifican a las que son ajenas? La
respuesta es análoga a la anterior. Todas las prácticas que niegan el valor de la igualdad, de la di-
versidad o del encuentro de los seres humanos. Bien podemos oponernos siempre a ellas, incluso
combatirlas. Según la presente propuesta, corresponde abordar estas tareas en un cierto orden.
Para comenzar, lo más urgente: buscar qué sea indigno de ser vivido como valores. Es decir,
cuáles de las prácticas propias no merecen la reverencia con la cual hasta aquí las hemos ejecu-
tado y que, por el contrario, urge que sean corregidas o, incluso, descontinuadas. Dado que es en
el ámbito propio donde los individuos tenemos más poder, la tarea inaugural es discernir cuáles
de mis prácticas en tanto miembro de un cierto grupo constituyen, por decirlo desarrollando una
imagen del Evangelio, vigas que están en nuestros propios ojos (Mt 7, 3). Al corregir tales prácticas
(y, en el caso extremo, al descontinuarlas) intentamos proyectar una versión purificada de la
identidad propia; es decir, una versión que haya eliminado las prácticas que dificultan o impiden
el encuentro respetuoso y con humor en la diversidad por igual legítima. A continuación corres-
pondería a los prójimos lejanos discernir qué sí es digno de ser vivido como valor; es decir, de ser
practicado con reverencia en la propia forma de vivir.
Enfrentando ya las identidades humanas distintas de la propia, corresponde primero buscar
cuáles de sus prácticas merecen respeto: cuáles de ellas bien podemos tratar como valores. Y,
solo en último lugar, con la energía que pudiera aún restar después de tan extenuantes esfuerzos,
llega la hora de ocuparse de precisar cuáles prácticas ajenas no merecen nuestro respeto, incluido
el subconjunto de las prácticas que bien podemos nunca tratar como valores; esto es, a las que
debemos oponernos, incluso combatirlas. Muchos moralistas, políticos y juristas, me temo, han
hecho carrera hasta aquí de incitar a las multitudes a seguir el orden inverso: gastar las mejores
energías en combatir el supuesto vicio en las conductas ajenas.

268
Mi respuesta a la pregunta fundamental de Torretti, desde luego, no pretende que sea posi-
ble eliminar el conflicto y la pugna valorativa entre las distintas identidades humanas. Los próji-
mos lejanos pretenden algo distinto. Buscan dar sentido a sus vidas individuales en términos de
proyectar al futuro versiones mejoradas de sus respectivas identidades humanas. Por así decirlo,
que la identidad heredada de sus mayores florezca en las vidas de sus descendientes y en el en-
cuentro respetuoso con las demás formas de vivir. Así cada prójimo lejano, con independencia
de la forma de vivir a la cual pertenece, y desde ella, confiere sentido a su existencia individual
en tanto miembro de ciertas formas de vivir particulares. Porque, ¿cómo pudiera sostenerse que
vivió en vano quien se esforzó por promover el encuentro respetuoso entre los seres humanos?
Por prójimos lejanos, en suma, entiendo personas que intentan orientar sus vidas valorando
con la misma intensidad la igualdad y la diversidad humana, el encuentro y la distinción entre
vivir y tratar como valores. Según el primer principio orientador, el rango abierto pero acotado
de maneras de hablar acerca de lo humano supone que, para ciertos propósitos, hablamos como
si fuéramos seres todos por completo iguales, que comparten una humanidad común. La impronta
de esta manera igualitaria pero vacía de hablar es, para comenzar, lógica y filosófica; es decir,
busca delimitar el ámbito respecto del cual versa la ética.
Para tales propósitos lógicos es indiferente con qué ruidos o formas de palabras se reconoce
que todo pronunciamiento normativo presupone que se ha delimitado el ámbito de lo humano.
Importa solo que dicho reconocimiento sea explícito. Da lo mismo si se lo expresa hablando de
una “condición humana” que es la misma para todos (con André Malraux y Hanna Arendt), o
de una “naturaleza humana” (con Aristóteles, Maimónides y Tomás de Aquino), o de la “unidad
inteligible de la naturaleza humana” o, por fin y en la versión que en la primera década del siglo
xxi pareciera ser la que tiene mayor vigencia, “fundamento” de los derechos humanos.615 Solo
una vez que se ha reconocido el valor de la igualdad (esto es, de la manera igualitaria o filosófica
de hablar acerca de lo humano como “humanidad común”, “naturaleza humana”, “condición hu-
mana” o fundamento de los “derechos humanos”), podemos ocuparnos de las maneras de hablar
que apuntan a la diversidad de relaciones morales, políticas y jurídicas entre personas reales y
concretas.
Varios miles de millones de musulmanes y cristianos (así como la mayoría de los quince
millones de judíos que aún hoy sobreviven en el mundo), más allá de sus diferencias, reconocen
el valor de la igualdad humana, el primer principio orientador para la conducta de los prójimos
lejanos. Porque todos ellos creen que somos por igual criaturas hechas a imagen y semejanza del
Autor Único del Mundo (o, lo que es equivalente, porque creen que cada persona tiene un alma).
Varios centenares de millones más, tal vez otros mil millones de seres humanos, comparten tam-
bién dicho principio sin apelar a creencias monoteístas. Su fundamento es que consideran mani-
fiesta la existencia de un conjunto único de derechos “fundamentales” o “humanos” que rige para
todos, en todos los tiempos y para todas las clases sociales.

615. Estoy de acuerdo con un autor reciente quien, argumentando a favor de la necesidad de admitir una naturaleza
humana sostiene: “Aquí no importan demasiado las palabras con las que nos referimos a estas realidades”, García-
Huidobro (2005), p. 197. Para una reconstrucción de la noción aristotélica de naturaleza humana en términos de
las clases naturales como se las entendió en los debates analíticos del último cuarto del siglo XX véase, Wiggins
(1980), p. 173. Sobre la “unidad inteligible de la naturaleza humana” véase, Orellana Benado (1996), p. 27 y sobre
el “fundamento de los derechos humanos”, Spector (2001), y Muguerza et al. (1989). Respecto de si el consenso
o el disenso sirve mejor como fundamento de los mismos, véase Muguerza (1998). Para una introducción
iberoamericana al pensamiento del competidor principal en la tradición analítica por los laureles respecto del
fundamento de la regulación, véase Peña González (2008).

269
Además del nivel igualitario o filosófico, el rango abierto pero acotado de maneras de hablar
acerca de lo humano contempla el ámbito de abstracción variable o de las identidades humanas.
Decimos ahora que somos diferentes y que estamos separados unos de otros; que pertenecemos
a formas de vivir que solo se comparten entre algunos individuos o que estamos separados por
tener identidades humanas diferentes. Por último, más allá de este ámbito, está el nivel real y
concreto de los individuos o personas que son únicas e irrepetibles. En suma, según el primer
principio que orienta a los prójimos lejanos, bien podemos esforzarnos por discernir el ámbito
de prácticas propias y ajenas que valoran por igual tanto la igualdad o humanidad común como
la diversidad legítima de las identidades humanas o formas de vivir. Solo esas prácticas merecen
nuestro respeto; es decir, ser tratadas como valores por el ordenamiento jurídico nacional e in-
ternacional.
La segunda orientación por la cual guían su conducta los prójimos lejanos es la valoración
del buen trato o encuentro respetuoso en la diversidad legítima de las distintas formas de vivir o
identidades humanas con sus respectivas prácticas; es decir, en el nivel real y concreto, el encuen-
tro respetuoso y con humor de las personas individuales que comparten en tiempos y espacios
determinados. Este es, según ellos (incluidas, desde luego, ellas), un camino privilegiado para el
auto-conocimiento así como para la purificación de la identidad propia y su proyección al futuro
basada en el buen trato; esto es, cómo bien podemos vivir y tratarnos entre prójimos lejanos.
Porque, para tales personas, que seamos distintos, que podamos hablar y concebirnos como dis-
tintos, es valioso porque da sentido a tal encuentro. Solo tratando con respeto, ahí donde corres-
ponde hacerlo, a nuestros prójimos lejanos ganamos acceso a la manera de hablar e imaginar lo
humano el nivel filosófico o igualitario, que antes denominé “lógico”.
Ahora bien, la valoración de la diversidad de las identidades humanas, la existencia de ma-
neras de hablar acerca de lo humano que apuntan a su diversidad, no desconoce que algunas
costumbres humanas, algunas prácticas de determinadas identidades humanas y, en la cruda
realidad empírica y concreta, algunos actos de individuos reales y concretos (y que ocurren cerca
de nuestras propias casas) son por completo repugnantes, merecedores de rechazo, combate y
sanción, incluso mediante la violencia. Ningún pluralismo es un relativismo. Para ser digna del
título una posición está obligada a declarar no solo qué propone respetar (y por qué), sino tam-
bién qué propone combatir (y por qué), en el ámbito de la propia vida cotidiana y en los ámbitos
ajenos, tanto nacional como internacional.
La tercera y última orientación por la cual guían su conducta los prójimos lejanos suma a
la valoración de la humanidad común que todos compartimos y de la diversidad de identidades
que nos separa, el valor de practicar la distinción entre lo que bien podemos vivir como valo-
res (esto es, practicar de manera reverente para la proyección purificada al futuro de la propia
forma de vivir) y, del otro lado, lo que bien podemos tratar como valores (esto es, respetar en
tanto práctica ajena para contribuir al encuentro respetuoso). A continuación vuelvo sobre estos
puntos por última vez.
La manera de hablar acerca de lo humano propia del nivel filosófico o igualitario es aque-
lla en la cual somos todos iguales, y punto. En él nos concebimos solo como seres humanos en
sentido filosófico. Hablamos, es un hecho, acerca de lo humano de maneras que ilustran que lo
que somos en sentido filosófico (que, como es evidente, en nosotros se encarna en un mamífero)
pudiera también realizarse en otros seres corpóreos, aunque no fueran animales de ese tipo).616

616. Un ejemplo que muestra que tal posibilidad era imaginable o concebible ya en el siglo XVI, es el relato acerca del
“golem” que habría creado el rabino Ieudáh Loew, el Marajal de Praga, para descargarse de tareas prohibidas en

270
Salimos del nivel abstracto cuando entramos en el ámbito de abstracción variable (de maneras
de hablar sobre lo humano), cuando resulta indispensable, por diversos y particulares motivos,
aludir a las distintas identidades humanas.
En este ámbito hablamos también de las personas o los individuos como iguales, aunque
ahora decimos que son iguales solo a esos otros, con los cuales comparten una y la misma forma
de vivir o identidades. Ejemplos son las identidades que comparten, digamos, los graduados
de algún antiguo colegio básico, medio o universitario, aunque solo vuelvan a encontrarse con
ocasión de aniversarios del egreso, en mérito a que comparten un trozo de historia (que está
lejano, pero que fue definitorio). También son formas de vivir en este sentido técnico las bandas
de partidarios de tal o cual equipo deportivo, que se reúnen cada vez que este juega y solo con
motivo de tales partidos. Y, por último, lo son las comunidades pequeñas y aisladas, en las cuales
las personas comparten la cotidianeidad en lugares remotos, como las veinte comunidades mo-
násticas del Monte Athos, o las de las Islas Hébridas, frente a la costa Este de Escocia, o la comu-
nidad de las Islas Falklands, a cientos de kilómetros de la costa de Argentina, cuyas poblaciones
oscilan entre las veinte mil y las cincuenta personas. Antes de seguir adelante vale la pena hacer
dos precisiones en relación con el ámbito de abstracción variable.
En general, esta manera de hablar y entender las cosas reconoce que los individuos per-
tenecemos a una multiplicidad de formas de vivir o identidades humanas. Como observó con
precisión un autor balliolense judío del Canadá hace ya un cuarto de siglo:

Cada uno de nosotros transita por un número indefinido de comunidades, unas más inclu-
sivas que otras, cada una de las cuales reclama nuestra lealtad para propósitos diversos, y no
hay forma de determinar con anticipación cuál es la sociedad o comunidad”.617

Incluso cuando pertenecen a una y la misma forma de vivir, las personas pueden distan-
ciarse unas de otras, si siguen variantes peculiares de las prácticas con las cuales se construye esa
identidad. Así ocurrió durante centenares de años (y hasta su exterminio en la primera mitad
del siglo xx), con los judíos bálticos askenazí y los balcánicos sefarditas. Para ciertos propósitos
se podía hablar de ellos como siendo todos por igual judíos. Sin embargo, para otros propósitos,
lo opuesto era lo correcto; es decir, correspondía hablar de ellos como personas con identidades
distintas. Respecto nada menos que de la pregunta acerca de cuándo corresponde alzar la Torah
durante el oficio religioso matutino, los sefarditas respondían que corresponde hacerlo antes de
iniciar su lectura, mientras los askenazí que luego de concluida la misma (que es la variante que
sigue hasta hoy el catolicismo apostólico romano).618

shabat. Frankenstein, la novela que Mary Shelley publicó en 1818 es otro ejemplo. Y aún otro es “Blade Runner”,
el filme que Ridley Scott presentó en 1982. Una discusión certera de este último ejemplo de seres que contarían
como humanos en sentido filosófico, aunque no en sentido zoológico en Mulhall (2002), pp. 33-52. Estos ejercicios
imaginativos contribuyen a elucidar, en la formulación feliz de Wiggins, “la complejidad natural de aquello que
hace a las personas ser los sujetos de la conciencia como nosotros la conocemos, y los objetos de reciprocidad e
interpretación”, Wiggins (1980), p. 173 (la traducción y el énfasis son míos). También arroja luz sobre este punto
darnos cuenta que no pareciera tener sentido hablar de otros animales en sentido filosófico. ¿Podríamos hablar de
seres que fueran leones en sentido filosófico pero que no pertenecieran a la especie que conocemos?
617. Sandel (1982), p. 146 (la traducción es mía).
618. Tanto importaban estas y las demás diferencias a ambos grupos que, entre los judíos y hasta la Shoa, los
matrimonios entre judíos sefaraditas y askenazí era descritos como “matrimonios mixtos”. En la segunda mitad del
siglo XX, cuando luego de la Shoa y la creación del Estado de Israel tales alianzas se volvieron frecuentes, se usó
dicha expresión para hablar de matrimonios entre judíos y gentiles.

271
Salimos del ámbito de abstracción variable cuando hablamos acerca de lo humano en el ni-
vel real y concreto; es decir, en términos de personas, individuos o, si se lo prefiere, de identidades
humanas individuales que se diferencian unas de otras de manera máxima. Hablamos ahora de
cada individuo como solo igual a sí mismo; es decir, lo humano se vuelve ahora algo único, irrepe-
tible o por completo situado, feliz expresión que, me parece, fue introducida por Charles Taylor,
filósofo balliolense católico de Quebec. De ahí también la costumbre de marcar el nacimiento y
la muerte de los individuos con diversas prácticas, que varían de una forma de vivir a otra, pero
que reconocen por igual ese inicio y ese fin como el inicio y el fin de algo único e irrepetible.
Distinguir entre hablar acerca de lo humano como humanidad (en el nivel filosófico o igua-
litario), como identidades (en el ámbito de abstracción variable), y como individuos o personas
(en el nivel real y concreto) permite reconocer que, aún si el impulso agresivo caracteriza a la
humanidad, por lo mismo, bien podemos luchar por dominar esta pulsión al interior de las distin-
tas identidades humanas; es decir, esforzarnos, no por eliminarla, sino por refinarnos y pulirnos
gracias a dicha pulsión en la vida y al trato entre prójimos lejanos. En la medida en que aborda-
mos con éxito tal desafío, hacemos de la vida y del trato entre verdaderos y legítimos iguales una
fuente de creatividad y generosidad superior en las relaciones humanas, como en otro lugar he
argumentado es el papel del humor.619
Mi respuesta a la pregunta fundamental de Torretti acepta que el conflicto nunca podrá ser
eliminado de las relaciones entre los individuos, ni tampoco entre las formas de vivir o identida-
des grupales sobre las cuales hablamos en el ámbito de abstracción variable.620 La ética del bien
poder y del buen trato solo pretende transformar el impulso agresivo. Hacer de él algo distinto
del mero ejercicio de la fuerza bruta de unos individuos sobre otros, o de unas formas de vivir
sobre otras. El valor del encuentro entre prójimos lejanos no reside en el placer de maltratar a los
demás o de ser maltratado por ellos, por real que tal experiencia pudiera resultar para sádicos
y masoquistas por igual. Por el contrario, su valor surge de que tales encuentros ofrecen una
manera de acceder al nivel igualitario y conocernos en tanto seres humanos en sentido filosófico.
Antes de presentar la distinción entre costumbres, prácticas y acciones humanas, tarea que
ocupa la siguiente sección, concluiré la presente contrastando mi propuesta con tres opciones
clásicas, que han sido formuladas en la tradición filosófica occidental.621 Para comenzar, la ética
para prójimos lejanos no concibe el objeto de su búsqueda como la identificación del curso de
acción que nos haría más felices, ni en los términos de la gimnasia del carácter que propone
Aristóteles (aquella que permite a cada individuo, según sus peculiaridades, adquirir la fortaleza
o virtud que permite permanecer en el justo medio entre los vicios del exceso y de la insuficien-
cia), ni tampoco en los términos sicológicos del utilitarismo que J. S. Mill elaboró a partir de

619. Orellana Benado (2004a).


620. Un filósofo francés en la última década del siglo XX preguntó con agudeza: “¿Cómo reencontrar el sentido de la
historia, la sensibilidad de la historia, una capacidad de orientación sin matar el miedo, sin aplastar torpemente
las formas primarias de la vida social, en tanto signos de una fragilidad que se incrementa en las sociedades
democráticas? Solo otorgando una visibilidad a los conflictos, a esas pasiones cuya tendencia es ir a perderse
en el horizonte de lo infinito […] armando una escena donde los hombres puedan rivalizar, entrar en conflicto,
armando una vida política acorde a las pasiones y pulsiones contemporáneas”. Mongin (1993), pp. 212-3.
621. Un análisis de la noción de tradición filosófica que apunta a elucidarla en términos de un dominio de prácticas
filosóficas, que tiene dimensiones conceptuales, institucionales y políticas, y que transita en la historia en Orellana
Benado (1999), pp. xxiii-iv. Según esta tesis metafilosófica la mejor aproximación inicial a la filosofía del siglo XX
es concebirla en términos de una familia de tradiciones filosóficas, cada una de las cuales contiene racimos de
concepciones rivales, anclados en una institucionalidad común. Dicha tesis es compatible con sostener que en
períodos anteriores existió una sola tradición filosófica.

272
Bentham y Hume (esto es, la sensación de placer que experimentaría el mayor número posible
de individuos). La ética del bien poder evita también encarar la reflexión acerca de cómo actuar
en términos de la opción antagónica a las anteriores: el imperativo categórico de Immanuel Kant,
la sola obediencia racional al deber.
Mi propuesta es más amistosa para los propósitos de la vida cotidiana que las de Aristóteles,
Kant y Mill. Porque la ética para prójimos lejanos solo se pregunta cómo bien podemos vivir y
tratarnos entre seres humanos que buscamos el encuentro respetuoso en el rango abierto pero
acotado de las formas de vivir a las cuales pertenecemos y que resulten ser por igual legítimas.
Esta es la pregunta que incumbe a cada uno responder frente a las distintas situaciones o accio-
nes propias y ajenas, tanto en la vida cotidiana como en aquella que compartimos con otros en
los ámbitos nacionales e internacionales. Mi propuesta admite que, más allá de ambos extremos
del rango abierto pero acotado de prácticas que son por igual legítimas o dignas de respeto hay
otras a las cuales corresponde que nos opongamos, incluso algunas que es nuestro deber combatir.622
Pero niega que la reflexión acerca de los asuntos valorativos tenga que ser siempre conducida en
términos de deberes y los derechos correlativos.
En la vida cotidiana de las personas, la pregunta ética versa por excelencia sobre cómo bien
podemos conducirnos para contribuir al buen trato o encuentro respetuoso en la diversidad
legítima. Ahí tenemos una fuente inagotable de sentido para las distintas vidas individuales en
el contexto de sus respectivas identidades humanas. En este marco, la tarea de vivir y tratarnos
como bien podemos hacerlo asigna a cada forma de vivir y a cada persona en su interior, a la luz
de su identidad y su historia, una misión en el contexto superior que constituye junto a todas
las demás.
Un ejemplo de una costumbre que bien podemos siempre vivir como valores, reconoci-
da como tal desde el comienzo de la historia por chinos, hindúes y sumerios, es la norma que
ordena la hospitalidad para con los desconocidos, que ya en el judaísmo adquiere una versión
fuerte con el mandato de (intentar siempre) amar al prójimo “como a ti mismo” (Levítico 18: 19).
De ahí también que bien podamos cuando y donde corresponda respetar siempre las prácticas
gastronómicas ajenas, sin importar si tales restricciones o predilecciones surgen de una reli-
gión, de una recomendación médica o, más simple, de una mera preferencia individual. Dado
que todos estamos obligados a alimentarnos, los prójimos lejanos entienden que respetando las
prácticas gastronómicas ajenas contribuimos al encuentro respetuoso en la diversidad legítima.
En términos de acciones o actos, cuando invitamos a personas desconocidas a comer a nuestras
casas, bien podemos preocuparnos de averiguar si respecto de su alimentación ellas tienen o no
restricciones o preferencias, y diseñar la comida de suerte de tratarlas como valores.
Por el otro lado, una costumbre que bien podemos nunca tratar como valores es el sacrificio
humano ritual. Esto es, el asesinato de una persona inocente que, al momento de morir, no puede
defenderse y que se intenta justificar mencionando las más elevadas consideraciones antropoló-
gicas, científicas, jurídicas, morales, políticas o religiosas. Su repudio más antiguo en las fuentes
de la literatura occidental es el relato acerca de Abraham, cuya fidelidad el Creador del Mundo
probó pidiéndole que sacrificara a su hijo Yitzjak en “el lugar que Yo te mostraré” (Génesis 22
1-19). Él obedece. Con su hijo, unos sirvientes y un burro camina durante tres días y llega al
lugar. Ahí ata a su hijo y lo deposita en el altar, sobre las ramas en las que arderá luego de ser
sacrificado. En ese momento, cuando ya ha alzado su mano con el puñal para cumplir la orden

622. Una defensa de la posibilidad de normas morales universales dentro de un marco pluralista en Williams (2005c).

273
divina (dictada por quien todo lo ha creado y que es, por esta razón, dueño de todo), se revela
que el Creador es también misericordioso. No pide de los padres sus primogénitos en sacrificio.
La anterior elucidación de la forma lógica del sacrificio humano ritual permitiría argumen-
tar (aunque, por razones de espacio, no lo haré aquí) que fueron tales el genocidio de los arme-
nios; la Shoa y el Holocausto; las decenas de miles de víctimas sudamericanas de la Operación
Cóndor; los genocidios de hutus y tutsis, los asesinatos masivos en Nueva York, Madrid y Bagdad
a comienzos del siglo xxi y, también, la pena de muerte. Porque en todos los casos anteriores,
invocando las más elevadas consideraciones, se tomó la vida de personas inocentes y que al mo-
mento de morir no podían defenderse. Entre los extremos de lo que estamos siempre obligados
a hacer (“mandado”, dirán los juristas y abogados) y lo que está siempre prohibido hacer (y que,
en los casos extremos, está mandado combatir), nuestros deberes de comisión y de omisión,
se extiende una fértil provincia, el rango abierto pero acotado de formas de vivir, costumbres
y prácticas que unos bien pueden vivir como valores y otros bien pueden tratar como valores.

4. Costumbres, prácticas y acciones o actos

Hasta aquí hemos examinado el rango abierto pero acotado de las maneras de hablar y de pensar
acerca de lo que somos los seres humanos asociadas con la ética del bien poder y del buen trato.
Este surge de la conjunción del nivel filosófico o igualitario con el ámbito de abstracción variable
o de las identidades y con el nivel real y concreto, en el cual hablamos acerca de la conducta de
personas individuales. Resumo a continuación la distinción tripartita correlativa entre maneras
de hablar acerca de lo que hacemos los seres humanos reales y concretos, que están relacionadas
pero que conviene mantener separadas para propósitos teóricos, y con la cual propongo respon-
der la pregunta fundamental. A saber, hablar de: 1. las costumbres humanas en el nivel abstracto
o filosófico. 2. las prácticas humanas en el ámbito de abstracción variable o de las identidades
humanas; y, por último, 3. los actos o las acciones de las personas o individuos en el nivel real y
concreto.623
Más de alguno negará que tal distinción sea necesaria, sosteniendo que es suficiente con esta
última manera de hablar, aquella que apunta a los actos o las acciones de individuos concretos.
Distintos sistemas jurídicos contemporáneos parecieran compartir este supuesto: que los actos o
acciones de los seres humanos muestran su significado, por así decirlo, en términos de los meros
movimientos que realizan sus cuerpos. Todo lo que hacemos los seres humanos, según esta po-
sición, es lo que hizo tal o cual individuo en tal o cual momento, mientras se encontraba en tal
o cual lugar. No habría necesidad teórica de hablar más que de acciones humanas individuales,
que ocurren en momentos y lugares determinados. Dado que dicha tesis tiene carácter universal,
para refutarla será suficiente con dar un contraejemplo.
Sin querer ofender a nadie, utilizaré para este propósito un relato tomado del filósofo ale-
mán Arthur Schopenhauer conservando los términos que él utilizó a comienzos del siglo xix.
Un “hombre blanco” contempla a un “piel roja” mientras deposita comida junto a la tumba de
un antepasado y le pregunta si en realidad cree que este volverá de la muerte para consumirla. El
“piel roja” asiente en silencio. Luego añade en voz alta y con rictus irónico que lo hará el mismo

623. Una discusión relevante de la noción de acción o acto en Anscombe (1979); también Davidson (1980). Para la
distinción entre lo que hacemos en sentido intencional y en sentido transitivo, amén de una precisa elucidación
del concepto de acciones básicas, véase Hornsby (1980). Respecto a la elucidación de la noción de práctica, véase
Heller (1994).

274
día en que los antepasados del “hombre blanco” saldrán de sus tumbas para contemplar las flores
que él les lleva.
El “hombre blanco” conceptuó la acción del “piel roja” bajo lo que sería una práctica absur-
da: llevar comida a los muertos creyendo que la consumirán. Su respuesta del “piel roja” muestra
cuán errada es tal opción interpretativa. Él no ha llevado manjares al cementerio porque entre
los suyos se crea que los muertos pueden comer. Se trata, por el contrario, de la presentación de
una ofrenda culinaria para honrar la memoria de un antepasado. Es decir, estamos frente a otra
práctica, distinta de la variante cristiana de presentar ofrendas florales, pero que también ejem-
plifica una y la misma costumbre humana: honrar la memoria de los muertos. Los “piel roja” la
practican mediante actos o acciones que presentan ofrendas culinarias y no florales. Ahora bien,
si solo contáramos con la manera de hablar acerca de lo que hacemos los seres humanos aquí
denominada actos o acciones la anterior explicación no sería inteligible. Pero lo es. Luego, existen
más formas de hablar acerca de lo que hacemos que hablar de los actos o acciones.
Volvamos ahora al contraste general entre estas tres maneras de hablar acerca de lo que
hacemos los seres humanos. Propuse usar costumbre en el nivel abstracto o filosófico; práctica
cuando estamos en el ámbito de abstracción variable o político; y, por último, acto o acción en el
nivel real y concreto, que es aquel al cual está dirigida la regulación jurídica. Comenzando con
esta última manera de hablar, aquella de máxima especificidad, están los actos o acciones. Ellos
son irrepetibles y están asociados a individuos determinados, que las realizan en tales o cuales
lugares y momentos. Respecto de actos o acciones tiene sentido preguntar, entre otros puntos,
quiénes los ejecutaron, cuánto tiempo se tomó en hacerlos, dónde ocurrieron, quiénes fueron
testigos de su ocurrencia, con qué intención se los llevó a cabo, cuáles fueron sus consecuencias,
si resultaron de ordenes emitidas por otros, de un compromiso contractual o de la espontanei-
dad de un individuo. En este último nivel, me parece, se ubica el objeto final al cual apunta la
regulación jurídica, aquello que se pretende en unos casos inhibir, en otros fomentar, mediante
premios y castigos.
Ahora bien, reservo el término “práctica” para hablar acerca de tipos determinados de ac-
ciones, las cuales son ejecutadas por individuos que pertenecen a una forma de vivir o identidad
humana específica, que es el contexto en el cual adquieren su peculiar significado.624 Según el
filósofo moral escocés Alasdair MacIntyre, una práctica es:

cualquier forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa, establecida so-


cialmente, mediante la cual se realizan los bienes inherentes a la misma mientras se intenta
lograr los estándares de excelencia que le son apropiados a esa forma de actividad y la de-
finen parcialmente, con el resultado de que la capacidad humana de lograr la excelencia y
los conceptos humanos de los fines y bienes que conlleva se extienden sistemáticamente.625

Así, por ejemplo, cuando este “hombre blanco” lleva flores a la tumba de su antepasado en
tanto práctica está haciendo lo mismo que hace este otro “hombre blanco” cuando lleva flores
a la del suyo. Para ese propósito no importa que las flores sean de distintos tipos, distintas las
tumbas, distintos los cementerios y los días en los cuales esas dos acciones ocurren. Cuando
hablamos acerca de lo que hacemos los individuos en el contexto de una forma de vivir específica

624. Más exacto sería decir que una práctica es una clase de equivalencia de ciertos tipos de acciones; para una
elucidación de este último término técnico, véase Mosterín y Torretti (2002), p. 192.
625. MacIntyre (2001), p. 233.

275
entonces, según la propuesta que estoy esbozando, corresponde llamarlas prácticas. Desde luego,
una elucidación cabal del concepto de práctica requeriría matizar el entendimiento de talante
conservador que ofrece MacIntyre con otras consideraciones, comenzando por la que aduce Ta-
manaha cuando sostiene que:

Si bien las prácticas se basan en un conjunto compartido de reglas organizativas y de están-


dares ellas son, sin embargo, internamente heterogéneas. Algunas prácticas son más cohe-
rentes internamente que otras, pero todas las prácticas contienen normas que, en potencia,
están en conflicto o pueden inclinarnos en direcciones distintas.626

Ahora bien, hablar de costumbres es una manera de hablar acerca de lo que hacemos que,
más allá de las distintas formas de vivir o identidades humanas, apunta a la humanidad que com-
partimos. Honrar la memoria de los muertos es una costumbre que caracteriza a la humanidad,
o si se lo prefiere a la “naturaleza” humana, la “condición” humana o la “igualdad” humana. Ella
se expresa mediante un rango abierto pero acotado de prácticas distintas y que están asociadas
con las diferentes identidades humanas. Cuando los cristianos llevan ofrendas florales a las tum-
bas de los suyos están haciendo lo mismo en tanto costumbre que cuando los “piel roja” llevan
ofrendas culinarias a las de los suyos. Así entendida, su práctica ratifica su humanidad en vez de
desmentirla.
Reconocer la importancia teórica de distinguir estas tres formas de hablar acerca de lo que
hacemos los seres humanos supone adoptar una actitud pluralista respecto de la diversidad huma-
na y valorar su contribución a la discusión teórica. Pretender que sea posible decirlo todo acerca
de lo que somos los seres humanos recurriendo solo al nivel filosófico o igualitario alimenta la
ilusión según la cual es posible discernir de manera transparente lo que hacemos apelando de
manera exclusiva al nivel real y concreto; es decir, aquel de las acciones. Aunque no tengo espa-
cio para desarrollar aquí esta idea, denominaré a la posición anterior la “ilusión del liberalismo”.
Según esta tesis, que fue criticada por el filósofo balliolense inglés Bernard Williams, para la
adecuada elucidación filosófica de lo humano, bastaría con pensar acerca de nosotros mismos
en términos de seres racionales y capaces de elegir con libertad (sobre todo, entre bienes que se
transan en el mercado, incluidas por cierto las oportunidades de negocios).627
En el siguiente cuadro resumo la posición acerca de lo humano que propone la ética del
bien poder:

Maneras de hablar sobre lo humano


Nivel / ámbito Acerca de lo que somos Acerca de lo que hacemos
igualitario o filosófico igualdad / naturaleza / condición costumbres
de abstracción variable diversidad / identidades / formas de vivir prácticas
real y concreto individuo / persona / alma acción / acto

Concluyo con algunas palabras acerca de cómo abordar la negociación moral entre próji-
mos lejanos equipados con mi “respuesta positiva” a la pregunta fundamental de Torretti. El más
urgente problema teórico y práctico de inicios del siglo xxi es elucidar y precisar el rango abierto

626. Tamanaha (1999), p. 170.


627. Williams (1981b), pp. 1-19.

276
pero acotado de costumbres y de prácticas que unos bien pueden vivir como valores mientras
otros bien pueden tratar como valores. Este es un paso indispensable para potenciar el papel de
lo moral, lo político y lo jurídico tanto en la vida cotidiana como en el ámbito internacional y,
también, para orientar el perfeccionamiento de los sistemas jurídicos propios de los distintos
estados-nación.
Hay que dilucidar al inicio cuál es la extensión de dicho rango abierto pero acotado en tér-
minos de costumbres. Esto es, con relación a la manera más abstracta de hablar acerca de lo que
somos y del ámbito en el cual se producirá el encuentro respetuoso en la diversidad legítima de
los prójimos lejanos, corresponde identificar el ámbito que se extiende entre las costumbres que
están mandadas para todos y las que están prohibidas a todos, es decir, las que todos debemos
combatir.
Un ejemplo de las primeras, como ya lo señalé y que ha sido reconocido como tal desde el
comienzo de la historia por chinos, hindúes y sumerios, es la norma que ordena la hospitalidad
para con los desconocidos. Por el otro lado, como ya lo señalé, una costumbre que bien podemos
nunca tratar como valores (en otras palabras, que es nuestro deber combatir) es el sacrificio hu-
mano ritual. Una vez que hayamos avanzado en esta tarea, discernir el rango abierto pero acota-
do de costumbres por igual legítimas aunque diversas, podremos preguntarnos acerca de cuáles
son las prácticas que las ejemplifican. Así, como mencioné en la sección anterior, bien podemos
siempre practicar la costumbre de la hospitalidad y respetar las prácticas gastronómicas ajenas,
sin importar si tales prácticas están dictadas por el mero gusto individual, por una prescripción
médica o por una disposición de carácter religioso. Entre prójimos lejanos es un deber el tratar
como valores o con respeto las prácticas gastronómicas ajenas aunque no tengamos el menor
interés en seguir tales prácticas de manera reverente en la vida propia (es decir, vivirlas como
valores), ni conozcamos tampoco en detalle su fundamento, porque así promovemos el buen
trato, es decir, el encuentro respetuoso en la diversidad legítima.
Por otra parte, el genocidio es una práctica que ejemplifica la costumbre del sacrificio huma-
no ritual. De ahí que combatirlo sea un deber para los prójimos lejanos. He aquí un fundamento
para su regulación internacional penal. La manera más abstracta de conceptuar el propósito del
derecho en relación con una moral para prójimos lejanos es delimitar las prácticas que todos nos
obligaremos y de forma libre a tratar como valores a la luz de la discusión anterior. Hasta aquí llega
mi refutación del pesimismo de quienes creen que la pregunta fundamental no tiene respuesta.
Concluyo con dos asuntos prácticos. Uno de ellos surge con la reserva que Torretti expresa
respecto a que la respuesta a su pregunta fundamental sea aceptable “al menos en teoría, para
todos” (he añadido el énfasis). El otro, con si mi respuesta será alguna vez puesta en marcha. La
motivación de la referida reserva (“al menos en teoría”), supongo, es rodear una diversidad de
personas para quienes ningún “sistema coherente de principios morales y normas de conducta”
resultará aceptable, y con los cuales nunca será posible conducir negociación moral alguna. Entre
otros, integran este grupo polimorfo quienes padecen de impedimentos emocionales o cogni-
tivos severos; los niños y otras personas que no han madurado aún; quienes han sido dañados
de manera irreparable por la pobreza o la riqueza excesivas; y, por terminar aquí, los fanáticos
educados en delirios de corte variopinto, y que consideran legítimo asesinar civiles inocentes
mediante su auto-inmolación.
La ética del bien poder no está dirigida a personas como esas. Los prójimos lejanos no se
interesan en tener encuentros respetuosos con Hitler, ni con Stalin, ni con los generales Pinochet,
Videla y Stroessner, tampoco con Osama bin Laden, mucho menos con sus seguidores, en espe-
cial si están agrupados y armados. Ellos están más allá de las fronteras de la diversidad legítima.

277
No hay ninguna razón para pensar que pudiera existir una respuesta a la pregunta fundamental,
una manera de pensar acerca de asuntos valorativos que, en principio, fuera aceptable para ellos.
Pedir eso sería poner una exigencia irreal.
Por el contrario, será suficiente con que una respuesta a la pregunta fundamental tenga
visos de contribuir, ya no a la eliminación del conflicto entre los individuos y las comunidades,
sino al control y la reducción de las más violentas formas de maltrato, como aquellas asociadas
con el recurso a la fuerza bruta en la vida cotidiana, al terrorismo de Estado y, también, al de
organizaciones no gubernamentales en la esfera internacional. Será suficiente atractivo el que la
respuesta señale cómo promover nuestro refinamiento mutuo mediante el encuentro respetuoso
en la diversidad legítima. Se trata de pulir a quienes participan del conflicto, no de eliminarlos.
No me avergüenza confesar que con mi propuesta aspiro a contribuir desde la encrucijada
de las filosofías jurídica, política y moral a la construcción de un otro mundo mejor que el ac-
tual “aquí y ahora”, como chillan los pájaros en la novela postrera del escritor balliolense inglés
Aldous Huxley. Tal será, espero, la consecuencia de la difusión, adopción y promoción de esta
ética que, con las solas excepciones recién mencionadas, a todos llama por igual al buen trato o
encuentro respetuoso, así como a valorar, cuidar y proyectar al futuro las respectivas formas de
vivir a las cuales pertenecemos, pensando acerca de nosotros mismos y en relación con los demás
como prójimos lejanos.
Concluyo con el segundo asunto práctico antes mencionado. ¿Tendrá lugar alguna vez una
negociación moral que proceda en los términos aquí propuestos? Mi propuesta pudiera parecer
inviable a la luz de la objeción que, con franqueza y humor, formuló a su versión inicial el filósofo
español Javier Muguerza: “El problema con tu ética, y te lo diré en inglés para que me entiendas,
es que ella es too good to be true (demasiado buena para que sea verdadera)”. ¿Cuántos seres
humanos tendrán interés en concebirse a sí mismos y conducirse en la vida cotidiana en relación
con los demás en términos de prójimos lejanos? ¿Cuál será el impacto de que lo hagan en el
mundo real y concreto del siglo xxi, en sus vidas cotidianas y en las esferas que norman el orde-
namiento jurídico de los distintos estados-nación? Estas preguntas presentan desafíos distintos
de la pregunta fundamental de Torretti. Y, como estoy seguro él, junto con Muguerza, serían los
primeros en reconocer, se trata de preguntas que no sería razonable responder solo mediante la
argumentación filosófica.

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279
Sujetos de derecho en la filosofía política

Camilo Sémbler

Pero para que las partes discutan en vez de combatirse,


hace falta en primer lugar que existan como partes, con la
posibilidad de elegir entre dos maneras de elegir su parte.
Jacques Rancière

Introducción

El debate que, hace ya algunos años, animaron John Rawls y Jürgen Habermas continúa siendo
una referencia medular en el campo de los problemas que atañen, entre otros ámbitos y reflexio-
nes, a la filosofía política, la teoría jurídica y la filosofía moral contemporánea.628 Los lugares
característicos de lectura de dicha discusión, con sus respectivas aproximaciones y divergencias,
remiten a problemas tan centrales como las posibles condiciones de fundamentación práctica,
en los órdenes políticos vigentes, de una ética posmetafísica ligada a una racionalidad moral es-
trictamente procedimental, esto es, plenamente descargada de concepciones sustantivas relativas
a lo bueno o lo valioso; las perspectivas de articulación teórico-normativa entre los principios
constitutivos del liberalismo (autonomía moral, igualdad ante la ley) y la tradición democrática
(soberanía popular, autolegislación ciudadana) tomando como referencia normativa el concepto
kantiano de autonomía y su ideal de uso público de la razón; los requerimientos estructurales
de legitimidad racional de las instituciones políticas y jurídicas contemporáneas en el marco de
sociedades caracterizadas crecientemente por una pluralidad de formas culturales y una indivi-
dualización de las trayectorias vitales; los pilares normativos e implicancias prácticas asociadas a
una idea de justicia pública, política, en el contexto histórico-organizativo definido por el “régi-
men democrático-constitucional” (como le llama Rawls) o en el “sistema de derechos moderno”
(a decir de Habermas); por solo mencionar algunos de los temas más relevantes que, presentes
en esta discusión, constituyen sin lugar a dudas hilos centrales en las reflexiones y debates que
estructuran el campo contemporáneo de la filosofía política y moral.
Si bien teniendo en cuenta estos característicos focos de interpretación, en las siguientes
líneas pretendo ensayar un argumento general que, remitiéndose a las coordenadas centrales de
la discusión entre Rawls y Habermas, intenta ir más allá para dar cuenta de ciertos supuestos
normativos problemáticos presentes en ambas conceptualizaciones, particularmente en lo que

628. Es necesario aclarar que entiendo aquí el debate entre Rawls y Habermas como el conjunto de argumentaciones
e intervenciones cruzadas, solo a ratos contrapuestas, que se despliegan en sus respectivas reflexiones, vale decir,
como una polémica que va más allá de la discusión explícita entre ambos que se encuentra recopilada en Habermas
y Rawls (1998).

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atañe a las distinciones y relaciones que trazan entre las dimensiones normativas de la autoridad
política, el derecho y la moral. En otras palabras, la pretensión fundamental de estas líneas radica
en problematizar las condiciones de enunciación del debate entre Rawls y Habermas, más que
en pasar revista a sus principales acercamientos y divergencias teóricas; para lo cual propongo
recurrir analíticamente a una de las categorías centrales de la tradición de la teoría política y la
filosofía moral, a saber, la noción de reconocimiento. Más concretamente, se trata de proponer
una lectura interpretativa, problematizadora, de los supuestos e idealidades que operan como so-
portes normativos de los modos respectivos en que Rawls y Habermas conciben la relación entre
autoridad política, derecho y moral, mediante un ejercicio de actualización de la original noción
hegeliana de “lucha por el reconocimiento” ligado, principalmente, a su reconstrucción contem-
poránea presente en el intento de articular una “gramática moral” del devenir sociohistórico y los
conflictos sociales en la reflexión de Axel Honneth (1997).629
Con tal de hacer plausibles estas motivaciones generales, en lo que sigue desarrollaré los si-
guientes momentos analíticos. En primer lugar, intento reconstruir, situar y caracterizar el debate
entre Rawls y Habermas a partir de la presunción de estar frente a dos estrategias argumentativas
que apuntan a dar cuenta, de manera diferenciada, de la relación normativa entre autoridad po-
lítica, derecho y moral en el marco de los órdenes políticos y jurídicos contemporáneos; esto es
–dicho a grandes rasgos por el momento–: justicia pública y liberalismo político, por una parte;
ética del discurso y reconstrucción comunicativa de los principios normativos del Estado demo-
crático de derecho, por la otra (I). A partir de ello, como segundo momento, la argumentación se
centrará en el concepto de “sujeto de derecho” y su respectivo estatuto normativo presente tanto
en la teoría de Rawls como en Habermas, bajo la premisa de que aquél representa el punto nodal
de articulación entre autoridad política, derecho y moral, así como el lugar fundamental a partir
del cual es posible interpretar el rol atribuido a la práctica central del reconocimiento recíproco
(ii).630 Finalmente, intento establecer algunas consideraciones críticas acerca de los supuestos

629. Si bien la noción de “reconocimiento” presenta una presencia importante en la historia de la filosofía, ello no da pie
a identificar –como advierte Ricoeur– la existencia de una “teoría del reconocimiento” (comparable, por ejemplo,
a la “teoría del conocimiento”), sino que se aprecia una utilización polisémica en la diversidad de doctrinas.
Aún así, sería posible identificar tres amplios enfoques principales: (a) el reconocimiento en sentido kantiano,
entendido más bien a partir de las condiciones de posibilidad del conocimiento (Rekognition); (b) la utilización del
concepto en la psicología reflexiva de Bergson como “reconocimiento de los recuerdos”; y (c) el reconocimiento
(Anerkennung) como exigencia práctica de reconocimiento mutuo (“lucha por el reconocimiento”) en el marco
del proceso de efectuación de la libertad en la filosofía de Hegel. Véase Ricoeur (2006), p. 30. La noción de
reconocimiento en Honneth, como veremos, se vincula a una “actualización sistemática” de este último enfoque.
Y, al mismo tiempo, también se distancia críticamente de una de las lecturas del reconocimiento hegeliano que
ha adquirido mayor figuración en el debate reciente de la filosofía política: el pensamiento comunitarista. Para
esta aproximación, véase Taylor (1993). Para apreciar su distancia respecto a la formulación comunitarista del
“reconocimiento”, véase Honneth (1998).
630. Entenderé como “estatuto normativo” el conjunto de referencias y pilares normativos que apuntan a fundamentar
la presunción de legitimidad de los derechos que se han de reconocer en la comunidad político-jurídica, así como
el carácter (normativo) de los sujetos que pueden hacer valer –legítimamente – sus pretensiones jurídicas en ese
marco. En la medida en que los órdenes políticos postradicionales se caracterizan por desligar el “reconocimiento
jurídico” de la “valoración social” concreta (esto es, de las funciones desempeñadas y su prestigio en la comunidad
premoderna) emerge un reconocimiento de derechos que se articula en referencia a una moral universalista,
inaugurándose con ello el carácter plenamente polémico del “estatuto normativo” que se debe atribuir a la noción
de “sujeto de derecho” en la comunidad política moderna. Esta consideración histórico-normativa es central,
como veremos, para la idea de una “lucha por el reconocimiento” como dimensión práctica estructurante del
establecimiento e institucionalización de derechos. Otro modo de decir referir esto es dar cuenta del carácter
de indeterminación de la moderna relación entre derecho y moral. Al respecto, véase en este mismo volumen el
trabajo de Antonio Morales.

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normativos que sostienen los planteamientos de Rawls y Habermas, a través de la utilización de
la revitalizada categoría hegeliana de “lucha por el reconocimiento, especialmente en su expre-
sión particular como “relación jurídica” o “reconocimiento de derechos” (iii). Por cierto, estas
puntualizaciones críticas no pretenden abordar el conjunto de problemas ligados a la práctica del
“reconocimiento”, sino solo establecer algunos focos teóricos que apunten a esbozar su pertinen-
cia analítica y crítica en el marco de los debates contemporáneos de la filosofía moral y política.

La orientación primordial de la teoría política de Rawls puede sintetizarse, como es sabido, a


partir de una pretensión general por dar cuenta de las condiciones normativas y los mecanismos
racionales que harían posible la constitución de una concepción político-moral sistemática y
practicable que, en su movimiento de fundamentación práctica de los principios y derechos tí-
picamente liberales, pueda distanciarse y superar las aporías presentes en la argumentación más
bien tradicional ligada a la matriz utilitarista. Y, además, una concepción que posea la suficiente
fuerza categórica para instalarse como base de justificación pública de las instituciones sociales y
políticas que garantizan los valores primordiales de la libertad individual y la igualdad política
entre ciudadanos definidos por una pluralidad de concepciones del bien o doctrinas comprensi-
vas [comprehensive doctrines] en el marco de sociedades políticas organizadas democráticamente
–más específicamente, habría que decir, en sociedades organizadas en términos político-jurídi-
cos sobre la base de regímenes liberales-democráticos constitucionales–.631
Es por ello que la preocupación por la justicia en Rawls remite de manera central a la articu-
lación racional de una concepción estrictamente pública, la cual, en tanto principio normativo-
regulativo, pueda servir de punto de vista común de reconocimiento y resolución de conflictos
entre las pretensiones particulares de acción y las orientaciones de valor disímiles que portarían
los ciudadanos en una sociedad pluralista. Se trata en el fondo, señala Rawls, de distinguir radi-
calmente entre una concepción política de la justicia y la pluralidad de doctrinas comprensivas
particulares que encuentran expresión en un orden político democrático, de tal manera que

el problema del liberalismo político es elaborar una concepción política de la justicia para
un régimen constitucional democrático, concepción que la pluralidad de doctrinas razona-
bles […] pudiera aceptar y suscribir. La intención no es la de sustituir esos puntos de vista
comprensivos, ni la de otorgarles una cimentación verdadera […] llevarlas a cabo no es
asunto del liberalismo político.632

Esto implica, en suma, que las exigencias de respeto igualitario asociadas a la justicia públi-
ca han de realizarse, exclusivamente, en la esfera de las instituciones sociales y políticas susten-
tadas colectivamente, mas no en la vida personal, la cual queda constituida más bien como un
espacio abierto para la autonomía moral y los arbitrios particulares (aunque limitado por cierto,

631. La idea de fuerza categórica se encuentra en Dworkin y apunta a dar cuenta de la potencialidad o capacidad
político-moral que posee una concepción de la justicia para generar un apoyo público o consenso transversal a las
distintas visiones del bien presentes en una sociedad determinada. Véase Dworkin (1993), p. 70.
632. Rawls (1995), pp. 13-14. El énfasis en la idea de un liberalismo político alude, en este caso, a la pretensión rawlsiana
de distanciarse de un liberalismo moral o comprensivo que intentaría fundamentar los principios de justicia en
concepciones sustantivas acerca del bien o relativas a la naturaleza de los individuos (como serían, piensa Rawls,
los liberalismos que se desprenden de John Stuart Mill y, también, de la razón práctica kantiana).

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como veremos, por la esencial condición moral de lo razonable, vale decir, por el reconocimiento
fundamental de la igual dignidad y libertad de los individuos). Esta consideración se torna parti-
cularmente expresiva cuando Rawls puntualiza que las regulaciones de los principios de justicia
política se aplican solo a la estructura básica de la sociedad, no a la totalidad de asociaciones
privadas o ámbitos particulares de acción, esto es, solo se refieren al modo en que las grandes
instituciones sociales (fundamentalmente la constitución política y las disposiciones socioeco-
nómicas básicas) sancionan las denominadas “cuestiones políticas fundamentales”, a saber, la
distribución de los derechos y deberes básicos y de las ventajas provenientes del esquema de
cooperación social.633
Aún más, para Rawls los principios de la justicia encarnarían, en la medida en que se pre-
tenden racionalmente desencajados de concepciones morales sustantivas, una idea de lo recto
en que la justicia asume un carácter puramente procesal o procedimental, es decir, un modo de
argumentación racional mediante el cual no es necesario apelar a un criterio externo o indepen-
diente para evaluar la justicia de un determinado esquema de cooperación social (pues seme-
jante criterio vendría siempre anclado en una doctrina comprensiva particular, como sería, por
ejemplo, el criterio de eficiencia en la tradición utilitarista), sino que su rectitud normativa se ha
de sostener exclusivamente a partir de la rectitud (equidad e imparcialidad) del procedimiento
de gestación y articulación de las normas públicas que lo establecen y regulan en tanto sistema
cooperativo. Dicho en términos más simples, un procedimiento imparcial y equitativo fundaría,
independiente de sus resultados concretos o distribuciones finales, un esquema de cooperación
social posible de definir normativamente como justo.634
Por cierto, esta distinción normativa central que Rawls establece entre la esfera de lo pú-
blico-político, con sus regulaciones positivas formuladas en términos de principios de justicia, y
el ámbito de lo moral desplegado a partir de la autonomía y razonabilidad práctica de los indi-
viduos, se fundamenta además en una consideración histórica relativa al carácter que asumiría
la cultura pública en los órdenes político-jurídicos contemporáneos. En efecto, según Rawls, un
elemento constitutivo de los modernos regímenes democrático-constitucionales sería la promo-
ción e institucionalización de una diversidad de concepciones del bien que no solo difieren en sus
respectivos puntos de vista morales, sino que también serían profundamente irreconciliables y,
por ende, incapaces de generar un consenso moral generalizable al conjunto de los ciudadanos y
sus instituciones políticas. La cultura pública contemporánea, de esta manera, aparecería carac-
terizada por el hecho básico de un pluralismo de doctrinas incompatibles entre sí (el denominado
fact of pluralism) que se derivaría, a su juicio, no de una situación pasajera o contingente, sino
más bien de la estructura misma de funcionamiento de las instituciones políticas democrático-
liberales ancladas en las libertades civiles. Esta elemental e irreductible situación pluralista ca-
racterizaría lo que Rawls entiende como la cultura de base de las sociedades democráticas; 635
o también, la cultura pública no política constitutiva de la sociedad civil que en un régimen
democrático-constitucional no se orienta por ningún principio central, ya sea filosófico, moral o

633. Para la idea de estructura básica, véase Rawls (1979), p. 20 y, también, Rawls (1995), p. 243.
634. Rawls (1979), pp. 89-90. Es ilustrativo señalar que, para Rawls, la lógica presente en los “juegos de azar” graficaría
a cabalidad la lógica normativa presente en una justicia puramente procesal. Además, se ha destacado que a
partir de este carácter de la justicia la propuesta política-programática que se desprendería de la teoría de Rawls
correspondería a una “democracia de propietarios” (esto es, la búsqueda de una repartición inicial equitativa de los
bienes y activos sociales) más que a pautas redistributivas propias de un Estado de bienestar. Al respecto, consultar
Rodilla (2004), p. 162.
635. Rawls (2001a), p. 159.

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religioso, puesto que se constituye a partir de numerosas agencias y asociaciones privadas que se
mueven dentro de un marco jurídico que hace posible y garantiza los derechos civiles.636
Sin embargo, puntualiza Rawls, esto no implica que una concepción estrictamente política
y pública de la justicia deba hacer referencia a la totalidad de doctrinas comprensivas existen-
tes (al pluralismo simple, como le llama), sino que solo se trata de aquellas que incorporan en
su razonamiento moral un sentido de la justicia, esto es, un criterio de reciprocidad social que
permite especificar que los principios normativos que se desprenden de su concepción particular
del bien podrían ser aceptados y reconocidos de manera voluntaria por otros ciudadanos igual-
mente libres sin pasar a llevar con ello su respectiva dignidad moral. Y por ello, como es sabido,
a estas visiones acerca del deber moral que vienen a representar el foco de preocupación del
liberalismo político, Rawls las cataloga como doctrinas comprensivas razonables, de tal manera
que la concepción pública de la justicia se refiere solo al hecho de un pluralismo razonable de
doctrinas que hacen posible la existencia de los principios esenciales de un régimen democrático
constitucional.637
En síntesis, el problema de la articulación de una concepción pública de la justicia (o tam-
bién, el problema central del liberalismo político) se plantea para Rawls como la generación de
principios regulativos comunes que puedan ser aceptados, voluntaria y racionalmente, por una
diversidad de ciudadanos que poseen concepciones morales distintas, siempre potencialmente
conflictivas; en donde, además, no se puede esperar que el hecho básico del pluralismo se di-
suelva espontáneamente, pues posee motivaciones estructurales profundas, ni menos apostar
a regularlo mediante una decisión político-administrativa que sancione la exclusividad de una
determinada doctrina comprensiva, pues ello sería, sostiene Rawls, suplantarlo por el hecho de
la opresión [fact of coertion].
Para los fines de mi argumentación, en suma, lo que interesa señalar aquí es la medida en
que el liberalismo político puede leerse a partir de la particular relación normativa que Rawls
intenta delinear entre la autoridad política, el derecho y la moral, esto es, su idea central acerca de
la existencia, por una parte, de la moralidad como una dimensión más bien prepolítica, en tanto
ligada de manera privilegiada a la concreción y devenir de la autonomía individual a través de
diversos núcleos institucionales-asociativos, y por otra, la presencia legítima de la autoridad polí-
tica a partir del sancionamiento de principios de justicia pública (disposiciones constitucionales)
que posibilitan un reconocimiento y conciliación entre los arbitrios particulares de los ciudada-
nos. El derecho emerge así, por tanto, como el locus de la posible conciliación normativa entre la
coercitividad característica de lo político y la autonomía práctica definitoria de la esfera moral.

636. “Las doctrinas comprensivas de toda clase –religiosas, filosóficas y morales – pertenecen a lo que podemos llamar
la “cultura de trasfondo” (background culture) de la sociedad civil. Ésta es la cultura de lo social; no de lo político”,
Rawls (1995) p. 38.
637. Por su parte las concepciones morales generales que no comportan este principio de reciprocidad social, es decir,
las doctrinas comprensivas no razonables (Rawls piensa, por ejemplo, en los movimientos fundamentalistas)
debiesen ser limitadas para que no socaven la unidad y estabilidad social derivada del reconocimiento recíproco de
perspectivas que hace posible el sentido de la justicia. Al llevar su teoría al plano de las relaciones internacionales
(justicia global), Rawls va establecer una distinción –siguiendo el mismo sentido: razonable/no razonable – entre
pueblos decentes y Estados fuera de la ley. Los primeros, en tanto se organizan bajo regímenes democrático-
constitucionales y respetan valores políticos esenciales (derechos humanos, derecho al disenso público, etc.),
podrían articularse globalmente en una “sociedad de pueblos pacíficos gobernados por el derecho de gentes”,
mientras que los segundos, al carecer de aquellos rasgos centros, debiesen ser contenidos o, inclusive, podrían ser
el foco de ejercicio del “derecho a una guerra justa”. Véase Rawls (2001a).

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Por su parte, la ética del discurso habermasiana, y la redefinición comunicativa que elabora
acerca de los supuestos normativos del Estado de derecho y la formación de la voluntad política
democrática, también puede ser interpretada en vista de las distinciones y relaciones que se esta-
blecen entre autoridad política, derecho y moral. En efecto, la concepción dualista que Habermas
sostiene acerca de la reproducción del orden social, esto es, la medida en que la sociedad ha de
ser concebida a partir de la distinción irreductible entre sistema (principalmente, mercado y
aparato estatal) y mundo de la vida (constelaciones normativas)638, arroja consecuencias sustan-
tivas en su concepción de la autoridad política, toda vez que a partir de aquello va a señalar que
el poder político, en la medida en que su autocomprensión no se estructura en términos de una
situación típico-ideal de intercambio de equivalentes (como acaece en el mercado capitalista),
sino que transcurre en base a una relación de mandato y obediencia, con tal de hacerse efectivo y
vinculante ha de ligarse normativamente a la presunción de estar realizando a través del ejercicio
de la autoridad intereses comunes o valores colectivos de la comunidad política. En otras pala-
bras, la autoridad política requeriría siempre de un consenso normativo elemental que apunte a
definir qué es y qué no es de interés general para los miembros de la comunidad, para así lograr
tornar vinculantes y legítimas las decisiones y mandatos emanados de la autoridad constituida;
esto es, atribuirles una presunción de legitimidad racional a partir de su fundamentación norma-
tiva en razones correctas y justas.639
A raíz de este necesario anclaje de la autoridad política, de sus decisiones administrativas y
regulaciones jurídicas, en las estructuras comunicativas del mundo de la vida, Habermas sostiene
un concepto de legitimidad política que identifica como reconstructivo, por tanto, posmetafísico,
toda vez que concibe la validez de las razones correctas y justas no en base a un vínculo concreto
con concepciones relativas al deber moral, sino desde una generación discursiva de orientacio-
nes normativas que, en base a determinados procedimientos deliberativos, pueden considerarse
como regulaciones que vienen respaldadas por una presunción de racionalidad práctica (argu-
mentación racional).

Que las razones [señala Habermas] sean buenas razones es algo que solo puede establecerse
en la actitud performativa de quien participa en una argumentación, no en la observación
neutral de aquello que este o aquel participante en un discurso considera como buenas
razones. 640

De esta manera, en Habermas la racionalidad argumentativa (discurso práctico) hace posi-


ble la constitución de consensos normativos básicos que si bien anclan las decisiones político-

638. Para la distinción entre sistema y mundo de la vida, véase Habermas (1990), vol. II, pp. 215-280.
639. Nótese que no se trata, al igual que en Rawls, de motivaciones buenas o valiosas, sino de razones prácticas correctas
y justas. La prioridad de la justicia o lo recto con respecto a las concepciones del deber moral es, en efecto, uno de
los tantos puntos de convergencia entre la posición rawlsiana y la teoría de Habermas.
640. Habermas (1981) p. 266. Habermas pretende así tomar distancia de dos nociones acerca de la legitimidad que si bien
ampliamente influyentes en la filosofía política, considera modos de justificación del poder político y las normas
jurídicas demasiado estrechos y frágiles en el contexto de diferenciación funcional y pluralidad de mundos de vida
que caracterizaría a las sociedades modernas. Se trata, por una parte, de un concepto empirista de legitimidad
(que identifica con la teoría de Luhmann y los análisis de la democracia basados en modelos económicos) y, por
otra, de un concepto fuerte de legitimidad que, inversamente al anterior, sobredimensiona la posibilidad de apelar
a razones morales como instancia de justificación práctica pasando por alto la pluralidad de orientaciones de
valor de los órdenes políticos modernos (en este caso Habermas hace referencia tanto al comunitarismo como al
republicanismo vinculado a Hannah Arendt).

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administrativas en las estructuras del mundo de la vida, lo hacen, al igual que la posición original
de Rawls, mediante una lógica de argumentación práctica estrictamente procedimental, esto es,
mediante una formación discursiva de las orientaciones político-jurídicas ligada a procedimien-
tos de deliberación racional que contribuyen a descargar a la autoridad política de razones mo-
rales sustantivas o visiones particulares relativas a lo bueno o lo valioso.641 Y es ello, entonces, lo
que Habermas asocia bajo la idea de un carácter reconstructivo en la justificación de la autoridad
política, vale decir, la medida en que su núcleo normativo no ha de rastrearse en una cierta tras-
cendentalidad metafísica, sino que, por el contrario, se torna inmanente a las relaciones sociales,
o más concretamente, se anida en las condiciones pragmáticas que posibilitan la comunicación
lingüística entre los individuos y que, como tales, reproducen los vínculos sociales.
Por cierto, aún cuando los requerimientos de legitimación exigirían siempre una vincu-
lación de la autoridad política con las estructuras normativas del mundo de la vida, Habermas
subraya que no todo consenso normativo ha de considerarse como un acuerdo racional, es
decir, como un consenso alcanzado comunicativamente mediante procedimientos de delibera-
ción racional o argumentación práctica. Existirían, además, consensos prácticos cuya validez
normativa hunde sus raíces en lo sacro, en donde las instituciones de la comunidad política no
son sino una materialización de la imagen religiosa del mundo; así como también consensos
meramente fácticos, que son expresión de un uso estratégico de las relaciones sociales y, por
tanto, no derivados de procesos de entendimiento racional (consensos producidos de manera
puramente contingente, les llama también Habermas). Al contrario, solo un consenso normativo
alcanzado por vía discursiva, es decir, que sea el resultado del desempeño argumentativo de las
pretensiones de validez que llevan inscritas los actos de habla, puede considerarse como una
fundamentación plenamente legítima de los asuntos práctico-morales, el derecho positivo y la
autoridad política.
Sucede entonces que las pretensiones de validez que entablan los sujetos en sus actos comu-
nicativos pueden, en determinadas situaciones, encontrar una postura negativa o de rechazo de
parte de los oyentes, o en otros casos, caer presas de un malentendido, de tal manera que quedan
interrumpidos los plexos de sentido habituales de la acción cotidiana, es decir, se ve perturbada
la praxis comunicativa cotidiana y emerge como problemático el consenso normativo que la
hace posible (mundo de la vida).642 En dichos casos, sostiene Habermas, los participantes en la
interacción pueden orientar la comunicación hacia el plano del discurso racional, lo cual implica
asumir de manera crítica las pretensiones de validez del habla, apoyarlas en razones susceptibles
de crítica (argumentación) orientadas hacia la rearticulación de un entendimiento que ahora
viene logrado, fundado, por el asentimiento de todos los participantes potenciales en el discurso,
por ende, que se torna expresivo de la coacción no coactiva que representa un acuerdo motivado
exclusivamente a partir de la aceptación racional del mejor argumento.643
Es aquí finalmente, como es sabido, donde Habermas retoma el principio de universalidad
asociado a la argumentación moral kantiana para releerlo desde una teoría del obrar comuni-
cativo, señalando así que el discurso práctico precisaría de un principio puente o criterio moral
que, en tanto regla de argumentación, posibilite una generalización racional de las normas de

641. En relación a la “posición original”, véase en este mismo volumen el trabajo de Ernesto Riffo.
642. Respecto de la noción de “pretensiones de validez” de los actos comunicativos, véase Habermas (1990), vol. I, pp.
43-69.
643. Para un mayor desarrollo de la idea de argumentación racional, consultar Habermas (1990), vol. I., pp. 43-69.
También la noción de desempeño discursivo (o resolución discursiva) de las pretensiones de validez del habla, se
encuentra con bastante claridad precisada en Habermas (2001a), pp. 94-100.

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acción moral, vale decir, que permita la articulación de un consenso normativo en el cual se
acepten como válidas solo aquellas normas que consigan la aprobación cualificada de todos los
potenciales participantes en el discurso, o lo que vendría a ser lo mismo, de todos sus posibles
destinatarios.644

Por lo tanto, el principio puente que posibilita el consenso [sostiene Habermas] tiene que
asegurar que únicamente se aceptan como válidas aquellas normas que expresan una vo-
luntad general: esto es, como señala Kant una y otra vez, que han de poder convertirse en
“ley general” [lo cual implica, que] las normas válidas han de ganar el reconocimiento de
todos los afectados.645

Por ello, la idea de voluntad general que sostiene aquí Habermas no se limita a un agregado
de intereses particulares o a una reflexión moral que cada individuo pueda generalizar desde su
intencionalidad subjetiva (todo lo cual, a su juicio, sería permanecer en los márgenes estrechos
de una comprensión estrictamente monológica del principio de universalidad y las posibilidades
normativas de la razón comunicativa), sino que remite más bien a un proceso de entendimiento
intersubjetivo, una argumentación cooperativa, desde la cual emerge la validez de las normas
jurídicas y los mandatos morales.
A todo esto corresponde entonces la idea de una ética del discurso que pondría en primer
plano la necesaria fundamentación cooperativa de las cuestiones práctico-morales, del derecho
positivo y la autoridad política, resaltando de esta manera la existencia de una relación comple-
mentaria entre singularidad y comunidad; o, más bien, una idea de subjetividad siempre referida
de manera interna, constitutivamente, a un momento elemental de intersubjetividad comunicati-
va.646 La ética discursiva sería así, en suma, una justificación comunicativa del principio kantiano
de universalidad normativa, que se convierte entonces en principio del discurso que regula nor-
mativamente, como veremos, la idea de Estado democrático y la noción de derecho positivo. Por
ello, según Habermas, en esta argumentación práctica “el peso se traslada desde aquello que cada
uno puede querer sin contradicción alguna como ley general, a lo que todos de común acuerdo
quieren reconocer como norma universal”.647
Una vez que he establecido las coordenadas generales de la aproximación que propongo
al debate entre Rawls y Habermas, orientaré ahora mi argumento hacia el análisis del estatuto
normativo de la noción de “sujeto de derecho” y el correspondiente lugar atribuido a la prác-
tica del “reconocimiento” en ambas argumentaciones. En base a ello, sobre el final, precisaré
algunas consideraciones críticas que, como apunté al inicio, se desprenden de la actualización
de la categoría hegeliana de “lucha por el reconocimiento” presente en la obra reciente de
Axel Honneth.

644. Esto en la medida en que un acuerdo plenamente racional no solo sería válido para sus interlocutores directos, sino
que ha de poder valer para todo sujeto racional, vale decir, para Habermas, todo sujeto capaz de lenguaje y acción.
645. Habermas (1991), pp. 83-85.
646. “No podemos sino concebir a los “individuos” como personas que se socializan a través de la socialización; como
tampoco podemos rechazar en tal caso la estrategia de conceptualizar la “subjetividad” como el resultado de
relaciones epistémicas y prácticas con uno mismo que emergen de, o están integradas en, relaciones de uno mismo
con otros”, Habermas (2004), p. 26.
647. Habermas (1991), p. 88.

288
ii

Un buen punto de entrada conceptual para intentar clarificar la noción de “sujeto de derecho”
y su particular estatuto normativo en la teoría de Rawls es comenzar identificando, a grandes
rasgos, las estrategias de justificación político-moral de los principios liberales a las cuales, desde
sus primeras formulaciones, la argumentación rawlsiana pretende superar.648 Como se recordará,
en primer lugar, Rawls intenta superar la perspectiva intuicionista que, a su juicio, afirmaría
un carácter racional inmanente en los individuos que haría posible, sin mediar argumentación
práctica, aprehender directamente la obligatoriedad moral de determinados actos particulares y
de los derechos básicos, desprendiéndose, así, una “intuición moral” de carácter elemental como
fundamento ético del liberalismo. Y, en segundo lugar, Rawls pretende distanciarse también de
la argumentación moral históricamente dominante en la tradición liberal, esto es, las distintas
perspectivas asociadas al utilitarismo que se caracterizan por la afirmación primordial de los
valores de la felicidad y la eficiencia como núcleos práctico-morales de fundamentación de los
derechos básicos y los principios de justicia; en este caso, entonces, se desprendería una racio-
nalidad estratégica que, en tanto realización de las finalidades concretas de la acción humana
(felicidad, placer), con consecuencias sobre la utilidad social (bienestar general), se instalaría
como fundamento práctico del razonamiento liberal. Para Rawls ambas concepciones morales,
si bien por motivos distintos, son insuficientes para lograr fundamentar los valores propios de
una perspectiva política liberal; los cuales, a su juicio, no solo se anclarían en la clásica referencia
a la libertad individual, sino también en la dimensión de la justicia como condición de posibilidad
y realización de la autonomía privada efectiva. Así, mientras el intuicionismo deja un sustantivo
vacío moral al carecer de una estructura argumentativa capaz de articular sólidamente el razona-
miento práctico, la tendencia utilitarista posee, por su parte, el riesgo permanente de sacrificar la
justicia en nombre de la eficiencia y el bienestar general.
Por cierto, estas posiciones rawlsianas no son sino una actualización de la clásica consi-
deración kantiana acerca de la imposibilidad de fundamentar la motivación ética (esto es, la
razón práctica) en fines empíricos y contingentes que dejan siempre abierta la posibilidad de
la coerción y la injusticia, pues aún en la hipotética situación de que el deseo de felicidad fuese
universalmente compartido sería posible suponer que los sujetos poseerían concepciones dife-
rentes acerca de la naturaleza misma de la felicidad, lo cual llevaría, inevitablemente, a imponer
la visión particular de unos sobre otros transgrediendo con ello la inviolabilidad y la dignidad
de la persona moral. Desde aquí se desprendería la necesidad práctica de fundamentar la justicia
como un fin en sí mismo, es decir –una consideración que es central en la teoría rawlsiana– la
necesidad de establecer una primacía de lo recto o lo justo sobre las concepciones particulares
del bien moral a partir de la generación de principios formales que los sujetos puedan compar-
tir universalmente y, a la vez, afirmar de manera racional en sus respectivos cursos de acción
individual.649

648. Sigo aquí, con ciertos matices, la exposición de estas estrategias presente en Wolff (1981), pp. 19-22.
649. Para una revisión crítica de las argumentaciones utilitaristas y kantianas del liberalismo, se puede consultar Sandel
(2000), pp. 14-29. Por lo demás, esta filiación kantiana de la posición de Rawls ha sido señalada más de una vez
desde distintas aproximaciones a su teoría de la justicia. De acuerdo a Nagel, por ejemplo, la impronta kantiana
del liberalismo rawlsiano se expresaría con fuerza en su descripción y argumentación de los derechos individuales
básicos en un sentido privilegiadamente no instrumental, o sea, éstos no serían beneficiosos en relación a los
resultados posibles que producirían en el orden político, sino que poseerían un valor intrínseco, tratándose,
por ende, de principios de moralidad que en su fundamentación son siempre anteriores a cualquier concepción

289
Tomando en cuenta esto, es posible señalar entonces que la noción de “sujeto de derecho”
en la teoría Rawls se va a vincular, estrechamente, al desenvolvimiento de una estrategia analítica
que identifica como un constructivismo moral kantiano, siendo así la noción de personalidad
moral –con sus respectivas facultades constitutivas– el núcleo normativo que hace posible des-
prender, lógicamente, los derechos legítimos que se han de reconocer recíprocamente los sujetos
en el marco de la comunidad político-jurídica.650 Para Rawls dicho constructivismo consiste, a
grandes rasgos, en especificar una determinada noción elemental de persona caracterizada por
dos poderes morales básicos, a saber, la capacidad de conformar, examinar y buscar racional-
mente una ventaja o interés propio a partir de una determinada concepción del bien y, además,
la facultad de entender, aplicar y actuar acorde a pautas de cooperación y reciprocidad social
establecidas colectivamente, esto es, la capacidad moral de poseer un sentido de la justicia. En
otras palabras, según Rawls, el carácter moral definitorio de los sujetos como tales se vincularía
a la capacidad que poseen para actuar tanto de manera racional –al perseguir una determinada
concepción del bien y lo valioso, esto es, tener un “plan de vida”– como razonablemente –al
tomar parte en un esquema de cooperación social regido por principios públicos de justicia–.
Así, si el liberalismo clásico encontraba, como se ha señalado más de una vez, en una con-
cepción ontológica atomista, individualista, uno de los pilares normativos fundamentales para
su argumentación política,651 la reflexión de Rawls si bien va a permanecer dentro de aquella
matriz general la dotará, al mismo tiempo, de connotaciones particulares a partir de la influencia
del constructivismo kantiano. En estricto rigor, se puede señalar que Rawls va a sostener, en lu-
gar del individualismo metafísico que venía caracterizando a la tradición utilitarista (es decir, la
suposición ontológica de que los agentes individuales son el núcleo elemental de la vida social y
por ende, como tales, no dependen en sus rasgos constitutivos de las relaciones históricas que se
establezcan en el plano del orden social), un individualismo moral que apunta a que “cualquiera
que sea su status metafísico, solo los agentes individuales importan en el diseño de las institucio-
nes sociopolíticas, y solo los intereses de los individuos deben ser tenidos en cuenta al planear
esos arreglos”.652 Se trata, por ende, de una lógica de argumentación formal que no pretende una
descripción sustantiva de la naturaleza humana, sino solo establecer sus propiedades morales

particular del bien y que, por ello, no pueden sobrepasarse jamás (aún en nombre de la eficiencia social o la
promoción del bienestar general). Además, sería precisamente a través de esta argumentación, según Nagel, que
Rawls lograría articular sólidamente los dos impulsos morales que estarían en la base de la tradición liberal: la
soberanía moral del individuo que supone limitar los modos a través de los cuales el Estado puede restringir
legítimamente la libertad personal, y el impulso normativo que promueve la igualdad política y jurídica como
característica general del ordenamiento de las instituciones públicas. Finalmente, el núcleo de esta articulación
sería el principio moral constituyente de la igualdad, toda vez que “para Rawls la protección del pluralismo y los
derechos individuales, al igual que la promoción de la igualdad socioeconómica, son expresiones de un solo valor:
el de la igualdad en las relaciones entre la gente mediante sus instituciones comunes”, Nagel (2005), p. 223. El
mismo Rawls, por cierto, es explícito –al menos en sus primeras formulaciones– respecto de la vinculación de su
teoría de la justicia con la reflexión kantiana; por ejemplo cuando sostiene que las motivaciones y perspectivas de
su teoría se basan en que “parece ofrecer una explicación sistemática alternativa de la justicia que es superior (…)
al utilitarismo tradicional. La teoría resultante es de naturaleza altamente kantiana”, Rawls (1979), p. 10.
650. Para la noción de “constructivismo moral”, véase Rawls (1986c).
651. Véase MacPherson (1979).
652. Kukathas y Pettit (2004), p. 25. Al contrario, un individualismo metafísico se puede encontrar marcadamente, por
ejemplo, en el liberalismo de Hayek, para quien hay una imposibilidad epistemológica básica en toda pretensión
normativa de justicia social: suponer la posibilidad de un conocimiento perfecto sobre la sociedad presumiendo
que se trata una construcción deliberada de la voluntad humana; cuando, en verdad, no hay sino individuos
particulares que tienen cierto conocimiento concreto sobre el modo en que cosas particulares pueden usarse para
propósitos igualmente particulares. Véase Hayek (1988)

290
–independientes de su contenido particular– como condición de posibilidad de articulación ra-
cional entre los valores de la libertad individual y la igualdad social.
Volviendo entonces al concepto medular de persona moral, dos consecuencias relevantes se
van a desprender de las dimensiones de lo racional y lo razonable en tanto elementos constituti-
vos del estatuto normativo del sujeto de derecho. En primer lugar, por una parte, estos poderes
morales vendrían a representar el hecho primario de que los sujetos poseen libertad para perse-
guir sus intereses particulares y sus propias visiones morales; pero también, por otra, la medida
en que aquello se da siempre en el marco de un esquema de cooperación social, por ende, en
determinadas condiciones necesarias de igualdad básica entre los individuos. Y en segundo lugar
entre ambas dimensiones habría, advierte Rawls, una relación particular, insustituible, ya que si
bien lo razonable presupone siempre lo racional, a la vez lo subordina normativamente; esto es,
sin concepciones particulares del bien que los ciudadanos pretendan realizar en el orden político
no habría posibilidad alguna de fundar la motivación práctica en la cooperación social, mas, al
mismo tiempo, los intereses particulares han de limitarse siempre al reconocimiento de normas
públicas que podrían ser aceptadas por otros (o sea, los principios de la justicia política), para
así no violar las condiciones elementales de libertad e igualdad entre los ciudadanos. Es por esta
relación que, como apunté, para Rawls se trata siempre de una prioridad de la justicia sobre lo
bueno u otros valores particulares (eficiencia, satisfacción, bienestar general); fundándose desde
aquí la posibilidad normativa de la autonomía práctica de los sujetos de derecho en tanto seres
libres e iguales.

La justicia [apunta Rawls] es la primera virtud de las instituciones sociales […] no importa
que las leyes e instituciones estén ordenadas y sean eficientes, si son injustas han de ser
reformadas y abolidas. Cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que
incluso el bienestar de la sociedad como un todo no puede atropellar […] por tanto, en
una sociedad justa las libertades de la igualdad de ciudadanía se toman como establecidas
definitivamente.653

Por esto, Rawls va a entender estos atributos o poderes morales como el cimiento normativo
de una idea de ciudadanía democrática, esto es, como el armazón normativo del sujeto político
basal de los regímenes democrático-constitucionales al cual se le han de reconocer legítimamente
determinados derechos en la comunidad política. La concepción moral de la persona kantiana
se trocaría así, en último término, en una idea política de la persona (y desde ahí, sugiero, en
una noción normativa de “sujeto de derecho”) basada en los valores centrales de la libertad y
la igualdad entre los individuos.654 Y es entonces a partir de esta primacía de la justicia en el
ordenamiento político-jurídico, así como la relevancia de lo “razonable” en la constitución de
las normas jurídicas que se han de establecer legítimamente, que es posible vislumbrar el lugar
particular que Rawls atribuye a la dimensión del reconocimiento mutuo.
Según Rawls, la centralidad de la justicia –o también, su emergencia como problema fun-
damental– se deriva de la condición particular que se expresa en la idea de sociedad, esto es, un
sistema de cooperación social en el cual los participantes (ciudadanos libres e iguales) reconocen
determinadas reglas públicas de actuación como regulaciones operantes para el conjunto de sus

653. Rawls (1979), pp. 19-20.


654. Rawls (1995), p. 42.

291
relaciones y prácticas colectivas.655 Sucede entonces, precisa Rawls, que la sociedad en tanto em-
presa cooperativa se caracterizaría tanto por una identidad de intereses entre sus participantes
–pues cada cual reconocería en la cooperación la posibilidad de una vida mejor que la que podría
llevar de manera aislada– como por un elemental conflicto fundado en que los individuos, dada
su condición racional (autointeresada), no serían indiferentes al modo en que han de distribuirse
las mayores ventajas (bienes, derechos, oportunidades, cargos) que son generadas por su parti-
cipación en la cooperación. Desde esta relación problemática surgirían, por tanto, las denomi-
nadas “cuestiones de justicia” (Hume), frente a las cuales “se requiere entonces un conjunto de
principios que permitan escoger entre las diferentes disposiciones sociales que determinan esta
división de ventajas y suscribir un convenio sobre las participaciones distributivas correctas”,656
vale decir, principios de justicia política que sean generados y sustentados por un acuerdo públi-
co voluntario entre los ciudadanos democráticos.
Tendría lugar así en la justicia pública, precisa Rawls, “la eliminación de distinciones ar-
bitrarias y el establecimiento, dentro de la estructura de una práctica, de un apropiado equili-
brio entre pretensiones rivales”,657 por lo cual se trataría de un principio de amistad cívica frente
propósitos diferentes, o sea, del establecimiento de regulaciones públicas conforme a las cuales
las pretensiones individuales puedan resolver sus desacuerdos y conflictos teniendo en cuenta
siempre un punto de vista común legítimo.658 Es esto, precisamente, lo que se viene a represen-
tar bajo la idea central de equidad como armazón normativo de los principios de justicia: la
posibilidad de un reconocimiento mutuo de principios regulativos por personas libres e iguales
que poseen intereses particulares y que pretenden hacer valer legítimamente sus derechos de
autonomía práctica.

La cuestión de la equidad surge cuando personas libres que carecen de autoridad las unas
sobre las otras se embarcan en una actividad conjunta y establecen o reconocen entre ellas
las reglas que definen esa actividad y que determinan las respectivas cuotas en los beneficios
y cargas.659

Pero además de este reconocimiento equitativo entre las pretensiones legítimas que enarbo-
lan los participantes de un esquema de cooperación social, los principios de la justicia habrían de
encarnar también, para alcanzar umbrales necesarios de fuerza categórica, una visión de impar-
cialidad frente a las distintas concepciones morales que se expresan en una comunidad política.
La idea rawlsiana de justicia como imparcialidad [fairness] implica, por tanto, que los principios
de regulación pública y reconocimiento equitativo que esta expresa han de ser neutrales respecto
a los valores de la moralidad privada, para así lograr tratar con igual dignidad a todos los ciuda-
danos, sin privilegiar las doctrinas comprensivas de algunos por sobre las de otros.660
La noción de “sujeto de derecho” en Rawls se liga así, en suma, a la fundamental dimensión
moral de lo razonable que se establece como una suerte de pre-horizonte normativo de referencia

655. Rawls (1995), p. 34. Cabe advertir que Rawls entiende por “práctica” todas aquellas actividades especificadas por
un sistema de reglas. Por lo mismo, en ciertos pasajes identifica “prácticas” con “instituciones sociales”.
656. Rawls (1979), p. 21.
657. Rawls (1986b), p. 19.
658. “He distinguido el concepto de justicia en tanto que equilibrio adecuado entre pretensiones enfrentadas, a partir
de una idea de la justicia concebida como un conjunto de principios relacionados entre sí”, Rawls (1979), p. 23.
659. Rawls (1986b), p. 29.
660. Para la idea de doctrinas comprensivas, véase Rawls (1995), p. 11.

292
e inscripción de los derechos legítimos en el marco de la comunidad político-jurídica. Desde ahí,
además, puede entenderse que Rawls situé la práctica del reconocimiento a partir de una conci-
liación racional de perspectivas morales e intereses particulares (la posición original) sustentada
normativamente en los principios de equidad e imparcialidad que caracterizan la estructura de
la idea misma de justicia pública o política.
Dicho esto, es posible ahora intentar clarificar la noción de “sujeto de derecho” presente
en la teoría de Habermas y el respectivo lugar que ocupa en ella la práctica del reconocimiento
mutuo. A diferencia de Rawls, sostengo que Habermas (al resaltar, como vimos, la relación cons-
titutiva entre individuo y comunidad) sitúa la dimensión del reconocimiento como un momento
elemental, básico, en la constitución legítima de los asuntos práctico-morales, las normas jurídi-
cas y la autoridad política. En efecto, como apunté, para Habermas las condiciones formales que
harían posible la articulación de un consenso racional remiten a los supuestos pragmáticos de las
interacciones comunicativas, los cuales contribuyen centralmente a la reproducción histórica del
orden social.
Habermas va a pretender entonces dar cuenta de las condiciones estructurales que se en-
cuentran implícitas en todo proceso de comunicación lingüística, intentando así reconstruir
contrafácticamente las bases universales de validez del habla comunicativa, vale decir, las reglas
generales que los hablantes deben dominar prácticamente con tal de articular oraciones y emi-
tirlas en vistas de una posible situación de entendimiento racional.661 Aquí se funda la idea de
una pragmática universal orientada a la reconstrucción de las competencias comunicativas que
hacen posible que los hablantes, en sus procesos de interacción, se muevan constantemente en
una doble dirección: por una parte, en la dimensión de una relación intersubjetiva que supone
un mutuo reconocimiento de las expectativas individuales (uso comunicativo del lenguaje) y, por
otra, en referencia a un estado de cosas en el mundo (objetivo, social o subjetivo) acerca del cual
los agentes buscan ponerse de acuerdo (uso cognitivo del lenguaje).662 Este doble carácter del
lenguaje, por tanto, se haría manifiesto en las unidades mínimas de la comunicación lingüística,
toda vez que los actos de habla (Searle) portarían siempre pretensiones de validez mediante las
cuales el agente no solo se refiere a una situación en el mundo, sino que, al mismo tiempo, esta-
blece una relación de reconocimiento con otro sujeto (efecto vinculante, locutivo, del lenguaje).
Es desde aquí, entonces, donde Habermas va a introducir una de las ideas fundamentales
en su noción discursiva de la política democrática: el entendimiento representaría un telos inma-
nente al lenguaje o, más ampliamente, los supuestos pragmáticos de la comunicación lingüística
y su desempeño práctico presuponen siempre un cierto entendimiento y reconocimiento (mí-
nimo) entre los hablantes.663 Dicho de otra manera, a raíz de las competencias comunicativas
que han de dominar prácticamente, los hablantes se encuentran desde siempre situados sobre

661. Habermas hace referencia aquí, entre otros, al modelo de juegos del lenguaje de Wittgenstein y sus alcances en la
noción de regla: “Un jugador, que entiende las reglas, es decir, que sabe hacer jugadas, no tiene porqué ser capaz
de describir también las reglas. Lo específico de una regla se expresa, más que una descripción, en la competencia
de aquel que la domina. Entender un juego significa que se entiende de algo, que uno “puede” algo”, Habermas
(2001a), p. 68. Desde aquí, por tanto, la racionalidad comunicativa ha de entenderse esencialmente no como la
posesión de un saber, sino más bien como una disposición práctica de los sujetos capaces de lenguaje y acción que
se hace manifiesta en comportamientos concretos. Véase Habermas (1990), vol. I, p. 42.
662. Véase Habermas (2001a), p. 74.
663. “El concepto de entendimiento radica en el propio concepto de lenguaje. De modo que solo en un sentido
autoexplicativo podemos decir que la comunicación sirve al entendimiento”, Habermas (2001a), p. 101. Cursivas
en el original.

293
el trasfondo compartido de un consenso tácito, básico, que permite una precomprensión de las
reglas prácticas que hacen posible la comunicación lingüística:

Al ejecutar actos de habla […] no solo me refiero a formas de acción complementarias, sino
que participo en una “práctica humana común”. La comunidad que une ex antecedente en
un contexto de acción a los sujetos hablantes y agentes, es un consenso sobre reglas deve-
nidas hábito.664

Ahora, este reconocimiento elemental corresponde estrictamente, es preciso destacarlo, a


un consenso de carácter básico o entendimiento prerreflexivo que ha de diferenciarse con nitidez
de un acuerdo racionalmente motivado (argumentativo), toda vez que, como vimos, solo este úl-
timo representa, para Habermas, una fundamentación democrática de las orientaciones morales
y las normas político-jurídicas.665
Con estas consideraciones, Habermas pretende destacar, como he apuntando, la relación
constitutiva existente entre individuo y comunidad, por ende, la medida en que libertad polí-
tica ha de ser entendida más allá del libre arbitrio, pues solo se es plenamente libre si los otros
miembros de la comunidad político-jurídica igualmente lo son (autonomía pública). La ética del
discurso, como vimos, expresa esta orientación en nombre de una argumentación cooperativa de
los asuntos práctico-morales; pero aún resta precisar la presencia de esta concepción intersubje-
tivista en la fundamentación racional de las normas jurídicas y, particularmente, sus consecuen-
cias en el estatuto normativo atribuido a la noción de “sujeto de derecho”.
Señalo esto, pues, la idea de formación democrática de la voluntad política y las normas
jurídicas que sostiene Habermas a partir de la reconstrucción a de los supuestos del Estado de
derecho y del derecho moderno, no representa una aplicación directa de la ética del discurso a
los marcos institucionales y los contenidos jurídicos de la política moderna. En efecto, ha sido
un común mal entendido leer una estricta continuidad entre el principio de universalidad nor-
mativa presente en la lógica del discurso práctico y la fundamentación racional de las normas
jurídicas, lo cual lleva a suponer erradamente que Habermas representa el lugar de la política y
el derecho como ámbitos completamente descargados de tensiones y conflictividades, toda vez
que, en tanto fundados exclusivamente en el intercambio racional de argumentos entre sujetos
autónomos, darían pie a la formación de consensos normativos racionales y universales.666 Por
el contrario, se puede apreciar que Habermas insiste en que es fundamental distinguir entre una
argumentación moral, anclada en una aplicación del principio de discurso a normas de compor-
tamientos que regulan interacciones simples en un círculo de destinatarios que, en principio,

664. Habermas (2001a), p. 68.


665. Es posible advertir que, además, al situar a los hablantes desde siempre sobre un trasfondo común de reglas
compartidas, Habermas no hace sino reiterar (o mejor dicho: reinterpretar en términos de teoría del lenguaje)
la comprensión rousseauniana acerca de la permanente inscripción de la individualidad en esquemas básicos de
cooperación social (en su caso, el carácter elemental de las relaciones de parentesco y la libertad común). Más
particularmente, se puede proponer que los supuestos normativos del habla argumentativa constituyen una suerte
de pacto original rousseauniano, firmado prerreflexivamente, toda vez que no podríamos ser lo que somos sino
por vía de un momento de comunalidad elemental (en Habermas: la sociación lingüística). Así, la modernidad
política (o más bien cabría decir, la democracia moderna) consistiría en la instauración reflexiva de ese pacto que
nos encontramos firmando desde siempre como hablantes, o en otras palabras, el acuerdo racionalmente motivado
vendría a expresar la idea de Rousseau acerca de un pacto genuino que logre refundar (reestablecer políticamente,
reflexivamente) la situación originaria de libertad común. Al respecto, véase Jiménez Redondo (2002), p. 99.
666. Semejante lectura de la democracia deliberativa habermasiana se encuentra, por ejemplo, en Mouffe (2003c).

294
resulta indefinible o generalizable, y una argumentación política que refiere más bien a normas
de acción que pueden presentarse en forma jurídica y, por tanto, su ámbito de validez se restringe
a las comunidades políticas que vienen instituidas artificialmente por la regulación del Estado
democrático de derecho.667
La constitución de la voluntad política y las normas jurídicas no excluiría, por cierto, la
discusión de asuntos morales, pero siempre va más allá en la medida en que incorpora tanto el
tratamiento de cuestiones ético-políticas (autocomprensión de una comunidad histórica acerca
de su forma de vida compartida y sus proyecciones) como cuestiones pragmáticas (negociacio-
nes que, teniendo en cuenta constelaciones de intereses y orientaciones valorativas disímiles, se
orientan hacia el establecimiento de compromisos contingentes). Se concluye así que la forma-
ción racional de la voluntad política se corresponde más bien con un modelo procesual que apela
a una razón práctica diferenciada internamente, esto es, una red de discursos y negociaciones
que se retroalimentan recíprocamente a través de diversas sendas y que concluyen, finalmente,
en resoluciones políticas que han de venir formuladas en el lenguaje del derecho para asumir
carácter vinculante en el marco de la comunidad político-jurídica.668
Finalmente, Habermas agrega a estas consideraciones una referencia histórica que subraya
que en el marco de los órdenes políticos contemporáneos, caracterizados por una creciente di-
ferenciación funcional y una pluralización de los mundos de vida, los mecanismos tradicionales
de estabilización de expectativas y regularización de interacciones se han vuelto insostenibles o,
al menos, insuficientes (esto es, las certezas colectivas compartidas a partir de la tradición cultu-
ral y las instituciones clásicas revestidas con autoridad sacra). Dicho lugar integrador, entonces,
vendría a ser ocupado, primordialmente, por el derecho positivo que mediante regulaciones jurí-
dicas abstractas limitaría la necesidad de acuerdo en la interacción cotidiana, sustituyéndola por
la posibilidad de apelar permanentemente a normas coercitivas que no dependen de la voluntad
particular de los agentes como medio de resolución de los conflictos. Ahora, Habermas destaca
al mismo tiempo que el derecho positivo, dado su carácter coercitivo, abriría una dimensión es-
trictamente política, más particularmente, democrática, toda vez que su imposición fáctica ha de
venir asegurada –y posibilitada– por un proceso colectivo de producción de normas, esto es, por
una autolegislación presuntamente racional de ciudadanos políticos autónomos que, en tanto
pueden considerarse autores últimos de la ley, otorgan validez normativa a la positividad jurídi-
ca. En síntesis, la validez del sistema jurídico moderno (que, además de venir sancionado esta-
talmente, posee la relevante función de organizar internamente al poder político-administrativo
en términos de Estado de derecho) se representaría bajo un doble aspecto: una validez social o

667. “Mientras que las reglas morales al concentrarse en lo que es de interés de todos por igual, expresan una voluntad
absolutamente general, las reglas jurídicas expresan la voluntad particular de los miembros de una determinada
comunidad jurídica”; o también “mientras que la voluntad moralmente buena se agita, por así decir, en razón
práctica y, por tanto, en la dimensión universalista que la razón práctica tiene, la voluntad política, por más
racionalmente fundada que venga, comporta todavía contingencia en la medida en que las razones a las que
apela solo son válidas relativamente a contextos vigentes”, por lo cual se concluye que “una aplicación de la ética
del discurso al proceso democrático, efectuada sin las necesarias mediaciones, o la aplicación de un concepto de
discurso no suficientemente aclarado, no puede conducir sino a disparates”, Habermas (2005), pp. 219, 224-225.
Cursivas en el original. Vale aclarar, por cierto, que no se trata de una contraposición, como la que sostiene el
comunitarismo, entre universalismo (moral) y particularismo (orden político-jurídico), sino más bien de dos
modos distintivos de universalidad normativa: todos los sujetos potencialmente participantes en discursos
racionales, por un lado, y todos los miembros (ciudadanos) de una comunidad política concreta, por el otro.
668. Habermas (2001a), pp. 235-236.

295
fáctica de las normas (es decir, su observancia o vigencia en el marco de una comunidad jurídica)
y una validez normativa o reconocimiento de legitimidad racional.669
Lo principal a considerar es que desde aquí Habermas enfatiza la existencia de un víncu-
lo normativo entre la idea de Estado de derecho como principio regulador de la comunidad
político-jurídica moderna y el horizonte de la política democrática. En efecto, el hecho de que
las normas jurídicas se basen en la posibilidad del uso de la coerción física y en la disposición
del legislador político, trasladaría una exigencia de legitimación democrática al proceso de ela-
boración de las leyes, de tal manera que el derecho moderno ha de legitimarse, finalmente, en
la autonomía garantizada a cada ciudadano para participar en las instancias de formación de la
voluntad política.670

De ahí que el concepto mismo de derecho moderno […] lleva ya en germen la idea demo-
crática desarrollado por Rousseau y Kant, a saber, que la pretensión de legitimidad de un
orden jurídico construido de derechos subjetivos solo puede desempeñarse o resolverse
mediante la capacidad de integración social aneja a la “voluntad concordante y unida de
todos” los ciudadanos libres e iguales.671

Los supuestos normativos del Estado y el derecho moderno se vincularían, por tanto, al
reconocimiento de la centralidad de la autonomía pública, política, de los “sujetos de derecho”
concebidos en tanto ciudadanos, mediante la cual ejercerían la libertad comunicativa que les per-
mite participar en la práctica organizada de la autodeterminación de la comunidad política. Pero
esta autodeterminación ciudadana vendría, a su vez, institucionalizada por el derecho moderno
a través de diversos mecanismos formales e informales de producción de la voluntad política
(parlamentos, elecciones, partidos, espacio público, etc.) de manera tal que esta conexión re-
troalimentativa entre derecho y poder político haría que la práctica de la soberanía popular esté
internamente entrelazada con el poder organizado estatalmente. “Ello tiene por consecuencia
para la ejercicio ciudadano de la autonomía política –destaca Habermas– una incorporación al
Estado”, esto es, “la actividad legislativa se constituye como un poder en el Estado”.672
El estatuto normativo de la noción de “sujeto de derecho” se asocia así, en Habermas, a su
idea fundamental acerca de la existencia en el marco del “sistema de derechos modernos” de una
relación normativamente recíproca, cooriginaria, entre autonomía privada y autonomía política,
lo cual implica que los ciudadanos solo pueden hacer un uso apropiado de su autonomía pública
si son suficientemente independientes en virtud de una autonomía privada asegurada jurídica-
mente (es decir, si poseen el status de persona jurídica que, en tanto portadora de derechos sub-
jetivos, puede reclamarlos de manera efectiva en la comunidad llegado el caso), y, a la vez, solo
pueden lograr una regulación susceptible de consenso de su esfera privada si en cuanto ciudada-
nos logran hacer uso efectivo de su autonomía pública (o sea, autolegislarse democráticamente).
En pocas palabras, la idea democrática de Estado de derecho implicaría que, normativamente,
los derechos fundamentales de libertad subjetiva y la soberanía democrática se presuponen de

669. Habermas utiliza también la distinción entre aceptancia y aceptabilidad racional para referirse a este doble aspecto
del orden jurídico moderno. Al respecto, véase Habermas (2001a), pp. 91-92).
670. Véase Habermas (1999).
671. Habermas, (2001a), pp. 94-95.
672. Habermas (2001a), p. 202.

296
manera mutua, sin poder reclamar primacía normativa alguna.673 Por lo mismo, la formación
discursiva de la voluntad política requeriría de un ejercicio transversal y fluido de las comu-
nicaciones públicas entre las esferas de lo público y privada, lo cual Habermas entiende como
una circulación oficial del poder que vendría prescripta por los supuestos normativos del Estado
democrático de derecho; instalándose así una complementariedad entre el espacio de la vida pú-
blica y la esfera privada desde la cual se recluta al público portador de la opinión política o, más
ampliamente, señala Habermas, se podría decir que “los canales de comunicación del espacio
de la opinión pública están conectados con los ámbitos de la vida privada” de manera tal que “el
umbral entre la esfera de la vida privada y el espacio de la opinión pública no viene marcado por
un conjunto fijo de temas y relaciones, sino por un cambio en las condiciones de comunicación”.674

iii

En las secciones precedentes he intentado analizar, a grandes rasgos, las coordenadas generales
que permiten comprender el debate entre Rawls y Habermas como una polémica relativa a la
relación existente entre autoridad política, derecho y moral, lo cual se haría explícito en el esta-
tuto normativo atribuido a la noción de “sujeto de derecho” y el lugar otorgado a la práctica del
reconocimiento en cada una de estas argumentaciones político-jurídicas.
Así, como vimos, Habermas instala la dimensión del reconocimiento como un momento
elemental, basal, en la articulación de la identidad singular a partir de su inserción prerreflexiva,
pero constitutiva, en las redes de la intersubjetividad comunicativa, a partir de lo cual el estatuto
del “sujeto de derecho” queda estrechamente asociado a la legitimidad de normas jurídicas insti-
tuidas a partir de la conciliación entre el ejercicio de la autonomía pública y la salvaguarda de la
autonomía privada. Por su parte, en Rawls la práctica del reconocimiento aparece más bien como
una dimensión derivada del carácter moral de los sujetos –particularmente, de la facultad prác-
tica de lo razonable– que haría posible una concordancia entre intereses y orientaciones de valor
particulares a través de los principios de la justicia pública. Por ello, el estatuto normativo del
“sujeto de derecho” rawlsiano, si bien también se establece como un intento de conjunción entre
la deliberación pública y la autonomía privada, remonta la legitimidad de las normas jurídicas

673. Habermas (1999), p. 255. Por el contrario, según Habermas, en la teoría de Rawls se daría una prioridad de los
derechos básicos liberales que dejaría el proceso democrático a la sombra, pues si bien la idea de autodeterminación
democrática se hace presente en el modelo de la posición original, esta viene modelada de antemano por la
centralidad atribuida a los bienes básicos (las libertades subjetivas) en el horizonte rawlsiano de una sociedad bien
ordenada. “Los ciudadanos de Rawls se encuentran más profundamente inmersos en la jerarquía de un orden
progresivamente institucionalizados por encima de sus cabezas. Así la teoría sustrae a los ciudadanos buena parte
de aquellas intuiciones que cada generación tendría que hacer suyas de nuevo”, Habermas (1998), pp. 66-67).
Por su parte, Rawls invierte el cuestionamiento y considera que Habermas privilegia de sobremanera el aspecto
democrático, llevando su argumentación a un plano en que los derechos individuales solo adquieren sentido en la
medida en que posibilitan participar en procesos de gestación de la soberanía popular. Véase Rawls (1998), p. 101.
674. Habermas (2001a), p. 446. Como es obvio, desde aquí se va derivar una crítica a la comprensión de la política
rawlsiana, toda vez que el concepto de lo político en Rawls se basa en una distinción fuerte entre lo específicamente
público (marco institucional donde operan los principios de justicia) y lo propiamente privado (pluralidad de
valores constitutiva de la sociedad civil). Así, a juicio de Habermas, las marcadas distinciones de Rawls tenderían
a forzar una frontera a priori entre la autonomía privada y la autonomía pública, que además de contradecir
la cooriginalidad normativa antes referida, se tornaría sumamente problemática en relación a la experiencia
histórica de la modernidad política. Con ello, en último término, el liberalismo político contribuiría fuertemente a
establecer una esfera de libertad prepolítica que resultaría completamente inaccesible al ejercicio de autolegislación
de la ciudadanía democrática.

297
instituidas en la comunidad política a un dimensión previa a la práctica del reconocimiento,
hundiendo así sus condiciones de posibilidad y justificación en la moralidad (atributos o facul-
tades de la persona moral).
Sin duda, en base a los ejes analíticos que hasta aquí he trazado sería posible continuar con-
frontando las posiciones de Rawls y Habermas, haciendo emerger así tanto sus polémicas como
sus no menores convergencias; pero –como señalé al comienzo– me interesa a continuación
instalar algunas consideraciones críticas que remiten más bien a las condiciones de enunciación
de esta discusión, esto es, a los supuestos normativos e idealidades prácticas que (más allá de un
margen relativo de variación) comparten ambas argumentaciones en torno a la relación trazada
entre autoridad política, derecho y moral. Para llevar a cabo tal apertura crítica una posibilidad
teórica pertinente y relevante se sitúa, sostengo, en una revitalización del concepto hegeliano de
“lucha por el reconocimiento” tal como ha sido desarrollado durante los últimos años por Axel
Honneth (1997) en su intento de articular una gramática moral que pueda operar como sustento
práctico de una teoría sociológica que de cuenta de la motivación ética subyacente en los conflic-
tos sociales; una filosofía política que revele los núcleos normativos presentes en la reproducción
del orden político y, finalmente, una filosofía moral que diagnostique las bases posibles de justi-
ficación de una ética posmetafísica.675
En efecto, partiendo de un diagnóstico teórico bastante similar al que está en la base de la
teoría del obrar comunicativo de Habermas (esto es, la necesidad de superar un concepto mono-
lógico de racionalidad a partir de un giro analítico intersubjetivo), Honneth ha retomado lo que
considera como la intuición original de la reflexión hegeliana en el marco de la comprensión po-
lítica moderna: si la filosofía política primera en la modernidad (Maquiavelo, Hobbes) situaba la
constitución de la identidad subjetiva a partir de una “lucha por la autoconservación”, a partir de
Hegel se instala la idea central de que, subyacente a esta, habría siempre una motivación moral,
ética, anclada en la práctica constitutiva de una “lucha por el reconocimiento”. Hegel insinuaría
así, sostiene Honneth, una superación del utilitarismo como marco analítico de comprensión de
los conflictos sociales y de los mecanismos de reproducción del orden social, poniendo en primer
plano la medida en que las orientaciones racionales de los sujetos en disputa se sustentan siempre
en pretensiones normativas o exigencias morales relativas a su reconocimiento o inclusión (con-
flictual) en la comunidad política.676
La concepción hegeliana acerca de la articulación de la identidad singular se vincularía
entonces, subraya Honneth, a una práctica de reconocimiento recíproco entendida como un pro-
ceso intersubjetivo en el cual la singularidad se despliega y constituye progresivamente en medio
de diversos núcleos de socialización que, al mismo tiempo que reafirman la autonomía subjetiva,
instalan un aguijón conflictivo que subyace a la reproducción de las estructuras normativas del
orden societal. El reconocimiento recíproco implica, por tanto, que
Un sujeto deviene siempre en la medida en que se sabe reconocido por otro en determi-
nadas de sus facultades y cualidades, y por ello reconciliado con este; al mismo tiempo llega a
conocer partes de su irremplazable identidad y, con ello, a contraponerse al otro en tanto que

675. A ello Honneth ha sumado, más recientemente, un intento por releer y actualizar la clásica noción de “reificación”
(Lukács) en clave analítica de “teoría del reconocimiento”, buscando superar así los déficits normativos presentes
en la tradición de la filosofía social crítica. Al respecto, véase Honneth (2007).
676. Honneth destaca que se trataría de una intuición original de la filosofía hegeliana tanto por el desplazamiento que
operaría al interior del pensamiento político moderno, como porque después de su desarrollo primero (en los
escritos juveniles de Jena) Hegel subordinaría esta dimensión de intersubjetividad normativa al desenvolvimiento
autogenerador del espíritu, plegándose así a una “filosofía de la conciencia”. Véase Honneth (1997), p. 80.

298
un particular, [lo cual implica que constantemente] esos sujetos deben abandonar de nuevo de
manera conflictiva el plano de eticidad alcanzado, para conseguir el reconocimiento de la forma
relativamente más exigente.677
La “lucha por el reconocimiento” emerge así, en suma, como una praxis básica de constitu-
ción de lo social, en donde las pretensiones conflictuales aparecen depositadas estructuralmente en
las coordenadas morales y éticas que sustentan el devenir normativo del orden social. Es impor-
tante enfatizar este rasgo estructural del movimiento de reconocimiento recíproco, pues –destaca
Honneth– no se trata de que el devenir moral de la comunidad política quede ligado, primaria-
mente, a las orientaciones y pretensiones individuales de los sujetos, sino que las expectativas
morales que estos dirigen a la sociedad (o, al menos, aquellas que influyen efectivamente sobre el
devenir moral de la comunidad) no corresponden a criterios arbitrarios, sino que se trata de prin-
cipios de reconocimiento institucionalizados y que, como tales, generan pretensiones legítimas por
parte de los sujetos en tanto que sancionan determinadas obligaciones de reconocimiento.678 Di-
cho más simplemente, los patrones de reconocimiento instalan normas públicamente aceptadas y,
por ende, siempre potencialmente sujetas a objeciones morales o reivindicaciones razonables por
parte de los miembros de la comunidad. La comunidad política podría ser entendida entonces,
siguiendo esta línea de análisis, como un “orden institucionalizado de reconocimiento”, o más
ampliamente, como una “estructura graduada de relaciones de reconocimiento” que, en tanto
sancionan obligaciones de reconocimiento, generan expectativas razonables que pueden hacer
devenir conflictos sociales. En ello radicaría, en síntesis, la base motivacional, ética (la gramática
moral) de los conflictos sociales y el desarrollo práctico-moral de la comunidad política.679
Uno de estos patrones de reconocimiento sería precisamente, como ya advertía Hegel, el de-
recho moderno. En efecto, en tanto esfera que se desliga de un tipo de reconocimiento (jurídico)
basado en la “valoración social” (prestigio) característico de las comunidades premodernas, o
por contrapartida, al pasar a anclarse normativamente en una moralidad de horizonte universa-
lista, el derecho moderno se caracterizaría por institucionalizar una práctica de reconocimiento
basada en la igualdad jurídica entre los sujetos, vale decir, un “reconocimiento jurídico” asentado
en el principio de la igualdad universal de los sujetos ante las normas jurídicas.680 A partir de esta
relación entre normas jurídicas fundadas en la igualdad formal y una moral de corte universalista
se instalaría, en el seno mismo del derecho moderno, un “exceso de validez normativa” siempre

677. Honneth (1997), p. 28.


678. El hecho de que se trate de principios estructurales o institucionales de reconocimiento recíproco ha sido
subrayado por Honneth sobre todo como respuesta a la crítica suscitada en torno a su supuesto “culturalismo”
y, más aún, “psicologización” de las dinámicas morales constitutivas del orden político. Respecto de esta crítica,
se puede consultar Fraser (2006). “La pretensión de los individuos –sostiene Honneth – a un reconocimiento
intersubjetivo de su identidad es la que, desde el principio, como tensión moral, se aloja en la vida social; la que en
cada momento sobrepasa la medida institucionalizada en cuanto a progreso social”, Honneth (1997), p. 13.
679. A partir de esto Honneth desprende también una “teoría de la justicia”, entendiendo las experiencias de la injusticia
como formas de “menosprecio” o “humillación” asociadas al no-cumplimiento de las expectativas normativas
institucionalizadas en los principios de reconocimiento. Se trata entonces, señala, de destacar la dimensión
fenomenológica de la (in)justicia. Véase Honneth (1997), pp. 161-169 y (2006), p. 92.
680. Los restantes patrones de reconocimiento intersubjetivo corresponderían, dicho brevemente, al “amor” (con
su respectiva práctica de reconocimiento afectivo que tendría lugar en la familia) y la “vida ética” (con su
reconocimiento basado en la “solidaridad”). Para una revisión detallada de cada uno de estos principios, véase
Honneth (1997), pp. 114-159. A estos patrones originales Honneth agregó, posteriormente, la existencia de un
principio de reconocimiento asociado al “logro” que operaría en la esfera económica moderna, sobre todo con
la finalidad de comprender las demandas distributivas como “luchas por el reconocimiento” vinculadas a la
valoración polémica del logro social. Al respecto, consultar Honneth (2006).

299
potencialmente conflictivo, esto es, se generarían expectativas legítimas de universalidad en tor-
no al reconocimiento jurídico que, al no verse cumplidas o al diferir en su interpretación, los
sujetos pueden reinvindicar razonablemente frente a las relaciones operantes, reales, de recono-
cimiento de derechos. En ese movimiento siempre potencialmente polémico entre universalidad
y singularidad radicaría, entonces, la base ética conflictual que explica el “reconocimiento de
derechos” en el marco de la comunidad político-jurídica.

Todas las luchas morales [sostiene Honneth] progresan a través de una interpretación de la
moral dialéctica de lo universal y lo particular: siempre se puede apelar a favor de una de-
terminada diferencia relativa, aplicando un principio general de reconocimiento mutuo que
obligue normativamente a una expansión de las relaciones vigentes de reconocimiento.681

En suma, subyacente al “reconocimiento de derechos” (o, para decirlo en los términos que
previamente utilicé: en la estructuración normativa del estatuto del “sujeto de derecho”) Honneth
instala una práctica conflictual que determina, articula, el “derecho a tener derechos” en el seno
de la comunidad político-jurídica. Y es desde aquí que es posible establecer, sostengo, algunas
consideraciones críticas en torno a las condiciones enunciativas en las que se sitúan las posicio-
nes teóricas de Rawls y Habermas.
En primer término, se puede advertir que, como vimos, la argumentación rawlsiana oblitera
esta dimensión conflictual estructurante de las normas jurídicas, toda vez que retrotrae el estatuto
normativo del “sujeto de derecho” a las facultades prácticas constitutivas (a la razonabilidad) de
la persona moral. Solo desde ahí es posible concebir, como lo hace Rawls, el sancionamiento de
los principios de la justicia pública a partir de una concurrencia de intereses ya legítimos y, corre-
lativamente, la práctica del reconocimiento intersubjetivo como el ejercicio de una convención
racional, descargada de negatividad o polémica constituyente. Así, el “derecho a tener a dere-
chos” en el orden político, que Honneth pone en evidencia en términos de una gramática con-
flictual, aparece en Rawls como un atributo estrictamente moral y, por las mismas distinciones
normativas que traza en su argumentación, dotado de un carácter preferentemente prepolítico.682
Por su parte, si bien Habermas destaca el carácter estructurante de las relaciones (comuni-
cativas) de reconocimiento en relación a la articulación de la individualidad, al mismo tiempo
descarga, en una línea similar a Rawls, a la práctica de la comunicación pública de su aguijón
constitutivo de conflictividad y polémica. En efecto, como es sabido, Habermas destaca la esfera
de la opinión pública como dimensión político-normativa en la cual se condensan las comuni-
caciones provenientes tanto de la esfera privada como de la sociedad civil, tematizándose de
manera tal que puedan ser asumidas y elaboradas por el complejo político-parlamentario (Es-
tado de derecho). Sin embargo, pareciese neutralizar la dimensión inexorablemente conflictual
que supone, precisamente, la constitución procesual de la comunicación pública, pues si bien

681. Honneth (2006), p. 121.


682. Mouffe ha destacado la medida en que la argumentación de Rawls se acercaría más bien a un discurso moral en
lugar de, como pretende ser, a una consideración específicamente política sobre la justicia, toda vez que en su visión
“simplemente desaparecen conflictos, antagonismos, relaciones de poder, formas de subordinación y de represión
y nos encontramos ante una visión típicamente liberal de una pluralidad de intereses que se pueden regular sin
necesidad de una instancia superior de decisión política”, Mouffe (1999), p. 76. O, también que la política en Rawls
“queda reducida a la mera actividad de asignar avenencias entre todos aquellos intereses en competencias que sean
susceptibles de una solución racional. Esta es la razón de que Rawls piense que los conflictos políticos puedan ser
eliminados merced a un concepto de la justicia”, Mouffe (2003b), p. 47.

300
destaca que en la opinión pública se dan tensiones y disputas referidas a los modos de tematizar
los problemas de la sociedad global, pasa por alto en buena medida la relación conflictual que se
sitúa en el umbral de la comunicación política, vale decir, las oposiciones y disputas políticas que
determinan a un determinado problema como posible foco temático de la comunicación pública.
Dicho en breve, lo que no aparece en la centralidad de la consideración habermasiana son los
procesos conflictuales y antagónicos (en fin, políticos) que hacen que en medio de la variada red
de discursos prácticos determinados modos y formas de lo comunicable adquieran un estatuto
normativo, legítimo, de comunicación específicamente “pública”.
Recurriendo a una aclaratoria acotación de Rancière acerca del zoon politikon aristotélico,
es posible precisar más lo que pretendo apuntar con este nudo crítico en la teoría habermasia-
na. Siguiendo la consideración clásica acerca del carácter de la politicidad humana a partir de
la capacidad del habla, esto es, la definición del zoon politikon como un ser capaz de discurso,
Rancière precisa que debe entenderse, por tanto, que lo está en juego en la política no es solo una
conciliación entre formas de habla preconstituidas, sino que (y por sobre todo) la distribución
sensible de las emisiones que han de considerarse como discurso (por ende, dotadas de validez
política) y aquellas que no representan sino meros ruidos (carentes, por tanto, de la racionalidad
necesaria para participar del escenario político).683 Para decirlo con los términos que introdu-
cimos previamente desde Honneth, se trataría, en suma, de poner de relevancia la dimensión
conflictual relativa al “derecho a tener derecho” a comunicar públicamente en la esfera política.
En ambas argumentaciones, por cierto, lo que me interesa poner en entredicho es la perti-
nencia de una racionalidad contractual (ya sea leída como posición original o ética del discurso)
como patrón analítico que posibilita dar cuenta del estatuto normativo del “sujeto de derecho”,
toda vez que, sostengo, una lógica cooperativa de articulación de las normas jurídicas tiende
a pasar por alto la gramática conflictual subyacente a su institucionalización en la comunidad
político-jurídica. Previa a la repartición de deberes morales y derechos jurídicos vía contratos o
argumentaciones racionales entre interlocutores ya constituidos, se encuentra la serie de prác-
ticas conflictuales que estructuran “el derecho a tener derechos”, vale decir, que posibilitan que
ciertos sujetos puedan concurrir legítimamente a un procedimiento de puesta en común de sus
intereses y orientaciones particulares (o, también, que aquellos intereses se presenten como “le-
gítimos” o parte de discursos “públicos”).
Por otra parte, la clave analítica honnethiana de una “lucha por el reconocimiento” también
es pertinente para el ejercicio de otra consideración crítica vinculada, esta vez, a la neutralidad
basal, irreductible, que asume el hecho del pluralismo moderno en las argumentaciones tanto
de Rawls como de Habermas. En este caso, sostengo, lo que aparece reiterado aquí es la misma
lógica de despolemización de los sujetos que pueden concurrir contractualmente a sancionar
determinadas regulaciones político-jurídicas, solo que ahora dichas “partes” del contrato no se
enuncian privilegiadamente como individuos, sino en tanto modos culturales de vida profun-
damente diversos e irreconciliables. Por cierto, lo que intento cuestionar aquí no es la diversi-
dad axiológica que se presentaría en las condiciones históricas particulares de articulación del
orden político moderno, sino más bien se trata de destacar la medida en aquella diversidad es
despojada de su aguijón político interno, constitutivo, vale decir, se entiende la multiplicidad de

683. Esta clasificación de las formas del habla se liga a lo que Rancière entiende como la función de la “policía” en el
campo de lo político: “La policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los
modos del hacer, los modos del hacer y los modos del decir (…) es un orden de lo visible y lo decible que hace que
tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y otra
al ruido”, Rancière (1996), p. 44-45.

301
orientaciones morales y culturales como un elemento previo a lo político, una dimensión neutral
sobre la cual se articularía, posteriormente, la conciliación de intereses y la repartición racional
de deberes y derechos.
En este caso, la referencia primaria de Rawls al hecho básico de un pluralismo de doctri-
nas incompatibles entre sí (fact of pluralism) como elemento irreductible presente en la cultura
de base de las sociedades democráticas o, más nítidamente, en lo que entiende como la cultura
pública no política constitutiva de la sociedad civil en regímenes democrático-constitucionales,
expresa con evidente claridad la presunción de neutralidad política de la diferencia cultural que
intento describir. Por su parte, la aproximación normativa de Habermas al fenómeno del plura-
lismo moderno, si bien de manera menos manifiesta que en la consideración rawlsiana, también
presenta un rasgo problemático respecto de su constitución política. En efecto, para Habermas los
procesos históricos de modernización societal transcurren correlativamente por una doble senda:
por una parte, incrementando la complejidad sistémica y diferenciando funcionalmente al orden
social tradicional y, por otra, racionalizando las imágenes metafísicas del mundo y diluyendo, por
esa vía, la unidad normativa de base sacra de la comunidad política premoderna. La diferencia-
ción de orientaciones morales y formas culturales de vida es concebida, de esta manera, como el
correlato estructural de los procesos de racionalización cultural que contribuyen históricamente
al “desencantamiento del mundo”; sin embargo, Habermas interpreta dichos procesos (y aquí
radica, sostengo, el núcleo problemático) enfatizando más bien, siguiendo el modelo de la psico-
logía cognitivista, el desarrollo lógico-estructural de la conciencia moral y sus pautas de orienta-
ción práctica. Con ello, al extrapolar analíticamente los modelos cognitivos de socialización del
individuo a la explicación del desarrollo de las estructuras normativas de la sociedad moderna,
Habermas tiende a pasar por alto, o al menos, a subordinar frente al desenvolvimiento de pautas
lógicas, la relación constitutiva existente entre conflictos sociales y racionalización cultural.
Desde la noción de “lucha por el reconocimiento”, por el contrario, sería posible poner de
relevancia la medida en que las diferentes formaciones culturales reciben una valoración par-
ticular en el orden político, lo cual no es sino un acto de reconocimiento polémico, pues se
trata de que no toda diferencia moral es, por ejemplo, entendida (más aún, autocomprendida)
propiamente como una cultura, o también, que no toda comunidad cultural puede participar
legítimamente en la formación de la voluntad legislativa. Habría así, en suma, una “lucha por el
reconocimiento” que constituye, conflictualmente, los límites de lo plausible y legítimo en térmi-
nos de pluralismo moral y valoración cultural.
Ello no implica, como ya he advertido, negar la diversidad axiológica posible entre los sujetos
y sus orientaciones práctico-morales, ligada en último término al carácter básico de la pluralidad
humana (esto es, para decirlo con Arendt, al hecho de que sean los hombres y no el hombre quie-
nes habiten el mundo), sino que se trata de cuestionar la presunta asepsia política del pluralismo
cultural que se instala normativamente como elemento basal, irreductible, en las argumentaciones
de Rawls y Habermas respecto a la articulación de la comunidad política y sus normas jurídicas.

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304
Contextos de participación como fundamento
de la responsabilidad

Esteban Pereira Fredes684

1. Introducción

La idea de responsabilidad ha sido considerada como uno de los conceptos jurídicos más funda-
mentales, tanto en el ámbito civil como penal.685 Incluso se ha sostenido que la cabal compren-
sión del funcionamiento de ambos sistemas está asociada al conocimiento de los fundamentos
conforme a los cuales opera la idea de responsabilidad en el derecho. En lo que sigue, presentaré
una interpretación de la responsabilidad como una noción cuyos fundamentos en el ámbito mo-
ral son compartidos en la atribución de responsabilidad jurídica. Parte de la discusión sobre la
justificación de la responsabilidad moral ha sido descuidada en su dimensión legal, pero buena
parte de sus conclusiones han sido adoptadas y asimiladas sistemáticamente por esta última. La
responsabilidad constituye un principio cuya necesidad y relevancia para el derecho se encuentra
al margen de toda polémica y de ahí que su legitimidad se haya predicado analógicamente a la de
los criterios utilizados en la evaluación moral de las acciones humanas.
En la segunda sección se introduce la discusión actual sobre la justificación de la respon-
sabilidad moral en el marco del debate sobre el libre albedrío, analizando los fundamentos que
paradigmáticamente han legitimado el juzgamiento moral de nuestros actos.
En la tercera sección se discute la reconducción ética del problema para dar cuenta lo que
está en juego en la verdad teórica de un esquema determinista, es decir, nuestra moralidad como
asociada a las actitudes reactivas con que interactuamos en sociedad.
En la cuarta sección, y a partir de la propuesta de P.F. Strawson, se articula la idea de partici-
pación moral como una alternativa conceptual que permitiría dilucidar el compromiso humano
con las actitudes y juicios morales propios de contextos de negociación moral, en consonancia
con los criterios de racionalidad pragmatista a los cuales está sujeta nuestra vida moral tal y como
la conocemos.
En la quinta sección se examinan ciertos ámbitos en que existe una continuidad entre los
fundamentos tanto de la responsabilidad moral y como de la jurídica en el derecho civil, para

684. Profesor invitado, Facultad de Derecho, Universidad de Chile; profesor titular, facultades de Derecho, Universidad
Andrés Bello y Universidad Adolfo Ibáñez. Agradezco los comentarios que efectuaron a borradores de este trabajo
Marcos Andrade Moreno, Cristóbal Astorga Sepúlveda, Antonio Morales Manzo, Diego Pardo Álvarez, Erneso
Riffo Elgueta y, especialmente, al sustancial apoyo que recibí de Héctor Morales Zúñiga. Comentarios a epfredes@
yahoo.es.
685. Barros (1983), p. 2. Por razones de extensión solo analizaré el problema desde el punto de vista del derecho civil.
No obstante, en numerosas ocasiones utilizaré ejemplos del ámbito penal dado que resultan útiles para explicar de
mejor forma las dimensiones del juzgamiento de nuestros actos y corresponden a los utilizados por los autores en
su reflexión en filosofía moral.

305
luego evaluar la posibilidad de conciliar la noción de participación moral con el entendimiento
de la atribución de responsabilidad como capacidad en el ámbito jurídico y, finalmente, estable-
cerla como un presupuesto compartido por ambas dimensiones.

2. Free will y los fundamentos de la responsabilidad moral

La búsqueda de una justificación para la responsabilidad moral se encuentra situada en el proble-


ma del libre albedrío. La dimensión metafísica del debate procura discernir si los seres humanos
son efectivamente libres, pero el interés de dicha empresa, se estima, radica en las consecuen-
cias que se seguirían para su vida moral. Así, el problema consiste en establecer el estatus de la
relación que existe entre los términos libertad y determinismo, entendiendo al primero como
condición necesaria de la responsabilidad moral. Frente a este desafío se encuentran básicamente
dos modelos en disputa: el compatibilismo y el incompatibilismo.686 El compatibilismo afirma
que la libertad y el determinismo son compatibles, y que incluso cuando las acciones respondan
a condiciones preestablecidas, el compatibilismo se expresa como una compatibilidad entre la
responsabilidad moral y el determinismo. El incompatibilismo, por su parte, sostiene que si el
determinismo es cierto, es decir, si nuestras acciones se encuentran previamente determinadas,
entonces no somos libres. Para el incompatibilismo, de la verdad del determinismo se sigue que
nuestra libertad es falsa. Simultáneamente no puede ser verdadero el primero y los seres huma-
nos ser libres y responsables de sus acciones.
Bajo este esquema se ha analizado la vigencia de los principios que justifican el juzgamiento
moral de una acción. Una justificación recurrente al momento de efectuar la valoración moral
descansa en la denominada condición de control. Intuitivamente atribuimos responsabilidad a
los demás por sus acciones en la medida que aquellos hayan tenido un efectivo control sobre
estos. Esta condición de control implica que el sentido del reproche moral y la sanción legal
tienen lugar solo en circunstancias en que la evaluación de los actos depende exclusivamente de
factores internos al propio agente. Sin embargo, la verdad de la fortuna moral ha puesto en jaque
a dicha intuición. Thomas Nagel ha identificado los casos de fortuna moral como aquellos en que
“un aspecto significativo de lo que alguien hace depende de factores que escapan a su control,
pero seguimos considerándolo a este respecto como objeto de juicio moral”.687 Examinemos un
ejemplo de suerte moral. Si una persona conduce su vehículo en estado de ebriedad, su acción
no solo da lugar a desaprobación moral sino que también verifica la hipótesis necesaria para la
atribución de un delito que se encuentra tipificado en nuestra legislación. Ahora bien, si mientras
conduce en tales condiciones se cruza con una anciana que confiadamente transita ejerciendo su
derecho preferente de paso, siendo violentamente arrollada por el conductor, tanto la intensidad
del reproche moral como el delito, y su correspondiente sanción penal, aumentarán. No solo
sería responsable de conducir en estado de ebriedad, sino además de cuasidelito de homicidio.
Lo interesante radica en que el incremento de su responsabilidad es correlativo a una circuns-
tancia que escapa al control del agente. La presencia de la anciana no constituía un elemento que

686. A partir de estas etiquetas se han formulado otras como el “libertarianismo”, noción usada en un contexto
distinto al liberalismo en filosofía política y cuyo principal exponente es Robert Kane; el “incompatibilismo duro”
apoyado en la posición de Derk Pereboom, también llamado determinismo duro por William James; y, finalmente,
el “revisionismo” apoyado por Manuel Vargas. Para una acabada defensa de cada una de estas visiones por sus
representantes, véase Fisher et al. (2007). Un panorama general de la discusión puede consultarse en Kane (2005),
pp. 1-39; Young (1995).
687. Nagel (2000), p. 57.

306
podía la persona controlar y de ahí que se podría hablar de la mala fortuna moral que ha tenido
el conductor.688
La relevancia de esta postura no descansa en casos marginales o de carácter excepcional
dentro de la gama de acciones susceptibles de evaluación moral, pues su aplicación sistemática
permite concluir que nada o casi nada de las acciones por las cuales atribuimos responsabilidad
dependen exclusivamente del agente. Esta visión naturalista o cientificista de lo humano concibe
a las personas como objetos y a sus acciones como sucesos que se diluyen en las sucesiones cau-
sales de acontecimientos del mundo físico. De ahí que la moralidad aparezca como injustificada o
propia de un sinsentido tal que no amerita formular su legitimidad en un fundamento distinto. El
escepticismo acerca de la condición de control como una justificación válida para el juzgamiento
de nuestras acciones, se extrapola respecto a la validez de la responsabilidad moral misma.689
No solo la condición de control ha sido objeto de objeciones formidables, pues desde el
ámbito del compatibilismo se desarrollaron los argumentos que minaron los cimientos del fun-
damento estándar de la responsabilidad. Suele asociarse la obra de Harry Frankfurt con el com-
patibilismo contemporáneo, radicando su importancia en la recepción que tuvo la crítica que él
efectuó a una de las tesis centrales del incompatibilismo, a saber, el “principio de posibilidades
alternativas” (en adelante, ppa). Según él “una persona es moralmente responsable de lo que ha
hecho solo en el caso de que hubiera podido comportarse de otra manera”.690 Para la atribución de
responsabilidad es menester que las acciones objeto de nuestra evaluación hayan sido ejecutadas
por una decisión que implica la existencia de cursos de acción distintos al adoptado por el agente
moral. Si este no hubiere podido realizar una acción distinta a la ejecutada, se entiende, resulta
injustificado juzgarlo moralmente por la única acción que ha podido efectuar. El derecho ha re-
cogido este principio de forma evidente en todo su tratamiento sobre la responsabilidad, sea ella
contractual o extracontractual en el ámbito civil y penal. De la libertad y voluntad del agente se
sigue su capacidad para obligarse y satisfacer las expectativas de los demás, no obstante ellas sean
producto de vínculos jurídicos preestablecidos o espontáneos propios de la interacción social.
Frankfurt sostuvo que existían ciertos casos en que un agente es moralmente responsable
aunque no pueda, en el tiempo pertinente de la acción, actuar de otro modo. Si alguien es coac-
cionado por otro a ejecutar una acción podría estimarse, en principio, que no pudo realizar sino
la acción a la que fue obligado y, por ende, sería injustificado reprocharle una acción que no
pudo evitar o sobre la cual no tuvo discreción alguna. Sin embargo, una persona puede realizar
una acción por una razón distinta a la imposibilidad de actuar de una manera diferente a la cual
ha actuado, pese a que efectivamente no haya podido actuar de una forma distinta. La hipótesis
de un sujeto que amenaza a otro con proferirle un golpe fatal si no hace lo que le exige, puede
equivaler a que el agente no pueda realizar otra acción. Pero la razón por la cual hizo lo que hizo
no necesariamente debe identificarse con la amenaza del primero. Si el agente también deseaba
lo que se le coaccionaba a ejecutar, o bien si la intensidad de la amenaza no fue tan fuerte como
sus propios deseos de realizar la misma acción, o incluso si la gravedad de la amenaza era análoga
a los deseos de ejecutar la acción, resultando irrelevante la coacción, todo ello no impediría juz-
garlo por su acto ni mucho menos descartar atribuirle responsabilidad por ello. No se encuentra

688. Sobre la fortuna moral es necesario tener presente el seminal estudio de Bernard Williams en Williams (1993b).
Para una evaluación crítica de las posturas de Nagel y Williams, véase Rosell (2006).
689. Una acabada sistematización de la postura escéptica respecto a la responsabilidad moral en Moya (2006). Otros
planteamientos pueden encontrarse en Galen Strawson (1994) y Smilansky (2001).
690. Frankfurt (2006b), p. 11.

307
exento de responsabilidad ya que, si bien no pudo hacer una cosa distinta a la que hizo, el agente
no hizo lo que hizo porque no haya podido hacer otra cosa.
A la luz de estas observaciones, si bien la gama de supuestos en que una persona podía ser
moralmente responsable se ampliaba considerablemente, la justificación ya no podía reconducir-
se únicamente al ppa. Incluso la propia interpretación del ppa es materia de discusión. Cierto es
que la expresión “podría haber actuado de otro modo” puede resistir tanto lecturas compatibilis-
tas como incompatibilistas, pero habitualmente se le ha dado una lectura sincrónica, esto es, afir-
mando que según el ppa una persona es moralmente responsable de lo que hizo solo si hubiese
podido actuar de otro modo. Así, el principio resultaría contraintuitivo por razones cotidianas,
como lo sería el caso en que un conductor ebrio, debido a su ingesta alcohólica, atropellara y
matara a peatones que no logró ver. El conductor es moralmente responsable por el asesinato de
los peatones, pero en ciertas ocasiones el conductor conduce muy cerca de los peatones, siendo
muy tarde para que pudiere actuar de otro modo que golpear y matar a los peatones.691 También
es plausible que el conductor sea moralmente responsable por ciertas acciones intencionales que
son relevantes para el resultado de su acción, como si el conductor, pese a saber que está afectado
por el alcohol continúa conduciendo de todas formas. Si después de un tiempo, debido en parte a
su embriaguez, deja de darse cuenta que está embriagado, su conducción mientras se encuentra
afectado ya no sería correctamente denominada como intencional. Pese a ello podría ser típica-
mente considerado responsable por las acciones intencionales que lo pusieron en esa posición,
tal como su decisión de continuar conduciendo pese a saber que estaba afectado y su intención
de conducir mientras estaba embriagado con la cual concluyó su trayecto. Y, finalmente, si supo-
nemos que el conductor no logró darse cuenta que estaba ebrio incluso en el momento de encen-
der su automóvil, en todos estos casos el conductor es de todas formas moralmente responsable
por el asesinato de los peatones, dado que esa responsabilidad es heredada de la responsabilidad
por haberse embriagado.692
Evaluaciones posteriores de la controversia han permitido clarificar la relación entre la res-
ponsabilidad moral y sus fundamentos. A partir de la distinción entre control regulativo y con-
trol de orientación, John Martin Fisher afirmó que, si bien tradicionalmente la responsabilidad
moral supone la exigencia de control sobre nuestros actos, no es efectivo que necesariamente se
trate del control que implica la existencia de otras posibilidades, es decir, el control regulativo.
Pero esto no significa que la responsabilidad moral no necesita de ningún tipo de control. Si voy
conduciendo un automóvil y tengo la intención de girar hacia la derecha y lo hago, y más tarde, al
desear doblar a la izquierda, ajusto la dirección del automóvil hacia tal sentido, es posible afirmar
que controlo el vehículo, y también que tengo un cierto tipo de control sobre los movimientos
del mismo. En la medida en que realmente guío el coche de una determinada manera, ejerciendo
control sobre el curso de la actividad, puedo decir que tengo el control de orientación. Además,
si tengo el poder para guiar el coche de una manera diferente, eligiendo entre cursos alternativos
de acción, voy a decir que tengo control regulativo sobre el automóvil. De ahí que solo pode-
mos tener una base sólida de control en cuanto el control que se exija para la responsabilidad
sea el control de orientación, que incluso es posible mantenerlo si falta el control regulativo, es

691. Mele (2006), p. 84.


692. Para una defensa del PPA, véase Ginet (2006), pp. 75-90. Un análisis sobre la relación entre la opción y las
posibilidades alternativas en Brown (2006). Respecto a la necesidad de las posibilidades alternativas para la
responsabilidad moral, véase Glatz (2008).

308
decir, aunque el agente no haya podido hacer otra cosa al no existir cursos alternativos de acción
disponibles.
Supongamos que una persona conduce un automóvil que, producto de un desperfecto, no
puede sino circular en la dirección en que está orientado desde un comienzo. Si el conductor
pretende ir solo en dicha dirección, parecerá que controla el movimiento del automóvil, en el
sentido de controlar la orientación circulando por la derecha. Tiene, por lo tanto, control de
orientación del automóvil. Pero dado que no puede ir en una dirección distinta a la que real-
mente va, se torna evidente que carece del control regulativo del automóvil. Puede controlar el
automóvil, pero no tiene control sobre el vehículo (o los movimientos del mismo). En general,
asumimos que la orientación y el control regulativo de control van de la mano. Sin embargo, este
tipo de casos al estilo Frankfurt muestran la forma en que se pueden, al menos en principio, se-
parar: una persona puede tener control de orientación sin tener control regulativo. Es decir, uno
puede tener un cierto tipo de control sin tener el tipo de control que implica a las posibilidades
alternativas. Es cierto que la responsabilidad moral está asociada al control, pero no tiene por
qué ser el tipo de control que implican las posibilidades alternativas.693 La responsabilidad por
nuestras acciones se asocia a un tipo de control, pero no a los dos.
De ahí que el debate acerca de la justificación de la responsabilidad moral ha decantado
en reafirmar la insuficiencia de sus principios básicos, sosteniendo ya sea la imposibilidad de la
responsabilidad moral o la ilegitimidad de la misma, o bien evaluando su vigencia en situaciones
caracterizadas por la preponderancia de leyes naturales o fenómenos que no están bajo control
del ser humano. Con ello la discusión regresa a su dimensión metafísica, sujetando el juzgamien-
to de las acciones de un agente a su efectiva libertad.694
Si la aplicación consistente de los distintos fundamentos que se han esgrimidos para la
responsabilidad resulta insatisfactoria para explicar la evaluación moral, el siguiente paso sería
establecer la importancia de ella para la vida moral tal y como la conocemos y, por ende, clari-
ficando qué se pierde con la imposibilidad del juzgamiento y evaluación moral. Pues extrapolar
de la insuficiencia teórica de sus principios justificativos la ininteligibilidad o vacío del concepto
mismo de responsabilidad moral, concluyendo así que las prácticas morales de reprobación y
aprobación carecen de sentido, implica excluir elementos que están de suyo al margen del arbi-
trio de una explicación teórica. Ello se materializará bien elaborando un fundamento distinto
de la responsabilidad moral, o bien reorientando la discusión hacia parámetros exclusivamente
éticos. Este segundo trabajo fue realizado principalmente por P.F. Strawson.

3. El giro ético

De acuerdo a una distinción hecha por Strawson es posible diferenciar las distintas formas de
tratar a una persona. La adopción de una determinada reacción frente a las acciones de los demás
dependerá del tipo de sentimiento que estos expresen mediante sus actos. Un margen importante
de este esquema se sigue del fuerte interés que sentimos frente a las intenciones y buena o mala
voluntad de los otros hacia nosotros, manifestadas en sus acciones. Reaccionamos con gratitud

693. Fisher (2006), p. 40.


694. Este regreso resulta problemático considerando la diversidad de tipos de libertad asociados a la responsabilidad
moral. Para la identificación de estas nociones véase Fisher (2008).

309
ante la buena voluntad de los otros seres humanos, y con resentimiento ante la mala voluntad o
indiferencia de los demás.695
Emociones como el resentimiento, la culpa o la indignación, que Strawson denomina como
actitudes reactivas, constituyen la clave para la compresión de la responsabilidad moral y sus
condiciones.696 Existe una estrecha conexión entre las actitudes reactivas y una particular forma
de evaluación, o cuasi-evaluación, consistente en la celebración de una persona frente a una
expectativa o demanda. Para celebrar a alguien por una expectativa, ella debe ser susceptible a
las reacciones reactivas en sus relaciones con otra persona.697 Celebrar a alguien por una expecta-
tiva es ser susceptible de una determinada gama de emociones si las expectativas son violadas o
creer que sería apropiado para uno sentir esas emociones si las expectativas fueren defraudadas.
Mientras las actitudes reactivas son reacciones humanas naturales ante la buena o mala voluntad,
o ante la indiferencia de los demás, conforme se manifiesta en sus actitudes y reacciones sujetas
a nuestra participación en continuos procesos de transacción moral, las actitudes objetivas son
aquellas que consideran al sujeto al margen de las actitudes reactivas y de la comunidad moral
en general. Invitan a ver al agente ofensor con una luz diferente de aquella con la que normal-
mente lo veríamos y, por ende, suspenden nuestras actitudes reactivas habituales e implican la
adopción de medidas preventivas, tratamientos o medidas de táctica social. De la participación
en las transacciones recíprocas del mundo social y moral se siguen las actitudes reactivas; de la
distancia o no participación en las relaciones intersubjetivas tal como las conocemos, se siguen
las actitudes objetivas.
La suspensión de actitudes reactivas solo tiene lugar en circunstancias excepcionales, como
ocurre cuando el agente es psicológicamente anormal, como lo es un loco, o moralmente in-
maduro, como lo es un niño. En aquellas situaciones se modifican nuestras actitudes reactivas
y la consecuente adopción de una actitud objetiva implica necesariamente ver al agente como
un objeto de táctica social, considerándolo como un ser humano diferente que no es miembro
de la comunidad moral. Ver a las personas y sus acciones de una forma objetiva es verlas cien-
tíficamente, como objetos y acontecimientos que ocurren causalmente en la naturaleza y que se
mantienen al margen de nuestra gratitud o resentimiento.
Si de la verdad del determinismo se sigue que las únicas actitudes humanas que se encontra-
rían justificadas de verificar son las objetivas, entonces, la tesis del determinismo es incompren-
sible, pues supone privar a los seres humanos de su sociabilidad, lenguaje cotidiano y emociones,
de las cuales no se puede disponer ni excluir. Sencillamente porque vienen dados por el hecho
de la sociedad y forman parte esencial de nuestra vida moral. Clarificando que la justificación de
la responsabilidad moral está en nuestras actitudes reactivas se comprende que el juzgamiento
y evaluación moral no son algo que se pueda descartar o criticar comprender que no está en
nuestras manos elegirla ni disponer de ella.698 El sentido racional en que la práctica de condenar
moralmente a una persona puede calificarse de tal consiste en dar cuenta que la relevancia de la

695. En esto sigo a Strawson, véase Strawson (1995b), p. 48. En otra oportunidad, el autor incluyó dentro de la gama
de actitudes frente a las cuales reaccionamos con resentimiento a la ausencia de voluntad. Strawson (1995b), p. 43.
En estricto rigor, ante la ausencia de voluntad o indiferencia moral no procede reaccionar con resentimiento, pues
estas actitudes expresan una distancia que se ajusta más bien a las actitudes objetivas.
696. Respecto al carácter moral de las emociones, véase Wollheim (2006), pp. 243 y ss. Sobre la relación entre las
emociones morales y el lenguaje cotidiano, véase Kimbrough (2007).
697. Wallace (1994), p. 19.
698. Para Maureen Sie, la legitimidad de las prácticas de responsabilidad no está en peligro por la imposibilidad de
dirimir la polémica entre el libre albedrío y el determinismo, pues no es el caso que la responsabilidad se estructure
en función de una posición metafísica en particular, sino que nuestras prácticas de responsabilidad se rigen por

310
discusión se sitúa siempre a nivel pragmático en el compromiso natural con la forma de vida que
conocemos y conforme a la cual efectuamos nuestros juicios morales.
El déficit de esta explicación, se piensa, es que no provee de argumentos para no creer en
la verdad de la intuición determinista y en su consecuente imposibilidad de la responsabilidad
moral. Si bien no es posible negar la posibilidad de imaginar reflexivamente el determinismo,
carece de sentido realizarlo ya que el problema del libre albedrío obedece a criterios pragmáticos,
cuya adjudicación de racionalidad responde a la importancia que cobren sus consecuencias en
nuestra vida práctica, no obstante ellas no sean coherentes con la veracidad de las creencias que
forman parte de aquellas. Strawson ha clarificado que la elección entre una racionalidad episté-
mica que privilegie la verdad de nuestras creencias y una racionalidad pragmatista cuyo com-
promiso descansa en las prácticas cotidianas que efectuamos se resuelve en favor de la segunda,
pues “podríamos elegir solo racionalmente a la luz de una estimación de las ganancias y pérdidas
para la vida humana”.699
La solución ante esta disyuntiva parece estar en señalar que más allá de la sofisticaciones
metafísicas del debate lo que está en juego son las actitudes reactivas, propias de nuestras rela-
ciones intersubjetivas, que conforman parte esencial de nuestra vida moral tal y como la cono-
cemos, y de las cuales solo marginalmente tenemos la capacidad de modificar o eliminar.700 El
carácter escéptico u optimista de esta alternativa, en tanto propugna no poner en duda nuestras
creencias más básicas, deja al descubierto un problema similar al planteado por Nagel. Conside-
rando la importancia de nuestros juicios, actitudes y prácticas morales, no es suficiente con solo
descartar la posibilidad práctica de la tesis determinista si ella priva a los seres humanos de las
cualidades que los constituyen como tales, ya que precisamente esas características sirven como
insumos para configurar un fundamento distinto que justifique la evaluación moral de nuestros
actos. A ello me dedicaré en la sección siguiente.

4. Participación y comunidad moral

El esquema según el cual nuestras reacciones ante las acciones de los demás decantan en actitudes
reactivas y objetivas, es correlativo a una distinción que atiende a la posición en que se encuentra
el agente moral en las comunidades de interacción moral. Según lo señalé, las actitudes reactivas
son propias de la participación en relaciones interpersonales ordinarias y nuestro compromiso
con ellas es demasiado abarcador para mantenernos al margen de las mismas salvo en situaciones
excepcionales. Las actitudes objetivas, por su parte, denotan la ausencia o distancia del agente
moral de procesos de interacción intersubjetiva. Frente a un sujeto psicológicamente anormal
o moralmente inmaduro, adoptamos estas últimas reacciones pues ellos no califican como par-
tícipes de la comunidad moral ni por consiguiente se estiman como responsables de sus actos.
Las actitudes reactivas son reacciones a la cualidad de la voluntad de los demás hacia nosotros,
pero ellas suponen que ambas partes se encuentren recíprocamente implicadas en transacciones
morales. La falta de participación de una de las partes deviene en que dicho agente no tiene por
qué ajustarse a los estándares que son propios de estos contextos de interacción moral, ya que su

condiciones propias de la competencia que se definen a partir de nuestras relaciones interpersonales. Véase, Sie
(2005), p. 78.
699. Strawson (1995b), p. 52. Esta preeminencia de la racionalidad pragmatista por sobre una epistémica en el libre
albedrío fue criticada por A. J. Ayer en Ayer (1980). La réplica de Strawson en Strawson (1980), p. 260-264. Para
defensas respecto a la propuesta de Strawson, véase Hernández (2005); Wallace (2006), pp. 123-133.
700. Una evaluación crítica de la necesidad de la justificación interna del sistema en Nagel (1996), pp. 180-182.

311
comportamiento carece, en estricto rigor, de un sentido propiamente moral. Las actitudes impli-
can un complejo de demandas y expectativas dirigidas entre los agentes morales responsables, y
suponen su sensibilidad moral para entender cabalmente las expectativas de los demás y lograr
su satisfacción en términos morales.
R. Jay Wallace ha clasificado las relaciones interpersonales en dos clases: externas e internas.
Las externas se encuentran asociadas a relaciones con personas que presentan ciertas limitacio-
nes visibles o no. Una persona que agrede a otra para llamar su atención, ya que un ladrón le
apunta con un arma para asaltarle y quien adolece de un agudo déficit psiquiátrico forman parte
de este tipo de relaciones. Ellas se destacan por la distancia entre el agente agresor y la víctima,
que impide que el segundo experimente resentimiento frente al primero, pues dada la limitación
de este último se entiende que no se han generado expectativas de comportamiento entre ambos.
Es una relación similar a la sostenida entre un psiquiatra y su paciente. Por su parte, de las rela-
ciones de orden interno se sigue una visión comprometida con el estatus de persona responsable
del agente que causó daño. No se observa al agente en forma distante, sino que existe una cierta
reciprocidad en la mutua comprensión y satisfacción de las propias expectativas morales, y de
ahí que un eventual déficit de dicha observancia da lugar a sentimientos reactivos que expresan
el rechazo a la mala voluntad del agente manifestada en su acción dañosa.
Las actitudes reactivas se encuentran asociadas exclusivamente al compromiso o partici-
pación en relaciones interpersonales, y precisamente el contraste con las actitudes no reactivas
coincide con el contraste entre la participación en relaciones con las personas y la postura obje-
tiva característicamente adoptada por científicos o terapeutas hacia sus objetos y pacientes. Es
en base a esta distinción que Strawson defendió la idea naturalística según la cual las actitudes
reactivas son prácticamente inevitables para nosotros.701
En este sentido, si las actitudes reactivas forman parte esencial de nuestra vida moral y vie-
nen dadas por el hecho de la sociedad, toda crítica o modificación se efectúa de forma interna,
pues no es posible marginarse o permanecer fuera de este sistema emocional. Dichas actitudes,
que son propias de relaciones interpersonales internas, han constituido un fuerte argumento a
favor de la libertad y consecuente legitimidad de la atribución de responsabilidad moral. Cierto
es que Strawson no fue lo suficientemente explícito para señalar en qué consiste ser moralmente
responsable, pues su posición se caracteriza más bien por explicar qué es atribuir responsabili-
dad, y a partir de la interpretación de su postura se entiende que una persona es moralmente
responsable si hacia ella es posible experimentar actitudes reactivas. Cuando están presentes cir-
cunstancias especiales, suspendemos las actitudes reactivas y nos abstenemos de juzgar a la per-
sona como responsable de sus acciones. Presumiblemente, ser responsable es ser un candidato
apto para las actitudes reactivas. O, en otros términos, ser moralmente responsable es encajar o
participar en las prácticas sociales que rigen la experimentación de actitudes reactivas. En resu-
men, es adquirir una competencia social.702 El tipo de competencia que trata la responsabilidad
moral se relaciona con criterios pragmáticos acerca de la inclusión de un sujeto en el contexto
social en que participa, actuando de conformidad con sus normas, principios y expectativas.

701. Ante las críticas formuladas por Jonathan Bennett, afirmando que este contraste no lograba adecuadamente oponer
las actitudes reactivas a las objetivas, Strawson reconoció que no existe una definición estricta de las actitudes
reactivas, pero que dado que las tomamos como un hecho natural tampoco necesitaríamos tal definición. Véase
Bennett (1980), pp. 34-36 y la réplica de Strawson (1980), p. 265-266. Para una interpretación del naturalismo
humeano y su relación con las actitudes reactivas, véase Russell (1995). Una crítica temprana del escepticismo a la
posición de Strawson en Galen Strawson (1993).
702. Sneddon (2005), p. 241.

312
El vínculo entre las actitudes reactivas y las expectativas morales pareciera demarcar el ca-
mino para refinar nuestro entendimiento sobre la responsabilidad moral. Así, se podría decir
que una persona es moralmente responsable cuando es capaz de cumplir con las exigencias de la
moral; es decir, para ella resulta apropiado que los demás esperen el cumplimiento de sus deman-
das, y para quien la alabanza y culpa, así como el castigo o recompensa podrían ser oportunos.703
Frente a las actitudes reactivas, Susan Wolf ha denunciado el carácter frío, triste y sombrío
de la perspectiva escéptica que favorece la primacía de las actitudes objetivas. Observar al mundo
en forma objetiva deviene en la imagen de un “mundo trágico de aislamiento humano”.704 Si bien
esta acusación puede revestir aspectos de obviedad, no queda claro en qué exactamente consiste
el carácter de aislamiento que lleva consigo la adopción de una actitud objetiva. Autores como
Tamler Sommers han reivindicado la adopción de estas actitudes, explorando incluso la posibili-
dad de su adopción en forma permanente.705 Después de todo, se afirma, cuando se adoptan tales
actitudes no se está separando a estos agentes del resto de la humanidad, sino que por el contrario
las actitudes objetivas se estiman válidas para todos y todo, incluidos quienes las adoptan. Solo
se afirma que nadie en la especie humana, o cualquier otra especie, merece culpa o elogios por su
carácter y comportamiento y que, por lo tanto, cualquier actitud o creencia en un modo distinto
es irracional. La adopción de una actitud objetiva hacia los demás seres humanos significa verlas
únicamente como cosas naturales; pero un ser humano constituye todavía la más emocionante,
impredecible, adorable y odiosa cosa natural en el mundo. Las personas no procuran encontrar
personas útiles o divertidas como amigos, como lo sería un mueble o una mascota, sino que los
elegimos como amigos humanos. Nada de lo involucrado en una actitud objetiva nos impide
reconocer, apreciar o estimar a las ricas y maravillosas cualidades de otra persona. Esta postura
también ha puesto en tela de juicio el carácter ineludible de las actitudes emocionales reactivas.706
Ahora bien, la posición escéptica resulta un candidato ineficaz para el rol que cumplen las
actitudes reactivas morales, y personales en general, como condición de nuestra humanidad. La
proclividad general a estas actitudes y reacciones se encuentra estrechamente vinculada a la par-
ticipación en relaciones sociales y personales que se desarrolla a lo largo de nuestra vidas, y cuyo
compromiso con ellas está tan enraizado en nuestra naturaleza como en nuestra existencia como
seres sociales.707 El carácter ineludible de estas actitudes se matiza al reconocer ciertas situacio-
nes en que tomamos distancia de este marco de actitudes y reacciones, y vemos a un sujeto en
forma objetiva o como un objeto natural cuyo comportamiento podemos comprender, predecir
y quizás controlar, como lo hacemos con gran parte del mundo natural. Dichas circunstancias
no solo atienden a situaciones excepcionales en que debido a la anormalidad del caso, como
cuando se trata de alguien completamente loco, resulta natural asumir una actitud objetiva, sino
también a instancias en que deliberadamente recurrimos en forma instrumental a estas actitudes
como formas de defensa, educación o curiosidad intelectual. Pero su adopción necesariamente
es temporal, ya que mantener durante mucho tiempo esta posición implicaría abandonar de toda
implicancia en las relaciones personales y todo compromiso social plenamente participativo y
ello es un precio que pareciera no estamos dispuestos a pagar.

703. Widerker y Mckenna (2006), p. 1.


704. Wolf (1981), p. 400.
705. Sommers (2007). Una propuesta distinta fue desarrollada por Derk Pereboom, quien reclamó que el
incompatibilismo duro no requiere adoptar una actitud objetiva. Al respecto, véase Pereboom (2001), pp. 199-200.
706. De ahí que Bruce Waller haya sugerido que no existe una conexión necesaria entre la moralidad y la responsabilidad
moral. Véase Waller (2004).
707. Strawson (2003), p. 81.

313
En este sentido, al identificar nuestras actitudes reactivas de participación moral como aque-
llo que está en juego en el problema del libre albedrío y sustentar en las mismas el juzgamiento de
nuestros actos, es posible formular un fundamento que legitimase nuestros premios y castigos,
sosteniendo que en la medida en que el ser humano se encuentre situado en contextos de partici-
pación en comunidades morales, la responsabilidad moral se encontraría plenamente justificada
o bien, al estilo Strawson, afirmar que dado nuestro compromiso con una forma de vida social en
que la responsabilidad moral, el lenguaje cotidiano y nuestro complejo emocional, es decir todo
aquello de que nos privaría la verdad determinista y falsedad conceptual de la moralidad, son
partes constitutivas del ser humano, no tendría sentido privarnos o ponerlas en duda.708

5. Sobre la responsabilidad y sus variedades

La relación entre el derecho y la moral es arduamente polémica. Dicha interacción se ha proble-


matizado, agrupando las posibilidades que existen para concebirla en tanto sea de vinculación
o separación. El debate no se refiere al carácter empírico de la relación, pues no se niega que los
sistemas jurídicos puedan ser reflejos de valoraciones morales de una comunidad determinada,
sino que versa acerca de la posibilidad de establecer una relación conceptual entre el derecho y
la moral.709 La noción de responsabilidad parece ser un campo idóneo para explorar el carácter
de dicha relación.
Sin embargo, antes es menester analizar los diversos sentidos en que se entiende el término
“responsabilidad” en el lenguaje cotidiano y jurídico. Sabemos gracias a H.L.A. Hart que la for-
mulación equívoca de la noción de responsabilidad presenta a lo menos cuatro sentidos perfec-
tamente identificables.710 Así, la responsabilidad puede asociarse a obligaciones derivadas de un
cierto cargo o función específica, como la responsabilidad que tienen los padres por sus hijos o
la del Presidente de la República por la comandancia en jefe del ejército nacional en tiempos de
guerra. La expresión responsabilidad puede analizarse en un segundo sentido, esta vez de factor
causal, cuando se indica que algún acto, fenómeno o cosa es causa del algún evento, por ejemplo,
al afirmar que “la lluvia fue responsable de la suspensión de la graduación” se atendería a este
entendimiento. Esta no solo puede atribuirse a los seres humanos sino también a los animales,
sucesos, y así sucesivamente, y de hecho, a cualquier factor que sea causalmente eficaz para origi-
nar el evento. La responsabilidad también puede ser entendida como capacidad y estado mental,
sosteniendo que una persona es responsable si es mentalmente capaz o imputable. Finalmente, es
posible entenderla en el sentido de ser la persona punible o moralmente responsable, en cuanto
el agente sea acreedor de una pena o reproche moral, ya sea que se haya determinado que una
persona es responsable de un delito o del incumplimiento de una promesa. Más allá de lo insatis-
factoria que puede estimarse la taxonomía propuesta por Hart, sirve para integrar estas nociones
de responsabilidad y, a partir del debate entre derecho y moral, contribuir a la comprensión de
las relaciones entre la responsabilidad moral y jurídica.711 Esta diversidad de entendimientos res-
pecto al propio término se encuentra estrechamente relacionada con los matices con que deben

708. Para un intento de conciliar las propuestas de Frankfurt y Strawson, véase McKenna (2005).
709. Garzón Valdés (2003), p. 19.
710. Hart (1968), pp. 211-230.
711. Para críticas a esta distinción, véase Cane (2002), pp. 29-31. Una clasificación distinta del término responsabilidad
ha sido formulada por Allan Beever, quien distingue entre un sentido causal de la responsabilidad, como causa
responsable de un resultado; como un agente responsable, es decir, una persona cuyo comportamiento es susceptible
de imputársele; también un entendimiento derivado de tener una obligación de responsabilidad, que no surge

314
afrontarse las distintas versiones que existen sobre la vinculación entre derecho y moral respecto
a la responsabilidad. Volveré sobre esta distinción en el transcurso de la presente sección.
Consideraciones preliminares acerca de la responsabilidad dan lugar a concluir la existencia
de una continuidad entre su dimensión moral y jurídica. Prima facie, pareciere que la respon-
sabilidad jurídica por la ejecución de un acto presupone nuestra responsabilidad moral por el
mismo.712 La identificación entre el juzgamiento moral y legal de una acción se expresa en que el
primero le sirve de supuesto al segundo, y su diferencia está situada en el reconocimiento norma-
tivo que tiene la conducta prevista a nivel jurídico. La responsabilidad moral sería un tipo de juicio
sobre el valor moral de las acciones y, en cambio, la responsabilidad jurídica consistiría en el hecho
de estar sujeto a una consecuencia civil o penal impuesta por una norma jurídica.713 De ahí que
el homicidio no se castigue por nuestro perpetrador del crimen, sino porque a matar se le estima
con un valor moral negativo. Jeremy Waldron ha identificado estos argumentos como argumentos
morales sobre el contenido de la ley según los cuales la ley prohíbe cosas que son moralmente
incorrectas y, a su vez, manda conductas que son moralmente correctas. Al contemplar romper la
ley que prohíbe el asesinato o el tráfico de drogas, el sujeto evalúa hacer algo incorrecto, pero esto
no se deriva de que el quebrantamiento de la ley sea incorrecto, sino que tanto el asesinato como el
tráfico de drogas se consideran incorrectos, al margen de sus consecuencias jurídicas.714 Así enten-
dida, la vinculación entre el ámbito moral y jurídico de la responsabilidad tiene solo un carácter
empírico, pero a nivel conceptual existen ciertos matices que atenúan el grado de su convergencia.
Un acto que sea legalmente considerado como ilícito no necesariamente debe ser repro-
chado desde un punto de vista moral. Si por razones de regulación social, se prohibiere dormir
en una estación de trenes, sancionándose con una pena pecuniaria, el disvalor de la acción no
se comunicaría en forma directa a su dimensión moral, pues resulta difícil determinar por qué
dicha conducta es también moralmente condenable. Asimismo, la valoración moral que normal-
mente tenemos frente a un mendigo que pide limosna para sobrevivir se mueve desde nuestra
aprobación hasta la indiferencia moral. Pero la eventual persecución penal de dicha acción no
obsta a la mantención social de estas valoraciones y no implica de modo alguno la reprobación
moral de la mendicidad.715
Incluso cuando coincide el derecho y la moral respecto al acto ilícito puede que el juicio
moral tome en cuenta aspectos que no inciden en la determinación de la sanción jurídica. Así, las
consecuencias indemnizatorias que la legislación contempla para el incumplimiento contractual
suponen que la inobservancia de la obligación le sea imputable al deudor. Dicha condición de
imputación se cumple en tanto la infracción no se deba al caso fortuito o a la fuerza mayor que
hayan sido imposibles de resistir. En la interpretación objetiva de la responsabilidad contractual,
el caso fortuito no constituye una circunstancia que exonere de responsabilidad, eliminando la
culpa del deudor, sino destruyendo la relación de causalidad que existe entre el incumplimiento
del contrato y el deudor.716 Es decir, la constatación normativa de la presencia de tales factores
eximentes no considera la motivación del agente frente al cumplimiento de sus prestaciones con-
tractuales. Si bien el sistema moral desaprueba el incumplimiento de nuestros contratos pue-

como resultado de la acción del agente; y, finalmente, la responsabilidad moral de los resultados, cuando resulta
moralmente apropiado que la persona sea responsable por los resultados. Al respecto, véase Beever (2008), p. 479.
712. Neuberg (2001), p. 1396.
713. Nino (1989), pp. 273-274. En un sentido similar Pincione (2000), p. 343.
714. Waldron (1990), p. 158.
715. Neuberg (2001), pp. 1396-1397.
716. Baraona (1997), p. 175.

315
de ser que, a diferencia del sistema jurídico, lo justifique por ciertas razones o circunstancias
asociadas a las motivaciones del sujeto. Una persona que celebra un contrato de compraventa,
vendiéndole a otra su automóvil, a raíz del fallecimiento de sus padres quienes se lo habían re-
galado, podría negarse a responder a su prestación de entregarle el automóvil al comprador. En
materia civil existe un incumplimiento contractual, pero en el ámbito moral, dicha acción podría
encontrar ciertas justificaciones relacionadas con la legitimidad de las razones que explican su
inobservancia legal y que son irrelevantes para la comprensión del derecho.717

a. La responsabilidad civil y sus fundamentos morales

Como lo señalé en secciones anteriores, la justificación de la responsabilidad moral ha sido en-


marcada conforme a principios que no han resultado válidos para enfrentar todos los supuestos
en que efectivamente atribuimos responsabilidad. El derecho ha asumido clásicamente que a los
individuos se les puede atribuir responsabilidad por sus actos. Tanto el derecho civil como el
penal parten de la base que el sujeto que comete un ilícito lo hace libre y voluntariamente y, por
ende, se le puede atribuir responsabilidad.718 De ahí que el sistema jurídico se limita a establecer
las condiciones bajo las cuales se les puede imputar responsabilidad a los sujetos por sus actos,
manteniendo vigente una parte considerable de los argumentos que justifican la responsabilidad
en el ámbito ético y estrechando la vinculación entre la responsabilidad legal y moral.719
La condición de control se asocia al dominio y conocimiento que los sujetos tienen de sus
acciones y a las circunstancias de hecho que las rodean. El derecho ha recogido ciertas dificulta-
des advertidas desde la reflexión filosófica para la aplicación de este principio, reconociéndose
que un evento originado al margen del control del individuo, como los mencionados supuestos
de fortuna moral, por regla general, dará lugar a una menor ponderación en la intensidad de
su sanción, pues el mismo sistema contempla figuras distintas para el caso en que concurra vo-
luntariedad o no en la ejecución de la acción. En la responsabilidad civil, sea esta contractual o
extracontractual, la conducta a partir de la cual se genera la responsabilidad es calificada por
los elementos internos que la identifican con su agente. Sabemos que los regímenes de respon-
sabilidad civil exigen que el hecho sea imputable subjetivamente al sujeto como su hecho y de
ahí que es condición de la responsabilidad civil que el individuo sea capaz y su acción pueda ser
calificada de libre, en el sentido que esté bajo su control. Como lo hemos señalado, una de las
condiciones fundamentales para la atribución de responsabilidad moral de alguien por un acto
perjudicial que ha cometido es la suposición de que estamos hablando de un agente libre. La
relación entre la libertad del agente y el control sobre su conducta es estrecha pues la cuestión
general que se trata aquí consiste en las situaciones y circunstancias en las que tal vez estamos
inclinados a decir que, si bien el hecho ha sido cometido, no hay suficiente culpa para justificar
la imputación de las consecuencias jurídicas, porque el agente no estaba realmente en el control

717. Puede resultar ilustrativo respecto a esta clase de consideraciones y al carácter formal del lenguaje jurídico, el
ejemplo presentado por Fernando Atria sobre el temor reverencial en Atria (2003), pp. 40-41.
718. Barros (1983), p. 3. La voluntariedad acción como condición de la responsabilidad se remonta al clásico estudio de
Aristóteles en el Libro III de su Ética a Nicómaco en Aristóteles (1998). Los análisis de Anscombe (1991) y Austin
(1989) han servido para clarificar cuándo actuamos intencionalmente, deliberadamente y a propósito.
719. Por el contrario, J.L. Mackie sugirió separar los tres problemas que generalmente se plantean juntos, a saber; (i)
distinguir entre acciones intencionales y voluntarias; (ii) dirimir cómo se asigna la responsabilidad moral y (iii)
determinar cuáles son las circunstancias en que las recompensas y castigos resultan apropiados. Véase Mackie
(2000), pp. 232 y ss.

316
de sus propias acciones. En tales casos, se argumenta, no podemos sostener con propiedad que
se trata de un agente libre.720
Mención aparte merece la exigencia de previsibilidad en la responsabilidad civil contractual
y extracontractual. En principio, el esquema de responsabilidad sitúa la obligación del deudor
de responder por los perjuicios previstos y directos derivados de su incumplimiento. El carácter
previsto de los perjuicios dice relación con aquellos perjuicios que efectivamente estuvieron en
consideración de las partes al momento de contratar así como los que debieron ser considerados
de acuerdo a un estándar objetivo de comportamiento diligente. El criterio básico en la atribu-
ción de responsabilidad se articula sobre la base de los riesgos que se encuentran en el ámbito de
control del deudor y que, por tanto, están bajo el dominio de su capacidad de acción.721 El sistema
procura que el deudor se obligue a cumplir su prestación y garantiza al acreedor, a partir de estos
términos, el alcance de la reparación de los daños que procede en caso de incumplimiento. En
un sentido estricto, lo anterior es efectivo respecto de las obligaciones de resultado. En ellas el
deudor debe responder por todo evento que esté bajo su control, y de ahí que cada vez que el
acreedor no obtiene el beneficio garantizado por la prestación debida está legitimado para hacer
valer la expectativa que le generó el contrato, en cuyo evento la responsabilidad del deudor estará
limitada a los riesgos previsibles asociados a su incumplimiento y su responsabilidad procederá
salvo que haya procedido caso fortuito.
Por su parte, el ppa tiene una significación llamativa en nuestro ordenamiento jurídico.
La posibilidad de comportarse de una forma distinta a la cual se ha actuado es una versión
simplificada del principio de autonomía de la voluntad. Según el mismo, un agente es libre de
obligarse y, si decide hacerlo, es jurídicamente responsable de sus acciones pues hace lo que hace
por su propia voluntad. Obligarse en términos jurídicos es análogo a someterse voluntariamen-
te a normas autoimpuestas. Piedra angular de prácticamente todo el derecho civil patrimonial
es la autonomía de la voluntad. Tanto la teoría general del acto jurídico como la teoría de las
obligaciones, se piensa, descansan sobre dos soportes fundamentales: la libertad y la voluntad.
Los supuestos liberales de la justicia y equilibrio negocial de las partes en sus relaciones eco-
nómicas justificaron la vigencia de este principio. Si bien la realidad ayudó a desmitificar tales
presupuestos, forzando la intervención del legislador para regular los intercambios y proteger al
contratante más débil, la autonomía de la voluntad ha conservado su relevancia, considerándose
como antecedente necesario para predicar obligaciones de los sujetos y atribuirles responsabili-
dad por sus actos, e incluso propagándola hacia el área extrapatrimonial del derecho. El atractivo
de la autonomía de la voluntad radica en que pese a que las obligaciones jurídicas se caracteri-
zan por su carácter heterónomo, dicho principio implica obligaciones adquiridas por el propio
sujeto que libremente las contrae, privilegiando el elemento moral de las normas contractuales
y jurídicas en general. La justificación del deber de cumplimiento de un contrato, a partir de la
promesa moral que este lleva envuelto, atiende a la misma dimensión.722 Y es en este sentido en

720. Tebbit (2005), p. 158.


721. Barros (2008), p. 418.
722. Fried (1996), pp. 19-44. Este argumento ha sido calificado por Waldron como un argumento acerca de la legalidad
en sí, según el cual hacer lo que la ley prohíbe, esto es, el incumplimiento, no solo es erróneo sino que además
la legalidad o ilegalidad misma es un factor relevante, en tanto se ha consentido a obligarse por el derecho.
Véase Waldron (1990), p. 158. Para críticas a la formulación del contrato como promesa, véase Barnett (1992).
Consideraciones críticas respecto a las limitaciones de la libertad contractual y la vigencia del compromiso moral
de cumplir el contrato en las prácticas de la contratación contemporánea en Bix (2006), pp. 15-22.

317
el cual el deber jurídico no se diferencia del deber moral ni de ciertas convenciones sociales que
regulan una actividad.723
Un aspecto relevante del tratamiento legal que ha recibido el ppa, como autonomía de la
voluntad, se encuentra constituido por la protección que tiene la voluntad en la legislación priva-
da. Como condición de existencia de todo acto jurídico, el consentimiento, como un acuerdo de
voluntades eficaz para dar nacimiento a negocios jurídicos, supone que este se encuentre exento
de ciertos vicios, como lo es la fuerza. La coacción se entiende como un vicio contra la libertad de
la cual debe necesariamente gozar el individuo para generar obligaciones. Es invalidable un acto
jurídico originado en virtud de la fuerza moral, ya que el agente no tuvo la posibilidad de hacer
algo distinto que otorgar su consentimiento a la celebración de un determinado acto. De ahí que
sistemáticamente se exija que la fuerza haya sido determinante, es decir, razón principal en la ob-
tención de la voluntad de la víctima. La recepción del ppa por parte del sistema jurídico encuen-
tra aquí una expresión significativa del fundamento estándar de nuestra responsabilidad moral.
Esta línea argumentativa, denominada como la vieja ortodoxia del derecho contractual,
según lo adelanté ha sido objeto de fuertes críticas, afirmándose que la evolución de las categorías
contractuales y la regulación legal de los contratos, por consideraciones de políticas públicas, han
hecho patente que en las obligaciones contractuales, la voluntad de las partes cada vez juega un
papel menos importante y, por tanto, ya no resulta evidente que la responsabilidad contractual se
base en la voluntad de las partes. Frente a este nuevo escenario, Hanoch Scheinman ha estable-
cido que la relación entre la responsabilidad contractual y la voluntad de las partes, una vez que
se sustituye el término voluntad de las partes, por un compromiso voluntario, denotando con
ello al acto de asumir voluntariamente una obligación en que además de existir la intención de
obligarse es necesario que se le represente esta misma intención al otro, dando lugar a legítimas
expectativas por parte de los otros. Ante la ley, este compromiso voluntario sobre la base de la
confianza legítima puede crear obligaciones, es decir, existe una práctica social según la cual los
particulares pueden generar nuevas obligaciones morales por sí mismos mediante la realización
de determinados actos que son generalmente reconocidos como actos voluntarios creadores de
normas. Pueden existir razones de diversa índole para justificar esa práctica, pero se piensa que
el hecho de que un compromiso voluntario represente una auto-imposición de una obligación
es parte de la justificación de la práctica. Así, la ley reconoce la práctica de las obligaciones vo-
luntarias y dado que la considera valiosa, protege las obligaciones creadas en virtud de dicha
práctica, y las expectativas moralmente legítimas basadas en la imposición de la responsabilidad
contractual. La relación entre la voluntad de los individuos y la responsabilidad contractual que-
da sujeta al resguardo de las expectativas que se derivan de la obligación moral generada por el
compromiso voluntario. Estas expectativas se consideran legítimas porque legalmente un acto
puede crear obligaciones morales y, por ende, moralmente legítimas724.
Del mismo modo, vinculando la idea de responsabilidad contractual al compromiso moral
de la voluntad y la observancia de las expectativas de los partícipes en la práctica, se ha soste-
nido que el derecho contractual se diferencia del extracontractual en que el primero considera
al consentimiento como un prerrequisito moral de la obligación contractual, afirmando que las
reglas de rigen la transferencia de derechos cumplen la misma función que las reglas que regulan
su adquisición, es decir, facilitar la libertad de la acción humana y la interacción en un contexto

723. Barros (2008), p. 418.


724. Scheinman (2000), pp. 216-217.

318
social.725 Es la libertad de los ciudadanos y su interacción lo cual sería seriamente impedido si
estos fueran forzosamente privados de sus derechos por la legislación sin su consentimiento. Para
justificar que el consentimiento sea la base moral de la obligación contractual se han distinguido
dos dimensiones en que es requerido el consentimiento, por un parte, la libertad al contrato
según la cual las personas pueden transferir sus derechos para intercambiarlos por otros que les
resulten de mayor valor o bien se encuentran facultados efectuar liberalidades, transfiriendo sus
derechos para que sean usados de mejor forma y, por otra, la libertad del contrato, conforme a la
cual los derechos a los recursos no pueden ser tomados sin obtener el consentimiento de los ti-
tulares de los derechos, solo la confluencia de su consentimiento puede asegurar que los titulares
de los derechos se encuentren propiamente incluidos en sus decisiones.
Una consecuencia de la importancia que tiene la autonomía de la voluntad en la esfera
contractual se expresa en que las partes están obligadas a cumplir lo pactado en los contratos que
libremente estipulan, en los términos y condiciones que hayan convenido en su calidad de seres
autolegisladores. El contrato los obliga como si se tratase de una ley para ambas, pero también
su contenido resulta intangible tanto para el legislador como para el juez. Sobre este último, se
discuten los supuestos en virtud de los cuales los jueces podrían efectuar una revisión de los
contratos por sobrevenir un cambio de las circunstancias vigentes al momento de la celebración
del contrato, volviendo excesivamente oneroso el cumplimiento de las prestaciones de una de
las partes. La teoría de la imprevisión busca remediar las consecuencias injustas que sufriría una
de las partes al aplicar de forma inflexible la ley del contrato, pese al advenimiento de nuevas
circunstancias. Uno de los argumentos mejor fundados para justificar la revisión judicial radica
en la buena fe objetiva, manifestación del principio general de la buena fe que apela a las partes
a ejecutar el contrato conforme a las normas de la buena fe. La buena fe en el cumplimiento de
las obligaciones exige tener en cuenta el cambio de las circunstancias cuando estas injustamente
alteran la conmutatividad contractual, aceptando que se modifiquen equitativamente las cláusu-
las del contrato. La proyección de la moral en el campo de la responsabilidad civil contractual,
permitiendo revisar los términos originalmente acordados en un contrato, ratifica la intensidad
con que se relacionan el derecho y la moral en la responsabilidad contractual. Efectivamente el
elemento moral de la promesa contractual obliga a las partes a responder por sus prestaciones
de acuerdo a las mismas condiciones por ellas convenidas, pero dicha observancia reconoce
como límite consideraciones valorativas asociadas a la injusticia que puede provocar la aplica-
ción irrestricta del contrato, requiriendo la revisión y modificación de la voluntad manifestada
originalmente por las partes, en cautela de la equidad de la relación contractual.
Respecto a la idea de responsabilidad en el ámbito civil se ha distinguido entre un sentido
amplio, cuya peculiaridad es la posibilidad de ejecutar coactivamente una obligación en el pa-
trimonio del deudor, y un sentido estricto, que es el concepto de responsabilidad generalmente
utilizado en el derecho civil, y que radica en el incumplimiento que le es imputable a un indivi-
duo de una obligación preexistente.726 Desde tal perspectiva, la responsabilidad civil presupone
un hecho ilícito, sea el incumplimiento de un contrato o de un deber general de cuidado, con-
servando la necesidad de un juicio desde un punto de vista valorativo. Mientras la persecución
del cumplimiento por naturaleza de la responsabilidad civil en el primer sentido, en principio,
requiere acreditar sus condiciones de existencia, como lo serían el contrato o el enriquecimiento
injusto, la procedencia de la responsabilidad en su segundo sentido exige efectuar un juicio de

725. Barnett (2008), pp. 140-141.


726. Barros (2007), pp. 721-726.

319
valor respecto de la conducta del deudor, reprochando el ilícito contractual o extracontractual
cometido.727 Con todo, desde el punto de vista de la responsabilidad contractual, conviene efec-
tuar una distinción entre obligaciones de medio y obligaciones de resultado y su relación con
las causales de exoneración de responsabilidad. Se entiende, por regla general, que el deudor
puede exonerarse de responsabilidad probando su diligencia o caso fortuito. En las obligaciones
de resultado, el incumplimiento consiste en la insatisfacción del interés del acreedor por no ha-
ber obtenido el beneficio que este esperaba de las prestaciones contractuales y, por ende, dicho
incumplimiento se le imputará al deudor como una modalidad asociada a la culpa infraccional,
admitiendo únicamente al caso fortuito como excusa, probando que el incumplimiento fue oca-
sionado por una causa extraña que no le es imputable al deudor.728 Las obligaciones de medios se
centran en que efectivamente se hayan realizado los esfuerzos para alcanzar los beneficios espe-
rados, y el incumplimiento estará determinado por si el deudor efectuó las prestaciones diligen-
tes que constituyen la conducta debida.729 Excepcionalmente, y como lo veremos, en el ámbito
de la responsabilidad extracontractual estricta simple, hacer efectiva la responsabilidad implica
únicamente la mera causalidad entre el hecho del agente y el daño por este provocado, conforme
al entendimiento causal de la responsabilidad, y que por la involuntariedad sobre el resultado se
descarta algún reproche moral por el evento.
De esta vigencia de los fundamentos de la responsabilidad moral en la estructura de la
atribución de las consecuencias prevista por el derecho, no debiere producir extrañeza el rol que
cumple la valoración moral en el sistema de responsabilidad civil. Según he intentado mostrar, el
sistema de responsabilidad contractual se ha basado no solo en la condición de control y, particu-
larmente, en el ppa, sino que a partir de consideraciones también morales se establecen excepcio-
nes a la aplicación ideal de la consecuencias jurídicas libremente adquiridas por los individuos.
Esta vinculación entre el derecho y la moral, con mayor o menor claridad, no es desconocida
para la responsabilidad civil extracontractual.
Si se trata de responsabilidad civil extracontractual, bajo un régimen de responsabilidad por
culpa, esta supone que el daño se haya causado por un hecho negligente, es decir, con infracción
de un deber de cuidado.730 Fundamento y límite de este régimen de responsabilidad es la culpa,
puesto que esta última es razón suficiente para hacer responsable a quien ejecutó el hecho que
causó el daño y, además, la obligación de reparar el daño causado solo nace cuando se ha incu-
rrido en una infracción de un deber de cuidado. La responsabilidad por culpa implica una valo-
ración de la conducta del individuo, por no satisfacer un estándar de conducta que de él podía
esperarse según las circunstancias en que se encontraba. El reproche moral en virtud del cual se
califica la conducta del sujeto como negligente constituye la justificación para que una persona
sea responsable de su acción. Desde el punto de vista moral, el esquema de responsabilidad se
limita a las conductas que infringen los deberes de cuidado que forman parte del complejo de
expectativas, al cual se ajusta prudencialmente el ejercicio de la libertad. Por razones de justicia
correctiva, la culpa constituye un criterio válido para atribuir responsabilidad civil y, además,
satisface estándares de eficiencia pues asume como patrón de conducta una persona diligente

727. La pretensión del acreedor de cumplimiento específico persigue la obtención de la prestación debida y la
satisfacción de su interés especifico, y no supone un incumplimiento necesariamente culpable, sino solo un
incumplimiento, cualquiera sea su clase. Para un intento de su sistematización en el Código Civil chileno, véase
Vidal (2007).
728. Barros (2008), pp. 415-419.
729. Barros (2006), pp. 659-660.
730. Barros (2006), p. 28.

320
que analiza los riesgos de sus acciones y el cuidado que las circunstancias en que estas se ejecutan
le exigen.
Aún más interesante es la llamada responsabilidad estricta. Esta se encuentra formulada
con independencia de la culpa con que haya obrado el agente, es decir, se trata de una responsa-
bilidad que este puede tener pese a actuar sin culpa o en ausencia de culpa, pero la ausencia de
culpa no es una condición de responsabilidad jurídica.731 En principio, se ha sostenido que en
el ámbito moral, a diferencia de la esfera jurídica, no puede existir responsabilidad estricta. Esta
intuición se basa en una errónea suposición que la responsabilidad estricta es la responsabilidad
en ausencia de culpa. Esta responsabilidad civil se ajusta al entendimiento de la responsabilidad
como causalidad, en la nomenclatura hartiana, pues la responsabilidad estricta, en su modalidad
más simple, solo exige la relación causal entre el daño y el riesgo originado a partir de la acción
del sujeto. Los antecedentes necesarios para legitimar la atribución de responsabilidad radican
en el hecho del agente y el daño que se le infiere a la victima, prescindiéndose de la culpa como
elemento de atribución de responsabilidad. Bajo este esquema parece que la responsabilidad ju-
rídica es independiente de la moral. Pero la relación entre ambas nociones se complejiza cuando
existen consideraciones adicionales que exigen que “el daño provenga de un vicio, defecto o falla
de la cosa o servicio que provoca el accidente”732, refiriéndose a la denominada responsabilidad
estricta calificada. Si bien tal exigencia no implica que esta responsabilidad restablezca a la culpa
como el criterio de atribución de la obligación de reparar los daños responsabilidad y, por tanto,
no se admite la excusa de haber obrado con diligencia, sí requiere de un juicio negativo de valor
y de ahí que la cosa o servicio debe ser defectuoso. No basta la causalidad para legitimar la atri-
bución de responsabilidad, sino que es necesario efectuar un juicio de disvalor sobre el resultado
del producto que ha intervenido causalmente en el daño. La diferencia radicaría en que mientras
la culpabilidad atiende a una valoración de la conducta, la responsabilidad estricta calificada
supone una valoración objetiva de la calidad de la cosa o servicio de acuerdo al estándar de cali-
dad que el público puede esperar de ambos. El carácter sutil de esta diferencia deja en evidencia
que incluso en el entendimiento de la responsabilidad como causalidad, donde en principio se
prescindía de aspectos valorativos, pueda que se exija algún juicio de valor.
En este mismo ámbito de la responsabilidad civil, las prácticas han contribuido a clarificar
la injerencia que en ellas presentan los valores sociales, ya que el sistema jurídico le atribuye
responsabilidad a una persona en consideración a las posibles ramificaciones que puedan ex-
tenderse respecto de otros individuos que se encuentran en circunstancias similares.733 Así, se
justifica que la responsabilidad contemplada para el fabricante por productos defectuosos sea
analizada en un nivel particular, a la luz de la relación entre el fabricante y el consumidor, pero
que especialmente sea posible atenderla en un nivel social constituido por las relaciones entre los
fabricantes y los consumidores en general. No solo se trata de la responsabilidad de un indivi-
duo frente a otro, sino también de la distribución de derechos y obligaciones de la sociedad en
general. De ahí que la respectiva adjudicación jurisdiccional responde a consideraciones morales
de equidad entre las partes así como a las relativas al impacto social y económico de la propia
decisión. El carácter moral que tienen estas consideraciones responde a la búsqueda del bienestar
de la comunidad que permite que la institución de la responsabilidad sirva para la distribución
de costes y beneficios sociales y donde la construcción de los supuestos de responsabilidad tiene

731. Cane (2002), p. 39.


732. Barros (2006), p. 448.
733. Cane (2002), p. 53.

321
lugar en la realización de actividades consideradas como socialmente valiosas. De acuerdo a Jo-
seph Raz, los deberes morales del bienestar que nos debemos unos a los otros están asociados a la
protección y promoción del bienestar de los seres humanos, sugiriendo que la configuración de
estas acciones se realicen para promover las condiciones en que las personas tienen las capacida-
des básicas –físicas, materiales y mentales– para la búsqueda de objetivos, proyectos y relaciones
en la sociedad en la que vivimos.734 Ideas centrales que relacionan al bienestar con una vida bue-
na radican en las nociones de dignidad y respeto, las cuales nos demandan moralmente respeto
por uno mismo. Ello explica que en la medida en que solo las actividades valiosas contribuyen
a nuestro bienestar, en estas se centren los esfuerzos para la prosecución exitosa de actividades
estimadas como valiosas y en la prevención del dolor y el sufrimiento humano, posibilitando así
que el individuo tenga una buena vida. La radicación de los riesgos en quienes tienen una mejor
posición para asumirlos, en relación a las eventuales implicaciones que estos podrían sufrir en
su bienestar particular, se basa en el interés moral que fundamenta al bienestar y que nos lleva a
cambiar nuestros objetivos y metas.735
Estos valores sociales permiten dilucidar cierta continuidad entre la responsabilidad moral
y jurídica. Ambas suponen que existan conductas calificadas como morales o inmorales, dignas
de alabanza o culpa por la moral, y como ilícitos o delitos por la ley. Dichas cuestiones no pueden
ser respondidas únicamente a partir de la conducta del agente y sus consecuencias. La moralidad
y el derecho comparten el hecho de constituir fenómenos sociales y desde este punto de vista
los valores sociales son relevantes para determinar qué tipos de comportamientos se consideran
como ilícitos o delitos y qué cuenta como actos inmorales.
Si bien se ha sostenido que los modelos de la responsabilidad civil se sustentan estricta-
mente en base a criterios económicos, es claro que la justicia y la reducción de los costes son los
objetivos generales de la misma.736 Bajo este esquema, el atributo de la justicia cumple una fun-
ción excluyente, es decir, constituye un criterio que exige privilegiarse frente a otros que puedan
dar lugar a injusticias del sistema, estimándoseles inaceptables. En efecto, en muchas ocasiones
se señala que la responsabilidad extracontractual debe ser entendida como un sistema de justicia
correctiva y responsabilidad personal.737 La justicia correctiva se centra en las interacciones entre
los individuos y busca restablecer la igualdad que ha sido vulnerada por un determinado ilícito
y que, en el ámbito extracontractual, deriva en la necesidad de reparar el daño injustamente
causado. Pese a que se ha negado que exista una simetría entre la justicia correctiva y el carácter
personal de la responsabilidad extracontractual, es indudable que una parte considerable de su
estructura responde a la pretensión de corrección propia de las normas jurídicas, las decisiones
judiciales y los sistemas jurídicos en su conjunto, que incluye una corrección moral, y que ha
servido para argumentar la existencia de una conexión conceptual entre el derecho y la moral.738
Uno de los métodos con que el derecho intenta reducir los costes de los accidentes es el mé-
todo de la prevención general o del mercado, consistente en la internalización de los costes socia-
les de las actividades peligrosas, procurando que los individuos tengan en cuenta, en la elección

734. Raz (2001a), pp. 29 y ss.


735. Raz (2001a), p. 40.
736. De Larrañaga (1996), pp. 326 y ss.
737. Para Peter Cane existe un paradigma de la responsabilidad individual en que coinciden la responsabilidad moral y
jurídica en tanto ambas son atribuidas a seres humanos individuales respecto de su propia conducta. Al respecto,
véase, Cane (2002), p. 143.
738. Alexy (2003), pp. 128 y ss. Una crítica a la vinculación entre justicia correctiva y responsabilidad personal en el
contexto de la responsabilidad extracontractual puede encontrarse en Beever (2008), pp. 475-500.

322
de las actividades que realicen, los costes accidentes que llevan asociados a estas. Se asume que
los individuos conocen las alternativas por lo que el precio de los accidentes debe reflejar el coste
social de producirlos. El sistema jurídico supone que los sujetos no solo tengan control respecto
a los costes de los accidentes que producen las actividades que ejecutan sino también que estén
capacitados para decidir por sí mismos sobre si la actividad vale el precio que tienen que pagar
por ella. Ahora bien, la reducción de los costes de los accidentes en la práctica se traduce en quién
es el sujeto más adecuado para reducirlos. La determinación de los sujetos o grupos de sujetos
mejor posicionados para esta reducción requiere una valoración respecto de los accidentes en
que no solo están involucrados costes de índole estrictamente económica, sino también nociones
de orden moral.739 Por su parte, un método distinto al del mercado en la imputación de los cos-
tes, radica en el método de la prevención específica según el cual la reducción se realiza a partir
de juicios colectivos para determinar le nivel de accidentes de una actividad en función de los
costes tolerables de la misma. Una cuestión consiste en establecer cuándo una actividad produce
un accidente y otra distinta determinar cuánto se está dispuesto a pagar en términos sociales
por dicha actividad. Para esta medición están en juego factores asociados a su valor económico
como también consideraciones respecto a su valor moral. La valoración que efectúan los juicios
colectivos sobre la importancia de las actividades y sobre el valor de sus costes, no solo persigue
establecer la forma más económica de reducir el coste de los accidentes sino también se busca
alcanzar la mejor forma de hacerlo.
Paradojalmente, la elección entre ambos estatutos de responsabilidad, implica también un
dilema moral.740 Mientras la responsabilidad objetiva, al menos en su versión simple, responde
únicamente a su formulación causal que, prescindiendo de la culpabilidad del sujeto, atribuye
responsabilidad a quienes no han violado voluntariamente las normas jurídicas, estimándose que
aquello es contradictorio con el principio normativo según el cual es menester que concurra la
voluntariedad en las acciones para la imputación de consecuencias jurídicas, la responsabilidad
por culpa permite que los daños que no sean causados intencionalmente no sean reparados, po-
sibilitando que en ocasiones las personas puedan sufrir daños de los cuales no puedan resarcirse,
lo que se estima moralmente inaceptable.741
De acuerdo a lo anteriormente señalado, el sistema de responsabilidad civil en buena parte
está legitimado por argumentos articulados para legitimar el juzgamiento moral de las acciones.
Sin embargo, resta por analizar la vigencia de los criterios que han servido para dilucidar nuestra
implicación con las relaciones interpersonales en el ámbito legal, disolviendo el problema del
libre albedrío a la luz de nuestras prácticas morales y la imposibilidad de eludir el compromiso
humano con aquellas.

b. Responsabilidad jurídica: capacidad, participación y presuposición

Evaluar la pertinencia de la posición de Strawson en el esquema de la responsabilidad jurídica,


requiere volver atrás a una distinción que parecía abandonada. Según lo señalé, Hart presentó
cuatro usos de la noción de responsabilidad. Un aspecto que me interesaba destacar radica en
las contribuciones que pueden efectuar las consideraciones morales en la comprensión de su

739. Calabresi (1984), p. 107.


740. En este sentido, véase de Larrañaga (1996), p. 95.
741. Según Tebbit, la intención de infligir o causar daño de una manera u otra es, en general, un requisito previo para el
establecimiento de la responsabilidad, sea esta jurídica o moral. Véase, Tebbit (2005), p. 165.

323
taxonomía, no excluyendo a su formulación causal. La responsabilidad como causalidad cons-
tituye un sentido de gran importancia para el análisis del funcionamiento de la atribución de
consecuencias jurídicas, pero incluso bajo su modelo calificado convergen elementos de índole
ética que matizan la relación puramente naturalística a que en principio parece responder la
formulación causal de la responsabilidad. Sin duda que en la exposición quedó al margen la
responsabilidad como capacidad, no obstante ella constituye el criterio más general de la respon-
sabilidad y está presupuesta en la mayor parte de los juicios sobre responsabilidad en los demás
sentidos del término. Siguiendo a Hart, el entendimiento de la responsabilidad como capacidad
consiste en la “habilidad de entender qué conducta requieren las normas jurídicas o morales,
de deliberar y llegar a decisiones respecto a estos requerimientos, y de comportarse conforme a
las que se lleguen”.742 Ser responsable, en este sentido, es satisfacer criterios para la producción
de los efectos normativos, aptitudes normales que se exigen en la responsabilidad civil o como
requisito de validez de los actos jurídicos. Si bien esta capacidad normativamente se identifica
con estándares de entendimiento, razonamiento y control de la conducta, asociados a la mayoría
de edad y condiciones psicológicas normales, ella supone que el sujeto a quien se le atribuye res-
ponsabilidad se encuentra facultado para comprender lo que el sistema jurídico le exige y ajustar
su comportamiento a tales demandas.
Una persona que no logra ajustar su conducta a las pautas de interacción social protegidas
por el derecho, es incapaz de satisfacer las prescripciones de las normas y, por consiguiente,
no es apropiado responsabilizarla de sus acciones. No solo se encuentra en juego que se pre-
diquen efectos normativos de su comportamiento, sean estos negativos o positivos, sino que
estas aptitudes son condiciones para adquirir un estatus jurídico. Michael Moore afirmó que la
legitimidad del derecho penal, cuya explicación que es compartida por el derecho civil, descan-
sa en su fuente metafísica como sistema normativo racional que reconoce el carácter racional
y autónomo del ser humano.743 En este sentido, solo si los sujetos pueden entender y guiar su
conducta en virtud de las exigencias del sistema jurídico puede justificarse, moral y racional-
mente, la existencia de dicho sistema. No tiene sentido la formulación de normas de conductas
cuyos destinatarios no pueden interpretar dichos enunciados como guías de conductas y diseñar
sus cursos de acción conforme a tales parámetros, siendo incapaces de comprender el valor o
disvalor ético de aquellos.
Vimos que la moralidad se fundamentaba de forma provechosa al asociarla pragmática-
mente al marco de actitudes y sentimientos con los cuales reaccionamos ante los actos de los
demás. Una persona moralmente responsable, se sugirió, consiste en un sujeto frente al cual
resulta apropiado experimentar sentimientos morales como la culpa, indignación y el perdón,
dado que cuenta con las competencias necesarias para comprender y satisfacer los complejos de
interacción moral propios de las relaciones interpersonales ordinarias. Este modelo explicativo
no implica el descarte de los restantes fundamentos del juzgamiento moral de nuestros actos,
pero parece que estos también la presuponen en su argumentación.744 Después de todo, la moral
supone la participación en contextos de expectativas, demandas y transacciones configuradas a
partir de las actitudes reactivas tal como las conocemos y experimentamos en nuestras prácticas
cotidianas.

742. Hart (1968), p. 227.


743. Moore (1993), pp. 16 y ss.
744. Ronald Dworkin señaló que detrás de toda estrategia de personificación de la responsabilidad de un grupo o
institución está la pretensión de considerar a dichas entidades como agentes morales. Véase Dworkin (2005), pp.
126-131.

324
Así como existen seres humanos que carecen de las capacidades que consideramos nece-
sarias para que sean considerados como personas morales susceptibles de atribuirles las conse-
cuencias morales de sus actos, hay sujetos en que desde el punto de vista del sistema jurídico
dichas aptitudes se estiman ausentes, pues se encuentran imposibilitados de dirigir sus acciones
conforme las exigencias normativas o no pueden actuar personalmente en el ámbito jurídico, de
conformidad a las finalidades propias de las materias civiles y que dicen relación con las modali-
dades que rigen y protegen la adquisición de derechos y obligaciones.745
Tras la exclusión de ciertos individuos a las consecuencias jurídicas de sus actos se encuen-
tra la responsabilidad como estado o capacidad mental. En el ámbito civil –como en el penal– la
calificación entre quienes son susceptibles de observar las regulaciones del derecho respecto de
quienes no las logran satisfacer, permite obtener más luces sobre quiénes son parte de la interac-
ción moral ordinaria. Infantes y dementes, se encuentran al margen de la exigencia de cumpli-
miento del derecho, porque no es posible someter sus actos a una evaluación moral propiamente
tal y frente a aquellos tampoco se puede reaccionar con indignación o aprobación moral. El
derecho no es ajeno a esa conclusión moral y ha configurado estrategias que se ajustan al carácter
excepcional de las actitudes objetivas. Dado que se encuentran exentos de responsabilidad, en
este sentido de inimputabilidad, se han articulado mecanismos de protección que se entiende
complementan la voluntad de la persona incapaz de obligarse por sí misma, precaviendo su co-
rrecta participación en los negocios y encuentros espontáneos, y adoptando medidas posteriores
a la ejecución de sus acciones cuando estas constituyen supuestos previstos en la legislación. La
exención de responsabilidad por las acciones de un incapaz, como otras figuras legales, tam-
bién reporta hacer justicia a estimaciones éticas que legitiman la atribución de consecuencias
jurídicas. Simplemente el carácter psicológicamente anormal del sujeto es condición necesaria
y suficiente para eximirlo de la atribución de premios y castigos, pues el individuo no podía
comprender ni satisfacer las propias expectativas morales que el derecho procura cautelar con la
formulación de sus regulaciones.
La participación en el marco de expectativas y demandas morales parece servir de un presu-
puesto común en la atribución de consecuencias morales y jurídicas.746 En ese sentido, constituir-
se como sujeto responsable, supone la comprensión de las pautas exigidas a su comportamiento,
la capacidad de efectuar evaluaciones críticas de las normas y valores competentes y las aptitudes
necesarias para satisfacerlas.747 Detrás del reconocimiento del estatus de una persona como sujeto
de derecho se encuentra su susceptibilidad de constituirse como un objeto evaluable moralmen-

745. De acuerdo a Neil MacCormick son exigencias de moralidad las que exigen respeto a nuestra personalidad
moral y a la de los demás, y en virtud de las cuales el derecho se interviene para que un incapaz realice su plena
personalidad moral. Véase MacCormick (2003), pp. 178-179.
746. En la discusión anglosajona acerca de la búsqueda del paradigma del contrato se ha clarificado la naturaleza del
contrato y la función social que este desempeña, distinguiéndose entre un modelo relacional y otro discreto,
en que de acuerdo al primer esquema, consistentemente con esta propuesta, supone la participación de los
agentes en contextos de transacción más amplios, morales y jurídicos, ya que concibe que el contrato no solo
implica un intercambio, sino también una relación entre las partes contratantes que, a diferencia de cualquier
interacción humana, genera normas, o contribuye a las partes a definir las expectativas, proporcionar fuentes de
aseguramiento, facilita la cooperación y crea interdependencia, incluso más allá de lo previsto por el contrato o las
normas jurídicas. Véase, Kimel (2007), p. 236. La idea de presuposición que me interesa rescatar fue formulada por
Strawson respecto a la existencia del sujeto u objeto denotado en nuestras expresiones lingüísticas, véase Strawson
(1969), pp. 205-206.
747. En contra de esta posición, Andrew Sneddon ha presentado una interpretación estrictamente externalista de las
propiedades que requieren satisfacer la competencia de responsabilidad formulada por Strawson, descartando
todo criterio intrínseco o individualista del agente moral. Véase Sneddon (2005), pp. 245-248.

325
te. Este modelo de competencia responde a un esquema general de cumplimiento de expectativas
en general, que es coherente con la amplitud de nuestras prácticas ordinarias de responsabilidad,
pues el sistema de imputación de efectos contemplados por las normas jurídicas, favorables o
desfavorables, responde a un modelo reactivo emocional que en la mayor parte de los casos se
ajusta a consideraciones morales frente a las cuales es apropiado experimentar sentimientos de
aprobación y, en otros casos, de reprobación.748 Las condiciones de la responsabilidad como ca-
pacidad encuentran su fundamento en nuestras prácticas cotidianas morales que a su vez exigen
aptitudes para formar parte de las mismas. De ahí que según Hart, “en las relaciones morales con
los demás la persona ve las cuestiones relacionadas con su conducta desde un punto de vista im-
personal, aplicando con imparcialidad las normas generales tanto así mismo como a los demás,
es consciente de y tiene en cuenta los deseos, expectativas y reacciones de los otros, ejerciendo
la auto-disciplina y el control en la adaptación de su comportamiento a un sistema de créditos y
transacciones recíprocas. Estas son virtudes universales y, de hecho, constituyen específicamente
la actitud moral para llevar a cabo en sus conductas”.749 La sensibilidad a las razones morales es
característica de los agentes moralmente responsables, pues tal como lo indicó Frankfurt, la dife-
rencia entre un adulto y un niño no recae en sus deseos de primer orden o deseos de hacer cosas,
sino en los deseos de segundo orden, es decir, deseos sobre deseos de primer orden, formulados
mediante actitudes de carácter reflexivo y evaluativo. No basta con deseos de hacer cosas y que
esos deseos muevan nuestro accionar, sino que se requiere la presencia de deseos de que ciertos
deseos nos conduzcan efectivamente a actuar.750
Si esto fuese así, esta estructura normativa de la responsabilidad moral, configurada a partir
de la presuposición de participación de sujetos provistos de competencias y aptitudes necesarias
para atribuírseles las consecuencias de sus acciones, es básicamente similar a la responsabilidad
jurídica. Ambas dimensiones presentan elementos mentales y causales y otros derivados de los
valores sociales.751 No se sigue de esto que lo aprobado o condenado por la ley lo sea también por
la moralidad o viceversa, pues los valores involucrados en la moralidad no están necesariamente
consagrados en el derecho. Las diferencias de funciones sociales que ambas dimensiones cum-
plen permiten la divergencia respecto a la inmoralidad o legalidad de una conducta. Tampoco
esta propuesta desconoce que el derecho contempla mecanismos e instituciones altamente desa-
rrollados para su aplicación y cumplimiento en relación a la moralidad. En base a este déficit de
los mecanismos de la moral, se explica que la relación entre los motivos de responsabilidad y las
sanciones es menos compleja y estas últimas sean mucho menos severas en el contexto jurídico.
Ello también se advierte en tanto las normas acerca de la responsabilidad legal se encuentran res-
paldadas por el poder coercitivo del Estado, garantizando la existencia de una adjudicación judi-
cial respecto al sujeto que reclame la responsabilidad de otro.752 En el ámbito moral, en cambio,
las sanciones de censura o reproche carecen de esta coacción institucionalizada para la obtención
de respuestas ante los problemas de responsabilidad y, por ende, se enfrenta a una presión menor
que el sistema jurídico en proporcionar respuestas detalladas sobre la responsabilidad. Así, no es

748. Según Maureen Sie, para formular este modelo, no es necesario distinguir entre una competencia moral
y otra normativa (jurídica), ya que el esquema se refiere al cumplimiento de las expectativas en general,
independientemente de cómo exactamente se perciba la relación entre las expectativas normativas y morales. Al
respecto, véase Sie (2005), p. 68.
749. Hart (1963), p. 71.
750. Frankfurt (2006c), pp. 28-36.
751. En este sentido, Cane (2002), p. 54.
752. Cane (2002), p. 12.

326
de extrañarse que Brian Bix reclame por la divergencia entre el derecho y la moral en cuanto las
normas jurídicas –en especial del derecho contractual– ya que estas varían significativamente de
una jurisdicción a otra, diferenciándose sus legisladores y tribunales en su aplicación. Puede que
entre las legislaciones de distintas sociedades existan coincidencias, pero en un nivel de detalle
las diferencias son sustanciales Por el contrario, las perspectivas convencionales de la moralidad
proveen de razones para creer que es una actividad relativamente uniforme y cuyo tratamiento
que puede ser recogido en una gran teoría.753

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342
Índice onomástico

Akimoto 106 Cavell 158


Alexy 322 Cea 188
Anscombe 274, 316 Cerbone 159
Antonin Artaud 193 Chuaqui 82
Apel 75 Cohen 102, 114
Applebaum 265 Cohon 153
Arendt 254, 259, 269, 286, 302 Coleman 62, 63, 127, 128, 129, 131, 132, 133,
Aristóteles 226, 227, 269, 272, 273, 303, 316 134, 135, 138, 140, 141, 209, 211, 212, 213
Arrington 166 Coli 107
Atiyah 183, 184 Connolly 251, 252, 253, 259
Atria 183, 184, 188, 316 Copp 151
Austin 154, 155, 156, 157, 158, 159, 213, 244, Correa 187
316 Cristi 161, 258, 259
Ayer 311 Cristo 147
Crowder 118
Bachelet 185
Baraona 315 D’Agostino 109
Barnett 317, 319 Davidson 71, 169, 274
Barros 305, 316, 317, 318, 319, 320, 321 De Larrañaga 322, 323
Barry 152, 153 Diablo 200
Beever 314, 315, 322 Dicey 48, 49
Bennett 312 Dickens 227
Bentham 46, 47, 51, 53, 126, 127, 135, 142, 143, Dickson 58, 59, 60, 66, 72, 73, 74, 75
144, 224 Dinges 265
Berlin 27, 32, 36, 38, 80, 118, 251, 252, 253, 254, Driver 117
255, 256, 257, 258, 265 Duxbury 154
Beyleveld 125, 126 Dworkin 57, 58, 61, 63, 64, 65, 66, 67, 69, 70,
Binder 165 74, 79, 92, 93, 94, 99, 100, 104, 108, 110,
Bismarck 252 111, 112, 113, 118, 126, 132, 134, 140, 142,
Bix 158, 317, 327 143, 144, 258, 283, 324
Blackstone 46 Dyzenhaus 233, 249
Bork 42
Brandeis 52 Edipo 194, 195
Brandom 100 Esquilo 203, 204
Brown 308 Eulau 252, 259
Brownsword 125, 126
Bull 266 Fassbinder 204
Burke 46 Figgis 257
Finnis 57, 58, 59, 60, 67, 68, 70, 72, 76, 92, 93,
Caifás 200, 205 126, 129, 130, 212, 219
Calabresi 323 Fisher 306, 308, 309
Campbell 125, 126, 128, 143, 144 Foley 168
Cane 314, 321, 322, 326 Forster 38
Carhart 80 Franco 253, 259
Catlin 258, 259 Frankfurt 307, 309, 314, 326

343
Fraser 299, 302, 303 Heller 274
Frazer 197 Herder 253, 256
Freeman 108, 109 Hernández 311
Frege 261 Hitler 177, 258, 264, 277
Fried 149, 317 Hobbes 47, 50, 85, 99, 100, 104, 105, 106, 107,
Fukuda 149 110, 112, 113, 117, 118, 126, 127, 143, 144,
Fuller 139, 183, 210, 211, 217, 221, 222, 226, 145, 148, 149, 150, 151, 158, 198, 217, 233,
227 234, 235, 236, 237, 238, 239, 240, 241, 242,
Fuβer 211, 222, 226 243, 244, 245, 246, 247, 248, 249, 298
Hoekstra 148
Galen Strawson 147, 307, 312 Holmes 51, 52, 53, 209, 216
Galileo 104 Honneth 282, 288, 298, 299, 300, 301, 302, 303
Gallie 70 Honoré 221, 222
García-Huidobro 269 Hornsby 265, 274
Gardner 55, 209, 211, 213, 218, 221 Hume 81, 82, 151, 152, 153, 175, 176, 217
Garzón Valdés 314 Huxley 278
Gauthier 148
Gendler 115, 116, 117 Inwood 87
George 129
Geuss 101, 114 Jacobi 88
Giddens 75 James 157, 160, 178, 211, 306
Gierke 256, 257, 258, 259 Jana 187
Gilmore 222, 223 Jensen 101
Ginet 308 Jesseph 104
Girard 191, 192, 193, 194, 195, 196, 197, 198, Jesús 197, 199, 200
199, 200, 201, 202, 203, 204, 205, 206, 207 Jiménez 77, 97, 294, 303
Glatz 308 Juan 100, 148, 177, 188, 200, 231, 261
Glock 166
Goethe 255 Kahn 109, 149
Goldthwaith 68 Kane 306
González 112, 120, 160, 249, 269, 303 Kant 81, 82, 83, 84, 85, 86, 87, 88, 89, 94, 96,
Gramsci 145 151, 170, 217, 244, 255, 262, 273, 288, 296
Grant 105 Kantorowicz 147, 148, 257
Gray 253, 259 Kelsen 79, 84, 125, 129, 143, 217, 219, 220, 242
Green 80, 212, 218, 219, 221 Kennedy 146
Guest 223 Kimbrough 310
Guillaume de Machaut 193, 194, 196, 197 Kimel 325
Guzmán 258, 259 Kipling 264
Kitcher 167
Habermas 72, 74, 75, 81, 91, 92, 93, 252, 254, Kramer 220
281, 282, 283, 286, 287, 288, 293, 294, 295, Krause 102
296, 297, 298, 300, 301, 302 Kripke 166
Hampton 148 Kukathas 290, 303
Hand 52
Harding 148 Lagos 204
Harman 152 Laski 251, 256, 257, 258, 259
Hart 23, 24, 25, 26, 39, 40, 41, 42, 47, 50, 53, 54, Leiter 57, 60, 68, 69, 70, 71, 72, 73, 74, 75, 90,
55, 56, 57, 58, 59, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 91, 102
67, 70, 72, 73, 76, 84, 125, 126, 132, 134, Lewis 151, 153
135, 136, 137, 138, 140, 141, 142, 143, 146, Locke 147, 151, 217, 253
154, 155, 156, 157, 158, 159, 171, 209, 210, Loew 270
211, 212, 213, 214, 215, 216, 217, 218, 219, Louis Gernet 196
220, 221, 222, 223, 224, 225, 226, 227, 244, Lucrecio 193
314, 323, 324, 326 Lukács 298
Hawthorn 101 Lyons 218, 226
Hayek 49, 143, 290
Hegel 85, 86, 87, 88, 89, 257, 282, 298, 299 Mac-Clure 180, 187

344
MacCormick 66, 67, 70, 76, 126, 131, 143, 325 Perry 64, 126, 132, 136, 138, 139, 140, 141, 144,
MacIntyre 275, 276 211
Mackie 316 Pettit 105, 146, 150, 290
MacPherson 290, 303 Pilato 199
Maimónides 269 Pildes 183
Maitland 251, 256, 257, 259 Pincione 315
Malraux 269 Pinochet 204, 205, 258, 277
Maquiavelo 234, 249, 256, 298 Pitkin 151
Marín 187 Platón 43, 46, 83, 217
Marmor 70, 71 Porter 80
Martel 101 Posner 55
Martinich 105 Post 77, 133, 257, 259
Marx 227 Postema 125, 126, 135, 136, 137, 139, 144
Mckenna 313 Pozo 205
McKenna 314 Prunier 265
Mele 308 Putnam 68, 101, 170
Michelman 183
Mill 27, 89, 253, 272, 273, 283 Quine 102, 112, 113
Miño 204
Mongin 272 Rabban 70
Moore 35, 57, 58, 133, 324 Racine 206
Morauta 212 Rancière 281, 301, 303
Mosterín 275 Rawls 38, 81, 85, 87, 99, 101, 102, 104, 108, 109,
Mouffe 251, 252, 259, 294, 300, 303 110, 111, 112, 113, 114, 117, 157, 158, 185,
Moya 307 245, 246, 251, 252, 253, 256, 257, 258, 281,
Muguerza 269, 278 282, 283, 284, 285, 286, 287, 288, 289, 290,
Mulhall 158, 271 291, 292, 293, 297, 298, 300, 301, 302
Murphy 47 Raz 47, 50, 62, 69, 70, 91, 126, 128, 138, 139,
Mussolini 258 142, 143, 173, 174, 211, 213, 216, 217, 219,
322
Nagel 102, 289, 290, 306, 307, 311 Redondo 173, 294
Napoleón 101 Ricoeur 282, 303
Neuberg 315 Ridley Scott 271
Neumann 258, 259 Riley 151, 253
Nietzsche 206, 255 Rodilla 284, 303
Niewyk 264 Rosell 307
Nino 315 Rousseau 154, 215, 234, 294, 296
Nozick 111, 118 Ruiz Tagle 147
Rumble 158
Oakeshott 251, 252, 253, 254, 255, 256, 257, Runciman 257, 259
258, 259
Orellana Benado 163, 191, 231, 232, 253, 259, Saavedra 205, 206, 207
261, 262, 264, 265, 269, 272 Sandel 107, 108, 109, 271, 289
Ortiz 173 San Pedro 220
Osama bin Laden 277 Satán 191, 192, 200, 207
O’Shaughnessy 265 Scalia 42
O’Shaugnessy 265 Schauer 143, 183
Ovejero 104 Scheinman 318
Schiller 255
Pappe 80 Schmitt 160, 253, 258, 259
Paráclito 207 Schopenhauer 274
Paredes 265 Scruton 166
Pasolini 204 Shakespeare 205
Patterson 69 Shelley 271
Penderecki 199 Shklar 227
Peña 112, 269 Sie 310, 311, 326
Pereboom 306, 313 Singer 102

345
Skinner 106, 148, 150, 151, 256 Ullian 112, 113
Skorupski 103, 104 Unger 102
Smilansky 307 Uribe 204
Smith 174, 175
Sneddon 312, 325 Vargas 306
Sófocles 193 Vergés-Gifra 109
Solum 183 Vico 253, 256
Sommers 313 Vidal 320
Spector 269 Videla 277
Stalin 263, 277 von Wright 168
Stavropoulos 41
Stone 183 Waldron 57, 60, 61, 62, 63, 71, 76, 94, 95, 96,
Strauss 253 130, 131, 141, 143, 224, 315, 317
Strawson 147, 156, 157, 161, 261, 265, 305, 309, Wallace 310, 311, 312
310, 311, 312, 313, 314, 323, 325 Waller 313
Stroessner 277 Waluchow 127, 140, 144
Summers 183, 184 Watkins 105
Sunstein 183 Weber 227
Weil 202
Tácito 257 Weinberger 143
Tamanaha 276 Westphal 87
Taylor 87, 272, 282 Widerker 313
Tebbit 317, 323 Wiggins 265, 266, 269, 271
Thompson 140, 223 Williams 99, 103, 104, 113, 114, 118, 152, 173,
Tocqueville 227 174, 175, 273, 276, 307
Todd 117 Wilson 263
Toh 156 Winch 70, 75
Tomás de Aquino 129, 217, 269 Wittgenstein 158, 159, 166, 293
Torretti 261, 262, 263, 267, 269, 272, 275, 276, Wolf 254, 259, 313
277, 278 Wolff 289, 304
Tucídides 193 Wollheim 310
Tunick 204 Wood 150
Tur 125 Woodward 168
Tyler 172
Yitzjak 264, 273
Young 306

346
Índice temático

abierto 232, 262, 265, 267, 268, 269, 270, 273, analítica 57, 99, 127, 134, 283, 290, 298, 301
274, 276, 277 analíticamente 127, 133, 282, 302
abogado 33, 207 analítico 128, 209, 298, 301
abogados 23, 24, 25, 26, 28, 39, 40, 41, 42, 47, analíticos 269, 298
51, 53, 54, 55, 132, 168, 174, 184 anarquía 156
aborto 24 anarquismo 217
academia 92 anarquista 140
académicos 53, 55, 138 anarquistas 140, 141
acción 47, 71, 74, 75, 83, 84, 86, 93, 94, 99, 101, anticonceptivo 179
102, 103, 149, 150, 151, 152, 153, 157, 158, arbitraria 235, 253
166, 168, 169, 170, 173, 175, 176, 181, 197, arbitrarias 292
221, 235, 236, 237, 241, 243, 247, 248, 272, arbitrariedad 71
274, 275, 283, 287, 288, 289, 293, 294, 295, arbitrario 48, 246
306, 307, 309, 312, 315, 316, 318, 321, 324 arbitrio 83, 84, 85, 309
accionar 265 arbitrios 283, 285
acciones 64, 69, 70, 83, 86, 87, 89, 95, 101, 102, arquimediana 32, 40
115, 130, 139, 150, 151, 152, 153, 157, 158, arquimedianas 28
164, 165, 168, 170, 172, 176, 233, 236, 237, arquimedianismo 24, 25, 40, 42
239, 242, 243, 245, 266, 268, 272, 273, 274, arquimediano 27, 29, 44
275, 305, 306, 307, 308, 309, 310, 311, 315, arquimedianos 28, 36, 54
316, 317, 321, 322, 323, 325 arquimedianos, 30
aceptabilidad 46, 296 asamblea 39, 150, 234, 248
acto 158 asesinar 264, 277
adjudicación 45, 57, 89, 93, 95, 183, 184, 222, asesinas 201
225, 233, 238, 311, 321, 326 asesinato 195, 200, 201, 202, 203, 218, 241, 264,
adjudicaciones 238 273, 308, 315
adjudicada 95 asesinatos 204, 265, 274
adjudicador 65, 66 ateo 168, 176
adjudicar 53, 95, 184 audiencia 102, 110, 113, 114, 115, 118
administración 95, 137, 180, 182, 186, 205, 218, audiencias 102, 113
221, 247 autocomprensión 70, 72, 73, 96, 286
agencia 150, 151, 154, 233 autocomprensiones 72, 73
agente 66, 103, 104, 150, 164, 165, 166, 169, autogobierno 185
170, 172, 173, 174, 233, 235, 236, 237, 238, autolegislación 281, 295, 297
240, 246, 293, 307, 308, 309, 310, 311, 312, autolegislarse 296
314, 315, 316, 317, 318, 320, 321, 322, 325 autónoma 181
agentes 164, 166, 169, 170, 171, 172, 177, 215, autonomía 80, 143, 177, 180, 185, 241, 242, 247,
232, 233, 236, 237, 240, 242, 248, 290, 293, 248, 256, 281, 283, 284, 285, 289, 291, 292,
295, 312, 313, 324, 325, 326 296, 297, 298, 317, 318, 319
aguijón 58, 298, 300, 301 autónomo 324
ajuste 245 autónomos 86, 171, 295
alienación 224, 227 autor 57, 81, 86, 91, 94, 95, 117, 119, 146, 148,
alienada 232 150, 151, 153, 154, 159, 171, 195, 206, 269,
alienar 227 310
alma 154, 257 autora 66, 72

347
autores 79, 80, 81, 92, 94, 104, 149, 184, 193, civitas 255
194, 222, 295, 305, 313 clases 31, 32, 33, 41, 69, 269
autoridad 47, 50, 52, 53, 84, 85, 90, 94, 107, 130, coacción 48, 83, 84, 85, 94, 164, 287, 318, 326
131, 139, 141, 142, 143, 156, 163, 164, 165, coacciona 85
172, 173, 174, 175, 176, 177, 181, 193, 219, coaccionaba 307
220, 221, 222, 233, 238, 239, 241, 242, 243, coaccionado 60, 307
244, 248, 252, 282, 285, 286, 287, 288, 292, coactiva 287
293, 295, 297, 298 coactivamente 319
coactivas 47
barbarie 207, 263, 265 coactivo 43, 45, 46
barbarismo 253 coerción 27, 58, 256, 289, 296
bienes 130, 131, 152, 153, 170, 198, 206, 224, coercitivas 254
226, 238, 240, 275, 276, 284, 297 coercitividad 285
bienestar 110, 164, 217, 237, 238, 244, 289, 290, coercitivo 84, 326
291, 321, 322 cognitivismo 86, 92, 96
cognitivo 293
caos 53, 145 cognitivos 277, 302
capitalismo 203 coherencia 38, 80, 92, 93, 118, 226
católica 205 coherente 70, 118, 188, 261, 262, 275, 277, 326
catolicismo 271 coherentes 38, 93, 95, 113, 276, 311
católico 168, 272 colectiva 142, 148, 154, 163, 195, 219
causada 74 colectivas 136, 192, 195, 295
causadas 194 colectividades 146
causado 26, 320 colectivo 125, 142, 196, 206
causados 25, 323 common 32
causal 314, 321, 323, 324 compatibilidad 306
causales 86, 307, 320, 326 compatibilismo 86, 306, 307
causalidad 198, 315, 320, 321, 324 compatibilistas 308
causalmente 310, 314, 321 comprador 108
causar 113, 323 compraventa 150, 184
causarse 38 comprensión 50, 60, 61, 66, 67, 69, 73, 75, 79,
causas 105, 167, 176, 192, 193, 196, 243, 266 80, 84, 85, 89, 93, 100, 103, 128, 135, 136,
certeza 95, 141, 185, 240 137, 138, 139, 140, 167, 168, 183, 191, 234,
chivo 191, 192, 195, 196, 197, 198, 199, 200, 288, 294, 297, 298, 305, 312, 314, 316, 323,
201, 202, 203, 204, 206, 207 325
chivos 196 compromiso 27, 33, 66, 109, 128, 130, 131, 166,
ciencia 24, 35, 36, 116, 143, 145 172, 175, 177, 211, 214, 224, 227, 244, 275,
ciencias 57, 76, 105, 106, 167, 168, 171, 201, 305, 311, 312, 313, 314, 317, 318, 323
261, 262, 265 comunicativa 261, 282, 286, 287
científica 32, 72, 143, 172, 173 comunicativamente 287
científicamente 70 comunicativas 286, 293
cientificista 91, 307 comunicativo 293, 298
cientificistas 106 comunicativos 287
científico 30, 33, 75, 87, 264 comunidad 25, 31, 36, 39, 40, 45, 47, 53, 54, 64,
científicos 31, 312 65, 79, 84, 85, 87, 92, 93, 95, 130, 138, 146,
ciudadana 296 159, 184, 185, 198, 199, 204, 224, 231, 232,
ciudadanía 114, 291, 297 233, 234, 243, 247, 271, 282, 286, 287, 290,
ciudadano 23, 30, 139, 234, 235, 296 291, 292, 293, 294, 295, 296, 298, 299, 300,
ciudadanos 25, 28, 29, 36, 45, 47, 48, 53, 109, 301, 302, 310, 311, 314, 321
110, 114, 130, 139, 150, 173, 185, 223, 243, comunidades 82, 83, 86, 93, 96, 130, 201, 202,
245, 247, 252, 283, 284, 285, 291, 292, 295, 247, 271, 295, 299, 311, 314
296, 297, 319 comunitarista 282
civil 239, 242, 245, 248, 254, 255, 305, 307, 315, concebida 38, 54, 286
316, 319, 320, 325 concebidas 150
civilización 261, 264 concebido 84, 91, 92
civilizada 204, 255 concebidos 255, 296
civilizadas 106, 204

348
concepción 29, 30, 31, 33, 37, 38, 43, 44, 46, 47, constitucional 28, 53, 179, 182, 183, 186, 187,
48, 49, 50, 51, 52, 53, 54, 69, 87, 91, 108, 188, 225, 226, 283
109, 110, 111, 112, 114, 130, 132, 135, 136, constitucionales 38, 48, 186, 258
142, 143, 147, 158, 179, 188, 191, 192, 198, constitucionalidad 179, 180, 181, 182, 185
199, 202, 206, 213, 232, 251, 252, 253, 254, constitucionalistas 188
283, 285, 286, 289, 290, 291, 294, 298 constituciones 28, 210, 225
concepciones 37, 38, 43, 44, 45, 47, 48, 50, 55, constitutiva 210, 293, 294, 298, 302
76, 79, 87, 100, 109, 113, 142, 148, 149, constitutivas 300, 314
252, 272, 281, 283, 284, 285, 286, 289, 291, constituyentes 223
292 constructivismo 290
conceptos 24, 25, 27, 29, 30, 31, 32, 33, 40, 43, consuetudinarias 47
45, 50, 53, 54, 61, 63, 69, 75, 80, 84, 87, consuetudinario 47
100, 105, 110, 113, 126, 132, 135, 136, 138, contractual 148, 149, 159, 307, 315, 316, 317,
146, 191, 192, 198, 199, 214, 215, 275, 305 319, 320
conceptual 25, 27, 28, 31, 33, 34, 41, 50, 54, 55, contractuales 149, 318, 320
80, 82, 90, 127, 128, 132, 133, 134, 135, contractualismo 85, 151, 153, 159
138, 143, 146, 148, 150, 198, 212, 214, 216, contractualista 151, 153, 158
266, 289, 305, 314, 315, 322 contractualistas 157
conceptuales 24, 27, 28, 32, 41, 50, 81, 126, 136, contractualmente 301
198, 215 contrafácticamente 293
conciencia 86, 87, 140, 176, 191, 205, 206, 233, contrafáctico 100, 110, 111
243, 271, 302 convención 39, 40, 42, 152, 153, 261, 300
conducta 30, 60, 66, 88, 126, 136, 137, 151, 152, convencionalismo 143, 153, 158
154, 159, 165, 182, 231, 232, 261, 262, 267, convencionalista 152, 153, 154
269, 270, 274, 315, 316, 320, 322, 324, 326 convencionalistas 157
conductas 60, 165, 184, 238, 243, 266, 268, 315, convenciones 39, 40, 133, 152, 153, 217, 318
320, 322, 324 cooperación 35, 109, 130, 152, 218, 248, 284,
conductista 89 290, 291, 292, 294, 325
conductistamente 159 cooperar 180, 266
conflictiva 299 cooperativa 254, 288, 292, 294, 301
conflictividad 90, 300 cooperativas 257
conflictivo 90 cooperativismo 256
conflicto 25, 27, 32, 81, 85, 89, 90, 93, 95, 118, coordinación 47, 50, 100, 127, 130, 142, 144,
127, 134, 146, 164, 174, 175, 177, 232, 240, 152, 153, 159
252, 255, 263, 266, 267, 269, 272, 276, 278, coordinar 48, 94, 130, 151, 153
292 coordinarse 153
conflictos 55, 80, 81, 82, 93, 94, 95, 126, 175, coordinativa 130
192, 201, 202, 203, 233, 237, 238, 257, 263, corporación 254, 255, 257
282, 283, 292, 298, 299, 300, 302 corporaciones 255, 256, 257
conflictual 300, 301 corporativa 258
conflictuales 301 corporativas 256
conmensurabilidad 163 costumbre 39, 59, 222, 223, 242, 272, 273, 275,
conocimiento 35, 50, 61, 71, 96, 105, 106, 112, 276, 277
113, 117, 131, 135, 136, 141, 152, 175, 191, costumbres 26, 88, 89, 103, 159, 166, 236, 241,
202, 203, 254, 261, 282, 290, 305, 316 268, 270, 274, 276, 277
consenso 42, 53, 80, 91, 109, 238, 239, 240, cotidiana 30, 166, 169, 174, 262, 266, 270, 273,
241, 252, 269, 283, 284, 286, 287, 288, 293, 277, 278
294, 296 cotidianas 278, 311, 326
consensos 286, 287, 294 cotidianeidad 271
consentimiento 318, 319 cotidiano 40, 54, 135, 172, 310, 314
conservación 76, 131, 149, 234, 237, 239, 244, cristiana 264, 275
247 cristianismo 87, 264
conservar 145, 147, 169, 238, 240 cristianos 264, 269, 276
constitución 42, 48, 79, 95, 179, 181, 182, 183, cuerpo 71, 72, 88, 148, 150, 151, 154, 158, 205,
185, 186, 187, 188, 204, 256, 258, 283, 284, 236, 254
286, 291, 293, 295, 298, 299, 300, 302 culpabilidad 195, 198, 321, 323
culpable 55, 199

349
culparse 193 descripción 23, 26, 28, 36, 40, 44, 49, 59, 60,
cultura 29, 51, 58, 69, 75, 138, 139, 143, 191, 61, 62, 63, 64, 68, 69, 70, 71, 72, 74, 75, 84,
192, 196, 200, 201, 206, 255, 264, 284, 285, 111, 134, 155, 165, 166, 168, 169, 173, 174,
302 177, 193, 200, 263, 289, 290
cultural 171, 302 descripciones 168, 169, 171, 172, 175, 193
culturales 200, 261, 263, 281, 301, 302 descriptiva 25, 26, 40, 41, 57, 58, 59, 61, 62, 63,
culturalmente 89 67, 68, 69, 70, 73, 75, 76, 91, 125, 133, 134,
culturas 200, 267 135, 136, 138
descriptivamente 68, 90
darwinista 35 descriptivas 28, 50
deber 60, 63, 65, 66, 84, 85, 164, 166, 168, 169, descriptivismo 62
170, 171, 172, 176, 210, 217, 218, 219, 220, descriptivista 57, 60, 68
222, 244, 247, 267, 268, 273, 277, 285, 286, descriptivo 23, 24, 29, 30, 32, 55, 61, 134, 136,
317, 318, 319, 320 140
deberes 66, 85, 87, 89, 220, 244, 247, 248, 252, descriptivos 30, 68
273, 274, 284, 301, 302, 320, 322 deseo 107, 154, 174, 175, 176, 198, 199, 237,
decir 232 240, 251, 254, 289
decisión 26 deseos 175, 203, 236, 237, 307, 326
deliberación 26, 80, 86, 96, 104, 236, 287, 297 deseoso 241
deliberando 103 determinismo 102, 306, 310
deliberar 324 determinista 311, 314
deliberativa 104 diacrónico 159
deliberativo 109 diacrónicos 147
deliberativos 96 diacronismo 147
democracia 25, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 36, dictadores 44
37, 43, 48, 54, 100, 146, 150, 185, 191, 192, dictadura 192, 204, 205, 206, 258
202, 204, 205, 207, 286, 294 dictaduras 203
democracias 203 dignidad 147, 188, 238, 258, 284, 285, 289, 292,
democrática 28, 29, 294, 296, 297 322
democráticamente 283 discreción 55, 139, 307
democrático 30, 31, 285 discriminación 24, 193, 205, 209, 245
democrático-constitucional 284 discriminar 72
deontológico 92 discursiva 234, 286, 287, 293, 297
derecho 23, 24, 25, 26, 27, 33, 34, 38, 39, 40, 41, discursivas 91, 96
42, 43, 44, 45, 46, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 53, discursivo 80, 91, 96, 287
54, 55, 57, 58, 59, 60, 61, 62, 63, 64, 66, 67, discurso 24, 148, 150, 151, 184, 185, 234, 248,
68, 69, 70, 71, 72, 73, 74, 76, 79, 80, 81, 84, 251, 252, 254, 282, 286, 287, 288, 294, 295,
85, 87, 88, 89, 90, 91, 92, 93, 94, 95, 96, 99, 300, 301
100, 109, 118, 125, 126, 127, 128, 129, 130, discursos 204, 295, 301
131, 132, 133, 134, 135, 136, 137, 138, 139, diversidad 95, 177, 262, 263, 265, 266, 267, 268,
140, 141, 142, 143, 144, 145, 146, 148, 154, 269, 270, 273, 276, 277, 278, 282, 284, 285,
156, 157, 158, 159, 166, 170, 171, 172, 173, 301, 302, 309, 314
174, 180, 182, 183, 184, 185, 187, 188, 209, doctrinas 62, 109, 113, 236, 245, 283, 284, 285,
210, 211, 212, 213, 214, 215, 216, 217, 218, 292, 302
219, 220, 221, 222, 223, 224, 225, 226, 227, domina 199
231, 232, 233, 234, 235, 237, 238, 239, 243, dominación 92, 145, 146
244, 245, 246, 247, 248, 249, 253, 254, 255, dominada 237, 258
256, 257, 258, 263, 267, 277, 282, 285, 286, dominadas 199
287, 288, 291, 294, 295, 296, 297, 298, 299, dominado 154, 197
301, 305, 306, 307, 314, 315, 316, 317, 318, dominan 199
319, 320, 322, 324, 325, 326, 327 dominante 37, 45, 89, 118, 184, 289
derechos 28, 40, 46, 49, 53, 55, 68, 72, 103, 111, dominar 166, 272, 293
129, 142, 147, 153, 180, 181, 182, 187, 188, dominio 272, 316, 317
252, 254, 255, 256, 258, 263, 269, 273, 281, dominios 134, 266, 267
282, 283, 284, 285, 289, 290, 291, 292, 293,
296, 297, 301, 318, 319, 321, 325 economía 164, 203, 204
económica 32, 299, 323

350
económicas 32, 41, 210, 317 Estado 52, 57, 118, 173, 181, 185, 234, 235, 241,
económico 91, 164, 171, 185, 321 242, 243, 244, 246, 247, 248, 249, 255, 256,
edad 257 257, 258, 271, 278, 282, 284, 286, 288, 290,
educación 135, 164, 171, 174, 176, 187, 255, 294, 295, 296, 297
264, 313 estado-nación 254, 255, 256
educado 135 estatal 148, 234, 246, 248
educados 171, 174, 277 estatales 52
eficacia 94, 193, 249 ética 37, 38, 138, 147, 158, 252, 262, 263, 265,
egoísmo 149 272, 273, 274, 276, 277, 278, 281, 282, 286,
egoísta 104 288, 294, 295, 298, 299, 300, 301, 305, 316,
embrión 180 324
embriones 179 éticamente 23, 40
emoción 24 éticas 299, 325
emocional 177, 204 eticidad 299
emocionales 277, 313 ético 37, 289, 316, 324
emociones 169, 310 ético-estética 252
emotivo 29 ético-políticas 295
emotivos 29 evaluación 37, 40, 44, 73, 82, 134, 214, 215,
enmienda 42, 51 216, 217, 221, 222, 305, 306, 307, 309, 310,
entendimiento 24, 31, 34, 35, 36, 41, 44, 45, 47, 311, 325
48, 51, 52, 59, 61, 62, 63, 64, 66, 67, 70, 71, evaluaciones 325
72, 73, 74, 75, 76, 79, 84, 89, 91, 94, 95, evaluado 37, 55, 221
100, 102, 104, 110, 146, 151, 157, 197, 198, evalúan 167
204, 215, 253, 261, 276, 287, 288, 293, 294, evaluando 24, 83, 85, 247, 309
306, 313, 314, 320, 321, 324 evaluar 23, 70, 71, 73, 82, 89, 92, 94, 111, 126,
entendimientos 34, 45, 46, 314 158, 165, 284, 306
episódico 147 evaluativa 30, 71, 73, 74, 213
epistémica 118, 311 evaluativamente 141
epistémicas 73, 96, 288 evaluativo 73
epistémico 147 evaluativos 30, 74, 76
epistémicos 70, 91 excelencia 148, 221, 273, 275
epistemología 168, 206 excelencias 221
epistemológica 91, 290 excelente 31, 176, 221
epistemológicamente 90 excusa 321
epistemológicas 104, 105 excusas 168
epistemológico 69 explica 33, 71, 72, 92, 106, 116, 148, 149, 174,
epistemológicos 175 184, 188, 198, 213, 219, 266, 267, 300, 322,
equidad 76, 292, 293, 319, 321 326
equilibrio 38, 187, 204, 292, 317 explicación 26, 32, 34, 36, 37, 40, 44, 48, 49, 50,
equilibrio reflexivo 38, 109, 110, 115 53, 54, 55, 58, 62, 65, 66, 67, 71, 72, 73, 80,
escéptica 307, 313 91, 103, 105, 111, 116, 117, 126, 128, 129,
escepticismo 47, 61, 96, 143, 145, 146, 249, 130, 131, 133, 134, 135, 136, 137, 138, 140,
307, 312 141, 142, 148, 152, 153, 167, 168, 169, 170,
escéptico 166, 311 182, 184, 201, 210, 215, 225, 275, 290, 302,
escépticos 169 309, 324
esencia 30, 31, 32, 33, 41, 128, 187, 199, 253 explicaciones 25, 28, 30, 32, 53, 129, 130, 131,
esencial 32, 63, 65, 66, 82, 169, 238, 255, 284, 137, 167, 220, 266
310, 311, 312 extremistas 265
esenciales 32, 38, 62, 63, 73, 285
esencialmente 29, 62, 70, 158, 187, 201, 215, fascismo 192, 203, 204, 258
222, 232, 252, 257, 258, 293 fascista 258
estado 32, 36, 42, 43, 46, 47, 50, 52, 55, 59, 84, ficción 116, 148
85, 99, 100, 101, 104, 106, 114, 117, 118, ficcionales 116
125, 127, 130, 133, 146, 148, 149, 158, 164, ficticia 150
166, 175, 182, 183, 195, 201, 219, 234, 236, ficticio 107, 116, 117, 237
237, 239, 242, 244, 252, 256, 257, 264, 293, fidelidad 210, 273
306, 314, 325

351
filosofía 24, 25, 38, 43, 44, 45, 49, 52, 53, 54, 55, gobernados 31, 247, 285
56, 57, 58, 60, 61, 62, 66, 67, 68, 72, 76, 79, gobernando 116, 117
81, 83, 85, 86, 87, 88, 90, 93, 96, 100, 101, gobernante 47, 188, 247
102, 105, 107, 126, 128, 129, 130, 131, 132, gobernantes 46, 156, 247
133, 134, 135, 136, 137, 138, 139, 140, 142, gobernar 48, 117
143, 144, 146, 154, 158, 171, 173, 180, 183, gobiernan 142, 219, 227
187, 209, 210, 211, 212, 215, 216, 221, 222, gobierne 129, 238
233, 236, 251, 261, 263, 264, 266, 272, 281, gobierno 30, 43, 45, 46, 47, 48, 49, 51, 53, 62,
282, 283, 298, 305 133, 136, 138, 139, 150, 153, 155, 176, 185,
filosofía política 24, 27, 32, 37, 38, 43, 55, 82, 223, 226, 227, 243, 247, 254, 255, 257
93, 99, 100, 101, 102, 103, 104, 105, 106, gobiernos 53, 142, 265
110, 112, 113, 114, 115, 117, 119, 146, 243, gremialismo 258
281, 282, 286, 298, 306 guerra 43, 100, 101, 104, 106, 198, 237, 238,
filosofías 24, 50, 209, 210, 217, 265, 278 239, 244, 245, 248, 249, 255, 256, 263, 264,
filosófica 25, 29, 40, 41, 44, 95, 102, 269, 276 285
filosóficas 24, 28, 37, 285
filosófico 23, 24, 30, 32, 33, 48, 54, 87, 102, 110, hábitos 136, 158, 159, 171
115, 119, 128, 205, 263, 265, 270, 271, 272, habitual 114, 264
274, 276 habla 158
filosófico-política 102 hermenéutica 70, 92, 187, 188
filosófico-políticamente 100 hermenéutico 69, 70, 72, 73, 211
filosófico-político 103 hermenéuticos 136
filosóficos 54 historia 31, 32, 37, 41, 50, 53, 54, 55, 61, 87,
filósofos 24, 25, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 101, 115, 117, 118, 137, 147, 195, 216, 248,
38, 39, 40, 43, 46, 48, 55, 99, 100, 102, 113, 251, 255, 256, 257, 258, 262, 263, 267, 271,
125, 167, 202, 214, 216, 217, 227, 251 272, 273, 277, 282
física 32, 33, 35, 104, 105, 151 historiador 191, 261
físico 33, 35 historiadores 264
formalismo 180, 183, 184 histórica 82, 86, 88, 92, 93, 194, 263, 284, 293,
formalista 183, 184, 185, 187 295, 297
formalistas 185, 188 históricamente 80, 87, 92, 146, 203, 232, 302
fuente 39, 42, 117, 201, 222, 254, 255, 256, 272, históricas 159, 194, 195, 204, 252, 257, 263,
273, 324 290, 301
fuentes 26, 39, 40, 41, 42, 44, 47, 52, 194, 213, histórico 87, 89, 192, 242, 255
222, 224, 225, 265, 273, 325 holismo 112
función 27, 74, 93, 94, 95, 101, 103, 111, 113, holística 37, 112
115, 116, 127, 129, 130, 131, 137, 138, 142, holocausto 264
143, 152, 155, 159, 175, 182, 186, 198, 204, homicida 200, 201
221, 231, 232, 234, 247, 248, 295, 301, 310, humanismo 106
314, 318, 322, 323, 325 humano 264, 273, 274, 277
funcionario 46, 174
funcionarios 39, 43, 46, 47, 53, 64, 67, 107, 135, identidad 84, 146, 147, 264, 267, 268, 269, 270,
141, 153, 157, 174, 179, 227 273, 275, 292, 297, 298, 299
funciones 99, 101, 129, 140, 150, 233, 247, 282, identidades 262, 263, 264, 266, 268, 269, 270,
326 271, 272, 273, 274, 276
fundacional 146 iglesia 135, 147, 188, 209, 255
fundador 46, 191, 192, 196, 200, 201, 202, 204, iglesias 257
206 igualdad 25, 27, 29, 30, 32, 33, 34, 36, 37, 38, 40,
44, 48, 49, 50, 53, 54, 55, 63, 110, 111, 112,
genética 30, 31 239, 245, 251, 252, 265, 268, 269, 270, 281,
genético 31, 33 283, 290, 291, 299, 322
genocidio 263, 264, 265, 274, 277 igualitaria 111, 237, 253, 269
genocidios 274 igualitario 30, 111, 265, 270, 272, 274, 276
geometría 105 igualitarismo 102
germen 218 igualitarista 114
gobernadas 134 ilustración 79, 80, 81, 89, 90, 96
gobernado 30, 62, 63, 146 ilustraciones 80, 89

352
ilustrada 80 interpretarse 66, 75, 85, 186
ilustradas 79, 80 interregno 145, 148, 155, 156
ilustrado 51, 79, 183 intuición 101, 164, 180, 253, 266, 267, 298, 311,
imaginable 270 321
imaginación 38, 103, 104, 117, 193, 195, 236 intuiciones 38, 111, 115, 132, 145, 147, 153,
imaginada 101 258, 297
imaginadas 104 intuicionismo 289
imaginado 111 intuicionista 289
imaginamos 141 irracional 71, 173
imaginan 236 irracionales 174
imaginar 31, 110, 115, 116, 117, 151, 270, 311 irracionalidad 173
imaginaria 101, 106, 111, 116 iusfilosófica 137, 256
imaginarias 99, 101, 102, 103, 113, 115, 117 iusfilosóficas 81
imaginarnos 246 iusfilosófico 50, 52, 81, 138
imaginarse 43 iusnaturalismo 57, 80, 131
imaginativa 85, 99, 103, 115, 116, 117, 119 iusnaturalista 131, 164
imaginativas 116, 130 iusnaturalistas 129
imaginativo 112, 118
imaginativos 101, 110, 271 judaísmo 264, 273
imparcial 245, 248 judicial 26, 28, 29, 31, 32, 75, 180, 319
imparciales 245, 247 judiciales 39, 52, 192, 204, 207, 322
imparcialidad 45, 47, 54, 82, 108, 225, 292, 293, judíos 192, 194, 197, 232, 264, 269, 271
326 jueces 24, 25, 26, 39, 47, 48, 51, 52, 53, 55, 66,
imparcialmente 218 72, 74, 75, 114, 132, 184, 185, 210, 219,
imperativa 209 221, 222, 245, 319
imperativo 83, 85, 86, 89, 131, 273 juez 23, 42, 52, 55, 64, 65, 74, 91, 104, 132, 183,
imperativos 220, 234 184, 185, 210, 234, 238, 239, 240
incompatibilismo 313 juicio 26, 27, 40, 45, 46, 48, 53, 59, 73, 74, 75,
inconmensurable 254 76, 108, 125, 127, 129, 133, 134, 142, 165,
inconstitucional 51, 182 235, 238, 239, 297, 306, 313, 315, 319, 321
inconstitucionales 181 juicios 23, 24, 26, 40, 43, 44, 47, 52, 59, 60, 68,
inconstitucionalidad 180, 181 72, 73, 74, 75, 76, 126, 127, 129, 131, 132,
injustas 291, 319 133, 134, 141, 236, 240, 305, 311, 323, 324
injusticia 29, 31, 34, 141, 218, 221, 224, 227, jurídica 26, 27, 40, 43, 44, 49, 54, 58, 95, 137,
245, 246, 299, 319 183, 213, 218
injusticias 322 jurídicas 184, 185
integridad 36, 37, 48, 49, 53, 93, 95, 132, 149, jurídico 39, 58, 61, 64, 84, 95, 127, 128, 132, 133,
244 134, 135, 136, 140, 154, 165, 166, 176, 179,
intención 30, 46, 64, 111, 117, 165, 173, 180, 184, 187, 215, 216, 218, 219, 220, 221, 225,
232, 243, 275, 283, 308, 318, 323 234, 257, 264, 270, 278, 295, 296, 316, 318,
intencional 168, 169, 274 321, 323, 324, 325, 326
intencionalidad 169, 288 jurídicos 32, 89, 96, 184, 209, 210, 211, 212,
intenciones 245, 309 214, 217, 218, 219, 220, 221, 274, 277, 314,
internalismo 99, 103 322
internalista 103 justicia 25, 29, 31, 34, 36, 43, 44, 45, 54, 70, 72,
interpretación 23, 27, 45, 51, 54, 55, 66, 69, 71, 76, 95, 99, 100, 102, 107, 108, 109, 110,
74, 81, 92, 93, 111, 132, 139, 142, 148, 153, 111, 113, 114, 126, 129, 131, 136, 140, 153,
158, 159, 164, 167, 180, 182, 185, 186, 202, 164, 188, 194, 218, 221, 222, 232, 233, 237,
209, 214, 235, 242, 246, 253, 257, 300, 305, 238, 241, 243, 244, 245, 246, 247, 248, 252,
308, 312, 315, 325 253, 256, 266, 281, 282, 283, 284, 285, 286,
interpretaciones 37, 42, 74, 79, 132, 221, 239, 289, 290, 291, 292, 293, 297, 300, 317, 320,
245, 246 322, 325
interpretada 286 justificación 26, 34, 45, 53, 58, 61, 62, 65, 84, 94,
interpretado 152, 166 108, 110, 112, 142, 165, 167, 168, 169, 173,
interpretar 23, 45, 51, 52, 117, 167, 168, 173, 238, 241, 242, 244, 246, 249, 264, 283, 286,
235, 282, 324 287, 288, 289, 298, 305, 306, 307, 308, 309,
interpretara 75 310, 311, 316, 317, 318, 320

353
justificaciones 85, 137, 316 maniqueísmo 266, 267
justificada 64, 142, 194, 314 matemática 240
justificadas 53, 137, 310 matemáticos 240, 262
justificado 73, 93 matrimonio 32
justificados 27, 43, 44 media 257
justifican 23, 25, 183, 306, 316 medieval 147
justificando 201 medievales 43, 46
justificar 26, 27, 46, 71, 94, 102, 108, 110, 135, medioevo 147
149, 167, 168, 169, 170, 172, 174, 183, 213, mental 165, 166, 167, 168, 169, 170, 172, 175,
235, 246, 263, 273, 316, 318, 319 176, 236
justificaría 26 mentales 30, 170, 174, 326
justificativa 108, 111, 168, 226 mente 40, 48, 70, 86, 104, 111, 115, 138, 171,
justificativo 108, 172 213
justificativos 309 mentira 200, 206, 241
justificatoria 58 mercado 25, 286, 323
meta-ética 24, 131
Kulturkampf 252, 255, 257 metafísica 52, 69, 79, 83, 88, 89, 90, 154, 306,
310
law 32, 139, 252, 256, 258 metafísicamente 90, 91, 159
legalidad 24, 25, 32, 36, 43, 44, 45, 46, 47, 48, metafísicas 81, 88, 258, 302, 311
49, 50, 51, 52, 53, 54, 55, 134, 143, 180, metafísico 79, 91, 290
221, 223, 226, 227, 317, 326 metafísicos 79, 86, 95, 146
legalismo 227 método 38, 67, 109, 112, 211, 212, 322, 323
legislador 156, 171, 172, 174, 243, 296, 317, 319 metodología 24, 38, 50, 57, 60, 62, 67, 68, 70,
legisladores 46, 129, 327 71, 72, 80, 91, 93, 109, 136, 140, 141, 142,
legislativa 296 144
legislativo 51 metodológica 58, 71, 72, 135, 141, 165
legislativos 155 metodológicas 58, 90, 141, 142, 171
legislatura 26, 39, 52 metodológico 53, 57, 58, 67, 76, 79, 143, 167
legislaturas 39 metodológicos 57, 140
ley 30, 46, 48, 49, 55, 68, 70, 72, 83, 84, 85, 92, métodos 23, 24, 27, 40, 91, 128, 322
108, 126, 128, 129, 130, 131, 132, 135, 136, miembros 232
137, 139, 140, 141, 142, 143, 149, 154, 158, mimética 196, 198
171, 172, 173, 176, 181, 185, 186, 212, 218, miméticas 199
221, 223, 227, 233, 234, 235, 237, 238, 239, miméticos 196
241, 242, 243, 244, 245, 246, 247, 248, 255, mimetismo 199, 203
256, 288, 315, 317, 318, 319, 326 mito 159, 194, 195
leyes 27, 31, 41, 42, 46, 48, 53, 104, 107, 130, moderna 131, 154, 282, 296
133, 138, 149, 154, 167, 173, 174, 176, 185, modernidad 264, 294, 297, 298
211, 214, 215, 218, 220, 221, 225, 234, 235, modernización 302
237, 238, 239, 240, 241, 242, 243, 244, 245, moderno 135, 257, 262
246, 247, 248, 254, 255, 291, 309 modernos 129, 184, 234, 284, 286
liberal 253, 263, 300 monarca 171, 194, 257
liberales 53, 253, 289, 297, 317 monarquía 150, 226, 227
liberales-democráticos 283 monarquías 148, 227
liberalismo 38, 109, 114, 143, 211, 251, 253, monismo 82, 83, 89, 254
258, 281, 282, 283, 285, 289, 290, 297, 306 monista 82, 96
libertad 25, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 36, 38, moral 23, 24, 26, 38, 39, 40, 42, 47, 48, 49, 50,
41, 49, 51, 53, 54, 55, 63, 70, 76, 83, 84, 85, 51, 57, 65, 80, 81, 82, 83, 84, 85, 86, 87, 88,
86, 87, 88, 180, 185, 187, 188, 204, 252, 91, 93, 94, 95, 96, 102, 114, 115, 128, 131,
253, 254, 256, 261, 262, 276, 282, 283, 284, 132, 140, 142, 143, 145, 166, 170, 171, 172,
289, 290, 291, 294, 296, 297, 306, 307, 309, 174, 175, 176, 177, 185, 203, 206, 209, 210,
312, 316, 317, 318, 319 211, 214, 215, 216, 217, 218, 219, 220, 221,
libertades 237, 284, 291, 297 222, 223, 224, 225, 226, 231, 232, 233, 234,
libertaria 111 244, 246, 247, 248, 253, 262, 263, 264, 267,
libertarios 27 268, 275, 276, 277, 278, 282, 284, 287, 289,
290, 292, 297, 298, 299, 300, 302, 305, 306,

354
307, 309, 310, 311, 312, 314, 315, 317, 318, norma 64, 66, 79, 165, 187, 212, 216, 236, 273,
319, 320, 321, 322, 323, 324, 325, 326, 327 277, 288, 315
morales 23, 24, 26, 33, 40, 47, 48, 51, 53, 76, normar 267
91, 92, 94, 96, 116, 117, 118, 126, 128, 129, normas 65, 66, 67, 68, 72, 79, 89, 92, 93, 115,
132, 135, 139, 172, 177, 185, 209, 212, 215, 125, 138, 142, 155, 165, 168, 172, 179, 181,
217, 218, 219, 222, 224, 225, 226, 232, 261, 182, 186, 187, 188, 213, 215, 216, 217, 218,
262, 277, 285, 290, 291, 293, 294, 298, 299, 219, 220, 222, 226, 227, 248, 252, 261, 262,
300, 302, 309, 313, 315, 320, 321, 322, 323, 267, 273, 276, 277, 284, 286, 287, 288, 291,
325, 326 293, 294, 295, 296, 297, 299, 300, 301, 302,
moralidad 24, 83, 88, 125, 126, 127, 128, 152, 317, 319, 322, 323, 324, 325, 326, 327
210, 213, 217, 219, 222, 227, 285, 289, 292, normativa 26, 40, 44, 59, 60, 63, 65, 79, 125,
298, 299, 305, 307, 313, 322, 324, 325, 326, 126, 128, 133, 137, 140, 142, 144, 146, 209,
327 233, 281, 282, 284, 285, 286, 291, 294, 297,
motivación 72, 76, 89, 99, 102, 103, 128, 217, 298, 300, 302, 315, 326
277, 289, 291, 298, 315 normatividad 60, 64, 70, 89, 136, 140
motivacional 71, 75, 99, 103 normativista 68, 165
motivacionales 101, 102, 119 normativo 33, 40, 61, 64, 76, 84, 85, 91, 128,
motivaciones 71, 75, 100, 103, 118, 282, 285, 131, 132, 134, 138, 144, 145, 148, 154, 159,
286, 290, 316 219, 269, 282, 287, 288, 289, 290, 291, 292,
mundos 101, 104, 108 294, 296, 297, 299, 300, 301, 323, 324
musulmanes 269
obedecen 163, 164, 171, 175
nación 200, 204 obedecer 67, 70, 100, 133, 145, 163, 164, 165,
nacional 51, 262, 264, 270, 314 166, 169, 171, 172, 174, 217, 218, 220, 243
nacionales 80, 273 obedecidas 156
nacionalista 258 obedecido 59, 156
natural 29, 47, 69, 70, 85, 106, 129, 131, 146, obediencia 85, 145, 146, 153, 154, 155, 156, 159,
149, 150, 169, 219, 227, 237, 245, 271, 312, 163, 164, 165, 166, 167, 170, 171, 172, 174,
313 175, 176, 177, 243, 244, 245, 273
naturales 31, 32, 33, 41, 69, 105, 115, 155, 175, obediencia, 171
215, 269, 310 objetiva 93, 95, 310, 312, 313
objetividad 24, 88, 90, 91, 92, 93, 95, 96
naturaleza 27, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 36, 41, 42, objetivo 43, 58, 61, 67, 80, 165, 175, 182, 184,
46, 47, 53, 63, 64, 73, 85, 99, 100, 101, 104, 206, 221, 239, 253, 317
106, 107, 117, 118, 126, 127, 128, 137, 147, obligación 39, 89, 141, 144, 163, 172, 216, 217,
148, 149, 153, 170, 175, 184, 186, 197, 209, 220, 221, 244, 245, 314, 315, 317, 318, 319,
210, 211, 212, 214, 215, 217, 218, 219, 220, 320, 321
226, 227, 234, 236, 237, 238, 239, 240, 244, obligaciones 107, 139, 216, 217, 219, 220, 231,
246, 247, 253, 255, 269, 276, 283, 289, 290, 235, 237, 243, 244, 246, 247, 248, 299, 314,
310, 313, 319, 325 317, 318, 319, 320, 321
naturalezas 218 occidental 263, 273
naturalista 91, 129, 307 occidente 101
naturalística 312, 324 of 139, 252, 256, 258
nazi 203, 258 oficiales 46, 48, 64, 66, 67, 169
nazis 43 opresión 141, 224, 285
necesidad 68, 70, 71, 72, 86, 92, 94, 95, 101, opresivo 141
103, 104, 105, 106, 112, 113, 142, 148, 153, orden 154, 234, 257, 296
187, 214, 215, 216, 217, 218, 224, 225, 236, ordenamiento 84, 140, 264, 270, 278
269, 274, 289, 295, 298, 300, 305, 308, 311, ordenamientos 32, 89
319, 322 original 99, 104, 107, 108, 109, 110, 111, 113,
negligente 320 287, 301
neutral 25, 28, 29, 33, 34, 40, 59, 61, 135, 137,
286, 302 participante 24, 58, 59, 60, 61, 64, 70, 136, 137,
neutrales 28, 30, 292 286
neutralidad 59, 67, 70, 143, 212, 213, 301, 302 participantes 67, 73, 137, 138, 240, 287, 288,
neutro 27 291, 292, 295
participe 73

355
pasión 56, 81, 107, 176, 199 221, 222, 223, 282, 283, 287, 292, 293, 298,
pasiones 106, 107, 113, 118, 145, 153, 170, 176, 299
235, 272 principios 111, 218, 222, 283, 284, 285, 292
penal 243, 305, 315, 316 procedimental 86, 96
penales 44 procedimentalmente 89, 95
penas 42 procedimiento 68, 82, 86, 92, 93, 108, 148, 284,
persuasión 85 301
persuasiva 62, 222 procedimientos 69, 82, 94, 130, 139, 146, 185,
pluralidad 159, 254, 256, 257, 281, 283, 286, 286, 287
300, 302 procesal 284
pluralismo 38, 43, 81, 251, 252, 253, 254, 255, proceso 32, 44, 52, 54, 74, 80, 81, 82, 104, 155,
256, 257, 258, 259, 265, 270, 284, 285, 290, 166, 197, 199, 200, 201, 203, 204, 205, 223,
301, 302 262, 267, 282, 288, 293, 295, 296, 297, 298
pluralista 213, 252, 257, 258, 259, 262, 273, procesos 96, 195, 201, 287, 293, 297, 301, 302,
276, 284 310, 311
pluralistas 258 procesual 295
poder 51 progresista 51
política 28, 29, 30, 38, 39, 45, 48, 50, 51, 52, 53, prójimo 198, 216, 267, 269, 273
54, 63, 80, 93, 95, 100, 104, 114, 125, 138, prójimos 262, 263, 265, 267, 268, 269, 270, 272,
140, 146, 147, 148, 151, 166, 171, 179, 185, 273, 276, 277, 278
234, 235, 242, 251, 253, 254, 255, 256, 257, promesa 48, 149, 152, 157, 203, 217, 317, 319
258, 266, 267, 272, 278, 282, 283, 284, 285, promesas 149, 217
286, 289, 291, 293, 294, 295, 296, 297, 300, prometa 130
301, 302 promete 54, 57, 234, 236
políticas 25, 32, 39, 47, 50, 52, 61, 62, 63, 81, prometer 157, 158
111, 132, 138, 139, 142, 154, 159, 210, 217, prometido 152
227, 235, 247, 248, 264, 267, 269, 273, 281, prudencia 188, 195
283, 284, 295, 301, 318 prudente 237
posibles 101, 104, 108 prudentes 46
posición 99, 104, 107, 108, 109, 110, 111, 113, pública 47, 142, 171, 192, 194, 285, 292, 297,
287, 301 300, 301
positivismo 46, 47, 48, 50, 51, 52, 53, 54, 57, 58, público 42, 47, 175, 177, 179, 181, 183, 200,
60, 62, 68, 76, 80, 91, 92, 95, 125, 126, 127, 219, 241, 242, 252, 267, 281, 283, 292, 297,
128, 129, 131, 132, 133, 134, 136, 138, 140, 321
141, 142, 143, 144, 167, 209, 210, 211, 212,
213, 217, 224, 225, 226, 233, 242 racional 80, 82, 83, 89, 92, 93, 159, 237, 246,
positivismos 232 281, 283, 284, 286, 287, 288, 289, 290, 291,
positivista 47, 57, 60, 76, 127, 128, 129, 133, 292, 293, 294, 295, 302, 310, 324
134, 136, 140, 141, 142, 143, 144, 226 racionales 75, 83, 88, 89, 95, 108, 171, 177, 276,
positivistas 45, 47, 48, 50, 51, 53, 80, 127, 128, 283, 294, 298, 301
129, 134, 142, 143, 144, 210, 211, 212, 233 racionalidad 59, 70, 71, 74, 75, 79, 82, 84, 234,
postmoderna 93, 251 235, 236, 237, 238, 239, 241, 281, 286, 289,
postmodernos 252 293, 298, 301, 305, 311
practica 195 racionalismo 81, 94, 253, 254
práctica 26, 27, 28, 29, 39, 40, 43, 44, 49, 53, 54, racionalistas 81
58, 59, 65, 81, 93, 95, 137, 183, 318 racionalización 140, 302
prácticas 23, 61, 64, 138, 159, 184, 185, 309, racionalizado 159
312, 323 racionalizando 302
pragmático 69, 167, 256, 311 rango 232, 262, 265, 267, 268, 269, 270, 273,
pragmatismo 91, 257 274, 276, 277
presuposición 156, 210, 262, 325, 326 razón 26, 37, 46, 47, 49, 59, 64, 70, 71, 74, 75,
pretensión 26, 39, 40, 50, 51, 62, 66, 69, 70, 73, 81, 83, 85, 86, 87, 89, 92, 99, 103, 106, 115,
82, 83, 84, 90, 92, 94, 96, 130, 140, 210, 130, 142, 149, 163, 165, 169, 170, 173, 174,
220, 222, 242, 253, 255, 265, 282, 283, 290, 175, 176, 179, 184, 200, 205, 206, 207, 211,
296, 299, 320, 322, 324 212, 213, 219, 225, 227, 234, 235, 237, 239,
pretensiones 24, 25, 27, 36, 39, 40, 41, 43, 44, 240, 241, 242, 243, 244, 245, 247, 248, 252,
50, 58, 62, 74, 76, 81, 96, 99, 102, 115, 220,

356
253, 254, 258, 278, 283, 288, 289, 295, 300, republicanismo 147, 255, 286
307, 318, 320 resentimiento 310, 312
razonabilidad 60, 63, 84, 94, 130, 219, 225, 232, resistencia 85, 99, 115, 116, 117, 119
235, 239, 284 respeto 72, 85, 171, 185, 187, 237, 262, 268, 273,
razonable 110, 113, 173, 176, 182, 232, 236, 239, 277, 283, 322, 325
242, 245, 267, 278, 285, 291, 292 respetuoso 185, 263, 265, 268, 269, 270, 273,
razonablemente 70, 94, 170, 235, 245, 252, 290, 277, 278
300 respetuosos 251, 277
razonables 109, 130, 237, 251, 252, 285, 299 responsabilidad 25, 27, 38, 86, 210, 264, 267,
razonamiento 75, 90, 91, 93, 104, 105, 106, 149, 305, 306, 307, 308, 309, 310, 311, 312, 313,
168, 183, 234, 237, 239, 240, 285, 289, 324 314, 315, 316, 317, 318, 319, 320, 321, 322,
razonamientos 27 323, 324, 325, 326
razones 27, 31, 44, 46, 47, 48, 50, 52, 60, 61, 62, responsabilidades 55, 142
65, 66, 67, 71, 72, 74, 75, 84, 99, 103, 104, responsabilizarla 324
114, 125, 126, 134, 137, 143, 165, 167, 168, responsable 25, 26, 84, 194, 306, 307, 308, 312,
169, 171, 172, 173, 174, 183, 184, 185, 211, 313, 314, 315, 317, 320
212, 213, 217, 218, 220, 222, 234, 235, 237, responsables 35, 185, 306, 311
239, 242, 246, 251, 252, 253, 256, 258, 274, revisión 28, 29, 31, 32, 319
286, 287, 295, 305, 308, 315, 316, 318, 320, revolución 53, 104
326, 327 rule 139, 252, 256, 258
reacciones 87, 88, 104, 145, 310, 311, 313, 326
reactivas 305, 310, 311, 312, 313, 314, 324 sacrifica 195
reactivo 326 sacrificada 29
realismo 91, 94, 114, 175, 199, 202, 242 sacrificado 25
realista 202, 220 sacrificador 200
realistas 64, 216 sacrificar 57, 289
reconocimiento 35, 39, 40, 42, 61, 64, 65, 66, 67, sacrificaremos 118
70, 71, 104, 138, 140, 141, 157, 158, 205, sacrificial 195
206, 212, 219, 252, 254, 255, 269, 282, 283, sacrificiales 201
284, 285, 288, 291, 292, 293, 294, 296, 297, sacrificio 264, 273, 274, 277
298, 299, 300, 302, 315, 325 seguridad 47, 106, 188, 234, 235, 236, 238, 241,
reflexión 32, 38, 55, 75, 79, 81, 82, 83, 84, 86, 243, 244, 246, 247
88, 100, 102, 103, 112, 119, 191, 234, 237, semántica 30, 134, 143
261, 273, 282, 288, 290, 298, 305, 316 semánticas 30
reflexionado 96, 114 semántico 30, 128
reflexionan 24, 150 sentimiento 83, 102, 152, 175, 309
reflexionando 113 sentimientos 312, 324, 326
reflexionar 38, 91, 158, 215, 220, 251, 255 separabilidad 80, 125, 128, 133, 141, 209, 211,
reflexiones 24, 58, 89, 93, 117, 141, 198, 281 212, 213, 214, 215, 216, 224, 227
regla 183, 213, 218 separable 30, 72
reglas 41, 49, 50, 53, 60, 61, 64, 65, 67, 116, 136, separación 127, 128, 143, 209
137, 139, 140, 141, 143, 153, 155, 156, 157, sería 232
158, 159, 166, 170, 172, 180, 181, 182, 183, sistema 39, 58, 61, 64, 95, 127, 128, 132, 133,
184, 185, 186, 187, 214, 218, 219, 221, 223, 134, 135, 136, 165, 166, 176, 179, 184, 187,
224, 226, 227, 231, 232, 233, 237, 238, 245, 215, 216, 218, 219, 220, 221, 225, 295, 316,
246, 247, 254, 267, 276, 291, 292, 293, 294, 318, 321, 323, 324, 325, 326
295, 318 sistemas 89, 96, 184, 209, 210, 211, 212, 214,
religión 264 217, 218, 219, 220, 221, 274, 277, 314, 322
religiones 34, 79 soberana 52
religiosa 70, 80, 204, 206, 219, 264, 287 soberanía 148, 149, 150, 151, 154, 155, 157, 235,
religiosas 142, 202 252, 254, 255, 256, 258, 290, 296, 297
religioso 191, 196, 271 soberano 52, 85, 104, 107, 151, 154, 155, 156,
religioso-metafísicos 92 158, 159, 233, 234, 238, 243, 244, 245, 246,
religioso-política 266 247, 248
religiosos 261, 262 soberanos 248
república 105, 179, 180, 181, 186, 265, 314 social 28, 29, 39, 59, 65, 318
republicana 147, 254 sociales 23, 64, 312

357
socialismo 258 142, 143, 159, 188, 191, 198, 206, 209, 212,
socialistas 263, 265 217, 221, 246, 253, 254, 256, 268, 269, 270,
socialización 298, 302 272, 283, 286, 289, 297, 315, 319, 320, 321,
sociedad 47, 52, 66, 69, 85, 94, 101, 102, 104, 323, 324
105, 106, 109, 111, 114, 133, 138, 140, 141, valoración 59, 126, 177, 225, 227, 270, 299, 302,
143, 145, 148, 150, 153, 154, 156, 159, 179, 306, 315, 320, 321, 323
185, 193, 200, 202, 204, 210, 213, 219, 223, valoraciones 261, 262, 314, 315
237, 238, 242, 245, 251, 255, 257, 258, 259, valorar 276
266, 271, 283, 284, 285, 286, 290, 291, 292, valorativas 68, 295, 319
297, 299, 300, 301, 302, 310, 321, 322 valorativos 273, 278
sociedades 81, 82, 84, 114, 126, 134, 193, 195, valores 25, 27, 29, 30, 31, 33, 34, 36, 37, 38, 43,
196, 200, 201, 202, 223, 233, 262, 272, 281, 44, 45, 48, 49, 50, 54, 55, 62, 68, 70, 71, 72,
283, 284, 286, 302, 327 112, 131, 133, 134, 138, 139, 140, 143, 170,
societas 256, 257, 258 171, 176, 177, 185, 187, 188, 206, 214, 218,
subjetiva 87 251, 252, 253, 254, 255, 263, 267, 268, 270,
subjetivamente 316 273, 274, 277, 283, 285, 286, 289, 291, 292,
subjetividad 24, 87, 104, 170, 288 297, 321, 322, 325, 326
subjetividades 79, 83 vigencia 84, 85, 130, 296, 306, 309, 317, 320,
subjetivo 24, 173 323
subjetivos 253 vigente 85, 316
vigentes 85, 300, 319
totalitaria 202 violencia 27, 191, 192, 193, 194, 195, 196, 198,
totalitario 76 199, 200, 201, 202, 203, 204, 206, 207, 247
totalitarismo 202 violencias 191, 192, 193, 200
tradición 36, 45, 46, 58, 69, 75, 89, 104, 114, violenta 194, 196, 198, 199
126, 129, 139, 146, 147, 212, 233, 234, 235, violentada 166
236, 248, 255, 258, 264, 269, 272, 281, 282, violentamente 306
284, 289, 290, 295, 298 violentas 199, 278
tradiciones 45, 69, 79, 92, 139, 214, 272 violento 27
tuviesen 232 violentos 193
virtud 33, 35, 36, 37, 46, 47, 53, 54, 83, 84, 87,
universal 84, 201, 205, 219, 225, 240, 242, 252, 89, 95, 96, 109, 116, 138, 139, 140, 153,
254, 293, 300 181, 184, 195, 211, 238, 256, 265, 272, 291,
universalismo 81, 82, 295 296, 318, 319, 320, 324, 325
universalista 79, 82, 295, 299 virtudes 27, 35, 37, 139, 153, 221, 225, 227, 238,
universalización 107 239, 241, 242, 245, 246, 326
utilidad 47, 69, 110, 158, 289 virtue 218
utilitarismo 157, 158, 272, 289, 290, 298 virtuosa 226
utilitarista 51, 143, 289 volición 70, 176
volitivo 66, 67, 70
validez 59, 60, 64, 70, 71, 73, 74, 79, 92, 103, voluntad 30, 46, 48, 49, 83, 101, 116, 146, 150,
112, 128, 130, 131, 226, 227, 233, 238, 241, 173, 176, 185, 194, 203, 206, 243, 247, 248,
247, 254, 255, 263, 286, 287, 288, 293, 295, 256, 257, 258, 286, 288, 290, 294, 295, 296,
296, 299, 301, 307, 324 297, 302, 307, 309, 310, 311, 312, 317, 318,
válido 288, 320 319, 325
válidos 254, 316 voluntades 149, 150, 318
valor 24, 26, 27, 30, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 40, voluntariedad 316, 323
43, 44, 45, 46, 47, 48, 49, 50, 53, 54, 59, 60,
62, 63, 65, 68, 72, 73, 74, 76, 109, 110, 134, zoon 301

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