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11/12/2017 La Virgen Dolorosa

Santísima Virgen María - Virgen Dolorosa

Indice:
I. El dolor de la Virgen en la infancia y en la pasión de su Hijo
II. Situación actual en la doctrina y en la liturgia:
1. La doctrina
2. La liturgia: a) 15 de septiembre: Virgen de los Dolores, memoria
b) Triduo pascual, c) Ejercicios piadosos, d) Religiosidad popular.
III. Nota histórica.
IV. Conclusión.

Ver también:
Los Siete Dolores de María Santísima
Lecturas de la Misa de este día
Del Oficio: La Madre estaba junto a la cruz
Vía Crucis de la Virgen Dolorosa

Devociones a la Virgen Dolorosa:


Castelpetroso, Italia - Aparición y santuario.
Virgen Dolorosa de Quito -Gran devoción de Ecuador.
Dolores, Hellín, España
Dolorosa, Murcia, España

I. El dolor de la Virgen en la infancia y en la pasión de su Hijo:


El misterio de la participación de la Virgen madre dolorosa en la pasión
y muerte de su Hijo es probablemente el acontecimiento evangélico
que ha encontrado un eco más amplio y más intenso en la religiosidad
popular, en determinados ejercicios de piedad (Vía crucis, Vía
Matris...) Y, en proporción con los demás misterios, también en la
liturgia cristiana de oriente y de occidente. Es curioso cómo estas tres
dimensiones de la piedad están idealmente unidas en la liturgia de rito
romano en el Stábat Mater, atribuido a Jacopone de Todi, secuencia
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nacida en un contexto de intensa religiosidad popular, utilizada de


varias maneras en los ejercicios piadosos y, aunque de forma
facultativa, presente en la liturgia de las horas y en la liturgia de la
palabra de la misa del 15 de septiembre de la Virgen de los Dolores.
Esta singularidad revela que las tres áreas de piedad que hemos
señalado, dejando aparte ciertas intemperancias ocasionales, reflejan
agudamente lo esencial del misterio evangélico.

Pero el dolor de la Virgen, aunque


encuentra en el misterio de la cruz su
primera y última significación, fue captado
por la piedad mariana también en otros
acontecimientos de la vida de su Hijo en los
que la madre participó personalmente. En
general, se suele considerar el dolor de la
Virgen en la infancia de Jesús y no sólo en
su pasión. La meditación cristiana captó y
en cierto modo fue codificando
progresivamente a lo largo de los siglos
siente sucesos dolorosos, siete episodios
bíblicos en los que está atestiguada
expresamente o intuida por la tradición la
participación de María. Se recuerda la
subida al templo de José y de María para
presentar allí a Jesús a los cuarenta días de
su nacimiento, con la relativa profecía del
anciano Simeón: “Una espada atravesará tu alma” (Lc. 2, 34-35).
Espada que es, “según parece, la progresiva revelación que Dios le
hace de la suerte de su Hijo”; espada que penetrando en María le hará
sufrir; espada que penetrando en María le hará sufrir; espada símbolo
del camino doloroso de la Virgen, que en la tradición posterior será
asumida como signo plástico de los dolores sufridos por la madre del
redentor y representada luego en número de siete puñales clavados
en el corazón de la Virgen. El camino de fe de la Virgen se vio muy
pronto marcado por un nuevo suceso doloroso: la huida a Egipto con
Jesús y José (Mt. 2, 13-14). Y una vez más, durante la infancia de
Jesús, el suceso de la pérdida en Jerusalén y la búsqueda ansiosa y
dolorida de María y de José (Lc 2, 43ss), que se concluirá con el
hallazgo del Hijo en el templo, nuevo motivo de meditación y de
interpretación sobre la voluntad de Dios en el corazón de la madre. La
contemplación de la tradición ha querido descubrir en la subida de
Jesús con la cruz al Calvario la experiencia síntesis del camino de fe
de la madre, y aunque los evangelios no mencionan nada de eso, la
piedad tradicional ve también la presencia de María en el encuentro de
Cristo con las mujeres (Lc 23, 26-27). Como ya se ha dicho, es en el
acontecimiento de la crucifixión donde encontramos el significado
primero y último de la Dolorosa: “Estaban en pie junto a la cruz de
Jesús su madre, María de Cleofás, hermana de su madre, y María
Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo que él
amaba, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo:
He ahí a tu madre” (Jn. 19. 25-27a). Y una vez más la devoción de los
fieles quiso prolongar la participación amorosa de la madre en la
muerte redentora del Hijo recordando, como en un díptico, la acogida
en el regazo de María de Jesús bajado de la cruza (Mc 15, 42),
acontecimiento objeto de atención particular por parte de pintores y
escultores, y la entrega al sepulcro del cuerpo exánime de su Hijo (Jn
19, 40-42a).

II. Situación actual en la doctrina y en la liturgia.


1. La doctrina:
La distribución antigua y contemporánea de los aspectos del dolor de
María de Nazaret, más allá del reparto de los misterios que tuvo lugar
en otros siglos que los veneraron por separado, en la sensibilidad
teológica de nuestros días y también, al parecer, en la piedad de los
fieles, no se percibe como una división puntual de compartimientos
estancos, sino que, incluso en la especificación de los diversos
episodios, los dolores se relacionan armónicamente con el camino de
un misterio de fe que conoció el sufrimiento, en comunión total con el
hombre de dolores y abierto a la voluntad de Dios Padre. Tenemos una

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síntesis autorizada de esta nueva mentalidad en el magisterio del Vat


II: “También la Virgen bienaventurada avanzó en esta peregrinación de
la fe y mantuvo fielmente su comunión con el Hijo hasta la cruz, ante la
cual resistió en pie (Jn 19,25), no sin cierto designio divino, sufriendo
profundamente con su unigénito y asociándose a su sacrificio con
ánimo maternal, consintiendo amorosamente en la inmolación de la
víctima que ella había engendrado” (LG 58). En realidad es la
comunión profunda, que en cierto modo se hace consciente, entre la
madre y el Hijo, comunión ligada no solamente a la generación, sino
también a la fe, lo que llevó a María a cooperar en la obra de Jesús
hasta el Calvario: “Concibiendo a Cristo, engendrándolo,
alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su
Hijo moribundo en la cruz, cooperó de un modo muy especial a la obra
del Salvador, con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente
caridad para restaurar la vida sobrenatural de las almas” (LG 61)

Debido a esta participación amorosa y total, María se convierte “para


nosotros en madre en el orden de la gracia” (KG 61). La enseñanza
conciliar ha abandonado de hecho los problemas sutiles y las
objetivaciones ontológicas, explicitando la doctrina mariológica de las
encíclicas papales que se habían ocupado de estos temas con datos
bíblicos y existenciales. Por esta línea ha seguido la investigación,
sirviéndose especialmente de la profundización exegética que subraya
como María junto a la cruz, como hija de Sión, es figura de la iglesia
madre a cuyo seno están convocados en la unidad los hijos dispersos
de Dios, con sus relativas consecuencias, y cómo “en la pasión según
Juan -de tan altos vuelos teológicos- Jesús es el hombre de dolores,
que conoce bien lo que es sufrir (Is 53,3), aquel a quien traspasaron
(Jn 19,37; Zac 12,1). Y paralelamente su madre es la mujer de
dolores... Ella expresa también el modelo de perfecta unión con Jesús
hasta la cruz. Precisamente el estar junto a la cruz, la propia y la de los
demás, es una de las tareas más arduas del amor cristiano, que exige
alegrarse con los que se alegran (Rom 12,15; Jn 2,1: bodas de Caná)
y llorar con los que lloran (Rom 12,15; Jn 19,25: la cruz de Jesús)”.

Esta ejemplaridad de María adquiere nuevos matices de


profundización en las reflexiones de un episcopado como el de
Sudamérica: “En María se manifiesta preclaramente que Cristo no
anula la creatividad de quienes le siguen. Ella, asociada a Cristo,
desarrolla todas sus capacidades y responsabilidades humanas, hasta
llegar a ser la nueva Eva junto al nuevo Adán. María, por su
cooperación libre en la nueva alianza de Cristo, es junto a él
protagonista de la historia”. El misterio de la mater dolorosa, leído en
relación con Cristo y con la iglesia, se convierte en experiencia vital
para el cristiano no sólo respecto al conocimiento de la historia
salvífica, sino también como fuente singular de consuelo y de
esperanza para su vida cotidiana.

2. La liturgia:
a) 15 de septiembre: Virgen de los Dolores, memoria.
En la exhortación apostólica Marianis cultus, Pablo VI, después de
destacar la presencia de la madre en el ciclo anual de los misterios del
Hijo y las grandes fiestas marianas, presenta de este modo la memoria
del 15 de septiembre: “Después de estas solemnidades se han de
considerar, sobre todo, las celebraciones que conmemoran
acontecimientos salvíficos, en los que la Virgen estuvo estrechamente
vinculada al Hijo, como... la memoria de la Virgen Dolorosa (15 de
septiembre), ocasión propicia para revivir un momento decisivo de la
historia de la salvación y para venerar junto con el Hijo exaltado en la
cruz a la madre que comparte su dolor”.

El día después de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, la


ecclesia celebra la compasión de aquella que se mantuvo fiel junto a la
cruz. Esta memoria tiene un formulario propio (trozos bíblicos y textos
eucológicos) para la celebración eucarística y partes propias para la
liturgia de las horas. El contenido de la colecta nos puede ayudar a
captar el significado de esta celebración: el carácter cristológico de la
primer parte (la actio gratiarum) y el eclesilógico de la segunda (la
petitio) colocan inmediatamente la memoria del 15 de septiembre en
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un horizonte de solidez teológica y de amplia visión conciliar. “Señor, tú


has querido que la madre compartiera los dolores de tu Hijo al pie de
la cruz”. El comienzo de la oración alaba al Padre y le da gracias,
porque en la hora de la redención quiso que estuviera presente la
madre de su Hijo y que participara de su obra. La referencia tan clara
al evangelio de Juan (19, 25; 3,14-15; 8,28; 12,32) da a las breves
frases iniciales aquella luz de resurrección que el evangelista quiso
derramar en el relato de la pasión y muerte de Cristo: la cruz, además
de ser instrumento de dolor, es sobre todo un trono de gloria. La madre
participa de esta luz. En efecto, la liturgia del 15 de septiembre
imprime un carácter de glorificación al misterio del dolor de María
(aclamación al evangelio; antífona de la comunión; antífona al Ben.;
antífona de vísperas y lectura breve). De esta forma se sintetizan
líricamente dos grandes temas de Juan: la exaltación (3,14-15; 8,28;
12,32) y la hora de Jesús (7,30; 8,20; 12,20-28; 13,1; 16,13-14). La
presencia de María encuentra para los dos temas su lugar debido, el
lugar querido por Dios. En la colecta esta presencia se subraya por el
sustantivo mater en relación con el Filius: la hora de la exaltación en la
cruz de Cristo es el punto focal del tríptico “Caná-Calvario-Apocalipsis
12", en donde aparece con toda claridad el “ser madre” de la Virgen .
En Caná (Jn 2,1-11) anticipó como madre la inauguración del misterio
del Hijo, invitándole a realizar el primero de los “signos”: origen de la fe
en los discípulos, a quienes hace reunirse junto con ella y con los
hermanos en torno a Cristo (Jn 2,12). Al mismo tiempo, María hizo
anticipar también con este signo, proféticamente, aquella hora que se
mostró en toda su luz cuando el Hijo del hombre reinó desde el
madero y derramó la salvación sobre toda la humanidad. Además,
aquella hora, en la que el Hijo prescindió de su madre (Jn 2,4), la
Virgen se reveló como madre de todos, como madre de la iglesia (en
este sentido hay que leer la oración sobre las ofrendas). Y una vez
más la madre está junto a Cristo en la fe, representados
simbólicamente en Juan los discípulos y los hermanos. En esta fe
contra toda esperanza experimenta profundamente la Virgen la
coparticipación en los sufrimientos del Hijo (“compatientem”, de “pati-
cum”, es el término latino de la “editio typica “ del Misal romano,
traducido a veces impropiamente con “dolorosa”; lo mismo puede
decirse para la oración después de la comunión, en donde
“compassionem B. M.V. recolentes” se ha traducido: “al recordar los
dolores de la virgen María”. No sólo como madre está íntimamente
unida al dolor de Cristo, sino que, como ya hemos observado, lo está
como creyente bienaventurada que ve vacilar los fundamentos de su
fe con la pasión y la muerte. Al mismo tiempo lucha sufriendo,
esperando sólo en aquel que muere. Surge espontáneamente el
recuerdo de Simeón, que había profetizado ya en este sentido: “Una
espada atravesará tu alma” (Lc 2,35, del que encontramos un eco en
la antífona inicial de la misa en el segundo pasaje evangélico ad
líbitum, o sea Lc 2,33-35, y en la segunda liturgia de las horas sacada
del Sermones de san Bernardo), y el recuerdo de su vida de fe que la
había ido preparando para esta realidad: admirable expresión de los
futuros fieles auténticos, que aun en medio del sufrimiento esperan
únicamente en aquel que murió y resucitó. En Apocalipsis 12 parece
estar clara la referencia a Jn 19,25-27. Por lo que se refiere a la
“mujer”, se sabe que los exegetas andan divididos. Sin embargo,
creemos que no está lejos la interpretación que ve en esta “mujer”
tanto a la iglesia como a María : en efecto, “la iglesia y María son entre
sí realidades complementarias, lo mismo que son las dos
complementos insustituibles del mismo Cristo”. La madre del Hijo de
Dios participa con él, en la hora de la historia, en la generación
dolorosa de todos los vivientes, derrotando al enemigo del Hijo del
hombre y participando en su glorificación por esta victoria. En este
sentido el bíblico “viventium mater” (Gén 3,20) es el título perfecto de
la nueva Eva. Madre espiritual y carnal de Cristo cabeza, madre
espiritual de todos los miembros, de todos los hombres. Esta madre es
la primera que ofrece su colaboración personal para completar la
pasión de Cristo en favor de la iglesia, tal como se expresaba la
Mystici Córporis refiriéndose a Col 1,24. Deseo que la liturgia, en la
oración después de la comunión, sugiere que se actúe también parta
la asamblea que ha celebrado la memoria de la Dolorosa como fruto
final. De esta forma la madre se convierte para la ecclesia, que sigue

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luchando aún contra el dragón, esperando la glorificación final, en


signo de una esperanza cierta y en motivo de estímulo.

La petición de la ecclesia es esencial: participar en la pasión de Cristo


con aquella que es su madre y su imagen, anhelando ardientemente
llegar como llegó ella a la glorificación final: “Haz que la iglesia,
asociándose con María a la pasión de Cristo, merezca participar de su
resurrección”. Estamos en el corazón de la liturgia del 15 de
septiembre, la auténtica dimensión cristiana y el sentido último y denso
de la celebración, los mismos motivos que aparecen en el Stábat
Mater. Lo que se vislumbra al comienzo de la colecta encuentra su
petición consecuente en su segunda parte: pasión del Hijo y de la
madre (petición de conglorificación). Estas dos peticiones piden lo
esencial para la vida de la iglesia. Respetan su ya y su todavía no. San
Pablo nos ayuda a profundizar en el sentido de estas súplicas. La
comunión total con Cristo Señor nos da la garantía de participar en su
vida divina (también la antífonas de laúdes y vísperas). El espíritu que
él nos ha obtenido “da testimonio juntamente con nuestro espíritu de
que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos: herederos de
Dios, coherederos de Cristo” (Rom 8, 1-17). Cristo quiso libremente
señalar el camino del hombre participando en todo y para todo de la
vida humana, viviendo un período concreto de acontecimientos,
alegrías y sufrimientos, viviendo hasta el fondo la muerte por la vida.
La comunión con él, ser coherederos con su persona, como la vivió
también la virgen María, supone asumir, iluminados conscientemente
por la fe, la vida de cada día, en donde el límite propio del hombre, el
sufrimiento, es un elemento no accesorio: “Coherederos de Cristo, si
es que padecemos juntamente con él (Rom 8,17). La participación en
la pasión tiene dos perspectivas: personal y comunitaria. Es anhelo por
la continua liberación de toda forma de pecado, de mal, individual y
social. El volver a tomar día tras día la propia cruz (Lc 9,39) y aliviar
com-pasivamente la cruz de cualquier hombre que esté en nuestro
Camino y la de la humanidad de que formamos parte (Lc 10,25-37; Jn
13,34). Pero esta pasión no es fin de sí misma, sino que es para la
vida: “Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo;
pero si muere, produce mucho fruto” (Jn 12,24); y es para la vida sin
fin: “Padecemos juntamente con él, para ser también juntamente con
él, para ser también juntamente glorificados” (Rom 8,17); “si sufrimos
con él, también con él reinaremos” (2 Tim 2, 11). Se trata de la tensión
escatológica hacia la vida de toda la existencia cristiana. Se trata de la
esperanza, que sostiene el ya de la iglesia, mientras camina hacia el
todavía no. Esperanza que se centra esencialmente en la resurrección
de Cristo, el primero de los vivientes (Rom 8, 18-30)

b) Triduo pascual.
Una serena meditación y lectura de la presencia de la Virgen a lo largo
del año litúrgico ha llevado a la constatación de que en el triduo
pascual de la liturgia romana la participación de la madre en la pasión
del Hijo, a pesar de ser un elemento intrínseco del misterio que se
celebra, no ha sido explicitada de ninguna forma. Sin embargo, la
tradición litúrgica de rito bizantino y de otros ritos orientales se muestra
sensible a esta dimensión celebrativa. En la liturgia propia de la Orden
de los Siervos de María, oficialmente aprobada, se ha encontrado una
formo específica que se sitúa ritualmente después de la adoración de
la Cruz el viernes santo. La sobria secuencia ritual que señala cómo la
virgen María está indisolublemente unida a la obra de salvación
realizado por su Hijo, fiel y fuerte hasta la cruz, madre de todos los
hombres, modelo de la iglesia, está compuesta de una admonición a la
que siguen unos momentos de oración en silencio y el canto de
algunas estrofas del Stábat Mater u otro canto debidamente escogido.
En el corazón de la celebración del misterio pascual se pone de relieve
discretamente la primera participación de la humanidad en la pasión
redentora: como para la encarnación, también para la redención, en el
sentido de Col 11,24.

c) Ejercicios piadosos.
1) Inspirándose probablemente en el uso de rezar el rosario, se
difundió en el s. XVII la Corona de la Dolorosa, mejor llamada
inicialmente de los Siete Dolores. En una de las primeras ediciones
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impresas, dicha Corona se compone de elementos rituales que se


mantendrán esencialmente en vigor incluso en nuestros días:
introducción; enunciación de un dolor, un Padrenuestro-siete
Avemarías “en veneración de las lágrimas que derramó la Virgen de
los dolores”, finalmente una parte del Stábat Mater (más tarde se recitó
completo) con una oración para terminar.

2) La Via Matris dolorosae. Para facilitar el modo de meditar los


dolores de María, de forma análoga al Vía Crucis, este piados ejercicio
recuerda a la mater dolorosa pasando de una estación a otra, en la
que se representa cada uno de los siete dolores principales. Su origen
parece remontarse al s. XVIII y se practicó inicialmente y en particular
en las iglesias de los Siervos de María de España. Uno de los
primeros testimonios escritos, conservados hasta hoy, donde se refiere
el método para celebrar la Via Matris, se remonta a 1842.
Normalmente este piadoso ejercicio se practica los viernes de
cuaresma. Desde 1937 hasta los años sesenta, bajo la forma de
novena perpetua, adquirió una importancia muy amplia en Chicago y
en las dos Américas.

3) La Desolada. También este piadoso ejercicio se desarrolló en el s.


XVIII. Nació de la consideración, en cierto modo pietista, de que María
vivió el colmo de su dolor durante la sepultura de su Hijo; en este
período ella se vio realmente “desolada”; por eso, para “com-padecer-
la” algunos estaban en oración desde el atardecer del viernes santo
hasta las dieciséis del sábado santo, así como todos los viernes del
año.

d) Religiosidad popular.
La imagen de la madre vestida de negro manto es una presencia casi
constante en las tradiciones populares que veneran a la Dolora, desde
el comienzo de la devoción hasta nuestros días. Sin embargo, no es
fácil encontrar una documentación exhaustiva que permita recoger las
diversas formas con que la religiosidad popular, entendida en el
sentido más amplio del término, ha expresado y sigue expresando su
devoción a la mater dolorosa. No cabe duda de que en occidente la
devoción a la Dolorosa, antes de encontrar su codificación litúrgica o
en los oficios “de compassione” (desde el s. XV) o en las misas (desde
comienzos del s. XV), encuentra un favor especial en las expresiones
populares. La figura de madre enlutada sigue estando esencialmente
ligada a otra imagen pedagógicamente hegemónica, a su stare
recogido, inmóvil y mudo del evangelio de Juan o al contemplar velado
en lágrimas de Stábat. Lo mismo podemos decir de las formas
religiosas que se desarrollaron después del concilio de Trento,
especialmente de las procesiones dramáticas y escenificaciones
presentes sobre todo, aunque no sólo, en el sur de la península
italiana y en España. Probablemente hoy estas formas, no siempre
administradas directamente por la comunidad cristiana, son las únicas
expresiones periódicas que nos quedan de la religiosidad popular en
que directa o indirectamente se expresa la devoción a la Dolorosa.

III. Nota histórica.


Muy recientemente todavía el editor de la Bibliografía mariana, G.
Besutti, señalaba: “La historia de la piedad cristiana con la virgen
María, que padece con su Hijo al pie de la cruz, no ha sido escrita aún
por completo de forma que comprenda no sólo al oriente, sino a todas
las regiones de occidente. Hay muchos aspectos, incluso importantes,
que están más o menos diseminados por todas partes y que, si no se
han ignorado, al menos no han sido valorados debidamente”. Y en
este contexto refiere cómo en Herford (Paderborn) se fundó en 1011
un oratorio dedicado a “S. Mariae ad Crucem”. Esta cita revela cierto
interés, en cuanto que de alguna manera confirma las observaciones
de Wilmart: hay que poner antes del s. XII el nacimiento de esa
corriente piadosa que se inspira en la meditación compasión de María
al pie de la cruz. Sin embargo, todavía queda por precisar los tiempos
y los lugares en que maduraron las reflexiones de los primeros padres
de oriente y de occidente, las intuiciones poéticas y homiléticas, en
concreto bizantina (por ej., Romanos Melodas, , que fueron poniendo
progresivamente en relación la espada profetizada de Simeón con la
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compasión de la Virgen y su participación en la pasión redentora del


Hijo.

A lo largo del s. XIII se elabora la devoción a la Dolorosa,


precisándose a comienzos del s. XIV como devoción a los Siete
dolores. Pero “el primer documento cierto sobre la aparición de la
fiesta litúrgica del dolor de María proviene de una iglesia local”; en
efecto, el 22 de abril de 1423 un decreto del concilio provincial de
Colonia introducía en aquella región la fiesta de la Dolorosa en
reparación por los sacrílegos ultrajes que los husitas habían cometido
contra las imágenes del crucificado y de la Virgen al pie de la cruz. La
fiesta llevaba por título “Commemmoratio angustiae et doloribus Betae
Mariae Virginis”, según el tenor del decreto conciliar, que decía: “...
Ordenamos y establecemos que la conmemoración de la angustia y
del dolor de la bienaventurada Virgen María se celebre todos los años
el viernes después de la domínica Jubilate (tercer domingo después de
pascua), a no ser que ese día se celebre otra fiesta, en cuyo caso se
transferirá al viernes próximo siguiente”.

En 1482 Sixto IV compuso e hizo insertar en el Misal romano, con el


título de Nuestra Señora de la Piedad, un misa centrada en el
acontecimiento salvífico de María al pie de la cruz. Posteriormente esa
fiesta se difundió por occidente con diversas denominaciones y fechas
distintas. Además de la denominación establecida por el concilio de
Colonia y la que se fijaba en la misa de Sixto IV, era llamada también:
“De transfixione seu martyrio cordis Beatae Mariae”, “De compassione
Beatae Mariae Virginis”, “De lamentatione Mariae”, “De planctu Beatae
Mariae”, “De spasmo atque dolorigus Mariae”, “De septem doloribus
Beatae Mariae Virginis”, etc.

Mientras tanto, el 9 de junio de 1668 se les concedián a los Siervos de


María la facultad de celebrar el tercer domingo de septiembre la “Missa
de septem doloribus B.M.V.” con un formulario que se deduce que es
muy parecido al de 1482. Esta misma es la que, con algunas ligeras
modificaciones, se recoge en el Misal de Pío V el viernes de pasión.
En realidad, la fiesta del viernes de pasión, concedida el 18 de agosto
de 1714 a la Orden de los Siervos, se extendió, por petición de la
misma orden, a toda la iglesia latina bajo el pontificado de Benedicto
XIII (22 de abril de 1727). Además, Pío VII, el 18 de septiembre de
1814 extendió al tercer domingo de septiembre la fiesta de los Siete
dolores con los formularios para el oficio divino y para la misa que ya
estaban en uso entre los Siervos de María. Finalmente, con la reforma
de Pío X, ante el deseo de realzar el valor de los domingos, esta fiesta
quedó fijada el 15 de septiembre, fecha que estaba ya en uso en el rito
ambrosiano, que por no tener la octava de la Natividad de la Virgen,
celebró siempre ese día los dolores de María.

La fiesta del viernes de pasión quedó reducida por la reforma de las


rúbricas de 1960 a una simple conmemoración. El nuevo calendario
promulgado en 1969 suprimió la conmemoración del tiempo de pasión
y redujo a la categoría de “memoria” la fiesta de los siete Dolores de
septiembre bajo el nuevo título de “Nuestra Señora la Virgen de los
Dolores”.

IV. Conclusión.
La historia de esta devoción, como ya se ha observado y como se
deduce igualmente de estas notas, parece trazar una línea curva que
alcanza su apogeo en los períodos de codificación litúrgica. La
ósmosis entre lo popular y lo oficial, aun en medio de los reflujos
pietistas que es posible constatar, conduce a una intensidad difusa del
sentimiento de devoción hacia la mater dolorosa. Precisamente
cuando la ósmosis es mayor es cuando la intensidad aparece más
profunda. Pero es preciso subrayar que el progresivo replanteamiento
litúrgico a lo largo del s. XX, ayudado en este punto por la reflexión
bíblico-patrística, coincide con la “cualidad” de la meditación sobre el
misterio del dolor de santa María, insertándolo en un contexto más
amplio de historia de la salvación; no se contempla ni se venera a la
mater dolorosa solamente para participar conscientemente, en cuanto
personas particulares, en la pasión de Cristo a fin de vivir su
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resurrección, sino que además se hace esto para que María, como
imagen de la iglesia, inspire a los creyentes el deseo de estar al lado
de las infinitas cruces de los hombres para poner allí aliento, presencia
liberadora y cooperación redentora. Además, la Dolorosa puede
recordad a los hombres de nuestro tiempo, inquietos y preocupados
por la esencialidad de las cosas, que la confrontación con la palabra
de la verdad y su manifestación pasa ciertamente por la experiencia de
la espada (Lc 2,35; 14, 17; 33,36; Sab 18,15; Ef 6,17; Heb 4,12; Ap
1,16), que traspasa el alma, pero que abre también a una nueva
conciencia y a una misión renovada (Jn 19, 25-27), que va más allá de
la carne y de la sangre y de la voluntad del hombre, puesto que brota
de Dios (Jn 1, 13).

Fuente: Nuevo Diccionario de Mariología. Ediciones Paulinas.

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