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Con estas palabras, y con otras muchas de igual intención y tono, retrata Antonio
Neira de Mosquera la infancia de lo que llama la "niña literata", después mujer,
igualmente peligrosa por lo inestable y superficial. Pertenecen a un artículo titulado "La
literata" que bajo la sección de Filosofía Social fue publicado en el Semanario
pintoresco español el 18 de agosto de 1850. Y no tendría más importancia si no fuera
porque antecede una cita de Carolina Coronado aunque la alusión crítica a la autora en
el artículo sea ambigua. Además la Coronado en ese mismo año de 1850, el 24 de
marzo, cinco meses antes y en esa misma publicación, ofrece un interesante paralelo
entre Safo y Santa Teresa de Jesús.
Las dos autoras separadas por veinte siglos son para Carolina Coronado “genios
gemelos”. Ambas simbolizan a la mujer que transforma su vehemente pasión en
escritura poética, oponiéndose a un medio declaradamente hostil. Safo diviniza al
amado, Santa Teresa personifica a Dios para amarle. Como dice textualmente:
Por lo que dejan traslucir estas citas espigadas el tono del paralelo es
profundamente apasionado y reivindicador. Las cosas cambian cuando el 9 de junio de
1850, tres meses después, publica en el mismo semanario unas escuetas advertencias
que titula Notas para la mejor inteligencia del paralelo de Safo y Santa Teresa de
Jesús.
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Lo que era amor apasionado de Safo se convierte en la nota segunda en amorosa
honestidad. Lo que era supremo acto de amor, el suicidio, se convierte en la nota
séptima en ritual pagano e incomprensible para la recta moral cristiana, pero virtud
heroica al fin y al cabo. Lo mismo ocurre para Santa Teresa en esta rectificación
apurada. Si se insistió en el cercenamiento de la pasión humana, con igual pasión se
insiste ahora en la condición inequívoca de santa. Es un ser humano, mujer por
añadidura, en teoría, pero santa, indiscutiblemente santa, en la práctica.
¿A qué se debe este sorprendente cambio de opinión? ¿De qué se defiende
Carolina Coronado? Quizá arroje algo de luz considerar brevemente la polémica
entablada desde Francia por Amelié Richard. La intelectual francesa dirige al semanario
una nota en la que acusa a Carolina Coronado de haberse olvidado de las escritoras
francesas, en favor de una mujer iletrada como Santa Teresa. Se publica el 23 de junio,
días después de la aparición de las notas, y culmina gloriosamente con las siguientes
palabras:
Se refiere aquí Carolina Coronado a una vieja distinción retórica que contraponía
ingenium o talento frente a ars o instrucción, es decir ¿el poeta nace o se hace? La
importancia que adquiría uno de los dos elementos en cada época es índice, entre otras
oposiciones igualmente importantes, de una determinada tendencia en la teoría literaria.
Esta oposición adquiere una especial relevancia en el Romanticismo como bien
demostró Abrams en un magnífico estudio titulado El espejo y la lámpara (The Mirror
and the Lamp. Romantic Theory and the Critical Tradition, Oxford University Press,
1953). La atención en este momento se dirige al poeta, es el tiempo de la expresividad,
de la revelación del talento, de las vidas excéntricas tocadas por el genio, de la locura
creativa e iluminadora, en una palabra del ingenium con todos los rasgos del furor
platónico.
Queda atrás el énfasis renacentista en las virtudes de la obra en sí como mimesis,
al abrigo de la autoridad de Aristóteles principalmente. La transgresión final vendrá con
las vanguardias. El arte ya no es ciencia, como demostró Edgard Wind en " Arte y
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anarquía" (Art and anarchy, The Reith Lectures, 1960, Revised and Enlarged, Londres,
Faber and Faber, 1963) es expresión original y arrebatada del genio poético.
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La mujer ha conquistado su independencia hasta donde lo han
permitido las leyes del pudor y del decoro (cit., p. 50).
Es quizá esta presión la que obliga a Carolina Coronado a corregir los posibles
excesos en términos morales cuando redacta las notas para una “mejor inteligencia”.
Pero la sombra de la contención moral ya planeaba sobre la primera entrega. Por
ejemplo cuando presenta a Safo:
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de amor o melancolía erótica, desarreglo nervioso y finalmente furor uterino. No se trata
de la mítica “enfermedad de amor” hija de la melancolía y que protagonizó los
sufrimientos del sentir petrarquista, por ejemplo. La enfermedad de la que habla Philip
Martin es bastante más prosaica.
Los antecedentes históricos de este padecimiento son antiguos y apuntan a la
misma intención. En Egipto la demencia femenina se relacionó directamente con el
útero. Hipócrates recomendaba relaciones sexuales para la curación de la histeria. La
larga procesión de este etcétera, casi fundamentalismo biológico, llega hasta Freud. Pero
lo realmente interesante de este libro, entre lo mucho, es lo que se desprende de todo
esto; la mujer está enferma por naturaleza y de hecho no se tiende a su rehabilitación, se
observa en ella el proceso demencial que nace y vive en su propio cuerpo.
En último término persiste siendo la criatura nerviosa cuya sensibilidad y entrega, sin
duda más amable y conveniente patrimonio también de su naturaleza, ha de conducir
mansamente al benefactor matrimonio, además de justificar la juiciosa tutela legal y
sentimental del varón, ya padre, ya marido.
La locura del hombre, como apunta Philip Martin siguiendo de cerca a Foucault,
es valorada como el signo incomprensible para los mortales del iluminado de los dioses.
De aquí a la inspiración poética sólo queda un paso. La locura de la mujer, en cambio,
es padecimiento natural y sobre todo moral de ahí que sufra una marginación semejante
a la que sufrieron las brujas.
En los mismos términos de vergüenza y enfermedad se expresaba Carolina
Coronado en la cita anterior. Sin embargo a ratos trasluce una imagen luminosa de su
propia intimidad. Su interior se refleja en la simbólica morada interna de Santa Teresa
de quien elige la siguiente cita:
Antes que pase adelante os quiero decir que consideréis qué será
ver este castillo tan resplandeciente y hermoso, esta perla oriental, este
árbol de vida, que está plantado en las mismas aguas vivas de la vida que
es Dios, cuando cae en el pecado mortal, no hay tinieblas más tenebrosas,
ni cosa tan oscura y negra que no lo esté mucho más (p. 92).
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que nace del propio yo. Compárese solamente con la descripción de la enfermedad
amorosa que cité antes:
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Soy mucho para ser del hombre loco;
y para ser de Dios, ¡ay! soy muy poco.
¿Qué soy sino una pobre enredadera,
que en el oscuro patio emparedada
Huye la sombra de que está cercada,
Su cabeza elevando hacia la esfera ?
Pero el rayo de sol, por más que quiera,
No baña su raíz al suelo atada
Huyo el pesar del mundo: aspiro al cielo;
pero el bien celestial no baja al suelo.
Esto es, Camoens, lo único que tengo que deciros que cumpláis
con el deber del genio... Vos sabéis que Dios os ha encargado de
cumplirlo y basta... Ha habido en este siglo grandes héroes. Falta un
poema, escribidlo, olvidad vuestro infortunio. Los poetas como vos no
deben tener ni tiempo para ser infortunados." (11, p. 149)
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En el capítulo siguiente y final el balance es desolador e indicativo dcl
drama íntimo que está viviendo Carolina Coronado. La infanta doña María entra en el
convento. Su padre, Juan III no puede asistir a la ceremonia porque está despidiendo en
ese preciso momento a la flota que zarpa gloriosa. Camoens embarcado mira las aguas
del Atlántico y por rapto de inspiración se le ocurren los primeros versos Os Lusiadas.
Mientras tanto Luisa Sigea, que ha asistido al enclaustramiento de su amiga, le dirige
las siguientes palabras bastante menos jubilosas como se podrá comprobar que las que
le dirigió en la primera parte:
Pero la otra opción para la mujer es otra cárcel. Luisa Sigea, la gran poetisa,
mentora espiritual de Doña María, le trae además una noticia; su intención de contraer
matrimonio con un hombre del que no está enamorada:
Una mujer célibe fuera del claustro es como el arroyo helado que
ni sirve para fecundar los campos que atraviesa, ni sirve para calmar la
sed del pasajero. Las aves huyen de él, las flores no nacen a su orilla, su
murmullo no alegra la soledad. (pp. 467-468).