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Érase una vez un sastre que tenía tres hijos y una sola cabra.

Como la cabra alimentaba con su leche a toda la familia, necesitaba buen


pienso, y todos los días había que llevarla a pacer. De eso se encargaban los
hijos por turno.
Un día, el mayor la condujo al cementerio, donde la hierba crecía lozana, y la
dejó hartarse y saltar a sus anchas. Al anochecer, cuando fue la hora de volver,
le preguntó ¿estás satisfecha? La cabra hizo un gesto de afirmación y ambos
regresaron a casa.
Una vez en casa, la ató en el establo. Sin embargo, bajó el padre y le preguntó
a la cabra si tenía hambre, la cabra contestó que sí. El sastre se enfadó con su
hijo y le dio una paliza.
Lo mismo ocurrió con los otros dos hijos. El sastre, indignado, los reunió a los
tres y les recriminó que eran unos embusteros y que jamás se burlarían más de
él. Después de los golpes que recibieron los chicos se escaparon de su casa y
el sastre se quedó solo con su cabra.
A la mañana siguiente, bajó al establo y redijo
Vamos animalito mío yo te llevaré a pacer. Llevó a la cabra a un gran seto
donde la cabra pació a sus anchas. Cuando la cabra dijo estar llena, cuando ya
no le cabía una hoja más, regresaron a casa.
Cuando llegaron le volvió a preguntar: -¿Estás llena?- La cabra le respondió
- ¡Cómo voy a estar llena si solo estuve en una zanjita sin encontrar una
miserable hoja!
Al oír esto, el sastre creyó volverse loco, pues se daba cuenta de que había
perdido a sus hijos sin motivo.
Siendo yo un jovenzuelo, mi padre solía mandarme todos los días a llevar a la
cabra a pacer. La cabra era un animal muy importante en mi familia, ya que
éramos muy humildes y a la cabra le debíamos nuestro sustento diario.
Yo con gusto la llevaba.
Uno de los días, recuerdo que llevé al animalillo al cementerio. Tras estar toda
la tarde contemplando como satisfacía su apetito, regresamos a casa.
No sé muy bien lo que ocurrió después. No lo entendí. Mi padre me llamó
sinvergüenza, gandul y una serie de improperios que no vienen a cuento ni
mencionarlos. Estaba claro que él creía que lo había desobedecido, no era
cierto.
Los dos días que siguieron a éste a mis hermanos les ocurrió lo mismo.
Finalmente, mi padre nos reunió a los tres y nos comenzó a regañar, gritaba
muy fuerte. Decía que no nos reiríamos más de él. Nos comenzó a golpear
violentamente. Tras esta agresión nosotros pensamos que mi padre se había
vuelto loco y huimos.
.
Voy a relatar la triste historia de cómo llegué a perder a mis hijos.
Era yo más joven que ahora y muy pobre. Tenía tres hijos que alimentar, poco
trabajo y una sola cabra que nos ayudaba a matar el apetito en los días en los
que la carestía de alimento se hacía más presente. Era necesario que nuestra
querida cabra estuviera saludable.
Un día como tantos otros, mandé a mi hijo mayor a llevar a pacer a la cabra.
Ambos partieron y regresaron al anochecer. Cuando llegó a la casa pregunté a
la cabra si estaba ahíta. Ella me contestó que no sólo no lo estaba, sino que
tenía un hambre voraz. Yo regañé a mi hijo y lo alejé de nuestra única fuente
de alimento. -¡Vaya un desagradecido!: la cabra sustentando a todos y él es
incapaz de llevarla a comer una brizna de hierba- pensé.
Al día siguiente mandé a mi chiquillo mediano. Y cuál no sería mi sorpresa
cuando pregunté y descubrí que tampoco había cumplido con el rumiante. Le
recriminé lo que había hecho y lo retiré también de su tarea diaria.
Sólo me quedaba mi pequeño. Éste no me podía fallar. Pero de nuevo mi
cabrita me dijo que no la había llevado a pastar.
Entonces ocurrió mi tragedia: los reuní a todos y les comencé golpear
fuertemente. Descargué toda la ira acumulada en los tres días contra ellos.
Ellos escaparon de mis golpes y no los volví a ver.
Al día siguiente, yo mismo me dispuse a llevar a mi cabra a pastar. La llevé a
un matorral que daba gloria verlo: verde, fresco, abundante... la cabra comió a
sus anchas. Al caer la noche, regresamos.
Una vez en el establo, le pregunté al animal si estaba satisfecho. Dijo que no,
que cómo iba a estarlo si no había probado bocado en todo el día.
Fue entonces cuando me di cuenta de que había perdido a mis hijos en vano.
Toda la vida llevaba sirviendo a la misma familia. Llevaban toda su existencia
ordeñándome y exprimiéndome hasta acabar con mi propia salud. Bien es
cierto que me cuidaban muy bien, me llevaban a los pastos más verdes, tenía
un establo para mí solita… Lo cierto es que llega un momento en la vida de una
cabra en que una tiene que hacer “lo que tiene que hacer” y maquiné un plan
para librarme de ellos.
El plan consistía en comer hasta saciarme pero con una maquiavélica idea:
cuando el padre me preguntara, yo le contestaría que sus hijos no habían
cumplido con su cometido.
Y así fue, día tras día fui engañando a la familia. A unos les decía que ya no
tenía hambre y a mi patrón-jejeje-: que sí.
Uno a uno los fui traicionando, hasta que al final el padre los echó de casa.
Mi plan dio resultado.
Pero como estoy como una cabra y mi cerebro no da para más, al día siguiente
había olvidado que los hijos ya no estaban y le hice lo mismo a mi patrón. Así
que ocurrió lo peor que podía ocurrir: Me echó de casa.

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