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ROBERT MUSIL

LA NOVELA CORTA COMO PROBLEMA

Una vivencia puede conducir a un hombre a la muerte; a otro, puede llevarlo a vivir cinco años en
soledad; ¿cuál de las dos vivencias es más intensa? Así, poco más o menos, se diferencian entre sí la
novela corta y la novela. Un estímulo espiritual súbito y que se mantiene dentro de ciertos límites da
como resultado la novela corta; uno extensivo y orientado a asimilarlo todo* da origen a la novela.
Un escritor de importancia podrá escribir en cualquier momento una novela de importancia, con tal
que disponga de personajes y de una invención que permitan que aquél proyecto sobre éstos su
modo de pensar y de sentir. Pues los problemas que él descubre sólo conceden importancia al
escritor mediocre; un escritor sólido desvaloriza tales dificultades, puesto que su mundo es diferente,
y los problemas se vuelven tan pequeños como las montañas en comparación con el globo. Pero
podría pensarse que sólo como excepción habrá de escribir una novela corta de importancia. Pues
una obra semejante no es él, sino algo que acontece, una conmoción; nada para lo que uno haya
nacido, sino una determinación del destino. En esta vivencia única el mundo se ahonda en forma
súbita, o la mirada del escritor da un giro*; en este ejemplo único, cree ver cómo es todo en realidad:
ésta es la vivencia de la novela corta. Esta vivencia se produce rara vez, y quien intenta evocarla más
a menudo, se engaña. Los que dicen que el escritor podría disponer de ella cuando quiera, la
confunden con los elementos intuitivos corrientes de la escritura, y no la conocen en absoluto. Es
simplemente seguro que sólo es posible vivenciar tales vuelcos una o dos veces; lo que las
experimentan todos los meses (tales naturalezas resultan imaginables), no tendrían su visión del
mundo tan firmemente anclada como para que el desamarre pueda tener alguna importancia.
La construcción de una presunción ideal semejante para la novela corta puede parecer
curiosa, ya que existen autores de novelas cortas, y ésta es un artículo de comercio. Pero es obvio
que aquí sólo se habla de los requisitos externos. Se presupone un ser humano que impone a su
acción las exigencias más firmes; para quien la escritura no es ninguna manifestación vital que haya
que dar por obvia, sino que, en cada oportunidad, se demanda a sí mismo una justificación particular
para la escritura, como para una acción pasional que lo expone (desde la eternidad). Un ser humano
que no cacarea cuando un huevo se está gestando en su interior, sino que puede resguardar
ocurrencias para sí. Que no ha sido destinado sólamente a expresarse poéticamente, sino que también
es un pensador, y sabe en cuáles campañas conviene servirse de un arma y en cuáles de la otra, sin
confundirlas entre sí. Un ser humano que, finalmente, con la displicencia propia de un indio, puede
aceptar que es incapaz de expresar algunas cosas, y que éstas sucumbirán con él. Por cierto que este
ser humano hará incluso, de vez en cuando, un poema; su fantasía no desbordará como una fuente en
un lugar público. Se mantendrá como un extraño y un extravagante; quizás no sea siguiera un ser
humano, sino un algo presente en varios. Si la crítica posee un sentido, es el de no olvidar esta
posibilidad, y de, a veces, echar a un lado todo, incluso lo bello, y de mostrar que es sólo una
callejuela.
Pero, obviamente, el proceder norma exige también una consideración distinta. Las obras
literarias sólo son utopías en una raíz; en la otra son, en cambio, productos económicos y sociales.
No tienen solamente deberes, sino que también son hechos, y aquéllos tienen que tolerar a éstos. Se
escriben dramas, novelas, novelas cortas y poemas simplemente porque existen estas formas
artísticas, porque existe una demanda y porque resultan apropiadas para muchos fines. Las formas
artísticas nacen y mueren, como la poesía épica; y sólo hasta un cierto grado es eso expresión de
necesidades íntimas. En cuestiones estéticas, hay a menudo más de praxis y de necesidad común de
lo que se piensa. Y así como se vuelve con interés la mirada a las pequeñas vivencias hermosas, a
anotaciones de diario, cartas y ocurrencias, y así como en la vida no sólo las tensiones más grandes
tienen valor, así también se escriben novelas cortas. Son una forma rauda de captación. Y no hay que
pasar por alto el hecho de que muchas de las impresiones intensas de la literatura proceden y
debemos agradecérselas a esas novelas cortas. Éstas son, a menudo, novelas pequeñas, o esbozadas
en fragmentos, o bocetos de cualquier clase, en los que sólo se desarrolla lo esencial. Su esencia
puede residir en las acciones sintomáticas de un ser humano, o en las de un poeta; en vivencias, en la
silueta de un carácter o de un desarrollo del destino, que por sí mismos estimulan la representación; y
en muchas posibilidades difíciles de enumerar. Puede contarse aquí lo prodigioso, e incluso lo
suficiente; la belleza más pequeña también legitima finalmente el todo. Exceptuando la exigencia de
colocar lo necesario en un espacio limitado, ningún principio condiciona un carácter formal unitario
del género. Aquí no vive el reino de lo necesario, pero sí de las razones necesarias, pero sí de las
suficientes. Como hay que pensar sobre las tentativas, en lugar de hablar acerca de la importancia
vivencial, de los prodigios estéticos de la novela corta, acerca de la brevedad, de la felicidad en el
diseño, de la exigencia de facticidad o la demanda de elegir un momento representativo, y de algún
otro elementos semejante —colocados junto a lo humano— que hace la dicha de los intermediarios y
agentes artísticos y que ha de señalar la posición del género,

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