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El examen que las teorías del humor no pueden aprobar: “La moza” de Les
Luthiers
Miguel Ángel Santagada
Facultad de Ciencias Sociales, UBA.
Introducción
Una de las pretensiones académicas más postergadas ha sido la de unificar
en un concepto los matices, innumerables e impredecibles, de que están
compuestos el humorismo y la comicidad (Keith-Spiegel, 1972). Para cada
definición abarcadora había tantos casos excepcionales como casos que la
convalidaban. Más alla del ingenio de frases abstractas, como “expresión de
sentimientos contrarios” (Pirandello) o “cobertura de los mecánico sobre lo
viviente” (Bergson, s.f.), que ilustran pero no explican de qué nos reímos cuando
nos reímos, o por qué el humor no es necesariamente una provocación para la
risa, la producción gráfica, literaria y audiovisual se ha caracterizado por correr
permanentemente los límites y dejar obsoletas las definiciones más abstractas y
abstrusas (Escarpit, 1960).
Además, la infructuosa búsqueda de la razón suficiente que vincularía
causalmente la risa y el humor despertó –tardíamente- la sospecha de que el
humor no está sólo en el constructo (chiste, escena, relato, etc.) sino en la
sagacidad o la tolerancia de quien lo festeja o lo reconoce como tal, ya sea que no
se ría o se deshaga a carcajadas. Por ello es que la extensa bibliografía comenzó
a incluir la noción “teorías del humor” para sugerir que la complejidad del problema
se multiplicaba por la intervención inevitable de factores ocasionales tales como la
sorpresa, la buena onda (mood), el contagio, etc. Ciertamente, como estos
factores son a la vez imprevisibles y necesarios, impiden cumplir el desideratum
positivista acerca del carácter predictivo de las teorías científicas.
No obstante eso, posturas como la de Aristóteles o Hobbes fueron
denominadas, respectivamente, “teoría de la incongruencia” y “teoría de la
superioridad”, pues cada una se aplicaba a distintos motores de la comicidad; en
un caso, la (imposible para la razón aristótelica) coexistencia de entidades
ontológicamente incompatibles, y –en otro caso- la jactancia con que se disfruta la
desventura de quien es considerado (aunque no por este mismo motivo) inferior.
Ahora bien, también se encuentran desbordadas estas teorías y sus
variantes (teoría de la sorpresa, de la configuración, de la catarsis, etc.) por la
combinación de recursos audiovisuales y lingüísticos que no sólo ponen en
escena situaciones cómicas (como el equívoco, la torpeza, las ínfulas de los
arribistas, etc.) sino que llevan las creencias del auditorio a una situación que
amenaza su legitimidad. En otras palabras, hay una forma de humor que conduce
al espectador a tomar distancia de sus propias convicciones y a asumir (o
rechazar) el compromiso de relativizarlas. No se trataría sólo de una burla o de
poner el mundo social cabeza abajo, sino de invitar al espectador a revisar lo que
normalmente, hasta el momento en que se topa con el constructo humorístico,
asumía comos opiniones y creencias propias.
El cuadro teatral “La bella y graciosa moza” (1979) de Les Luthiers plantea
estos desafíos: la “torpeza” de uno de los ejecutantes de la agrupación vocal
provoca que se altere de un modo irreverente la letra de un madrigal. Pero en
lugar de volverse ininteligible, la historia original, de este modo, trueca en un relato
obsceno, con, entre otras, referencias a la intervención del caballero (que propone
dinero a cambio de sexo) y a la satisfacción de la moza (“que parece estar muy
triste, sin embargo, le gustó”). Esta imprevista modificación del relato hace del
constructo de Les Luthiers un tipo de espectáculo claramente ajeno a las ofertas
artísticas del conjunto y uno muy diferente de lo que son las expectativas de sus
espectadores. ¿Podría decirse que en este caso Les Luthiers abandona sin más
el refinamiento de su humor sutil, y transgrede sus propia trayectoria?
En este trabajo propondremos tres líneas de interpretación no
necesariamente incompatibles entre sí. Volveremos sobre las denominadas
teorías de humor para mostrar su adecuación parcial a casos como el de nuestro
análisis e ilustraremos nuestro punto de vista con otros constructos tomados del
humor gráfico.
De la risa al humor, pasando por la diversión.
Entre las dificultades que ha planteado el estudio del humor cierta
convicción metodológica que confía en la soberanía absoluta de los textos ocupa
los sitiales destacados. Tal confianza alentó la ilusoria búsqueda de la razón
suficiente que provocaría risa a un universo heterogéneo y variado de lectores,
mediante el artificio mágico que transforma un fragmento literario o un dibujo en un
constructo humorístico1. Pues bien, si lográramos marginar por un tiempo dichas
convicciones, podríamos aceptar que el humor y la risa no tienen vínculos estrictos
ni perdurables, que lo que provocaba risa a nuestros abuelos puede causarnos
consternación o lástima, y que aquello que anoche considerábamos humorístico y
de justificadas pretensiones de refinamiento, antes del alba puede convertirse en
una agresión injustificable y gratuita .
Aunque exagerada, la caracterización de humorística que Lipovetsky (1986)
adjudica a la sociedad posmoderna, tiene el mérito de subrayar junto con el
derrumbe de ciertas pretensiones racionalistas, la aparición de un nihilismo que en
lugar de angustioso o problemático se ha vuelto divertido y bromista. No habría
circunstancias apropiadas ya para la sátira o el humor, que se propone instructivo
o moralista, aunque sobren los motivos. Se ha derrumbado el panteón de los
valores y significados aglutinadores de la modernidad; ya no es gracioso burlarse
del avaro o distanciarse del cándido seguidor de Tartufos. De acuerdo con esta
opinión, también sería variable la relación crítica que el humor mantiene con las
costumbres sociales, con los prejuicios que estigmatizan a los extranjeros, con los
estereotipos de la suegra, etc. Los chistes o las bromas pierden su gracia, porque
los límites sociales de lo aceptable como gracioso alterarían su configuración. En
la posmodernidad de Lipovetsky casi nada dejaría de ser humorístico, lo que es
una comprobación angustiosa de que sólo nos asiste la risa lúdica, como única
manifestación resignada de nuestra propia impotencia. Afortunadamente, la
afirmación de Lipovetsky puede mantenerse en su estado de conjetura para
siempre, pues la propia formulación de su “teoría” nos invita a divertirnos con ella,
1
Como lo que puede ser humorístico es tanto un recuerdo, un chiste, una broma, una situación, una confusión,
una caída, etc., proponemos denominar constructo a todo texto, situación, etc., que aspira a ser humorístico.
Más adelante argumentaremos que lo humorístico depende de una acción de carácter ritual, que enmarca y
puede favorecer la consideración de humorístico para cualquier constructo.
y a no tomarla demasiado en serio, si vamos a aceptar que la clave de nuestra
época sería la diversión hedonista.
Tampoco es estrictamente un problema de decoro o de refinamiento lo que
llevaría a las audiencias a celebrar ciertos textos como humorísticos o a
defenestrarlos como execrables demostraciones racistas, sexistas, etc. Mi
hipótesis pretende que en su larga evolución, el humor en Occidente ha llegado a
ser una condición o propiedad que descubrimos en los textos, cuando, en
general estamos orientados a una forma de diversión o de entretenimiento.
Podemos divertirnos aun con algunas cuestiones que consideramos muy
importantes, pero para ello es necesario tomar suficiente distancia como para
pensar y sentir de modo opuesto al habitual, siquiera por un instante.
En ese sentido, propendemos a considerar humorística una situación dada
porque nos sorprende su ambigüedad, o porque alude a hechos que juzgamos
absurdamente conectados, para lo cual es necesario prestar atención específica a
estas circunstancias, lo que equivale a suspender brevemente nuestras creencias
y opiniones más conspicuas. Hay contextos sociales en los que se facilitan
nuestras facultades para detectar el humor, básicamente aquellos en los que
predomina la intención de diversión o de relax. En esos casos, asistimos a una
suerte de ceremonial (Schechner, 2000) donde el carácter humorístico depende
sólo subsidiariamente de propiedades específicamente cómicas presentes en el
texto o el constructo. En tanto ceremonial, el humor tiene una liturgia, cuyo “éxito”
no está relacionado con la supremacía de los textos, pues depende de la propia
realización, esto es, de la interacción en la que intervienen el celebrante y los
asistentes. Nos presta un ejemplo en el que no habría inicialmente ceremonia de
humor una escena de la película de Chris Columbus, Bicentennial man (El hombre
bicentenario), inspirada en la novela de Isaac Asimov, The postronic man. En el
proceso de humanización del robot Andrew, y en virtud de las complicaciones que
se presentan en el aprendizaje, el amo procura explicar qué es el humor mediante
un método que consiste en contarle chistes breves –por otra parte, constructos
muy trillados– para que Andrew infiera el concepto en términos de una lógica
inductiva. Gracias a su memoria infalible, el robot puede retener los constructos,
pero carece de la habilidad específicamente humana para comprender que lo
humorístico no está incluido en esos breves relatos. En nuestros términos, a
Andrew no se le explica que el ritual humorístico es tan importante como los
constructos, y por ello no llega a convertirse en asistente a la ceremonia, pues no
logra armonizar con el celebrante, ni con los otros asistentes respecto de lo
humorístico de los constructos. No obstante, la tenacidad del androide lo lleva a la
pretensión de convertirse en “celebrante”. En cierta ocasión, al terminar la cena de
sus amos, enuncia una larga retahíla de chistes trillados; su elocución es rápida,
puede hilvanar un chiste tras otro porque él mismo no se ríe, y no advierte que los
demás tampoco festejan sus relatos. Sin embargo, la ceremonia ocurre
inevitablemente en un momento de la tertulia: el robot se muestra como ridículo
para los humanos, dado que aparentemente confundió el humor con el mero relato
de los chistes, y por eso creyó que las historias podían ser humorísticas por la
mera acumulación, y no por las referencias incongruentes o divertidas que
contenían. Los humanos rieron de lo que hizo Andrew, pero no por lo que él
pretendía con sus chistes, sino a pesar de ellos2. En general, podría decirse que
en la ceremonia coinciden celebrantes y asistentes cuando a alguien, más allá de
sus intenciones, le sucede algo que resulta divertido para los demás, y éstos se
ríen de él y no con él.
En el caso del teatro, figuras convocantes como “Les Luthiers” nos eximen
de comentarios, al igual que para el cine “cómico” de Hollywood, podríamos
indicar celebrantes emblemáticos como Steve Martin, Eddy Murphy, o Jim Carrey.
Las revistas humorísticas o las secciones de humor de la prensa gráfica están
suficientemente enmarcadas como para satisfacer la exigencia antropológica de
dejar bien delimitado el espacio de la ceremonia, que el robot Andrew nunca llegó
a comprender.
Bibliografía
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