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Prodavinci
No entiendo por qué Aylan se debía mostrar pero no deben mostrarse las
fotos de las Ramblas. Lo digo en plan bien. Es que no lo entiendo.
Para aquellos que no lo recuerden, Aylan Kurdi era un niño sirio de tres años que
murió ahogado a principios de setiembre de 2015 cuando él, su hermano y sus
padres intentaban llegar a la isla griega de Kos a bordo de una lancha. La
embarcación se volteó, y Aylan, su hermano Ghalib y su madre Rehan murieron. Solo
sobrevivió el padre de familia, Abdullah. Los cuatro huían de la guerra en Siria junto a
otros refugiados.
La fotógrafa Nilüfer Demir, de Doğan News Agency (DHA), llegó a la localidad turca
de Bodram el 2 de setiembre de 2015 poco antes de las 6.00 am y se encontró con el
cuerpo inerte de Aylan en la playa. “En ese momento, cuando vi a Aylan Kurdi de tres
años, me quedé petrificada”, explicó Demir en una entrevista días después. “Aylan
Kurdi estaba muerto, tumbado bocabajo en la orilla, con su camiseta roja y sus
pantalones cortos azules doblados a la cintura. Lo único que podía hacer era lograr
que se escuchara su clamor”, concluía la fotógrafa. Sus fotos, distribuidas por
Reuters y Associated Press, se publicaron en medios de todo el mundo y se
viralizaron rápidamente en redes sociales.
Esta es una de las fotos que tomó Demir, quizá la más conocida:
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De las muchas respuestas que recibió Soto Ivars a su pregunta, una de las más
interesantes fue la de Barbara Celis, periodista española residente en Taiwan y
colaboradora de medios como El País, National Geographic, El Confidencial, entre
otros.
No entiendo por qué Aylan se debía mostrar pero no deben mostrarse las
fotos de las Ramblas. Lo digo en plan bien. Es que no lo entiendo.
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Volveré sobre la clave del argumento de Celis, esa mala imitación que hace la
prensa de la inmediatez que caracteriza a las redes sociales, más adelante.
La duda de Soto Ivars venía a cuento del rechazo expresado por miles de usuarios de
redes sociales hacia los medios que publicaban imágenes de las víctimas de los
atentados de Barcelona. El rechazo iba dirigido, sobre todo, contra las portadas
de las ediciones impresas del viernes 18 de agosto, que los diarios habían
compartido en sus páginas web y cuentas de redes sociales durante la tarde-noche del
jueves 17, a las pocas horas del atentado.
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Como relata en este artículo Alfredo Murillo, editor jefe de Buzzfeed España, el
rechazo fue tal que miles de usuarios aplaudieron a través de comentarios, retuits y
likes la supuesta decisión de un supermercado de la comunidad catalana de Alp, que,
según la imagen posteada en Twitter por @XaviSerrano1, había optado por no vender
“algunos diarios con portadas sensacionalistas y explícitas”.
Un tuit posterior de otra cuenta, que utiliza la misma imagen, acumula más de 11 mil
retuits y más 15 mil likes:
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pic.twitter.com/aBpGHWcMvf
En otro tuit la misma Bárbara Celis señalaba un hilo de Francesc Pujol, director
del Centro MRI (Media, Reputation and Intangibles) y del Programa de Economics,
Leadership & Governance de la Universidad de Navarra. Pujol ofrecía una larga
argumentación contra la publicación de imágenes de lo ocurrido en Barcelona, que fue
secundada por muchos usuarios en Twitter:
En su larguísimo hilo de Twitter –vale la pena leerlo entero– Pujol decía que el rol
de las fotos de conflictos en prensa, al tener carga política, no es otro que el
de fungir de propaganda. Es por eso, dice Pujol, que el debate “no está en si hay
que mostrar o no fotos de muertos por atentados, en general, sino del sentido que
tienen en cada caso”.
Y en ese sentido, según Pujol, “mostrar a los muertos de Barcelona, aquí y ahora
es derrota. Es un paso atrás que nos debilita. La imagen en conflictos es
propaganda. Porque tiene la fuerza que no da el texto. La imagen crea
sentimientos. Mostrar a los muertos es mostrar la derrota en la batalla“.
Es por eso, de nuevo según Pujol, que “aquellos que dicen que mostrar la muerte es lo
que Europa necesita para despertarse y luchar contra el islamismo creo que se
equivocan. Porque es minoritario: ahora el pavor gana a la indignación”.
Otra respuesta parecida a la de Pujol, menos articulada pero casi idéntica en el fondo,
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No he conseguido dar con el comment de Facebook original, pero he visto esa captura
de pantalla repetida en muchísimos tuits. Seguramente ustedes también. Según pude
encontrar, el primer tuit fue este, que acumula más de 28 mil retuits y más de 30 mil
likes:
Pujol elaboraba un poco más sobre esto último: “En el lado de las malas noticias, la
prensa no nos va a ayudar mucho en esta tarea. Porque tiene su propia guerra de
supervivencia (…) La prensa sabe que la imagen de la muerte genera mucha
más reacción que la discreción. Y siempre encontrará argumentos y aliados para
vestir su necesidad de conseguir visitas con nuestro morbo impulsivo y
contraproducente“.
Si uno, como periodista, asumiera la idea del oficio que exponen Pujol y la
comentarista anónima de Facebook, no tendría más remedio que capitular y
tomar decisiones editoriales en función de la conveniencia para la causa
elegida, en función de la utilidad política de las imágenes (y, por qué no, de
cualquier artefacto periodístico). Y, por supuesto, ese no es el trabajo de la
prensa. Así como el trabajo de los medios no es poner o quitar presidentes,
tampoco es ganar o perder guerras.
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Ya he escrito en otra ocasión sobre lo peligroso que es que los periodistas nos
convirtamos en cruzados, que supeditemos la construcción de la narrativa
noticiosa a una causa, que asumamos nuestro oficio como una misión de ayuda
humanitaria o, peor, nos creamos miembros de un escuadrón de batalla.
Donde Pujol dice lucha contra el yihadismo, mañana podríamos decir —para hablar
solo de casuística militar contemporánea— la guerra de Afganistán, la guerra de Siria
o la creciente tensión verbal y posible conflicto entre Estados Unidos y Corea del
Norte. Una vez definido el enemigo, los medios no tendrían más opción que
cuadrarse y apuntar sus armas en la dirección decidida o asignada. Por
supuesto, saldríamos perdiendo todos, medios, periodistas y ciudadanos. Nuestro
conocimiento de la realidad se vería terriblemente empobrecido.
Pese a que haya quien trabaje así, manipular la realidad para acotar o teledirigir
el impacto y/o las consecuencias de la narrativa construida nunca es una
buena opción, mucho menos una práctica periodística que deba ser alentada o
convertida en norma.Recordemos si no lo que ocurrió cuando The New York Times y
otros medios norteamericanos decidieron que lo justo contra el terrorismo era dar
coba y seguir a pie juntillas las mentiras de George W. Bush y sus aliados.
En el fondo, el que plantea Pujol no es sino el viejo debate entre justicia y verdad de
que hablaba Hannah Arendt en su clásico ensayo Verdad y política (republicado hace
poco en español por Página Indómita en un estupendo volumen titulado Verdad y
mentira en política). Arendt zanja rápidamente el debate con su elegancia y elocuencia
habitual:
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Las mentiras, por supuesto, tienen una utilidad política. Pero ocurre, para seguir
citando a Arendt, que esa utilidad siempre es a corto plazo:
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Aun asumiendo que Twitter encarrila solo una parte pequeña de la discusión pública
(su tasa de penetración es bastante menor frente a otras redes y su ratio de usuarios
activos/no activos bajo) y que por lo general en redes sociales la indignación y la ira
corren más rápido y con mayor brío que el elogio, que varios miles de usuarios
expresen su rechazo —aunque sea a través de un RT o un like— a una práctica
periodística habitual no es poca cosa. Los periodistas, ya se ha dicho antes,
servimos a nuestros lectores.
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El mismo Ansede, la noche anterior, había publicado este otro tuit para responder a
aquellos que decían que las imágenes de muertos (o las imágenes violentas) no tienen
valor informativo:
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Y el periodista Braulio García Jaén, jefe de actualidad de Vanity Fair España, escribía
esto en su muro de Facebook:
Entre periodistas los límites resultan bastante más claros que para nuestra audiencia.
Como bien señalaba el periodista Cristian Campos —colaborador habitual de El
Español, Vanity Fair España y Jot Down, entre otros— en su cuenta de Twitter, el
único límite verdadero para la publicación de imágenes es poner en peligro
una operación policial en curso. O su equivalente, atentar contra la seguridad
nacional:
Entre periodistas existe consenso —con matices, pero consenso— en que la discusión
sobre publicar o no imágenes violentas no es política, propagandística o meramente
emocional. Se trata, decimos casi siempre, de una decisión editorial. Lo explicaba en
una columna Iñaki Gil,
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director del diario El Mundo, en una columna titulada Publicar fotos terribles es
nuestro deber, donde decía:
Ese debate periodístico del que habla Campos en su tuit se produce en las redacciones
de medio mundo cada vez que un atentado o evento similar tiene lugar. Ocurre que, a
juicio de una parte de nuestra audiencia, el debate dentro de las redacciones
no está siendo suficiente o se presume directamente inexistente. Una
presunción aventurada que cualquiera que haya trabajado en una redacción puede
desmentir.
Pero si, como todos los periodistas que hemos pasado por una redacción sabemos, el
debate interno existe y las decisiones no se toman a la ligera, ¿por qué somos
incapaces de transmitir y explicar esa complejidad a nuestra audiencia? ¿por
qué la audiencia no está dispuesta a otorgarnos el beneficio de la duda?
El análisis hasta aquí se ha ceñido a las imágenes y noticias publicadas luego del
atentado que no ponían en riesgo el trabajo que realizaba la policía. Al periodismo que
no se apresuraba a dar información que no tenía sobre algo que ocurría casi en
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Como decía Celis, la prensa comete un grave error en intentar imitar el vértigo
de Twitter o Facebook. No solo porque es una apuesta que no puede ganar,
sino porque contribuye a la comodificación que las redes sociales han hecho
de noticias y artículos. Porque acrecienta la confusión existente entre el contenido
que producen medios de comunicación (o periodistas) y aquel que postean usuarios
particulares en sus cuentas de Twitter o Facebook.
Escribía al respecto Arcadi Espada, unos días después del ataque de Las Ramblas, en
su columna de El Mundo, titulada de forma acertada En directo, el caos, donde
relataba su intento por informarse sobre el atentado a través de redes sociales y
páginas web:
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No se trata solo de una carrera —contra Twitter y Facebook— que no podemos ganar,
y de que acrecentamos la confusión sobre la naturaleza del contenido que producimos.
Sino que sumergidos en la carrera, desvirtuamos de paso el trabajo periodístico,
sus límites y alcances, lo que nos hace caer en errores que serían evitables si tan
solo nos detuviéramos un momento para realizar la función más básica que debe llevar
a cabo un periodista: la verificación.
Pero, además, esa fijación con las redes sociales nos hace olvidar otro elemento
estructural del oficio, igual de importante que la verificación.
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En un artículo para Slate acerca del error cometido por varios medios al no publicar
las fotos de Aylan, el periodista Justin Peters explicaba así el supuesto conflicto entre
compasión y voyeurismo que plantea la publicación de imágenes violentas:
Me interesa esa línea que he marcado en negritas. La frase que usa Peters en
inglés es “convinces people to face them”. La traducción es literal, no admite error.
“Convence a la gente de que las encare”. Me interesa ese convence.
Ahí, creo, reside la clave del problema y el principio de la solución. El fracaso radica
en la incapacidad de periodistas y medios para explicar las decisiones que tomamos. Y
a través de esa explicación convencer a nuestros lectores (o audiencia, si
prefieren) de la pertinencia y buena fe de nuestro trabajo. Hace tiempo ya que
los periodistas hemos perdido el beneficio de la duda de cara a nuestra audiencia. La
sospecha es hoy la norma, la presunción de mala fe lo habitual. Y no podemos
cerrar los ojos ante ello. Ni limitarnos a dar lecciones de deontología periodística a
nuestra audiencia.
Existe hoy un consenso aceptado por buena parte de nuestros lectores según
el cual la publicación de imágenes violentas responde a un intento por
explotar el morbo y obtener beneficios económicos. Como decía antes, cualquiera
que haya trabajado en una redacción sabe que eso no es así. Por supuesto, hay medios
que viven de esa explotación, pero son una pequeña minoría.
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En ese inútil afán por imitar el vértigo de las redes sociales, la prensa ha olvidado
que no existe periodismo sin contexto. Y que, por el contrario, las redes sociales
son precisamente el terreno donde campa a su anchas la ausencia de
contexto.
Con el ejemplo siguiente termino. A veces la realidad tiene estas cosas, nos coloca
delante y casi al mismo tiempo las respuestas que buscamos. Solo hace falta estar
atento, querer encontrarlas.
Las imágenes de Charlottesvile rebotaron en todo el mundo. Incluso la página web del
diario 20 Minutos de España publicó uno de los muchos videos que circularon en
redes sociales del atropello en Charlottesville. De hecho, la nota publicada por 20
Minutos describe el video así: “Imágenes impactantes grabadas por un manifestante
donde se ve cómo un vehículo llega a toda velocidad por una calle de Charlottesville y
embiste a decenas de manifestantes que protestaban contra la marcha supremacista.
Posteriormente, y tras dejar varias víctimas, da marcha atrás y huye de la escena del
atropello”.
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Además de las imágenes mostradas en ese documental, y repetidas mil veces por
cadenas de televisión y páginas web de todo el mundo, hay varias fotografías
publicadas que muestran la violencia que se vivió en Charlottesville. La más famosa es
esta, obra del fotógrafo Ryan M. Kelly:
¿Cuál es la diferencia entre las imágenes que supuestamente faltan el respeto a las
víctimas de Barcelona y el video y fotos de ese Dodge Challenger haciendo saltar por
los aires a los manifestantes antifascistas de Charlottesville? ¿Es
acaso Charlottesville un conflicto acallado, de un pueblo sin medios y
olvidado como se ha dicho de la Guerra siria de la que huían Aylan y su familia?
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Casi no he encontrado nada. Hasta donde he podido ver no ha habido mayores quejas
por la publicación de las imágenes de Charlottesville. De hecho, la pieza documental
de Elle Reeve para Vice News, que según la propia organización había sido vista más
de 36 millones de veces cuatro días después de
publicada, ha sido elogiada de manera unánime. Más allá de algunos reclamos
aislados, algún comentario y tuit suelto, no he encontrado nada comparable a la
avalancha de tuits y mensajes de protesta que suscitó la cobertura de los atentados de
Barcelona.
Nada que pudiera siquiera acercarse a ese consenso iracundo del que hablaba Piqué
en su artículo de El Nacional y que hizo que el Colegio de Periodistas de Cataluña
recuerde a los medios en un tuit que “existen líneas rojas”:
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La negrita es mía.
Podemos, si desean, seguir señalando las patas cojas en los argumentos de aquellos
—muchos periodistas incluso— que establecen diferencias entre la fotografía de Aylan
y las de los atentados de Barcelona, pero se quedan mudos ante —o incluso celebran—
la publicación de imágenes de Charlottesville. Y podemos también cerrar los ojos ante
la sospecha y desconfianza que caracteriza nuestra relación con los lectores.
Sin embargo, creo que casi 5000 palabras después la lección está más o menos clara.
Como escribía la crítico de televisión de The Philadelphia Inquirer, Ellen Gray, a
propósito del documental de Vice News: “El contexto es todo en una pieza como
esta”. Permítanme ampliar esa reflexión. El contexto es —junto a la verificación—
todo siempre que hablamos de periodismo.
El contexto y la verificación son el plato que, como periodistas, nos toca poner
sobre la mesa. Si seguimos olvidándonos de ellos, no nos sorprendamos luego
cuando dejen de invitarnos a la fiesta.
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