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Intencionario.
Derrotero.
Yo, al escribirlas, sólo soy una certidumbre que inquiere las palabras más
aptas para persuadir tu atención. Ese propósito y algunas sensaciones
musculares y la visión de límpida enramada que ponen frente a mi ventana
los árboles, construyen mi yo actual.
Nadie pretenderá que en el vistazo con el cual abarcamos toda una noche
límpida, esté prefigurado el número exacto de las estrellas que hay en ella.
Whitman fue el primer Atlante que intentó realizar esa porfía y se echó el
mundo a cuestas. Creía que bastaba enumerar los nombres de las cosas,
para que enseguida se tantease lo únicas y sorprendentes que son. Por
eso, en sus poemas, junto a mucha bella retórica, se enristran gárrulas
series de palabras, a veces calcos de textos de Geografía o de Historia, que
inflaman enhiestos signos de admiración, y remedan altísimos
entusiasmos.
De Whitman acá, muchos se han enredado en esa misma falacia. Han dicho
de esta suerte:
Lo mismo, con más habilidad y mayor maestría, afirman los pintores. ¿Qué
es la pintura de hoy -la de Picasso y sus alumnos-, sino la verificación
absorta de la preciosa unicidad de un rey de espadas, de un quicial, o de un
tablero de ajedrez? La egolatría romántica y el vocinglero individualismo
van así desbaratando las artes. Gracias a Dios que el prolijo examen de
minucias espirituales que éstos imponen al artista, le hacen volver a esa
eterna derechura clásica que es la creación. En un libro
como Greguerías ambas tendencias entremezclan sus aguas e ignoramos
aleudo si lo que imanta nuestro interés con fuerza tan única es una
realidad copiada o es pura forja intelectual.