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Os ruego que aceptéis con vuestra genial benevolencia esta ligera muestra de
simpatía, de admiración y respeto por vuestras virtudes.
EL AUTOR.
Bogotá,-1867.
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EL SERENO DE BOGOTÁ
I
El sereno del cielo
TRISTE cosa es el sereno frío, glacial, compañero de la noche, cuando el astro
refulgente, el candente luminar que alumbra y vivifica mil mundos y dora la faz de
nuestro globo, se oculta, para aparecer después de su período de doce horas, en
el horizonte, en pos de la rosada aurora, mensajera de un nuevo día. Triste cosa
es el sereno, eterno compañero de la noche; lóbrego y helado como el frío de la
tumba, cuando al esplendor de las nítidas estrellas, rutilantes joyas sembradas en
el manto azul del firmamento, es como el ambiente del holocausto tributado á la
reina de la noche, la Luna. Pero más triste aún para el desgraciado que gime en
su mísera cabaña, al través de cuyas grietas filtra y penetra este mortal enemigo
del reposo; este inseparable compañero de los negros pesares y del insomnio;
cuando en las eternas horas de los ocultos infortunios, el caminante, helado por
los caminos; el mendigo sin pan ni otro lecho que la dura piedra del umbral, ansían
por la vuelta del sol; del sol que vendrá á alumbrar de nuevo el hambre y la
desesperación que se apoderan de ellos, pareciendo que la inescrutable
Providencia quisiera abrumarlos con mayores tormentos.
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Yo, siempre enemigo del sereno, mi mortal antagonista, he experimentado
también sus rigores; pero con su ambiente frío y sepulcral he aprendido á conocer
más de un infortunio oculto, que ha despertado en mi aletargado corazón el
sentimiento de una triste y tierna simpatía por los que sufren más de lo que yo he
sufrido. ¡ Ah ! no soy yo solo el que llora, ha llorado y llorará en la breve
peregrinación de este valle de las lágrimas!.....
II
La revelación
RAYABA yo en mis veintiséis años y ya los pesares habían marchitado con su
hálito mortífero la calma de mi corazón. Mortales inquietudes me hacían eterna
compañía, y pesarosas ideas me quitaban el reposo de la noche.
En una del mes de diciembre del año de 18..., como cerca de media noche,
fatigado de luchar con el dolor, como con otro gigante Anteo, me puse mi capa y
sombrero, tomé mi estoque, di vuelta á la llave y salí de mi celda de estudiante,
con paso incierto. Dirigíme hacia la Calle Real: la noche estaba bellísima; la luna,
en todo su esplendor, se me ofrecía tan hermosa como la Diana enamorada de los
griegos; los faroles reverberaban su moribunda luz; los altos torreones de la
Catedral proyectaban sus gigantescas formas y botaban su sombra colosal sobre
media plaza.
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Yo fumaba. Aquel hombre era alto, flaco; estaba embozado en un doble jergón;
llevaba un farolillo apagado y al través de su montera y fieltro calado se conocía
que su edad podía ser como de cincuenta y seis años, de nariz delgada y de
bigote poblado y entrecano. Sea efecto del frío de la noche, ó de cualquiera otra
causa, el acento de aquella triste voz, séria y resignada, me sorprendió, y entablé
con él el diálogo siguiente:
-¡Ah! demasiado, caballero, para los que, como yo, hacemos el segundo cuarto de
sereno, y sólo vamos á dormir cuando los demás despiertan.
-Soy solo.
-¿Tiene V. hijos?
Al punto se contrajeron sus labios, sus cejas se crisparon, y su vista hosca levantó
una terrible y dolorosa mirada hacia el cielo. Ya me iba á despedir, pero
comprendí que allí se encerraba algún misterio de dolor y sufrimiento, y quise
desentrañarlo. Redoblando, pues, mi audacia y sin atender al tétrico semblante de
mi interlocutor, le dije:
-Sí, señor; en aquel tiempo estudié los primeros años del derecho; pero las
alternativas de mi desdichada suerte, la ruina de mi fortuna, mi miseria, en fin, y el
hábito y frecuentación de compañeros, todos hombres del vulgo, me han hecho
olvidar hasta los rudimentos aprendidos en la escuela durante mi infancia.
-Ya no pido á V., sino que le suplico, me haga la relación de su historia, y exija de
mí una recompensa.
-¿Cuál?-le pregunté.
-Que á nadie diga V., ni revele una sola frase de cuanto voy á decirle.
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III
El primer amor
NACÍ en Piedecuesta el año 18...
Mi padre era un honrado y rico propietario de las cercanías; poseía una bellísima
hacienda de cacao y muchos ganados. Mi madre, que era de una beldad cumplida
y de una acrisolada virtud, contrajo himeneo con el autor de mis días; ambos
jóvenes y enamorados, ambos de las familias españolas y aristocráticas de la
comarca. Su unión fué feliz por muchos años, siendo yo el único fruto de su santo
y bendecido amor.
Rayaba yo en los catorce años y ya parecía de diez y seis. Irene cumplía los doce
y estaba hechicera como la evocación de un poeta. Nuestros gustos eran
comunes; jamás había discordia en nuestros tiernos pechos, sino cuando yo,
nuevo Anfión, seguido de mis perros, me internaba demasiado en la montaña.
Ella, impaciente, salía al paso del río, á donde yo le traía una corona de las más
bellas flores de la selva, alguna avecilla rara, ó una mariposa; por lo que su tierno
y compasivo corazón reñía siempre al mío por la crueldad con los pajarillos.
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¡Cuántas veces nos internamos en el hermoso cacaotal ó en la platanera, de
donde, como una esbelta driada, traía su canastilla cargada de los opimos y
hermosos frutos de aquel encantador verjel! ¡Cuántas veces á la caída de la tarde,
sentados á la sombra de los frondosos guamos del delicioso río, veíamos correr
las cristalinas aguas y nos divertíamos en lanzar hojas secas á la corriente, que
naufragaban ó fracasaban como debían naufragar nuestras infantiles ilusiones!
Ah!... ¡y qué poco debían durar los efímeros proyectos, los fantásticos delirios que
un día habían de exterminar el furioso y desencadenado vendabal de un tétrico y
lamentable infortunio que debía sumergir á los tiernos amantes y extinguir hasta el
recuerdo de sus virtuosas familias!
Llegados los días de fiesta, ensillábamos las más bellas mulas de mi padre, y con
nuestros vestidos de gala recorríamos las vegas de aquel delicioso río; y yo,
orgulloso caballero, conducía á mi hermosa prima, el más lindo pimpollo de la
comarca, y que en Piedecuesta era el objeto de la envidia y celillos de mis otros
compañeros.
En breve nuestra pasión creció, y ya no nos miraban sino como dos amantes que
solo aguardaban, en un tiempo no muy remoto, la bendición nupcial.
IV
La separación
No hay momento más doloroso para el niño que la primera separación del hogar
paterno: los sollozos de la tierna madre, el severo dolor del padre y de los
hermanos, el sentimiento de los fieles y ancianos criados; todo, todo dice un triste
adiós al mísero desterrado; y hasta el perro fiel con sus caricias le hace una tierna
despedida al que como Caín, maldecido, va á ser arrojado de aquel Edén. El,
víctima inocente, es proscrito por las imperiosas exigencias de una sociedad
bárbara. La felicidad humana es instable, y su duración de pocos momentos!
Como he dicho á V. antes, mis padres habían resuelto mandarme á uno de los
colegios de la capital con el fin de cursar estudios para seguir la carrera de
abogado. Llega por fin el término de los tres meses prefijados para después de mi
certamen escolar, y con ellos el día de la terrible separación; día tétrico en mis
recuerdos, porque es él el primer eslabón de la larga cadena de mi funesta
historia. Recuerdo, como el primer día, aquella funesta mañana. Mi padre había
hecho ensillar dos valientes mulas, una para mí y otra para un confidente de
confianza que debía acompañarme: mi tierna y triste madre, que desde un mes
antes me preparaba un ajuar completo para el viaje, ropas, consérvas, etc., al
momento fatal de mi partida se arroja á mis brazos y con lamentables sollozos y
ternura maternal me cubre de besos, coloca en mi cuello un magnífico escapulario
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deNuestra Señora del Carmen, que, como un talismán protector, me aconseja
conserve, y casi yerta me echa su maternal bendición. Mi padre, reprimiendo su
emoción, me da un abrazo, y, cual valeroso campeón en la lid del sentimiento, me
repite sus sabios consejos y me dice que seré un día representante del pueblo y
ocuparé honrosas magistraturas, si estudio con decisión, interés y
aprovechamiento. Monto al fin en mi mula, y un adiós, el adiós de los fieles
domésticos, resuena hasta que salgo de la arboleda que guía del patio de la casa
hasta el río.
Pero, ¿Irene dónde estaba? Vuelvo la cabeza, miro á todos lados y no la diviso:
desde por la mañana se había ausentado.... Al pasar el río la veo recostada contra
el tronco del guamo donde por las tardes tantas veces habíamos pasado juntos
gratos y placenteros momentos.
Pálidas y descompuestas sus mejillas, anunciaban una larga vigilia; sus ojos
llorosos mostraban abundantes lágrimas; su vestido de muselina blanca que ceñía
aquel talle de ninfa; su pañuelito de seda negro que también hacía resaltar la
blancura de su tez con el trenzado de su cabello: parecía la triste Esther
aguardando la horca de Mardoqueo; ó como Dido llorando á su ingrato Eneas. Sus
ojos estaban fijos en el suelo, y al levantarlos hacia mí no despedían esa
acariciadora húmeda mirada que desarmaba mis enojos y me llenaba siempre de
contento: su vista era fija, su mirada profunda y llena de intenso dolor. Lancéme
de la mula y la tomé en mis brazos: guardó un corto silencio, que rompió
diciéndome con tristeza:
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-¡Adiós! este es mi último recuerdo! y nos separamos.
Yo, silencioso, con el corazón transido de dolor, tomé mi mula, monté y proseguí
mi camino para distraer mi aflicción.
En las primeras jornadas de mi viaje anduve mudo y como adormecido por tan
dolorosas emociones: el recuerdo de mi tierna madre, de mi buen padre y de mi
amorosa Irene no se separaban un momento de mi imaginación. Como aletargado
pasaba los sitios y lugares sin verlos ni fijarme en ellos. De vez en cuando la voz
de mi compañero me despertaba de mi estupor para recordarme que debíamos
tomar algún refrigerio ó esperar nuestro arriero. En aquellos primeros días, el
santo recuerdo de mis padres era como un talisman protector, como una celestial
evocación; y el rudo contacto del mundo no podía profanar el santuario de mi
pecho, santificado con tan sagrados recuerdos.
V
En Bogotá
DOCE jornadas habíamos hecho desde el día de la salida de la casa paterna y al
fin entramos en la gran sabana, cuna del imperio de los antiguos muiscas, la que,
cual verde tapiz de billar, extiende en lontananza su manto de esmeralda hasta
limitar con la cordillera. Dos días después entrábamos en Bogotá por la vía del
Norte.
Era de noche y sonaba aquella solemne hora que anuncia la desaparición del día
y la entrada del reinado de las tinieblas: llovía, y las campanadas de las
numerosas iglesias, con pausado y triste compás, resonaban en mi oído como un
melancólico augurio. Las luces de mil tiendas, el alboroto de las gentes, la fachada
de los altos edificios, las carcajadas que se escapaban de las tabernarias orgías;
todo, todo hacía en mi alma una penosa sensación, y un triste y funesto presagio
me hacía temblar. ¡Qué singular casualidad! Entrar de noche y en una noche fría y
lluviosa, como para predecirme á mí, hijo de la espléndida y clara atmósfera de
nuestros valles, que esta infausta ciudad sería un día el sepulcro de mis ilusiones,
y mi reinado el de la fría noche y el sereno!
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Al campesino que por primera vez visita la capital, todo le sorprende, todo le
embelesa y le distrae, y esto pasaba en mí en las primeras salidas que hice á la
calle para conocer la ciudad. Las bellas fachadas de las lujosas casas y tiendas,
los elegantes surtidos de los variados cuanto curiosos artículos; las vidrieras, la
armonía de los pianos, las vistosas aposturas de los jóvenes elegantes, los trajes
de las hermosas y bellas señoritas, el ruido de los carros y las retumbantes
cornetas, y qué sé yo cuántas cosas más, me tenían como aturdido y entontecido.
Tres días duró para mí esta sorpresa, al cabo de los cuales me llevaron al Colegio.
Fuera efecto de mi buena estrella ó de mis elegantes vestidos, los que iban á ser
mis nuevos concolegas me recibieron con agasajo, y conocí que era simpático
para ellos. Allí debía empezar para mí una nueva era de labor y de vigilias que
todos conocen, y por la que muy pocos de los acomodados no han pagado en sus
primeros años.
Pasáronse como tres meses en los que recibí cartas de mi tierna madre, de mi
afectuoso padre y de mi enamorada y sensible: Irene, la que me pintaba del modo
más vivo y patético las acerbas penas que padecía por mi ausencia, y me decía
ser la inseparable compañera y la consoladora de mi afligida madre.
VI
El Diciembre
Yo entraba cada vez más en la sociedad y afecto de mis camaradas de colegio.
Aprendí á bailar, á jugar, y fui presentado en varias tertulias por un amigo íntimo:
poco á poco se iban borrando de mi pecho aquellos santos recuerdos, y
empañándose el puro cristal de la virtuosa y santa educación recibida de mis
buenos padres. De día en día la memoria de éstos y la de mi amada Irene
perturbaban menos mi corazón, pues el juego, el baile, la orgía y serenata
ocupaban mi atención.
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hacía parte de un grupo elegantísimo, acompañada de varios jóvenes y un señor
de edad, que parecía ser el jefe de aquella familia. Esta mujer era esbelta de talle
y de un aire noble, aristocrático y encantador. Seguíla involuntariamente, y aunque
me coloqué en el templo en un sitio favorable y conveniente para continuar mis
observaciones, no pude obtener de ella una sola mirada; tan embebecida así
estaba en la lectura de su librito de oraciones, lujosamente forrado de terciopelo
morado, con broches de platina. Concluido el oficio divino, salió en compañía de
las otras, y al pasar saludéla con cierta timidez: ella me contestó con una ligera
inclinación de cabeza y con seriedad; pero, ay Dios!... en aquella mirada dirigida al
tímido estudiante, se disparaba la saeta que debía atravesar mi adolorido pecho y
causarme el más atroz y dilatado martirio.
A mi regreso supe que esta jóven beldad se llamaba Elisa, que era hija de un
opulento negociante, que pertenecía á una familia de la alta aristocracia, á la
aristocracia millonaria, y por consiguiente, gente orgullosa y ensoberbecida con las
riquezas, y que tenía varios hermanos que seguían la misma profesión de su
padre.
Ah! señor, ¡quién hubiera pensado que á los ojos de aquellas gentes no hay peor
delito que ser pobre!
Una sola vez la había visto, y aquella devastadora pasión, aquella cruel
enfermedad que se llama amor, se había infiltrado en mi pecho y amenazaba
causarme los mayores estragos.
Enfermo y delirante cada día más y más, yo no tenía sino una idea fija; yo no
hacía mas que girar en un círculo vicioso, y semejante á Ixion, yo daba vuelta á
aquella interminable rueda. Yo me decía á mí mismo: ¿me amará? Ah! tal vez su
corazón preferirá otro amante; tal vez, decía....... no soy sino un insignificante
escolar de provincia, sin mérito y sin dinero.... Pero no, yo me haré presentar en la
casa, me insinuaré en la confianza de la familia, declararé mi inclinación, me haré
amar... Iré luego donde mi padre, le pediré la mitad ó las dos terceras partes de su
haber, diez ó doce mil pesos...; ellos no necesitan de tanto... Qué sé yo cuántas
ideas alimentaba mi febricitante imaginación....
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Ah! quién hubiera sabido que aquella casualidad, que tan próspera me parecía,
iba á ser para mí un encuentro fatídico y una ocasión maldecida.....
El mal era, pues, irremediable: yo debía apurar hasta las heces el cáliz de una
pasión desgraciada. Concluyó la función sin que yo hubiese puesto la menor
atención á ella; tan arrobado estaba en la contemplación del ídolo de mi pecho. Al
verla desaparecer sentía que arrastraba consigo una parte de mi corazón.
Yo no sé si los qué han sufrido el terrible azote del amor han pasado, como yo, por
lo que experimentaba entonces: me encontraba tímido y sentía como embotada mi
mente: una especie de fluido magnético sé había esparcido por todo mí ser; mis
ojos habían perdido su brillo, y sus pupilas no arrojaban sino un destello triste y
marchito; mis mejillas estaban hundidas, y parecía que hubiera sufrido largas
noches de insomnios y vigilias.
VII
A Fusagasugá
COMO yo salía siempre á la calle con la esperanza de divisar la cara luz de mis
ojos y la causa de mis tormentos, en una de aquellas hermosas y frescas
mañanas me sacó de mi arrobamiento el ruido de una cabalgata. Oigo resonar en
el empedrado las herraduras de caballos, y diviso á mí amada en un bellísimo
corcel, que, cual fugitiva amazona, salía de su casa en compañía de otras
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jóvenes y de algunos caballeros. Entre éstos iba á su lado el jóven comerciante
vecino de mi acudiente.
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Lindas señoritas embellecían y encantaban aquel nuevo Edén: vestidas de
muselina ó trajes muy vaporosos y ligeros, con sombreros de paja de Italia ó del
país, adornados con anchas y vistosas cintas y sus lujosas sombrillas, recorrían
las colinas de la verde hierba ó se sentaban al pié de los naranjos y chirimoyos,
aumentando el esplendor de aquel florido y fragante pensil. Cuando el astro del
día apagaba sus fuegos y se escondía detrás de las crestas de los montes, el aura
fresca de la noche acariciaba el ameno valle. Fusagasugá se embriagaba con una
encantadora armonía, y los preludios de las bandolas y guitarras... la dulzura de
las voces entonando canciones y aires populares anunciaban el principio de los
alegres bailes y de las veladas en tertulias familiares.
VIII
Un ramo de jazmín
DESDE el principio tuve cuidado de informarme de la residencia de la familia de
Elisa. Habitaba en el «Limonal,» delicioso sitio sembrado de casitas de paja, que
demora en una colina alfombrada de verde grama, vestida de naranjos y flores y
bañada por un puro y cristalino arroyuelo.
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Ebrio de contento, de timidez y de felicidad, trataba de dirigirle la palabra, pero mi
lengua se había adherido al paladar y mis labios rehusaban obedecerme. Al fin me
aventuro y con alterada voz la digo:
-No creo, señor, que pueda llamarse ventura el estar á mi lado, ni que V. califique
de divina mi presencia en esta rústica y sencilla reunión.
-¡Ah! señorita, respondíle : no encuentro palabras con que pintar estos momentos
preciosos, y digo poco al calificarlos de divinos.
Nada me respondió, pero noté con indecible emoción que la mano que
descansaba en mi brazo imprimía en él un imperceptible apretón. No tuve valor
para decirla más y temblaba de oir su respuesta; temblaba como el reo que espera
la sentencia de muerte en presencia de su juez.
Concluido el wals, la tomé del brazo y la conduje á su asiento, pero los ojos del
maldecido negociante, que, cual un argos, nos seguían á todas partes, vinieron á
encontrarse con los míos y ví brillar en ellos un relámpago de furor y de celo, y
observé que se mordía los labios.
No me fué posible aquella noche bailar segunda vez con ella, pues se interpuso
continuamente aquel hombre funesto, que á partir de aquel momento fué su
obligada é inevitable pareja.
El baile concluyó cerca de media noche, y al salir de allí, como me había colocado
detrás del grupo que formaba la familia de Elisa, á quien daba el brazo mi odioso
rival, vi que al disimulo dejó caer casi á mis pies el ramo de jazmín que antes
había llevado como al descuido á sus divinos labios.
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IX
Un vaso de agua
EL resto de la noche lo pasé sin dormir, andando como perdido por las calles del
pueblo. El amor y los celos estaban produciendo en mí los mayores estragos. La
mañana me sorprendió sentado en los bancos de un corredor de la plaza. Fuí
temprano á mi posada, en donde encontré á mi amigo, que todavía reposaba,
pues había pasado la mayor parte de la noche en el billar. Al sentarnos á almorzar
notó mi palidez y descomposición, y empezó á darme broma y á zumbarme,
atribuyéndolas á causas muy diferentes, y sin recelar la mortal angustia de que era
víctima. Díjome luego que despachase pronto el almuerzo y fuera á vertirme lo
mejor que pudiese, pues había aquel día un paseo al «Limonal», á donde
concurrirían las familias más notables y elegantes; que seríamos presentados á
ellas por su antagonista en el juego del billar, cachaco elegante y de muy buenas
relaciones. Añadió que habría comida en el llano, carreras y baile, y que todos
esperaban que esta reunión sería muy alegre y divertida.
Como es fácil de imaginar, esta noticia colmó de placer mi corazón: tomé un baño,
me peiné y me puse una levita gris, de merino, un pantalón de paño listado, un
chaleco de seda, botines de ante, un bello reloj con su cadena de oro, y un
sombrerito de paja, antioqueño.
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deliciosos momentos todo lo que existia para mí de amable sobre la haz de la
tierra.
Después de las apuestas siguieron las sortijas, y mi rival estuvo ya muy distante
de alcanzar el galardón. Ultimamente se jugaron las apuestas al salto de á pie,
pero en nada tomé parte, no estando en disposición de hacerlo. Mis ojos no se
apartaron en toda la tarde de su hermosa mirada, y tuve la dicha de notar que ella
no daba preferencia á ninguno de los jóvenes que se hallaban presentes.
Como el calor de aquella tarde era excesivo, y grande el bochorno, volvióse Elisa
á buscar con los ojos alguna persona de su servidumbre á quien pedirle un poco
de agua fresca: lancéme al punto, y tomando una de las hermosísimas copas de
cristal que aun quedaban en la mesa del festín, la lleno presuroso en la cristalina
corriente, y, adivinando sus deseos, corro á presentársela para que refrescase con
ella sus delicados labios y calmase la agitación de su ardoroso pecho.
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conmovedora de mi existencia! y yo... yo quedaré dentro de pocos momentos solo,
en compañía únicamente de mi angustiado y lacerado corazón , entregado á mis
tristes y dolorosos recuerdos!
- Señorita, creo que las delicias y los recuerdos de esta preciosa tarde no se
borrarán jamás de mi memoria. Ellos son tanto más gratos cuanto me
proporcionan los momentos más felices para poder servir a usted de compañeros,
tomándome la franqueza de manifestarla que su encantadora imagen no se
apartará nunca de mi memoria. Señorita, el mágico esplendor de tantos hechizos
y atractivos ha penetrado en mi corazón: la flecha del amor ha hechos en él una
profunda herida. Yo quisiera, señora, si usted me lo permitiese, ofrecerle todo mi
ser y mi alma en holocausto ante los altares de tan sin igual beldad. Solo temo,
señora, que usted desdeñe el humilde tributo que le presento, porque lo estime
indigno de usted.
-Siento infinito, caballero, que mi poco mérito haya hecho en V. tan grande
impresión, y no me atrevo á creer todo lo que oyen mis oídos, ni menos que haya
podido V. apasionarse tan pronto de mí.
-Todos los hombres dicen lo mismo, quizá para lisonjearnos y estimular nuestra
natural vanidad.
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-Pero si estas esperanzas son engañadas, ¿no seré yo el mortal más infeliz del
universo? ¡Ah! V. no me ama... desprecia mi humilde tributo!,.. ¿no es así?
-¿Es verdad, señora, que intencionalmente V. dejó caer á mis pies ese precioso
ramillete, divinizado por su contacto hechicero, y que tengo, por lo mismo, algún
derecho para deducir que no le soy desagradable?
-Sin duda, me replicó: aquello lo hice con esa intención, y ahora repito á V. que
ese jazmín no solo significa y denuncia mi simpatía, sino que ordena paciencia en
sus pretensiones, pues lo que V. pretende que yo le declare, no depende
exclusivamente de mí sino de otras personas cuya voluntad es para mí una ley.
No nos dió tiempo de seguir aquel interesante y dulce coloquio, la venida del resto
de los convidados, que, con bulliciosa algazara y gritos de un desmedido contento,
llegaron á nosotros á todo correr.
Muy tarde de la noche pude conciliar el sueño, que fué tranquilo y duró hasta muy
avanzado el día.
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A la hora de almorzar me dijo mi amigo que acababa de despedirse de la familia
del «Limonal», que partía para el «Hatillo», hacienda situada en las vegas del
delicioso río que lleva las aguas del valle de Fusagasugá, y que dista cuatro
leguas, en temperamento bastante cálido : añadió que la familia permanecería allí
como dos meses, por motivo de la salud del padre de la familia y porque los
médicos le habían prescrito ese temperamento. Llenéme de pesar y de inquietud
,y ví como que la vara de un maléfico genio se interponía para acibarar el principio
de mi ventura y retardar el feliz momento que yo ansiaba.
Aquel fué para mí un día tormentoso y lleno de dolor, y la noche que se siguió,
viendo que ya no había encanto para mí en Fusagasugá, resolví mi regreso á esta
ciudad , lo que verifiqué solo, porque mi amigo quiso detenerse ocho días más
para divertirse y bañarse. Hice una triste jornada, sin más compañía que mis
recuerdos, y entré á las cinco de la tarde en la ciudad.
X
La serenata
DENTRO de dos días se abrían de nuevo los cursos, y mi acudiente me previno
fuese á proveerme de los libros necesarios para el año entrante.
Por fin llega el venturoso momento, y una mañana de febrero veo con indecible
placer abiertas las vidrieras y flotar las persianas, y pude ver ese mismo día á mi
amada en el balcón. Aquella misma tarde reuní una serenata de las mejores
bandolas, y compuse unas estrofas para cantar los pesares de su ausencia, el
poder de su amor y el contento de su vista.
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Las doce de la noche serían, y ya estábamos frente á los balcones. Principiamos
por el vals de Strauws que con ella bailé en Fusagasugá, y luego con el
acompañamiento fueron cantadas, por tres voces, las estrofas que antes dije
había compuesto. Fueran éstas:
SERENATA
Al terminarlas, como yo temiese no hubiesen sido oídas de Elisa, por causa de ser
muy retirado su aposento hacia la parte interior, volvimos á entonarlas, y á pocos
momentos sentí que entre abrían el balcon y arrojaban á la calle alguna cosa; me
incliné al suelo, y á la luz de un farolillo de reverbero pude ver un nuevo ramo de
jazmín, que recogí. Busqué por ver si había algún otro objeto, y nada pude hallar.
Este nuevo ramo de jazmín quería, pues; decir para mí lo mismo que el primero:
amor, constancia y esperanza. (Entonces no estaba en uso toda aquella ingeniosa
invención del lenguaje de las flores).
Regresé, pues, alegre á mi alojamiento, convencido más y más de que debía dar
pábulo á tan lisonjeras cuanto fundadas esperanzas, y me dormí apaciblemente.
XI
No hay rosa sin espinas
COMO yo tratase al siguiente día de mandar hacer un lindo vestido para
presentarme en casa de Elisa, fui al correo á ver si tenía carta de mis padres. En
efecto, la había para mi; mi madre era la que escribía, el contenido de su carta era
siguiente:
«Mi amado Luisito: ¿Cómo podré pintarte el dolor de corazón al trazar estas
fatales líneas que mi trémula mano y mi adolorida imaginación se rehusan á
producir? ¿Cómo podré anunciarte el funesto suceso con que la Divina
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Providencia ha querido abrumarnos, dejándome á mí triste y desconsola viuda, y a
tí desamparado huérfano?...... Tu amoroso padre, mi virtuoso y heroico
compañero de tantos años, ha muerto víctima de un atroz pronunciamiento, que al
llevarse la vida de nuestro apoyo nos arrebató la mayor parte de nuestra honrada
fortuna. Sumergida en el más espantoso dolor, no había tenido fuerzas para
paticiparte tan lamentable suceso, por no acibarar tu existencia. Vente pronto,
pues no me queda más consuelo ni esperanza que verte.
«Irene hace mucho tiempo que nos dejó, y está al lado de sus padres. Ruega al
Señor que me dé valor, y recibe el corazón destrozado de tu tierna y amorosa
madre, que espera verte antes de quince días.»
Llegué en el espacio de doce días á aquella casa paterna, á donde volvía con un
corazón distinto del que de allí había sacado, que yo había sufrido los mortales
ataques de punzantes dolores y de pasiones desgarradoras.
Caí en los brazos de mi anciana y triste madre, que me esperaba con la mayor
ansiedad; llené de besos aquella mano para mí tan benéfica, y estreché contra mi
pecho aquel corazón, parte de mí mismo y que tan digno de lástima y de consuelo
se exhibió para mí en aquella lúgubre peripecia de mi azarosa existencia. Después
de los primeros sollozos, mi madre me refirió como mi malhadado padre, Jefe
político de Piedecuesta, había sucumbido víctima de su celo por el orden público,
tratando de reprimir un pronunciamiento y salvar la Constitución del país y las
vidas de los honrados vecinos: que en sus últimos momentos se había acordado
de mí y me había recomendado fuese el apoyo de mi desamparada madre y un
modelo de honradez y de virtud.
Después de haber dado juntos un justo pábulo al dolor de tan lamentable pérdida,
fuíme á descansar; al día siguiente díjome mi madre:
-Hijo mío, los sucesos políticos nos ponen cada día más en la imposibilidad de
vivir largo tiempo en estos lugares. Todos los animales y ganados nos han sido
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robados, y yo no querría por nada en el mundo que tú, mi única esperanza, mi
solo amor sobre la tierra, fueras víctima, como tu padre, del odio de los partidos.
Vendamos «el Palmarito», y sus plantíos; vendamos nuestra casa en el lugar y
vámonos para Bogotá, donde nos radicaremos y yo podré supervigilar tu
educación, rodeándote de mis maternales cuidados.
Fué convenido, pues, que se haría aquella venta, la que se verificó, parte de
contado y parte á plazos, y preparamos nuestro viaje á Bogotá para diez días
después.
Tan pronto como supo Irene mi llegada, voló á verme. Ya no era la tierna y fresca
niña que yo había dejado y á quien alzaba en mis brazos en nuestros cándidos ó
infantiles juegos. Era una linda joven, pero algún tanto seria. Sea efecto del estado
de mi alma, ó de cualquiera otra causa, no me pareció tan atractiva como antes.
Es verdad que yo no la amaba ya.
Conociendo cuán bella era aquella alma, cuán sencillo y cándido aquel corazón,
enternecíme, tomé su mano, la estreché contra mi pecho y la dije:
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-Irene mía, compañera de mi infancia, de mis juegos, créeme que después de mi
querida madre no existe en el mundo un ser cuya felicidad sea más cara para mí
que la tuya. Mira, tan luego como mis asuntos se terminen y arreglen y concluya
mis estudios en Bogotá, mi primer cuidado será hacerte feliz.
XII
Bancarrota
PUSÍMONOS al fin en camino para esta ciudad, á donde entrábamos quince días
después. Mi primer cuidado, después de alojar cómodamente á mi buena madre,
fué volar á saber de Elisa. Ella no se hallaba en Bogotá, había partido para Europa
en compañía de su padre y de su otra hermana. De su regreso nada se sabía,
pero se suponía no fuera muy pronto, en atención á que la educación que estaban
recibiendo en París dos de sus hermanos causaría naturalmente este retardo.
¡Qué golpe tan fatal, tan nuevo y tan inesperado para un corazón que ya había
sufrido tantas y tan repetidas emociones! ¡Solo esto faltaba para colmar la copa de
mis amarguras y para el cumplimiento de los decretos de mi infausta estrella y de
mi cruel Destino...!
Pero luego recordé á mi amado padre, á mi virtuosa madre y los sagrados deberes
que había ido á cumplir, y que fueron motivo de mi extemporánea partida...
Nuestro corto capital, que solo se componía de ocho mil pesos, bastaba para mi
subsistencia y la de mi buena madre. Acordamos que este dinero sería colocado á
interés, para subvenir con sus réditos á las necesidades de nuestra modesta exis-
tencia, y se colocó en manos de un comerciante acreditado, pero sin más
seguridades ni garantía que su sola firma. Sin embargo, ésta era tenida como muy
respetable, y siguiendo los usos de comercio bastaba esta sola caución.
Yo continué mis estudios, pero distraído y absorto del todo en mis tristes
memorias. A veces me ocupaba en componer versos al ídolo de mi pecho,
derramando en ellos los más dolorosos y tristes recuerdos. En esta ocupación
24
sentía cierto placer secreto, porque esperaba que algún día ella vería estas
pruebas de mi constancia y amor.
Una mañana que yo había ido á la calle Real con cierta urgencia, encontré un
corro de comerciantes que discutían y hablaban con viveza: acerqueme, y llegó á
mis oídos la fatal palabra de quiebra. Puse mayor atención, y ¡oh Dios ! vino
también á mis oídos el nombre del comerciante deudor nuestro, y... pasé ansioso
á informarme con un comerciante conocido mío,confirmándose los temores que yo
abrigaba.
Sé trataba nada menos que de una quiebra, y una quiebra fraudulenta de más de
doscientos mil pesos. El fallido no había presentado sino seis mil pesos que
servirían para pagar deudas Privilegiadas; por consiguiente, nosotros
quedaríamos sin reembolsar un solo centavo...
25
¡Qué diferentes ideas ofuscaban mi alma pesarosa al pasar por aquellos campos,
al divisar aquel risueño Palmarito, del cual cuatro años antes había sido dueño, y
ahora era de un extraño! Parecióme que era una profanación mirar hacia allí, y
que el Ser Supremo, en castigo de mi pérfida inconstancia, me castigaba y
arrojaba como un ser maldecido. Ya uno de los eslabones de la cadena de mi vida
estaba roto: no tenía padre, y además estaba completamente arruinado.
XIII
La orfandad y la oración
APRESURÉME á volver la espalda por última vez á aquellos valles poblados para
mí de tan amables recuerdos, y por tercera vez entré en Bogotá en una noche
más lóbrega y lluviosa que la primera. Llego á mi casa, golpeo á la puerta, sale á
abrirme una persona que me es enteramente desconocida: pregunto por mi
madre, sin dar á conocer que yo era su hijo... ¡oh tormento!... la estrella de la
desgracia que me acompaña me tenía preparado un nuevo sufrimiento, otro nuevo
dolor!... la más terrible nueva se me da...-La señora que usted busca, se me dice,
hace quince días murió, por consecuencia de una fiebre tifoidea que desolaba la
ciudad!
Anonadado por aquel nuevo golpe, me senté á llorar en el umbral de aquella casa,
para mí en otro tiempo tan amada, puesto que ella había encerrado lo más querido
y sagrado para mí sobre la tierra. No quise buscar posada, y después dé haber
colocado mi mula y montura en el patio de una casa pobre, que me era conocida,
salí errante por las calles, para dar expansión libremente á mi dolor.
Fué aquélla la noche que hice por primera vez un ámplio conocimiento con ese
frío marmóreo que se llama sereno, y que debía ser más tarde mi elemento
habitual: sí, el sereno, del pobre, el compañero obligado de sus infortunios y de
sus penas! Y en efecto, á pesar de los sufrimientos que hasta entonces habían
lacerado mi corazón, no había yo bebido todavía á grandes tragos el cáliz de la
amargura y del dolor.
Yo, joven de veinticuatro años, huérfano, arruinado y sin más compañero ni amigo
sobre la tierra que mi angustiado y afligido corazón! Fué en aquella terrible noche
cuando supe qué cosa es el infortunio: ví despedirse una á una las estrellas del
firmamento, y oí contar la rápida oscilación del reloj, que anuncia á los mortales la
velocidad del tiempo y la efímera duración de su quimérica felicidad. Sí, éste era
un aprendizaje que debería serme útil más tarde, porque yo no estaba aún sino en
el principio del sufrimiento y del dolor.
26
tanto!... En veinte y cuatro años ya la fuente de mis ojos se había agotado, y Dios
me negaba hasta el consuelo de las lágrimas!.....
Pero yo vertía otras interiormente, y puedo decir que las heridas de mi afligido
pecho se desangraban allá dentro, gota á gota...
Fuíme maquinalmente, y al pasar por frente á San Juan de Dios tocaban á misa
de seis. Entróme en aquel templo, y postrado ante las aras del Dios que, en medio
de mis torturas, juzgaba era para mí tan inclemente, le pedí consuelo y valor, y
aun más le pedí; le pedí el perdón de mis delitos y ofrecí ante la imagen de su
martirio y de su cruz el holocausto de mis aflicciones y acerbas penas. Consideré
como un sacrilegio, como una blasfemia, quejarme dentro de aquellos tristes
muros, donde habían resonado en tantos años los ayes del dolor de la carne y los
clamores de la desesperación del alma... La mía se serenó: una santa resignación
y una angélica paz bajaron de los cielos á mi corazón, y ésta fué la primera vez
que experimenté los sublimes consuelos de la religión, que para mí ha sido el
bálsamo refrescante y el lenitivo de todas mis amarguras y dolores.
Salí del templo y fuíme á buscar un albergue pobre, pues yo no podía pagar otro.
Encontrólo en una familia honrada, y luego, como yo tuviese que desempeñar los
sacrosantos deberes que me imponía el recuerdo de mi adorada madre, fuíme á la
casa en donde había entregado su alma al Creador, recogí todos sus muebles y
alhajitas, últimos vestigios de lo que para mí había sido tan caro sobre la tierra.
Entre éstos se encuentra, y conservo todavía, un crucifijo que jamás he querido
enajenar, ni aun en los mayores apuros de mi pobreza, y que es el compañero en
mi soledad y el confidente y consejero en mis trabajos.
Trasladéme luego al cementerio: me hice señalar el lugar que guardaba los restos
preciosos, y allí postrado oré por el alma de mi difunta madre: pedíla perdón por
los pesares y sinsabores que la causé en su vida, y me encomendé á su alma
bienaventurada. Luego, dando un beso á aquella tierra que nos separaba para
siempre, salí y fuí á ordenar que se grabase una lápida que indicase el lugar de su
eterno reposo.
XIV
El loco
HUÉRFANO y desamparado y además pobre, yo no podía ya pensar en seguir
mis estudios, y debía sacar de mi corazón y de mi industria los recursos para vivir.
Sí, yo quería vivir, yo no tenía valor ni fuerza para abandonar un país en donde se
ocultaban los huesos de mi madre ya donde debía volver Elisa...
27
Acomodéme en la casa de un sastre de arrabal que trabajaba con sus dos hijos, y
allí, con asiduo trabajo me proporcionaba apenas dos reales diarios para vivir.
Aquella familia no era un modelo, y los dos jovenes, que bien pronto me quisieron
como hermano, eran muy adictos á las serenatas, al juego y á los licores. Yo tuve
la debilidad de suscribir á sus caprichos, y poco á poco la disipación se iba
insinuando en todo mi ser.
En efecto, una noche que yo había salido á vagar con mis camaradas de taller,
pasé por frente á la casa de mi adorada, toda esplendente de iluminación interior y
de cuyos suntuosos salones se escapaban las armonías de un soberbio piano
diestramente tocado, y también la algazara de los convidados. Sorprendióme todo,
y como entrasen varias personas de distinguido porte, me avancé y pregunté al
portero el motivo de aquella función, y si el señor Don Andrés había ya regresado
de Europa. Contestóme que hacía más de un mes que había vuelto con su familia,
y que en aquella noche se celebraba el enlace de la señorita Elisa con Don J...,mi
odioso rival y el cómplice en el robo de mis intereses.
¡Qué nuevo golpe tan funesto para el que en pocos meses ha¬bía ya recibido
tantos!...
28
Mis camaradas me arrancaron de allí, frenético, temiendo la vergüenza de un
escándalo con gente tan elevada, pues á todos inspiraba temor mi desesperación
y despecho.
Como yo había dado furiosos y amenazantes gritos, se agrupó la gente, y los del
sarao abrieron los balcones y aparecieron en ellos varias personas, con la
ansiedad de saber lo que pasaba en la calle. Apuraba mi dolor cuando percibí una
voz de hombre, voz burlona y cruel, que de arriba decía: «¡Pobre loco! ¡misera¬ble
insensato!»
XV
La despedida
AL cabo de este intervalo y sin poder siquiera darme cuenta de las dolorosas
impresiones recibidas, una mañana que me hallaba ya convaleciendo de la
enfermedad, y sentado en el corredor, pálido, demudado y embozado en mi
jergón, tocan á mi pobre puerta, y uno de mis compañeros me dice que una criada
de casa grande quiere hablarme á solas dos palabras. Salgo, y una mujer á quien
yo no conocía, me dice que desea hablarme en el mayor secreto de un asunto que
me interesa demasiado.
-Mi señora Elisa, de quien he sido criada de confianza por espacio de más de diez
años, ha partido con su esposo para Europa. Hace como quince días que, al partir,
me ha encargado buscase á usted y le entregase este billete, recomendándole el
mayor sigilo. Con mucho trabajo he logrado dar con esta casa, y me alegro de
cumplir fielmente la última voluntad de mi excelente señora.
«Señor Luis M.: Cuando reciba V. este billete, me hallaré ya muy lejos de V.
surcando los mares que separarán de la América mi existencia y dolor. Este será
eterno como mi vida.
29
hombre á quien en otro tiempo debió la salvación de su vida y de sus intereses.
Yo, débil mujer, no podía resistir á tan imperioso decreto, que á la vez me
mandaba sacrificar para siempre mi vida y mi corazón, so pena de incurrir en la
tremenda indignación de un padre inexorable, y en el desprecio de toda mi familia
resentida. Llena de dolor y sin haber podido tener una entrevista con el hombre
que poseía todo mi corazón, pasé, víctima de la más inaudita fatalidad y del hado
más adverso, á ser sacrificada ante los altares de himeneo, y doblemente
atormentada al conocer que al carro de mi desgracia iría siempre unida la del
hombre á quien amé desde el día en que por primera vez le vieron mis ojos. Esta
confesión que, á la vez que me ruboriza, pues falto á los sagrados deberes que
me impone, el lazo funesto que me ata á la vida, pero que debo hacer para
tranquilizar á usted, á V. á quien amé y amaré mientras viva, pues esa pasión
arderá siempre inextinguible en el ara de mi desgarrado corazón, será como un
holocausto mudo y secreto, consagrado á nuestro desventurado amor.
«Conserve usted como sagradas las cortas y fugitivas prendas que mi escasa
ventura pudo brindar á usted. Conserve siempre contra su atormentado pecho esa
rama de jazmines arrancada al árbol de mis deshojadas ilusiones y de mi sensible
corazón; y algún día en que ambos hayamos apurado hasta las heces el cáliz de
nuestras amarguras, el cielo, apiadado de nuestros martirios, nos reunirá en los
altares de los amantes desventurados, en la eterna mansión de una dicha
inmarcesible.
Al leer aquellas líneas para mí tan dolorosas, me arrojé al suelo, me arranqué los
cabellos, mordí mis brazos, y dando los más dolorosos y horribles gritos,
revolcándome como un mísero gusano, maldije mi hado y el infausto día en que vi
la luz. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
..................................................................
.....................
XVI
Mi acudiente
COMO mi persona, por causa de mi enfermedad, fuese cada día más gravosa á
mis huéspedes, que eran gentes pobres, que vivían de su escaso trabajo, y se
hallasen , además, mis recursos enteramente agotados, y por tanto en
imposibilidad de ser útil para nada ni para nadie, considerado el triste y lamentable
estado á que me veía reducido, me decidí á refugiarme en el hospital y solicitar
auxilio en mi enfermedad en aquel lugar de caridad: allí fui admitido, pero me
trataron como mentecato y loco.
30
Salí de allí á los dos meses, como un espectro escapado de la tumba, á mendigar
el pan de la caridad. Mis mejillas flacas y hundidas, mis ojos torvos y consumidos,
y mi cruel desesperación y abatimiento, me daban un aspecto raro y huraño, y
largas noches al sereno labraron poco á poco mi cerebro y sembraron en mi alma
los gérmenes de esa terrible é incurable enfermedad que se llama hipocondría.
Pocos me compadecían y solo me arrojaban el pan de una escasa limosna. Los
muchachos me perseguían, silbábanme y lanzaban piedras sobre mí, con
expresiones groseras y burlonas y me llamaban «el loco Luis.»
XVII
El soldado en campaña
UN día, como al cabo de tres meses, hallándome en la plaza de la Catedral, llamó
mi atención el toque de un tambor que anunciaba la publicación de un bando. La
agitación del público y el toque de generala notificaban que se llamaba á todos los
hombres capaces de tomar las armas para un alistamiento militar. La guerra
acababa de estallar por consecuencia de la discordia civil. Me alisté en el acto y fui
obligado á hacer el servicio militar, porque, como pobre, no podía pagar la
exención de servicio, y mucho menos comprar un reemplazo.
31
Al fin de veinte jornadas llegamos á Popayán, y en pocos días invertidos en varios
preparativos, marchamos á internarnos en las breñas de Pasto. Allí nos esperaba
el enemigo, y allí los fuegos de Marte debían curar los que en mi corazón había
encendido el dios del Amor.
Yo, por mi parte, aislado en medio de aquellos tumultos, viviendo solo con mis
dolorosos recuerdos, cumpliendo con toda humildad las rudas obligaciones del
soldado, en nada me interesaba el éxito de la batalla. Ésta empezó una mañana á
las seis: mi compañía fué dirigida á tomar una casa en que se había atrincherado
el enemigo, y tuve la desgracia de ser herido en una pierna al tiempo de
desalojarlo de unas cercas de piedra en donde se había hecho fuerte. El dolor de
mi herida no me permitió asistir al desenlace de aquella función de armas, que nos
fué favorable, aunque costosa y sangrienta. Fui llevado con los demás heridos á
un lugar inmediato, en donde permanecí dos meses, al cabo de los cuales regresé
á esta ciudad, licenciado como inválido.
Entonces, elevado por el ángel de mis ensueños, mecido por las frescas y
embalsamadas brisas de sus montañas y por el aroma de sus naranjos, gocé de
los fugitivos raptos de un encantado delirio.
Ah! qué se hicieron aquellas deliciosas horas en que imaginé haber sido
trasportado á un Edén, cuando ahora solo hallaba pálida y macilenta sombra en
todo lo que allí veía, un recuerdo de lo que tanto amé! ¡Entonces, lleno de vida,
juventud, riqueza y esperanza! hoy triste y lastimero mendigo, que solo arrastraba
una existencia atormentada, deseando solo morir!...
32
XVIII
El delirio
DESPUES de un escaso alimento debido á la compasión de, uno de los vecinos
de aquel pueblo, salí de él al oscurecer. La noche era un poco clara: dirigí mis
vacilantes pasos hacia aquellos senderos que en otro tiempo había recorrido en
pos de ELLA; pasé por frente á los árboles del Limonal, ví sus blancas paredes,
llegué á la pradera del árbol de caucho donde en época más feliz se mostró tan
hechicera á mis deslumbrados ojos, como la reina del torneo: allí, postrado de
rodillas, bañado en lágrimas, exhalé el dolor de mi acongojado pecho y los
contenidos ayes de tan largo sufrimiento!...
Me acordaba de aquel vaso de agua que tan graciosamente recibió de mis manos
para llevarlo á sus sedientos y divinos labios. Me acordaba del ramo de jazmín;
me acordaba de aquellas consoladoras palabras que me dijo al conducirla á la
quinta: mi febril imaginación era, en fin, un panorama de todos los episodios de
mis cortas venturas y de los azares de mi tormentoso infortunio.
Por fin, delirante me trasporté en alas de la imaginación sobre los mares; llego á
una ciudad, entro en sus calles, veo sus edificios, entro por sus pórticos y vago por
sus plazas; yo estaba miserable, yerto y sin abrigo!... Era de noche y el frío sereno
me congelaba hasta los huesos!
Oigo el gemido de una mujer á pocos pasos; adelántome y hallo una joven
agonizante: inclínome á reconocerla y alzo un cadáver. Al tiempo que esto pasaba
en mi alma magnetizada, oigo un ruido extraño en la maleza de aquel llano,
llénome de terror y me desvanezco...
XIX
La indigencia
TRÉMULO y afligido me puse en camino al siguiente día, evitando pasar por el
poblado, que me recordada épocas tan tristes. Después de dos días de penosa
marcha llegué á esta ciudad, lugar de mis infortunios y tormentos, herido, falto de
33
fuerzas para ganar la vida y mendigando un pan, y asilo donde albergar y reclinar
mi enflaquecida y doliente humanidad. Me dirigí donde vivía un viejo zapatero, con
quien había hecho conocimiento en otro tiempo en mi oficio de esportillero.
Este tenía una asquerosísima tienda ó tugurio ahumado, arriba de los «Tres
Puentes», en una callejuela cercana á un muladar, en donde remendaba y hacía
babuchas malísimas en unión de su flaca y macilenta mujer, rodeado de cuatro
hijitos flaquísimos, cuyo vientre formaba la mayor parte de su cuerpo, por causa
del desabrigo: sus brazos y piernas tan sumamente delgados, que parecían
mirados al través de un lente cóncavo, uniéndose á esta sociedad familiar dos
gozques que apenas tenían fuerzas para mover sus debilitados miembros: su
ajuar se componía de nauseabundos y asquerosos harapos, adornados con un
semillero de insectos horripilantes y atormentadores, y arrojando las exhalaciones
fétidas del hollín y de la mugre.
Acomodéme allí, ganando con mucho trabajo un real diario y no viviendo como un
racional, sino vegetando como un cerdo en su pocilga, y sustentándome con los
alimentos más repugnantes; pero sobre todo, lo que me atormentaba
infinitamente, era verme sin vestido con que mudarme y sin ropa interior limpia, y
más aún, sin cama! ¡Yo tan pulcro y aseado en otro tiempo!
XX
El premio de la constancia
UNA mañana que me encontraba trabajando en aquel pobre oficio y lleno de
hondos y mortales pesares, siento que tocan á la puerta y preguntan por mi
nombre: vuelvo la cabeza y veo parada en el umbral de aquella asquerosa cueva
una mujer joven y bien parecida, que vestía un camisoncito de fula, un pañolón
azul desteñido, con flores blancas, un sombrerito viejo de paja y una maletita á
cuestas.
Ella se paró y me miró como si vacilase en reconocerme; pero luego que hubo
satisfecho sus dudas, me dijo:
34
-¡Irene! la dije, y volé á sus brazos.
-¡Luis mío!... ¡ Luis de mi corazón! ¿Cómo has podido caer en tan horrenda
miseria y en tan lastimosa situación?...
-¡Hermana mía! (así la llamaba yo en mi niñez): ¡sí! el cielo, por sus inescrutables
designios, ó tal vez en castigo de mis pecados y delitos, ha querido sumergirme en
tan horrible situación, llenándome de infortunios y reduciéndome á la más
profunda indigencia!... ¡Hágase su santa voluntad!...
Al ver tan noble y generoso proceder, volé de nuevo á sus brazos, y derramando
un mar de lágrimas, le dije con entrecortados sollozos:
-¿Conque es verdad, ángel mío, que el cielo, compadecido al fin de mis horribles
torturas, me tenía reservado un bálsamo de consuelo, una gota de rocío que
viniese á refrescar el yermo desierto de mi desolada existencia?... ¡Tú,
magnánima criatura, mujer angelical, ínclita y valerosa joven!... ¡tú no has vacilado
en sacrificar tu porvenir, y olvidando lo débil y delicado de tu sexo, emprendes un
largo y penoso viaje por venir á buscarme y poner á mis pies tu fortuna y tu
corazón!... Y tú, sublime mujer, no te has horrorizado ni te horrorizas de ser la
compañera de este desdichado mendigo, inválido y andrajoso!... ¡Ah! no, porque
tú eres la emanación de ese Ser celestial que ama y consuela á sus criaturas en
sus aflicciones: tú, el instrumento de esa bondad y caridad paternal, has venido
para enjugar las lágrimas que han arrancado las llagas cancerosas de mis
infortunios y que tú curas con tu amor...
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Sí, tú me amas todavía, á pesar de nuestra larga separación, para mostrarme que
si en la desgraciada humanidad hay almas viles, sórdidas y corazones
despiadados, también se hallan seres magnánimos que, como destellos sublimes
de la celestial misericordia, cumplen con el gran precepto: «ama á tu prójimo;
consuela y enjuga las lágrimas del afligido.»
Decidióse que nos uniríamos con el santo vínculo del matrimonio, y que con el
dinero que había traído compraríamos una casuca, los muebles indispensables y
algunos vestidos. Así lo verificamos: nos casamos poco tiempo después en la
parroquía de las Nieves: compré la casita con un solarcito, para cultivar algunas
flores, pues siempre he adorado estos tributos que nos ofrece la naturaleza y que
nos deleitan con sus encantadores matices y fragancia.
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consuelo, sin un amigo en quien depositar mis penas, y últimamente, pobre y con
una hija recién nacida, sin haber quien la alimentase ni cuidase de su infancia,
porque acababa de perder á su madre. Encallecido el corazón, embotadas mis
facultades intelectuales con tantos sufrimientos, solo sabré decir á usted que me
resigné en esta nueva adversidad, pues ya no encuentro palabras para contar lo
que por mí pasara. Sepulté á aquella amante criatura, cara mitad de mi ser, en la
misma huesa donde reposaba mi madre, para reunir en un solo punto despojos
tan queridos, y luego me consagré al cuidado de mi tierna hija.
XXI
Rosita
NO me quedaba ya sobre la tierra otro consuelo ni otro apoyo que aquella tierna
niña, último renuevo de mi familia fresca florecilla que había venido á esmaltar el
yermo campo de mi vejez y el árido desierto de mi corazón. Rodeéla de ternura y
cuidados y busquéla una nodriza. Todo mi cariño estaba concentrado en mi bella
Rosita: vestila con decencia, y á los cuatro años de edad la puse en una escuela.
Mi hija era blanca; su fresca y fina tez, adornada de un bello y hermoso carmin; su
fisonomía de gracias y seductores atractivos, con una mirada centelleante y
perspicaz; su boca y labios de coral dejaban percibir su sonrisa angelical y divina,
y ver dos hileras de dientes que por su blancura y lucido esmalte parecían ser
hermosas y ricas perlas del Oriente incrustadas en aquellas rosadas encías; su
cuerpo delineado con todas las reglas del arte, como obra del Artífice supremo, se
presentaba hermosa y seductora á mi vista y me recordaba la presencia de su
madre, por ser en sus facciones el retrato de ella.
Cuando llegaban los dias de vacación ó asueto, en medio del contento que me
causaba su vista y los inocentes placeres que en su compañía disfrutaba, un
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profundo pesar se apoderaba de mí y me decía: ¡ qué horrible es llegar á una
extrema pobreza! ¡cuán desgraciado soy en no poder brindar á mi linda hijita
ninguno de los delicados placeres que merece disfrutar por su fina educación! No
puedo proporcionarla amigas de su clase, ni teatro, ni la más inocente distracción.
¡ Quién se dignará asociarse con la hija del Sereno! ¡Quién querrá frecuentar su
humilde casuca del arrabal!
XXII
La violencia
LLEGA por fin ese día tan tímido para mí. Mi hija cumplía quince años, y yo,
extenuado de fatiga y abatido por la pobreza, no podía ya seguir haciendo los
gastos de colegio y mantenerla en él: saquéla, pues, de allí, y mientras buscaba
mejor asilo para su juvenil belleza llevéla en mi compañía porque la falta absoluta
de recursos me obligaba á este sacrificio.
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¿Qué hacer?
Por las noches, cosa inusitada en aquellos lugares desiertos, se oía el sonido de
bandolas, serenatas de armoniosa música y canciones, y en la vecindad se habían
alojado en una casuca tan pequeña como la mía, unos artesanos jóvenes é
insolentes, los que, siempre que yo cruzaba la solitaria callejuela para entrar en la
mía, me hacían burla con risotadas y chacota.
Instéla para que me revelase el motivo. Ella lo rehusaba, pero yo, revestido de la
autoridad de padre, la obligué á ello, y con timidez, candor é inocencia me relató lo
siguiente:
-Padre mío: feliz y dichosa me creía en nuestra pobre y humilde casita, pues
estaba á su lado recibiendo sus halagos, caricias y afectos paternales y gustando
de sus saludables y sabios consejos. Habrá notado que ha poco tiempo han
aparecido por nuestra solitaria calle y habitado en la casa contígua á la nuestra,
unos hombres que, según parece, son sastres: estos artesanos, audaces y
groseros, hace algunos días se propusieron molestarme, cuando estaba á la
ventana, con palabras soeces y poco decentes, lo que miré con desprecio.
Conociendo yo lo sensible de su corazón, el cariño y extremado afecto paternal
que me profesa, quise no exponerlo á una molestia con aquella gente, ocultándole
esto, y resolví, para evitar sus impertinentes palabras falaces y groseras, privarme
de estar á la ventana en los ratos de ocio; así lo he hecho. Pero estos perversos,
llevados de un frenesí inmoral y rabia por el desprecio con que los he mirado, han
saltado hoy, por medio de una escalera, las paredes, y se han entrado en la casa.
Al verlos dí gritos, y ellos se arrojaron sobre mí como lobos rabiosos y
poniéndome un puñal al pecho, me amenazaron diciéndome que si algo decía me
matarían: motivo por el cual, y viendo la indigencia y aislamiento en que nos
hallamos y temiéndolo todo de la audacia de esos hombres, quería ocultarle esto,
padre mío, y tan solo rogarle que salgamos de esta casa.....
39
Todo lo comprendí: un vértigo furor indecible se apoderó de mí; maldije el
Gobierno, la sociedad, las leyes, y juré vengar el ultraje hecho á mi inocente hija.
Tomé mi cuchillo, lancéme fuera y me presenté á uno de los infames escaladores
de mi pobre domicilio, que encontré solo en la esquina de la callejuela. No sé
dónde estaría el resto de la gavilla.
¡Qué acontecimiento tan terrible para un hombre honrado, que tiene la conciencia
de ser inocente, verse conducir á la cárcel por haber tratado de lavar una afrenta y
reparar el honor de su familia, ultrajado por la violencia y fuerza bruta!
XXIII
No se muere de pesar
ESA ancha puerta, por la que solo debiera entrar el crimen, si la sociedad
estuviera mejor constituída, se abrió para mí aquel día. Aquella guardia,
amenazante con sus bayonetas; el rastrillo, al través del cual se oía el ruido de los
grillos y las cadenas; aquel vestíbulo ahumado y derruído, la fetidez que exhala el
desaseo de la muchedumbre pobre y las materias en descomposición; la ronca y
tenebrosa voz del carcelero... y, por último, ese fatal cerrojo que se interpone,
quién sabe por cuánto tiempo, entre el mísero prisionero y el mundo... todo, en
efecto, parecía haber concluido para mí!
40
¿Qué sería de mi pobre y desvalida hija, sola en la casuca, sin más amparo que
una pobre vieja que nos servía de compañera? Sola... sí... ella, la hija del pobre
que carecía de valiosas relaciones sociales, y por tanto sin amparo alguno sobre
la tierra!...
Tendido sobre los fríos ladrillos del calabozo, no pude conciliar el sueño, por estar
además atormentado con el ruido de las culatas de los fusiles sobre el pavimento
y el relevo instantáneo de los centinelas.
Después de una larga prisión de tres meses, yo no volví á saber de mi hija; pues á
un hombre á quien envié á tomar noticias de ella, le dijeron que estaba cerrada la
casa y nadie sabía dónde se hallaba. Después de aquel penoso cuanto
prolongado término, se falló mi causa por jurados, y declarándome inculpable, se
me puso en libertad.
Corro, vuelo, ansioso de ver mi familia, y encuentro la casa cerrada. Una vecina
me dijo que desde el día siguiente al de mi prisión había visto la casa cerrada y no
había vuelto á ver á la señorita!....
Los sastres habían desaparecido y nadie daba razón de ellos. Llevo un herrero,
hago romper la cerradura y encuentro mi casa robada. Corro al colegio y pregunto
á la directora, ocurro á todas aquellas partes á donde antes solía ir; ni la menor
noticia, ni el mas ligero indicio...
41
Oh dolor inaudito!... Mi hija había desaparecido!... Hé aquí el complemento de
todas mis desdichas y el último golpe, que me reservaba un destino inexorable y
atroz!
Ante este último pesar palidecieron los más dolorosos sufrimientos de mi vida. Yo
había llorado como amante, como hijo, como esposo... Me faltaba llorar como
padre, por mi tierno retoñito! por aquella infeliz que había nacido como una
delicada y frágil amapola en un muladar, para hacerme encanecer en un instante y
llenar de un indescriptible dolor los días de mi vejez!... ¡Por aquella carne de mi
carne, hueso de mis huesos, sangre de mi sangre!...
Acordéme que ya tenía cuarenta y dos años, y dirigiendo la vista hacia el porvenir,
se me presenta amenazable y terrible esa vejez tan lóbrega, triste y solitaria que
me espera. Pensé en los vicios, en la corrupción, en las enfermedades, en el
hospital, y horrorizado, me tendí sobre los fríos ladrillos de aquella salita para mí
todavía mas triste aún que la misma cárcel!
Yo me figuraba estar ya condenado por Dios á las eternas penas del infierno. En
mi cabeza oía retumbar incesantemente los martillos de Satanás, y mi corazón era
un ancho lago de dolor!... En el día, para calmar tan insoportables penas, tomé
una fragua, tanto para calentar mis huesos penetrados por el hielo de la noche,
cuanto porque aquellas llamas, aquellos rostros tiznados y aquellos martillos, eran
una representación viva del infierno donde yo estaba, y además, el golpe del
martillo sobre el yunque me aturdía. Desde entonces soy herrero.
Yo he venido á conocer que al hombre habituado, ó por decirlo así, hastiado de las
penas, no lo mata ningún dolor, y que así como hay fruiciones y delicias en los
goces del rico y poderoso, el desdichado también se nutre, se alimenta y vive
aclimatado en la atmósfera del infortunio... Pero ¡ ay! ¡qué difícil es habituarse á
estos sufrimientos, sobre todo, cuando el hombre nace y piensa con una alma tan
sensible como la mía! Si es cierto, como ha dicho un poeta, que hay delicia en el
colmo del dolor, ¡cuántas delicias hubiera saboreado este amable bardo si le
hubiera cabido una suerte igual á la mía!...
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Aquí la voz del sereno era cada vez más honda y entrecortada y su acento
semejaba más bien á un profundo sollozo casi imperceptible, de tal modo que con
dificultad pude oir esta última parte de su relación.
XXIV
El crimen
UNA noche que yo regresaba á mi alojamiento cerca de las doce, pasaba por una
excusada y lóbrega callejuela tan oscura como la boca de un lobo, oigo escaparse
de una casita dolorosos gemidos de agonía y de angustia invencibles,
acompañados de blasfemias atroces, de furiosas amenazas y crueles golpes...
Las voces eran proferidas por gente malvada y facinerosa que elige aquellos
tenebrosos sitios para reunirse en amenazantes y temibles gavillas, como
habituada á vivir en el crimen de una sociedad bárbara y sin policía.
Los gemidos y la voz agonizante eran de una mujer. Nadie abría sus puertas,
nadie volaba á socorrer á aquella infortunada: había mucha razón, los inmediatos
vecinos de la víctima, aterrorizados por el crimen, temían correr la misma suerte...
Sucedióse al punto dentro de la casa una sorda algazara que cesó en el momento.
Calculando que se hubieran escapado por las paredes interiores, como en efecto
sucedió, empujé la puerta, que cedió con facilidad por no estar bien asegurada,
penetré en la casuca, en donde ya no se percibía rumor alguno, me dirigí á la
salita donde no había luz, y tropecé con un cuerpo humano...
Saquélo afuera en mis brazos. Era una pobre mujer que parecía joven y bella. En
el momento que yo la examinaba en el patio, á la pálida y opaca luz de las
estrellas, exhaló un profundo y sordo gemido, y comprendí por esto que ya
espiraba...
Sin duda aquella infeliz había muerto estrangulada después de sufrir duros
tormentos, pues tenía la cara bañada en sangre, una corbata de hombre amarrada
fuertemente á la garganta y comprimida por medio de un torcedor, el cual era un
garrote de guayacán........
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Las estrellas que brillaban en el firmamento fueron los pálidos blandones de su
agonía y las que alumbraron su postrer suspiro!...
Pero estaba la cara de aquel cadáver tan empapada en sangre ya coagulada, que
era imposible distinguir sus facciones. Ocurrí á la cocina, y trayendo un poco de
agua lavé aquel rostro con el esmero y delicadeza que se emplea para con un
enfermo debilitado, y con la esperanza de que la acción del frío restituyese la vida
á aquel ser... Vana esperanza!... Estaba yerta!...
¡Oh! ¡esas facciones!... ¡Un lunarcito que tenía en la barba al lado derecho!... ¡Oh
Dios!... ¡Oh Dios!... ¡¡¡Qué horror!!!...
Lanzó aquel mísero y desgraciado ser un hondo y doloroso gemido y rodó sobre la
dura piedra del enlosado de la calle.
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Conclusión
AQUÍ terminó la patética y singular narración de aquel infortunado. Como yo
tratase de socorrerlo al verlo exánime, encendí su farol, y al levantar su cuerpo
desmayado, sentí que algún objeto se había deslizado de su bolsillo. Lo recogí y ví
que era una cajita; reconocí y observé que se abría por medio de un resorte: abríla
y, examiné, a la escasa luz del farol, el retrato en miniatura de una bellísima joven
como de quince años, con un traje blanco y una rosita en el pecho. Debajo y en
letras doradas tenía esta cristiana y dolorosa inscripción:
FIN .
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