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Tabla de contenido

Parte I. Comunicar la fe mediante la vida moral ... 4


1. Las incomprensiones contemporáneas
respecto de la vida moral ................................................ 5
Introducción ....................................................................... 5
Incoherencias contemporáneas.............................. 11
¿De qué estamos hablando? ..................................... 14
La universalidad de la experiencia moral .......... 17
La necesidad de la moral ........................................... 20
2. Moral, crecimiento e identidad personal ......... 29
La confusión de algunas teorías éticas ................ 29
¿Qué significa perfeccionarse como persona?
Las virtudes ..................................................................... 33
Connaturalidad con el bien ....................................... 35
¿Cómo se consigue ser virtuoso? ........................... 38
Una moral personal ...................................................... 41
3. La moral cristiana: ¿Qué aporta la fe a la
moral? ................................................................................... 45
Felicidad, insuficiencia y trascendencia.............. 45
Inseparabilidad de la fe y la moral ........................ 54
4. Identidad cristiana y vida teologal ..................... 63
Un malentendido por aclarar................................... 63
1
La razón necesita de la fe y la fe de la razón ..... 64
¿Qué “añade” la fe? ....................................................... 67
La fe, la esperanza y la caridad ............................... 73
Fe, pecado y utilitarismo moral .............................. 76
Parte II. Dar razón de nuestra fe: el diálogo con la
ciencia ................................................................................... 81
5. Creación y origen del universo ............................. 82
El origen del universo físico ..................................... 82
Los origenes según la fe cristiana ....................... 118
6. Creacionismo, evolucionismo y diseño
inteligente ........................................................................ 140
Antecedentes e historia ........................................... 140
Ideas centrales del Diseño Inteligente .............. 152
Críticas al Diseño Inteligente ................................ 170
Conclusiones ................................................................ 201
Bibliografía.................................................................... 202
El diálogo entre ciencia y religión en la actualidad
............................................................................................... 209
La imagen de Dios en juego ................................... 210
Niveles de realidad .................................................... 214
Anexo: ¿Qué significado tiene para la religión el
descubrimiento del bosón de Higgs?................. 217

2
3
Parte I. Comunicar la fe mediante la vida
moral
(Texto tomado de varios capítulos de: Javier
Sánchez Cañizares, “Razón y fe: la plenitud de la
vida moral”, EUNSA, Pamplona 2013)

4
1. Las incomprensiones contemporáneas
respecto de la vida moral
1.1. Introducción
Partamos de un hecho: la moral tiene mala
prensa. Si oímos hablar de moral en algún medio,
nuestra primera reacción puede ser de cierto
desasosiego. Tal vez esperamos oír que algún
experto “pensador” que vive en su propio mundo,
cada vez más alejado de la realidad, ha
descalificado algún comportamiento o avance
científico. Ni que decir tiene que esta sensación se
agudiza hasta el extremo cuando el descalificador
es un “hombre de la Iglesia”, alguien que, además,
vive su vida con un sentido fuertemente religioso.
La incomodidad de la moral es patente. Su papel
mediático en la actualidad, en el mejor de los
casos, es el de actriz secundaria, antagonista de la
“chica guapa” de la película, identificada con la
libertad y los buenos sentimientos en búsqueda
de un mundo mejor. La moral parece ser
reaccionaria: siempre negativa, siempre
dispuesta a poner trabas no solo a la felicidad
personal y a los avances sociales, sino también a
la solución de los verdaderos problemas de la
humanidad.
5
Para muestra, un botón. En una entrevista que
Benedicto XVI concedió a un grupo de periodistas
con motivo de su viaje a Baviera, en 2006, uno de
ellos le esperaba lo que ronda en las cabezas de
muchas personas “de buena voluntad”: «En todo
el mundo los creyentes esperan de la Iglesia
católica respuestas a los problemas globales más
urgentes, como el sida y la superpoblación. ¿Por
qué la Iglesia católica insiste tanto en la moral en
lugar de intentar soluciones concretas para estos
problemas cruciales de la humanidad?»1.
¿Quién no se ha encontrado con una pregunta
similar? Quizás dirigida por un colega, o leyendo
un libro, en alguna red social, o simplemente ante
un dilema personal sobre cómo actuar en una
situación determinada para conseguir algo
bueno. A fin de cuentas, ¿la moral es algo
relevante para la vida real? ¿No se trataría más
bien —incluso desde una visión compatible con la
religión— de ser buenos profesionales, ayudar a
la gente que se tiene cerca y, en la vida privada,
hacer lo que cada uno pueda?
Pero, ¿qué es lo relevante para la vida real? ¿Por
qué debemos ser buenos profesionales? ¿En qué
1
BENEDICTO XVI, Entrevista con motivo del viaje apostólico a Alemania, 5-VIII-2006.

6
consiste ayudar a la gente? ¿Qué es hacer lo que
uno pueda? Nos damos cuenta de que, conforme
nos hacemos más preguntas sobre nuestro
comportamiento, llegamos a capas cada vez más
profundas de nuestro ser, para las que no valen
respuestas superficiales, de andar por casa. En
algún momento de la existencia, nos topamos con
esas capas, que aparecen y vuelven a aparecer,
aunque intentemos esconderlas borrándolas del
historial, como si fueran páginas que no se
desearía haber visitado. Se abren y se abren,
aunque uno las cierre… Es el precio de la
navegación humana por la vida.
La moral tiene que ver con el bien: qué es y cómo
alcanzarlo.
Pero no cualquier bien, sino “el bien”. Lo bueno,
sin más. Aquello que no es bueno en razón de
otra cosa, sino en sí mismo, “y ya”, como dicen
algunas amigas mías. Ciertamente todos
queremos progresar, individual y socialmente,
pero —según confiesa el Papa en la entrevista
que decíamos— «en la combinación que hemos
tenido hasta ahora del concepto de progreso a
partir de conocimiento y poder, falta una
perspectiva esencial: el aspecto del bien. Se trata
7
de la pregunta: ¿qué es bueno? ¿Hacia dónde el
conocimiento debe guiar el poder? ¿Se trata
solamente de disponer sin más, o hay que
plantear también la pregunta por los parámetros
internos, por aquello que es bueno para el
hombre, para el mundo? Y esta cuestión, pienso
yo, no se ha planteado de manera suficiente»2.
La gente que sabe poco duda de la moral. La
gente que sabe bastante llega a rechazarla. Pero
la gente que más sabe sobre algún tema siempre
se reencuentra con ella. Uno de los físico-
matemáticos más creativos de los últimos
tiempos, Roger Penrose, afirma en su libro más
famoso: «Creo que es más importante que nunca,
en la cultura tecnológica de hoy, que las
cuestiones científicas no se separen de sus
implicaciones morales»3.
Si lo único que se hace es impulsar hacia delante
el poder personal, sirviéndose de lo que uno
conoce, el progreso que se consigue estará
gravemente desequilibrado. De hecho,
encontramos en la sociedad actual muchos
ejemplos de este preocupante desequilibrio: hay
2
BENEDICTO XVI, Luz del mundo: el Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una conversación
con Peter Seewald, Barcelona: Herder, 2010, 56-57.
3
PENROSE, R., The Road to Reality. A Complete Guide to the Laws of the Universe, New York: Alfred
A. Knopf, 2005, 22.

8
individuos que poseen grandes capacidades
técnicas, pero escasos recursos morales.
Desconocen el lenguaje de programación de esas
capas más profundas de su ser. Quizás el mundo
virtual de Internet es un ejemplo paradigmático
de ello. Cada vez más, abundan las personas muy
capaces de estar a la última en el mundo de
relaciones que ofrece la red (chats, videojuegos,
mundos virtuales, redes sociales…), pero retraídas
para las relaciones humanas reales, que implican
la mediación corporal.
La cuestión moral no atañe únicamente a las
personas individuales. La pregunta por el sentido
de lo que hace la sociedad resulta cada vez más
relevante en diversos ámbitos: ¿por qué hemos
de proteger el planeta? ¿Por qué hemos de
financiar un determinado proyecto de
investigación? Evidentemente las decisiones
últimas sobre muchos aspectos han de ser
tomadas desde una perspectiva moral, aquella
que considera el bien de la sociedad o de las
personas. Es ilusorio pretender que la ciencia, la
política o la economía se desarrollen al margen
de las decisiones éticas, y es superficial
considerar la moral siempre bajo el rol de un

9
conjunto de prohibiciones a la persona, a la
investigación o a las posibilidades de la sociedad.
La cuestión es que solo la perspectiva moral es
capaz de señalar un sentido último, definitivo,
tanto a nuestras acciones individuales como a
aquellas que afectan a la sociedad4. Las
coordenadas del progreso no son solo las del
conocimiento y la técnica. Hay una coordenada
interior, la del bien del ser humano, lo bueno para
el hombre. Una dimensión escondida o
irrelevante para muchos (como las dimensiones
ocultas de las teorías de supercuerdas). Una
dimensión que, sin embargo, se sepa o no, acaba
determinando siempre la orientación interna del
desarrollo individual y social.
La dimensión moral es una característica
intrínseca de las acciones, de modo que cuando
una persona se pregunta por lo que puede hacer,
se está preguntando también por la moralidad de
las diversas opciones que aparecen a su alcance5.
No podemos escondernos de la moral. Hemos de
4
Por ejemplo, la sociedad tiene derecho a decidir —a través de los órganos de representación
competentes— si un proyecto de investigación es relevante, pues no toda exploración científica ha de
hacerse necesariamente. La decisión no puede dejarse únicamente en manos de los científicos. La
autoridad política decidirá teniendo en cuenta la sostenibilidad de los recursos disponibles y, también,
de acuerdo con su visión última —moral— de la sociedad.
5
Cfr. MOLINA, E., La moral entre la convicción y la utilidad: la evolución de la moral desde la
manualística al proporcionalismo y al pensamiento del Grisez-Finnis, Pamplona: Ediciones Eunate,
1996, 268.

10
conocerla. Pero conocerla equivale a conocernos
a nosotros mismos. ¿Qué es ser hombre? ¿Qué es
ser yo? ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo esperar?
¿Alguien espera algo de mí?
La moral trata de esto, pero no lo hace de modo
misterioso, ni de manera técnica, ni de forma
emotiva. La moral tiene que ver con la verdad de
cada uno. Una verdad que no es puramente
subjetiva, sino que podemos conocer y querer
mediante las dos alas con las que el espíritu
humano se eleva hacia su contemplación: la razón
y la fe6.
1.2. Incoherencias contemporáneas
Los seres humanos somos conscientes de que no
da igual lo que hacemos. Este fue un
“descubrimiento” de un compañero mío de clase
—bastante indolente, por cierto—, después de
asistir a una conferencia sobre la belleza en la
arquitectura. Él, acostumbrado a tirar la ropa en
cualquier sitio, a dejar dinero a la vista (se lo
podía permitir, claro) y a entregar los trabajos
con retraso, vino después de esa charla a decirme
solo eso: “me he dado cuenta simplemente de que
«no da igual». Hay cosas que no dan igual”.
6
Cfr. JUAN PABLO II, Enc. Fides et ratio, 14-IX-1998, Introducción.

11
Seguramente mi amigo estaba hablando de la
experiencia de lo bello. Aunque dos casas
sirvieran igualmente para vivir en ellas, hay algo
que no da igual; no da igual que una sea más
bonita que la otra. Si bien no es exactamente lo
mismo, la experiencia de la belleza tiene bastante
en común con la experiencia de la moral. Las
personas nos damos cuenta de que nuestras
decisiones influyen en los demás, cambian lo que
sucede a nuestro alrededor y, algo mucho más
importante, nos modifican a nosotros mismos.
Frente a la indiferencia de la materia inanimada y
el obrar instintivo de los animales, las personas
tenemos experiencia de actuar libremente y,
porque somos libres, no da igual lo que hacemos.
Ciertamente, por razones muy diversas y
complicadas, uno puede llegar a pensar que hay
una explicación completa de todo lo que ocurre
en el universo a partir de unas leyes
impersonales. Podemos llegar a creer que nuestra
experiencia de “autodeterminarnos”, es decir, de
actuar libremente y por ello ser responsables de
nuestros actos, es una pura apariencia. Algunos
científicos como Stephen Hawking o Daniel
Dennett piensan así. Consideran que las personas

12
(y por supuesto los animales) no son otra cosa
que un conjunto muy complicado de procesos
físico-químicos que, no se sabe por qué, dan esa
apariencia de libertad.
Lo que resulta chocante, claro, es que se dediquen
a escribir artículos o libros para convencernos de
ello, cuando podrían no hacerlo. Para ellos “no da
igual” escribir o no un artículo o un libro. No solo
por una cuestión de ganancia económica, sino
porque, en el fondo, piensan que es mejor saber
que no saber, conocer la verdad que estar en el
error. Por eso intentan transmitir sus ideas;
porque “no da igual”. Por eso también hay
agradecimientos en sus libros; porque “no da
igual”. Hawking y Dennett demuestran
precisamente que son “humanos” con sus
esfuerzos por negar la especificidad de la
libertad. Solo las personas libres son capaces de
negar la libertad.
La moral tiene que ver con aquello que nos
especifica como personas: ser seres libres.
Y podemos partir de ello porque no tenemos que
“demostrar” la existencia de la libertad como se
demuestra que los electrones están en orbitales

13
alrededor del núcleo atómico. Como dice el
filósofo canadiense Charles Taylor, nosotros
exploramos desde dentro la forma de la vida
humana y encontramos que, dentro de esa forma,
somos irresistiblemente dados a otorgar
significación a ciertas cosas. Ciertas cosas que son
invariablemente objeto de reconocimiento moral,
que por su propia naturaleza se desmarcan de
otras por su incomparable significación7.
Tenemos experiencia de primera mano, es decir,
tenemos evidencia, de actuar libremente y, por
tanto, de actuar moralmente. Esta es una
dimensión irreductible de las personas. No se
puede explicar a partir de otras dimensiones.
Tampoco se puede borrar, ni siquiera ignorar,
pues hacerlo es ya una actitud moral. Cualquier
proyecto que tienda a prescindir de ella está
condenado al fracaso, por la sencilla razón de que
somos “yos” libres: seres con una evidencia de
libertad mayor que las evidencias de la lógica o
de la naturaleza física.
1.3. ¿De qué estamos hablando?
En la Introducción de este libro decíamos que la
moral tiene que ver con el bien y lo bueno. Pero
7
Cfr. TAYLOR, C., Fuentes del yo: La construcción de la identidad moderna, Barcelona: Paidós, 1996,
365-366.

14
las referencias a lo bueno y a lo malo aparecen en
muchos otros aspectos o campos de la vida
humana. Se puede ser un buen o un mal
conductor, un buen o mal estudiante, un buen o
mal médico, un buen o mal padre o hijo…
También hay cosas buenas o malas para uno
mismo. Es bueno quedarse en la cama si no se
puede dar un paso por el cansancio, es bueno
invertir en una empresa floreciente si se quiere
ganar dinero, o también es bueno dar ese dinero
a una familia amiga que lo está pasando mal por
la crisis económica.
Estos ejemplos ayudan a darnos cuenta de que
los términos bueno o malo se pueden utilizar en
muchos sentidos: deportivo, técnico, profesional,
económico… Pero a veces se utilizan en un
sentido “absoluto”. Cuando decimos absoluto,
queremos decir que se trata de un sentido
“último”, “decisivo”, que sirve como criterio para
resolver los conflictos que a veces surgen en los
diversos ámbitos de nuestra vida. Por ejemplo,
por seguir con el anterior, es bueno ganar dinero
con una inversión rentable, pero también es
bueno ayudar económicamente a mis amigos.
¿Qué es lo bueno para mí, aquí y ahora, con el
15
dinero del que dispongo? ¿Cuál es el bien que
puedo hacer? ¿Invierto o se lo doy a mis amigos?
Así pues, estamos hablando de un sentido
absoluto del bien, que no depende de otros
puntos de vista, a la hora de actuar. Pero, ¿existe
ese sentido último? Una respuesta a esta
pregunta es decir que ese sentido último, en el
fondo, es “relativo”: relativo a la persona que se
enfrenta con la decisión y, por tanto,
incomunicable e intransferible a los demás.
Depende de cada uno. Otra respuesta más
elaborada consiste en afirmar que depende en
último término de la cultura en la que uno se ha
desarrollado. Así, lo que es bueno en sentido
absoluto para unas culturas no lo es para otras; y
lo mismo ocurriría con las personas.
Ahora bien, la existencia de una diversidad en las
respuestas y en las evaluaciones concretas sobre
lo bueno no es algo que hayamos aprendido con
la globalización. Se trata de un fenómeno
conocido ya por los grandes pensadores de del s.
V a. C. Precisamente por eso se pusieron a pensar;
para ver si, a pesar de esa aparente diversidad,
existe una medida universal a partir de la que
juzgar, definitivamente, si algo o alguien es
16
bueno. Y ciertamente llegaron a una respuesta. La
respuesta es que
la razón humana es capaz de determinar lo
bueno. Y hacer lo bueno es lo único que nos
permite tener una vida feliz.
1.4. La universalidad de la experiencia moral
Decíamos antes que la dimensión moral es
inherente a la actuación humana. Toda acción
humana en la vida real tiene una dimensión
moral. Es buena o es mala. De hecho, siempre que
actuamos, lo hacemos suponiendo —al menos
implícitamente— que existe una diferencia entre
el “bien” y el “mal”8. Eso no significa
necesariamente que siempre estemos siendo
conscientes de ello. Podemos adquirir la
costumbre de hacer algo bueno porque, en su día,
decidimos que queríamos hacerlo (por ejemplo,
levantarnos puntualmente).
Por otro lado, en la mayoría de las ocasiones, lo
bueno para mí es algo “muy personal”, en el
sentido de que solo yo, en último término, puedo
valorar todas las circunstancias relevantes de la
cuestión. Supongamos, por ejemplo, que soy
8
Cfr., p. ej. LEWIS, C.S., Mere Christianity, London: Collins, 1955; SPAEMANN, R., Ética: cuestiones
fundamentales, 7 ed. Barañáin: Eunsa, 2005.

17
profesor y, en el día de mi cumpleaños, los
alumnos me ofrecen una tarta a media jornada.
Entonces pienso: “no es bueno para mí comer
entre horas, pero debo demostrarles gratitud a
mis alumnos. No es lo mejor para el régimen que
el médico me ha ordenado. De todas formas, no
creo que tenga importancia saltarme el régimen
un día. No obstante, el médico fue muy estricto la
última vez. Sí, pero nunca me ha pasado nada
malo por saltarme el régimen en alguna
ocasión…” Así podríamos seguir casi hasta el
infinito, intentando “objetivar” todas las
circunstancias relevantes del problema. Pero el
problema no es tan grave, porque la persona que
se encuentra en una situación semejante, en la
vida real, es capaz, con su razón práctica, de
tomar una decisión buena.
Entonces, ¡estamos dando la razón a los que dicen
que lo bueno y lo malo, a fin de cuentas,
dependen de cada persona! Sí. Llevan razón, en
parte… En una parte muy importante de lo que es
la moral. Pero también hay una parte de la moral
en la que, de pronto, nos encontramos ante
aquello que no solamente es bueno o malo para

18
mí, sino que es bueno o malo en sentido absoluto
y universal.
En ocasiones, nos encontramos con lo que se
suelen llamar técnicamente “absolutos morales”.
Absolutos en un sentido aún más profundo que el
de “lo bueno, sin más, para mí, aquí y ahora”.
Los absolutos morales son absolutos en el sentido
de que se refieren a un bien digno de ser
respetado incondicionalmente: no importa la
variedad de situaciones o circunstancias en las
que nos encontremos.
A veces nos podemos dejar llevar por un error
óptico en la perspectiva de la moral, debido a que,
en el modo de obrar, nos llama más la atención lo
diferente que lo común. Sin embargo, desde un
punto de vista puramente fenomenológico, hay
una serie de coincidencias recurrentes en el
pensamiento universal, como se refleja en gran
parte de las obras de arte, que suelen tratar con
frecuencia de estos temas. Ante la opresión, el
asesinato, la traición o la mentira, nos
indignamos. Frente al respeto a los ancianos, la
imparcialidad ante la ley o una vida heroica
(pensemos en la universalidad de los santos), nos

19
emocionamos. La literatura conoce “reacciones
morales universales” que, por esa razón, son
fácilmente compartibles. Este es un hecho de
experiencia, muy anterior a la globalización, que
trasciende culturas, tiempos y espacios, porque
está basado en algo común a nuestra condición
humana: la capacidad de razonar prácticamente,
determinando el bien a realizar, aquí y ahora, y el
bien a respetar siempre y en todo lugar, con
independencia de las circunstancias.
1.5. La necesidad de la moral
Hay que decir, por tanto, que «la diferencia moral
es un dato que se encuentra en todo actuar
humano en tanto que humano. No le corresponde
a la ética fundamentarlo. Sí puede y debe
fundamentar el criterio seguido para discernir la
bondad o maldad de las acciones»9.
Así pues, una primera opción a la hora de abordar
la cuestión moral podría ser: “seguir siempre la
opinión de la mayoría”. Pero la opinión de la
mayoría a veces puede ser: “imponer de cualquier
forma nuestra opinión a los demás”. La opinión
mayoritaria puede ser incoherente y destructiva
consigo misma. El recurso a la opinión pública o a
9
RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral. Fundamentos de la ética filosófica, Madrid: Rialp,
2000, 149.

20
las modas del momento no es garantía de éxito
moral, como demuestra la historia pasada,
reciente y actual.
Una segunda opción podría ser la denominada
“opción anárquica”, que consiste en afirmar que,
en el fondo, cada persona es “su moral”. Cada uno
decide lo bueno o malo de manera totalmente
independiente. Esta opción no niega que haya
influencias de la cultura, de la naturaleza, o del
ambiente en el que uno vive. Incluso puede
admitir que dichas influencias son decisivas. Sin
embargo, lo central para la opción anárquica es
que, en definitiva, cada persona es el referente
último de la moralidad.
Como señalábamos antes, esta opción ha de ser
tenido en consideración muy seriamente. En
cierto sentido, cada uno “vive como quiere”, pues
si no quisiera, no viviría así. No hay por qué dar
explicaciones a nadie. ¿Pero qué significa vivir
como yo quiero o como a mí me da la gana en el
ámbito moral? ¿A qué motivos o estímulos presta
atención alguien que decide vivir así, siendo él
mismo su referente moral último? ¿A sus
reacciones espontáneas y naturales? Distinguir
ese tipo de reacciones de otras no es tan sencillo
21
como a primera vista puede parecer. ¿Qué es lo
“natural”? ¿A qué sentimientos hay que hacer
caso? Todos tenemos, a veces, sentimientos
encontrados…
La cuestión es que esta opción olvida que el ser
humano, cada persona, no es tan sencilla de
gestionar como parece. En ocasiones es difícil
saber lo que en realidad se quiere cuando se
quiere algo. No basta con querer dormir, comer,
vivir… Las personas quieren más cosas; y cosas
importantes que no pueden conseguir solo por sí
mismas. Por ejemplo, no se puede conseguir ser
querido o ser apreciado por los demás —o por
una persona concreta— de una manera
automática, siguiendo unas instrucciones.
La opción anárquica o individualista parece
funcionar bien en la teoría; pero nunca lo hace en
la práctica. Y la razón es que se apoya en una
falsedad: que mi actuar no tiene influencia en los
demás y que el actuar de los demás no influye en
mí. Hay que decir sencillamente que eso no es
verdad. El actuar de los seres humanos siempre
afecta a los demás. Por eso, entre otras razones,
es posible buscar soluciones comunes a los
problemas morales; porque hay una medida
22
común que afecta a todas las personas y puede
ser comunicada entre ellas. Podemos dar razones
de nuestro actuar y podemos llegar a ser
comprendidos.
A pesar de todo, hay personas —demasiadas,
desgraciadamente— recluidas en su visión
particular. Cuando alguien nos dice que la madre
Teresa “será una santa para ti, pero no para mí”, o
que “no ve razón alguna por la que haya que
conservar las riquezas naturales para las
generaciones futuras”, no damos cuenta de que es
difícil convencerlas de lo contrario, precisamente
por el déficit de humanidad y la “cerrazón” que
suponen sus afirmaciones. Ya Aristóteles
consideraba, en parecida situación, que la gente
que dice que se puede matar a la propia madre no
merece argumentos sino azotes. Pero la moral no
tiene que ver, en primera instancia, con persuadir
a las personas para que actúen de un modo
determinado. Eso es tarea de la retórica o de la
comunicación. La moral tiene que ver con lo
bueno; la vida buena, sin más.
La bondad moral es el punto de vista a partir del
que se ordena todo lo que uno hace. Es la

23
perspectiva que considera la vida de cada uno de
manera global: “como un todo”, y no “por partes”.
Esta perspectiva es la que permite tener una
jerarquía de valores que ayude a actuar según
una orientación constante, según un criterio
último que hace que la vida sea buena, feliz. Pero
ese criterio no puede ser simplemente tener
salud, dinero, o el amor de una persona
concreta…, ni tampoco hacer lo que me guste en
cada momento. ¿Qué debe gustarme para ser
feliz? La felicidad misma no sirve como criterio,
pues ella misma es el fin al que se tiende, no el
criterio para llegar.
La consideración de la vida “como un todo” es
menos teórica de lo que puede parecer a primera
vista. Nos introduce en el espesor temporal de la
vida humana. Hoy en día esto es difícil de
percibir, pues vivimos inmersos en la “cultura del
clic”. Un movimiento de la muñeca o del dedo nos
lleva al sitio que buscamos o nos presenta nuevas
experiencias, de manera que lo que queda en el
historial de páginas visitadas resulta pasado,
irrelevante para el presente. Se vive con la
impresión de que solo importa lo que se quiere
aquí y ahora. La publicidad, el cine y las series
24
juegan con esa ilusión. Parece que solo cuenta la
voluntad actual: querer ser premio Nobel,
campeón de los 100 metros lisos, el más guapo
del mundo o un gourmet excelente. Pero no se
puede hacer todo eso “a la vez”: no se puede vivir
a tope (trasnochar, beber y fumar…) y pretender
correr una maratón o los 100 metros en menos
de 10 segundos. Simplemente, no es posible.
Hay unos límites. La persona es limitada. Esto se
ve hoy día como algo negativo. Sin embargo,
nadie ve como negativo que la naturaleza tenga
unas leyes. El problema es que la persona
humana es más que “pura naturaleza”. Por un
lado, su libertad tiende a lo infinito; por otro, se
percibe la propia limitación. ¿Qué hacer? Quizás
los límites nos indican la pista del camino que
debemos tomar.
Es comprensible, pues somos humanos, que
muchas veces queramos resolver en el momento
los dilemas morales que se nos presentan. Pero
no se puede olvidar el camino recorrido que
condujo a esa situación. Es comprensible que una
chica esté confusa ante un embarazo imprevisto,
inoportuno, no deseado; o que un hombre casado
sufra ante el sufrimiento de su mujer y de su
25
amante, pues quiere a las dos. ¿Pero qué caminos
condujeron al resultado del embarazo inoportuno
y al nuevo enamoramiento? ¿De qué acciones
anteriores se es responsable?
Todo esto sirve para ilustrar y ayudar a deshacer
uno de los mayores equívocos respecto de
nuestro modo de entender la moral. La pregunta
de la moral nunca es sencillamente: ¿qué debo
hacer? ¿Qué modo de actuar es aquí y ahora el
correcto? Estas preguntas son sin duda preguntas
de la ética y de la moral, pero son posteriores y
están subordinadas a la pregunta primera y
decisiva: ¿qué tipo de persona soy o en qué tipo de
persona me convierto cuando hago esto o aquello,
es decir, cuando lo elijo voluntariamente? ¿A qué
me dirijo, a qué apunta mi vida como un todo
cuando hago u omito esta o aquella acción?10. La
moral, por tanto, tiene que ver con “aprender a
querer”. No solo en el sentido afectivo, sino desde
el punto de vista de la concatenación de las
acciones mediante las que simplemente vivimos.
En la Introducción recogíamos una pregunta que
se planteaba hace unos años a Benedicto XVI.
Dicha pregunta no quedó sin respuesta. Ahora
10
Cfr. RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, 379.

26
podemos captar con mayor claridad la
profundidad de la misma: «Sí, el problema es:
¿insistimos realmente demasiado en la moral?
(…). Estoy cada vez más convencido de que, si
queremos avanzar en este campo, la cuestión
fundamental es la educación, la formación. El
progreso sólo puede ser progreso real si sirve a la
persona humana y si la persona humana crece; no
sólo debe crecer su poder técnico, sino también
su capacidad moral. Y creo que el verdadero
problema de nuestra situación histórica es el
desequilibrio entre el crecimiento increíblemente
rápido de nuestro poder técnico y el de nuestra
capacidad moral, que no crece de forma
proporcional»11.
Ser persona implica ser moral o inmoral, pero
nunca a-moral. Solo los animales irracionales son
amorales. Y lo son porque no pueden salirse del
patrón estímulo-respuesta en el que viven. Solo
las personas pueden decidir lo que
verdaderamente quieren en y para su vida. Y
aprender a querer es posible gracias a la
inteligencia del ser humano, que es la única
potencia capaz de presentar el bien de la vida

11
BENEDICTO XVI, Entrevista con motivo del viaje apostólico a Alemania, 5-VIII-2006.

27
humana tomada como un todo. Digámoslo
claramente: la razón es la medida de la moral y,
por eso, la moral depende de cada persona y, al
mismo tiempo, se puede comunicar a los demás.
Es capaz de determinar lo bueno —sin más—
para mí aquí y ahora, y aquello que nunca puede
ser bueno para mí, ni aquí, ni ahora, ni en
circunstancia alguna. Pero para llegar a entender
eso es necesario que nos adentremos en la misma
estructura del actuar humano.

28
2. Moral, crecimiento e identidad personal
Hasta ahora hemos venido considerando cómo la
razón humana es capaz de presentar el bien que
hay que hacer a la voluntad, para que esta dirija
la acción y la ponga por obra. Y es que el hombre
es un ser hecho para la acción. Pero no para una
acción cualquiera, sino para actuar
humanamente, es decir, a partir de la razón, de
manera que persiga satisfacer sus inclinaciones
de manera humana, según el orden que proclama
la razón. Es decir, los objetos de las inclinaciones
naturales pueden y deben ser entendidos —
gracias a la inteligencia práctica— como bienes
humanos.
2.1. La confusión de algunas teorías éticas
¿Pero qué hay detrás de la actuación humana?
Dicho de otra manera: ¿por qué hay que actuar?
¿Por qué hay unas inclinaciones que humanizar
mediante la razón y la voluntad?
Muchas teorías éticas modernas parecen pasar
por alto que la persona humana se transforma a
través de su actuación. Parecen centrarse en
definir los criterios que a priori aseguran la
corrección de las acciones. Como decíamos antes,
caracterizan la razón como procedimental: su
29
función sería aplicar criterios a los
procedimientos. Así, una moral proporcionalista
considerará que es buena la acción cuyos fines
son moralmente proporcionados a los medios.
Una moral consecuencialista dirá que la
corrección del obrar proviene de obtener las
mejores consecuencias. Y una moral utilitarista
buscará, como criterio fundamental de
moralidad, maximizar la suma de buenos
resultados.
Pero todos estos intentos de sistematización no
son más que una tarea técnica que, como tal, no
puede ser la tarea fundamental de la moral. Todas
esas éticas son racionalistas, pero no racionales.
Son racionalistas en el sentido de que separan las
acciones de la voluntad del sujeto que actúa, para
convertir la acción en un “procedimiento”. Cada
acción sería como una especie de “suceso
humano”, que produce otros sucesos concretos,
sin que la persona que actúa resulte afectada por
su obrar.
Ahora bien, se está olvidando entonces la que
podríamos llamar cuestión central de la moral:
las personas se modifican como personas mediante
sus acciones. El objetivo último de la moral no es
30
simplemente realizar acciones buenas o
correctas, sino ser “buenas personas”, sin más: en
absoluto. Esto nos distingue de los animales
irracionales y de la mera naturaleza física. Una
leona será siempre una leona,
independientemente de que cace muchas o pocas
gacelas y tenga más o menos leoncitos. Sin
embargo, el ser humano, al elegir
voluntariamente una acción determinada, no
decide solo el bien conveniente a determinada
facultad o tendencia; decide sobre sí mismo como
persona12.
La moral, por tanto, es un camino privilegiado
para conocer quiénes son y cómo “funcionan” las
personas. Algo de lo que sabemos un poco a
priori, pues cada uno de nosotros somos
personas, pero de lo que vamos sabiendo más
conforme actuamos moralmente. Por eso, «al
hablar de persona, hablamos de un ser que desde
un sustrato permanente, descubriéndose por la
relación con los demás y el mundo, se hace a sí
mismo por la acción de su libertad»13.
La moral es, en este sentido, intrínsecamente
personal, y derivadamente tiene consecuencias y
12
Cfr. SARMIENTO, A., TRIGO, T. Y MOLINA, E., Moral de la persona, 50.
13
SARMIENTO, A., TRIGO, T. Y MOLINA, E., Moral de la persona, 40.

31
efectos (buenos, aunque no siempre, pues los
efectos dependen de muchas otras causas) para la
sociedad y para los demás. Porque «lo que uno
hace es lo que uno ha elegido hacer, o sea, lo que
es buscado por sí mismo y/o incluido como un
medio en el propósito que uno adopta. Lo que
uno causa, incluidos todos los efectos secundarios
previstos, se extiende mucho más allá de lo que
uno elige hacer y hace. Uno se determina a sí
mismo eligiendo: ahí es donde la persona
establece su identidad existencial»14.
Es motivo de gran confusión ofrecer una teoría
ética basada en procedimientos para obtener
buenos resultados, sin preguntarse por el bien de
la persona, por lo que significa ser bueno, en sí
mismo, en sentido moral.
Esto es algo que no depende de lo que cada uno
decida ni tampoco del consenso de la sociedad. E
incluso resulta decisivo para poder tener un
concepto de qué significa que algo sea bueno para
la sociedad, más allá de las puras decisiones
técnicas o de la gestión política. «La bondad del
estado de cosas que la persona crea con su

14
MOLINA, E., La moral entre la convicción y la utilidad, 339.

32
actividad dependerá de su bondad personal, y no
al revés»15.
2.2. ¿Qué significa perfeccionarse como
persona? Las virtudes
La persona se modifica con sus acciones morales.
¿Pero esta modificación es un puro cambio sin
orientación? Puede serlo o puede que no. Hemos
hablado antes de que la moral tiene que ver con
la bondad de la vida personal, considerada como
un todo. Así pues, actuar moralmente bien
implica tender a ese “ser bueno como persona”
que justifica toda la construcción moral. Esto es lo
que también se llama perfeccionarse como
persona.
¿Cómo se lleva a cabo esto? Dicho de otra manera,
¿qué repercusión tiene el actuar moralmente
bueno en la persona? Las acciones tienen efectos
exteriores, en el mundo que habitamos, pero
también y sobre todo, tienen efectos interiores en
la persona que actúa.
Actuar bien crea hábitos buenos en la persona:
disposiciones estables que facilitan nuevos actos
moralmente buenos. Esto es lo que clásicamente

15
MOLINA, E., La moral entre la convicción y la utilidad, 374.

33
se conoce con el nombre de virtudes morales.
Perfeccionarse como persona significa hacerse
una persona virtuosa, es decir, estar
habitualmente inclinado a hacer el bien.
Una persona que no sea virtuosa puede, desde
luego, actuar bien, pues la razón práctica siempre
presentará a la voluntad el bien moral para
realizar, aquí y ahora. Pero el riesgo de que
interfieran unas inclinaciones no virtuosas o unas
pasiones desmedidas, sin racionalizar, es grande.
La voluntad puede resultar desorientada por ellas
y confundir el bien moral con un bien parcial o
aparente.
Sin embargo, la persona virtuosa está inclinada a
hacer el bien moral auténtico. Tiene como una
“segunda naturaleza” (los hábitos morales
buenos), que hacen que sus inclinaciones no sean
ya meramente naturales o espontáneas, sino
virtuosas: sus inclinaciones están entonces
habitualmente guiadas por la razón. Podríamos
decir que la virtud hace no sólo actuar bien, sino
saborear el bien: el virtuoso hace el bien con una
facilidad cada vez mayor.

34
Pongamos un ejemplo: la persona que se esfuerza
por actuar con justicia en sus relaciones
profesionales, no solo no se considera limitado
por ello, sino que se va haciendo una persona
justa, que capta cada vez mejor lo que está en
juego en sus decisiones, gozándose en respetar el
derecho de cada uno y sintiéndose mal si alguna
vez no procede justamente.
2.3. Connaturalidad con el bien
La persona virtuosa posee lo que
tradicionalmente se denomina “connaturalidad”
con el bien. Se hace buena, es buena, en la medida
en que tiene esta connaturalidad. Es decir, obra
bien, habitualmente, con facilidad, gusto y alegría.
Es como si sus inclinaciones naturales originarias
se hubiesen convertido en unas “inclinaciones
racionales al bien”. Hay cada vez mayor sintonía
con el bien moral, que es lo que resulta
verdaderamente atractivo.
Por el contrario, las éticas emotivistas, que
prefieren seguir los sentimientos, no llegan a la
virtud, porque les falta confiar en el papel central
de la razón humana. Por otro lado, las éticas que
se centran solo en el deber, buscando cumplir las
reglas que aseguran la corrección de las acciones,
35
olvidan que la moral tiene que ver con las
acciones porque tiene que ver con la persona. A la
moral le interesa el actuar bueno en la medida en
que hace buena a la persona.
Las éticas de la pura obligación consideran
irrelevante (incluso pernicioso), hacer algo
siguiendo la propia inclinación. La virtud solo
tendría sentido como instrumento que facilita el
cumplimiento del deber. Esta mentalidad está
aún, desgraciadamente, muy extendida, de
manera que se identifica la virtud con lo arduo y
costoso. Como si hacer el bien moral implicara
hacer siempre lo más difícil. Algo que solo estaría
al alcance de supermujeres o superhombres.
Esta visión es equivocada. Supone olvidar una
cuestión central de la ética; que la persona crece
moralmente con las virtudes. Ciertamente, hacer
el bien puede resultar en ocasiones difícil, pero lo
es en la medida en que aún no se ha desarrollado
la virtud correspondiente. Precisamente las
virtudes ayudan a saborear lo bueno y a que
guste hacerlo cada vez más.
Pongamos un símil gastronómico. Hay productos
objetivamente mejores que otros. No obstante,

36
cuando se es niño, quizás se prefiere comer
siempre lo mismo, y se hace un mohín de
disgusto cuando se prueba por primera vez un
manjar bueno, pero novedoso al paladar. Es
necesaria una cierta educación del gusto para
aprender a saborear nuevos platos o nuevas
combinaciones culinarias: aprender a comer y a
saborear la comida. Y es claro que, después de
este aprendizaje, se disfruta mucho más de una
buena comida que antes, porque se ha aprendido
a valorarla y a conocer todas sus virtualidades:
algo así como hacen los enólogos, que distinguen
una gran variedad de matices en cada vino.
Sucede algo muy parecido en la vida moral: hay
que aprehender a querer, desarrollando el gusto
por lo bueno. Eso es ser virtuoso.
Las virtudes nos ayudan a saborear lo bueno, a
que nos guste lo bueno; de manera que, para el
virtuoso, el deber es idéntico a lo que le parece
bueno: actúa bien, podríamos decir, porque “le
gusta”.
Esto es lo que significa tener connaturalidad con
el bien: que los afectos y las inclinaciones
apunten en la dirección adecuada: no de manera

37
unilateral y desmedida, sino medidos, moderados
por la inteligencia, de manera que la propia
afectividad alcance su máximo rendimiento y
desarrollo.
Así pues, la razón práctica es como el entrenador
de un equipo de fútbol con enormes
potencialidades, o como el director de una
orquesta con los mejores solistas del mundo. Solo
cuando se juega como equipo o se interpreta
música dentro de una orquesta se consigue
aquella armonía de la que se es incapaz en
solitario. En la verdadera virtud, el juicio de la
razón es también guiado por la afectividad. Al
existir esa connaturalidad afectiva con el bien, la
voluntad puede elegir “espontáneamente” de
acuerdo con los afectos16.
2.4. ¿Cómo se consigue ser virtuoso?
Siguiendo con la analogía del deporte y de la
música, las virtudes se adquieren mediante actos
virtuosos. Se entra así en una especie de círculo
virtuoso. La persona que hace el bien se hace
cada vez más buena y la persona que hace el mal
tiene cada vez más difícil reconocer el bien, pues

16
Cfr. RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, 216.

38
su voluntad está a merced de las pasiones. No es
capaz de autodominio, de ser dueña de sus actos.
Ahora bien, no hay que llevar la analogía
demasiado lejos, pues no estamos ante una
técnica. No se trata simplemente de “repetir
actos”, como hacer abdominales o ejercitar las
manos haciendo escalas con un instrumento
musical. Los actos morales involucran a toda la
persona en la situación concreta. En ese sentido,
van realizando el proyecto de vida personal.
En realidad, la vida moral de la persona no puede
considerase como un conjunto de actos, que se
pueden estudiar aisladamente unos de otros. El
ser humano no consiste en un flujo de actos
independientes entre sí. Precisamente la
capacidad que tiene la persona de crecer
adquiriendo virtudes nos dice que hay una
“unidad de vida” en el ser humano. No se puede,
simplemente, “borrar el historial” de lo que uno
hace. Cada acto influye en los demás y va
conformando la vida de la persona. En cada acto,
en cierto modo, se juega la persona, porque está
en juego la armonía de sus afectos, de su
inteligencia y de su voluntad.

39
La virtud no aspira a subsumir lo concreto de
cada situación bajo un rígido patrón universal,
sino a captar la universalidad de lo moralmente
verdadero precisamente en su concreción. Por
eso no se puede hacer una moral deductiva, que
consista en aplicar la norma más adecuada a cada
situación.
Aprender a ser virtuoso significa aprender a
descubrir lo bueno, sin más, en cada situación.
Este es el proyecto de construcción personal en
que consiste la moral.
Por esa connaturalidad con el bien, las virtudes
dan un plus de conocimiento del bien que es
posible hacer en cada situación concreta. De ahí
que también tenga mucha importancia, para la
persona que está en camino de conseguir
virtudes, pedir consejo y escuchar las opiniones
del hombre virtuoso. La razón práctica no es un
órgano que actúa de modo individualista, al
margen de las razones de los otros. El camino por
ser virtuoso pasa también por saber pedir y
aceptar la ayuda que nos prestan las demás
personas.

40
2.5. Una moral personal
Así pues, la moral tiene que ver con la persona.
Trata de la persona: quién es (alguien racional,
capaz de conocer y querer) y quién está llamada a
ser (alguien virtuoso: bueno). Un error muy
grande es confundir la bondad moral con la
bondad de los resultados de las acciones. Este es
el problema fundamental de toda moral
consecuencialista o utilitarista. Y es también el
error de los que confunden la moral con la
política.
Para la mentalidad utilitarista, la moral tiene que
ver con la eficacia en la obtención de buenos
resultados. Así, por ejemplo, si una persona tiene
riesgo de contraer el virus del SIDA, la moral
utilitarista dirá que lo bueno para ella es
“utilizar” el medio más eficaz para evitarlo.
Considerará, bajo una “mirada técnica”, todas las
posibilidades y elegirá aquella que resulte más
eficaz: quizás usar un preservativo para las
relaciones sexuales. Pero el punto clave que
debemos notar aquí es el siguiente: una moral
utilitarista no considera en qué tipo de persona
se convierte alguien que delega toda

41
responsabilidad personal, a la hora de una
relación íntima, en un preservativo.
La moral utilitarista y consecuencialista
considera que no hay restricciones para la
voluntad con tal de estar decidida a hacer el
máximo de bien. Pero, como decíamos antes,
olvida que los medios utilizados afectan en
primerísimo lugar a las personas. Por eso hay un
sentido moral básico de las acciones y, por eso,
para una moral entendida como crecimiento
personal, lo más importante no son los resultados
de las acciones, sino el “tipo” de persona que se
va formando con esas acciones.
Desde luego, también para una moral de la
persona son importantes los resultados. Muchas
veces son decisivos. Pero los resultados más
importantes para procurar un mundo mejor son,
en todo caso, una consecuencia del previo actuar
moral de las personas. La moral trata siempre de
formar a personas capaces de ser dueñas de sus
actos, en lugar de ser rehenes de sus impulsos y
deseos, por muy “sublimes” que puedan
inicialmente parecer.

42
La moral es racional no tanto porque se ocupa de
lo que debemos hacer, sino de lo que realmente y
en el fondo —bajo la dirección de la razón—
queremos. Juega un papel esencial en la
educación moral la antropología: saber cómo son
las personas para comprender qué significa
actuar y qué es bueno querer. Por tanto, se trata
no sólo de hacer obras buenas, sino de que la
persona se haga buena a lo largo de su vida, a
través de un crecimiento en virtudes, pues es
propio de la voluntad hacernos semejantes a
aquello que elegimos. Y la persona se hace buena
cuando su voluntad es buena.
***
Terminamos esta primera parte. La moral es una
dimensión inherente a la persona y a su
racionalidad, como ser que se mueve en un cierto
espacio de interrogantes, buscando y
encontrando una orientación al bien17.
La vida de la persona es, en ese sentido, un
proceso de crecimiento moral que consiste en
hacerse buena actuando. Podríamos decir que es
su vocación.

17
Cfr. TAYLOR, C., Fuentes del yo, 50.

43
Por eso, «empeñarse en pensar que no hablamos
desde una orientación moral que creemos
correcta es una forma de autoengaño. Es
condición de ser un “yo” que funciona, no una
posición metafísica que se pueda adoptar o
rechazar»18.
Este modo de entender la moral es concreto,
racional y personal; lo que quiere decir que
presta atención a la especificidad de cada
situación, a la compleja realidad somático-
espiritual que es el ser humano y a la capacidad
racional de considerar la realidad desde la
perspectiva unitaria del bien que se puede hacer,
sin más. Estamos hablando, por tanto, no de una
razón que aplica determinados principios
generales, sino de una razón concreta y
encarnada: que asume la naturaleza humana y
sus inclinaciones de manera racional; por eso es
capaz de reconocer el bien moral en juego y la
dignidad de las personas: «aquella propiedad
merced a la cual un ser es excluido de cualquier
cálculo, por ser él mismo medida del cálculo»19.

18
TAYLOR, C., Fuentes del yo, 115.
19
SPAEMANN, R., Ética, 113.

44
3. La moral cristiana: ¿Qué aporta la fe a la
moral?
3.1. Felicidad, insuficiencia y trascendencia
Hemos visto que la moral es inseparable de la
racionalidad. Decidimos racionalmente qué va a
ser de nosotros como personas porque el actuar
forma nuestra personalidad moral. La función de
la razón práctica es dirigir el actuar de acuerdo
con el bien moral: aquello que es bueno, en
absoluto.
Ahora bien, la búsqueda de lo bueno, en absoluto,
es inseparable de la búsqueda de la felicidad. De
hecho, la filosofía clásica ha considerado como la
cuestión moral primera, inscrita en las facultades
espirituales del hombre, el asunto de la
verdadera felicidad. La moral sería una respuesta
a ello20.
Como ya apuntábamos al principio, todos
queremos ser felices, ¿pero qué significa ser feliz,
cómo se consigue? Si siempre que actuamos lo
hacemos para conseguir algo, el fin de la acción,
surge necesariamente la pregunta de si la vida,
considerada como un todo21, tiene también un fin

20
Cfr. PINCKAERS, S., Les sources de la morale chrétienne, 227.
21
Cfr., p. ej., RODRÍGUEZ LUÑO, A., Ética general, Barañáin: Eunsa, 2001, 87-91.

45
que aquieta y satisface nuestras tendencias. Ese
fin último, desde luego, sería la felicidad. ¿Mas
qué tipo de fin es la felicidad? ¿Es algo que se
alcanza como un fin después de poner los
medios? En esto podría estar de acuerdo
cualquier hedonista. Sólo que para él, la felicidad
es el placer, sea del tipo que sea.
Hace unos meses podía leerse en los medios de
comunicación la carta de un marido que
abandonaba a su mujer por otra con la siguiente
excusa: “tengo derecho a ser feliz”. Ante un hecho
así, la pregunta que uno se hace es: ¿abandonar a
la persona con la que me he comprometido de
por vida, cambiándola por otra, da la felicidad?
En realidad hay que reconocer que queremos ser
felices, pero, desde el comienzo de nuestra vida
racional, moral, no sabemos muy bien cómo
lograrlo. La felicidad no es un bien teórico, que
uno conoce y ya posee, (como saber geometría), o
un bien de consumo (adquirido, como se compra
un libro de recetas de cocina).
El problema de la moral es que hay que
determinar, concretamente, cómo ser felices.

46
En el primer capítulo hemos afirmado que, en el
fondo, obrar bien y ser feliz coinciden. Pero esto
no ocurre siempre de manera inmediata: sólo
querer hacer el bien va dando la orientación
práctica de nuestra vida y termina por hacerla
feliz22. Por eso, al hedonista habría que decirle
que sólo aquello a lo que es racional tender por sí
mismo acaba siendo también placentero en el
más alto sentido, o perfectamente placentero.
Que la moral sea racional significa que la felicidad
está en la línea de la virtud. El hombre que se
esfuerza por ser virtuoso es el que puede
alcanzar una vida feliz. ¿Pero basta ser virtuoso
para ser feliz? A este respecto puede ser
interesante recordar lo que Aristóteles
consideraba al final de su reflexión ética. El sabio
griego reconocía que no bastaba ser virtuoso
para ser feliz. Había además que tener eudaímon,
literalmente un “buen duende”. Expliquemos
esto. Para gran parte de la mentalidad griega de
la época, los daímones eran una especie de dioses
que influían en la vida cotidiana de los seres
humanos. Por muy virtuoso que uno fuera, si el
daímon que se ocupaba de sus asuntos estaba de
22
Véase el iluminante artículo NUBIOLA, J., «Derecho a ser feliz», en La Gaceta de los Negocios, 14-
IX-2007.

47
malas, su vida sería desgraciada. Por eso —según
Aristóteles— para ser feliz había que ser
virtuoso, condición necesaria, y tener týche
(suerte)23. Solo la fortuna de tener un buen
duende sería la condición suficiente para la
felicidad.
A pesar del gran avance de la teoría ética
aristotélica, lo que se venía a reconocer con ella
era que, por un lado, la felicidad perfecta
consistiría en contemplar a Dios; que lo divino
sería verdaderamente necesario para ser feliz y
no se puede dejar aparte. Pero, por otro lado,
parecería que la felicidad máxima a la que
podríamos aspirar sobre esta tierra es vivir de
acuerdo con las virtudes; una praxis conforme a
la razón. Ahora bien, ¿existe alguna conexión
entre Dios y el hombre virtuoso?
Este planteamiento tiene la fuerza de mostrar la
relevancia del problema de Dios para la moral. Ya
que a veces se dan concepciones desviadas al
respecto, hay que advertir que Dios no entra
primeramente en la moral como fundamento del
deber, sino como única felicidad del hombre
verdaderamente merecedora de dicho nombre.
23
Para ver esta discusión: cfr. RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, 425ss.

48
Por tanto, dependiendo de nuestra comprensión
de Dios y de la relación que los hombres tienen
con Él —creador y providente (para los
creyentes), solo creador (para Aristóteles y la
mayor parte de la filosofía griega) o inexistente
(para los ateos)—, tendremos una comprensión
diversa de la moral: como vida de Dios con los
hombres (para los creyentes), como búsqueda
autónoma de la felicidad (para Aristóteles y la
mayor parte de la filosofía griega24) o como
satisfacción inmediata de las tendencias del
individuo (para el relativismo ateo).
Sin embargo, la relación del hombre con Dios,
desde el punto de vista de la moral, no aparece
solo al final, porque una felicidad digna del
hombre solo pueda estar en la contemplación de
Dios. Forma parte de nuestro bagaje moral
universal la misma experiencia del fracaso
personal —«porque no logro entender lo que
hago; pues lo que quiero, no lo hago; y en cambio
lo que detesto, eso hago» (Rm 7,15)— y colectivo:
persistencia del mal, presencia incomprensible de
sufrimientos e injusticias en la humanidad…
24
Así, los estoicos antiguos, los escépticos y los epicúreos estaban profundamente convencidos de que
solo las capacidades interiores del hombre —su racionalidad, en concreto— eran los únicos que
podían ofrecer un fundamento sólido para una vida feliz y tranquila: cfr. LONG, A.A., La filosofia
ellenistica. Stoici, epicurei, scettici, Bologna: Il Mulino, 1997, 11.

49
Términos como “pecado”, “culpa”,
“arrepentimiento”, “recaída”, si bien parecen
haber desaparecido del contexto cultural
contemporáneo, siguen siendo válidos para
describir numerosas situaciones existenciales
que, ni sabemos explicar, ni podemos ignorar. La
cuestión es: ¿de dónde procede todo esto? ¿Por
qué acaba fracasando una moral dejada a la sola
racionalidad?
El fracaso de la razón y su actividad, a menudo
malograda, no resultan comprensibles por sí
mismos, desde la sola razón. El extravío del
hombre en su esfuerzo por conquistarse a sí
mismo por medio de la razón solo puede
comprenderse desde una perspectiva más
amplia25:
Hay como un oscurecimiento de la capacidad
moral en el hombre cuando su relación concreta y
presente con Dios está dañada.
Entonces, «lo que obstaculiza al hombre en el
conocimiento de la verdad no es tanto una
orientación intelectual falsa cuanto un prejuicio
ideológico, cuasi-religioso, que se halla más
25
Cfr. ESSER, H.-H., «Razón», en COENEN, L., BEYRENTHER, E. Y BRETENHARD, H. (eds.),
Diccionario teológico del Nuevo Testamento, IV, Salamanca: Ediciones Sígueme, 18.

50
profundamente enraizado a nivel psíquico que
(…) en el intelectual»26. Estamos, en definitiva,
ante la estrecha conexión existencial que se da
entre mal moral y pecado, como ruptura de una
relación real del hombre con Dios. Y la sola razón
humana, a pesar de su capacidad para mostrar el
bien, resulta sin embargo incapaz de superar esta
interna contradicción, que afecta al ser más
profundo del hombre.
A pesar de la experiencia del fracaso moral y de la
misma infelicidad, también pertenece a nuestra
universal experiencia moral sentirnos
insatisfechos después de realizar el bien, tener
deseos de hacer mejor las cosas, seguir buscando
alcanzar esa felicidad que en nuestro mundo
parece inalcanzable.
En la misma experiencia moral que se realiza con
éxito, aparece una cierta trascendencia. Es como
si la acción realizada no se quedara ahí y
apuntara a un horizonte de futuro: el bien que
busco depende de quién soy, pero también de
quién estoy llamado a ser como persona. La
dimensión moral del ser humano abarca, además
de los actos singulares, las orientaciones que
26
COENEN, L., «Conocimiento, experiencia», en COENEN, L., BEYRENTHER, E. Y BRETENHARD,
H. (eds.), Diccionario teológico del Nuevo Testamento, I, Salamanca: Ediciones Sígueme, 314.

51
determinan el porvenir del hombre y dan unidad
a sus acciones27.
Ahora bien, esta orientación se va perfilando y se
va haciendo cada vez más nítida conforme la
persona actúa bien. Ambas cosas se refuerzan. El
bien de la acción apunta a un bien mayor que la
acción misma y, al mismo tiempo, ese bien mayor
se concreta en la medida en que se actúa bien.
Por el contrario, cuando uno considera la moral
solo desde el punto de vista de la “corrección” de
las acciones, estas se hallan desconectadas entre
sí y son incapaces de generar la biografía moral
de la persona, su historia personal.
Estas reflexiones ponen también de manifiesto
las deficiencias de una moral que pretenda
basarse únicamente en la libertad del hombre.
Ciertamente, la libertad es clave para la moral; sin
la primera no existiría la segunda. Pero la moral
no es una mera reivindicación del poder humano
de elegir entre varias posibilidades, con total
independencia. Una ética basada únicamente en
la libertad, sin ninguna otra referencia,

27
Cfr. PINCKAERS, S., Les sources de la morale chrétienne, 20.

52
desembocará fácilmente en el relativismo
moral28.
Digámoslo claramente. El actuar moral apunta al
fin del ser humano y, en ese sentido, a quién está
llamada a ser cada persona, mediante su historia
personal. Y eso en cada acción, en mayor o menor
grado según la densidad moral en juego. Decimos
entonces que la moral se trasciende a sí misma no
solo porque la felicidad es algo para lo que no
bastan las solas fuerzas humanas, sino porque
existe en el fondo de cada uno de nosotros un
sentido de la felicidad que se identifica con el
sentido del verdadero bien; algo que viene de
Dios mismo y nos atrae hacia Él29.
La moral conduce a Dios no solo como “ayuda”,
sino como único bien que sacia el corazón
humano.
Es necesario redescubirlo. Una felicidad
únicamente humana es muy poco para el hombre.
Todo ello no hace sino indicar que una moral
exclusivamente racional acaba siendo
insuficiente. Indudablemente la razón está en la
base de la moral y, por tanto, está siempre
28
Cfr. PINCKAERS, S., Les sources de la morale chrétienne, 340-346.
29
Cfr. PINCKAERS, S., Les sources de la morale chrétienne, 466.

53
presente, pero ella sola no basta para llevar a
cabo todo el desarrollo moral del que cada uno de
nosotros es capaz. El acto supremo de la razón
moral es entonces ponerse en cuestión ella
misma y mostrar así que la afirmación de un “más
allá” de la razón es una exigencia de la razón
misma30.
3.2. Inseparabilidad de la fe y la moral
Hemos considerado la necesidad de trascender la
pura razón, mediante la fe en Dios, tanto en el
desarrollo como en el fin de la moral. Antes de
explicar más en detalle cuál es el lugar exacto de
la fe en la vida moral, queremos deshacer una
incomprensión que a veces ocurre al hablar del
fundamento de la moral.
La cuestión del fundamento es siempre
importante; mucho más de lo que puede parecer
a quien está acostumbrado a hacer las cosas sin
pensar en las razones últimas. En la última
encíclica del siglo XX, el beato Juan Pablo II
consideraba que el problema fundamental del
pensamiento contemporáneo estriba en ser capaz

30
Cfr. DANIÉLOU, J., Dieu et nous, Paris: Grasset, 1956, 94.

54
de dar el paso “de los fenómenos al
fundamento”31.
Así, nuestro mundo relativista es, sobre todo, un
mundo superficial, en dónde ha desaparecido no
sólo la convicción de que la razón pueda alcanzar
algo más que consensos, sino la misma hondura
de la realidad. Ocurre algo parecido a aquel que,
después de mucho tiempo sin ejercitar los
pulmones para el buceo, llega a pensar que sólo
existe la superficie del océano.
Quizás la pereza intelectual provenga tanto del
desmesurado optimismo de la Ilustración, que
piensa que la razón es capaz de “someter” a la
naturaleza, como del Romanticismo ecologista,
para el que la razón es un mero producto de la
naturaleza. Actualmente falta la confianza en que
podamos articular estas dos realidades —razón y
naturaleza— en una visión unitaria32.
¿Pero es posible construir una moral sin unos
fundamentos? ¿Si Dios no existe, importa el
hombre? Con estas preguntas no queremos decir
que el hombre y la moral importan únicamente
porque la voluntad divina lo ha decidido así. Eso

31
Cfr. JUAN PABLO II, Enc. Fides et ratio, 14-IX-1998, n. 83.
32
Cfr. TAYLOR, C., Fuentes del yo, 485.

55
supondría caer en una moral voluntarista, para la
que la voluntad de Dios impone a la voluntad
humana lo que está bien y lo que está mal. Lo que
aquí deseamos subrayar es una de las grandes
tragedias de la actual civilización occidental: dar
carta de naturaleza a una moral parcial, sin
fundamentos claros, que acaba apoyándose en un
vacío antropológico33.
Por ejemplo, una moral puramente
procedimental, preocupada solo de la
“corrección” de las formas, no explica por qué
unos procedimientos son superiores a otros.
¿Cuál es la razón por la que, en ámbito político,
debemos aceptar la democracia, someternos a las
decisiones de la mayoría u obedecer a las
instituciones? En este orden de cosas, por
ejemplo, es notable que pensadores de la talla de
Horkheimer y Adorno hayan advertido de que
contra el homicidio, en realidad, sólo hay un
argumento religioso34.
Se llega a este tipo de paradojas y contradicciones
cuando la razón se cierra en sí misma y no es
capaz de abrirse a aquello para lo que está hecha:
ser una razón creyente en su Creador.
33
Cfr. DE LUBAC, H., Le drame de l'humanisme athée, Paris: Spes, 1944.
34
Cfr. SPAEMANN, R., Felicidad y benevolencia, Madrid: Rialp, 1991, 150.

56
La fe en Dios no solo no humilla a la razón, sino
que permite su pleno desarrollo moral. La fe no
violenta a la razón, que sigue actuando como
razón creyente. Ni Dios es un competidor del
hombre ni la fe compite con la razón.
Un amigo mío me insinuaba, hace poco, que si
uno se refiere demasiado al fundamento, acaba
siendo tachado de fundamentalista. En cierto
sentido tiene razón, porque, además del
fundamento, hay más cosas. Hay que prestar
atención a todo, y no solo al fundamento.
También en moral. Pero, como ya se dejaba
entrever anteriormente, el lugar de la fe en la
moral no es solo de “fundamento”.
¿Qué visión tenemos en el fondo de la fe? Puede
que algunas de las reticencias y malentendidos al
considerar el papel de la fe en la vida moral
provengan de una insuficiente comprensión de la
fe misma. No obstante, resulta que «la fe es la
noción más compleja y más densa del Nuevo
Testamento: generalmente engloba la esperanza
y la caridad, compromete todas las facultades del
justo e impera sobre toda su vida moral»35.

35
SPICQ, C., Teología Moral del Nuevo Testamento, I, Pamplona: Eunsa, 1970, 225.

57
Dicho de otra manera, la fe no es una mera
aceptación de un conocimiento teórico. Tiene que
ver con la vida. Es vida. Supone una manera de
vivir. La manera en que se unen creencia y vida es
algo muy específico de la fe cristiana. En la
antigüedad clásica, como norma general, se tenía
piedad —respeto, reconocimiento— hacia los
dioses, pero estos no exigían una vida moral.
Piedad y vida estaban separadas. En realidad, «la
piedad generadora de moralidad es una noción
específicamente bíblica»36.
Por otra parte, alguien quizás podría pensar en
una sencilla conexión de la fe con la vida moral a
partir de la cuestión de la recompensa en el más
allá. Ciertamente, para el cristiano, «no buscar
más que un objetivo terreno, limitado a los bienes
de aquí abajo, conduciría a un engaño, puesto que
no habría una compensación proporcionada a los
esfuerzos realizados. Tales esfuerzos “sirven” (…)
en la medida en que hay un más allá, y éste es uno
de los “motivos” que hay que tener en cuenta en
la vida moral»37. De hecho, «persuadido de que
“Dios existe y es justo remunerador para los que
le buscan” (Hb 11,6), el creyente presta su
36
SPICQ, C., Teología Moral del Nuevo Testamento, I, 96, nt. 216.
37
SPICQ, C., Teología Moral del Nuevo Testamento, II, Pamplona: Eunsa, 1973, 643, nt. 138.

58
adhesión a Cristo y al mensaje divino, buscando
en ellos la garantía presente de la salvación, de la
vida, de la felicidad»38. Pero la mayor o menor
cercanía de la parusía —de la segunda venida de
Cristo— y de la remuneración, siendo importante
para la motivación moral39, no lo es todo. Hay
algo que la fe da ya aquí40, también a la moral.
Así pues, de una parte, la ética filosófica no puede
ser autónoma. No puede renunciar a la idea de
Dios ni a la verdad del ser, que tiene un carácter
ético. Pero, por otra parte, la fe consiente el
acceso del hombre a Dios y a sí mismo. La fe
habla del hombre y permite una percepción de
cuál es el verdadero bien del hombre, incluso
desde un punto de vista humano41.
¿No estaremos entonces ante un mismo camino,
el moral, que necesita ser recorrido de modo a la
vez racional y creyente? ¿No habremos separado
estas dos “piernas” del espíritu humano de
manera demasiado artificial, convirtiendo al
hombre realmente existente en un “cojo moral”?
Antes de ser elegido papa, el cardenal Ratzinger
ya apuntaba a que «las tres preguntas acerca de
38
SPICQ, C., Teología Moral del Nuevo Testamento, I, 291.
39
Cfr. SCHNACKENBURG, R., El testimonio moral del Nuevo Testamento, Madrid: Rialp, 1965, 158.
40
Cfr. BENEDICTO XVI, Enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 7.
41
Cfr. PINCKAERS, S., Les sources de la morale chrétienne, 294.

59
la verdad, del bien y de Dios son tan sólo una
única pregunta»42. Por eso se puede entender que
«la persona humana en el momento en que nace a
la vida moral, dispone de sí misma en orden a
Dios»43. Todas estas ideas apuntan a que la
relación entre fe y moral es más honda y sutil de
lo que superficialmente puede parecer.
El orden de la salvación —que podemos
identificar con el orden de la fe— y el orden de la
ética son coextensivos. Se extienden a toda la
realidad humana44. ¿Por qué? Entre la moral y la
fe parece haber una unidad más profunda que la
que proviene de considerar a Dios como
fundamento, ayudante o remunerador de la
actividad moral.
Los estudiosos de la fe bíblica, por ejemplo,
señalan «lo que Jesús quiso alcanzar en su doble
precepto del amor a Dios y al prójimo: la
estructura unitaria de una religión moral y de una
moral religiosa, la obligatoriedad de toda vida
religiosa a una actuación moral y la
fundamentación del obrar moral en la vinculación

42
RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Salamanca:
Sígueme, 2005, 199.
43
CAFFARRA, C. Vida en Cristo, 149.
44
Cfr. JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, n. 37.

60
a Dios»45. De hecho, es reconocida por todos la
seriedad moral de los fieles de la Iglesia desde el
principio, ya se tratara de grupos judeo-
cristianos, de helenistas o de grupos provenientes
de la gentilidad46.
En la fe cristiana es como si se identificaran la
decisión libre de asentir a un valor moral y el
asentimiento real a una Persona47. Decíamos en el
capítulo anterior que la moral tiene que ver con
el bien de la acción que se realiza, aquí y ahora, y
con la bondad de la persona que se va haciendo a
sí misma al actuar. Una y otra dimensión se
reclaman mutuamente, en un proceso de
realimentación. Pues bien, para la fe cristiana la
bondad de la persona se identifica con Cristo: es
Cristo mismo. El cristiano está llamado a
identificarse con Él. Por eso realizar el bien, para
el cristiano, es inseparable de seguir a Cristo.
Querer el bien y querer ser como Cristo llegan a
ser la misma cosa.
Ahora bien, esta irrupción que en la estructura
del actuar humano provoca el ser cristiano —
seguir a Cristo identificándose con Él— no es algo
45
SCHNACKENBURG, R., El testimonio moral del Nuevo Testamento, 254-255.
46
Cfr. SCHNACKENBURG, R., El testimonio moral del Nuevo Testamento, 148.
47
Cfr. CAFFARRA, C. Vida en Cristo, 187.

61
que simplemente viene a añadirse a la moral,
como si fuera un meteorito caído del cielo, un
accesorio que no viene de fábrica, o la “versión
pro” del juego de la vida.
Puesto que el hombre es un ser llamado a la
comunión con Dios en Cristo desde su
concepción, y no solo desde su conversión o
desde su Bautismo, la fe es una dimensión
intrínseca del actuar moral humano.
Por tanto, para entender el auténtico papel que
desempeña la fe, se trata de ver en detalle cómo
surge y se incorpora en el razonamiento moral.

62
4. Identidad cristiana y vida teologal
4.1. Un malentendido por aclarar
La coextensividad entre orden moral y orden de
la salvación, el que abarquen los mismos
aspectos, nos puede ayudar a desenmascarar una
visión muy extendida de la moral, que tiende a
separar aquello que pertenecería al ámbito de la
razón y aquello que pertenecería exclusivamente
al ámbito de la fe. Ese error proviene, en
definitiva, de identificar los ámbitos de la fe y de
la razón con unos contenidos morales concretos:
unos accesibles solo a la razón y otros solo a la fe.
Pero esta separación es puramente teórica, como
teórico e irreal es reducir la moral a la mera
aplicación de los contenidos de una ley a cada
situación concreta.
Que razón y fe sean realidades distintas no
autoriza a separarlas en el ejercicio moral real de
la persona concreta. Obviamente el peso relativo
de fe y razón será diverso dentro de la enorme
riqueza del actuar del hombre. A veces, puede
que cada una de estas dos luces del espíritu
humano esté meramente incoada y no goce aún
de toda su intensidad. Pero ambas ocupan
siempre una misión específica dentro de la
63
armonía de luces que permite un actuar moral
pleno.
Pongamos un ejemplo de lo que queremos decir.
Una persona que, sin tener la plenitud de la fe,
razona y obra moralmente bien, tiene una fe
incoada que, aunque sea todavía muy
insuficiente, abre dicho actuar a la acción divina.
La suya es una razón abierta a la fe, en la medida
en que el bien llama al Bien. Por eso, entre otras
cosas, la ley natural es salvífica para aquellos que,
sin culpa de su parte, no poseen la plenitud de la
fe. Y, viceversa, una persona que realiza una
acción solo porque confía en Dios, aunque no
entienda su sentido, acabará antes o después
comprendiendo y participando con su razón en
los planes de Dios, que es sumo Bien e
Inteligencia perfecta. Veamos esto más
detenidamente.
4.2. La razón necesita de la fe y la fe de la
razón
Como apuntábamos, la fe no es un optional,
accesorio para la moral. Hay que tener en cuenta
todas las deficiencias que hemos señalado en el
3.1 a una moral de la sola razón. Ahora bien,
precisamente por eso, solo puede ser verdadera
64
la fe que, de hecho, lleve a la razón práctica a su
plenitud48. Por ello la moral cristiana es la verdad
plena de la moral humana, la culminación de la
moral humana.
En realidad, «tras la elevación [ser llamado a
participar de la vida de Dios] el hombre sigue
siendo el mismo hombre que era antes de la
elevación. Ésta no es una nueva determinación
externa, que por así decir se le añadiese por
encima al hombre, sino una elevación que ya está
preparada en la naturaleza, más exactamente: en
la naturaleza de la inteligencia. Mediante la
elevación el hombre no sólo se convierte en
partícipe de la naturaleza divina, sino que en
virtud de ella llega al punto extremo de su poder
ser humano, sólo que con las meras fuerzas de su
naturaleza no puede alcanzar ese extremo»49.
Pero la fe no es una simple adhesión, aunque sea
a la Persona de Cristo: confiere inteligencia50. La
fe se organiza ya en el ámbito de un ver, de un
entender, de un reconocer, de un comprender51. Y
en la medida en que se organiza en dicho ámbito

48
Cfr. RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, 427.
49
RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, 85.
50
Cfr. SPICQ, C., Teología Moral del Nuevo Testamento, I, 476.
51
Cfr. SEQUERI, P., Il Dio affidabile: saggio di Teologia Fondamentale, Brescia: Queriniana, 1996, 276.

65
racional, se apoya en la razón: confía en una
razón a la que ayuda y purifica.
Ya que antes nos referíamos a la unidad de fe y
moral en la Iglesia primitiva, es justo señalar que,
para esos primeros fieles cristianos, «la vida no
podía ser regulada solamente por las
prescripciones morales generales del Antiguo
Testamento (Decálogo) ni por las pocas
indicaciones positivas de Jesús. Así se recurrió
(…) a la ley moral natural»52.
La fe sigue necesitando de la razón porque se
mueve en su mismo ámbito. Es, podríamos decir,
como una razón ampliada, que cuenta con la luz
de quien es la misma Razón: Jesucristo, el Logos
en persona.
«No es la más insignificante función de la fe
ofrecer curaciones a la razón como razón, el no
violentarla, el no permanecer exterior a ella, sino
el lograr precisamente que la razón vuelva de
nuevo a sí misma»53. Pero esto no se hace a través
de accesos directos o cortocircuitos.
Cada creyente, como persona, sigue siendo
responsable de sus actos. Su personalidad moral
52
SCHNACKENBURG, R., El testimonio moral del Nuevo Testamento, 169.
53
RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 120-121. La cursiva es nuestra.

66
no se diluye en una especia de responsabilidad
delegada en los que mandan, ni siquiera en el
mismo Verbo encarnado.
Así, «la proposición del mensaje revelado hecha
por el Señor o por sus Apóstoles hace referencia a
la razón, a la lógica, a la capacidad de discurrir»54.
4.3. ¿Qué “añade” la fe?
Pero, amén de la adhesión y el ser en Cristo en
que consiste la nueva vida del creyente, ¿qué
añade específicamente la fe en el discurrir moral,
con motivo de dicha novedad?
Hemos visto como, en el mismo mensaje de Jesús
y desde el comienzo de la Iglesia, tener fe no
excusa del razonamiento moral. Se puede objetar
que «la Iglesia primitiva modificó su
comportamiento en varias cuestiones y sus
jerarcas expusieron, en parte, pareceres distintos.
Pero ello es más bien una señal de que esta
Iglesia había comprendido a Jesús para quien la
norma suprema del obrar moral no es la ley
exteriormente fijada, sino la voluntad de Dios,
que, a veces, es difícil de ser conocida y que

54
SPICQ, C., Teología Moral del Nuevo Testamento, I, 397.

67
constantemente ha de ser indagada según las
variaciones de las circunstancias y situaciones»55.
Sin embargo, también observamos —leyendo por
ejemplo las cartas de san Pablo— que la
aceptación de las virtudes de la filosofía griega
que sigue a la fe no es exactamente la misma que
la precedente. La fe opera una transformación en
profundidad que modifica estas virtudes en el
interior. Después de establecer el fundamento de
la fe y de la caridad, san Pablo recupera las
virtudes de la razón griega, pero haciéndolas
entrar en un organismo moral nuevo56.
Es importante notar cómo, «la moral neo-
testamentaria, por el simple hecho de haber sido
revelada, excluye al autodidacta»57. No se trata
simplemente del esfuerzo del hombre por ser
bueno. Ni siquiera del esfuerzo de cada uno por
seguir con una vida coherente a Cristo.
Curiosamente, la intervención del hombre en el
acto de fe se expresa en la Biblia con palabras
relacionadas con la hospitalidad: se trata de
recibir y acoger el don de Dios. La génesis de la fe
es un escuchar, acoger, conceder crédito… La
55
SCHNACKENBURG, R., El testimonio moral del Nuevo Testamento, 171.
56
Cfr. PINCKAERS, S., Les sources de la morale chrétienne, 136.
57
SPICQ, C., Teología moral del Nuevo Testamento, II, 638.

68
revelación es un don de Dios (su libre
autocomunicación) y la fe, como libre acogida, es
nuestra respuesta. Pero una respuesta que
permite el despliegue de la misma vida divina en el
ser humano.
¿Qué significa esto desde la perspectiva moral?
Significa, básicamente, que la fe permite ver más
lejos, acogiendo la misma luz de Dios en la razón.
La fe permite enmarcar la acción moral humana
dentro de la gran actuación de Dios en el mundo.
Permite, en definitiva, tener una visión más
grande.
De hecho, cuando nuestra conciencia moral
resulta modelada por la fe en la promesa divina y
en la confianza en el don que supone el amor de
Dios, se es capaz de ver en la realidad una
profundidad y una amplitud que, de otro modo,
permanecen en la oscuridad58.
La fe, entonces, «es una forma de visión. Cuando
Cristo estaba en la tierra, tener fe era “ver su
gloria”, captar y comprender la divinidad a través
del velo de su humanidad. Ahora que ya no es
visible a los ojos del cuerpo, la fe continúa siendo
58
Cfr. HAUGHT, J.F., Mystery and Promise. A theology of Revelation, Collegeville, Minnesota: The
Liturgical Press, 1993, 147.

69
la capacidad de ver su gloria»59. Pero no hemos
de entender la expresión “ver su gloria” como una
especie de experiencia mística. Es posible ver la
gloria de Dios para el hombre de fe en la realidad
más inmediata, porque «hay un algo santo,
divino, escondido en las situaciones más
comunes, que toca a cada uno (…) descubrir»60.
«La fe consiste esencialmente en este
discernimiento, en la percepción de la realidad
más inaccesible a los sentidos: la presencia o la
acción de Dios»61. Una presencia o acción de Dios
que se lleva a cabo en el actuar moral del
creyente, que hace espacio para que, mediante
sus acciones, se realice el plan de la providencia
divina para el mundo y para uno mismo.
No cabe duda de que la fe nos dice que el destino
de cada uno está regulado con miras a la
eternidad. Pero la eternidad ya aparece en el
tiempo presente del actuar moral. Es
significativo, por ejemplo, que los Padres de la
Iglesia apenas se preocuparon de la mayor o
menor proximidad del fin del mundo, sino que se
concentraron más bien en el dato teológico: con
59
SPICQ, C., Teología Moral del Nuevo Testamento, I, 473, nt. 10.
60
SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones, n. 114.
61
SPICQ, C., Teología Moral del Nuevo Testamento, I, 473.

70
el misterio de Cristo, el futuro del mundo está
delimitado en el presente.
Mientras que una ética exclusivamente de la
razón oscila entre presente y futuro como dos
polos temporales inexcusables en la persona —es
el problema manifestado por las “dos felicidades”
aristotélicas—, la fe es capaz de proporcionar el
punto de equilibrio. Nada más lejos de la realidad
existencial del hombre que establecer una
separación entre la razón y la fe a la hora de
actuar. Precisamente «la tensión del “ya poseer y
del aún no poseer” exige imperiosamente nuestra
aportación moral. Esta nos da la posesión
permanente de lo que ya habíamos alcanzado
inicialmente y nos permite esperar de Dios la
plenitud de la herencia futura»62.
La visión más profunda del actuar moral a la que
habilita la fe no significa que se contemplen y
controlen todas las consecuencias de nuestro
actuar.
La fe sigue expresándose racionalmente en el
obrar moral, poque se sigue tratando de hacer el
bien que nos es accesible aquí y ahora, sabiendo

62
SCHNACKENBURG, R., El testimonio moral del Nuevo Testamento, 220.

71
que eso mismo contribuye de la manera que solo
Dios conoce a nuestro bien y al de toda la
humanidad.
En ese sentido, la visión más profunda de la fe lo
es en la medida en que participa de la
providencia de Dios.
La filosofía clásica sostiene que el hombre es
moral porque es capaz de ser providente para sí
mismo. Ahora bien, la providencia exclusiva de la
razón humana resulta desastrosa —como
podemos experimentar a menudo— si no se abre
a la misma providencia de Dios. La moral es
racional, pero no de la “sola razón”. Ha de
conducir a asumir, desarrollar y perfeccionar la
vocación originaria del ser humano a la comunión
con Dios. «El miedo auténtico del hombre no
puede vencerse con la sola razón, sólo se puede
vencer con la presencia de alguien que lo ama»63.
La moral vence el miedo al fracaso humano
cuando llega a ser una moral creyente, pues lo
que la fe “añade” al actuar moral es el actuar del
mismo Dios en el mundo, ni más ni menos.

63
RATZINGER, J., Introducción al Cristianismo, Salamanca: Sígueme, 2005, 250.

72
4.4. La fe, la esperanza y la caridad
Así pues, la fe nos da algo. Nos da la seguridad de
que Dios nos acompaña en nuestro actuar. Y nos
asegura que el bien lleva al Bien.
Cuando queremos hacer el bien que nos resulta
accesible, aquí y ahora, nos hacemos mejores
como personas porque estamos haciendo espacio
a Dios en nuestra vida y en la existencia de las
personas con las que convivimos.
La fe, además, engendra la esperanza en la acción
moral. La esperanza es una virtud esencial para
entender cómo se lleva a cabo el crecimento
moral de las personas64. Sin esperanza, sería
difícil reunir las energías morales necesarias para
no caer en la espiral del mal que hoy día
encontramos en el mundo que nos rodea. El
mismo actuar moralmente bien quedaría como
truncado, pues uno siempre espera más de lo que
directamente consigue actuando. La esperanza
enseña a saber esperar, siendo conscientes de
que siempre merece la pena hacer el bien que —a
su tiempo, según los planes de Dios— terminará
por dar fruto.

64
Cfr. SÁNCHEZ CAÑIZARES, J., Moral humana y misterio pascual. La esperanza del Hijo, Barañáin:
Eunsa 2011.

73
Y es que «al buen comportamiento pertenece (…)
la confianza en que el bien lleva al bien, al menos
en general y a largo plazo. Solamente entonces
tiene sentido la acción buena; solamente así no se
destruye su sentido inmanente con la marcha del
mundo. Pero sólo podemos creer esto si creemos
a la vez que el mal no consigue imponerse; que es
el bien quien se impone, ya que de otro modo
quedaría definitivamente frustrada toda buena
intención. La fe en Dios incluye por eso la idea de
que las malas intenciones deben trocarse a la
larga en su contrario y colaborar al bien»65.
La fe se despliega en conocimiento de la verdad y
de lo que hay que querer hacer porque genera
esperanza. En ese sentido, la fe y la esperanza
pueden ser consideradas como virtudes
estructurales (teologales dirá la tradición
cristiana) de la moral. Una y otra son necesarias
para que el contenido concreto y pleno del obrar
sea el bien de la caridad. El amor puede y debe
ser la sustancia del actuar moral porque tiene el
fundamento de la fe y de la esperanza.
Aunque en este libro no tratemos directamente
de la moral cristiana, llegados a este punto
65
SPAEMANN, R., Ética, 133.

74
conviene recordar la definición que da la Primera
Carta de san Juan sobre el ser cristiano:
«Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos
tiene y hemos creído en él» (1Jn 4,16). Es, en
última instancia, el conocimiento de Dios como
Amor —en sí mismo y para nosotros— el origen
del despliegue en la persona de la tríada de
virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, en
que se puede resumir la plenitud de la moral.
Sólo Dios es Amor en sí mismo. El hombre puede
actuar de modo auténticamente amoroso cuando,
por la fe y la esperanza, deja que Dios habite en él
y actúe en su obrar.
A partir de ese momento, el deber moral sigue
teniendo su fuente en la racionalidad del bien que
presenta la razón práctica. Pero se trata de una
razón práctica cuya obediencia a los planes de
Dios es “personalizada”, hecha propia. La persona
no es un instrumento del obrar de la providencia,
sino su protagonista personal y racional. La
persona creyente se inserta dentro de una
racionalidad más amplia, formando parte de ella.
Su percepción del deber no es tanto la obediencia
a unos preceptos, sino «la gratitud por el amor de

75
Dios y de Cristo a nosotros: la lógica de la fe y del
corazón»66.
4.5. Fe, pecado y utilitarismo moral
La relación tan estrecha que existe entre fe y
moral se manifiesta también por el paralelismo
que existe entre el mal moral y el pecado.
Ciertamente, el pecado supone un desprecio de
Dios, una aversio a Deo, según la teología clásica.
Pero igualmente cierto es que se peca en la
medida en que uno actúa moralmente mal,
haciéndose daño a sí mismo como persona.
Ofendemos a Dios en la medida en que nos
deshonramos a nosotros mismos y a los demás.
¿Pero qué se esconde, en realidad, detrás de cada
pecado desde el punto de vista del obrar moral?
¿Cómo puede haber una conexión tan fuerte
entre el pobre obrar de una criatura y el Dios que
la ha creado y trasciende absolutamente su
creación? Lo que venimos explicando acerca del
lugar de la fe en la moral debería ayudarnos a
entender el déficit moral que supone el pecado
como déficit de fe.
El pecado es considerado en la Revelación como
un misterio de iniquidad. A veces,
66
SPICQ, C., Teología moral del Nuevo Testamento, II, 665.

76
superficialmente, podemos identificar el pecado
con las faltas y las debilidades personales que se
manifiestan en la existencia cotidiana. Pero el
pecado, de fondo, supone algo más tremendo: «la
incredulidad (…) es y sigue siendo un enigma
oscuro, terrible, un misterio de maldad, en el cual
se manifiesta la esencia del pecado. El pecado no
puede ser considerado superficialmente como
una falta, una acción particular o una omisión del
bien. El pecado brota de una actitud integral del
hombre ante Dios y solamente al ojo de la fe se
muestra en su esencia verdadera: como la gran
potencia hostil a Dios en la existencia del hombre
y en el transcurso de la historia»67.
¿Cómo se manifiesta esto en el ámbito moral?
Habitualmente no se peca porque uno quiera
directamente el mal. Solo alguien
psicológicamente enfermo (y por tanto actuando
sin libertad) podría hacer eso. La razón apunta al
bien y la voluntad quiere hacerlo. Pero, muchas
veces, se quieren alcanzar unos fines buenos
pasando por alto la estructura básica del obrar
moral. Se consideran los medios de la acción
cómo meras formas de producir unos resultados

67
SCHNACKENBURG, R., El testimonio moral del Nuevo Testamento, 256-257.

77
buenos. Se rechaza, por tanto, el sentido moral
básico de lo que se hace, como si, en el fondo, no
tuviera que ver con la moral. Este es el gran
problema de una actitud moral utilitarista o
consecuencialista.
Un ejemplo puede ayudar a entender lo que
decimos. Es comprensible que alguien desee la
muerte de un ser querido que sufre y para el que
no hay esperanzas humanas de curación. Puede
desearlo por motivos —fines— muy buenos: para
que el enfermo no sufra más; porque se está
agotado, física y psicológicamente, de cuidarlo
durante tanto tiempo; para no ocupar un recurso
médico sin perspectivas de curación… ¡Pero lo
que no deberá hacer nunca es matarlo para que
se cumplan esos deseos!
Lo que una moral racional abierta a la fe nos dice
es que sólo podemos tender de verdad al bien
respetando el sentido moral básico de las
acciones; y, en concreto, la dignidad de la
persona. Solo entonces lo que uno hace puede
enmarcarse dentro del proyecto del Dios
providente.

78
Es decir, la razón práctica es capaz de reconocer
que dar muerte a ese ser querido que sufre es una
vía que no conducirá a ulteriores fines buenos a
la persona que se plantea este dilema, porque se
habrá hecho mala ejecutando dicha acción.
La fe, en la perspectiva de la moral, nos ayuda a
reconocer que hay fines de nuestro actuar que no
podemos alcanzar simplemente por nosotros
mismos. La actitud confiada que deja en manos
de Dios la vida y la muerte del enfermo no hace
sino reconocer que nuestro poder no llega a
tanto. Si bien muchas veces se pueda y se deba
hacer una previsión de los efectos de nuestras
acciones, hay que dejarlos siempre en manos de
la providencia. Aunque el poder técnico permita
modificar la realidad, nuestro poder moral, sin
Dios, no llega a tanto.
Una moral utilitarista, obsesionada con obtener
consecuencias útiles, arrincona la fe y pretende lo
que es imposible: conseguir resultados divinos
con fuerzas humanas. Llevado hasta sus últimos
extremos, el utilitarismo produce dictadores
morales, como vemos en muchas personas que
tratan de forzar tanto a la realidad como a las
personas que tienen alrededor, para que se
79
comporten según sus decisiones. Quien actúa así
suplanta a Dios. Sus intenciones pueden ser muy
buenas, pero fallan en algo fundamental: no dejan
espacio a Dios, que es quien verdaderamente
gobierna el mundo. El actuar moral creyente, sin
embargo, se centra en hacer el pequeño bien
accesible en cada situación concreta, consciente
de que de él se servirá Dios para ofrecer al
mundo los resultados mejores.

80
Parte II. Dar razón de nuestra fe: el diálogo
con la ciencia

81
5. Creación y origen del universo
(Texto extraído íntegramente, con ligeros
retoques, de: Héctor Mancini, “El origen del
universo”, en
http://www.cryf.org/origenuniverso.html)
5.1. El origen del universo físico
La consideración rigurosamente científica del
origen del universo es un problema
relativamente nuevo. Sin embargo, su
incorporación al pensamiento humano puede
considerarse como muy antigua. Aunque
nuestros conocimientos sobre la historia humana
oral y escrita tienen menos de 5.000 años, se
desprende de distintos datos arqueológicos que
el hombre tiene preocupación por el mundo en el
que vive y se forma ideas sobre el universo como
un todo, desde mucho antes. Podemos afirmar
que los rastros se pierden en el tiempo.
Cuando el hombre se hizo agricultor, necesitó
escrutar los cielos para regular mejor los
períodos de siembra y cosecha y así conseguir
mayor eficiencia en su nuevo modo de
supervivencia. Entonces la observación de la
naturaleza, y fundamentalmente del
comportamiento cíclico en los movimientos de
82
los cielos, se convirtió en una tarea importante.
Esa ocupación le permitió coleccionar durante un
par de milenios un conjunto de observaciones,
que se acumularon paralelamente a las diferentes
teorías que desarrolló para explicarlos.
Estas descripciones teóricas en ningún caso
pueden ser consideradas como científicas, ni
siquiera aquellas que contienen aciertos
descriptivos. No son científicas porque faltan
varios de los elementos que hoy consideramos
básicos para formar ese discurso. De cualquier
manera, le proporcionaron al hombre una visión
de conjunto sobre lo que observaba y en algunos
fenómenos claramente recurrentes, le
permitieron incluso predecir futuras
consecuencias, un objetivo básico de la ciencia
actual. No es el caso desarrollar aquí una historia
detallada de esos pasos iniciales. Las primeras
interpretaciones que analizaban las
regularidades observadas considerando las
“esferas celestes” (homocéntricas) pensadas para
ubicar las estrellas “fijas”, y la inclusión de los
epiciclos y deferentes para explicar los
movimientos planetarios, fueron un avance
importante en la construcción de una primitiva

83
“ciencia de la totalidad” o “cosmología”. Estas
cosmologías primitivas se desarrollaron y
progresaron en verdaderas escuelas de
pensamiento que hoy se recuerdan junto a los
nombres de Hiparco, Apolonio, Aristóteles o
Claudio Ptolomeo.
El Universo estático
El primer modelo relativamente completo
utilizado para predecir los movimientos celestes
es el modelo geocéntrico que se recuerda
asociado al nombre de Claudio Ptolomeo I, quien
recopiló muchos datos de siglos anteriores. Este
modelo presenta la antigua concepción de un
universo con la Tierra en su centro y los planetas
describiendo complicadas órbitas sobre un fondo
de estrellas supuestamente fijas. El problema más
importante que resolvió, fue la descripción del
movimiento planetario, incluida la Luna. La
palabra Planeta, que significa “errabundo”, nos
permite dar una idea del grado de abstracción
necesario y la dificultad del problema cuando es
observado desde la Tierra.
Pese a esa dificultad, el problema fue resuelto y
con esas teorías ya era posible comprender y

84
predecir algunos fenómenos como los eclipses,
hasta entonces considerados como
acontecimientos misteriosos por los no iniciados.
Reducido su alcance a los planetas entonces
conocidos, las teorías explicaron o al menos
describieron de manera bastante correcta los
movimientos de los astros. El del movimiento es
el primer problema que se debe resolver, y puede
considerarse como el fundamento para conseguir
una descripción física del universo. Durante casi
dos milenios, la humanidad mantuvo la idea de
independencia de causas para movimiento de los
astros y el movimiento aquí, en la Tierra, una idea
que, por ejemplo, puede encontrarse en
Aristóteles y en otros pensadores de la Grecia
Antigua.
Con esta idea de fondo, todas las teorías sobre el
movimiento celeste invariablemente respaldaron
la concepción de un universo globalmente
estático, estable y por lo tanto inmutable y
eterno.
La razón teórica que impone ubicar en el centro
de la Tierra el sistema de referencia “absoluto”
para estudiar los movimientos, es la existencia de
la fuerza de “gravedad”. La falta de explicación
85
para el origen de esta fuerza utilizando sólo el
“sentido común”, mantendrá durante 18 siglos el
modelo geocéntrico como la solución más lógica.
El modelo heliocéntrico, que también había sido
propuesto en épocas antiguas, carecía de una
base de datos experimentales que motivaran su
utilización de forma preferente y en este sistema,
se debe considerar a la Tierra en movimiento.
Esta ubicación preferente para el “centro del
universo”, debió esperar para su respaldo general
a la aparición del libro de Nicolás Copérnico en
1543, a las extraordinarias observaciones
astronómicas de Tycho Brahe (1546-1601) y a su
utilización por Johannes Kepler. Hasta entonces,
el modelo heliocéntrico no presentaba ventajas
evidentes y en cambio presentaba serias
desventajas.
A pesar del avance que significó en el cálculo de
las órbitas y fundamentalmente en la
comprensión global del movimiento planetario, el
modelo heliocéntrico tardó muchos años en ser
aceptado (probablemente, por los problemas
asociados a la explicación de la existencia de la
fuerza de gravedad). Pero pocos años después,
con los primeros pasos de la nueva ciencia

86
experimental, el modelo heliocéntrico se fue
imponiendo por su propia coherencia entre los
científicos. Como se sabe, este modelo tuvo en
Galileo Galilei a uno de sus más activos
defensores. Es famosa la frase de su retractación:
“E pur si muove...”. Es decir: ...sin embargo se
mueve... (la Tierra).
El modelo heliocéntrico tenía soporte racional y
observaciones experimentales adecuadas, pero
hasta los trabajos de Isaac Newton (1642-1727)
estos modelos no pueden considerarse dentro de
lo que actualmente se denomina una “teoría
científica”. Es Isaac Newton quien unifica la
mecánica celeste y la mecánica sobre la Tierra
mediante una explicación común. Es decir, algo
que ya es una teoría física. En su trabajo, por
primera vez se abandona la antigua idea de la
dualidad de causas y se relacionan las
observaciones astronómicas con las del
movimiento terrestre.
Newton en primer lugar, justifica por qué cerca
de superficie de la Tierra, todos los cuerpos caen
con la misma aceleración; conocimiento que
marca un hito fundamental en el nacimiento de la
ciencia moderna. Esa conclusión, derivada de su
87
audacia en postular la igualdad entre masa
inercial y masa gravitatoria, le permiten
adelantarse con un pronóstico que comprobará
H. Cavendish en 1798, casi 100 años después,
cuando mide la constante de gravitación
universal.
Estos conocimientos ahora sistematizados
significan un salto científico, que considerado
cualitativamente, es el cambio más importante en
el pensamiento teórico en más de 20 siglos. Y
como suele ocurrir con estos cambios, esas ideas
son seminales y darán lugar inmediatamente a
reflexiones mucho más profundas sobre los
conceptos de espacio y tiempo que las realizadas
hasta entonces. A partir de esa declaración de
principios que son las leyes de Newton del
movimiento y de una explicación racional para la
fuerza de gravedad, se cimentarán las bases de la
ciencia moderna. Junto a Galileo, Newton
mostrará un nuevo método para la reflexión
científica que se impondrá en el futuro: en primer
lugar, la expresión de toda teoría física o
conocimiento aislado se hará en lenguaje
matemático, un lenguaje que él mismo ayudó a
crear. Y luego, esa teoría tendrá en el

88
experimento o en la observación cuantitativa el
criterio para verificar su validez. A su vez, cada
nuevo experimento, para dar frutos, deberá
insertarse en el marco general de la teoría y
encontrar allí su justificación.
Para presentar su nueva dinámica, Newton ha
introducido la antigua idea de espacio concebida
por Euclides: un lugar vacío, isótropo y
homogéneo, en el cual reside (o se agrega) la
materia. Esta idea reemplaza la de un espacio con
un lugar privilegiado para situar un sistema de
referencia, sea éste el centro de la Tierra, el Sol o
cualquier otro punto del universo. Para Newton,
el espacio y el tiempo continúan desacoplados y
el universo permanece infinito e inmutable, es
decir, eterno. Este universo no tiene necesidad de
un origen en el espacio o en el tiempo, aunque
podría tenerlo. Un hipotético viajero que lo
recorriera una dirección determinada,
encontraría permanentemente nuevas regiones
con nuevas estrellas y galaxias. Esta idea, aunque
encierra alguna paradoja (p. ej. la “paradoja de
Olbers”), parece muy adecuada como para
unificar las teorías científicas en pocos axiomas.

89
Pero esta concepción del espacio no duraría tanto
tiempo como la utilizada en la etapa anterior.
Nuevos elementos de juicio modificarían esas
ideas.
En 1905, Albert Einstein (1879-1955) presentó
su teoría de la Relatividad Especial (o
restringida), cuya simiente ya venía madurando
dentro de la física, fundamentalmente con los
trabajos de Georges FitzGerald (1851-1901) y
Heindrik Lorentz (1853-1928) y los análisis
sobre el resultado negativo del experimento de
Michelson-Morley. Estos dos científicos llegaron
independientemente y en el orden citado, a las
conclusiones sobre la contracción del espacio, la
constancia de la velocidad de luz en el vacío y la
dilatación del tiempo. Lorentz, además, obtiene
una ley sobre el aumento de la masa con la
velocidad. Efectos que son muy notorios a
velocidades cercanas a la de la luz, y que
recibirán posteriormente su explicación
integrados en el marco de la teoría de la
relatividad especial. Sin embargo, ambos se
quedaron ante las puertas de la teoría de la
relatividad.

90
Es Albert Einstein quien introduce en esa teoría
las ideas sumamente novedosas sobre el espacio
y el tiempo: un espacio que se contrae y un
tiempo que se dilata cuando la velocidad
aumenta. En esencia la teoría se refiere a la
comparación entre las medidas realizadas en
diferentes sistemas llamados inerciales, que se
mueven con movimiento rectilíneo uniforme
unos respecto de otros. Hasta entonces se
consideraban válidas las conclusiones que se
derivan de la relatividad de Galileo y de Newton.
En ellas no se distingue entre un sistema en
reposo y otro que se mueve con velocidad
uniforme. Si no existe una fuerza externa, el
sistema en ambos casos permanecerá
indefinidamente en el estado en que se
encuentra.
Einstein muestra, sin embargo, que observar
desde un sistema de referencia en movimiento
produce efectos novedosos. En particular, cuando
se considera la propagación de ondas
electromagnéticas como la luz, las ondas de radio
o los rayos X en contra de la intuición, distintos
observadores medirán la misma velocidad de
propagación, aunque estén en movimiento.

91
Como ya se anticipó, fue la gran síntesis del
electromagnetismo desarrollada por J. C. Maxwell
(1831-1877) llevada de la mano de FitzGerald y
Lorentz la teoría que introdujo las nuevas
cuestiones relativas al espacio y al tiempo. Esa
teoría había unificado la electricidad, el
magnetismo y la óptica, creando el concepto de
ondas electromagnéticas: campos
electromagnéticos viajeros. Con todas las
conclusiones anteriores, Einstein postuló que la
constancia de la velocidad de luz se mantiene aún
para emisores y observadores en movimiento
relativo uniforme. Trabajando con esta hipótesis,
Einstein comienza los estudios que lo llevan a
plantear una transformación completa en la
concepción del espacio y del tiempo. A bajas
velocidades estos efectos no son importantes y se
mantienen válidas las leyes de la física clásica,
que ha quedado absorbida como un caso
particular dentro de una teoría más general.
Einstein en su teoría plantea también la
equivalencia entre masa y energía. En su ecuación
más famosa: E = mc2, la masa m y la energía E, son
dos caras de una misma realidad y se puede pasar
de una forma a la otra simplemente

92
multiplicando por una constante, la velocidad de
la luz en el vacío c elevada al cuadrado.
Pocos años después, en 1916, el mismo Einstein
completa su descripción incluyendo los sistemas
de referencia acelerados, o sistemas “no
inerciales”. Este nuevo avance teórico se conoce
como “Teoría de la Relatividad General” y de
hecho, es una teoría sobre la gravitación. Una
teoría mucho más compleja y que a diferencia de
la anterior, más limitada, tiene pocas situaciones
en las que puede ser comprobada.
Basándonos en ella, ya no es posible concebir un
universo como el de Newton, situado en un
espacio infinito. La aceleración de la gravedad es
una aceleración más y los problemas que produce
su consideración en un espacio euclídeo, isótropo
y homogéneo, son transferidos ahora a las
propiedades del espacio. La presencia de materia,
cuya propiedad llamada masa es la causa de la
atracción gravitatoria, en esta nueva concepción
tiene un nuevo papel: “curva el espacio”. Es un
espacio curvado quien causa la atracción de otras
masas cercanas y lejanas (esta curvatura se
puede imaginar como la que produciría una
persona de gran peso parada sobre un colchón
93
elástico que se deforma por esa presencia y atrae
hacia sí a otras personas o cuerpos cercanos).
Casi 2000 años tardó la humanidad hasta que
Newton, para describir el movimiento, pudo
incorporar la idea de Euclides de un espacio
isótropo y homogéneo. En menos de doscientos
años, esa idea quedó reducida a un caso límite de
un espacio más general (geometrías de Riemann
y Lobachevsky). Nuevamente, la teoría anterior
queda absorbida como caso límite. Por ejemplo,
la suma de los ángulos interiores de un triángulo
en la geometría de Euclides vale siempre 180º. En
un espacio curvo ya no es así. Esa suma será
mayor, pero siempre, cuando la curvatura es muy
pequeña, el espacio podrá considerarse plano y
recuperar su validez la geometría clásica. Esta
absorción de las teorías precedentes en la nueva,
es una constante dentro de la ciencia moderna.
Las teorías anteriores son consideradas como
lecturas válidas del mundo real, a su vez, las
nuevas podrían ser absorbidas en el futuro,
dentro de otra teoría más general. Pero en todos
los casos, las precedentes conservan su validez
dentro de su aproximación.

94
Nos da trabajo imaginar un espacio curvo.
Aunque estamos dentro de él y contribuimos a su
curvatura, a nuestra escala no nos resulta
evidente y por ello, escapa a nuestro “sentido
común”. Considerando el espacio como lo hace
esta teoría, no es posible distinguir mediante un
experimento una aceleración, de la curvatura del
espacio o “gravedad”. Un campo gravitatorio
homogéneo es completamente equivalente a un
sistema de referencia acelerado. Esta es el
llamado “Principio de Equivalencia” y en este
espacio, las leyes de la física son las mismas bajo
atracción gravitatoria que bajo aceleración.
Esta idea siempre le resultó difícil de comprender
a los filósofos y más aún al común de las gentes.
Por ello, la teoría de la relatividad es tan
nombrada y comentada como escasamente
comprendida. Pero con ella, Einstein explica en
primer lugar un fenómeno de muy pequeña
amplitud y conocido desde tiempos antiguos: el
exceso respecto de la teoría clásica en el
movimiento de precesión del perihelio de
Mercurio, el planeta más cercano al sol. El tema
suena extraño, pero los astrónomos conocían su
valor perfectamente (Leverrier en 1840 lo

95
explicaba imaginando la existencia de un planeta
más cercano al sol, que por supuesto, jamás fue
observado). El valor de este efecto es
aproximadamente de un grado cada 10.000 años,
es decir 0,01º cada siglo. Un gran acierto para una
teoría nueva, que debe remontar el enorme
prestigio de Newton.
La teoría predecía otros fenómenos que no
tardaron en ser comprobados. Por ejemplo, el
valor de la desviación que se produce en un haz
de luz al pasar cerca de una estrella de gran masa,
una medición que realizó W. S. Adams por
sugerencia de Arthur Eddington en 1919. Esta
verificación tuvo una gran difusión y significó
para Einstein una enorme fama y un éxito
resonante. Otra predicción de la teoría es la
dependencia de la frecuencia de los movimientos
periódicos de un reloj atómico con la gravedad.
En la actualidad, todos los sistemas GPS son
corregidos por este efecto.
Luego de comprobadas estas predicciones, la
confianza sobre la exactitud de la teoría general
de la relatividad era tan grande, que obligaba a
incluirla en cualquier modelo cosmológico, ya que
la gravitación es una componente esencial. El
96
mismo Einstein, en 1916, planteó un modelo de
universo en el cual incluía una distribución de
masa isótropa y homogénea (considerada a gran
escala), hipótesis que denominó “Principio
Cosmológico”.
Al plantear su modelo, como la atracción
gravitatoria tiene siempre el mismo signo
(atractivo), Einstein se da cuenta que en algún
momento se producirá el colapso del universo
por causa de la gravedad. Ese efecto debía ser
balanceado de alguna manera en las ecuaciones
para evitarlo. Como los grandes científicos hasta
ese momento, Einstein creía en la existencia de
un universo estacionario y para lograrlo incluye
en sus ecuaciones un término adecuado para que
produjera el efecto contrario, es decir, un término
repulsivo. Denominó a ese término “constante
cosmológica” y ajustó su valor exactamente para
obtener un universo estable. Cuando luego de
algunos años se comprobó astronómicamente la
expansión del universo, el propio Einstein
consideró que introducir la constante
cosmológica había sido “el mayor error de su
vida”. Pero como se verá más adelante, en la
actualidad ya no se considera un error.

97
Con la relatividad general quedaron firmemente
sentadas las bases sobre las cuales deberían
construirse los nuevos modelos cosmológicos.
Einstein, como todos los grandes científicos
anteriores, continuó creyendo en un universo
estático e inmutable.
La relatividad general y los universos
dinámicos
Pronto comenzaron a aparecer modelos
dinámicos del universo, fundamentalmente por
parte de matemáticos. Willem de Sitter, que
aparentemente fue el primero en interesarse
seriamente en la teoría de la relatividad y le dio
gran difusión en Inglaterra, no estaba de acuerdo
con la concepción de Einstein del universo. Para
Einstein, el universo es estático y en la nueva
geometría introducida, su curvatura debería ser
constante. De Sitter en 1917 plantea por primera
vez, que la curvatura debe crecer, aunque cada
vez menos, y que por lo tanto, el universo debería
expandirse como lo hace una pompa de jabón. Al
menos en la teoría, parece ser ésta la primera
sugerencia sobre un universo dinámico y en
expansión.

98
Siempre dentro del plano teórico, en 1922 y
1924, Alexander Friedmann publicaba dos
artículos considerando soluciones dinámicas a las
ecuaciones de Einstein. En efecto, si se abandona
la hipótesis de un universo estático, el problema
cosmológico relativista conduce a infinitas
soluciones en las cuales el espacio varía en
función del tiempo. Por lo tanto, surgen muchas
posibilidades para considerar un universo en
evolución y la literatura científica se enriqueció
notablemente con estas consideraciones.
Descrito con trazos muy gruesos y según estas
ecuaciones, el universo puede tomar una entre
tres alternativas posibles: un universo cerrado,
un universo abierto o un universo “plano”. Un
universo cerrado tendrá un radio de curvatura
que se comportará de forma oscilatoria con
sucesivas expansiones y contracciones en el
espacio. La expansión del universo progresa
hasta un punto en el cual la gravedad comienza a
imponerse y causará su retracción, o bien crecerá
hasta alcanzar una dimensión constante, como en
el caso previsto por Einstein. Si el universo es
abierto, estará en expansión permanente,
expansión que además, puede ser acelerada o no.

99
En los tres casos teóricos citados, cabe señalar
una singularidad en el origen del tiempo.
Considerando el flujo del tiempo hacia atrás, el
universo actualmente en expansión, debió partir
de una altísima densidad de masa y energía
concentrada en un solo punto. Con esta idea, por
primera vez, la ciencia comienza a considerar con
su método el problema de la existencia de un
“origen” para el universo; un problema que ya
tenía una larga tradición en el pensamiento
teológico y filosófico. Es de notar también, que
ese origen coincide con el del tiempo y del
espacio, que dejan de ser separables.
En las primeras dos décadas del siglo XX la
calidad de los datos astronómicos aumentó
notablemente gracias a la mejora en el diseño y
construcción de los telescopios. Durante la
década de 1920 a 1930 se realizaron importantes
observaciones. Los telescopios, en particular el de
Monte Wilson, permitían resolver las imágenes
provenientes de las nebulosas más lejanas y
analizar el desplazamiento al rojo de la radiación
luminosa que llegaba desde ellas. Estos
resultados fueron claves y contribuirían luego de
manera muy importante a la consolidación de la

100
teoría. En primer lugar porque se mejoró el
cálculo de las distancias a las nebulosas lejanas:
por primera vez se las situó correctamente,
mucho más allá de la Vía Láctea. En consecuencia,
el universo conocido aumentó
sorprendentemente de tamaño y todas las teorías
debían corregir ese dato.
Las primeras observaciones sobre el movimiento
hacia el rojo de la luz proveniente de las
nebulosas más lejanas se deben a Vesto Slipher y
las realizó entre 1920 y 1930, pero no fue el
único. En 1923, Edwin Hubble concluye que esas
nebulosas lejanas en espiral, que por entonces se
observaban en el límite de resolución, son en
realidad conjuntos de estrellas, es decir, galaxias
como nuestra Vía Láctea. Un hecho que clarificó
enormemente el panorama de evidencias
experimentales astronómicas.
El mismo Hubble mediante observaciones
obtenidas con el telescopio de Monte Wilson en
1929, calculará mediante el efecto Doppler, la
velocidad de alejamiento mutuo entre las
Galaxias y comprobará que ese desplazamiento
es proporcional a la distancia. Esto se conoció
como “la fuga de las Galaxias”. Al obtener esta ley,
101
en particular al observar los astros más distantes,
Hubble obtiene nada menos que la velocidad a la
que se expande el universo. Pero hasta ese
momento, no se conocía ninguna interpretación
teórica sobre este fenómeno. Esa velocidad
parecía crecer con la distancia.
Prosiguiendo con el desarrollo histórico de las
ideas científicas, debemos remarcar que los datos
astronómicos de la “fuga de las galaxias”, fueron
rápidamente considerados como uno de los
apoyos más evidentes a la teoría de la expansión
del universo. El científico y sacerdote belga
George Lemaître llevó las cosas más allá y
anticipó que si el universo actual se está
expandiendo, retrocediendo en el tiempo, como
quien vuelve una película hacia atrás, el universo
debió haber comenzado en un punto singular
donde se concentraba toda la materia y la
energía. Lo denominó: el “Átomo primitivo” y
supuso un origen común para el tiempo y además
para el espacio.
Bajo el punto de vista de la ciencia, considerar un
origen simultáneo para el tiempo y el espacio
significa considerar un tiempo cero a partir del
cual el espacio nace, se va expandiendo y el
102
universo aumenta de tamaño a medida que
transcurre el tiempo. Según los distintos modelos,
cuando se consideran los detalles, esa expansión
tendrá distintos efectos y duraciones. Pero por
encima de todos ellos, el dato concreto de la
expansión ya se considera una evidencia
experimental, que se puede determinar a partir
del desplazamiento hacia el rojo de la radiación
luminosa proveniente de espacio. En particular,
de la radiación que proviene de los lugares más
remotos donde ese efecto es mayor.
¿Pero en qué consiste ese desplazamiento?...
Estudiando la luz blanca emitida aquí, en la
Tierra, o la proveniente de estrellas muy lejanas,
sabemos ya desde de Newton que está compuesta
por diferentes colores, lo que en conjunto
llamamos “espectro luminoso”. Si hacemos incidir
un haz de luz blanca sobre un elemento que la
dispersa, como pueden ser un prisma o una rejilla
de difracción , observamos que la luz blanca se
descompone en sus colores fundamentales (los
colores del arco iris).
También sabemos científicamente desde
Maxwell, que la luz es una onda electromagnética
y que el ojo humano es nuestro detector. En la
103
teoría de las ondas electromagnéticas, a cada
color le corresponde una frecuencia y de todas las
frecuencias que permanentemente cruzan el
espacio, el ojo detecta sólo una pequeña región.
Una propiedad de todas las ondas
electromagnéticas que viajan en el vacío, es que el
producto de su frecuencia por su longitud de
onda es una constante. Esa constante es la
velocidad de propagación de esas ondas de la luz
(aproximadamente: 300.000 km/s). Conocida la
frecuencia es inmediato calcular la longitud de
onda (o viceversa), y mediante experimentos de
óptica, es relativamente sencillo determinar la
longitud de onda.
Cuando la fuente de luz está en movimiento,
ocurre un desplazamiento de la frecuencia
recibida que depende de la velocidad de la fuente
y se conoce como “efecto Doppler”. Un efecto que
se comprende más fácilmente con el sonido. Es de
experiencia común que una fuente de sonido
acercándose parece aumentar la frecuencia
mientras que alejándose se escucha un
desplazamiento hacia frecuencias más bajas. Este
desplazamiento hacia frecuencias más bajas, en
óptica se conoce como: “desplazamiento (o

104
corrimiento) hacia el rojo”. Un acercamiento
produciría el efecto contrario, es decir, un
desplazamiento hacia las frecuencias más altas
que son las de color azul-violeta del espectro.
Volviendo a la historia de las ideas, como ya se
dijo, fue George Lemaître, el primero en
relacionar el desplazamiento de las galaxias con
las soluciones a las ecuaciones de Einstein en el
caso dinámico. Y lo hizo antes de la publicación
de los resultados de Hubble. Notable matemático,
tras realizar estudios de posgrado en Inglaterra y
Estados Unidos, regresó a Bélgica y fue designado
profesor de la Universidad de Lovaina en 1927.
Descubrió después de Alexander Friedman y de
manera independiente de éste, que las ecuaciones
de la relatividad general admiten esas soluciones
cosmológicas dinámicas. Como su condición de
cosmólogo teórico estaba acompañada por un
fuerte interés en los resultados de las
observaciones astronómicas, tomó en cuenta los
datos de las observaciones norteamericanas
sobre la velocidad de desplazamiento de las
galaxias, les asignó un significado físico en su
teoría, las consideró como un indicio evidente de

105
la expansión del universo y anticipó teóricamente
la Ley de Hubble.
Cuando formuló la atrevida hipótesis evolutiva
del “átomo primitivo” introdujo dentro de la
ciencia la idea más importante que tenemos hoy
sobre la evolución del universo. Según esta teoría,
el universo debió comenzar a partir de una
especie de átomo elemental, extremadamente
denso, y pequeño, que evolucionó mediante una
gigantesca explosión y cuyos fraccionamientos y
agrupamientos sucesivos constituyen el universo
que observamos hoy.
Lemaître presentó esta idea en un artículo que
publicó en 1931 y tuvo en sus comienzos una
mala acogida por los físicos de la época.
Probablemente, en parte debido a su condición
de matemático teórico, pero probablemente
también debido a su condición de religioso.
Quizás estas sean las causas por las cuales
surgieron las resistencias que suelen acompañar
a los cambios profundos en el pensamiento. Este
modelo evolutivo resultaba poco atractivo para
algunos físicos, pues permitía a los filósofos
remontarse a una “Causa Primera” para todo el
Universo, a una “Creación”, lo que parecía sacar
106
fuera de la física el problema del origen. La teoría
se presentaba entonces como una alternativa
poco convincente frente al modelo estacionario
de Einstein, que fue enriquecido con algunas
aportaciones posteriores.
En 1950 Lemaître presentó un libro condensando
su pensamiento titulado “ La hipótesis del átomo
primitivo: un ensayo de cosmogonía”, pero ya se
había impuesto entre los científicos y ante el
público en general una reedición de la teoría del
estado estacionario, debida principalmente a
Gold, Bondi y Fred Hoyle, elaborada además
mediante estudios básicos sobre la formación de
los elementos.
Fue un mal momento para la teoría del “átomo
primitivo”. En un congreso en Pasadena, Fred
Hoyle se burló de Lemaître presentándolo con las
palabras “this is the big bang man”... (“este es el
hombre de la gran explosión”). Pero no todo
resultó negativo, a partir de ese momento, la
teoría de Lemaître quedó bautizada como teoría
del “Big Bang”, nombre que actualmente ha
perdido su carácter peyorativo, tiene gran
aceptación popular y es el nombre con el que se
conoce la teoría actualmente. Para recuperar la
107
novedad e interés iniciales, la teoría de la
expansión a partir de una singularidad inicial,
debió esperar una nueva evidencia experimental.
La evolución de la materia
Unos años antes del suceso comentado, un
antiguo estudiante de Friedmann, George
Gamow, había puesto nuevamente la teoría de
Lemaître en el escenario, precisando que aquel
universo primitivo, además de ser más denso,
debía haber sido mucho más caliente y predecía
en sus cálculos la existencia de un resto de
radiación enfriada, es decir, algo similar a un
“fósil” proveniente de la etapa primitiva del
universo, que debería estar presente en todos los
rincones del universo. Esta radiación se conoce
hoy como “radiación de fondo”.
Para aclarar un poco las cosas, recordemos que
las leyes de la radiación del cuerpo negro
permiten asociar una temperatura al color de la
radiación emitida por un cuerpo caliente. Por
ejemplo, un hierro calentado a poco más de 1000
oC se ve de color rojo; si se calienta más se pone

blanco. La distribución de intensidad para esos


colores se conoce como Ley de Planck y se

108
representa mediante una curva cuyo máximo se
desplaza con la temperatura del cuerpo (Ley de
Wien).
Dado el tiempo transcurrido en el universo desde
la gran explosión original y a su gran expansión,
esta radiación predicha por Gamow, debería
corresponder a una temperatura muy baja. En
resumen: al modelo de Lemaître le faltaba la
Termodinámica y Gamow se la proporcionaba.
Cuando en 1965 dos científicos de la compañía
Bell: Arno Penzias y Robert Wilson estaban
midiendo una antena de recepción de un
telescopio de microondas, encuentran un
persistente ruido de fondo isotrópico,
correspondiente a una temperatura muy baja
(3K), no sospecharon que ese ruido estaba
relacionado con el origen del universo predicho
por Gamow. Pero alguien recordó haber
escuchado en 1964 en una conferencia de J.
Peebles, un cosmólogo de Princeton, que esa
radiación estaba predicha por Gamow y era
compatible con los modelos dinámicos del
universo. Así, casi por casualidad, se asocian
ambos conceptos y aparece una de las pruebas

109
más fehacientes a favor de la teoría de la gran
explosión.
Muchas investigaciones más fueron preparadas
para confirmar estos datos. En 1992, el satélite
COBE realiza mediciones sobre la distribución de
la radiación de fondo del universo y más
recientemente, en el año 200l se logra la
reconstrucción de su mapa completo, que viene a
confirmar aún más, si cabe, la validez de este
modelo.
En tanto el modelo se fue completando con los
estudios de formación de la materia partiendo de
la radiación del universo primitivo. Los procesos
de fusión nuclear y formación a partir del
Hidrógeno, el Helio y metales como el Litio, ya
habían sido estudiados en 1948 por Alpher, H.
Bethe y Gamow.
Cuando se comienzan a comprender los procesos
de formación de núcleos más pesados, núcleos
que se producen en las condiciones especiales de
temperatura y presión que existen en el interior
de las estrellas, se va reconstruyendo el resto de
la historia. Estos procesos fueron estudiados por
Burbidge, Burbidge, Fowler y también por Fred

110
Hoyle, que a pesar de su ironía en Pasadena,
contribuyó con estos trabajos a completar esa
idea del Big-Bang a la cual se había opuesto
anteriormente. El mundo de lo más pequeño: las
partículas elementales y el de lo más grande, los
objetos astronómicos, se unen para formar la
teoría actual sobre la evolución del universo.
Evolución de la que tenemos una descripción
científica bastante completa, casi desde su origen.
Una visión actual del universo y su formación
A grandes rasgos, hoy podemos decir que la
materia visible del universo está formada en un
99% por Hidrógeno y Helio. El 1% restante
corresponde a los elementos más pesados a los
cuales, en conjunto, los astrónomos designan
como “metales”. Su abundancia relativa,
temperatura de formación y el tiempo en el cuál
se formaron se puede ver en la figura. Con los
datos actuales y aceptando la hipótesis de la
“inflación“, podemos resumir la historia del
universo de la manera siguiente:
En los instantes iniciales, durante el llamado
“tiempo de Planck” (10-43 s), el universo estaba
lleno de una energía muy densa, a una

111
temperatura y presión correspondientes a ese
estado. A continuación, rápidamente se expandió
y enfrió, experimentando cambios de fase del tipo
de los que ocurren durante la condensación de un
vapor, pero referidos a partículas elementales.
Aproximadamente a los 10-35 del primer segundo,
el universo sufre un cambio de fase que provoca
una etapa de expansión exponencial, conocida
como “inflación cósmica”. Esta etapa de inflación
produjo como resultado un plasma de partículas
elementales llamadas “quarks” y “gluones”, con
movimiento relativista.
El aumento de tamaño del espacio provoca más
enfriamiento que continúa hasta que se produce
otra transición de fase y ocurre la “bariogénesis”,
la génesis de los componentes del núcleo
atómico, de la cual todavía se sabe muy poco. Se
estima que en esa época se formó la masa
“bariónica del universo” y se produjo la asimetría
entre materia y antimateria que se observa hoy.
Es decir, en esa época los quarks y los gluones
que hasta entonces eran libres, se combinaron
para dar bariones como el protón o el neutrón,
los componentes básicos del núcleo atómico.

112
Al continuar la expansión continúa el
enfriamiento y nuevos cambios de fase siguen
rompiendo la simetría inicial, dando la forma
actual a las fuerzas de la física y a las partículas
elementales. A partir de aquí, es más sencillo
inferir que la unión de protones y neutrones dará
lugar a la formación de los núcleos de Deuterio y
de Helio, un proceso denominado “nucleosíntesis
primordial”.
Después el enfriamiento hace que la materia deje
de moverse de manera relativista y la densidad
de energía comienza a dominar
gravitacionalmente sobre la radiación. Pasados
ya unos 300.000 años, los electrones y los núcleos
se combinaron para formar los átomos
(principalmente Hidrógeno). Por esta unión, la
radiación se desacopló de los átomos y continuó
viajando libremente por el espacio, es decir, el
universo se volvió transparente. Esa radiación
enfriada por la expansión, es el fondo de
microondas que observamos hoy, en definitiva,
un “fósil” del universo en aquel momento.
La descripción prosigue considerando que, en
aquellas regiones donde la materia es
ligeramente más densa, tiende a juntarse
113
gravitacionalmente agrupándose en nubes,
estrellas, galaxias y el resto de las estructuras que
se observan actualmente. Para describir
detalladamente los procesos de formación de
esas estructuras es necesario conocer el tipo y la
cantidad de materia del universo. Actualmente se
estima que hay tres tipos de materia que son: la
materia fría oscura, la materia oscura caliente y la
materia “bariónica” observable, que es la que
interactúa con los campos electromagnéticos.
La isotropía del fondo de microondas fue
estudiada minuciosamente, tratando de
encontrar rastros de aquellas anisotropías
iniciales que dieron lugar a la formación de los
primeros núcleos de condensación de materia. En
2003 se dieron a conocer los mejores datos
disponibles obtenidos con el satélite WMAP
(Wilkinson Microwave Anisotropy Probe, en
castellano: Sonda Wilkinson de Anisotropías de
Microondas). Esos datos confirman que la forma
más común de materia es la materia fría oscura.
Los tipos restantes llegarían al 20% de la materia
del universo.
Los cosmólogos han podido calcular muchos
parámetros del universo con estos datos, con los
114
del telescopio espacial Hubble y los del satélite
COBE de 1989. Esos datos han permitido
establecer que el fondo de microondas es
isotrópico hasta una parte en 100.000 (1/105)
con una temperatura residual de 2,726K).
Respecto de la teoría, la energía oscura toma la
forma de una constante cosmológica como la que
fue planteada en las ecuaciones de campo de
Einstein y hay otros modelos, pero los detalles de
esta ecuación de estado y su relación con el
modelo estándar todavía están siendo
investigados.
En las etapas iniciales del universo, las energías
que tenían las partículas eran mayores que las
que hoy se pueden alcanzar en un laboratorio
(para alcanzarlas, suponiendo que fuera
realizable, sería necesario construir un
acelerador de una longitud comparable con la
distancia al sol). Por lo tanto, no hay
experimentación posible y no hay modelo físico
convincente para los primeros (10-33 s) del
universo, el tiempo anterior al cambio de fase que
forma parte de la teoría de la “Gran Unificación”
de las fuerzas (GUT).

115
Para el primer instante, la teoría gravitacional de
Einstein predice una singularidad donde las
densidades son infinitas. Para intentar resolver
esta paradoja, hace falta una teoría cuántica de la
gravedad. Uno de los problemas no resueltos,
más grandes de la física.
Por supuesto, no sabemos nada sobre lo que
había antes del Big-Bang aunque nunca faltan
especulaciones teóricas. La posibilidad de
existencia de universos paralelos ya había
anticipada por el filósofo y matemático alemán I.
Kant, actualmente diríamos “multiversos”, cada
uno con su big-bang, con sus constantes
cosmológicas y sus leyes de la física, pero por
ahora, y parece que por mucho tiempo más, todas
estas teorías son sólo eso: especulaciones.
En resumen
Los datos experimentales han confirmado que la
expansión existe, es acelerada y pocos científicos
piensan hoy en la posibilidad de un modelo
estacionario para el universo. Por lo cual, la teoría
de una regresión final (o “Big Crunch”) tiene
actualmente muy poca aceptación.

116
La evolución del universo como ha sido descripta
(con la relatividad general junto con el “modelo
estándar” de partículas elementales), también es
aceptada hoy por la mayoría de los científicos y
especialistas.
Pero esto no debe hacer pensar que se sabe todo
sobre el origen del universo y su futuro. Para
estimar su evolución futura, se trabaja sobre
prolongaciones analíticas de las teorías actuales.
En estos casos de proyección a tan largo plazo, se
sabe que la ciencia suele describir muy bien los
procesos anteriores y la probable continuación
de los mismos. Pero poco puede decir la ciencia
frente a la posibilidad de nuevos fenómenos
emergentes, nuevos descubrimientos o
resultados inesperados en la observación, una
situación que ha sido normal en su historia. Por
ejemplo, hoy se piensa que la mayor parte de la
materia que forma el universo es “materia
oscura”, de la cual no se sabe nada. Tampoco se
sabe nada de la energía oscura, aunque no faltan
teorías para todos estos casos.
Sí sabemos, “a ciencia cierta”, que el universo
visible se expande y se enfría, y que algunas
etapas de la gran explosión inicial tienen una
117
verificación experimental muy firme. El resto,
como ya se dijo, por ahora son especulaciones.
5.2. Los orígenes según la fe cristiana
El panorama que hemos presentado hasta aquí se
deriva del método científico. Según este método,
las teorías son confirmadas o abandonadas si los
resultados de los experimentos y observaciones
sobre la realidad no verifican las conclusiones
que se han anticipado. En ocasiones, esos mismos
experimentos proporcionan datos novedosos que
no encajan en las teorías existentes y que
requieren nuevas formulaciones. En su conjunto,
el desarrollo de este método implica un proceso
interactivo donde teoría y experiencia se
modifican mutuamente hasta lograr avances en
nuestra cosmovisión, que recién cuando se logra
la síntesis consideramos como segura. Una
seguridad relativa, que se mantiene dentro del
marco de validez en el cual las ideas han sido
comprobadas.
El concepto de Universo que analizaremos en
esta segunda parte proviene de fuentes muy
distintas a la ciencia. En este caso, los conceptos
sobre los cuales se debe razonar (y que como
veremos, llaman a obrar en consecuencia),
118
provienen de una experiencia espiritual en cuyo
inicio se sitúa Dios mismo. Y Dios no es una idea
filosófica. Para todos los monoteístas es una
Persona. Es el Ser por excelencia, el único Ser
Necesario, según el mismo se nos ha revelado:
Dios es el que Es, es decir, el único ser que Es por
sí mismo. Los demás somos seres contingentes,
creados por Él.
Cuando afirmamos que somos seres contingentes,
no introducimos ninguna novedad respecto de la
visión anterior: para la ciencia, esto también es
una evidencia. El hombre no ha creado el
universo ni se ha creado a sí mismo, y por lo
tanto, respecto de la naturaleza también somos
contingentes. Pero en nuestra concepción
religiosa hay una diferencia fundamental, Dios se
sitúa por encima de la naturaleza, es tanto
Creador de la naturaleza como Creador nuestro.
En este sentido Dios es superior al destino, a
diferencia de otras religiones de la antigüedad
que, como la griega, suponían a sus dioses
sometidos a éste.
El punto de partida, nuestra primera afirmación
en este camino es, entonces, nuestro
reconocimiento personal y la aceptación (al
119
menos), de la posibilidad de existencia de ese Ser.
Sin este paso no podemos avanzar ni entender la
nueva concepción del universo que nos plantea la
fe.
Ese paso de afirmación nunca es completo, no
carece de dudas, ni es el único en la vida de un
hombre. Podemos identificar y observar en otros
seres humanos los avances y los retrocesos en el
crecimiento de su relación con Dios. Una relación
que se construye mediante la reflexión pero
fundamentalmente, mediante experiencias
espirituales en las cuales cada ser humano
comienza a considerar por distintos caminos, que
ese universo físico del cual él mismo forma parte,
en el que se desarrolla y evoluciona, al cual se
asoma con su pensamiento, tiene un sentido. Un
sentido que como hombre puede llegar a
comprender.
Entonces, la imagen que el hombre se forma a
partir de la fe, no es la de un universo producto
del azar ni de fuerzas ciegas y extrañas. Tiene un
propósito establecido, una dirección de evolución
hacia un fin determinado que lo justifica y lo
trasciende. El hombre entiende que si bien él
mismo es una criatura, una parte casi
120
insignificante de la creación, su Creador se
preocupa, gratuitamente, por su crecimiento y
desarrollo dentro de ese sentido global que dio al
universo.
La experiencia de la fe no es una experiencia fácil
ni masiva. Se inicia personalmente, se
desenvuelve persona a persona, a media luz y en
voz baja. Dios se manifiesta mediante “un
susurro” (Salmo 18, versículos 2-3), como una
“leve brisa” (Elías) o se oculta “tras una nube”
(Moisés). A nosotros nos llega por medio de un
libro, la palabra de un amigo, una enfermedad,...
por mil caminos que debemos aprender a
transitar para reconocerle. Dios no fuerza la
libertad humana, el hombre tiene en cada etapa
de crecimiento personal la posibilidad de
aceptarlo o de negarlo, de comprenderlo o
rechazarlo.
Pero el crecimiento y la maduración del
contenido de la fe, el dogma, no es tarea
individual, fruto de un pensador solitario, sino
que se deriva de una experiencia comunitaria
desplegada a lo largo de una historia de milenios.
Por ello, en el comienzo de esta segunda
explicación del origen del universo, el ser
121
humano no involucra sólo su raciocinio; necesita
aceptar personalmente que Dios le confiere un
sentido maravilloso a esa realidad que él, como
hombre, observa, sufre y modifica. Asume
también que ese sentido escapa a su voluntad y
que sobrepasa a la razón y al conocimiento
humanos. El hombre no es autor del proyecto de
la creación, pero puede escrutar sus huellas y
formular teorías, que siempre dependerán de la
revelación. Al cambiar su cultura con los tiempos,
ese sentido sobre su destino no se le manifiesta
de manera inmutable, de una vez y para siempre.
Su interpretación se desarrolla en la historia y
evoluciona según progresan los conocimientos
humanos. Su experiencia personal tiene sentido
como una prolongación de la experiencia que
tienen de Dios muchos otros hombres: un pueblo
entero, el “pueblo de Dios”. Comunidad de fe a
quien Dios elige no por mérito, sino
gratuitamente, por amor. La fe no es nuestra fe, es
la Fe de toda la Iglesia.
Detrás de cada interpretación científica sobre el
universo que los hombres construimos, cada vez
de manera más compleja y perfecta,
resplandecerá ese sentido que Dios le ha dado y

122
vendrá a iluminar el conocimiento que nos
forjamos con la razón. Recién comprendemos
completamente la naturaleza cuando además de
observarla con los ojos de la ciencia, vemos su
sentido con relación al plan de Dios. Entonces se
vuelve transparente e inteligible, inteligibilidad
que no es obra humana, nos viene de Dios, del
hecho de compartir con el resto de la creación el
carácter de criaturas.
Al conjunto de esa explicación en la historia la
llamamos Revelación, y es la base del contenido
de nuestra fe. Esa fe nos permitirá interpretar lo
que el universo significa para el hombre cuando
se le dota de sentido histórico, trascendente y
escatológico. La revelación es a la fe, lo que el
conocimiento es a la razón.
Ese conocimiento reconoce dos fuentes
concretas: la Tradición y las Sagradas Escrituras.
La Tradición oral, es anterior a las Sagradas
Escrituras. Las sagradas escrituras recogen la
revelación, en primer lugar, la que Dios otorga al
pueblo de Abraham y de Jacob por medio de sus
profetas, y luego, ya definitivamente, por medio
de su Palabra encarnada: el Logos, Jesucristro
nuestro Señor. A través de los discípulos que Él
123
eligió, llega al pueblo de Dios, y por su intermedio
debe llegar a todo el resto de la especie humana.
Para los católicos, la Tradición se expresa por el
Magisterio de la Iglesia, depositaria del contenido
de ese Logos y responsable de su adecuación a
cada momento histórico, de la adecuación a “los
signos de los tiempos”. Esas son las dos fuentes
inseparables que tiene la fe cristiana para
interpretar el origen del universo: la Sagrada
Escritura y el Magisterio de la Iglesia.
Las ideas del Génesis
Si queremos comenzar el análisis de las fuentes
que provienen de la Sagrada Escritura, debemos
recurrir a la tradición escrita en el Antiguo
Testamento que recibimos del pueblo de Israel.
Las referencias al origen del universo en la
Sagrada Escritura están al comienzo de su primer
libro, “El Génesis”. En su capítulo I, primer
versículo, la Biblia dice: “Bereshit bara Elohim…”,
es decir: “Al principio creó Dios el Cielo y la
Tierra…”.
Dios: el Ser necesario, el que es por Sí Mismo,
como le dirá luego a Moisés desde la zarza
ardiendo, creó cuanto conocemos. Nadie en la
124
Tierra podrá asignar a Dios un nombre humano,
lo mejor que podemos decir de Él, nos lo ha
revelado Él mismo: Soy el que soy. Nos ha creado
y nosotros no podemos salvar ese abismo, y es Él
quien toma la iniciativa.
É9l ha creado el “átomo primigenio”. Ha creado la
Tierra que estaba antes que nosotros, el Universo
que estaba antes que la Tierra, y Él es antes que el
Universo, el tiempo y el espacio. Esta idea de
Dios, trascendente a toda idea, materia o energía
que podamos pensar, está diseminada en toda la
concepción bíblica vetero-testamentaria. Dios
trasciende todo lo natural. Los textos de la
revelación se multiplican: El Génesis II, 5-25, Los
Salmos, 2 Macabeos VII, 28…
Esa concepción pasa completa al Nuevo
Testamento. “De muchas maneras habló Dios a los
hombres, hasta que envió a su propio Hijo”..., a su
Palabra [S. Pablo]. Dios envía su Palabra a la
Tierra. Pero su Palabra, ya existía desde antes de
la creación.
Nos dice San Juan Evangelista en el siglo II (DC):
En el Principio era el Verbo…(Jn 1,1). La palabra
de Dios, el Cristo, era anterior al universo y Cristo

125
es el prototipo del ser humano, el nuevo Adán.
Esta revelación alcanza una dimensión que
trasciende todo pensamiento: por una parte, Dios
toma forma humana y asume esta naturaleza,
pero por otra el hombre, encuentra su origen
como naturaleza, antes de la creación.
La posibilidad que tenemos de entender ese
sentido que para nosotros tiene el mundo
natural, nos viene de la Palabra de Dios, que ya
existía antes de la creación. Si hubo evolución,
Dios conocía su resultado antes de su comienzo.
Por lo tanto los hombres, nosotros mismos,
fuimos pensados por Dios antes de la existencia
del tiempo y estamos destinados aquí, en esta
Tierra, al encuentro con Él.
Naturalmente, la Revelación no dice por que
procedimiento fuimos creados, ni nos comunica
datos científicos, tenemos la libertad para
averiguarlo. La Revelación da sentido a nuestra
vida y nos indica cómo debemos vivirla, porque
simultáneamente, la libertad que Dios nos dio,
nos fuerza a elegir en cada momento: podemos
asumir nuestro destino y llenar nuestra vida de
sentido o rechazarlo y vaciarnos de Él.

126
Después la Tradición de la Iglesia, ya sin la
presencia viva de la Palabra Encarnada, pero
asistida por el Espíritu de Dios, recordará,
reforzará y purificará el concepto que se ha
forjado de la creación, a partir de la propia
enseñanza de Cristo. Por ejemplo, leemos en S.
Justino (100-160 dc): ...“Es la doctrina que nos
enseña a dar culto al Dios de los cristianos, al que
tenemos por Dios único, el que desde el principio es
hacedor y artífice de toda la creación visible e
invisible”.
Fórmula que al final, ya destilada, se incorporará
en el Credo o Símbolo Apostólico (s. III): “Creo en
Dios Padre…creador del cielo y de la tierra”…, y
sería perfeccionada en los concilios posteriores
de Nicea (a.325) y de Constantinopla (a. 381),
donde aparece en el llamado Símbolo “Niceno-
Constantinopolitano” con la fórmula: “Creador del
cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo
invisible…”.
En 1215, en el IV Concilio de Letrán, se establece
el decreto “Firmiter” que contiene importantes
principios como: la unidad del principio creador
(Dios es Uno e indivisible, no tiene partes) la
distinción entre Dios y el mundo, la creación del
127
universo de la nada (ex nihilo), la naturaleza
temporal de la creación (Dios crea también el
tiempo) y la extensión de la creación a todos los
seres vivos, a la naturaleza entera.
Santo Tomás de Aquino (1212-1274), en la
Summa Theol. q. 46, a. 2 comenta que el
comienzo temporal del mundo es un dato de fe. Y
que la creación de la nada, ex-nihilo, se puede
probar con la razón.
Durante siglos, el tema es aceptado así entre los
cristianos y deja de ocupar un lugar central en las
discusiones doctrinarias. No es central, a pesar de
la discusión referente al sistema heliocéntrico en
el siglo XVII, ya que considerado bajo la
perspectiva de la fe, no afecta demasiado a lo que
nos ocupa. En realidad, no se discutió allí sobre el
origen del universo y la creación.
Más recientemente, durante el Concilio Vaticano I
se vuelve a tratar el tema en profundidad, y se
establece entre otras cosas que: … “el universo es
la obra excelente de un Dios bueno y sabio, que
hizo todas las cosas con voluntad absolutamente
libre”. Es decir, Dios no ha tenido necesidad de

128
crearlo, la creación es una expresión libre del
Amor Divino.
Había surgido una nueva visión científica que
ponía en discusión la perspectiva religiosa sobre
la creación del hombre, esta vez desde el
naturalismo, contraponiéndola con la posibilidad
de una continuidad evolutiva a partir de especies
más simples, sometidas a procesos de selección
natural (Darwinismo).
Rápidamente esta nueva propuesta científica fue
considerada una demostración de que la
consideración de la existencia de un creador, era
totalmente superflua. Frente a la pretensión de
anular la visión religiosa de la creación del
hombre y del universo, la Iglesia se reafirma
sobre los contenidos de la Revelación.
Es prudente destacar, que si bien desde sectores
del evolucionismo se consideran ideas sobre el
origen del hombre, en realidad no se habla del
origen del universo. Y aún más, mucho más que
del origen de la vida en el planeta, se trata de una
teoría sobre la transformación de formas
elementales de vida en formas más complejas.
Pero este tema merece una consideración

129
particular, mucho más extensa y detallada, por lo
cual se remite a la bibliografía pertinente (que
puede encontrarse en la página web citada).
Definiciones más recientes
El Concilio Vaticano I define que: “Dios sostiene y
gobierna todo lo creado mediante su Providencia”.
La aclaración resultó necesaria frente a la
reducción mecanicista que se desplegó desde las
ciencias físicas durante el siglo XIX, a partir del
desarrollo de la “Mecánica Racional” (de Laplace
a Mach) y de la Termodinámica. Según estas
concepciones reduccionistas, se podría llegar a
admitir, válidamente para la razón científica, la
existencia de un dios creador, que pone en
marcha su creación del universo y luego la
abandona a su suerte. O bien la de un panteísmo
natural, un dios “relojero” universal que controla
y participa en todos los movimientos del
universo, es decir, lo que llamamos naturaleza.
Un judío, un cristiano o un musulmán
responderían que imposible elevar una oración a
un dios así. La idea que nos forjamos de Dios los
que creemos en Él, es mucho más trascendente
que ésta y a la vez, sorprendentemente, más

130
cercana. Con la formula citada, el Magisterio
aclara la concepción cristiana de un Dios personal
y providente.
El Vaticano I es prolífico respecto del tema, en la “
Constitución Dogmática sobre la Fe Católica”
aclara que … “este único, verdadero Dios, por
virtud de su bondad y omnipotencia, no por
aumentar su gloria o por adquirirla”…. “hizo el
mundo para comunicar su bondad y sus
perfecciones”. Dedica un capítulo para especificar
las relaciones entre fe y razón declarando
que …”hay un doble orden de conocimientos,
distinto no solamente por su principio, sino
también por su objeto” …[35]. No hace sino
confirmar lo que ya exponía Santo Tomás 600
años antes.
Pero el gran documento del siglo XX es el Concilio
Vaticano II. La cantidad de temas discutidos fue
tan amplia y tan completa que no podían faltar las
referencias a la creación del universo. La doctrina
secular de la Iglesia hasta aquí expuesta aparece
reflejada en numerosos trabajos discutidos por
los padres conciliares que luego fueron
publicados en distintos documentos particulares.

131
Son un ejemplo las constituciones conciliares
tituladas “Lumen gentium”, “Dei Verbum” y
“Gaudium et spes”. En ellas se remarcan: el
misterio de la creación, la visión cristocéntrica de
la misma, la colaboración del hombre, criatura
singular de Dios, que actúa como continuador de
la obra creada, o la relación existente entre la
creación y el fin de los tiempos.
Los temas tratados en los documentos
conciliares, por iniciativa del mismo papa que
convocó el concilio, Juan XXIII, se discutieron en
años posteriores para elaborar con ellos un
catecismo que los pusiera al alcance de todos los
fieles. De esta forma se incorporaron al
pensamiento católico general y al Catecismo de la
Iglesia Católica. El Catecismo, es un documento
cuya redacción fue inicialmente recomendada
durante el concilio, concretada durante el Sínodo
de Obispos de 1985 y que conoció la luz bajo el
Pontificado de Juan Pablo II, 30 años después de
haber sido inaugurado el concilio.
En su primera parte, el Catecismo analiza la
Profesión de Fe o “Credo”. Desde su primer
capítulo proclama que el hombre es “capaz” de
Dios y en el segundo, que es Dios quien viene al
132
encuentro del hombre. Entre los puntos 279 y
301 analiza los orígenes del universo y destaca la
importancia de una buena catequesis sobre estos
temas.
La sucesión de los pontífices desde el concilio:
Juan XXIII, Pablo VI o Juan Pablo II, en varios
discursos a la Pontificia Academia de las Ciencias,
precisaron los detalles de la doctrina de la Iglesia
como lo habían hecho todos los papas anteriores.
También el papa Juan Pablo II, pidió perdón por
los errores que pudieran haberse cometido en el
denominado “caso Galileo”, como un acto de
buena voluntad dirigido al mundo de la ciencia,
para reafirmar la importancia que la Iglesia
siempre le dado a esta actividad de la razón
humana.
En 1998 Juan Pablo II publicó la encíclica Fides et
ratio (Fe y razón), donde se plantea para esta
relación el doble objetivo del diálogo y la
autonomía que destacamos al comienzo de este
artículo, que aclarara Santo Tomás y que reafirma
lo establecido en el Concilio Vaticano I.
Las siguientes palabras del Beato Juan Pablo II
destacan estos objetivos: “Al expresar mi
133
admiración y mi aliento hacia estos pioneros de la
investigación científica, a los cuales la humanidad
debe tanto de su desarrollo actual, siento el deber
de exhortarlos a continuar en sus esfuerzos
permaneciendo siempre en el horizonte
sapiencial en el cuál los logros científicos y
tecnológicos están acompañados por los valores
filosóficos y éticos, que son una manifestación
característica e imprescindible de la persona
humana. El científico es muy consciente de que la
búsqueda de la verdad… no termina nunca,
remite a algo que está por encima del objeto
inmediato de los estudios a los interrogantes que
abren el acceso al Misterio”.
Desde el mundo católico, siempre ha existido una
apertura a la ciencia, estableciendo los puentes
necesarios para una comunicación serena y
profunda de la verdad que cita su santidad Juan
Pablo II en el apartado anterior. A pesar de
algunos desencuentros, como el que se suscitó en
torno al caso Galileo, la actitud normal entre los
católicos fue intentar comprender la ciencia en
sus detalles más profundos para encontrarse con
el Misterio. En remontar la realidad física hasta la
trascendente.

134
La relación entre la Religión y la Ciencia es muy
importante para nosotros, los católicos y los
religiosos en general. Algunos de los avances más
significativos en la comprensión del universo
como el heliocentrismo o la teoría del Big Bang,
se deben a personas de conocida religiosidad. El
mismo Galileo, a pesar de lo que se diga en
algunos ambientes o en los medios de
comunicación, era un católico práctico. Son
muchos también los encuentros y diálogos entre
grandes científicos con diferentes convicciones
religiosas o bien ateos y científicos católicos. Lo
normal ha sido siempre el encuentro personal,
más allá de sus convicciones religiosas, y debería
bastar para demostrarlo con observar una foto de
Albert Einstein y Robert Millikan flanqueando al
creador del modelo del Big- Bang, George
Lemaître, en 1933.
Pocos años antes de esa fotografía se había
establecido la ley de Hubble, Lemaître era un
convencido del modelo dinámico, había
introducido la hipótesis del átomo primordial en
1931, y Einstein no compartía esa visión
científica. Sin embargo allí están juntos. Einstein,
que muchas veces alabó el talento matemático del

135
sacerdote y éste, que utilizó las ecuaciones de
Einstein para desarrollar su modelo dinámico. Un
modelo que incluye el origen del tiempo junto al
universo, coincidiendo con la definición de Santo
Tomás de Aquino, 700 años antes.
Estas relaciones entre ciencia y fe, dentro del
catolicismo, van mucho más allá: el propio
Vaticano tiene una Academia Pontificia de las
Ciencias donde muchos de los más importantes
científicos son invitados a exponer sus teorías. El
mismo papa Pío XII fue uno de los más
entusiastas seguidores del modelo del Big-Bang,
desde antes de su aceptación generalizada por la
comunidad científica. Nada más ajeno ni más
injusto entonces, que esa acusación de
oscurantismo que le llueve a la Iglesia desde
determinados ambientes del ateísmo.
El fin del Universo
Hemos llegado al final y nos preguntamos: ¿Cuál
es el fin del Universo? Podríamos hablar de
algunas recientes opiniones científicas en las que
se extrapola la “muerte térmica” para un universo
en expansión, hacer consideraciones sobre
posibles alternativas, analizar la posibilidad de

136
existencia de universos simultáneos, cada uno
con sus constantes fundamentales y su Big-Bang,
temas sobre los que también especula la teoría.
No obstante, a mi entender, el mensaje final que
procuran dejarnos estas reflexiones es que el fin
del Universo, ocurra lo que ocurra físicamente,
será la apertura completa a la trascendencia. No
se trata de un fin, sino de una finalidad.
Para un hombre de fe, el fin trascenderá todo lo
material. No importa el cómo. Desde la ciencia,
aunque se especule con hermosas construcciones
matemáticas, tampoco se sabe cómo será y
mucho menos por qué. Sin embargo, desde la
escatología cristiana, sí sabemos que el fin del
universo será la realización plena de ese sentido
que hoy adivinamos, en el que creemos y que nos
permite obrar en consecuencia, para bien de
todos nuestros hermanos, los hombres.
Según nuestra concepción, en el final de los
tiempos terminará nuestro conocimiento parcial
y veremos a Dios tal cual es (1Co 13,12). Dios
entonces habrá conducido su creación hasta el
reposo definitivo y la gloria para la cual ha creado
el Universo, con nuestro Cielo, con la Tierra y con

137
todos nosotros en la cumbre de la creación,
permitiéndonos comprenderla y colaborar con
ella (Catecismo, 314).
En la ciencia, para explicar la evolución del
universo, es necesario unir nuestros
conocimientos sobre lo más pequeño, las
partículas elementales y sobre lo más grande, los
cuerpos de la astrofísica: planetas, estrellas y
galaxias. Para explicar el sentido de la evolución
de la vida inteligente sobre la Tierra, vemos aquí,
que también necesitamos unir lo más grande y lo
más pequeño: Dios y el hombre. El hombre carece
de sentido sin Dios, queda reducido a una
fluctuación sin razón en el universo.
Ocupamos un lugar privilegiado en el Universo: el
planeta Tierra. Muchos analizan desde la ciencia
misma la causa y justificación de ese privilegio,
tratando de calcular la probabilidad de aparición
de vida inteligente en otros rincones del universo.
Esa probabilidad, al parecer, es bastante baja. La
tierra es un planeta habitable, al borde de un
brazo de una galaxia, parte de un universo con
sus constantes cosmológicas finamente ajustadas
para la vida. Y es a la vez, un atalaya que permite
observar su sistema planetario, la forma de su
138
galaxia y hasta “los bordes” del universo. Es decir,
con las bases para formar en su inteligencia, una
cosmovisión científica. Una visión bastante
ajustada de la totalidad.
Pero desde la perspectiva que estamos
analizando aquí, la razón de ese privilegio
trasciende lo físico y lo natural, porque este lugar
donde vivimos, es el lugar del encuentro del
hombre con su Creador. Aquí el Verbo se hizo
Carne y habitó entre nosotros. Él establece
nuestra dignidad como criaturas. Porque al
principio, antes de la Creación, el Verbo ya era.
Esa es nuestra fe.

139
6. Creacionismo, evolucionismo y diseño
inteligente
(Texto extraído íntegramente, con ligeros
retoques, de: Santiago Collado, Teoría del Diseño
Inteligente (Intelligent Design), en Fernández
Labastida, F. – Mercado, J. A. (editores),
Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL:
http://www.philosophica.info/voces/diseno_inte
ligente/Diseno_inteligente.html)
6.1. Antecedentes e historia
La compresión del Diseño Inteligente (Intelligent
Design, ID) exige situarse en el contexto en el que
aparece. Dicho contexto es de pugna entre dos
visiones de la ciencia que se presentan como
excluyentes. De una parte estaría una ciencia a la
que sus oponentes llaman naturalista. El motivo
de la oposición a este tipo de ciencia está en que
ven su naturalismo como equivalente a
materialismo. Los que denuncian la existencia del
naturalismo científico sostienen que quienes
hacen este tipo de ciencia no sustentan su
actividad sobre principios que son estrictamente
científicos, sino que se orientan por principios de
carácter filosófico, ideológico o antirreligioso. La
alternativa propuesta sería una ciencia

140
respaldada solamente por “evidencias empíricas”,
lo cual implicaría liberarla de la carga ideológica
que imponen los primeros y abrirla a la
posibilidad de admitir fenómenos que no se
pueden explicar desde las simples leyes naturales
pero de los que sí tenemos evidencias. Esta
última perspectiva es la que dicen defender los
principales promotores del “Intelligent Design”
[Dembski 2001: 25-41].
Sin embargo, los científicos, cuando realizan su
trabajo, no se debaten normalmente en esta
alternativa. Lo que ordinariamente hacen es
aplicar los métodos y técnicas propias de su
disciplina para llegar a unos resultados más o
menos buscados. Por otra parte, es cierto que hay
un grupo de científicos que, al divulgar su ciencia,
defienden unas posiciones netamente
materialistas y claramente beligerantes frente a
la religión. Artigas y Giberson ilustran
suficientemente la existencia de este grupo de
científicos [Artigas 2007: 25-41]. Un científico
que constituye un ejemplo paradigmático de esta
actitud es el inglés Richard Dawkins. El
nacimiento del ID y el trabajo de científicos
divulgadores como Dawkins han avivado en los

141
últimos años un debate que es muy antiguo,
incluso anterior a la publicación del “Origen de
las especies”. Lo que consiguió ese libro de
Darwin fue animar y desplazar el debate sobre el
materialismo en la ciencia al ámbito específico de
la biología. Desde entonces, con distintos
altibajos, el enfrentamiento se ha mantenido vivo
y, en este momento en Estados Unidos, con un
marcado protagonismo del ID.
Cuando nos referimos al Intelligent
Design conviene distinguir entre el ID como
movimiento y, por otra parte, la aportación
intelectual y supuestamente científica que sus
integrantes defienden. El movimiento tiene una
historia, unos antecedentes y unos objetivos que
son identificables. También son susceptibles de
análisis científico y filosófico sus ideas. En lo que
sigue, se tratará de delinear los diversos aspectos
que configuran la compleja realidad del Diseño
Inteligente.
Creacionismo versus Darwinismo
El marco que sirve para encuadrar
históricamente el Intelligent Design es el que
ofrece la pugna que han mantenido el

142
Darwinismo y el Creacionismo desde la misma
aparición de la teoría de Darwin. El Origen de las
Especies mediante la selección natural de Charles
Darwin contribuyó a poner en tela de juicio dos
pilares que los sectores más conservadores de la
sociedad norteamericana tenían como
inamovibles: por una parte la autoridad bíblica, y
por otra, un modo de concebir la creación del
mundo y la aparición de las diversas especies
estrechamente vinculado a la literalidad de la
narración del Génesis. El enfrentamiento entre la
cosmovisión fundada sobre los pilares aludidos, y
la que se iba abriendo paso a través de la naciente
ciencia biológica, tuvo en Estados Unidos su
propio itinerario. La grieta cultural abierta en la
sociedad por dicho enfrentamiento permanece
abierta y sigue dividendo hoy a la sociedad
norteamericana [Giberson 2002: 1-12].
A lo largo del siglo XX aparecieron diversos
grupos y movimientos que trataron de salvar lo
que el Darwinismo parecía estar demoliendo.
Entre 1910 y 1915 el empresario californiano
Lyman Stewart financió una obra escrita con la
que quería hacer frente a la nueva amenaza. Los
doce volúmenes que la formaban llevaron el

143
título “The Fundamentals”. Ninguno de sus
autores vio entonces la necesidad de emprender
una lucha abierta para erradicar la enseñanza de
la evolución de los centros docentes.
El momento clave en el que midieron sus fuerzas
los recién nacidos “fundamentalistas” y los
defensores del Darwinismo fue un juicio
celebrado contra el profesor John Scopes,
ampliamente conocido como el Juicio del
mono (Scopes Monkey Trial). Se acusaba a Scopes
de enseñar la Teoría de la Evolución contra una
ley del estado de Tennesse. El resultado fue una
victoria legal del Fundamentalismo y una victoria
real del Darwinismo: el profesor fue condenado a
una multa simbólica y la ley se mantuvo sin
posibilidad de ser recurrida a un tribunal federal.
En los años siguientes la biología experimentó
notables avances. Destacan, entre otros, los
trabajos del genetista de origen ruso Theodosius
Dobzhansky, que en los años 30 publicó su libro
más importante: Genetics and the Origin of
Species. Este biólogo contribuyó de una manera
decisiva a poner las bases para la unión de la
genética y la biología tradicional. La orientación
de sus trabajos se continuó en los años sucesivos
144
y dio lugar a una síntesis entre genética y biología
que ahora se conoce como la Teoría
Sintética o neo-Darwinismo.
Un momento de gran importancia para la
consolidación del neo-Darwinismo como teoría
dominante en el ámbito científico fue el
descubrimiento de la estructura del ADN, en
1953, por Crick y Watson. En ese momento se
puede decir que la totalidad de la comunidad
científica respaldaba ya la teoría sintética. La
evolución darwiniana (el Neodarwinismo) se
impuso sólidamente durante la segunda mitad
del siglo XX. En la medida en que el Darwinismo
era aceptado, y rechazadas las tesis de los
Fundamentalistas, también iba creciendo el
malestar, incluso entre algunos científicos, que
veían cómo se imponía, junto con el Darwinismo,
una visión de la naturaleza predominantemente
materialista y amparada por esa misma ciencia.
En los años 70 y 80 ven la luz asociaciones y
publicaciones que se hacen eco de este malestar
pero, a diferencia de lo que ocurre con las
típicamente creacionistas, el enfoque adoptado
por un buen número de ellas pretende ser
realmente científico y no dependiente de la
145
Biblia. Estas publicaciones y grupos trataban de
poner de manifiesto, desde la misma ciencia, las
lagunas e insuficiencias que esconden algunos
argumentos defendidos por no pocos
evolucionistas [Giberson 2002: 198 y ss.]. Dos de
los libros que contribuyeron con más eficacia a
suscitar recelos científicamente fundados frente
al Darwinismo fueron: El misterio del origen de la
vida escrito por Thaxton (químico), Bradley
(ingeniero) y Olson (geoquímico) [Thaxton
1984], y Evolución: una teoría en crisis, escrito
muy poco después del anterior por Michael
Denton, agnóstico y especialista en genética
molecular [Denton 1986].
Uno de los grupos formado entonces y que
compartía el interés por el estudio de las ideas
contenidas en los libros mencionados, es el que,
durante los últimos años de la década de los 80 y
principios de los años 90, da lugar al Intelligent
Design. Como es patente, el ambiente en el que
nace es de enfrentamiento entre posiciones
teístas y ateas de carácter materialista. Pero
también en un clima en el que empiezan a
esgrimirse argumentos científicos contra el

146
paradigma dominante en biología: el
Neodarwinismo.
Nacimiento y desarrollo del Diseño
Inteligente
Desde el nacimiento del ID podríamos decir, de
modo muy esquemático, que la todavía breve
pero densa historia del ID recorre tres fases. Cada
una de ellas la podemos asociar a un personaje
que asume en ese momento el protagonismo
dentro del movimiento.
La primera es la de formación del movimiento:
Phillip E. Johnson es su protagonista. Johnson,
abogado de prestigio en la década de los 80, ve en
las explicaciones darwinistas que se hacen en las
publicaciones de entonces –“El relojero ciego” de
Dawkins, especialmente–, argumentos más
propios de estrategias jurídicas que del ámbito
científico. Johnson decide escribir un libro en el
que se propone hacer justicia a los argumentos
darwinistas: su título es “Juicio a Darwin”
(Darwin on Trial). El libro se publica en 1991 y
alcanza un gran éxito editorial. Durante esta
primera y breve fase de formación, que se inicia
el año en que Johnson conoce en Londres al resto

147
de los principales miembros del grupo –1990–, se
formulan los objetivos y las estrategias
principales del Intelligent Design y se organiza
formalmente el movimiento. Los componentes
asumen el papel de ser la “cuña” que debería
romper la hegemonía de la cultura materialista
en la ciencia contemporánea.
El inicio del segundo periodo puede situarse en el
año 1996, el momento de la publicación del
libro Darwin’s Black Box [Behe 1996], escrito por
el profesor de bioquímica en la Universidad de
Lehigh, Michael Behe. El éxito del libro impulsó la
difusión del movimiento y sus ideas en amplios
sectores de la sociedad norteamericana. La
supuesta cientificidad de los argumentos
esgrimidos por Behe y el modo cuidado y
persuasivo de presentarlos en su libro es, sin
duda, clave del éxito y de la amplia difusión que el
movimiento experimenta a partir de ese año.
Podría decirse que la tercera fase del historia del
ID comienza con el final de siglo, y caracterizarse
como “la búsqueda de la identidad científica
del Intelligent Design”. En este intento está
desarrollando también un papel muy activo,
desde el punto de vista de la epistemología,
148
Stephen C. Meyer. En sus escritos ha intentado
determinar el estatuto científico del ID y ponerlo
en relación con el del Evolucionismo [Behe 1999:
151-211]. En esta fase del movimiento, los
primeros años del siglo XXI, en los Estados
Unidos se ha producido una verdadera explosión
de publicaciones a favor y en contra del ID.
También esta etapa tiene un nombre: William
Dembski. La intensa actividad desarrollada por el
omnipresente Dembski le ha permitido salir al
paso de prácticamente todas las objeciones que
en estos años se han puesto al Intelligent Design.
Esta fase ha visto resurgir la guerra legal por la
enseñanza de la evolución y sus supuestas
alternativas: ahora la principal alternativa la
constituye el ID. Sin embargo, hasta el momento
esta batalla ha dado como resultado la derrota
del Intelligent Designen el juicio sobre la
legitimidad de la enseñanza del ID en distrito
escolar de Dover (Pennsylvania) en diciembre de
2005. También es justo decir que la incidencia en
el mundo científico de las ideas propugnadas por
los defensores del movimiento está quedando
muy por debajo de las expectativas que habían
creado sus promotores en los años precedentes.
En un libro del 2004 Dembski afirmaba: «Día a
149
día se fortalece mi convicción de que el diseño
inteligente está llamado a revolucionar la ciencia
y nuestra concepción del mundo» [Dembski
2006: 15]. El horizonte de Dembski es realmente
ambicioso. Pero los resultados obtenidos hasta el
momento no parecen acompañar la convicción
del principal defensor del movimiento en la
actualidad.
El juicio de Dover ha supuesto un duro revés para
los objetivos del ID como movimiento. En
cualquier caso, sus principales miembros parece
que mantienen intacta su agenda y continúan en
la guerra por alcanzar sus metas. Podríamos decir
que sus previsiones incluyen tres importantes
pasos:
1. Mostrar la insuficiencia del Darwinismo como
teoría científica. 2. Afirmación del ID como única
alternativa posible. 3. Encontrar el modo de
confirmar científicamente el punto 2.
Alcanzar la aceptación del ID como alternativa
científica al Darwinismo es, obviamente, el gran
reto que tienen planteado. Dembski detalla todo
un plan para conseguirlo [Dembski 2006: 364 y
ss.]: establecer un catálogo de hechos

150
fundamentales que confirmaran las tesis del ID,
conseguir una red de investigadores y medios
para sacar adelante proyectos específicos,
disponer de medidas objetivas de progreso del ID
como programa de investigación científica,
elaboración de un currículum académico del
Diseño para poder ofrecer cursos consistentes
con las ideas del ID. Conseguir esto último sería
para Dembski restaurar un mercado libre en el
mundo de las ideas científicas. Considera que
actualmente el Darwinismo constituye un
monopolio que asfixia la deseada libertad en la
ciencia.
Dembski es consciente de que el objetivo de
fondo del movimiento, un cambio de paradigma
científico, está lejos de ser alcanzado pero, por
otra parte, parece realmente sincero su
convencimiento de que esta meta se alcanzará si
se sigue el camino que él mismo ha delineado. La
pretensión de provocar un cambio de paradigma
científico –en el sentido que Kuhn diera a esta
palabra–, debería estar sustentada sobre sólidos
pilares: “La presente obra puede ser considerada
por tanto como un manual capaz de reemplazar
un paradigma científico anticuado (el

151
Darwinismo) por otro nuevo paradigma (el
Diseño Inteligente) perfectamente preparado
para poder respirar, crecer y prosperar”
[Dembski 2006: 17-18]. En lo que sigue vamos a
exponer, también de manera breve, las ideas
fundamentales que constituyen, según sus
promotores, la base sobre la cual construir el
edificio de un nuevo paradigma científico.
6.2. Ideas centrales del Diseño Inteligente
Las dos ideas centrales sobre las que se apoya la
pretensión del ID de convertirse en un nuevo
paradigma científico son: la noción de
complejidad irreductible, expuesta por Behe con
amplitud en La caja negra de Darwin, y la de
complejidad especificada, expuesta por Dembski
en multitud de escritos. El primero y más
importante, que recoge el trabajo desarrollado en
su tesis doctoral, y donde se contienen las ideas
fundamentales que sustentan estas nociones es:
The Design Inference [Dembski 1998]. A
continuación se expondrán de una manera
descriptiva y breve dichas ideas.
Complejidad irreductible de Michael Behe

152
«La teoría de la evolución se ocupa de tres
materias diferentes. La primera es el hecho de la
evolución; esto es, que las especies vivientes
cambian a través del tiempo y están
emparentadas entre sí debido a que descienden
de antepasados comunes. La segunda materia es
la historia de la evolución; esto es, las relaciones
particulares de parentesco entre unos
organismos y otros (por ejemplo, entre el
chimpancé, el hombre y el orangután) y cuándo
se separaron unos de otros los linajes que llevan
a las especies vivientes. La tercera materia se
refiere a las causas de la evolución de los
organismos» [Ayala 1994: 17].
Hoy en día el Darwinismo, con todos sus perfiles
actuales, es la teoría que domina en el ámbito
científico y que el mundo académico ha adoptado
como explicación más ajustada a los datos
disponibles. Darwin es considerado por la
práctica totalidad de la comunidad científica
como el padre de la evolución en general. La
mayoría de las teorías evolucionistas, al menos es
así para los defensores del ID, de una manera u
otra, tienen en común y remiten a las ideas
básicas de Darwin. Hablar de evolución, aunque

153
no sea exactamente así, se puede decir que es
hablar de Darwinismo. Los ataques que se lanzan
contra la evolución, en la mayor parte de las
ocasiones, son ataques lanzados contra la forma
de ver la evolución inaugurada por Darwin.
En el mundo natural, el que nos presenta nuestro
conocimiento ordinario de la naturaleza,
encontramos una extraordinaria complejidad.
Dicha complejidad convierte en un desafío la
explicación causal del “hecho” de la evolución en
toda su amplitud desde la perspectiva
meramente darwinista, entendiendo por tal, la
teoría que explica como únicas causas de la
evolución las modificaciones al azar –sin ningún
propósito especial– y la selección natural. Pero
desde nuestro conocimiento ordinario de la
naturaleza, también es cierto que es difícil negar
que los complicados sistemas biológicos puedan
haber llegado a su estado actual como fruto de los
mecanismos darwinianos ayudados por el
transcurso de grandes cantidades de tiempo. En
la actualidad la ciencia nos permite afirmar, con
suficientes garantías, que estos mecanismos
tienen valor explicativo –han servido incluso para
hacer predicciones– en la llamada

154
microevolución. No parece que haya, sin
embargo, tanto acuerdo ni evidencia empírica
suficiente para afirmar lo mismo con la
macroevolución. Este es uno de los hechos más
explotados por los antievolucionistas.
Michael Behe sostiene que si no se conoce la
constitución de los seres vivos en sus partes más
elementales no estamos en condiciones de poder
afirmar o negar en ellos la evolución darwiniana.
La biología ha trabajado hasta prácticamente
nuestros días, según Behe, con “cajas negras” de
las que se sabe lo que hacen, pero no cómo lo
hacen, cómo se han formado y cómo están
constituidas o estructuradas internamente. Esta
es la situación en la que trabajaron y sacaron sus
conclusiones Darwin, y también sus opositores.
Según Behe, la Bioquímica está permitiendo
desvelar el contenido de dichas cajas y, por tanto,
ha puesto a la ciencia en condiciones de dar
respuestas a los problemas que hace pocos años
estaban fuera de nuestro alcance. Por tanto, para
Behe, es la bioquímica, la disciplina que él cultiva,
la que nos pone en condiciones de abordar el
enigma de la evolución.

155
Hay dos momentos inseparables en la tesis que
extrae Behe de su investigación a nivel
bioquímico. En primer lugar parece descubrir que
el Darwinismo es incapaz de explicar un cierto
tipo de complejidad que podemos apreciar en los
seres vivos. En segundo lugar afirma de manera
neta que sólo el diseño ofrece una explicación
satisfactoria para dicha complejidad. Aun más,
según Behe podemos llegar a afirmar
científicamente la existencia de diseño en algunos
sistemas biológicos que encontramos en la
naturaleza formando parte de los seres vivos. La
cuestión ahora es ¿qué tipo de complejidad es la
que nos permite afirmar el diseño y a qué tipo de
diseño se refiere Behe?
La clave con la que da unidad a los dos momentos
señalados y la que supuestamente le va a permitir
la demostración científica de diseño es la noción
de Complejidad irreductible (CI). Behe la
caracteriza en su primer libro de la siguiente
manera: «Con la expresión sistema
irreductiblemente complejo me refiero a un solo
sistema compuesto por varias piezas armónicas e
interactuantes que contribuyen a la función
básica, en el cual la eliminación de cualquiera de

156
estas piezas impide al sistema funcionar» [Behe
1996: 60]. En publicaciones posteriores se han
hecho algunos refinamientos de esta definición.
Dembski, por ejemplo, discute esta
caracterización y propone algunos ajustes que
buscan hacer posible la determinación de la
complejidad irreductible sin ambigüedades
[Dembski 2002: 279-289]. Para los objetivos de
este trabajo es suficiente tener presente la
definición original.
El ejemplo preferido por Behe cuando explica
esta noción es el de la trampa de ratón. En ella
encontramos un conjunto de piezas que
interactúan de acuerdo con un diseño bien
específico para alcanzar un fin que es también
muy preciso. Nadie que vea cómo funciona la
trampa de ratón pone en duda que aquel
instrumento ha sido pensado y construido para
cazar ratones. Queda fuera de toda duda, como
ocurre con cualquier otro artefacto, que la
disposición en el sistema de las piezas que lo
componen no ha sido fruto del azar. Se descarta
también, por su probabilidad prácticamente nula,
que el sistema se haya formado gradualmente y
como consecuencia de una serie de pasos

157
intermedios que han ido mejorando el sistema
por un mecanismo de tipo darwiniano: o están
todas y cada una de las piezas dispuestas en el
orden previsto o el sistema no funciona. No hay
mejora gradual posible respecto a un supuesto
antecesor porque, sencillamente, la trampa no
cazaría ratones de ninguna manera.
La trampa de ratón constituye para Behe un
ejemplo diáfano de complejidad irreductible. Lo
que resulta más importante destacar en esta
caracterización, y en el ejemplo que la acompaña,
es que la determinación de irreductibilidad
deriva de que se asume que cada una de las
piezas del sistema tiene un carácter elemental, es
decir, no está compuesta a su vez por otros
elementos, o si lo estuviera, deberíamos poder a
su vez determinar su complejidad irreductible de
esa pieza componente. Es decir, cabría admitir
una jerarquía de niveles de sistemas y
subsistemas, pero la clave de la aplicabilidad de la
caracterización radica en tener la capacidad de
poder llegar en el análisis a las “piezas
elementales” o átomos del sistema.
La pregunta que se hace el autor de La caja
negra es, precisamente, si existe algún sistema
158
biológico del que se pueda afirmar con certeza
científica que posee complejidad irreductible, es
decir, que no se ha podido alcanzar de una
manera gradual: cambios pequeños que
supongan ventajas competitivas y selección
natural. Es una pregunta que de tener respuesta
afirmativa iría directamente contra el núcleo de
la teoría darwiniana. La posibilidad de responder
a esta cuestión depende de si podemos aplicar la
caracterización de complejidad irreductible, y
esto será posible si somos capaces de «enumerar
todas las partes del sistema y conocer una
función» [Behe 1996: 70]. Conviene insistir en la
importancia que tiene la condición de que las
partes enumeradas sean “elementales”, de la
misma manera que las piezas de la trampa del
ratón lo son para el conjunto de la trampa.
Uno de los sistemas en los cuales, según Behe, es
posible determinar la existencia de complejidad
irreductible es el flagelo bacteriano. En la
bacteria que lo posee, el flagelo funciona de una
manera parecida a un pequeño motor
incorporado en su organismo que le permite
propulsarse en diversas direcciones. Su
estructura, que contiene unas treinta proteínas

159
distintas, recuerda la de un auténtico motor de
los que poseen las embarcaciones. Si una sola de
esas proteínas es desactivada por una mutación
genética el motor ya no servirá para impulsar a la
bacteria.
El grado de análisis al que podemos llegar en
ejemplos como el anterior, llevan a Behe a pensar
que la bioquímica moderna nos está permitiendo
llegar hasta los “ladrillos” con los que están
formados todos los seres vivos. La ciencia nos
permite, por tanto, llegar a descubrir qué hay en
el interior de la “caja negra”, poder desvelar los
“mecanismos” mediante los cuales dichas
“piezas” se relacionan entre sí. Con palabras del
mismo Behe: «Por extraño que parezca, la
bioquímica moderna ha demostrado que la célula
es operada por máquinas: literalmente, máquinas
moleculares. Como sus equivalentes artificiales
(ratoneras, bicicletas y naves espaciales), las
máquinas moleculares van desde lo simple hasta
lo sumamente complejo: máquinas mecánicas
que generan energía, como en los músculos;
máquinas electrónicas, como en los nervios; y
máquinas de energía solar, como en la
fotosíntesis. Desde luego, las máquinas

160
moleculares están hechas de proteínas, no de
metal y plástico» [Behe 1996: 75]. Behe asume
que las piezas de las máquinas moleculares son
sólo piezas, y su comportamiento está
perfectamente determinado. El tornillo es sólo
tornillo y se comporta como tornillo que es: une
de la manera prevista las piezas que le
corresponden dentro del sistema. Según Behe, y
este parece que es el punto clave de su propuesta,
la bioquímica nos permite hoy en día equiparar
un sistema biológico y una complicada
maquinaria humana de la que conocemos sus
entresijos. En su propuesta, lo que hemos llegado
a conocer son los tornillos que componen la
compleja “mecánica” molecular.
En un nuevo libro escrito unos diez años después
de “La caja negra”, Behe mantiene la validez de su
noción de complejidad irreductible y aprovecha
el avance experimentado por la bioquímica y la
genética en los años que lo separan del primero
para reafirmar las tesis principales de su primer
libro. En el último, a través de la exposición de
distintos sistemas biológicos, trata de establecer
los criterios que permiten determinar cuándo los
sistemas biológicos pueden tener una explicación

161
darwinista y cuándo hay que admitir que dichos
sistemas son producto de diseño inteligente. Esto
último para Behe equivale a determinar cuándo
el Darwinismo llega al límite de su poder
explicativo [Behe 2007].
Inferencia de diseño de William Dembski
Dembski afirma que la noción de complejidad
irreductible es un caso particular de una noción
más general que él llama complejidad
especificada [Dembski 2002: 251-252]. Sobre el
tipo de información que contiene un sistema que
ostenta dicha complejidad descansa la inferencia
de diseño que propone Dembski. Para él toda la
causalidad que encontramos en cualquier
sistema, natural o no, podemos clasificarla en tres
categorías: necesidad, contingencia, y diseño.
Dicho esquema podría contrastarse y ofrece un
cierto paralelismo con el esquema causal
aristotélico. Para Dembski, el diseño como causa
se correspondería, en el modo en que se infiere a
través del sencillo algoritmo propuesto por él,
con la actualización de la noción de causa final
aristotélico-tomista [Dembski 2001: 173-174].
Esta última ha sido siempre la base de uno de los
argumentos empleados por la filosofía clásica
162
para demostrar la existencia de Dios: el de la
finalidad. El cambio de causa final por diseño y el
deseo de mantenerse dentro del más estricto
ámbito científico lleva a Dembski a hablar, en
lugar de un Dios ordenador del universo, de un
genérico diseñador del que poco más se puede
decir salvo que posee una inteligencia
planificadora.
Dembski piensa que la causa final fue arrojada
del ámbito científico con la aparición de la teoría
darwinista, y que la inferencia de diseño a la que
llega partiendo de la noción de complejidad
especificada no hace sino recuperar, actualizada,
dicha causa perdida. El problema que él se
plantea por tanto es la posibilidad de afirmar la
existencia de diseño en un sistema de una
manera empírica. La respuesta que ofrece es que
el diseño se puede inferir científicamente y el
modo de hacerlo es mediante el filtro de diseño.
Nociones implicadas en la inferencia de
Diseño
Las tres nociones claves para poder inferir el
diseño son: contingencia, complejidad y
especificación.

163
La contingencia es expresión de la existencia de
una posibilidad real de ser o no ser en el mundo
físico. Tiene que ver, por tanto, con la noción
clásica de potencia y, consiguientemente, con la
noción de causa material. Esto último no lo
explicita Dembski que ilustra la existencia de
contingencia de diversas maneras. Dice, por
ejemplo, que la disposición sobre el tablero de
unas fichas de ajedrez no se puede reducir o
deducir de sus formas, del mismo modo, la
imagen de la tinta en el papel no se puede reducir
a las propiedades químicas de la tinta. Estos
ejemplos son bastante ilustrativos de lo que
Dembski quiere decir con contingencia.
La noción de complejidad está directamente
relacionada, al menos en una primera
aproximación, con la probabilidad. Se trata, por
tanto, de la caracterización de complejidad más
sencilla: un sistema cualquiera es complejo si son
muchas las posibles configuraciones que puede
adoptar su estructura, es decir, si éstas ocurren
en un espacio de probabilidad grande. Será tanto
más complejo cuanto mayor es el espacio de
probabilidad. Un ordenador sería un sistema
complejo ya que tiene muchos elementos y

164
pueden estar unidos de maneras muy diversas
(aunque solamente una, o unas pocas, funcionen).
La tercera noción que Dembski implica en la
inferencia de diseño es la de especificación. La
especificación tampoco es una noción original de
Dembski. Como él mismo menciona, la noción
de complejidad especificada fue empleada por
primera vez en 1973, por Leslie Orgel, en su
libro The Origins of Life. También, en el “libro de
1999 The Fifth Miracle, Paul Davies identificó la
complejidad especificada con la clave para
resolver el problema de la vida” [Dembski 2006].
No obstante, Dembski desarrolla con abundantes
matices esta noción con el fin de conseguir la
formalidad que requiere una inferencia de diseño
rigurosa y científica. Este autor considera que
dicha noción es «crucial» [Dembski 2006: 87]
dentro del esquema de la inferencia de diseño. En
sus libros ofrece una explicación analítica de las
cinco condiciones que son necesarias para
afirmar la complejidad especificada en un sistema
[Dembski 2006: 88 y ss.]: Complejidad
probabilista; patrones condicionalmente
independientes; recursos probabilistas presentados
bajo dos formas: de replicación y de especificación;

165
una versión especificacional de complejidad
aplicable a patrones; un límite a la probabilidad
universal. El enunciado de estas condiciones,
aunque no se expliquen aquí, sirve para mostrar
el grado de matización que da Dembski a la
noción.
Lo importante para hacerse una idea de su
propuesta se podría resumir sumariamente
diciendo: un sistema posee complejidad
especificada cuando podemos determinar, en la
ocurrencia de un suceso dentro del conjunto de
todos los eventos posibles del sistema que
estemos estudiando, un patrón que se pueda
describir “a priori” respecto a dicha ocurrencia.
Es clave entender lo que se quiere decir con la
expresión “a priori”, porque precisar su
significado es lo que persiguen todos los matices
introducidos por Dembski. Es importante para los
objetivos de Dembski entender que el “a priori”
no lo es en sentido temporal. En este punto es
donde el autor del esquema que estamos
explicando se juega su validez y oportunidad,
pero analizarlo en detalle alargaría
excesivamente este discurso. Uno de los ejemplos

166
expuestos por Dembski puede servir muy bien
para ilustrar esta noción.
Si vemos que un conjunto de flechas han caído
muy cerca de un grupo de blancos, podemos
pensar que esas flechas no se han clavado allí de
una manera casual, sino que han sido dirigidas
por la puntería del arquero. Hay un patrón “a
priori” para poder inferir lo atinado del arquero.
Este patrón, determinado por la proximidad de
las flechas a los blancos, restringe los lugares en
los que pueden caer las flechas a unas áreas
concretas. Es obvio que ver las flechas cerca de
los blancos no me serviría para determinar nada
si el arquero primero dispara las flechas y
después marca los blancos. A esta última
posibilidad Dembski la llama fabricación. El “a
priori” quiere dar cuenta de que dicho patrón
debe ser describible independientemente de la
ocurrencia de los eventos en estudio. Se trata de
poder decir lo que debe ocurrir sin necesidad de
saber lo que ha ocurrido. Es entonces cuando
podemos decir que disponemos de una
especificación o, en su caso, un sistema de
complejidad especificada en el sentido en que
habla de ella Dembski.

167
El filtro de diseño
De las tres nociones anteriores, la que suscita
más interrogantes en relación a la pretensión de
Dembski de la determinación de diseño, es la
tercera. No obstante, si aceptamos la validez de
las tres nociones precedentes podemos dar el
siguiente paso y establecer el modo de
determinar la existencia de diseño tal como lo
concibe Dembski. El filtro de diseño es un sencillo
algoritmo que, supuesta la posibilidad de
determinar si un sistema cumple con lo que las
tres nociones anteriores expresan, permite
concluir si el sistema ha sido diseñado o no.
Esquemáticamente puede explicarse con el
diagrama que reproducimos aquí.

168
El esquema es suficientemente ilustrativo de
cómo se aplica el algoritmo propuesto como filtro
de diseño. En conclusión, según Dembski,
podemos afirmar que un sistema cualquiera ha
sido diseñado cuando somos capaces de
determinar que dicho sistema es
simultáneamente: contingente, complejo y
especificado.

169
6.3. Críticas al Diseño Inteligente
Crítica científica
El ID contiene elementos analizables y discutibles
desde el punto de vista científico, filosófico y
teológico. Para la crítica de carácter científico son
pertinentes los comentarios de Francis S. Collins,
científico de reconocido prestigio y director del
proyecto Genoma. Sus análisis son adecuados y
no resulta sospechoso de ser un enemigo
ideológico del ID. Por el contrario, Collins afirma
que no juzga la sinceridad y seriedad de las
posiciones mantenidas por los defensores del ID,
afirma textualmente: «Desde mi perspectiva
como genetista, como biólogo, y como creyente
en Dios, este movimiento merece una seria
consideración» [Collins 2006: 183]. Collins hace
una crítica del ID desde el punto de vista
científico y, más brevemente pero también de
forma explícita, desde la perspectiva de la
teología (él es cristiano evangélico). Incluye
además en sus comentarios breves observaciones
de carácter epistemológico que están
encuadradas en su crítica científica.
La posición científica de Collins frente al ID es
compatible con la que hacen otros muchos
170
científicos como Francisco J. Ayala [Ayala 2007] o
Kenneth R. Miller [Miller 2007], que fue llamado
como testigo por la parte demandante contra el
ID en el juicio de Dover, y que se ha declarado
públicamente católico. También, en cuanto crítica
puramente científica, es compatible con la que
hacen otros personajes como Richard Dawkins o
Peter Atkins, ambos antirreligiosos militantes.
Estos últimos van más allá de una crítica
meramente científica porque muchos de sus
argumentos están cargados de ideología
materialista y explícitamente antirreligiosa. Los
argumentos de Collins, por el contrario, se
pueden considerar representativos de las críticas
hechas al ID desde diversas instancias
estrictamente científicas.
Collins aborda directamente el argumento
principal del ID contra el Darwinismo, la
complejidad irreductible, desde la autoridad que
le da ser un especialista de prestigio en el ámbito
en el que dicho argumento se mueve: la química
de la vida. Las objeciones del director del
proyecto Genoma frente al ID podríamos
resumirlas en los dos puntos siguientes:

171
1. El ID sigue siendo marginal dentro de la
comunidad científica [Collins 2006: 187]. Hasta el
momento no ha tenido el impacto que sus
defensores pronosticaban. El peso de esta
objeción es enorme. Una posible caracterización
trivial –sólo en apariencia– de ciencia sería la de
constituir la actividad desarrollada por los
científicos. Se trata, ciertamente, de una
caracterización circular: son científicos porque
hacen ciencia, es ciencia porque la hacen los
científicos. Pero esa circularidad es
completamente insalvable. El ID tiene
ciertamente simpatizantes pero, como el mismo
Dembski reconoce, no han conseguido incidir en
la comunidad científica en el modo de hacer la
ciencia: no han conseguido moverla aunque sí
hayan provocado multitud de debates de carácter
filosófico o religioso. Así lo expresa Dembski:
«Aunque los proponentes del diseño inteligente
han realizado una labor realmente buena con su
creación de un movimiento cultural, no podemos
anotar demasiados éxitos del diseño inteligente
en el haber de los logros científicos» [Dembski
2006: 364]. Esta afirmación, por otra parte, no
parece restar un ápice de optimismo a su autor,
que considera que conseguirlos es una cuestión
172
de tiempo. Collins piensa que no es verosímil que
el motivo por los que existe rechazo al ID en la
comunidad científica sea, sencillamente, que
constituye un desafío a Darwin, es decir, al
paradigma dominante.
2. Con el paso del tiempo los científicos van
descubriendo caminos a través de los cuales
podrían haberse formado los sistemas que los
defensores del ID consideran como
irreductiblemente complejos. Collins examina
brevemente tres ejemplos de los que Behe
presenta en su libro “La caja negra de Darwin”: el
sistema de coagulación de la sangre, el ojo y el
flagelo bacteriano. Hay que decir en defensa de
Behe que el caso del ojo es presentado en su
primer libro como ejemplo de sistema muy
complejo, pero no de ser irreductiblemente
complejo. Esto no parece tenerlo en cuenta
Collins en su exposición en la que equipara este
ejemplo con los otros dos. Behe indica en su libro
que el mismo Darwin aludió a la posibilidad de
explicar la formación del órgano de la vista
mediante pequeños cambios y selección natural.
Esa sugerencia parece hoy bastante verosímil.
Para los otros dos casos, Collins describe

173
brevemente un mecanismo genético que abre las
puertas a una explicación evolutiva de ambos
sistemas: la duplicación genética. Este
mecanismo, según Collins, está bien establecido y
admitido científicamente.
Con el mecanismo de la duplicación genética se
podría explicar la formación de sistemas que
ostentan una presunta complejidad irreductible.
Pero esa explicación, en la actualidad, dista
mucho de ser una descripción –aunque sea poco
detallada– de cómo ocurrieron las cosas, sino más
bien se trata de una conjetura verosímil de cómo
en el ser vivo pueden aparecer funciones antes
inexistentes, con aumento de complejidad, y
donde siguen teniendo un papel principal los
mecanismos darwinianos. En cualquier caso,
Collins tampoco parece muy convencido de que
algún día se encuentren exactamente los pasos
que han llevado a la formación de dichos
sistemas. Pero el que no se sepan o no se lleguen
a saber nunca esos pasos no significa que no se
hayan recorrido. Sencillamente podría significar
que no hemos encontrado ningún rastro o pista
para determinarlos y, consiguientemente y con
más motivo, que no los hemos podido reproducir

174
en el laboratorio. En definitiva, podríamos
resumir esta objeción diciendo que cada vez
parece más cercana la posibilidad de explicar, de
una manera “verosímil”, la formación gradual de
sistemas que reciben la consideración de
irreductibles por parte de los defensores del ID.
En algunos de esos sistemas, algunos de los pasos
se han encontrado. Si esta “explicación verosímil”
llega a ser científica o no, dependerá de lo que
exijamos a una explicación para considerarla
científica y de hasta donde alcancemos a explicar.
Esto nos lleva a la objeción que Collins plantea al
ID de carácter epistemológico y a otras críticas
hechas contra el ID de carácter filosófico.
Crítica filosófico-epistemológica
Collins afirma que «todas las teorías científicas
representan un marco que permite dar sentido a
un conjunto de observaciones experimentales.
Pero la utilidad principal de una teoría no es la de
mirar hacía atrás sino la de poder predecir»
[Collins 2006: 187]. Es aquí donde este autor ve
uno de los principales problemas del ID para
poder ser considerado como disciplina científica.
Esta apreciación estaría incluida en un examen de
la cientificidad del ID llevado a cabo en un
175
contexto más amplio, el que se podría hacer si se
contrastara el ID con las reflexiones que Mariano
Artigas ha hecho sobre la actividad científica en
muchas de sus publicaciones. Para Artigas la
ciencia es una actividad difícilmente encuadrable
en un conjunto reducido de reglas o en una
simple definición. Lo que sí se puede afirmar
cuando se hace ciencia en el sentido actual de la
palabra, según Artigas, es la existencia de una
cierta unidad de método. Así lo afirma él mismo:
«Una cuestión que se plantea frecuentemente en
la epistemología es la siguiente: ¿existe un
método científico general, común a las diversas
ciencias experimentales y a cada una de sus
disciplinas? Ciertamente, hay alguna unidad de
método. Como hemos visto, todas las ramas de la
ciencia experimental tienen un objetivo común,
con un doble aspecto, teórico y práctico. Y esto se
traduce en una exigencia metodológica: en
concreto, siempre se busca establecer relaciones
entre los enunciados teóricos y la
experimentación, de modo que esos enunciados
puedan someterse a control experimental»
[Artigas 1999: 147].

176
El control experimental se corresponde
precisamente con la capacidad de “predecir” lo
que va a ocurrir con un sistema cuando se le
somete a unas condiciones suficientemente
determinadas. La predicción avalada por la
contrastación experimental es una característica
que los epistemólogos más importantes
consideran esencial al método científico. Es
precisamente en este punto donde inciden las
críticas al ID de científicos como Collins.
Si para explicar la formación de un ser vivo o una
nueva estructura de un ser vivo nos vemos
obligados a recurrir a la intervención de causas
ajenas a las leyes naturales, es decir, si hubiera
que recurrir a causas intencionales o inteligentes
para explicar cierto tipo de complejidades
naturales, se podría decir que la posibilidad de
predecir, es decir, la predicción basada en la
determinación de regularidades quedaría en
suspenso. Volveremos más adelante sobre esta
objeción desde otro contexto.
Estas dificultades tan serias, y otras que
discurren paralelas a estas que también poseen
carácter epistemológico, no han sido pasadas por
alto, como es lógico, por los defensores del ID.
177
Una respuesta amplia a estas objeciones es
formulada, por ejemplo, por Stephen Meyer
[Behe 1999: 151-212]. No tenemos aquí espacio
para analizarla en detalle. Meyer entra de lleno
en el clásico problema de la demarcación de la
ciencia y trata de equiparar metódicamente el ID
con el Darwinismo. Para conseguirlo, sus
argumentos intentan diluir y quitar fuerza a los
diversos criterios de demarcación que se han
formulado a lo largo del tiempo. Equiparando ID
con Darwinismo desde el punto de vista
metódico, si se considera ciencia a uno habría que
hacer lo mismo con el otro. Esta estrategia, en
realidad, busca conseguir para el ID el anhelado
reconocimiento de científico que tanto se le
resiste, pero alimentando la confusión.
La confusión metódica parece estar instalada en
distintos niveles del discurso en los defensores
del ID y también en algunos de sus oponentes. En
lo que respecta al Intelligent Design, de este punto
se lamentan Giberson y Artigas en la introducción
al libro sobre los Oráculos de la Ciencia. Son muy
contundentes en sus afirmaciones: «Los
proponentes del ID defienden que este conflicto –
Darwinismo vs. ID– es entre teorías científicas

178
rivales y que, por mor de tener la mente abierta y
de jugar limpio, ambas explicaciones deberían ser
enseñadas. Este planteamiento parece generoso y
apela a la honestidad del americano. Pero es una
pretensión falsa. No hay teoría científica
del Intelligent Design» [Artigas 2007: 14]. En este
caso el motivo aducido por Giberson y Artigas es
precisamente la confusión metódica que
introducen en su discurso los defensores del
Diseño Inteligente. Citan la afirmación de
Dembski en la que dice que el ID es tres cosas: un
programa de investigación científica que
investiga los efectos de causas inteligentes, un
movimiento intelectual que desafía al
Darwinismo y una vía para entender la acción
divina. A esto, los autores de Oracles of
Science responden que es imposible abordar con
éxito las tres tareas a la vez, es decir, con el
mismo método. Dembski defiende que el ID es la
intersección de ciencia y teología, y a esto
responden Giberson y Artigas: “entonces el ID no
es ciencia” ¿Por qué? «Las modernas ciencias
empíricas –física, química, astronomía, biología–
no tienen intersección con la teología» [Artigas
2007: 14-15]. En este punto esta posición se
encuentra plenamente de acuerdo con la
179
defendida, por ejemplo, por el biólogo darwinista
Francisco Ayala: «propiamente entendidas, la
ciencia y la fe religiosa no están en contradicción,
ni pueden estarlo, puesto que tratan de asuntos
diferentes que no se superponen» [Ayala 2007:
15].
Es cierto que también se podría acusar al
Darwinismo de no tener el respaldo experimental
que se exige al ID. Pero dicho respaldo, como
argumenta Ayala [Ayala 2000] coherentemente
con lo que defiende Collins, no implica la
obligación de tener el respaldo del laboratorio y
del experimento como ocurre con la Física o la
Química, sino sólo poder dar sentido a un
conjunto de hechos de experiencia y la
posibilidad de hacer predicciones
suficientemente concretas, en base a la teoría,
respecto a lo que nos vamos a encontrar en los
sistemas estudiados. No cabe duda que en esto
aventaja el Darwinismo al ID, que no parece
ofrecer herramientas para hacer este tipo de
predicciones.
Parece claro que el contexto en el que nace el ID y
el objetivo que lo anima desde el principio –la
reacción frente al materialismo defendido por
180
algunos en nombre de la ciencia–, es una causa
importante de que incurra en la mencionada
confusión metódica. El núcleo de dicha confusión
podríamos decir que se centra en la
superposición de dos planos de racionalidad que
están íntimamente relacionados pero que, a la
vez, deben distinguirse. Esta distinción nos lleva a
dar un paso más en la argumentación filosófica,
concretamente nos conduce a la metafísica.
Crítica teológico-metafísica
Si entendemos la teología como una disciplina
que trata de profundizar en el conocimiento de
Dios partiendo de la revelación divina y con la
razón iluminada por la fe, podríamos decir que el
ID no entra en diálogo con ella directamente. El
ID repite insistentemente, aunque a veces lo
desmiente con afirmaciones como las de Dembski
reproducidas anteriormente, que no presuponen
nada que no venga dado por la experiencia
empírica respecto a la inteligencia que diseña los
sistemas. Afirman, por tanto, que su punto de
partida es la experiencia empírica y se rechaza,
además, la adhesión a una fe previa. Entre sus
filas militan personas de credo diverso. La

181
mayoría son cristianos protestantes, hay también
católicos, y cuenta con algunos no creyentes.
El ID, en cambio, tiene conexión clara con una
teología natural, es decir, con la que se ocupa del
conocimiento de Dios que podemos desarrollar
con la exclusiva ayuda de los principios
racionales y sin la ayuda de la fe. Pero si tiene
conexión con la teología natural, también la tiene
con la teología basada en la revelación. Los
desarrollos que esta última hace son también
racionales y asumen todo lo que podemos
conocer sobre Dios con las fuerzas de la razón.
Nos interesa en este punto, por tanto, abordar un
análisis del ID desde el punto de vista de la
Metafísica, sabiendo que esa crítica tiene eco
teológico en los dos sentidos anteriormente
aludidos.
Amplios sectores de la sociedad norteamericana,
y no sólo los de origen fundamentalista, han
acogido con júbilo el nacimiento del Diseño
Inteligente. Parece lógico que sea así ya que el ID
combate el materialismo difundido desde la
ciencia, supuestamente con las mismas armas
que los materialistas: la ciencia. Esta tarea la está
realizando, además, de una manera más
182
convincente y seria que el antiguo Creacionismo
Científico. No es extraño, por tanto, que los
defensores del ID se sorprendieran cuando
algunos notables representantes de la filosofía
tomista no compartieron con ellos el mismo
entusiasmo y, lo que parecía más extraño aún a
los miembros del ID, que incluso ofrecieran una
visión crítica más bien negativa del ID. Un tomista
como Michael W. Tkacz narra la perplejidad que
Meyer le manifestó cuando constató que no
contaba con el apoyo para su causa de “los
tomistas” como él. Tkacz llega a afirmar: «A pesar
de sus afinidades culturales y religiosas, aquellos
que hacen filosofía en la tradición tomista y los
que se han dedicado al movimiento ID, se
encuentran en las caras opuestas del tema crucial
de la naturaleza de la acción divina» [Tkacz 2007]
Un exponente del tomismo que ha trabajado en la
relación entre ciencia, filosofía y religión, William
Carroll, ha abordado la crítica del ID desde la
perspectiva de la filosofía tomista. Lo que sigue
constituye un análisis de los problemas que
plantea el ID en el nivel filosófico aprovechando
las ideas centrales de la crítica de Carroll [Carroll
2000: 319-347].

183
Los científicos y/o divulgadores de la ciencia
materialistas desafían de una manera abierta, y
con el supuesto apoyo de la ciencia, las nociones
tradicionales de naturaleza, naturaleza humana y
Dios. Para Carroll dicho desafío es el resultado de
un problema fundamental: confundir el orden de
explicación biológico y el filosófico. Estos autores
no admiten la distinción ampliamente
desarrollada por Tomás de Aquino entre el
ámbito de la creación y el de las ciencias
naturales. De esta manera confunden el orden de
las transformaciones materiales con el de la
creación entendida como donación del ser de la
nada. Para los materialistas la noción de creación
queda al margen de lo racional y forma parte de
una fe a la que, por supuesto, no dan crédito. En
cambio, para Tomás de Aquino, la noción de
creación no requiere la fe, aunque sea ésta la que
nos ha dado las pistas para descubrirla y
desarrollarla racionalmente. Para el Aquinate la
noción de creación pertenece a la metafísica y la
fe intervendría en la solución de una cuestión a la
que nosotros no llegamos a dar una respuesta
racional: la creación del Universo en el tiempo.
Parece claro que la distinción entre la noción
metafísica de creación y la noción de creación en
184
el tiempo es solidaria de la distinción entre los
dos órdenes señalados. Los autores materialistas
se mueven intelectualmente en el orden de las
transformaciones y, consiguientemente, parece
lógico que rechacen la noción de creación. Pero
esta creación sería entonces la noción de creación
en el tiempo sobre la cual también S. Tomás
pensaba que no era racionalmente demostrable.
Esta confusión en la noción de creación dio
origen desde su formulación metafísica a
numerosos problemas que todavía no nos han
abandonado. El núcleo de todos ellos es la
confusión de órdenes mencionada y ya se planteó
de una manera abierta en la Edad Media.
Sucintamente se podría expresar así: si Dios es
omnipotente y capaz de crear, entonces la ciencia
de lo real no es posible. La raíz de esta afirmación
nace precisamente de lo que se entiende por
crear. Si la noción de crear es la que comparece
en la expresión creación en el tiempo, entonces
nos estamos moviendo en el orden de las
transformaciones y, en consecuencia, se
encuentra un cierto conflicto entre la actividad de
Dios que crea y la actividad de los agentes

185
causales naturales que ejercen su influjo siempre
en el ámbito de las transformaciones materiales.
S. Tomás, por el contrario, entendía la noción de
creación como un acto radical del ente que, por
así decir, le acompaña siempre, que no se
distancia en el tiempo porque da el ser. La
dependencia del ente respecto de su Creador es
completa y trasciende el tiempo como medida o
número del movimiento. Cuando la creación se
entiende de esta manera no hay conflicto entre la
actividad de Dios y la actividad de las criaturas.
Tradicionalmente, a la acción causal de Dios se le
ha denominado causa primera, mientras que al
resto de los agentes causales se les ha llamado
causas segundas. Esta distinción quiere dar
cuenta de la existencia de dos órdenes de
causalidad compenetrados y de su no
incompatibilidad. Cada causa actúa en su orden y
sin interferencias.
Es indudable que la noción de creación, junto con
las nociones necesarias para su desarrollo
filosófico –la de acto de ser y esencia, por
ejemplo, o la de causa primera–, han presentado
muchas más dificultades a lo largo de la historia
de la filosofía que las derivadas de la simple
186
consideración de las transformaciones
materiales. La aceptación de que la noción de
creación es inteligible y, consiguientemente,
perteneciente propiamente al ámbito de la razón,
no ha sido siempre pacífica y ha encontrado
resistencias desde el mismo momento en que fue
formulada.
Un ejemplo, al que hace referencia Carroll, de los
problemas que surgen por una comprensión
insuficiente de la noción de creación o, de manera
equivalente, por la confusión de planos que
estamos comentando es ya explícito, por ejemplo,
en Averroes. Para el autor musulmán del siglo XII
habría incompatibilidad entre la omnipotencia de
Dios y la existencia de las ciencias de la
naturaleza. Averroes rechazaba la doctrina de la
creación de la nada. Si Dios interviene con su
omnipotencia en la naturaleza, entonces
quedarían en suspenso las regularidades que
hacen posible las ciencias naturales. Es claro en
este autor el conflicto entre la causalidad de Dios
y las causalidades que estudian las ciencias de la
naturaleza, las que después serían llamadas
causas segundas. Es el mismo problema que
subyace en la aparición del nominalismo.

187
La noción de creación de Tomás de Aquino da
una clara respuesta a este problema: Dios actúa,
es omnipotente porque es causa del ser en cuanto
creado de la nada, lo cual no entra en conflicto
con el ejercicio de la causalidad propia de las
criaturas, que ejercen su influjo causal según su
naturaleza y sin ningún obstáculo o corrección
por parte del Creador. Para Tomás de Aquino, la
acción divina no sólo no es incompatible con las
causas segundas sino que las sustenta respetando
su modo de causar propio. La acción divina es
entendida en un nivel de racionalidad distinto al
que es propio de los métodos de las ciencias
naturales. El esquema desarrollado por Tomás de
Aquino elimina el conflicto de intereses causales
y, además, realza la omnipotencia de Dios que es
capaz de dar el ser a entidades que son a su vez
causas reales. De modo que podemos decir que
todo efecto procede de Dios como causa primera
trascendente, y también, total e inmediatamente
de las criaturas como causas segundas.
Las dificultades que surgen hoy en día en la
articulación de la ciencia y la religión son una
reedición de las que ya aparecen en la Edad
Media y nacen, según Carroll, del olvido de las

188
mencionadas distinciones tan finamente trazadas
por Tomás de Aquino. Además, los conflictos
expuestos se agrandan cuando se sitúan en un
contexto en el que se defiende la verdad de los
contenidos de la Sagrada Escritura
entendiéndolos en un sentido literal. Podríamos
decir que este tipo de lectura alimenta la
confusión de los dos órdenes causales explicados.
La confusión de los dos órdenes tiene matices
propios con relación a la explicación que se hace
a veces, desde la Física, del origen del Universo.
Carroll señala que en la actualidad hay filósofos –
William Lane Craig, por ejemplo– que defienden
que el Big-Bang es una confirmación de la
doctrina de la creación de la nada. En realidad
dicha teoría es una explicación de una fase,
ciertamente singular, de la historia del Universo,
pero no deja de ser una explicación científica.
Desde la ciencia no se puede afirmar o negar nada
que corresponda al nivel de la causa primera
cuyo influjo, que no es causal en el sentido en el
que lo entiende la ciencia, se extiende a todo lo
que es, precisamente por el hecho de ser. Habría
que dar la razón a Averroes en la afirmación de
que las ciencias naturales quedarían en una

189
situación precaria, si se admitieran
singularidades ocurridas en la naturaleza –por
ejemplo el Big-Bang– sobre las que no se aceptara
otra explicación que la intervención directa de
Dios. Admitir intervenciones extraordinarias o
singulares de Dios para iniciar o guiar los
procesos naturales, es decir, en el nivel de las
causas segundas, sería cerrar puertas a la ciencia
tal como hoy se entiende y practica con tanto
éxito.
Carroll afirma sobre el ID, a la luz de la
distinciones explicadas, que el diseñador del que
habla Behe no es el Creador de Tomás de Aquino.
El discurso desarrollado por el ID se mueve en el
nivel de las llamadas causas segundas. En
realidad, con esta afirmación Carroll no
contradice lo que defienden los promotores del
ID ya que, como hemos visto, ellos no afirman que
sea Dios el diseñador al que llegan, aunque
tampoco lo niegan: la posibilidad, por así decir,
queda abierta para quien así lo quiera pensar por
motivos subjetivos. El ID habla de causas o
agentes inteligentes, pero no identifican a estas
causas necesariamente con Dios. En cualquier
caso, después de lo expuesto más arriba,

190
defender positivamente que el diseñador del ID
es Dios supondría concebir un Dios muy pobre y,
desde luego, como afirma Carroll, no sería en
absoluto el Dios del que nos habla Tomás de
Aquino, el Dios de la teología. Parece claro que
dejar simplemente abierta esta posibilidad es ya
una forma de moverse en una cierta confusión de
planos u ordenes causales.
Carroll sostiene que una cosa es la “propuesta
epistemológica” del ID: afirmar que hay
singularidades que no sabemos explicar, y otra
distinta la “propuesta ontológica”: admitir que no
poder explicar esas singularidades implica la
existencia de un diseñador inteligente que las ha
producido. En base a esta distinción Carroll
defiende, y en esto coincide con otros muchos
como el mismo Collins, que el ID es una versión
moderna y sofisticada, basada en fenómenos
biológicos, del argumento para la demostración
de la existencia de Dios llamado “Dios de los
agujeros”. En este caso se trata de una versión
especial, porque en realidad el ID no reclama
necesariamente la intervención de Dios, sino la de
un agente del que sólo se afirma que es

191
inteligente y que, como tal, actúa en un nivel
distinto al nivel de las leyes naturales.
Hay, además, una importante diferencia entre la
noción de “complejidad irreductible” y el clásico
argumento del “Dios de los agujeros“, aparte del
hecho de que lo que se postula en el ID no es a
Dios sino a un agente inteligente. Lo que dice
Behe, por ejemplo, no es que no sepamos cómo
está hecho tal o cual sistema y entonces llenamos
ese hueco de nuestro conocimiento postulando
una intervención ajena a las leyes naturales, sino
que las leyes naturales nos llevan a negar la
posibilidad de llenar el hueco. Lógicamente si esa
afirmación fuera correcta, la única alternativa
posible sería la intervención de un agente ajeno a
dichas leyes. La disyuntiva se plantearía de esta
manera en un nivel estrictamente científico. Nos
topamos entonces en la extraña situación de que,
supuestamente, desde la ciencia se estarían
defendiendo tesis opuestas. Parece claro que, o
bien los que defienden ambas alternativas (ID y
evolucionismo materialista) están haciendo algo
más que ciencia, o bien se están apoyando en una
ciencia metódicamente insuficiente. Esto último
sí daría la razón a los que acusan al ID de ser un

192
“tapa agujeros”. Si se trata de tener en cuenta lo
que la ciencia puede decir sobre la alternativa
planteada, entonces no tenemos más remedio
que remitirnos a la discusión de la crítica
científica de Collins del apartado anterior. Pero
retomaremos este punto más adelante.
La objeción de la distinción entre causas primera
y segundas, como es natural, no ha pasado
tampoco desapercibida a los defensores del ID.
William Dembski la afronta en uno de sus libros,
pero de una manera sumaria y superficial. La
reduce a una mera estrategia de los teístas para
poder afirmar el diseño dejando abierta la
posibilidad a la ciencia de mantenerse en un
naturalismo metodológico. Dembski afirma lo
siguiente: «En general, la distinción entre causas
primeras y segundas hace la acción divina
invisible para la ciencia. Esta distinción es en
última instancia lo que se esconde tras las
estrategias populares para establecer la paz entre
ciencia y religión, tal como el NOMA (Non-
Overlapping Magisteria) de Stephen Jay Gould
(…). Todas estas maniobras de los evolucionistas
teístas para poner en consonancia la acción
divina con la ciencia, dejan intacto el contenido

193
de la ciencia, incluida la teoría evolucionista
darwiniana. De este modo, cuando utilizan estas
maniobras para atribuir diseño a ciertas
características del mundo, lo hacen a pesar de la
ciencia y no por causa de ella» [Dembski 2006:
300].
Aunque, como hemos visto, Tomás de Aquino
tenía presente el problema de la compatibilidad
de la acción divina con las causas naturales, no
parece, incluso por el momento histórico en que
se formula por vez primera, que en el Aquinate
sea una simple estrategia para resolver dicho
problema. Para empezar, la ciencia entonces no
tenía la misma consideración que en la
actualidad. Tomás de Aquino trata mas bien de
racionalizar la difícil noción de creación. Parece
que Dembski no distingue bien lo que implica la
existencia de esos dos niveles de causalidad y
cómo se relacionan. Y es manifiesto el empeño de
Dembski, como ocurre con el resto de los
miembros más importantes del movimiento, de
que la discusión permanezca en el ámbito
científico, es decir, dentro de lo puramente
empírico: no parece servirle ningún diseño que
no se pueda afirmar desde la ciencia.

194
Dembski dice: «Según esto [la distinción entre
causas primera y segundas], Dios, la causa
primera, emplea causas segundas, como los
procesos ordinarios de la física y la química, para
ejecutar los propósitos divinos» [Dembski 2006:
299]. Aquí se pone de manifiesto que en realidad
no distingue dos niveles reales de causalidad,
sino más bien una simple diversidad de causas –
incluida la causa primera– que actúan en un
mismo plano ontológico causal: el de las
transformaciones. Para Dembski, y teniendo en
cuenta el modo en que explica aquí esta
distinción, Dios cumpliría con sus propósitos o
fines en el mundo, según el mismo esquema
causal aplicado en el ámbito de las
transformaciones materiales, sirviéndose de los
procesos físico-químicos y ocultando su mano al
hacerlo: Dios emplea –employs es la palabra que
utiliza en la versión original [Dembski 2004:
264]– las causas segundas. No queda claro en su
breve explicación cómo es posible hacer esto:
emplear y ocultar su mano. No es ésta la
argumentación tomista. Lo que parece claro es
que Dembski piensa que Dios, de hecho, no oculta
su mano al tratar de cumplir sus fines y, por
tanto, no habría en realidad posibilidad de
195
establecer esa estratégica distinción en el tipo de
causalidad que sería, consecuentemente,
artificiosa.
En la defensa contra la objeción de la confusión
de órdenes de causalidad, Dembski acusa recibo
de que se plantea la objeción, pero en realidad no
aborda toda la carga filosófico-metafísica que la
objeción lleva consigo. La argumentación de
Dembski frente a ella es coherente con la
pretensión del ID de hacer solamente ciencia y,
por tanto, de permanecer en el terreno de las
transformaciones materiales. Pero la no
consideración del nivel correspondiente a la
causa primera hace que las tesis que se sostienen
desde esa perspectiva presenten multitud de
problemas: se deja a Dios fuera del discurso pero
se introducen agentes inteligentes y necesarios
que están, por tanto, en un nivel superior a lo
natural; se deja de lado la intervención de Dios,
pero se mantiene la necesidad de ejercer una
actividad que podría ser de su competencia si
alguien, subjetivamente, lo estimase oportuno. En
definitiva, se intenta permanecer en un plano, el
científico empírico, pero en realidad se recurre
también a otro plano superior que es necesario

196
para explicar todo lo que la experiencia nos
muestra en el primero.
Coherentemente con la distinción de dos ámbitos
en el ejercicio de la causalidad, Carroll comparte
con autores como Peter Hodgson [Hodgson 2005:
126], Marie George [George 2002] o Mariano
Artigas, la tesis de que es necesario distinguir sin
separar tres ámbitos metódicos: ciencia, filosofía
y religión. Esta es una de las tesis principales del
libro La mente del Universo, en el que Artigas
sostiene que la filosofía desempeña una
importante e insustituible función de puente
entre la ciencia y la religión: no hay “intersección”
entre ciencia y religión sino a través de la filosofía
[Artigas 2000: 40 y ss.; 2004: 169]. Parece
necesario afirmar con estos autores que,
ciertamente, las ciencias son competentes para
dar razón de los cambios que ocurren en el
mundo natural, lo cual no significa que todo en la
naturaleza pueda ser explicado en términos
científicos. Explicar lo que es el mundo natural
reclama respuestas tanto a las ciencias empíricas
como a la filosofía, y en este caso particular, a la
filosofía de la naturaleza. Cuando se trata de
explicar la naturaleza en su globalidad, el intento

197
de permanecer en la ciencia empírica que es
defendido tanto por los evolucionistas
materialistas, como por sus oponentes los
defensores del ID, es lógico que de lugar a
incoherencias e incluso aporías.
Dembski, no obstante, parece encontrar
respuestas a todas las objeciones que se le
plantean. De fondo, el escudo con el que se
protege de todas ellas es que el ID se mueve
exclusivamente en un plano científico empírico y
que no dicen, como sí hacen sus oponentes, nada
que no venga dado por la experiencia científica.
Son los hechos los que les llevan a la conclusión
de la existencia de sistemas diseñados
inteligentemente. Cuando se examinan muchos
de los argumentos defendidos por el ID, en
particular los de Behe, que son los que se refieren
directamente al mundo de los seres vivos, vemos
que efectivamente se mueven dentro del ámbito
científico. En cambio, es discutible la cientificidad
del salto hasta el diseño a partir de dichos
argumentos. Pero, además, la ciencia no es una:
no admite un método único. La reducción que las
ciencias introducen en el estudio de sus objetos
implica que la realidad no se puede estudiar con

198
un solo método. En la exposición de la noción
de Complejidad Irreductible ha quedado
suficientemente manifiesto que la perspectiva
que emplea Behe podría recibir la calificación de
mecanicista. Ese enfoque, que lleva a explicar
todo lo que ocurre en base a los elementos
componentes del sistema y sus interacciones
(perspectiva bottom-up) no tiene por qué ser
valida para explicar todo o incluso la mayoría de
lo que ocurre en el conjunto de la naturaleza y, en
particular, en el mundo de la vida.
El empeño por mantenerse en el ámbito de lo
empírico que profesan los defensores del ID les
lleva, de un modo particular a Behe, a mantenerse
dentro de la perspectiva mecanicista.
Curiosamente, aunque aquí ya no podamos
desarrollar esta afirmación, pero así lo piensa
también Carroll [Carroll 2003: 77], por ejemplo,
esa perspectiva, la mecanicista, es compartida
por sus oponentes. Quizá parte del esfuerzo del
ID por mantenerse en ese plano sea consecuencia
del afán de combatir el materialismo científico
con sus mismas armas, de poder demostrar que
con su método no se puede ser materialista.
Efectivamente, el ID es un ejemplo de cómo

199
partiendo de los presupuestos asumidos por los
materialistas afloran aporías que no tienen
solución dentro de dicho método. Encuentran,
por así decir, fisuras al materialismo desde
dentro.
Las tesis materialistas no son propiamente
científicas sino que son ideología, como señala
acertadamente Ayala: «la ciencia no implica el
materialismo metafísico» [Ayala 2007: 178]. A los
defensores del ID no les importa calificarlas de
filosofía, aunque sería más exacto calificarlas de
ideología. El problema es que los defensores del
ID tampoco resuelven el problema desde sus
pretendidos presupuestos, es decir, desde la
ciencia empírica: de hecho no pueden hacerlo.
Tienen que recurrir a agentes inteligentes, y ese
recurso habría que considerarlo, desde los sus
supuestos, una confusión de planos. Quizá no sea
una confusión entre causa primera y causas
segundas, pero sí entre diversos niveles de
racionalidad. No se trataría ya sólo de una
omisión de la metafísica o de la filosofía de la
naturaleza, sino incluso de la adopción de un
método científico que no sería adecuado para
estudiar un tipo de problemas particulares que

200
exigirían un método científico diverso:
concretamente uno adecuado para describir los
problemas que afectan a los fenómenos vitales. El
problema se agrava más aún si se introducen en
el discurso términos como inteligencia, que el ID
maneja con profusión pero sin que al final ofrezca
realmente una caracterización de ella. Es claro
que desde una perspectiva mecanicista hacerlo
sería imposible. Lo que hacen es asumir una
noción de inteligencia que no es sino la vía de
escape a la aporía a la que lleva el método
mecanicista empleado. Se podría decir incluso
que lo que hacen es ofrecer una caracterización
mecanicista de lo que es la inteligencia, con el
reduccionismo que esto comporta.
6.4. Conclusiones
En el recorrido que acabamos de hacer hemos
pasado más o menos cerca de temas que están
relacionados con los problemas que suscita
el Intelligent Design. El debate suscitado por el ID
es interesante y fructífero porque, aunque sus
propuestas estén desenfocadas e induzcan de
hecho a confusión, constituyen un desafío al
materialismo y obligan a replantearse cuestiones

201
que ya se habían dado por supuestas o se
pensaban resueltas sin estarlo verdaderamente.
El problema de la demarcación de la ciencia y su
alcance en la comprensión de la realidad, la
necesidad de cultivar una filosofía de la
naturaleza que no es idéntica ni a la metafísica ni
a las ciencias experimentales y el problema del
materialismo que se difunde con demasiada
frecuencia en nombre de la ciencia, son algunos
de los temas suscitados por las propuestas
del Intelligent Design, que han ido compareciendo
a lo largo de este trabajo. Las dificultades
planteadas por el ID reclaman a filósofos y
científicos que dirijan su atención una vez más a
nociones como las de materia, finalidad,
causalidad, espacio y tiempo, movimiento o vida.
Nociones que son propiamente filosóficas, que
tienen relevancia para la religión, y que deben
sustentarse en la experiencia que tenemos del
mundo natural. Una experiencia que se ha visto
enriquecida en los últimos siglos de una manera
excepcional gracias a la ciencia.
6.5. Bibliografía
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207
208
7. El diálogo entre ciencia y religión en la
actualidad
(texto original de: Javier Sánchez Cañizares, “Las
razones del ateísmo científico” Revista “Palabra”
(junio 2012), pp. 56-59. Accesible en
http://www.cryf.org/razonesateismo.html)
El 23 de febrero de 2012 tuvo lugar en la
Universidad de Oxford un encuentro singular. El
biólogo Richard Dawkins y el primado anglicano
Rowan Williams conversaron durante una hora y
media sobre la naturaleza y el origen de los seres
humanos. Numerosos medios de comunicación se
hicieron eco del acontecimiento. Se daba además
la circunstancia de que en el mismo escenario
había tenido lugar, hacía más de 150 años, una
discusión entre Thomas Huxley y el arzobispo
Wilberforce que acabó más bien en
desencuentro: el clérigo preguntó a Huxley si era
descendiente del mono por parte de madre o de
padre.
Gracias a Dios, el debate entre Dawkins y
Williams resultó un ejemplo de buenas maneras.
Ambos pudieron exponer sus puntos de vista de
manera pacífica, interpelarse para pedir
aclaraciones e incluso mostrar su acuerdo sobre
209
determinados aspectos. El debate contó con una
enorme audiencia, lo que muestra el interés que
despierta el debate entre ciencia y religión en el
mundo contemporáneo. Ahora bien, ¿cuáles son
los puntos de conflicto en la actualidad? ¿Han
evolucionado los argumentos en los últimos
años? ¿Estamos ante un diálogo de sordos que
nunca llegarán a entenderse?
7.1. La imagen de Dios en juego
Hoy día puede decirse que la relación entre
ciencia y religión no es en absoluto conflictiva.
Pero también es cierto que en determinados
círculos religiosos fundamentalistas se rechaza a
la ciencia como enemiga de la revelación divina y
que algunos científicos presentan periódicamente
arengas a favor del ateísmo, supuestamente
avalados por su prestigio intelectual. ¿Cuáles son
las razones que esgrimen estos últimos?
Para entender las razones del ateísmo “científico”
de personalidades como Richard Dawkins o
Stephen Hawking, conviene tener presente la
imagen de Dios que atacan con su argumentación:
el llamado “Dios de los agujeros”.

210
El ateísmo científico considera que, a lo largo de
la historia, los creyentes recurren a Dios siempre
que se hallan ante un fenómeno que no pueden
explicar o dominar. Así, rezan a Dios para que los
libre de la peste negra, dé buen tiempo a las
cosechas o sane a un enfermo incurable. Por el
contrario, los avances en el conocimiento
científico mostrarían que las verdaderas causas
de esos fenómenos son exclusivamente naturales,
sin que haya ninguna necesidad de invocar a un
ser sobrenatural: en vez de rezar para que haga
sol en la excursión de mañana sería mejor
consultar la predicción meteorológica de los
expertos.
La expresión “Dios de los agujeros” enfatiza que
Dios resultaría únicamente un recurso para
rellenar aquellos huecos del conocimiento
científico que aún existen. El ateísmo científico
está convencido de que la ciencia es, en última
instancia, capaz de descubrir las causas naturales
que explican todos los fenómenos. Ciertamente,
tras enfrentarse con los cambios gnoseológicos
provocados por la mecánica cuántica y la teoría
del caos, la ciencia actual ya no presume del
ingenuo determinismo del s. XIX, pero lo

211
sustancial de las posiciones del ateísmo científico
permanece inalterable: el progreso en el
conocimiento científico supondrá finalmente la
desaparición de todos los agujeros
epistemológicos y, con ellos, la desaparición de
Dios del pensamiento humano.
El argumento genérico del ateísmo científico se
ha concentrado en los últimos años en dos
cuestiones fundamentales: el origen del universo
y el origen del hombre.
Una de las cuestiones que más asombran a los
cosmólogos es el “ajuste fino” de las constantes
fundamentales del universo. Si el valor de las
mismas hubiese sido ligeramente distinto, el
cosmos resultaría radicalmente diferente a como
lo observamos hoy (sería probablemente un gran
vacío sin galaxias o un enorme agujero negro). El
ajuste fino es algo que muchos han visto como un
argumento a favor de la existencia de un ser
superior, que fijaría los valores oportunos de las
constantes antes de poner en marcha el universo.
El libro “The Grand Design” de Stephen Hawking
y Leonard Mlodinow rechaza esta visión
proponiendo un escenario científico alternativo.

212
En realidad, nuestro universo no sería sino uno
de los muchos posibles dentro del
gran multiverso (el conjunto de todos los
potenciales universos en una teoría unificada de
supercuerdas). Los universos nacerían a partir de
fluctuaciones cuánticas y el nuestro no tendría
nada de especial; procedería simplemente de una
fluctuación que se amplifica hasta desarrollar un
universo capaz de albergar seres humanos
conscientes de ello.
Una perspectiva análoga se da en torno al
problema del origen del hombre. La teoría
general de la evolución ofrece una explicación de
la aparición de las especies sobre la tierra a partir
de mutaciones en el código genético de los seres
vivos y la selección natural de los que mejor se
adaptan al ambiente. Dicha teoría es respaldada
por la mayoría de los científicos y es la que ofrece
una mejor explicación de la ingente cantidad de
datos paleontológicos, morfológicos y genéticos
de que disponemos en la actualidad.
Ahora bien, algunos biólogos como Dawkins y
neurofilósofos como Patricia Churchland
defienden, dentro de dicho marco, que el hombre
sería una especie más, proveniente de
213
complicados fenómenos de autoorganización de
la materia e interacción con el ambiente. En ese
sentido, lo que llamamos capacidades superiores
del ser humano: autoconciencia, inteligencia o
libertad no serían más que complejas dinámicas
cerebrales. En otras palabras, meras ilusiones
similares a la de creer que el sol gira en torno a la
tierra.
7.2. Niveles de realidad
¿Qué podemos decir ante todo esto? Hay que
reconocer el grado de persuasión de ciertas
apreciaciones del ateísmo científico. Desde luego,
no han faltado ocasiones a lo largo de la historia
en que la ciencia ha purificado a la creencia
religiosa de meras supersticiones y —en
momentos puntuales como en el caso Galileo—
de interpretaciones erróneas de la Sagrada
Escritura. Esto no es sorprendente pues, si bien la
fe purifica a la razón, también se da un «papel
purificador y vertebrador de la razón respecto a
la religión. Se trata de un proceso en doble
sentido» (Benedicto XVI, Discurso en Westminster
Hall, 17-IX-2010).
El conocimiento científico avanza y la ciencia
tiene sus propios mecanismos para desechar las
214
falsas teorías. Ahora bien, ¿abarca la ciencia todos
los niveles de la realidad? La ciencia da una
explicación muy fundamental de la realidad que
percibimos, ¿pero se puede reducir todo a
ciencia? Un ejemplo claro lo encontramos en la
creación artística. Podemos descomponer en
ondas acústicas una interpretación del Réquiem
de Mozart, determinar la composición química de
la pintura de Las Meninas y calcular la
distribución de cargas que se da en la Basílica de
san Pedro; ¿pero ofrece cada una de esas
descripciones una explicación completa de la
realidad a la que nos enfrentamos?
La imagen del “Dios de los agujeros” que presenta
el ateísmo científico tiene su parte de verdad. No
obstante, considera iguales a todos los agujeros:
simples vacíos de conocimiento que terminará
colmando la comprensión científica. Sin embargo
no todos son iguales. El ateísmo científico parte
de una comprensión inicial reduccionista: pensar
que solo la ciencia es capaz de dar una
explicación racional y completa del mundo.
Desde un punto de vista estrictamente científico,
los intentos de dar una explicación natural del
origen del universo a partir de la teoría del
215
multiverso o de la aparición de la conciencia
humana desde la autoorganización de la materia
son, hoy por hoy, pura ciencia ficción, como
reconocen todos los científicos (incluidos
Hawking y Dawkins). Pero, aun si llegaran a dar
una explicación científica de estos fenómenos, ¿se
estaría dando una explicación completa de la
realidad? ¿Se estaría explicando la razón de la
existencia del mundo o de la búsqueda de sentido
que lleva a cabo el ser humano? No se puede
explicar lo que a priori se rechaza. Y sin embargo
— parafraseando a Galileo— existe.
El ateísmo científico pide a la ciencia más de lo
que puede dar. La ciencia no es teísta ni atea. No
se debe utilizar para hacer teísmo o ateísmo.
Filosofía y teología son los modos de la
racionalidad humana que pueden indagar los
porqués últimos de la existencia. En último
término, el ateísmo científico se contradice a sí
mismo pues, si fuese cierto, no tendría que
tomarse el trabajo de refutar una ilusión.
Paradójicamente, el hombre es el único animal
que hace ciencia y busca convencer a quienes
reconoce la capacidad de rectificar: de ser libres,
ni más, ni menos.

216
7.3. Anexo: ¿Qué significado tiene para la
religión el descubrimiento del bosón de
Higgs?
(texto original de: Javier Sánchez Cañizares, “A
vueltas con el Higgs”, Revista Palabra (agosto-
septiembre 2012), p. 6. Accesible en:
http://www.cryf.org/higgs.html)
El pasado 4 de julio de 2012, los investigadores
del CERN anunciaban el descubrimiento del
bosón de Higgs, una de las piezas más buscadas
en el puzzle de la física de partículas
contemporánea. Aunque los resultados han de ser
aún confirmados, el nivel de confianza que
presentan los experimentos parece despejar toda
sospecha. Sí, efectivamente el bosón de Higgs ha
estado ahí.
La existencia de esta partícula es una predicción
de un modelo teórico, ideado en los años 60 del
siglo pasado por Peter Higgs y otros científicos
para explicar cómo aparece la masa de las
partículas fundamentales del universo. Toda la
materia que conocemos está formada por quarks
(constituyentes de los protones y neutrones de

217
los núcleos atómicos) y leptones (electrones,
muones, taus y neutrinos), que interaccionan
entre sí según las cuatro fuerzas fundamentales
de la naturaleza (gravitatoria, electromagnética,
nuclear fuerte y nuclear débil). Ahora bien, las
partículas fundamentales son “puntuales” (hasta
donde podemos saber son indivisibles) y cada
una de ellas tiene una masa determinada. Uno de
los problemas es explicar cómo surge dicha masa
y por qué tiene en cada caso un valor preciso. El
modelo de Higgs lo hace y el descubrimiento del
bosón sería la prueba de que la teoría es correcta.
¿Por qué se ha tardado tanto en descubrir esta
partícula? Hay que decir, para quienes no estén
familiarizados con la física, que estas partículas
no se ven al microscopio. La existencia del Higgs
dura muy poco tiempo (menos de una
cuatrillonésima de segundo) y se puede saber que
ha aparecido por las partículas finales en que
acaba transformándose. En este caso había
además dos problemas añadidos: en primer
lugar, no se sabía exactamente cuánta energía era
necesaria para producir el bosón; en segundo
lugar, las partículas en las que acaba
desintegrándose son comunes a muchos otros

218
tipos de colisiones que se dan en el CERN. Por
ello, es prácticamente imposible discernir si el
Higgs ha aparecido a partir de un solo
experimento. Ha sido necesario llevar a cabo
choques entre haces de partículas durante mucho
tiempo y un serio tratamiento estadístico de los
resultados para poder decir (con un grado de
certeza aceptable por la ciencia) que el bosón ha
aparecido, en el rango de energías esperado.
La denominación del Higgs como la partícula de
Dios se debe al premio nobel Leon Lederman y no
tiene nada de misterioso. En el título de un libro
publicado en 1993 quería referirse al bosón como
la “maldita partícula” (“the goddamn particle”) —
debido a la guerra que estaba dando— pero su
editor le sugirió llamarla simplemente la
“partícula de Dios” (“the God particle”). Y es que
la partícula de Higgs no es ni más ni menos divina
que las demás. Su descubrimiento supone un
refrendo del modelo estándar de partículas, pero
quedan aún bastantes cosas por saber y
preguntas fundamentales sin respuesta: ¿por qué
los quarks y los leptones aparecen agrupados en
tres familias distintas? ¿Es cuantizable la
gravedad y puede unificarse con el resto de

219
fuerzas? ¿De qué están hechas la materia y la
energía oscuras?
El descubrimiento de la partícula de Higgs
supone un avance muy importante en nuestra
comprensión del universo. Sin embargo, no se
trata ni mucho menos de un punto final para la
física fundamental. No sabemos aún cuántas
sorpresas nos esperan al escudriñar la
naturaleza. No obstante, merece la pena resaltar
algo que no debe pasar inadvertido en el contexto
de este feliz hallazgo: la capacidad que tiene el ser
humano de conocer un mundo que “está
estructurado de manera inteligente, de modo que
existe una correspondencia profunda entre
nuestra razón subjetiva y la razón objetiva de la
naturaleza. Así resulta inevitable preguntarse si
no debe existir una única inteligencia originaria,
que sea la fuente común de una y de otra”
(Benedicto XVI, Discurso en la IV Asamblea
Nacional Italiana, 19-X-2006).
El descubrimiento del bosón se ha hecho esperar,
pero finalmente ha aparecido y nos hace confiar
en la validez del modelo estándar y la teoría de
Higgs. Y también, por qué no decirlo, en la

220
capacidad de la inteligencia humana para
alcanzar la verdad.

221

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