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Toda experiencia se agota a sí misma. Se vive y se pierde: se desvanece.

Lo que queda, si algo queda, es información.

La conversión de experiencias en informaciones que podamos hacer circular entre nosotros


-sin necesidad de que nadie viva nada- es la base de nuestra interacción social: de allí salen las
anécdotas que los tíos y abuelos cuentan en las sobremesas -muchas veces sobre terceros que
los incluyen, con suerte, apenas como testigos; de allí surgen las charlas de amigos y amigas; y
de allí, también, nacen los muros de Facebook, las transmisiones en vivo y tantos otros etcéteras
contemporáneos. La selfie misma no es más que un testimonio de una experiencia, el más
mínimo, si se quiere: estuve acá. Y su combinación con el gerundio convierte las experiencias en
información con la mayor economía de recursos posibles sin perder la contundencia del relato:
estuve acá, haciendo esto. Fin.
Pareciera que tendemos a propiciarnos informaciones cada vez más cercanas a la experiencia
a pesar de estar mediatizándola con elementos progresivamente más lejanos a ella: discurso,
micrófonos, cámaras.
Cuanto más cerca estamos de la experiencia, más información producimos. Y menos decimos.

La experiencia tiene buena prensa: uno de los argumentos favoritos de sus guardianes orbita
alrededor de su supuesta utilidad. De las experiencias, dicen, se extrae conocimiento: de allí el
éxito del turismo, la gastronomía, el espectáculo y la cultura. En occidente no disolvemos el
conocimiento en el silencio sino más bien lo contrario: el conocimiento que recogemos de la
experiencia se nos vuelve inútil si no podemos contarlo, narrarlo. Es decir, si no podemos
reducirlo a una información que pueda ser compartida. La experiencia total -mediatizada y
reducida a información circulante- que nos propone nuestra cultura no es otra cosa que el
vaciamiento de la experiencia personal. Un vaciamiento necesario para ser llenado por el
consumo: de allí el éxito del turismo, la gastronomía, el espectáculo y la cultura.

Pero el conocimiento clásico, entendido como aquel corpus de saberes que tiende a descubrir
y comprender lo que es el ser humano (es decir, que potencia la única experiencia intransferible
que tenemos, la experiencia de nosotros mismos), estuvo siempre más ligado a la vida íntima y
mental que a la experiencia y a la práctica; más cerca del reposo y la contemplación que de la
acción y el movimiento.

En algún momento va a ser necesario que aprendamos a diferenciar las experiencias activas
de las pasivas: las que se viven de adentro hacia afuera, de las que se viven de afuera hacia
adentro.
Mientras tanto, alcanza con preguntarse por el tiempo perdido: no aquel de Proust y su
magdalena, sino éste, el vacío, el intrascendente, el tiempo del ocio, condición innegociable para
la existencia tanto del pensamiento como de la imaginación. Porque si se está pensando no se
está viviendo, si se está pensando no se está experimentando más que el propio pensamiento y
sólo en él se revelan las experiencias que los mercaderes prefieren negar porque no pueden ser
reducidas a ningún tipo de información: porque no pueden compartirse.

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