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La experiencia tiene buena prensa: uno de los argumentos favoritos de sus guardianes orbita
alrededor de su supuesta utilidad. De las experiencias, dicen, se extrae conocimiento: de allí el
éxito del turismo, la gastronomía, el espectáculo y la cultura. En occidente no disolvemos el
conocimiento en el silencio sino más bien lo contrario: el conocimiento que recogemos de la
experiencia se nos vuelve inútil si no podemos contarlo, narrarlo. Es decir, si no podemos
reducirlo a una información que pueda ser compartida. La experiencia total -mediatizada y
reducida a información circulante- que nos propone nuestra cultura no es otra cosa que el
vaciamiento de la experiencia personal. Un vaciamiento necesario para ser llenado por el
consumo: de allí el éxito del turismo, la gastronomía, el espectáculo y la cultura.
Pero el conocimiento clásico, entendido como aquel corpus de saberes que tiende a descubrir
y comprender lo que es el ser humano (es decir, que potencia la única experiencia intransferible
que tenemos, la experiencia de nosotros mismos), estuvo siempre más ligado a la vida íntima y
mental que a la experiencia y a la práctica; más cerca del reposo y la contemplación que de la
acción y el movimiento.
En algún momento va a ser necesario que aprendamos a diferenciar las experiencias activas
de las pasivas: las que se viven de adentro hacia afuera, de las que se viven de afuera hacia
adentro.
Mientras tanto, alcanza con preguntarse por el tiempo perdido: no aquel de Proust y su
magdalena, sino éste, el vacío, el intrascendente, el tiempo del ocio, condición innegociable para
la existencia tanto del pensamiento como de la imaginación. Porque si se está pensando no se
está viviendo, si se está pensando no se está experimentando más que el propio pensamiento y
sólo en él se revelan las experiencias que los mercaderes prefieren negar porque no pueden ser
reducidas a ningún tipo de información: porque no pueden compartirse.