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Ya había sonado la campana, y en el aula reinaba un silencio que daba miedo.

A Mario le latía el
cerebro como si fuese su corazón, y no se había dado cuenta hasta entonces. No sabía si era por el
calor, por los nervios o por rabia. El señor Emilio, probablemente el profesor más cabrón que
habían tenido hasta entonces, les había dejado castigados a él y a Carmen durante el recreo de las
11:00, y les había dicho que no saldrían hasta que se reconciliaran. No tenían ninguna intención de
hacerlo.

A Mario le temblaban las piernas, y cuando no se miraba a través de la ventana, rojo, con el pelo
desordenado y los ojos como derrotados, miraba la hora en el enorme reloj sobre la pizarra. No se
atrevía a mirar a Carmen, ni siquiera por medio de la ventana, y sabía que ella tampoco lo estaría
mirando, aún estando en la última fila. Apartó la vista del cristal, y sacó del bolsillo un paquete de
oreo. Abrió el plástico con cuidado, y empezó a comerse las galletas. Lo hacía manteniendo cada
una de ellas en la boca durante un largo tiempo para que se reblandecieran y, al morderlas, no
hiciesen demasiado ruido y, de repente:

-¿Por qué lo has hecho? -se le escapó.

Ni Carmen contestó, ni él insistió. El silencio se le hizo aún más violento que antes; ya no tenía
agallas ni para romperlo con sus galletas.

-Te lo estabas buscando -respondió después de un buen rato, y Mario se volvió para mirarla.

Carmen no era una chica especialmente guapa, o así lo pensaba ella. De hecho, sus hermanas le
decían que entre su cara aplanada, su nariz de cerdito y sus ojos achinados parecía que tenía
síndrome de down. Ella siempre se defendía diciendo que era la única rubia de la familia pero, aún
así, siempre se sentía humillada.
Así era, más o menos, como se sentía Mario, y ella lo sabía.

-Toda la clase lo sabía, Mario, se nota. Sobre todo cuando ponen pelis en la hora de inglés. No dejas
de lanzarme miradas. Y apartar la vista cuando te las devuelvo es peor.

-Ya, ¿pero era necesario?

Carmen bajó los ojos, como en señal de arrepentimiento, pero no se disculpó.

-¿Sabes cúal es tu problema? -siguió Mario-, que no paras de hacer cosas que no quieres hacer, y
luego te sientes mal.

-Ha sido un arrebato, ¿vale? Nada más.

Mario era para Carmen algo donde apoyarse siempre que se sentía mal. Era simpático, inteligente,
sensible, pero también era el empollón, y el marginado. Aún así, Carmen le tenía un extraño cariño.
Él había sido el único en no reírse aquel día cuando le susurró al señor Emilio si podía ir al baño
para limpiarse y él le preguntó en voz alta si era la primera vez, o si se le habían olvidado las
compresas. Era serio en persona, aunque gracioso por whatsapp y, aunque los rizos oscuros que se
le formaban tras el flequillo y la sinceridad que confesaban sus ojos azules le hacían un chico de
una belleza especial, no podía estar con él.

-Tengo novio, Mario, y no puedo dejar que me dejes en ridículo delante de todos cada vez que se te
ve el plumero.

Mario se acercó al pupitre de Carmen y se sentó en un estante vacío.


-¿Quieres? -le preguntó con un paquete de oreo en la mano.

Siempre llevaba dos a clase, “por si acaso”, como él se decía; a él nunca se le olvidaba el almuerzo,
pero a otros sí.

-Gracias, pero he desayunado mucho.

Parecía que la hostilidad había desaparecido, aunque siempre se asomaba algún silencio incómodo.
Pero para esto Mario era muy bueno.

-¿Qué has dibujado hoy? -le preguntó.

Mario sabía que a Carmen le encantaba dibujar. Solían hablar mucho por whatsapp y Carmen le
enseñaba todas las cosas que se le ocurrían cuando se aburría en clase de matemáticas, pero nunca
había visto uno de esos dibujos más que en fotografías. Esta vez aprovechó para verlo bien, para
fijarse en todos los detalles que no se podían observar en una foto. Cuando lo cogió, sin quererlo
difuminó parte del dibujo con los dedos.

-Perdón -dijo nervioso devolviendo rápidamente el papel.


-Tranquilo -se rió Carmen-, es carboncillo, a mí siempre me pasa.

Volvió a coger el dibujo y estuvo un rato mirándolo hasta que preguntó:

-¿Qué significa?

-Bueno, la chica del centro ha llorado tanto que le envuelve una burbuja de lágrimas. Los que están
abajo intentan romper la burbuja para que no se vaya volando, pero ella no les ve.

-Es un poco cursi -le dijo Mario entre risas con intención de hacerle rabiar.

-Pues como tus poemas -le contestó, y Mario, sonrojado, dejó de reírse automáticamente-, ¿te crees
que no los he leído? Sabes que tienes un enlace puesto en tu facebook para verlos, ¿no? Que si soy
más bella que el sol, o más brillante que las estrellas, o que si por mi culpa vas muriéndote poco a
poco, feliz y triste, o no sé qué.

Parecía cruel, pero Mario sabía que lo decía con un sarcasmo inocuo, porque cuando se le arrugaban
lo más mínimo las comisuras de los ojos, sonriese o no, uno podía estar seguro de que estaba
contenta. La situación era singular; en un mismo momento había sabido que Carmen había leído sus
poemas, que le habían parecido cursis y que estaba contenta a pesar de su burla. Y sin darle tiempo
a elegir entre entristecerse o seguir la broma, comenzó a reírse como si la que estaba en frente no
fuese la chica de la que estaba enamorado. Carmen le siguió, porque las carcajadas de Mario eran
muy contagiosas. Entonces se creó un clima alegre, propio de quienes mantienen una relación de
respeto y confianza, acompañada de un humor como fraternal, que admite bromas e ironías
bienintencionadas.

Carmen le enseñó a dibujar y sombrear gatos y perros en la pizarra, y luego Mario logró un dibujo a
carboncillo más que aceptable. Acabó estropeándolo al dibujar un coche al fondo y a una mujer
conduciéndolo, y con no pocas risas decidieron colgar el dibujo sobre la pizarra, cerca del reloj,
para que toda la clase tuviese un modo de no aburrirse y tal vez incluso reírse de vez en cuando
durante las largas horas que pasaban escuchando la monótona voz del señor Emilio.
Algo después, como el límite de lo reglamentario ya se había quebrantado al dibujar en la pizarra y
al colgar un dibujo sobre ella, encendieron el ordenador que había sobre la mesa del profesor, y
llegaron al pacto de escoger canciones para reproducirlas uno tras otro en turnos. Al principio,
como todo niño que siente violar ese orden perfectamente establecido en y por el mundo adulto,
Carmen y Mario se cohibían avergonzados y procuraban que la música no se escuchase muy alto.
Sin embargo, de vez en cuando uno de ellos subía el volumen de los altavoces simulando haberlo
hecho sin querer, y ninguno de los dos lo bajaba. Así, entre mirada y sonrisa, caricia y mueca,
llegaron al punto de saber con seguridad de que la música se escuchaba, si no hasta desde el patio,
al menos desde las escaleras que daban a él.

Fue ese terreno invadido, esa confirmación de que ambos eran igual de culpables de sus delitos y de
que, como delincuentes que eran, serían perseguidos por el mundo adulto que por un momento
habían ocupado, lo que les hizo comprender que las consecuencias carecerían de importancia,
porque ellos habían llegado juntos a ese lugar, y juntos saldrían de él. Esa unión le hizo a Mario
ceder cuando Carmen le pidió poner su canción preferida cuando ya había elegido dos seguidas.
Cedió con gusto y no se arrepintió porque, aunque no entendiese nada de lo que aquel americano
pudiese estar diciendo, supo por la mirada de Carmen que era una canción compuesta solo para ese
instante. Imaginó que la canción decía: “Tú, que tanto has luchado, tú, que tanto has sufrido, tú, que
tanto la has amado, la tienes ahora frente a ti.” Intentaba mantener la mirada fija en Carmen, pero
tenía una tentación profundamente arraigada de salir corriendo. No sabía qué estaría viendo Carmen
en él, si una sonrisa avergonzada, si unos ojos atemorizados o una frente llena de sudor. Y,
mientras, la canción seguía: “Tú, que tanto has llorado, tú, que tanto has callado, tú, que tanto la has
amado...”. Y el estribillo se acercaba: “Deja que suene tu canción, deja de temerla, bésala. Deja que
disfrute tu canción, por eso la ama tanto; es tuya”.

Y con el sonido de los violines de fondo y un agudo guitarrazo indicando el momento preciso,
Mario se llenó de arrojo y la besó abrazándola con decisión, sin esperar a que sus brazos le imitasen
ni dejando que su mirada sorprendida reaccionase. Carmen cerró los ojos y encontró en ese beso a
la persona de la que estaba secretamente enamorada; sus destinos estaban marcados, como líneas
que se cruzan, y ese momento era el punto de la intersección. Pensaban que aquel momento había
durado años, y desearon esperar así hasta la muerte, hasta que sonó el timbre. Entonces, sin dirigirse
ninguna palabra y sin apartar ni por un segundo los ojos el uno del otro, se separaron y volvieron a
sus pupitres mientras el señor Emilio entraba en el aula. Ninguno le dijo nada, pero él, para sorpresa
de ambos, les perdonó lo que él llamó “pequeño acto de rebeldía” diciendo que le importaba mucho
más que eso hubiese servido para que se reconciliaran que la música estuviese a todo volumen.
Ellos siguieron mirándose, hasta que sus compañeros empezaron a entrar en clase. Entonces
Carmen apartó la mirada de Mario, y cuando sus amigos llegaron hasta ella y le preguntaron qué
había pasado, Carmen hizo señas y señaló a Mario con enfado. Mario vio que los amigos de
Carmen le empezaban a mirar pronunciando insultos, y que las amigas lo señalaban entre risas
crueles. Él apartó la mirada ruborizado y entendió que ese amor era algo mucho más importante que
aquellos en los que las parejas conviven y se comparten, y por eso ese amor no podía vivirse más
que de manera solitaria.

Pronto el señor Emilio gritó y maldijo a la clase:

-Malditos críos, ¡callaos de una vez! ¡Ya no estáis en el recreo y no voy a permitir que mis clases
sean como un gallinero!

Todos se sentaron. Mario y Carmen no volvieron a mirarse. La bellísima y esclarecedora melodía


de la guitarra eléctrica junto con los violines se había convertido en un monótono y poco interesante
parloteo apagado sobre fracciones y raíces cuadradas. La mística y extática unión de dos almas que
se aman había sido sustituida por la más cruel y desesperanzadora de las soledades. Y, para Mario,
todo cuanto antes brillaba y cantaba ahora estaba cubierto por una nube gris y sombría. Miró triste
por la ventana para tratar de encontrar belleza en las flores y en las magnolias, pero no pudo. Él no
podía tirar la toalla, él cuyo nombre significaba “guerrero”, no podía rendirse. Entonces lo vio claro.
Sacó un papel y el carboncillo que Carmen le había regalado, y comenzó a escribir.

“Tú eres aquella poetisa


que canta su gracia a la luna,
y yo soy la estática pluma
que marca tu verso y sonrisa.

Nací con un bello ideal:


dar todo a quien le corresponda.
Pero no divisé más que sombras
que muestra el papel más leal.

Gracias por ser esa idea


que hace que no desespere,
por ser sin saber que lo eres
de mi oscura noche la estrella.

Gracias por siempre enseñarme


a amar a pesar de que veas
no más que mi rostro y yo sienta
un alma capaz de prenderme.

Pues sé de tu juicio el valor,


no caiga mi nuevo candor,
que sean todos del calor
partícipes por nuestro amor.

Que entiendan que el son de tu nombre


se extiende en belleza y en gracia,
que entiendan por qué doy las gracias
a quien recibió tanto amor de este hombre.

Por ello, sin saber lo que me hiciste,


a mí mismo me digo
que a Dios pongo por testigo
de que jamás volveré a ser triste.”

Lo leyó varias veces, y le puso un título: “Lo que Carmen significa”. Se lo daría en secreto después
de clase o se lo metería en la mochila sin que se diese cuenta. Pensó en la larga conversación que
tendrían por la noche, e imaginó un futuro en el que pudiesen estar juntos sin vergüenza alguna.

Entonces, el señor Emilio se bajó de la tarima y empezó a pasear entre los pupitres. Sin pensarlo dos
veces Mario cubrió el papel con los brazos cruzados, y cuando el señor Emilio pasó por su mesa no
hizo más que llamarle la atención por estar despistado y decirle que mirase a la pizarra. Mario le
hizo caso durante unos minutos, luego apartó los brazos del papel y vio que todas las estrofas
centrales se habían difuminado hasta el punto de hacerse ilegibles. Entornó los ojos y de ellos
salieron unas lágrimas que dieron a parar justo sobre el título. Con furia intentó apartar de aquel
sagrado nombre aquella tempestad y solo consiguió que se borrase por completo. Tuvo ganas de
llorar pero se contuvo. Pensó en tratar de reescribirlo pero no tenía ánimos, sobre todo después de
aquella señal. Esperó la media hora que quedaba de clase en un silencio total, mirando fijamente a
la pizarra, como tratando de ver qué había detrás, sin pensar en nada en concreto, sin saber qué
pensar.

Finalmente sonó la campana y todos recogieron sus mochilas. Mario miró a Carmen mientras ella
salía y la siguió hasta la salida del colegio esperando a que ella lo mirase. Eso no ocurrió así, y él
supo que los días siguientes serían exactamente iguales que los anteriores. Sin embargo, pensó en lo
bellos que habían sido esos violines y esas guitarras eléctricas, pensó en aquellos 20 minutos
eternos que vivirían en él para siempre y que serían capaz de transformar cualquier rutina en una
vida digna de ser vivida. Pensó en aquel amor más importante que aquellos en los que las parejas
conviven y se comparten, y que por eso ese amor no podía vivirse más que de manera solitaria.
Pensó en sus versos:

“Por ello, sin saber lo que me hiciste,


a mí mismo me digo
que a Dios pongo por testigo
de que jamás volveré a ser triste.”

Al llegar a casa reescribió el poema completo, absolutamente sin ningún error ni cambio, lo colgó
en el corcho de su habitación, contó lo que le había pasado a sus padres y ellos lo abrazaron, cenó
hablándoles sobre lo que él pensaba del amor y, cuando fue a su habitación después de haberse
duchado, leyó el poema, se acostó, y sonrió.

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