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El Gorobadito

De Attalanta

Hoy me desperté más temprano que nunca debido al insistente maullido de mi gato Cuanito,
peludo sinvergüenza que no perdona su hora de comer. Ante tales reclamos, abrí un solo ojo, para
analizar la urgencia de la situación o para ver si tal vez podía engañarlo y ganar así unos cinco
minutos, que ante mi deplorable estado, son como una encantadora eternidad. No hay caso, me mira y
chilla con más fuerza. Finalmente lo logra, me levanto con la energía de un muerto viviente. Hace frío,
me pongo un suéter de lana absolutamente deshilachado y me dispongo a comenzar el día alimentando
a Cuanito. Tomo su plato, me dirijo a la cocina donde guardo su comida en un tarro que dice azzor…
sí, AZZOR, no arroz. Lo compré en Franklin… y era alternativo, siempre pensé que el que le había
pintado las letras era una especie de disléxico. Claro que cuando lo compré la disléxica fui yo, pues no
noté el error hasta llegar a mi departamento para llenarlo con arroz. Al darme cuenta, me pareció un
pecado mortal darle un lugar importante en la cocina y honrarlo con el noble grano blanco grado dos
que posiblemente un chino había cultivado con tanto esfuerzo metido en el humedal. Así es que decidí
castigarlo con la ingrata misión de guardar la comida de Cuanito. Mientras iba a buscar el tarro de
azzor de Cuanito pasé frente al espejo de mi ropero, un espejo pequeño que muestra solo partes del
cuerpo pero que sirve al menos para dar la ilusión de que mi diminuto departamento tiene más espacio
del que realmente prometió la corredora de propiedades. Debí sospechar cuando me llamó unas cinco
veces para que lo arrendara, pero tal como me sucedió con el tarro de azzor de Cuanito, me di cuenta
cuando ya estaba adentro rodeada de cajas de mudanza llenas de diversos tipos de diccionarios. ¡Y
bien, aquí me encuentro!, todos los espacios útiles están a menos de dos metros de distancia, por un
lado, eso es muy conveniente, pero por otro, debo confesar que he comenzado a atrofiarme. No
exagero, he notado cambios en mi cuerpo, cambios serios, mis brazos, por ejemplo, se han comenzado
a alargar y me crujen las rodillas. Me compraría en cuotas una maquinita de esas que venden para
hacer ejercicios pero no tendría dónde ponerla. Y odio los gimnasios y la gimnasia, la verdad es que
prefiero sentarme y estirar las manos para alcanzar todo lo que necesito. Cuanito lo sabe y es por eso
que se venga despertándome de día, de noche, en las madrugadas y de la manera más criminal. Cuando
no respondo a sus chillidos, me golpea, me araña, recurre a cualquier estrategia para lograr su objetivo.
Ahora, por ejemplo, mientras doy los 10 pasos que me toma llegar a la cocina para abrir su tarro de
azzor, se cruza frente a mí con una actitud sospechosamente matonezca. Temo que si le grito para que

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no se cruce, me comerá. Porque si yo me he encogido, Cuanito ha sufrido un proceso inverso, se ha
estirado, debe ser porque entre todos los estantes llenos de diccionarios, su caja de arena y su plato de
comida, solo puede moverse entre los huecos que quedan. Se ha estirado y adelgazado. También puede
ser porque a veces olvido alimentarlo. Es que cuando llego a la cocina y veo el tarro de azzor de la
comida de Cuanito no resisto la tentación de buscar entre todas las cosas que tengo amontonadas por
ahí, algún plumón permanente para corregir tal error ortográfico. Debo confesar que tengo una extraña
obsesión ortográfica y gramatical, he llegado a sentir escozor incluso ante el maullido gramaticalmente
incorrecto de Cuanito. Porque un gato que se expresa con propiedad debe decir MIAU y no MAU. Eso
es algo que realmente me altera. La falta de esa I, no puedo soportar la falta de esa ínfima vocal que
haría que Cuanito, comiera más seguido. Creo firmemente que él lo sabe y lo hace con la intensión de
vengarse. Pero hoy comerá, es mi firme propósito, porque si tengo un gato llamado Cuanito es
justamente para alimentarlo y cuidarlo y permitirle que diga Mau en lugar de Miau. Después de todo
¿quién soy yo para negarle la libertad de expresión a un gato llamado Cuanito? Creo que lo que más
me molesta, además de su incorrección gramatical al maullar y el tarro de azzor, es su nombre. Yo lo
había bautizado como Juanito, es un nombre común, fácil de pronunciar, Juanito, Juanito, hasta se me
hacía agradable llamarlo para comer, ¡ven Juanito, a comer Juanito!... pero el veterinario que lo
atendió cuando pequeño tenía el paladar fisurado y solo podía llamarlo Cuanito. Eso no habría sido un
problema si es que lo hubiese visto solo una o dos veces, pero Cuanito estuvo hospitalizado por un
mes, debido a su maullido gramaticalmente incorrecto. La primera vez que dijo mau en lugar de miau,
yo no pude evitar soltar el primer tomo de la enciclopedia de Diderot sobre él de la pura impresión.
Con mi pequeña obsesión ortográfica y gramatical, no era posible que de todos los gatos del mundo,
yo y precisamente yo, tuviera la desgracia de escoger a un gato con semejantes incorrecciones en el
lenguaje gatuno. Lo peor fue llegar de la clínica a mi departamento diminuto con Cuanito y no con
Juanito, pues ya se había transformado en una completa incorrección. Tal vez por eso olvido
ocasionalmente alimentarlo. Pero hoy será su día, hoy alimentaré a Cuanito con su comida guardada en
el tarro de azzor mientras me chilla mau insistentemente. La cocina no está tan lejos, pero el solo
hecho de pasar frente al espejo del ropero que queda en el camino me provoca terror, compruebo que
hoy estoy más encorvada que ayer, y que me está apareciendo un bultito diminuto sobre el omóplato
izquierdo. Me quito el suéter para verlo mejor. Efectivamente es un bultito horrendo, con vida propia,
es como un gemelo no desarrollado, creo que hasta puedo verle un mechón de pelo negro asomándose
tímidamente. Cuanito ha quedado perplejo, silente, tal vez hasta asqueado frente a este nuevo

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inquilino. Intento ver si tiene ojos o dientes o algo que me oriente sobre la clasificación del bultito,
pero este espejo diminuto no me lo permite. Me invade un miedo casi ancestral. ¿Será que ahora
pasaré a ser un Rigoletto más, como en el cuento de Arlt?, no sería tan dramático si la gente lo
pronunciara con corrección, pero no, me dirán Rigoberto, lo visualizo, ahí viene Rigoberto, y yo
estallaré con la furia del jorobado de Víctor Hugo, que todo el mundo conoce por la película de
Disney, no por Víctor Hugo, tal vez porque él escribe con una corrección casi eclesiástica. Debe ser
por eso que ante esa sola idea me he calmado. Ante la imposibilidad de ver mi bultito - ya le he
agarrado cariño -, me vuelvo a poner el suéter y sigo camino a la cocina. Increíble que 10 pasos le
tomen a uno una eternidad. Cuanito, sin embargo, ha ido y regresado unas 100 veces. Ha vuelto a
emitir ese insoportable mau tan incorrecto como su tarro de comida, ese infernal tarro de azzor que
conservo obligada, porque quién podría tirar a la basura un tarro con semejante falta ortográfica, sería
un crimen para quien se lo encontrara, algo injusto. No podría pasarle la cruz a otro infeliz que, como
yo, tenga una leve obsesión ortográfica y gramatical… Cuanito me acaba de clavar los colmillos en la
pantorrilla…. Sospecho que con la férrea intención de apresurar mi paso. O tal vez con un hambre
feroz. Por la duda, apresuro el paso y llego finalmente a la cocina. Tomo el tarro de azzor para llenarle
el plato de comida a Cuanito y así deje de mordisquearme la pantorrilla con sospechosa intención. Pero
en ese preciso momento, y para desgracia de Cuanito, escucho un ruidito extraño que proviene de mi
espalda. Suelto el platito de Cuantito y el tarro de azzor. ¿¡aló!?.... silencio…De pronto vuelvo a
escuchar el ruidito, esta vez más definido, es como un leve “oroaiooo”. Me quito lo más rápido que
puedo el suéter - con los brazos alargados es lo único que logro hacer con rapidez -, y comienzo a
retroceder hacia el espejo. El ruidito se hace cada vez más ronco, áspero, desagradable… oroadito…
orobadito... Llego finalmente al espejo y veo, asomándose decidido por mi omóplato izquierdo, una
enorme boca sin dientes, con un mechón de pelo negro interfiriendo en la comunicación. Temo
preguntar, pero la curiosidad mató al gato, respiro hondo para cobrar valor y pregunto: ¿qué …
dijiste?... con la boca completamente abierta y el mechón de pelo grueso y negro enredado en la
insipiente lengua, mi bultito me responde: ¡Gorobadito, me llamo Gorobadito!.... Y ahí, frente al
pequeño espejo que cuelga en el ropero de mi diminuto departamento, frenética ante la espeluznante
falta ortográfica del endemoniado bulto adolescente, lanzo un aullido ensordecedor, me cuelgo a
Cuanito en el omóplato y por fin, alimento a mi gato famélico mientras tomo un libro de la estantería,
también diminuta, y leo en voz alta, casi como una declaración de principios: “El Jorobadito” de
Roberto Arlt.

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