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GALILEO GALILEI
DIRIGIDA POR
FERNANDO L. SABSAY
Traducción de
OSWALD BAYER
Índice
Personajes................................................................................................................................................... .6
1. Galileo Galilei, maestro de matemáticas en Padua, quiere demostrar la validez del nuevo sistema universal
de Copérnico. .7
3. 10 de enero de 1610: por medio del telescopio, Galilei realiza descubrimientos en el cielo que demuestran el
sistema de Copérnico. Prevenido por su amigo de las posibles consecuencias de sus investigaciones, Galilei
manifiesta su fe en la razón humana 17
4. Galilei ha dejado la República de Venecia por la corte florentina. Sus descubrimientos hechos por medio
del telescopio chocan con la incredulidad de los círculos eruditos de la corte. .23
5. Sin intimidarse por la peste, Galilei continúa con sus investigaciones. .28
6. 1616: el colegio romano, instituto de investigaciones del Vaticano, confirma los descubrimientos de
Galilei...................................................................................................................................................... .32
9. El advenimiento de un nuevo papa, que es también científico, alienta a Galilei a proseguir con sus
investigaciones sobre la materia prohibida, luego de ocho años de silencio. Las manchas solares................... .43
10. En el decenio siguiente, las teorías de Galilei se difunden en el pueblo. Panfletistas y cantores de baladas
recogen las nuevas ideas por todos lados. En el carnaval de 1632, muchas ciudades eligen a la astronomía
como motivo para las comparsas de sus gremios.......................................................................................... .50
12. El Papa.....................................................................................................................................................56
13. 22 de junio de 1633: Galileo Galilei revoca ante la inquisición su teoría del movimiento de la tierra.............58
14. 1633-1642. Galileo Galilei vive hasta su muerte en una casa de campo en las cercanías de Florencia,
como prisionero de la inquisición. Los "Discorsi". ........................................................................................61
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Galileo Galilei
GALILEO GALILEI
Esta pieza fue escrita en 1938-1939 en Dinamarca, en el exilio. Los diarios habían publicado la
noticia de la desintegración del átomo de uranio por físicos alemanes y fue estrenada por el
Piccolo Teatro di Milano el 18 de diciembre de 1953 con la dirección de Giorgio Strehler.
PERSONAJES
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Bertolt Brecht
1.
El pobre gabinete de trabajo de Galilei en Padua. Es de mañana. Un muchacho, ANDREA, hijo del ama de
llaves, trae un vaso de leche y un bollo.
GALILEI (lavándose el pecho, resoplando, alegre). — Pon la leche sobre la mesa pero no cierres
ningún libro.
ANDREA. — Mi madre dice que debemos pagar al lechero. Si no pronto hará un rodeo a
nuestra casa, señor Galilei.
GALILEI. — Se dice: describirá un círculo, Andrea.
ANDREA. — Como usted quiera, pero si no pagamos describirá un círculo en torno a
nosotros, señor Galilei.
GALILEI. — Si el alguacil señor Cambione, se dirige directamente a nuestra puerta, ¿qué
distancia entre dos puntos elegirá?
ANDREA (sonríe). — La más corta.
GALILEI. — Bien. Tengo algo para ti. Mira atrás de las tablas astronómicas. (Andrea levanta
detrás de las tablas astronómicas un modelo de madera de gran tamaño del sistema de Ptolomeo.)
ANDREA. — ¿Qué es esto?
GALILEI. — Es un astrolabio. El aparato muestra cómo los astros se mueven alrededor de la
tierra, según la opinión de los viejos.
ANDREA — ¿Cómo?
GALILEI. — Investiguemos. Primero la descripción.
ANDREA. — En el medio hay una pequeña piedra.
GALILEI. — Es la Tierra.
ANDREA. — Alrededor de ella hay anillos, siempre uno sobre el otro.
GALILEI. — ¿Cuántos?
ANDREA. — Ocho.
GALILEI. — Son las esferas de cristal.
ANDREA. — A los anillos se han fijado bolillas.
GALILEI. — Son los astros.
ANDREA. — Y ahí hay cintas en las que se leen nombres.
GALILEI. — ¿Qué nombres?
ANDREA. — Nombres de estrellas.
GALILEI. — ¿Por ejemplo?
ANDREA. — La más baja de las bolillas es la Luna y encima de ella el Sol.
GALILEI. — Y ahora haz correr el sol.
ANDREA (mueve los anillos). — Es hermoso todo esto, pero nosotros estamos tan encerrados...
GALILEI. — Sí. (Secándose.) Es lo que también yo sentí cuando vi el armatoste por primera
vez. Algunos lo sienten. (Le tira la toalla a Andrea para que le frote la espalda.) Muros, anillos e
inmovilidad. Durante dos mil años creyó la humanidad que el Sol y todos los astros del cielo
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Galileo Galilei
daban vueltas a su alrededor. El Papa, los cardenales, los príncipes, los eruditos, capitanes,
comerciantes, pescaderas y escolares creyeron estar sentados inmóviles en esa esfera de cristal.
Pero ahora nosotros salimos de eso, Andrea. El tiempo viejo ha pasado y estamos en una nueva
época. Es como si la humanidad esperara algo desde hace un siglo. Las ciudades son estrechas y
así son las cabezas. Supersticiones y peste. Pero desde hoy no todo lo que es verdad debe seguir
valiendo. Todo se mueve, mi amigo. Me alegra pensar que la duda comenzó con los navíos.
Desde que la humanidad tiene memoria se arrastraron a lo largo de las costas, pero de repente
las abandonaron y se largaron a todos los mares. En nuestro viejo continente se ha comenzado
a oír un rumor: existen nuevos continentes. Y desde que nuestros navíos viajan hacia ellos se
festeja por todas partes que el inmenso y temido mar es un agua pequeña. Desde entonces ha
sobrevenido el gran deseo: investigar la causa de todas las cosas, por qué la piedra cae al soltarla
y por qué la piedra sube cuando se la arroja hacia arriba. Cada día se descubre algo. Hasta los
viejos de cien años se hacen gritar al oído por los jóvenes los nuevos descubrimientos. Ya se ha
encontrado algo pero existen otras cosas que deben explicarse. Mucha tarea espera a nuestra
nueva generación.
"En Siena, de muchacho, observé cómo unos trabajadores reemplazaban, luego de cinco
minutos de disputa, una costumbre milenaria de mover bloques de granito por una nueva y
razonable forma de disponer las cuerdas. Fue allí donde caí en la cuenta: el tiempo viejo ha
pasado, estamos ante una nueva época. Pronto la humanidad entera sabrá perfectamente dónde
habita, en qué clase de cuerpo celeste le toca vivir. Porque lo que dicen los viejos libros ya no les
basta, porque donde la fe reinó durante mil años, ahora reina la duda. El mundo entero dice: sí,
eso está en los libros, pero dejadnos ahora mirar a nosotros mismos. A la verdad más festejada
se le golpea hoy en el hombro; lo que nunca fue duda hoy se pone en tela de juicio, de modo
que se ha originado una corriente de aire que ventila hasta las faldas bordadas en oro de
príncipes y prelados, haciéndose visibles piernas gordas y flacas, piernas que son como nuestras
piernas. Ha quedado en descubierto que las bóvedas celestes están vacías y ya se escuchan
alegres risotadas por ello.
"Pero las aguas de la tierra empujan las nuevas ruecas y en los astilleros, en las cordelerías y
en las manufacturas de velas se agitan quinientas manos al mismo tiempo en busca de un nuevo
ordenamiento.
"Yo profetizo que todavía durante nuestra vida se hablará de astronomía hasta en los
mercados y hasta los hijos de las pescaderas correrán a las escuelas. A esos hombres deseosos
de renovación les gustará saber que una nueva astronomía permite moverse también a la Tierra.
Siempre se ha predicado que los astros están sujetos a una bóveda de cristal y que no pueden
caer. Ahora, nosotros hemos tenido la audacia de dejarlos moverse en libertad, sin apoyos, y
ellos se encuentran en un gran viaje, igual que nuestras naves, sin detenerse, ¡en un gran viaje!
"La Tierra rueda alegremente alrededor del Sol y las pescaderas, los comerciantes, los
príncipes y los cardenales y hasta el mismo Papa ruedan con ella.
"El universo entero ha perdido de la noche a la mañana su centro y al amanecer tenía miles,
de modo que ahora cada uno y ninguno será ese centro. Repentinamente ha quedado
muchísimo lugar. Nuestras naves se atreven mar adentro, nuestros astros dan amplias vueltas en
el espacio y hasta en el ajedrez las torres saltan todas las filas e hileras. ¿Cómo dice el poeta?
ANDREA. — ¡Oh temprano albor del comenzar!
¡Oh soplo del viento
que viene de nuevas costas!
Sí, pero beba su leche que ya comenzarán de nuevo las visitas.
GALILEI. — ¿Has comprendido al fin lo que te dije ayer?
ANDREA. — ¿Qué? ¿Lo del Quipérnico con sus vueltas?
GALILEI. — Sí.
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Bertolt Brecht
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Galileo Galilei
la Tierra se mueve alrededor de sí misma y no sólo en torno al Sol. Pero la silla conmigo se
movió sólo alrededor de la palangana y no alrededor de sí misma, porque sino yo me hubiese
caído y esto es una evidencia. ¿Por qué no dio vueltas a la silla? Por que entonces quedaba
demostrado que yo también me habría caído de la Tierra. ¿Qué me dice, ahora?
GALILEI. — Pero te he demostrado...
ANDREA. — Esta noche me di cuenta que, si la Tierra realmente se moviese me hubiera
quedado toda la noche con la cabeza colgando para abajo. Y esto es una evidencia.
GALILEI (toma una manzana de la mesa). — Mira, aquí tienes la Tierra.
ANDREA. — No, no. No me venga siempre con esos ejemplos, señor Galilei. Así gana
siempre.
GALILEI (colocando de nuevo la manzana en la mesa). — Bueno...
ANDREA. — Con ensayos se logra demostrar siempre todo, cuando se es astuto. Pero yo no
puedo arrastrar a mi madre en una silla como usted lo hace conmigo. Vea pues qué ejemplo más
malo es ése. ¿Y qué sería con la manzana como Tierra? No sería absolutamente nada.
GALILEI (ríe). — Es que tú no quieres comprender.
ANDREA. — Vamos a ver, tómela de nuevo, ¿por qué no cuelgo con la cabeza para abajo de
noche?
GALILEI. — Mira, ésta es la Tierra y aquí estás tú (Clava la astilla de un leño en la manzana.) y
ahora la Tierra se mueve.
ANDREA. — Y ahora estoy con la cabeza colgando para abajo.
GALILEI. — ¿Por qué? Fíjate bien, ¿dónde está la cabeza?
ANDREA. — Ahí, abajo.
GALILEI. — ¿Qué? (Vuelve la manzana a su primera posición.) ¿No está acaso en el mismo lugar,
no están los pies siempre abajo? ¿Quedarías parado si yo te muevo, así? (Saca la astilla y la da
vuelta.)
ANDREA. — No. ¿Y por qué entonces no noto nada del giro?
GALILEI. — Porque tú realizas también el movimiento. Tú y el aire que está sobre ti y todo
lo que está encima de la esfera.
ANDREA. — ¿Y por qué entonces parece que el Sol se moviera?
GALILEI (gira nuevamente la manzana con la astilla). — Mira, tú ves abajo la Tierra, que queda
igual, siempre está debajo de ti y para ti no se mueve. Pero mira hacia arriba, ahora tienes la
lámpara sobre tu cabeza, pero, ¿qué ocurre cuando giro la Tierra?, ¿qué tienes sobre tu cabeza?
ANDREA (hace también el giro). — La estufa.
GALILEI. — ¿Y dónde está la lámpara?
ANDREA. — Abajo.
GALILEI. — Ajá.
ANDREA. — Esto sí que es bueno, ella se asombrará. (Entra Ludovico Marsili, un joven hijo de
acaudalada familia.)
GALILEI. — Esta casa es lo mismo que un palomar.
LUDOVICO. — Buenos días, señor. Mi nombre es Ludovico Marsili.
GALILEI (estudiando la carta de recomendación). — ¿Viene usted de Holanda?
LUDOVICO. — Sí, donde oí hablar mucho de usted, señor Galilei.
GALILEI. — ¿Su familia posee bienes en la Campagna?
LUDOVICO. — Mi madre quiso que viese un poco de lo que ocurre en el mundo, y así...
GALILEI. — Y usted oyó en Holanda que en Italia ocurre algo conmigo.
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Bertolt Brecht
LUDOVICO. — Y como mi madre quiere que también sepa un poco de lo que ocurre en la
ciencia.
GALILEI. — Lecciones privadas: diez escudos por mes.
LUDOVICO. — Muy bien, señor.
GALILEI. — ¿Qué intereses tiene usted?
LUDOVICO. — Caballos.
GALILEI. — Aja.
LUDOVICO. — Yo no tengo cabeza para las ciencias, señor Galilei.
GALILEI. — Ajá. Bajo esas circunstancias son quince escudos por mes.
LUDOVICO. — Muy bien, señor Galilei.
GALILEI. — Tendré que enseñarle bien de mañana temprano. Y tú te quedas sin nada,
Andrea. Pero debes comprender, tú no pagas nada.
ANDREA. —Sí, sí, ya me voy. ¿Puedo llevarme la manzana?
GALILEI. — Sí. (Andrea se va.)
LUDOVICO. — Tendrá que tener paciencia conmigo, principalmente porque lo que ocurre en
las ciencias siempre es distinto a lo que dice el sentido común. Por ejemplo, ahí tiene usted ese
tubo que venden en Amsterdam. Lo he estudiado detenidamente, un estuche de cuero verde y
dos lentes, una así (Significa una lente cóncava.) y otra así (Significa una convexa.) He oído que una
amplía la imagen y la otra la empequeñece. Cualquier hombre razonable pensaría que ambas
juntas se neutralizan. Pues no es así. Se ve todo cinco veces más grande con el aparato. Ésta es
su ciencia.
GALILEI. — ¿Qué cosa se ve cinco veces más grande?
LUDOVICO. — Torres de iglesia, palomas, todo lo que está lejano.
GALILEI. — ¿Ha podido ver usted mismo torres de iglesias agrandadas?
LUDOVICO. — Sí, señor.
GALILEI. — ¿Y el tubo tenía dos lentes? (Dibuja un croquis en una hoja de papel.) ¿Tenía este
aspecto? (Ludovico asiente.) ¿Cuánto hace que se inventó eso?
LUDOVICO. — Según creo, no habían pasado más de dos días cuando dejé Holanda, por lo
menos desde que apareció en el mercado.
GALILEI (casi amistoso). — ¿Y por qué quiere usted aprender física, por qué no mejor cría de
caballos? (Entra la señora Sarti sin ser notada por Galilei.)
LUDOVICO. — Mi madre opina que un poco de ciencia es necesario. Todo el mundo hoy en
día bebe su vino con ciencia.
GALILEI. — Pero para usted sería lo mismo aprender una lengua muerta o teología. Es más
fácil. (Ve en ese momento a la señora Sarti.) Bien, venga el martes a la tarde. (Ludovico se va.)
SRA. SARTI. — El Secretario de la Universidad espera afuera.
GALILEI. — No me mires así, si lo he tomado.
SRA. SARTI. — Sí, porque me vio en el momento justo.
GALILEI. — Deja pasar al Secretario, es importante. Eso significa, tal vez, quinientos escudos
de oro. Después, no tendré ya necesidad de alumnos. (La señora Sarti hace pasar al Secretario.
Galilei, que se ha terminado de vestir, anota algunas cifras en un papel.)
GALILEI. — Buenos días, présteme un escudo. (Da a la Sarti la moneda que el Secretario saca de
un bolsillo.) Mande a Andrea al óptico por dos lentes, aquí están las medidas. (La señora Sarti se va
con el papel.)
EL SECRETARIO. — Vengo a devolverle su solicitud de aumento de sueldo a mil escudos de
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Galileo Galilei
oro. Desgraciadamente, no puedo apoyarlo ante la Universidad. Usted lo sabe muy bien, los
cursos de matemáticas no traen ningún beneficio a nuestro instituto. Sí, hasta bien podríamos
decir que las matemáticas son un arte sin pan. No quiero significar con esto que la República no
deja de apreciar a esa ciencia por sobre todo. Evidentemente, las matemáticas no son tan
necesarias como la filosofía, ni tan útiles como la teología, pero... ¡es que proporcionan un
número tan ilimitado de placeres!
GALILEI (leyendo en sus papeles). — Mi queridísimo Secretario, con quinientos escudos no hago
nada.
EL SECRETARIO. — Pero, señor Galilei, usted dicta apenas dos veces dos horas en la semana.
Su extraordinaria fama debe acarrearle alumnos a discreción que pueden pagar lecciones
privadas. ¿No tiene usted, acaso, alumnos particulares?
GALILEI. — Sí, tengo demasiado. Enseño y enseño, y ¿cuándo aprenderé? Bendito señor, yo
no poseo la ciencia infusa como los señores de la Facultad de Filosofía. Soy tonto. No entiendo
nada de nada y me veo obligado a llenar los agujeros de mi sabiduría. ¿Y cuándo podré hacerlo?
¿Cuándo podré investigar? Señor mío, mi ciencia tiene sed de saber más. ¿Qué hemos resuelto
en los grandes problemas? Sólo tenemos hipótesis. Pero hoy nosotros exigimos pruebas de
nosotros mismos. Y ¿cómo puedo adelantar si para poder vivir tengo que meterle en la cabeza a
todo idiota con dinero que las rectas paralelas se cortan en el infinito?
EL SECRETARIO. — No olvide usted que la República paga, tal vez, menos que algunos
príncipes, pero a cambio garantiza la libertad científica. Nosotros, aquí en Padua, hasta
permitimos algunos alumnos protestantes y también les otorgamos el título de doctor. Al señor
Cremonini no solamente no lo entregamos a la Inquisición cuando se nos demostró, sí, señor
Galilei, se nos demostró que realiza manifestaciones antirreligiosas, sino que encima le
aumentamos el sueldo. Hasta en Holanda se sabe que Venecia es la República donde la
Inquisición no dice esta boca es mía. Todo esto tiene mucho valor para usted que es astrónomo,
es decir, una ciencia en la que desde hace poco tiempo no se respetan con la debida
consideración las enseñanzas de la Iglesia.
GALILEI. — A Giordano Bruno lo entregaron ustedes a Roma porque divulgaba las teorías
de Copérnico.
EL SECRETARIO. — No, no lo entregamos por divulgar las teorías de Copérnico, que por
otra parte son falsas, sino porque él ni era veneciano, ni investía aquí ningún cargo. No se
queme usted ahora con el quemado, está bien que dispongamos de libertad completa, pero no
por eso es aconsejable gritar a los cuatro vientos un nombre así sobre el que recae la expresa
maldición de la Iglesia. Ni aquí, ni siquiera aquí dentro.
GALILEI. — Así que vuestra protección a la libertad de pensamiento os resulta un buen
negocio, ¿verdad? Mientras vosotros llamáis la atención de que la Inquisición trabaja y quema en
otros lugares, obtenéis aquí maestros buenos y baratos. La protección que ejercéis ante la
Inquisición os beneficia por otro lado al pagar los sueldos más bajos.
EL SECRETARIO. — ¡Eso es injusto! ¡Injusto! ¿De qué le serviría a usted disponer de mucho
tiempo para la investigación si cada monje ignorante de la Inquisición podría, sin más ni más,
prohibir sus pensamientos? No hay rosas sin espinas ni príncipes sin monjes, señor Galilei.
GALILEI. — ¿Y de qué sirve la libertad científica sin tiempo libre para investigar? ¿Qué pasa
con los resultados? ¿Por qué no muestra a los señores consejeros mis investigaciones sobre las
leyes de la gravitación? (muestra un manojo de manuscritos) y pregúnteles si esto no vale un par de
escudos más.
EL SECRETARIO. — Son de un valor infinitamente más grande, señor Galilei.
GALILEI. — No de un valor infinitamente más grande, sino de quinientos escudos más,
señor.
EL SECRETARIO. — Un escudo tiene valor sólo cuando trae a otro escudo. Si quiere ganar
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Bertolt Brecht
dinero debe mostrarnos otras cosas. Usted sólo puede exigir para la ciencia que vende, tanto
como la ganancia que recibirá aquel que se la compra. Ahí tenemos el ejemplo de la filosofía que
el señor Colombe vende en Florencia, pues bien, ella trae al Príncipe, por lo menos, diez mil
escudos por año. Sus leyes de la gravitación han causado, por cierto, mucho revuelo. Se las
aplaude en París y Praga. Pero esos señores que allá aplauden no pagan a la Universidad de
Padua lo que usted le cuesta. Su desgracia es la ciencia que ha elegido, señor Galilei.
GALILEI. — Sí, comprendo. Comercio libre, ciencia libre. Comercio libre con la ciencia libre,
¿verdad?
EL SECRETARIO. — ¡Pero señor Galilei! ¡Qué criterio! Permítame decirle que no comprendo
completamente sus chistosas observaciones. El floreciente comercio de la República no puede
ser objeto de sospechas. En cuanto a la ciencia, en los largos años de mi cargo universitario
nunca me atreví a hablar de ella en ese, si se me permite, en ese tono tan frívolo. (Continúa
mientras Galilei dirige nostálgicas miradas a su mesa de trabajo.) ¡Piense usted un poco en la situación
actual! ¡En la esclavitud bajo cuyo látigo suspiran las ciencias en ciertos lugares! ¡Allí, hasta se
han cortado látigos de los antiquísimos infolios de cuero! En esos lugares no debe saberse por
qué la piedra cae, sino que sólo puede repetirse lo que Aristóteles escribe. Los ojos se tienen
sólo para leer. ¿Para qué nuevas leyes de la caída de los cuerpos si sólo lo que importa es la caída
de rodillas? Compare esto con la inmensa alegría con que nuestra República recibe sus
pensamientos, así sean los más atrevidos. ¡Aquí puede usted investigar! ¡Aquí puede usted
trabajar! Nadie lo vigila, nadie lo persigue. Nuestros comerciantes, que bien saben lo que
significa mejores lienzos en la competencia con los florentinos, aprecian muy bien su llamado
de "Mejor física", y, por otro lado, ¡cuánto debe agradecer la física a la exigencia de mejores
telares! Nuestros más distinguidos ciudadanos se interesan por sus investigaciones, lo visitan y
se hacen mostrar sus descubrimientos, y es por cierto gente que no puede desperdiciar su
propio tiempo. No desprecie al comercio, señor Galilei. Nadie permitiría que lo molestaran a
usted en su trabajo o que algún entrometido le crease dificultades. Reconozca, señor Galilei, que
aquí usted puede trabajar.
GALILEI (desesperado). — Sí.
EL SECRETARIO. — En lo que respecta a sus necesidades materiales, haga nuevamente algo
bonito, como aquel famoso compás militar con el que (va contando con los dedos) sin ningún
conocimiento de matemáticas es posible trazar línea, calcular los intereses compuestos de un
capital, reproducir croquis de terrenos en diversas escalas y estimar el peso de las balas de
cañón.
GALILEI. — Sandeces.
EL SECRETARIO. — ¡Llama sandez a algo que encanta a las señorías más distinguidas y que
ha sorprendido y producido dinero contante y sonante! Hasta he oído que el mismo General
Stefano Gritti ha llegado a extraer raíces cuadradas con ese instrumento.
GALILEI. — ¡Verdaderamente una maravilla! ¿Sabe Priuli que me ha hecho pensar? Priuli, me
parece que tengo algo de la categoría que a usted le agrada. (Toma la hoja con el croquis.)
EL SECRETARIO. — ¿Sí? ¡Ah, pero eso sería la solución! (Se levanta.) Señor Galilei, nosotros
bien sabemos que usted es un gran hombre. Un gran hombre, pero un hombre descontento, si
usted me permite.
GALILEI. — Sí, soy un descontento y eso es lo que vosotros me tendríais que pagar si me
comprendieseis. Porque yo estoy descontento conmigo mismo. Pero en vez de eso procuráis
que lo esté con vosotros. Reconozco que me gusta dedicar toda mi persona a vosotros, mis
señores venecianos, con vuestro famoso arsenal, vuestros astilleros y polvorines de artillería.
Pero es que no me dejáis tiempo libre para seguir con las especulaciones científicas que me
asaltan. Amordazáis justo al buey que trilla. Tengo cuarenta y seis años y no he hecho nada que
me tranquilice.
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Galileo Galilei
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Bertolt Brecht
2.
(El gran Arsenal en el puerto de Venecia. Regidores presididos por el Dux. Hacia un costado se hallan
SAGREDO, amigo de Galilei, y VIRGINIA GALILEI, de quince años de edad, que lleva una almohadilla de
terciopelo sobre la que descansa un anteojo de larga vista de más o menos sesenta centímetros de longitud, en
estuche de cuero carmesí. GALILEI, subido a un estrado, Detrás de él, el soporte para el anteojo, al cuidado del
pulidor FEDERZONI.
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Galileo Galilei
REGIDOR. — Por una cosa así se puede exigir diez escudos, señor Galilei (Galilei hace una
reverencia.)
VIRGINIA (trae a Ludovico hasta su padre). — Ludovico quiere felicitarte, padre.
LUDOVICO (confundido). — Lo felicito, señor.
GALILEI. — Sí, mejoré el modelo.
LUDOVICO. — Sí, sí, señor. Ya lo veo, usted le puso un estuche rojo, en Holanda era verde.
GALILEI (a Sagredo). — Y yo hasta me pregunto si con el aparato no se puede demostrar
cierta teoría...
SAGREDO. — Modérate, hombre.
EL SECRETARIO. — Sus quinientos escudos están seguros, Galilei.
GALILEI (sin atenderlo). Imagina: puntos luminosos en la parte oscura del disco y lugares
oscuros en la hoz iluminada. Justo, es hasta demasiado justo. Claro está que siempre soy
desconfiado con las deducciones apresuradas. (El Dux, un modesto hombre obeso, se ha aproximado a
Galilei y trata de dirigirse a él con torpe dignidad.)
EL SECRETARIO. — Señor Galilei, Su Excelencia, el Dux. (El Dux estrecha la mano de Galilei.)
GALILEI. — ¡Verdad, los quinientos! ¿Está usted contento, excelencia?
EL DUX. — Desgraciadamente necesitamos siempre un pretexto para nuestros concejales a
fin de poderles hacer llegar algo a nuestros sabios.
EL SECRETARIO. — Por otro lado, ¿dónde quedaría el estímulo entonces?
EL DUX (sonriendo). — El pretexto es necesario. (El Dux y el Secretario guían a Galilei hasta los
regidores, que lo rodean. Virginia y Ludovico se retiran lentamente.)
VIRGINIA. — ¿Hice todo bien?
LUDOVICO. — Creo que sí.
VIRGINIA. — ¿Qué te pasa?
LUDOVICO. — Nada, nada... Creo que un estuche verde hubiese sido lo mismo.
VIRGINIA. — Me parece que están todos contentos con papá.
LUDOVICO.— Y a mí me parece que ya empiezo a comprender ahora algo de lo que es
ciencia.
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Bertolt Brecht
3.
SAGREDO (mirando por el telescopio, a media voz). — El borde de la hoz es áspero. En la mitad
oscura, cerca del borde iluminado, hay puntos de luz. Van apareciendo uno detrás del otro. La
luz sale de ellos y se desparrama, aumentando su tamaño sobre superficies cada vez mayores
para desembocar al fin en la parte iluminada más grande.
GALILEI. — ¿Qué explicación das a esos puntos?
SAGREDO. — No, no es posible.
GALILEI. — Sí, señor. Son montañas gigantescas.
SAGREDO. — ¿En una estrella?
GALILEI. — Montañas. El Sol dora las cimas mientras en las pendientes reina la noche. Lo
que tú ves es la luz que va bajando de las cimas hasta los valles.
SAGREDO. — ¡Pero eso contradice la astronomía de dos siglos enteros!
GALILEI. — Así es. Lo que tú ves aquí no lo ha visto ningún ser humano, salvo yo. Tú eres
el segundo.
SAGREDO. — Pero es que la Luna no puede ser una tierra con montañas y valles del mismo
modo como la Tierra no puede ser una estrella.
GALILEI. — La Luna puede ser una tierra con montañas y valles, y la Tierra puede ser una
estrella, un astro común, uno entre miles. Mira de nuevo: ¿ves, acaso, la parte oscura de la Luna
totalmente oscura?
SAGREDO. — No. Ahora que miro con atención, veo todo cubierto por una luz tenue, una
luz de color ceniza.
GALILEI. — ¿Y qué clase de luz puede ser?
SAGREDO. — ¿... ?
GALILEI. — Es luz de la Tierra.
SAGREDO. — ¡Qué disparate! ¡Cómo va a brillar la Tierra! Con sus cordilleras y bosques y
ríos. Un cuerpo frío.
GALILEI. — Del mismo modo que brilla la Luna. Porque los dos astros están iluminados por
el Sol, por eso brillan. Lo que es la Luna para nosotros somos nosotros para la Luna. Y ella se
nos aparece una vez como hoz, otra vez como semicírculo, una vez llena y otra vez, nada.
SAGREDO. — ¿Entonces quiere decir que no hay diferencia entre Luna y Tierra?
GALILEI. — Al parecer, no.
SAGREDO. — No hace todavía diez años un hombre fue quemado en Roma. Se llamó
Giordano Bruno y sostenía lo mismo.
GALILEI. — Efectivamente. Y nosotros lo estamos viendo. Acerca tu ojo al telescopio,
Sagredo. Lo que tú ves es que no hay diferencia entre cielo y tierra. Estamos a diez de enero de
mil seiscientos diez. La humanidad asienta en su diario: hoy ha sido abolido el cielo.
SAGREDO. — ¡Qué cosa maravillosa es este aparato! (Golpean a la puerta.)
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Galileo Galilei
GALILEI. — Espera, además he descubierto otra cosa. Y, tal vez, sea todavía más asombrosa.
(Golpean de nuevo. Aparece el Secretario de la Universidad.)
EL SECRETARIO. — Disculpe usted que lo moleste a estas horas. Le agradecería poder
hablarle a solas.
GALILEI. — El señor Sagredo puede oír todo lo que a mí se refiera, señor Priuli.
EL SECRETARIO. — Es que, tal vez, no le resultará agradable a usted que el señor oiga lo que
ha ocurrido. Es algo totalmente increíble.
GALILEI. — El señor Sagredo ya está acostumbrado de que en mi presencia ocurran cosas
increíbles, señor Priuli.
EL SECRETARIO. — Mucho me temo que... (Mostrando el telescopio.) ¡Ahí está el famoso
invento! Puede usted tirarlo, es un fracaso, sí, ¡un fracaso!
SAGREDO (que ha estado paseándose nervioso). — ¿Por qué?
EL SECRETARIO. — ¿No sabe usted, acaso, que ese invento que ha sido designado como el
fruto de diecisiete años de trabajo se puede comprar en cada esquina de Italia por un par de
escudos? ¡Y nada menos que fabricados en Holanda! En este momento un carguero holandés
está descargando en el puerto quinientos de esos anteojos.
GALILEI.—¿Es cierto?
EL SECRETARIO. — No comprendo su tranquilidad, señor.
SAGREDO. — Pero, ¿por qué se aflige tanto? Deje que el señor Galilei le cuente los
descubrimientos revolucionarios que, gracias a este aparato, ha podido realizar en la bóveda
celeste.
GALILEI (riendo). — Usted mismo puede verlos, Priuli.
EL SECRETARIO (a Sagredo). — Es mejor que usted vaya sabiendo que me basta mi
descubrimiento de ser el hombre que logró duplicarle el sueldo al señor Galilei por este vulgar
trasto. ¡Por pura casualidad los señores de la Alta Signoría no se han encontrado en la primer
bocacalle, ampliado siete veces en su tamaño, con algún vendedor ambulante que ofrece este
tubo por una bicoca! ¡Y ellos que están en la creencia de haber asegurado a la República con
este instrumento algo que sólo aquí puede ser fabricado! (Galilei ríe a carcajadas.)
SAGREDO. — Mi estimado señor Priuli, tal vez yo no sea capaz de calcular el valor comercial
de un instrumento así, pero su valor para la filosofía es verdaderamente incalculable.
EL SECRETARIO. — ¡Para la filosofía! ¿Qué tiene que hacer el señor Galilei, todo un
matemático, con la filosofía? Señor Galilei, una vez usted entregó a la ciudad una excelente
bomba de agua y su sistema de irrigación funciona todavía normalmente. Hasta los fabricantes
de paños alabaron su máquina. ¿Cómo podía esperar ahora esto de usted?
GALILEI. — No tanta prisa, Priuli. Las rutas marítimas son siempre largas, inseguras y caras.
Nos hace falta una especie de reloj exacto en el cielo. Ahora tengo la certeza de que podré
seguir con el anteojo el paso de ciertos astros que realizan movimientos muy regulares. Esto
traería como consecuencia el ahorro de millones de escudos para la marina, Priuli.
EL SECRETARIO. — Déjeme de esas cosas. Ya lo he estado escuchando bastante. Como pago
de mi cortesía me ha convertido en el hazmerreír de la ciudad. Siempre seré en el recuerdo de
todos aquel secretario que se dejó embaucar con un anteojo sin valor alguno. Ríase, tiene toda la
razón de reírse. Usted se tiene asegurados sus quinientos escudos de oro. Ah, pero yo le
aseguro, y es un hombre honorable quien se lo dice, este mundo me asquea, ¡me da asco! (Se va,
cerrando la puerta con violencia.)
GALILEI. — Cuando está colérico se vuelve simpático. ¿Has oído? Le asquea un mundo en el
que no se pueden hacer negocios.
SAGREDO. — ¿Sabías algo ya de esos instrumentos holandeses?
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Bertolt Brecht
GALILEI. — Naturalmente. Oí hablar de ellos. Pero yo les construí uno mucho mejor a esos
tacaños. ¿Cómo podría trabajar de otra forma? ¿Con el alguacil en el cuarto? Virginia necesita
pronto un ajuar, ella no es inteligente. Además me gusta mucho comprar libros, no sólo sobre
física y me place también comer decentemente. Mis mejores ideas me asaltan justamente cuando
saboreo un buen plato. ¡Ah, esta corrompida época! ¡Esos no me han pagado tanto como al
cochero que les transporta los toneles de vino! ¡Cuatro brazas de leña por dos lecciones de
matemáticas! Sí, les he podido arrancar quinientos escudos, pero tengo todavía deudas, algunas
de las cuales tienen ya veinte años. ¡Cinco años de tiempo libre para mis investigaciones y ya
habría demostrado todo! Ven, te mostraré algo más.
SAGREDO (duda de aproximarse al anteojo). — Siento algo así como un temor, Galilei.
GALILEI. — Ahora te mostraré una de las nebulosas de la Vía Láctea, brillante, blanca como
la leche. ¿Sabes tú en qué consiste?
SAGREDO. — Son estrellas. Incontables.
GALILEI. — Sólo en la constelación de Orión hay quinientas estrellas fijas. Esos son los
otros innumerables mundos, los más lejanos astros de los que habló aquél que mandaron a la
hoguera. No los vio, pero los esperaba.
SAGREDO. — En el caso mismo que esta Tierra fuese una estrella, no queda comprobado
por eso que se mueva alrededor del Sol, como sostiene Copérnico. No existe ningún astro en el
ciclo que se mueva alrededor de otro. Pero, en cambio, alrededor de la Tierra se mueve siempre
la Luna.
GALILEI. — Yo me pregunto... Desde anteayer me pregunto: ¿dónde está Júpiter? (Lo enfoca.)
Cerca de él hay cuatro estrellas que se captan con el anteojo. Las vi. el lunes pero no les dediqué
mayor atención. Ayer miré de nuevo y hubiera jurado que habían cambiado de posición... ¿Y
ahora qué es esto? Se han movido de nuevo. (Dejando el sitio.) Mira, mira tú.
SAGREDO. — Sólo veo tres.
GALILEI. — Y la cuarta, ¿dónde está? Aquí tengo las tablas. Tenemos que calcular los
movimientos que han podido haber realizado. (Excitados, comienzan a trabajar. El escenario se vuelve
oscuro pero siempre se ven en el horizonte Júpiter y sus satélites. Cuando comienza a aclarar, se hallan todavía
sentados, cubiertos con abrigos de invierno.) Está demostrado. El cuarto sólo pudo haberse ido detrás
de Júpiter, donde no se lo puede ver. Ahí tienes un sol en torno al cual giran las estrellas
pequeñas.
SAGREDO. — Pero, ¿y la esfera de cristal a la que está ligado Júpiter? ¡Si es una estrella fija!
GALILEI. — Sí, ¿dónde está ahora? ¿Cómo puede Júpiter estar sujeto si hay otras estrellas
que dan vueltas en torno a él? Ahí no hay ningún parante, en el universo no hay ningún apoyo.
¡No es nada menos que otro sol!
SAGREDO. — Tranquilízate. Piensas con demasiada prisa.
GALILEI. — ¿Qué? ¿Prisa? ¡Hombre, no te quedes así! Lo que tú estás viendo no lo ha visto
nadie hasta ahora. ¡Tenían razón!
SAGREDO. — ¿Quién, los discípulos de Copérnico?
GALILEI. — Y el otro. ¡El mundo entero estaba contra ellos y ellos tenían razón! ¡Esto sí que
es algo para Andrea! (Corre hasta la puerta y llama.) ¡Señora Sarti! ¡Señora Sarti!
SAGREDO. — ¡Galilei, tranquilízate!
GALILEI. — ¡Sagredo, muévete!
SAGREDO (desmonta el anteojo). — ¿Quieres terminar de una vez de gritar como un loco?
GALILEI. — ¡Quieres terminar de estarte ahí como un bacalao seco en la hora del
descubrimiento de la verdad!
SAGREDO. — No me quedo como un bacalao seco... Tiemblo de pensar que podría ser la
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Galileo Galilei
verdad.
GALILEI. — ¿Qué?
SAGREDO. — ¿Has perdido el juicio? ¿Sabes acaso realmente en lo que te metes si eso que tú
ves es la verdad? ¿Y más si lo gritas en todos los mercados? ¡Que existe un nuevo sol y nuevas
tierras que giran alrededor de él!
GALILEI. — Sí, sí. ¡Y no que todo el gigantesco universo con todos los astros es el que da
vueltas en torno a nuestra pequeñísima tierra, como todos piensan!
SAGREDO. — Entonces sólo hay astros. ¿Y dónde está Dios?
GALILEI. — ¿Qué quieres decir?
SAGREDO. — ¡Dios! ¡Dónde está Dios!
GALILEI (colérico). — ¡Allí no! De la misma manera como no lo encontrarán si lo buscan los
de allá, si allá hay seres vivientes.
SAGREDO. — ¿Y dónde está entonces Dios?
GALILEI. — No soy teólogo. Soy matemático.
SAGREDO. — Ante todo eres un hombre y yo te pregunto: ¿dónde está Dios en tu sistema
universal?
GALILEI. — ¡En nosotros mismos o en ningún lado!
SAGREDO (gritando). — ¿Como lo dijo el condenado a la hoguera?
GALILEI. — Sí, como lo dijo el condenado a la hoguera.
SAGREDO. — Por eso lo quemaron hace menos de diez años.
GALILEI. — ¡Porque no pudo demostrar nada! ¡Porque sólo pudo afirmarlo!
SAGREDO. — Galilei, siempre te he conocido como un hombre astuto. Durante diecisiete
años en Padua y tres años en Pisa enseñaste pacientemente el sistema de Ptolomeo a cientos de
alumnos. Ese sistema que la Iglesia predica y que las Sagradas Escrituras comprueban. ¡El
fundamento de la Iglesia! Tú lo tenías por falso debido a Copérnico, pero tú lo enseñabas.
GALILEI. — Porque no podía demostrar nada.
SAGREDO (incrédulo). — ¿Y tú crees que todo esto ahora lo cambia?
GALILEI. — ¡Un cambio total! Óyeme, Sagredo. Creo en los hombres, es decir, en su razón.
Sin esa fe no tendría las fuerzas necesarias para levantarme cada mañana de mi cama.
SAGREDO. — Quiero decirte algo: yo no creo en esa razón. Cuarenta años de vida entre los
hombres me han enseñado constantemente que no son accesibles a ella. Muéstrales la cola roja
de un cometa, infúndeles miedo y verás cómo salen corriendo de sus casas y se rompen las
piernas. Pero diles algo racional y demuéstraselo con siete razones y se burlarán de ti.
GALILEI. — Eso es totalmente falso, es una calumnia. No comprendo cómo puedes tener
amor por la ciencia creyendo en esas cosas. Sólo los cadáveres permanecen inmutables a las
razones.
SAGREDO. — ¿Cómo puedes confundir tú, razón con esa lamentable astucia que poseen.
GALILEI. — No hablo de su astucia. Ya sé, al asno lo llaman caballo cuando lo venden y al
caballo, asno cuando lo quieren comprar. Esa es su astucia. La vieja, que en la noche antes del
viaje le da con ruda mano un manojo más de heno a su mula; el navegante, que al comprar las
provisiones tiene en cuenta la tormenta y la calma chicha; el niño, que se encasqueta la gorra
cuando se le demuestra la posibilidad de una lluvia, todos esos son mi esperanza; todos hacen
valer razones. Sí, yo creo en la apacible impetuosidad de la razón sobre los hombres. No podrán
resistir a ella durante mucho tiempo. Ningún hombre puede contemplar indefinidamente como
yo dejo caer una piedra (Deja caer una piedra de la mano.) y digo: la piedra no cae. Ningún hombre
es capaz de eso. La seducción que ejerce una prueba es demasiado grande. Aquí se rinden los
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Bertolt Brecht
más, y a la larga, todos. El pensar es uno de los más grandes placeres de la raza humana.
SRA. SARTI (entra, en camisa de dormir). -— ¿Necesita usted algo, señor Galilei?
GALILEI (que de nuevo está mirando por el anteojo y hace anotaciones, muy cortés). — Sí, necesito que
venga Andrea.
SRA. SARTI. — ¿Andrea? Está acostado y duerme.
GALILEI. — ¿No puede despertarlo?
SRA. SARTI. — ¿Para qué lo necesita?
GALILEI. — Le quiero mostrar algo que lo pondrá contento. Tiene que venir a ver una cosa
que pocos hombres han visto hasta ahora desde que la tierra existe.
SRA. SARTI. — ¿Es algo por su tubo?
GALILEI. — Sí, algo por mi tubo, señora Sarti.
SRA. SARTI. — ¿Y por eso tengo que despertarlo en medio de su sueño? ¿Está usted en sus
cabales? Él necesita dormir de noche. ¡Ni pienso despertarlo!
GALILEI. — ¿Seguro que no?
SRA. SARTI. — Seguro que no.
GALILEI. — Entonces tal vez usted misma pueda ayudarme. Mire, tenemos un problema en
el cual no podemos ponernos de acuerdo, quizá porque hemos leído demasiado. Es una
pregunta sobre el cielo, una pregunta que se refiere a los astros, y es la siguiente: ¿es admisible
que lo grande gire en torno a lo pequeño o que lo pequeño gire en torno a lo grande?
SRA. SARTI (con desconfianza). — Con usted uno no se orienta en seguida, señor Galilei. ¿Es
una pregunta seria o quiere sólo burlarse otra vez de mí?
GALILEI. — Es una pregunta seria.
SRA. SARTI. — Entonces puede tener en seguida la respuesta. Dígame, ¿usted me sirve la
comida a mí o yo se la sirvo a usted?
GALILEI. — Usted me la sirve a mí. Ayer estaba quemada.
SRA. SARTI. — ¿Y por qué estaba quemada? Porque tuve que traerle los zapatos cuando
estaba guisando. ¿No le traje acaso los zapatos?
GALILEI. — Es muy probable.
SRA. SARTI. — Usted es el que ha estudiado y el que puede pagar.
GALILEI. — Ya veo, ya veo. No, ya no hay dificultades. Buenas noches, señora Sarti. (La
señora Sarti se va, divertida.) ¿Y estos seres no quieren comprender la verdad? ¡Si la cogen al vuelo!
(Una campana llama a maitines. Entra Virginia, con abrigo, llevando una lámpara.) ¿Por qué estás
levantada ya?
VIRGINIA. — Iré a maitines con la señora Sarti. Ludovico también irá. ¿Cómo fue la noche,
padre?
GALILEI. — Clara.
VIRGINIA. — ¿Puedo mirar?
GALILEI. — ¿Para qué? (Virginia no sabe qué responder.) Esto no es un juguete.
VIRGINIA. — No, padre.
GALILEI. — Y por otra parte este tubo decepciona, ya lo oirás por todos lados. Se puede
comprar por tres escudos en la calleja y ya fue inventado antes en Holanda.
VIRGINIA. — Pero, ¿no has visto nada nuevo en el cielo con él?
GALILEI. — Sólo algunas pequeñas manchas borrosas en el lado izquierdo de una gran
estrella que nadie alcanzará a ver, ni siquiera con el tubo. He tenido que idearme algo para que
aquel que quiera verlas tenga que empeñarse bastante. (A medida que habla va dejando de lado a
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Galileo Galilei
Virginia para dirigirse a Sagredo.) Quizá las bautice como "Astros de Médici" en honor del Gran
Duque de Florencia. A ti tal vez te interese saber que existe la posibilidad de mudarnos a
Florencia. He escrito una carta para ver si el Gran Duque necesita mis servicios como
matemático en la corte.
VIRGINIA (radiante). — ¿En la corte?
SAGREDO. — ¡Galilei!
GALILEI. — Amigo mío, necesito tranquilidad. Y también la olla llena. En ese cargo no
tendré que meterles en la cabeza el sistema de Ptolomeo a ninguna clase de alumnos privados,
sino que dispondré de tiempo. ¡Tiempo! ¡Tiempo! ¡Tiempo! ¡Tiempo para poder llegar a mis
pruebas! Lo que hasta ahora he logrado no es suficiente. ¡Esto no es nada, sólo un miserable
fragmento! Con esto no puedo presentarme ante el mundo. No tengo ninguna prueba de que
algún cuerpo celeste se mueva alrededor del Sol. Pero yo traeré pruebas, pruebas para todos,
desde la señora Sarti hasta arriba, hasta el Papa. Mi única preocupación es que la corte no llegara
a aceptarme.
VIRGINIA. — ¡Pero, sí, padre, no cabe duda de que te tomarán, con las nuevas estrellas y
todo!
SAGREDO (lee en voz alta el final de la carta que Galilei le ha alcanzado). — "Nada anhelo tanto
como poder estar cerca de vos, sol naciente que ilumina nuestra era". El Gran Duque tiene
nueve años de edad.
GALILEI. — Así es. Me parece que tú encuentras mi carta muy servil. Yo me pregunto si es
lo suficientemente servil y no resulte tal vez demasiado formal, como si me hubiese faltado una
verdadera sumisión. Escribir una carta sobria sólo puede permitírselo alguien que haya logrado
demostrar a Aristóteles, pero no yo. Un hombre como yo sólo puede llegar a una mediana
posición arrastrándose sobre su barriga. Y tú lo sabes, desprecio a aquellos cuyo cerebro no es
capaz de llenar su estómago. (A Virginia) Vete a escuchar tu misa. (Virginia se va.)
SAGREDO. — No vayas a Florencia, Galilei.
GALILEI. — ¿Por qué no?
SAGREDO. — Porque allí gobiernan los monjes.
GALILEI. — En la corte florentina hay eruditos de nombre.
SAGREDO. — Lacayos.
GALILEI. — A ésos los tomaré de la cabeza y los arrastraré hasta el anteojo. También los
monjes son seres humanos, Sagredo. También ellos capitulan ante la seducción de los hechos.
No debes olvidar que Copérnico exigió que creyeran a sus números, yo sólo exigiré que crean a
sus propios ojos. Si la verdad es tan débil para defenderse a sí misma debe entonces pasar al
ataque. Los tomaré de las cabezas y los obligaré a mirar por este anteojo.
SAGREDO. — Galilei, te veo tomar por el mal camino. Cuando el hombre vislumbra la
verdad sobreviene la noche del infortunio y la hora de la ofuscación suena cuando ese hombre
cree en la razón de las criaturas humanas. ¿De quién se dice que marcha con los ojos abiertos?
Precisamente de aquel que camina hacia su perdición. ¿Cómo podrían dejar libre los poderosos
a alguien que posee la verdad? ¿Aunque esa verdad sea dicha acerca de las más lejanas estrellas?
¿O crees tú acaso que el Papa oye tu verdad cuando tú dices que él está errado, y no oye al
mismo tiempo que efectivamente está errado? ¿Crees acaso que sin más ni más escribirá en su
diario: 10 de enero de 1610, hoy ha sido abolido el cielo? ¿Cómo puedes partir de la República
con la verdad en el bolsillo para caer en las garras de príncipes y monjes con tu anteojo en la
mano? Así como eres de desconfiado en tu ciencia así eres crédulo como un niño con todo lo
que crees que te falicitaría medios para su cultivo. No crees en Aristóteles pero sí en el Gran
Duque de Florencia. Cuando hace unos momentos te veía mirar por el anteojo y contemplar
esos nuevos planetas, fue para mí como si te viera en medio de las llamaradas de la hoguera, y
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Bertolt Brecht
cuando dijiste que creías en las pruebas me pareció oler carne quemada. Tengo un gran aprecio
por la ciencia, pero más por ti, mi querido amigo. ¡No vayas a Florencia, Galilei!
GALILEI. — Si ellos me aceptan, allá iré. (En un telón aparece la última hoja de una carta: "A las
nuevas estrellas que he descubierto las bautizaré con el alto nombre de la estirpe de los Médici. Bien sé que a los
dioses y héroes les ha bastado la elevación de sus nombres a lo alto para su eterna gloria, pero en este caso
ocurrirá lo contrario, el nombre de los Médici asegurará a las estrellas que le lleven un inmortal recuerdo. Por mi
parte yo os saludo como uno de vuestros más fieles y devotos servidores considerando un gran honor el haber
nacido como súbdito vuestro. Nada anhelo tanto como poder estar cerca de vos, sol naciente que iluminará
nuestra era. — Galileo Galilei.")
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Galileo Galilei
4.
Casa de Galilei en Florencia. La SEÑORA SARTI realiza preparativos para la recepción de huéspedes. Su hijo
ANDREA está sentado acomodando mapas astronómicos.
SRA. SARTI. — Desde que felizmente estamos en esta tan ponderada Florencia, no se termina
nunca de agachar el lomo ni de pasar la lengua. La ciudad entera viene a mirar por ese tubo y
después... el fregado del piso, para mí. Y de todo esto no resultará nada. Si en esos
descubrimientos hubiese algo, los señores clérigos serían los primeros en saberlo. ¡Cuatro años
estuve al servicio de Monseñor Filippo y nunca pude terminar de sacudir el polvo de su
biblioteca! ¡Tomos encuadernados en cuero y nada de versitos! Y el bueno de Monseñor tenía
más de dos libras de callos en el trasero de tanto estar sentado sobre toda su ciencia. ¿Y un
hombre así no va a saber esto? Toda la gran visita de hoy va a resultar un chasco, de modo que
mañana ni al lechero podré mirarle a la cara. Tenía razón cuando le aconsejé preparar a los
señores primero una buena cena, con buena carne de cordero, antes de ir a mirar por el tubo.
¡Pero no hay caso! (Imita a Galilei.) "Yo tengo otra cosa mejor para ellos". (Golpean abajo.)
SRA. SARTI (mirando por la mirilla de la ventana). — ¡Santo Dios! ¡El Gran Duque está ya aquí! ¡Y
Galilei todavía en la Universidad! (Baja la escalera y hace pasar al Gran Duque de Toscana, Cosme de
Médici y al Mayordomo Mayor de la Corte.)
COSME. — Quiero ver el anteojo.
EL MAYORDOMO. — Tal vez sea Su Alteza tan bondadosa de tener un poco de paciencia
hasta que el señor Galilei y los otros señores vuelvan de la Universidad. (A la señora Sarti.) El
señor Galilei deseaba que los señores astrónomos examinaran las nuevas estrellas descubiertas
por él y denominadas "estrellas de Médici".
COSME. — Ellos no creen en el anteojo. No creen en nada. ¿Dónde está pues? (El jovenzuelo
señala la escalera y ante un gesto de asentimiento de la señora Sarti, la sube.)
EL MAYORDOMO (un hombre muy anciano). — ¡Vuestra Majestad! (A la señora Sarti.) ¿Hay que
subir por ahí? Yo sólo he venido porque el preceptor está enfermo.
SRA. SARTI.—Al joven señor no le ocurrirá nada. Mi hijo está arriba.
COSME (arriba entrando). — Buenas noches. (Los muchachos se saludan entre sí con mucha
ceremonia. Pausa. Luego Andrea continúa con su trabajo.)
ANDREA (imitando a su maestro). — Esto es igual que un palomar.
COSME. — ¿Vienen muchos visitantes?
ANDREA. — Andan a los tropezones, papan moscas y no entienden ni jota de nada.
COSME. — Comprendo, comprendo... Este es el... (señala el anteojo.)
ANDREA. — Sí, ese es. Pero ojo con poner los dedos.
COSME. — ¿Y esto qué es? (Señala el modelo de madera del sistema de Ptolomeo.)
ANDREA. — El de Ptolomeo.
COSME. — ¿Muestra cómo el Sol se mueve, verdad?
ANDREA. — Así dicen.
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COSME (toma el modelo y se sienta en una silla). — Mi preceptor está enfermo, por eso pude venir
antes. Me gusta estar aquí.
ANDREA (inquieto, camina arrastrando los pasos, irresoluto, mirando al extraño con desconfianza y al fin,
incapaz de resistir la tentación por más tiempo, pesca de atrás de unos mapas otro modelo de madera, que
representa esta vez el sistema de Copérnico ). — Pero en realidad es así.
COSME. — ¿Qué?
ANDREA (señalando el modelo que tiene Cosme). — Así dicen que es, pero así (señala el suyo.) es en
realidad. La Tierra da vueltas alrededor del Sol, ¿entiendes?
COSME. — ¿Lo dices en serio?
ANDREA. — Seguro, si está demostrado.
COSME. — ¿Sí? Yo quisiera saber por qué no me dejaron ver al viejo, siendo que ayer estaba
aún en la cena.
ANDREA. — Parece que usted no cree.
COSME. — Pero sí, por supuesto.
ANDREA (repentinamente señala el modelo que tiene Cosme). — Dámelo, tú no comprendes ni
siquiera eso.
COSME. — ¿Para qué quieres dos?
ANDREA. — Dámelo te digo. Eso no es un juguete para niños.
COSME. — No tengo nada en contra de dártelo pero podrías ser un poquito más cortés,
¿entiendes?
ANDREA. — Tú eres un estúpido... con tus cortesías. ¡Suéltalo o te doy una!
COSME. — ¡Quita las manos de ahí! (Comienza a forcejear cayendo en seguida al suelo.)
ANDREA. — Te voy a demostrar cómo se trata a un modelo. ¡Ríndete!
COSME. — ¡Ahora se rompió! ¡Que me retuerces la mano!
ANDREA. — Yo te voy a enseñar quién tiene razón. ¡Di que se mueve o te doy de
coscorrones!
COSME. — Nunca. ¡Ay, tú, pelo de Judas!
ANDREA. — ¿Qué? ¿Pelo de Judas? ¡Dilo de nuevo! (Siguen riñendo en silencio. Abajo entran
Galilei y algunos profesores de la Universidad.)
EL MAYORDOMO. — Señores míos, una ligera indisposición impidió al preceptor de Su
Alteza, señor Suri, acompañar a Su Alteza hasta aquí.
EL TEÓLOGO. — Ojalá que no sea nada grave.
EL MAYORDOMO. —- No, de ninguna manera.
GALILEI (decepcionado). — ¿No ha venido Su Alteza?
EL MAYORDOMO. — Su Alteza está arriba. Ruego a los señores no demorarse. La corte
espera con extrema curiosidad la opinión de la distinguida Universidad sobre el extraordinario
instrumento del señor Galilei y las maravillosas estrellas recién descubiertas. (Suben. Los
muchachos quedan paralizados. Han oído el ruido de abajo.)
COSME. — Allí están. ¡Déjame levantarme! (Se paran rápidamente.)
Los SEÑORES (subiendo).—No, no, si todo está en el más perfecto orden.
— La Facultad de Medicina ha rechazado la posibilidad de que en la parte vieja de la ciudad
pudiera haber apestados.
— Los miasmas deberían estar congelados con la temperatura que reina actualmente.
— Lo peor en estos casos es siempre el pánico.
— No es otra cosa que los casos comunes de constipación en esta época del año.
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5.
De mañana temprano. GALILEI al lado del telescopio sigue con sus apuntes. VIRGINIA entra con una maleta
de viaje.
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SRA. SARTI. — En una hora no podrá salir ya nadie de aquí. ¡Ven! ¡Tienes que venir!
(Escuchando.) ¡Se va! ¡Lo detendré! (Desaparece. Galilei se pasea por la habitación. La señora Sarti regresa
muy pálida, sin su atado.)
GALILEI. — ¡Qué hace ahí parada! Todavía es capaz de perder la calesa con los niños.
SRA. SARTI. — Ya se ha ido. A Virginia la tuvieron que contener. En Bolonia ya se
preocuparán de ellos. ¿Pero quién le guisará a usted aquí?
GALILEI. — ¡Estás loca! ¡Quedarte en la ciudad para guisar! (Toma sus apuntes.) No vaya a
creer que soy un demente. Es que no puedo tirar por la borda todas estas observaciones. Tengo
enemigos poderosos y es necesario que reúna pruebas para ciertas aseveraciones.
SRA. SARTI — No necesita disculparse. Pero no me dirá que esto es razonable.
b.
Frente a la casa de Galilei en Florencia. Sale Galilei y mira calle abajo. Pasan dos monjas.
GALILEI (les habla). — ¿Pueden ustedes decirme, hermanas, dónde venden leche? Esta
mañana no ha venido la lechera y mi ama se ha marchado.
UNA MONJA. — Sólo están abiertas las tiendas de los bajos.
LA OTRA MONJA. — ¿Ha salido usted de ahí? (Galilei asiente.) ¡Esa es la calleja! (Las dos monjas
se persignan, murmuran la salutación angélica y desaparecen rápidamente. Aparece un hombre.)
GALILEI (le habla). — ¿No es usted acaso el panadero que siempre nos trae el pan blanco? (El
hombre asiente.) ¿No ha visto a mi ama de llaves? Debe haberse marchado ayer al anochecer y
desde hoy temprano noto su falta. (El hombre niega con la cabeza. Una ventana de enfrente se abre y
aparece una mujer.)
LA MUJER (gritando). — ¡Márchese de aquí que esos tienen la peste! (El hombre huye asustado.)
GALILEI. — ¿Sabe usted algo de mi ama de llaves?
LA MUJER. — Su ama cayó allá, calle arriba. Lo debe haber presentido, por eso se fue. ¡Qué
falta de consideración! (Cierra la ventana de un golpe. Unos niños vienen bajando la calle y al ver a Galilei
huyen con grandes gritos. Éste se da vuelta y ve venir corriendo a dos soldados, con armadura completa.)
Los SOLDADOS. — ¡Métete en seguida en tu casa! (Con sus largas picas empujan a Galilei adentro
de su casa, tras él cierran el portón.)
GALILEI (en la ventana). — ¿Podéis decirme qué es lo que ha sucedido con la mujer?
Los SOLDADOS. — A todos los llevan al campo.
LA MUJER (aparece de nuevo en la ventana). — Toda esta calleja allí atrás está contaminada. ¿Por
qué no la cerráis? (Los soldados colocan una cuerda a través de la calle.)
LA MUJER. — No, así no, ¿no véis que ahora no podrá entrar nadie en nuestra casa? Aquí no
es necesario que cerréis. ¡Aquí estamos todos sanos! Dejad, ¿no oís lo que estoy diciendo? Mi
esposo está en la ciudad y así no podrá entrar. ¡Bestias! ¡Bestias! (Se oyen sus gritos y llantos desde
adentro. Los soldados se van. En otra ventana aparece una vieja.)
GALILEI. — Allá atrás se está quemando algo.
LA VIEJA MUJER. — Ya no apagan más si hay sospecha de peste. Cada uno sólo piensa en
ella.
GALILEI. — Bien de ellos es esto. Así es todo su sistema de gobierno. Nos derriban como si
fuésemos la rama enferma de una higuera. Porque ya no puede dar frutos.
LA VIEJA MUJER. — No debe decir eso. Es que más no pueden hacer.
GALILEI. — ¿Está usted sola?
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LA VIEJA MUJER. — Sí, mi hijo me mandó una nota. Gracias a Dios supo ayer que uno había
muerto allí atrás y no volvió a casa. Once son los casos habidos durante la noche en esta parte
de la ciudad.
GALILEI. — Me reprocho no haber mandado afuera a tiempo a mi ama. Yo debía hacer un
trabajo urgente, pero ella no tenía razón de quedarse.
LA VIEJA MUJER. — Tampoco nosotros podemos irnos. ¿Quién nos tomaría? No debe usted
hacerse reproches. Yo la vi., se marchó hoy, a eso de las siete. Estaría enferma, porque en el
momento en que me vio salir cuando fui a buscar el pan, hizo un rodeo para no encontrarse
conmigo. Tal vez no quería que clausuraran su casa. Pero ellos siempre lo llegan a saber todo.
(Se comienza a oír ruido de matracas.)
GALILEI. — ¿Qué es eso?
LA VIEJA MUJER. — Tratan de disipar con ruidos las nubes que traen la peste. (Galilei ríe a
carcajadas.) ¡Parece que a usted todavía le quedan ganas de reír! (Un hombre viene bajando la calle y la
encuentra cerrada por la cuerda.)
GALILEI. — ¡Eh, usted, ahí! Esto está cerrado y en la casa no hay nada para comer. (El
hombre huye sin escuchar.) ¡Es que no podéis dejarnos morir de hambre! ¡Ea, eh!
LA VIEJA MUJER. — Tal vez nos traigan algo, en último caso le colocaré un cántaro con
leche delante de su puerta, pero sólo durante la noche, si usted no tiene temor.
GALILEI.— ¡Ea, eh, pero tienen que oírnos! (De improviso aparece Andrea junto a la cuerda. Trae
una cara llorosa.) ¡Andrea! ¿Cómo es que estás aquí?
ANDREA. — Estuve hoy temprano ya. Llamé a la puerta pero usted no abrió. La gente me
dijo que...
GALILEI. — ¿Pero acaso no partiste?
ANDREA. — Claro que sí, pero en el viaje pude saltar del coche. Virginia siguió. ¿No puedo
entrar?
GALILEI. — No, no puedes. Debes ir al convento de las ursulinas. Tal vez tu madre esté allá.
ANDREA. — Ahí estuve, pero no me dejaron pasar. Está tan enferma...
GALILEI. — ¿Y has caminado tanto? Ya son tres días desde que partiste.
ANDREA. — Sí, y tanto tiempo necesité, no se enoje. Una vez me cazaron.
GALILEI (impotente). — No llores más. ¿Sabes? Durante este tiempo he encontrado muchas
cosas nuevas. ¿Quieres que te cuente? (Andrea asiente, sollozando.) Atiende bien, sino no
comprenderás. ¿Te acuerdas cuando te mostré el planeta Venus? No hagas caso de ese ruido, no
es nada. ¿Te acuerdas? ¿A que no adivinas lo que he visto? ¡Es como la luna! Lo vi. igual que a
la luna, como una semiesfera y como una hoz. ¿Qué me dices? Te puedo mostrar todo con una
pequeña esfera y una luz. Eso te demuestra que tampoco ese planeta tiene luz propia. Y da
vueltas alrededor del sol en una simple circunferencia. ¿No es maravilloso?
ANDREA (sollozando). — Seguro, y es un hecho real.
GALILEI (por lo bajo). — Yo no la retuve (Andrea calla.)
GALILEI. — Claro está, que si yo no me hubiese quedado eso no habría ocurrido.
ANDREA. — ¿Deberán creerle ellos ahora?
GALILEI. — Tengo todas las pruebas juntas. ¿Sabes? Cuando aquí termine esto me iré a
Roma y se las mostraré. (Dos encapuchados con largos palos y cubos van bajando la calle. Con los palos
alcanzan pan a Galilei y a la vieja mujer.)
LA VIEJA MUJER. — Allá enfrente hay una mujer con tres pequeños. Alcanzadle algo
también.
GALILEI. — No tengo nada que beber. En la casa no hay agua. (Los encapuchados se encogen de
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6.
Sala del Colegio Romano en Roma. Es de noche. Altos representantes eclesiásticos, monjes y eruditos forman
grupos. Hacia un costado, solo, GALILEI. Reina un desenfrenado alborozo. Antes de que la escena comience, se
oyen estruendosas carcajadas.
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Bertolt Brecht
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Galileo Galilei
del Creador reposa en mí, solamente en mí, giran, sujetas en ocho esferas de cristal, las estrellas
fijas y el poderoso Sol que ha sido creado para iluminar a mi alrededor. Y también a mí, para
que Dios me vea. Así viene a parar todo sobre mí, visible e irrefutable, sobre el hombre, el
esfuerzo divino, la criatura en el medio, la viva imagen de Dios, imperecedera y... (Se desploma.)
EL MONJE . — ¡Vuestra Eminencia se ha excedido con sus fuerzas! (En ese momento se abre la
puerta trasera y, a la cabeza de sus astrónomos entra el gran Clavius. Atraviesa la sala en silencio con ligero
paso sin mirar a sus costados. Casi al salir habla a un monje.)
CLAVIUS. — Es exacto. (Sale seguido por los astrónomos. La puerta trasera queda abierta. Silencio
sepulcral. El Cardenal muy viejo vuelve en sí.)
EL CARDENAL MUY VIEJO. — ¿Qué sucede? ¿Se ha dictado el veredicto? (Nadie se atreve a
decírselo.)
EL MONJE . — Vuestra Eminencia deberá ser transportado a casa. (Ayudan a marcharse al viejo
Cardenal. Todos abandonan estupefactos la sala. Un pequeño monje de la comisión examinadora presidida por
Clavius se detiene frente a Galilei.)
EL PEQUEÑO MONJE (disimulado). — El padre Clavius dijo antes de marcharse: Ahora tienen
que arreglárselas los teólogos para componer el cielo. Usted ha vencido. (Se va.)
GALILEI (trata de detenerlo). — ¡Ea, yo no, la razón! (El pequeño monje ya se ha marchado. Galilei
también se va. Al cruzar la puerta se encuentra con un clérigo de gran estatura: el Cardenal Inquisidor. Un
astrónomo lo acompaña. Galilei hace una reverencia, antes de irse pregunta algo en voz baja al portero.)
PORTERO (también en voz baja). — Su Eminencia, el Cardenal Inquisidor. (El astrónomo
acompaña al Cardenal Inquisidor hasta el anteojo.)
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Bertolt Brecht
7.
(Casa del Cardenal Belarmino, en Roma. Se realiza un baile. En el vestíbulo, donde dos secretarios eclesiásticos
juegan al ajedrez y hacen apuntes sobre los invitados, es recibido GALILEI con aplausos por un grupo de damas y
señores con antifaces. Él llega en compañía de su hija VIRGINIA y de LUDOVICO MARSILI, prometido de
ésta.)
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Galileo Galilei
de Italia están representadas aquí esta noche. Los Orsini, Villani, Nuccoli, Soldanieri, Cañe,
Lecchi, Estensi, Colombini...
EL SEGUNDO SECRETARIO (interrumpe). — Sus Eminencias, los Cardenales Belarmino y
Barberini. (Entra el Cardenal Belarmino y el Cardenal Barberini cubriendo sus caras con las máscaras de un
cordero y una paloma que van unidas a sendos mangos.)
BARBERINI (señalando con el índice a Galilei). — "Nace el sol y se pone, y vuelve a su lugar", dice
Salomón, ¿y qué dice Galilei?
GALILEI. —Cuando era un pillete de quince años, Vuestra Eminencia, encontrándome a
bordo de un barco comencé a gritar: la costa se mueve, la costa se aleja. Hoy sé que la costa
estaba firme y era el barco el que se movía y se alejaba.
BARBERINI. — Muy astuto, muy astuto. Lo que vemos, Belarmino, es decir, que los astros se
mueven, no necesita ser verdad, ahí tienes el ejemplo de barco y costa. Pero lo que sí es verdad,
es decir, que la tierra se mueve, eso no lo podemos ver. Muy astuto. Pero sus lunas de Júpiter
son un hueso duro para nuestros astrónomos. Lo malo es, Belarmino, que yo también leí una
vez algo de astronomía. Y eso se le pega a uno como la sarna.
BELARMINO. — Marchemos al compás del tiempo. Si hay nuevos planisferios celestes
basados en nuevas hipótesis que facilitan la navegación a nuestros marinos, pues bien, que los
utilicen. Nosotros desaprobamos sólo las teorías que contradicen las Escrituras. (Hace señas
saludando hacia el salón de baile.)
GALILEI. — Las Escrituras: "Quien esconde los granos será maldito de los pueblos".
Proverbio de Salomón.
BARBERINI. — "Ocultan su saber los sabios". Proverbio de Salomón.
GALILEI. — "Donde faltan los bueyes para arar están vacías las trojes y sin paja los pesebres;
donde abundan las mieses allí se ve claramente la fuerza y el trabajo del buey".
BARBERINI. — "Quien domina sus pasiones, mejor es que un conquistador de ciudades".
GALILEI. — "Deseca los huesos la tristeza de espíritu". (Pausa.) "¿Acaso no clama la verdad
en voz alta?"
BARBERINI. — "¿Puede un hombre andar sobre las ascuas, sin quemarse las plantas de los
pies?" Bienvenido a Roma, amigo Galilei. ¿Sabe usted algo del origen de esta ciudad? Dos
rapaces, así cuenta la leyenda, recibieron leche y abrigo de una loba. Desde ese momento, todos
los niños deben pagar por su leche a la loba. Pero el lugar no es malo. La loba procura toda
clase de placeres, tanto celestiales como terrenales. Desde conversar con mi sabio amigo
Belarmino hasta tres o cuatro damas de fama internacional. ¿Me permite indicárselas? (Lleva a
Galilei hacia atrás para mostrarle la sala de baile. Galilei lo sigue de mala gana.) ¿No? Él insiste en una
conversación seria. Bien. ¿Está usted seguro, amigo Galilei, que vosotros los astrónomos no os
queréis hacer la astronomía un poco más cómoda? (Lo guía de nuevo hacia adelante.) Vosotros
pensáis en círculos o elipses y en velocidades proporcionadas, es decir, en movimientos simples
adecuados a vuestros cerebros. ¿Qué pasaría si a Dios se le hubiese ocurrido dar este
movimiento a sus astros? (Dibuja en el aire, con el dedo, una trayectoria muy complicada con velocidades
irregulares.) ¿Qué sería entonces de vuestros cálculos?
GALILEI. — Amigo mío, si Dios hubiese construido un mundo así (Repite la trayectoria de
Barberini.) entonces habría construido nuestros cerebros así (Repite la misma trayectoria.) de modo
que reconocerían inmediatamente a esos movimientos como si fueran los más simples. Yo creo
en la razón.
BARBERINI. — Considero insuficiente a la razón. Él se calla, es muy cortés de responder
ahora que él considera insuficiente a mi razón. (Ríe y regresa a la balaustrada.)
BELARMINO. — Con la razón, mi estimado Galilei, no se llega a muchos lados. Alrededor
nuestro sólo vemos equívocos, crímenes y debilidades. ¿Dónde está la verdad?
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Galileo Galilei
GALILEI (con ira). — Esa confianza se agota cuando se toma como pretexto.
BARBERINI. — ¿Sí? (Le palmea la espalda mientras suelta una carcajada. Luego lo mira fijamente y le
habla con afabilidad.) No derrame el agua de la tina con niño y todo, amigo Galilei. Nosotros
tampoco lo hacemos porque lo necesitamos más que usted a nosotros.
BELARMINO. — Ardo en deseos de presentar al más grande matemático de toda Italia ante el
comisario del Santo Oficio, que sabrá dispensarle la más alta de las estimas.
BARBERINI (tomando a Galilei por el otro brazo). — Con lo cual se convertirá de nuevo en manso
cordero. También usted hubiera aparecido mejor disfrazado de formal doctor del criterio
escolástico, mi querido amigo. Es este mi disfraz el que hoy me permite un poco de libertad. En
un atavío así me puede usted oír murmurar: si no hay Dios, hay que inventarlo. Bien,
pongámonos otra vez las máscaras, ¡el pobre Galilei no tiene ninguna! (Toman a Galilei del brazo
dejándole el lugar del medio y lo llevan hasta el salón de baile.)
EL PRIMER ESCRIBIENTE. — ¿Tienes ya las últimas palabras?
EL SEGUNDO ESCRIBIENTE. — En eso estoy. (Escriben con ahínco.) ¿Tienes tú eso cuando dijo
que cree en la razón? (Entra el Cardenal Inquisidor.)
EL INQUISIDOR. — ¿Se efectuó la entrevista?
EL SECRETARIO (mecánicamente). — Primero llegó el señor Galilei con su hija. Ésta se ha
prometido hoy con el señor... (El Inquisidor hace una seña como que eso no le interesa.) El señor Galilei
nos informó, acto seguido, de una nueva forma de jugar al ajedrez, en la que las piezas, en
contra de las reglas del juego, pueden moverse en todas las casillas.
EL INQUISIDOR (de nuevo el mismo gesto). — El protocolo. (Un secretario le alcanza el protocolo. El
Cardenal se sienta y lo lee de prisa. Dos damitas, con máscaras, atraviesan el escenario; frente al Cardenal hacen
una reverencia.)
UNA. —¿Quién es ése?
LA OTRA. — El Cardenal Inquisidor. (Se van con risas ahogadas. Entra Virginia buscando a alguien.)
EL INQUISIDOR (desde su esquina). — ¿Qué buscas, hija mía?
VIRGINIA (asustándose un poco dado que no lo ha visto). — ¡Oh, Vuestra Eminencia! (El Inquisidor
le alarga la mano derecha sin levantar la vista. Ella se acerca y, arrodillándose, besa su anillo.)
EL INQUISIDOR. — ¡Una noche sublime! Permítame felicitarla por sus esponsales. Usted se
nos queda en Roma, ¿verdad?
VIRGINIA. — Por el momento, no, Vuestra Eminencia. ¡Hay que preparar tantas cosas para
una boda!
EL INQUISIDOR. — Quiere decir que usted acompañará a su padre de regreso a Florencia.
Me alegro, me alegro. Me imagino cómo su padre la debe necesitar. La matemática es una
compañera muy fría, ¿verdad? Una criatura así, de carne y hueso es una gran cosa en ese
ambiente. Cuando se es un genio se corre el peligro de perderse fácilmente en los mundos de
los astros, que tan inmensos son.
VIRGINIA (sin aliento). — Usted es muy bueno, Eminencia. Yo no entiendo casi nada de esas
cosas.
EL INQUISIDOR. — ¿No? (Ríe.) En casa de herrero, cuchillo de palo, ¿verdad? Su padre se
divertirá cuando se entere que todo lo que usted sabe de las estrellas se lo enseñé yo, hija mía.
(Hojeando el protocolo.) Aquí leo que nuestros innovadores, cuyo jefe reconocido en todo el
mundo es su padre, un gran hombre, uno de los más grandes hombres, consideran exagerados
nuestros actuales conceptos sobre la importancia de nuestra querida tierra. Es que, desde los
tiempos de Ptolomeo —un sabio de la antigüedad— hasta hoy, se calculó la medida total de
toda la creación, en veinte mil veces el diámetro terráqueo, es decir, para toda la esfera de cristal,
en cuyo centro descansa la Tierra. Una respetable extensión, pero muy pequeña, demasiado
pequeña para innovadores. Según ellos esa extensión es de una amplitud inimaginable. La
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distancia entre Tierra y Sol, que, después de todo, es una distancia respetable, como nosotros
siempre creímos, es para ellos tan ínfima comparada con la distancia entre nuestra pobre Tierra
y las estrellas fijas sujetas a los anillos más externos, que en los cálculos ni siquiera se necesita
tenerla en cuenta. ¡Y después dicen que a esos innovadores no les gusta vivir a lo grande!
(Virginia ríe. También el Inquisidor ríe.) En efecto, hace poco, unos señores del Santo Oficio se
escandalizaron de una imagen así del Universo. Comparada con ella la nuestra resulta una
imagen tan pequeñita que bien podríamos colocarla alrededor del cuello tan encantador de
cierta joven muchacha. Es que esos señores se inquietan porque un prelado o bien un cardenal
podrían extraviarse fácilmente en una distancia tan colosal, y el mismo Papa sería perdido de
vista por el Todopoderoso. Sí, esto es divertido, pero, no obstante, estoy contento de saber que
usted continuará junto a su padre a quien todos tanto apreciamos, hija mía. Yo me pregunto,
¿conozco, acaso, a su padre confesor?...
VIRGINIA. — El padre Cristóforo, de Santa Úrsula.
EL INQUISIDOR. — Sí, me alegro mucho entonces de que usted acompañe a su padre. Él la
necesitará, tal vez usted no se lo imagina, pero ya verá. ¡Usted es tan joven todavía y,
verdaderamente, tan de carne y hueso!... Ya aquellos a quienes Dios ha beneficiado no siempre
les resulta fácil llevar su genialidad. No siempre... Nadie entre los mortales es tan grande que no
pueda ser incluido en una plegaria. Pero yo la estoy deteniendo, hija mía. Todavía su prometido
es capaz de ponerse celoso y también su querido padre..., porque le he contado algo sobre los
astros, que tal vez sea ya anticuado. Vaya rápido a bailar y no se olvide de saludar de mi parte al
padre Cristóforo. (Virginia hace una profunda reverencia y sale rápidamente.)
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Galileo Galilei
8.
UN DIÁLOGO
(En el palacio de la Legación florentina, en Roma, escucha GALILEI al PEQUEÑO MONJE, que, luego de la
sesión del Colegio Romano, le había comunicado furtivamente el veredicto del Astrónomo Pontificio.)
GALILEI. — ¡Hable, continúe! La vestimenta que usted lleva le da siempre derecho a decir lo
que se le ocurra.
EL PEQUEÑO MONJE. — Yo he estudiado matemáticas, señor Galilei.
GALILEI. — Eso serviría de algo si lo indujera a admitir de cuando en cuando que dos por
dos son cuatro.
EL PEQUEÑO MONJE. — Señor Galilei, desde hace tres noches no puedo conciliar el sueño.
No sabía cómo hacer compatible el decreto que he leído con los satélites de Júpiter que he
visto. Por eso me decidí a decir misa bien temprano para venir a verlo.
GALILEI. — ¿Para venir a decirme que Júpiter no tiene satélites?
EL PEQUEÑO MONJE. — No. Me ha sido posible penetrar en la sabiduría del decreto. Se me
han revelado los peligros que traería para la Humanidad un afán desenfrenado de investigar, y
por eso he decidido renunciar a la astronomía. Pero quisiera hacer conocer a usted los motivos
que pueden llevar a un astrónomo a abstenerse de continuar trabajando en la elaboración de
cierta teoría.
GALILEI. — Me permito decirle que esos motivos son ya de mi conocimiento.
EL PEQUEÑO MONJE. — Comprendo su amargura. Usted piensa en ciertos y extraordinarios
poderes de la Iglesia. Pero yo quisiera nombrarle otros. Permítame que le hable de mí. Yo he
crecido en la Campagna, soy hijo de campesinos, de gente sencilla. Ellos saben todo lo que se
puede saber sobre el olivo, pero de otra cosa muy poco saben. Mientras observo las fases de
Venus veo delante de mí a mis padres, sentados con mi hermana cerca del hogar, comiendo sus
sopas de queso. Veo sobre ellos las vigas del techo que el humo de siglos han ennegrecido, y
veo claramente sus viejas y rudas manos y la cucharilla que ellas sostienen. A ellos no les va
bien, pero aun en su desdicha se oculta un cierto orden. Ahí están esos ciclos que se repiten
eternamente, desde la limpieza del suelo a través de las estaciones que indican los olivares hasta
el pago de los impuestos. Las desgracias se van precipitando con regularidad sobre ellos. Las
espaldas de mi padre no son aplastadas de una sola vez sino un poco todas las primaveras en los
olivares, lo mismo que los nacimientos que se producen regularmente y van dejando a mi madre
cada vez más como un ser sin sexo. De la intuición de la continuidad y necesidad sacan ellos sus
fuerzas para transportar, bañados en sudor, sus cestos por las sendas de piedra, para dar a luz a
sus hijos, sí, hasta para comer. Intuición que recogen al mirar el suelo, al ver reverdecer los
árboles todos los años, al contemplar la capilla y al escuchar todos los domingos el Sagrado
Texto. Se les ha asegurado que el ojo de la divinidad está posado en ellos, escrutador y hasta
angustiado, que todo el teatro humano está construido en torno a ellos, para que ellos, los
actores, puedan probar su eficacia en los pequeños y grandes papeles de la vida. ¿Qué dirían si
supieran por mí que están viviendo en una pequeña masa de piedra que gira sin cesar en un
espacio vacío alrededor de otro astro? Una entre muchas, casi insignificante. ¿Para qué entonces
sería ya necesaria y buena esa paciencia, esa conformidad con su miseria? ¿Para qué servirían ya
las Sagradas Escrituras, que todo lo explican y todo lo declaran como necesario: el sudor, la
paciencia, el hambre, la resignación, si ahora se encontraran llenas de errores? No, veo sus
miradas llenarse de espanto, veo cómo dejan caer sus cucharas en la losa del hogar, y veo cómo
se sienten traicionados y defraudados. ¿Entonces no nos mira nadie?, se preguntan. ¿Debemos
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ahora velar por nosotros mismos, ignorantes, viejos y gastados como somos? ¡Nadie ha pensado
otro papel para nosotros fuera de esta terrena y lastimosa vida! Papel que representamos en un
minúsculo astro, que depende totalmente de otros y alrededor del cual nada gira. En nuestra
miseria no hay, pues, ningún sentido. Hambre significa sólo no haber comido y no es una
prueba a que nos somete el Señor; la fatiga significa sólo agacharse y llevar cargas, pero con ella
no se ganan méritos. ¿Comprende usted que yo vea en el decreto de la Sagrada Congregación
una piedad maternal y noble, una profunda bondad espiritual?
GALILEI. — ¡Bondad espiritual! Tal vez usted quiera decir que ahí no queda nada, que el vino
se lo han vendido todo, que sus labios están resecos, ¡que se pongan entonces a besar sotanas!
¿Y por qué no hay nada? ¿Porque el orden en este país es sólo el orden de un arca vacía?
¿Porque la llamada necesidad significa trabajar hasta reventar? ¡Y todo esto entre viñedos
rebosantes, al borde de los trigales! Sus campesinos de la Campagna son los que pagan las
guerras que libra en España y Alemania el representante del dulce Jesús. ¿Por qué sitúa él la
Tierra en el centro del Universo? Para que la silla de Pedro pueda ser el centro de la
Humanidad. Eso es todo. ¡Usted tiene razón cuando me dice que no se trata de planetas sino de
los campesinos de la Campagna! Y no me venga con la belleza de fenómenos que el tiempo ha
adornado. ¿Sabe usted cómo produce sus perlas la ostra margaritífera? Encerrando con peligro
de muerte un insoportable cuerpo extraño, un grano de arena, por ejemplo, rodeándolo con su
mucosa. La ostra da casi su vida en el proceso. ¡Al diablo con la perla! Yo prefiero las ostras
sanas. Las virtudes no tienen por qué estar unidas a la miseria, mi amigo. Si su gente viviera feliz
y cómoda podrían desarrollar las virtudes de la felicidad y del bienestar. Ahora, en cambio, las
virtudes de esos exhaustos provienen de exhaustas campiñas y yo no las acepto. Señor, mis
nuevas bombas de agua pueden hacer más maravillas que todo ese ridículo trabajo
sobrehumano. "Sed fecundos y multiplicaos", porque los campos son infecundos y las guerras
os diezman. ¿Debo, acaso, mentir a esa, su gente?
EL PEQUEÑO MONJE (con gran emoción). — ¡Los más sagrados motivos son los que nos obligan
a callarnos! ¡Es la tranquilidad espiritual de los desdichados!
GALILEI. — ¿Quiere usted ver un reloj labrado por Cellini que esta mañana entregó aquí el
cochero del Cardenal Belarmino? Amigo mío, en recompensa de que yo, por ejemplo, deje a sus
padres la tranquilidad espiritual, las autoridades me ofrecen el vino de las uvas que sus padres
pisan en los lagares, con sudorosos rostros, creados a imagen y semejanza de Dios. Si yo
aceptara callarme sería, sin duda alguna, por motivos bien bajos: vida holgada, sin
persecuciones, etcétera.
EL PEQUEÑO MONJE. — Señor Galilei, yo soy sacerdote.
GALILEI. — Pero también es físico. Y, por consiguiente, ve que Venus tiene fases. Ven, mira
allá. (Señala algo a través de la ventana.) ¿Ves allí en la fuente ésa, cerca del laurel, al pequeño
Príapo? ¡El dios de los jardines, de los pájaros y de los ladrones, el obsceno y grosero con dos
mil años encima! Él mintió menos, pero no hablemos de eso. Bien, yo también soy un hijo de la
Iglesia. ¿Conoce usted la octava sátira de Horacio? Las estoy leyendo de nuevo en estos días.
Horacio equilibra un poco. (Toma un pequeño libro.) Aquí hace hablar a ese Príapo, una pequeña
estatua que se encontraba en los jardines esquilinos. Así comienza:
"Fui un día inútil tronco de higuera,
un carpintero qué hacer de mí dudó,
si un banco o un Príapo de madera
cuando al fin por el Dios se decidió".
¿Cree usted que Horacio hubiera renunciado a poner un banco en la poesía reemplazándolo por
una mesa? Señor, mi sentido de la belleza sufriría si en mi imagen del mundo hubiera una Venus
sin fases. Nosotros no podemos inventar maquinarias para elevar el agua de los ríos si no nos
dejan estudiar la maquinaria más grande de todas, la que está frente a nuestros ojos, ¡la
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Galileo Galilei
maquinaria de los cuerpos celestes! La suma de los ángulos del triángulo no puede ser cambiada
según las necesidades de la curia. No puedo calcular la trayectoria de los cuerpos estelares y al
mismo tiempo justificar las cabalgatas de las brujas sobre sus escobas.
EL PEQUEÑO MONJE. — ¿Y usted no cree que la verdad, si es tal, se impone también sin
nosotros?
GALILEI. — No, no y no. Se impone tanta verdad en la medida en que nosotros la
impongamos. La victoria de la razón sólo puede ser la victoria de los que razonan. Vosotros
pintáis a vuestros campesinos como el musgo que crece sobre sus chozas. ¡Quién puede
suponer que la suma de los ángulos del triángulo puede contradecir las necesidades de esos
desgraciados! Eso sí, que si de una vez por todas no despiertan y aprenden a pensar, ni las
mejores obras de regadío les van a servir de algo. ¡Qué diablos!, yo veo su divina paciencia, pero
¿qué se ha hecho de su divino furor?
EL PEQUEÑO MONJE.— ¡Están cansados!
GALILEI (le arroja un paquete con manuscritos). — ¿Eres, acaso, un físico, hijo mío? Aquí están las
razones por qué los mares se mueven en flujo y reflujo. ¡Pero tú no debes leerlo, entiendes! ¿Ah,
no? ¿Lo lees ya? ¿Eres, acaso, un físico? (El pequeño monje se ha enfrascado en los papeles.) Una
manzana del árbol de la ciencia del bien y del mal: éste ya se la está engullendo. ¡Está ya maldito
eternamente, pero igual se la engulle, desgraciado, glotón! A veces pienso: me hago encerrar en
una mazmorra a diez brazas bajo tierra a la que no llegue más la luz, si en pago averiguo lo que
es la luz. Y lo peor: lo que sé tengo que divulgarlo. Como un amante, como un borracho, como
un traidor. Es realmente un vicio que nos guía a la desgracia. ¿Cuánto tiempo podré seguir
gritando a las paredes? Esa es la pregunta.
EL PEQUEÑO MONJE (muestra un párrafo en los papeles). — Esta parte no la entiendo.
GALILEI. — Te la explico, te la explico.
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9.
(Casa de Galilei en Florencia. Sus discípulos FEDERZONI, EL PEQUEÑO MONJE y ANDREA SARTI —
que ha dejado de ser niño— están reunidos en una lección experimental. GALILEI, de pie, lee un libro.
VIRGINIA y la SARTI cosen ropa para la boda.,)
ANDREA (lee en una pizarra). — "Jueves a la tarde. Cuerpos flotantes." Otra vez hielo, cubo
con agua; balanza; aguja de hierro; Aristóteles. (Busca los objetos. Los otros consultan libros.)
VIRGINIA. — Coser ropa de ajuar siempre se hace con ganas. Éste es para una mesa larga.
Ludovico gusta tener huéspedes. Pero debe estar bien hecho porque su madre ve hasta el último
hilo. Ella no está de acuerdo con los libros de papá. Tan poco como el padre Cristóforo.
SEÑORA SARTI. — Desde hace años que no escribe libros.
VIRGINIA. — Creo que él se dio cuenta de su equivocación. En Roma, un alto clérigo me
explicó mucho de astronomía. Las distancias son muy grandes. (Entra Filippo Mucius, un erudito de
mediana edad. Presenta un aspecto algo trastornado.)
Mucius. — ¿Puede decirle al señor Galilei que debe recibirme? Me condena sin haberme
escuchado.
SEÑORA SAETÍ. — Es que él no quiere recibirlo.
Mucius. — Dios la premiará si le ruega... ¡Yo debo hablar con él!
VIRGINIA (va hacia la escalera). — ¡Padre!
GALILEI. — ¿Qué pasa?
VIRGINIA. — El señor Mucius.
GALILEI (va a la escalera, áspero, sus alumnos detrás). — ¿Qué desea usted?
Mucius. — Señor Galilei, le ruego me permita mostrarle los párrafos en mi libro donde
parece haber una reprobación de la teoría de Copérnico sobre el movimiento de la Tierra. Yo
he...
GALILEI. — ¿Qué quiere mostrarme? Usted coincide exactamente con el Decreto de la
Congregación, está totalmente en su derecho. Si bien estudió matemáticas aquí, eso no nos da
derecho a oír de usted que dos por dos son cuatro. Pero, en cambio, tiene derecho a decir que
esta piedra (Saca una pequeña piedra del bolsillo y la tira al vestíbulo.) acaba de volar hacia arriba, al
techo. ¡No me hable usted de dificultades! Yo no me acobardé por la peste y continué con mis
apuntes. Y le digo: quien no sabe la verdad sólo es un estúpido, pero quien la sabe y la llama
mentira, es un criminal. ¡Retírese de mi casa!
Mucius (apagado). — Tiene razón. (Sale. Galilei vuelve a su gabinete de trabajo.)
FEDERZONI. — Por desgracia es así. No es ningún genio y no valdría nada si no fuera su
alumno. Pero ahora, por supuesto, todos dicen: él oyó todo lo que puede enseñar Galilei y debe
reconocer que es todo falso.
SEÑORA SARTI. — Me da lástima ese señor.
VIRGINIA. — ¡Papá le apreciaba tanto!
SEÑORA SARTI. — Yo quisiera hablar contigo sobre tu casamiento, Virginia. Eres todavía
muy joven, no tienes madre y tu padre se lo pasa poniendo trozos de hielo en el agua. Pero, de
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ANDREA (tararea). —
Las Escrituras refieren que no se mueve
y los doctores demuestran que ella está quieta,
la cola del mundo coger el Papa debe,
pero igual se mueve nuestro inmóvil planeta.
(Andrea, Federzoni y el pequeño monje se dirigen rápidamente a la mesa de experimentos y guardan los objetos.)
Tal vez podríamos descubrir que el Sol también se mueve. ¿Cómo le caería eso, Marsili?
LUDOVICO. — ¿Por qué tanta excitación?
SEÑORA SARTI. — ¡No creo que usted, señor Galilei, quiera comenzar de nuevo con esas
cosas del diablo!
GALILEI. — Ahora sé por qué tu madre te mandó a verme. ¡Barberini en el trono papal! El
saber será una pasión y la investigación, una voluptuosidad. Clavius tiene razón, esas manchas
solares me interesan. ¿Te agrada mi vino, Ludovico?
LUDOVICO. — Ya le dije, señor.
GALILEI. — ¿Pero te gusta realmente?
LUDOVICO (tieso). — Sí, me gusta.
GALILEI. — ¿Serías capaz de aceptar el vino o la hija de un hombre sin exigir que ese
hombre renuncie a su profesión? ¿Qué tiene que ver mi astronomía con mi hija? Las fases de
Venus no le alteran sus asentaderas.
SEÑORA SARTI. — No sea tan ordinario. En seguida busco a Virginia.
LUDOVICO (la detiene). — Los matrimonios en familias como la mía no se realizan sólo por
razones sexuales.
GALILEI. — ¿Es que no te han permitido durante ocho años casarte con mi hija mientras yo
no absolviera mi tiempo de prueba?
LUDOVICO. — Mi mujer tendrá también que hacer una buena figura en el banco de la iglesia
de nuestro pueblo.
GALILEI. — Ah, ¿tú quieres decir que tus campesinos harán depender el pago de los
arrendamientos de la santidad de su ama?
LUDOVICO. — En cierto modo, sí.
GALILEI. — Andrea, Federzoni, traed el espejo de latón y la pantalla. En ella haremos caer la
imagen del Sol, para cuidar nuestros ojos, es tu método, Andrea. (Andrea se va.)
LUDOVICO. — Usted una vez afirmó en Roma que nunca más se mezclaría con ese asunto
de las vueltas de la Tierra alrededor del Sol, señor.
GALILEI. — Bah, en aquel tiempo teníamos un Papa retrógrado.
SEÑORA SARTI. — Teníamos, dice y todavía el Santo Padre está en vida.
GALILEI. — Casi, casi. Dibujaremos una red de meridianos y paralelos en la imagen del Sol y
procederemos metódicamente. Y luego podremos contestar algunas cartas. ¿Qué te parece,
Andrea?
SEÑORA SARTI. — Ahora dice "casi, casi". Cincuenta veces pesa el hombre sus trocitos de
hielo, pero cuando le conviene entonces sí que cree ciegamente. (La pantalla es colocada.)
LUDOVICO. — Si su Santidad llega a morir, señor Galilei, el próximo Papa —sea quien fuere
y así sea grande su estima por las ciencias— tendrá que tener en cuenta el gran amor que
le profesan las mejores familias del país.
EL PEQUEÑO MONJE. — Dios creó el mundo físico, Ludovico; Dios hizo la mente humana;
Dios permitirá también las ciencias físicas.
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SEÑORA SARTI. — Galilei, ahora quiero decirte algo. Yo he visto caer en pecado a mi hijo
por esos "experimentos" y "teorías" y "observaciones" y no pude hacer nada contra eso. Tú te
has levantado ya contra la superioridad y ellos te han advertido una vez. Los más altos
cardenales han intervenido en ti como si fueses un caballo enfermo. Eso hizo efecto por un
tiempo, pero hace dos meses, pocos días después de la Inmaculada Concepción, te volví a
sorprender cuando volviste a comenzar secretamente con esas "observaciones". ¡En la
buhardilla! Yo no hablé mucho pero en seguida me di cuenta. Corrí a prenderle una vela a San
José. ¡Es superior a mis fuerzas! Cuando estoy sola contigo, das muestras de sensatez y me dices
que tú sabes que tienes que comportarte con cordura porque es peligroso, pero dos días más
tarde: ¡experimentos! Y de nuevo estamos en las mismas. Si yo pierdo mi salvación eterna por
ser fiel a un hereje, vaya y pase, ¡pero tú no tienes derecho de pisotear la felicidad de tu hija con
tus enormes pies!
GALILEI (gruñón). — ¡Venga ese telescopio!
LUDOVICO. — Giuseppe, lleva el equipaje de vuelta al coche. (El sirviente sale.)
SEÑORA SARTI. — Esto no lo soportará. ¡Dígaselo usted mismo! (Sale corriendo, la jarra todavía
en la mano.)
LUDOVICO. — Señor Galilei, mi madre y yo vivimos nueve meses del año en nuestras
posesiones en la Campagna y podemos asegurarle que nuestros campesinos no se inquietan por
sus tratados sobre los satélites de Júpiter. El trabajo de la labranza es demasiado pesado. Pero si
llegaran a saber que algunos frívolos ataques a la sagrada doctrina de la Iglesia quedan de ahora
en adelante sin ser castigados, eso sí que los perturbaría. No olvide usted que esos dignos de
lástima, en su embrutecimiento, podrían llegar a revolverlo todo. Son realmente animales, usted
no puede imaginarlo. En cuanto oyen el rumor de que en un manzano cuelga una pera ya
abandonan todos el trabajo para ir a parlotear.
GALILEI (interesado). — ¿Sí?
LUDOVICO. — Bestias. Cuando se acercan a la finca a protestar por cualquier pequeñez, mi
madre se ve en la obligación de hacer azotar a un perro delante de sus ojos, porque sólo eso les
hace recordar lo que debe ser disciplina, orden y cortesía. Usted, señor Galilei, ve de cuando en
cuando los florecientes maizales; usted come distraído nuestros quesos y nuestras aceitunas, sin
tener la menor idea cuánto esfuerzo cuesta producir eso, ¡cuánta vigilancia!
GALILEI. — Joven amigo, yo no como distraído mis aceitunas. (Grosero) me estás haciendo
perder el tiempo. (Grita hacia arriba) ¿Está lista esa pantalla?
ANDREA. — Sí, ¿viene pues?
GALILEI. — ¿Vosotros no azotáis sólo a los perros para mantener la disciplina, verdad,
Marsili?
LUDOVICO. — Señor Galilei, usted tiene una mente maravillosa. Lástima.
EL PEQUEÑO MONJE (sorprendido). — ¡Lo está amenazando!
GALILEI. — Sí, yo podría alborotar a sus campesinos al inducirlos a pensar. Y a su
servidumbre, y a los capataces.
FEDERZONI. — ¿Cómo? Si ninguno de ellos lee el latín.
GALILEI. — Podría escribir en florentino para muchos, y no en latín para pocos.
Necesitamos gente que trabaje con las manos para los nuevos pensamientos. ¿Quién si no desea
saber las causas de todas las cosas? Los que sólo ven el pan sobre la mesa, esos no quieren saber
cómo fue amasado. La chusma agradece antes a Dios que al panadero. Pero los que hacen el
pan comprenderán que nada se mueve sin alguna causa que origine ese movimiento. Tu
hermana, Fulganzio, en el lagar de aceite, no se sorprenderá sino que se reirá cuando oiga que el
Sol no es un escudo dorado de la nobleza sino una palanca: la Tierra se mueve porque el Sol la
mueve.
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Bertolt Brecht
LUDOVICO. — Por lo que veo, usted ha tomado su decisión. Así será siempre el esclavo de
su pasión. Dispénseme usted ante Virginia. Creo que es mejor que ya no la vea.
GALILEI. — La dote queda siempre a su disposición.
LUDOVICO. — Buenas tardes. (Se va.)
ANDREA. — ¡Con saludos nuestros para todos los Marsili!
FEDERZONI. — ¡Esos que ordenan a la Tierra quedarse quieta para que no se les vengan
abajo los castillos!
ANDREA. — ¡Para los Cenzi y los Villani!
FEDERZONI. — ¡Y los Cervilli!
ANDREA. — ¡Y los Lecchi!
FEDERZONI. — ¡Y los Pirleoni!
ANDREA. — ¡Que sólo quieren besar los pies al Papa cuando pisotea al pueblo!
EL PEQUEÑO MONJE (también junto a los aparatos). — El nuevo Papa será un hombre ilustrado.
GALILEI. — Empecemos con la observación de estas manchas en el Sol que nos interesan, pero
a riesgo propio, sin contar muchos con la protección de un nuevo Papa.
ANDREA (interrumpiendo). — Pero con toda la seguridad de demostrar la falsedad de las
sombras estelares del señor Fabricio y de los vapores solares de Praga y París y de demostrar la
rotación del Sol...
GALILEI. — Y con alguna seguridad de demostrar la rotación del Sol. Mi intención no es
demostrar que yo he tenido razón hasta ahora sino buscar si estoy verdaderamente en lo cierto.
Y os digo: despojaos de todas vuestras esperanzas los que ahora comenzáis con las
observaciones. Tal vez sean vapores, tal vez sean manchas, pero antes de que nosotros las
aceptemos como manchas —lo cual sería muy oportuno— las consideraremos colas de peces.
Sí, antes de comenzar volveremos a poner todo en duda. Y no andaremos con botas de siete
leguas sino milímetro por milímetro. Y lo que hoy encontraremos, mañana lo borraremos de la
pizarra y cuando volvamos a encontrar lo mismo entonces sí que lo anotaremos. Si
encontramos algo que corresponde a lo que deseábamos hallar, lo miraremos con especial
desconfianza. Nos pondremos a observar el Sol con el decidido propósito de demostrar la
inmovilidad de la Tierra. Y cuando fracasemos en esa empresa, cuando seamos derrotados por
completo y sin esperanza, y estemos lamiendo nuestras heridas en el más lamentable de los
estados, entonces sí que comenzaremos a preguntarnos si en verdad no habíamos tenido razón
antes, es decir, que la Tierra se mueve. (Con un guiño.) Pero si cualquier otra hipótesis como esa
se deshace entre nuestras manos, entonces sí que no tendremos compasión con aquellos que
nada han investigado pero que hablan. ¡Quita el paño del anteojo y enfoca el Sol! (Él coloca el
espejo de latón.)
EL PEQUEÑO MONJE. — Yo sabía que usted había ya comenzado con el trabajo. Me di
cuenta cuando no reconoció al señor Marsili. (Comienzan a trabajar en silencio. Cuando la
resplandeciente imagen del Sol aparece en la pantalla, llega Virginia corriendo vestida de novia.)
VIRGINIA — ¿Lo has echado, padre? (Se desmaya. Andrea y el pequeño monje se apresuran a
auxiliarla.)
GALILEI. — Yo tengo que saberlo.
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Galileo Galilei
10.
(Una pareja de comediantes semihambrientos, con una chiquilla de cinco años y un niño de pecho, llegan a una
plaza donde un gentío, en parte disfrazado, espera el desfile de carnaval. Los dos arrastran atados de ropa, un
tambor y otros utensilios.)
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insolente, pero una cosa es cierta, hablemos en nuestro idioma: ¿quién no sueña con ser su
propio señor para siempre?
El criado, holgazán; la criada, fresca.
El perro del matarife engordará.
El monaguillo marchará a la pesca.
El aprendiz en la cama quedará.
¡No, no, no! Con la Biblia, señores, no hagáis bromas, ¡al cogote del gañán la cuerda bien
resistente! Pero una cosa es cierta, hablemos en nuestro idioma: ¿quién no sueña con ser su
propio señor para siempre? Mis buenos vecinos: mirad un poco en ese futuro que anuncia el
doctor Galileo Galilei:
Dos amas de casa en el mercado
no se explicaban lo que veían:
la pescadera cogió un pescado
y sola, con pan se lo comía.
El albañil, los hoyos ya cavados,
busca la piedra y mampostería
del señor y ya todo terminado
se mete adentro con sabiduría.
¡Oh! ¿Es posible esto? No, no, no, aquí no hay broma, ¡al cogote del gañán la cuerda bien
resistente! Pero una cosa es cierta, hablemos en nuestro idioma: ¿quién no sueña con ser su
propio señor para siempre?
El campesino pega en el trasero
a su señor sin consideración.
Y ahora, la leche que daba al clero
sus niños beberán con fruición.
¡No, no, no! Con la Biblia, señores, no hagáis bromas, ¡al cogote del gañán la cuerda bien
resistente! Pero una cosa es cierta, hablemos en nuestro idioma: ¿quién no sueña con ser su
propio señor para siempre?
LA MUJER. —
En el pecado caí
y a mi marido dejé
por ver si un astro fijo
encontraba por ahí.
EL CANTOR DE BALADAS.—
¡No, no, no, Galilei, no, no! Termina la broma, Atended:
el perro sin bozal muerde a la gente.
Pero una cosa es cierta y bien lo sabe Roma:
¿quién no sueña con ser su propio señor hoy y siempre?
AMBOS. —
Los que en la tierra sufrís, ¡ay!
Reuníos todos juntos
y aprended de Galilei
a poner la raya y punto
a lo que ya es suficiente
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Galileo Galilei
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11.
(Antesala y escalera en el palacio de los Médici en Florencia. Galilei y su hija aguardan ser recibidos por el
Gran Duque.)
VIRGINIA. — Es larga la espera.
GALILEI. — Sí.
VIRGINIA. — Ahí está de nuevo esa persona que nos siguió hasta aquí. (Señala a un individuo
que pasa de largo sin mirarla.)
GALILEI (cuyos ojos han sufrido). — No lo conozco.
VIRGINIA. — Pero yo sí, lo he visto muchas veces en les últimos días. Siento miedo.
GALILEI. — ¡Pamplinas! Estamos en Florencia y no entre bandidos corsos.
VIRGINIA. — Ahí viene el Rector.
GALILEI. — A ese le temo. El estúpido me enredará de nuevo en una conversación sin fin.
(El señor Gaffone, Rector de la Universidad, viene bajando la escalera. De pronto se asusta al ver a Galilei y
pasa tieso delante de ellos la cabeza contraída espasmódicamente hacia otro lado. Saluda con un movimiento de
cabeza apenas perceptible.)
GALILEI. — ¿Qué le pasa a éste? Mis ojos están hoy de nuevo mal. Pero, ¿saludó por lo
menos?
VIRGINIA. — Apenas. ¿Qué has escrito en tu libro? ¿Es posible que lo consideren hereje?
GALILEI. — Tú estás muy metida con la Iglesia. El madrugar y el correr a la misa te estropea
la tez. Rezas por mí, ¿verdad?
VIRGINIA. — Ahí está el señor Vanni, el fundidor, para quien tú proyectaste aquella planta
de fundición. (Por la escalera ha bajado un hombre.)
VANNI. — ¿Le gustaron las codornices que le envié, señor Galilei? Arriba estaban hablando
de usted. Se lo hace responsable por los panfletos contra la Biblia que hace unos días se vendían
por todas partes.
GALILEI. — Las codornices eran excelentes. De nuevo, muchas gracias. De los panfletos no
sé nada. La Biblia y Homero son mis lecturas predilectas.
VANNI. — Y aunque no lo fueran, quisiera aprovechar la oportunidad para asegurarle que
nosotros, los de la manufactura, estamos con usted, Yo en verdad no sé mucho de los
movimientos de las estrellas, pero para mí usted es el hombre que lucha por la libertad de
enseñar nuevas cosas. Tomemos por ejemplo ese cultivador mecánico de Alemania que usted
me describió. En el último año aparecieron sólo en Londres cinco tomos sobre agricultura.
Aquí bien estaríamos agradecidos por un libro sobre los canales holandeses. Los mismos
círculos que le ocasionan dificultades a usted son los que no permiten a los médicos de Boloña
abrir cadáveres para la investigación.
GALILEI. — Su idea conduce, Vanni.
VANNI. — Eso espero. ¿Sabe usted que Amsterdam y Londres tienen mercados monetarios?
Y escuelas profesionales también. Regularmente se editan diarios con noticias. ¡Aquí ni tenemos
la libertad de hacer dinero! ¡Se está en contra de las fundiciones de hierro porque se cree que
con muchos trabajadores en un lugar se fomenta la inmoralidad. Yo me juego por hombres
como usted. Señor Galilei, si alguna vez llegaran a hacer algo contra su persona, recuerde que
aquí tiene amigos en todos los ramos del comercio. Con usted estarán todas las ciudades del
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12.
EL PAPA
(Un aposento en el Vaticano. El Papa Urbano VIII, ex Cardenal Barberini, recibe al Cardenal Inquisidor,
siendo vestido durante la audiencia. Desde afuera, se oye el paso furtivo de muchos pies.)
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EL INQUISIDOR. — Él provoca a unos y corrompe a los otros. Las ciudades marítimas del
norte italiano exigen cada vez con más insistencia para sus buques los planisferios celestes del
señor Galilei. Y tendremos que permitírselos, son intereses materiales.
EL PAPA. — Pero esos planisferios se basan en sus opiniones heréticas. Se trata precisamente
de los movimientos de esas estrellas, que no tendrían lugar si se rechaza la teoría. No se puede
condenar a la teoría y utilizar los planisferios al mismo tiempo.
EL INQUISIDOR. — ¿Por qué no? No podemos hacer otra cosa.
EL PAPA. — Ese ruido de pasos me pone nervioso. Disculpe si siempre los oigo.
EL INQUISIDOR. — Tal vez le dirán más de lo que yo puedo, Vuestra Santidad. ¿Deben
marcharse todos ellos con la duda en el corazón?
EL PAPA. — Al fin y al cabo el hombre es el físico más grande de esta época, la luz de Italia,
y no un iluso cualquiera. Y tiene amigos: ahí está Versalles, ahí está la corte de Viena. Todavía
son capaces de titular a la Santa Iglesia de sumidero de prejuicios podridos. ¡No le vayáis a tocar
un pelo!
EL INQUISIDOR. — Prácticamente no se necesitará hacer mucho con él. Es un hombre de la
carne. En seguida se doblará.
EL PAPA. — Galilei conoce más placeres que cualquier otro. Piensa de puro sensualismo. No
podría negarse ni a un nuevo pensamiento ni a un viejo vino. Yo no quiero la condenación de
principios de la física, ni gritos de batalla como: "¡Aquí la Iglesia!" y "¡Aquí la razón!" He
autorizado su libro siempre que expresara la opinión que la última palabra no la tiene la ciencia
sino la fe. Y él ha cumplido.
EL INQUISIDOR. — Sí, ¿pero de qué manera? En su libro disputan un imbécil, que por
supuesto representa los puntos de vista aristotélicos y un hombre inteligente que, naturalmente,
representa las ideas del señor Galilei. Y la observación final, ¿quién la expresa?
EL PAPA. — ¿Qué, otra cosa más? ¿Quién dice la nuestra?
EL INQUISIDOR. — El inteligente no.
EL PAPA. — ¡Es una desfachatez! Ese pataleo en los corredores es insoportable. ¿Ha venido
acaso el mundo entero?
EL INQUISIDOR. — No todo, pero su mejor parte. (Pausa. El Papa está ahora con todos los
ornamentos pontificios.)
EL PAPA. — Lo máximo es mostrarle los instrumentos.
EL INQUISIDOR. — Eso bastará, Vuestra Santidad. El señor Galilei entiende de
instrumentos.
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Galileo Galilei
13.
En el palacio de la Legación florentina en Roma, los discípulos de Galilei esperan noticias. El pequeño monje y
Federzoni juegan con amplios movimientos, al nuevo ajedrez. En un rincón, Virginia, de rodillas, reza la
salutación angélica.
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ANDREA (en voz alta).— ¡Desgraciada es la tierra que no tiene héroes! (Galilei ha entrado
totalmente cambiado por el proceso, casi irreconocible. Espera algunos minutos en la puerta por un saludo. Ya
que ésto no ocurre porque sus discípulos lo rehuyen, se dirige hacia adelante, lento e inseguro a causa de su poca
vista. Allí encuentra un banco donde se sienta.) No lo quiero ver. Que se vaya.
FEDERZONI. — Tranquilízate.
ANDREA (le grita a Galilei en la cara). — ¡Borracho! ¡Tragón! ¿Salvaste tu tripa, eh?
GALILEI (tranquilo). — ¡Dadle un vaso de agua! (El pequeño monje trae desde afuera un vaso de agua
a Andrea. Federzoni atiende a Galilei que escucha, sentado, la voz que afuera lee de nuevo su retractación.)
ANDREA. — Ya puedo caminar de nuevo si me ayudáis un poco. (Lo acompañan hasta la puerta.
En ese momento, Galilei comienza a hablar.)
GALILEI. — No. Desgraciada es la tierra que necesita héroes.
(Lectura delante del telón.)
¿No es claro acaso que un caballo que cae de una altura de tres o cuatro varas se puede
romper las patas, mientras que un perro no sufre ningún daño? Lo mismo ocurre con un gato
que cae de ocho o diez varas de altura, con un grillo de una torre o una hormiga que cayera de la
luna. Y así como los animales pequeños son, en proporción, más fuertes y vigorosos que los
grandes, de la misma manera las pequeñas plantas son más resistentes. Un roble con una altura
de doscientas varas no podría sostener, en proporción, las ramas de un roble más pequeño; así
como la naturaleza no puede hacer crecer un caballo tan grande como veinte caballos o un
gigante diez veces más grande que el tamaño normal sin que tenga que cambiar las proporciones
de todos los miembros, especialmente de los huesos, que deberían en ese caso, ser reforzados
en una medida mucho mayor que su tamaño proporcional. La opinión general de que las
máquinas grandes y pequeñas tienen la misma resistencia, es evidentemente errónea.
Galilei, "Discorsi"
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Bertolt Brecht
14.
Una habitación grande. Una mesa, sillón de cuero y un globo terráqueo. GALILEI, ya anciano y casi ciego,
experimenta atentamente con una pequeña bola de madera y un riel curvo. En la antesala se halla sentado un
monje, de guardia. Llaman a la puerta. EL MONJE abre y entra un campesino con dos gansos desplumados.
VIRGINIA viene de la cocina. Cuenta ya con cerca de cuarenta años de edad.
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GALILEI. — Siéntate. ¿Qué haces? Cuenta algo de tu trabajo. He oído decir que es sobre
hidráulica.
ANDREA. — Fabricio, de Amsterdam me ha encargado de preguntar por su salud. (Pausa.)
GALILEI. — Me encuentro bien.
ANDREA. — Me alegro de poder informar que se encuentra bien.
GALILEI. — Fabricio se pondrá contento de oírlo. Y puedes también informarle que no vivo
mal. Por mi arrepentimiento tan profundo me he ganado el beneplácito de mis superiores en tal
forma que hasta se me han permitido estudios científicos de limitada importancia bajo control
del clero.
ANDREA. — En efecto, también llegó a nuestros oídos que la Iglesia está contenta con usted.
Su total sumisión ha dado buenos resultados. Se asegura que las autoridades han comprobado
con satisfacción que desde que usted se sometió no se ha publicado en toda Italia ninguna obra
con nuevas teorías.
GALILEI (mirándolo de reojo). — Por desgracia hay países que se substraen a la vigilancia de la
Iglesia. Me temo que las teorías condenadas puedan seguir siendo estudiadas allá.
ANDREA. — También allá tuvo lugar un retroceso, satisfactorio para la Iglesia, a causa de su
retractación.
GALILEI. — ¿Sí? (Pausa.) ¿Y qué hay de Descartes en París?
ANDREA. — Que al saber la noticia de su retractación archivó su tratado sobre la naturaleza
de la luz. (Larga pausa.)
GALILEI. — Estoy preocupado de haber guiado algunos amigos científicos por la senda del
error. ¿Han aprendido algo ellos de mi retractación?
ANDREA. — Para poder trabajar científicamente tengo pensado dirigirme a Holanda. Lo que
Júpiter no se permite tampoco se tolera al buey.
GALILEI. — Comprendo.
ANDREA. — Federzoni pule de nuevo lentes en una tienda milanesa cualquiera.
GALILEI (ríe). — Él no sabe latín. (Pausa.)
ANDREA. — Fulganzio, nuestro pequeño monje, renunció a la investigación y ha regresado al
seno de la Iglesia.
GALILEI. — Sí. (Pausa.) Mis superiores aguardan con ansiedad mi regeneración espiritual.
Estoy haciendo mejores progresos de lo que se podía esperar.
ANDREA. — Oh.
VIRGINIA. — Alabado sea el Señor.
GALILEI (rudo).—Vete a mirar los gansos, Virginia. (Virginia sale furiosa. En el camino, el monje le
habla.)
EL MONJE . — Esa persona me desagrada.
VIRGINIA. — Es inofensivo. Antes era su alumno y ahora no puede ser otra cesa que su
enemigo. (Al proseguir su camino.) Hoy recibimos queso. (El monje la sigue.)
ANDREA. — Viajaré toda la noche para atravesar mañana temprano la frontera. ¿Puedo
retirarme?
GALILEI. — No sé para qué has venido. ¿Tal vez para asustarme? Vivo y pienso con
precaución desde que estoy aquí. Claro, que tengo mis recaídas.
ANDREA. — No quisiera perturbarlo, señor Galilei.
GALILEI. — Barberini lo llamaba la sarna. Él mismo no estaba libre de ella. He vuelto a
escribir.
ANDREA. — ¿Qué?
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uso inmortal a ese instrumento. Sus amigos negaban con la cabeza cuando usted se inclinaba
ante el niño de Florencia: la ciencia ganaba público. Siempre rió de los héroes. "La gente que
sufre me aburre", decía. "Las desgracias tienen su origen en cálculos deficientes". Y, "A la vista
de obstáculos la distancia más corta entre dos puntos debe ser la línea sinuosa".
GALILEI. — Sí, recuerdo.
ANDREA. — Cuando en el año 33 se prestó a retractarse de una hipótesis popular de sus
teorías, hubiese tenido que saber yo que usted se retiraba de una riña política sin esperanza para
proseguir con la verdadera misión de la ciencia.
GALILEI. — Que consiste en...
ANDREA. — ...el estudio de las propiedades del movimiento, padre de las máquinas que hará
tan habitable la tierra que se llegará a desmontar el cielo.
GALILEI. — Eso.
ANDREA. — Usted ganó tiempo para escribir una obra científica que sólo usted podía
escribir. Si en cambio hubiese terminado en una aureola de fuego en la hoguera, los otros
habrían sido los vencedores.
GALILEI. — Y son los vencedores. Y no hay ninguna obra científica que solamente un
hombre sea capaz de escribirla.
ANDREA. — ¿Y por qué se retractó?
GALILEI. — Me retracté porque temía el dolor corporal.
ANDREA. — ¡No!
GALILEI. — Me mostraron los instrumentos.
ANDREA. — ¡Entonces, no era un plan! (Pausa. En voz alta.) La ciencia conoce sólo un
mandamiento: el trabajo científico.
GALILEI. — Y lo he cumplido. ¡Bienvenido a la zanja, hermano en la ciencia y primo en la
traición! ¿Te gusta el pescado? Yo tengo pescado. El que huele mal no es mi pescado sino yo.
Yo vendo, tú eres el comprador. ¡Oh irresistible presencia del libro, de la santa mercancía! ¡Se
me hace agua la boca y las maldiciones se ahogan! ¡La Gran Babilonia, las bestias asesinas, los
pestosos, abrid las piernas y todo cambiará! ¡Bendita sea nuestra usurera y blanqueada sociedad
temerosa de morir!
ANDREA. — ¡El miedo a la muerte es humano! Las debilidades humanas no le importan a la
ciencia.
GALILEI. — No. Mi querido Sarti, también ahora, en mi actual estado, me siento capaz de
darle algunas referencias acerca de todo lo que a la ciencia le importa. Esa ciencia a la que usted
se ha prometido. (Entra Virginia con una fuente. Galilei, académicamente, las manos juntas sobre el
vientre.) En las horas libres de que dispongo, y que son muchas, he recapacitado sobre mi caso.
He meditado sobre cómo me juzgará el mundo de la ciencia del que no me considero más
como miembro. Hasta un comerciante en lanas, además de comprar barato y vender caro, debe
tener la preocupación de que el comercio con lanas no sufra tropiezos. El cultivo de la ciencia
me parece que requiere especial valentía en este caso. La ciencia comercia con el saber, con un
saber ganado por la duda. Proporcionar saber sobre todo y para todos, eso es lo que pretende, y
hacer de cada uno un desconfiado. Ahora bien, la mayoría de la población es mantenida en un
vaho nacarado de supersticiones y viejas palabras por sus príncipes, sus hacendados, sus
clérigos, que sólo desean esconder sus propias maquinaciones. La miseria de la mayoría es vieja
como la montaña y desde el pulpito y la cátedra se manifiesta que esa miseria es indestructible
como la montaña. Nuestro nuevo arte de la duda encantó a la gran masa. Nos arrancó el
telescopio de las manos y lo enfocó contra sus torturadores. Estos hombres egoístas y brutales,
que aprovecharon ávidamente para sí los frutos de la ciencia, notaron al mismo tiempo que la
fría mirada de la ciencia se dirigía hacia esa miseria milenaria pero artificial que podía ser
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15.
Pequeña ciudad fronteriza italiana. De mañana temprano. Junto a la barrera de la guardia aduanera, juegan
unos chiquillos. ANDREA espera junto a un cochero el examen de sus papeles por los guardias. Está sentado
sobre un pequeño cajón y lee el manuscrito de Galilei. Más allá de la barrera está el carruaje.
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