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LA CABRA Y EL CABRITO

Había una vez una cabra y su cabrito pequeño. Estaban


pastando un día cuando pasaron junto a una viña y
decidieron entrar dentro a comer uva.
- Tú come de grano en grano, que como yo soy mayor
comeré de gajo en gajo ¿De acuerdo? - dijo la cabra.
- Sí mamá - contestó el cabritillo
Al cabo de un rato la cabra sintió que tenía más
hambre así que decidió cambiar de método.
- Mejor come de gajo en gajo que yo lo comeré de
racimo en racimo - dijo -
Y al poco la cabra volvió a cambiar de opinión.
- ¿Sabes qué hijo? Come si quieres de racimo en
racimo que yo comeré de planta en planta.
Al cabo de un rato la cabra estaba más que satisfecha.
- Ya estoy llena. Vámonos - le dijo la cabra al cabrito
- Yo no me voy de aquí hasta que tenga la panza y la
barriga bien llena de uva- contestó el cabrito
- Pues como no vengas, se lo diré al amo de la viña
La madre creía que así conseguiría que el cabrito
dejara de comer uva, pero no lo hizo. Así que no le
quedó más remedio que ir a avisar al amo.
- Gracias cabra. Ahora mismo mando al perro a que lo
saque de ahí - dijo el amo -
Pero el perro estaba perezoso aquel día y no movió un
pelo por salir a buscar al cabrito.
- ¿Es que no vas a hacerme caso chucho? Ahora verás…
¡maza ven aquí! ¡Sacúdele al perro para que vaya a
echar al cabrito que está fuera comiéndose la viña!
Pero la maza tampoco se movió y el amo empezó a
enfadarse…
- ¡Fuego! Quema ahora mismo la maza para que le
pegue al perro y el perro vaya a sacar al cabrito de la
viña antes de que se la coma entera.
Pero el fuego también estaba perezoso y permaneció
inmóvil, igual que el resto.
- ¿¿Pero qué es esto?? ¡¿Qué os habéis creído?! ¡Agua!
Ve ahora mismo a apagar el fuego que no quiere
quemar la maza, ni la maza pegar al perro ni el perro
espantar al cabrito que está ahí fuera.
El agua se quedó quieta sin hacer nada y el amo
desesperado salió dando gritos de la casa en busca del
buey.
- ¡Buey, ve ahora mismo a beber agua, que no quiere
apagar el fuego, ni éste quemar la maza, ni la maza
pegar al perro, ni el perro sacar de la viña a ese cabrito
que no se irá de allí hasta que tenga la panza llena!

Desesperado el amo de ver que tampoco conseguía


que el buey se moviera fue directo a buscar al
carnicero.
Ahora van a saber lo que es bueno… - decía para sus
adentros -
- ¡Carnicero, necesito que vengas y acabes con el buey,
que no quiere beber agua, ni el agua apagar el fuego,
ni el fuego quemar la maza, ni ésta pegar al perro para
que eche al cabrito que está comiéndose la viña hasta
que tenga la tripa llena!
En cuanto el buey vio al carnicero aparecer no se lo
pensó dos veces y se lanzó a beber agua, el agua fue
rápidamente a apagar el fuego, el fuego a quemar la
maza y la maza a pegar al perro que salió corriendo
hacia la viña pero… no encontró nada porque el
cabrito hacía rato que se había hartado de uva.
EL ABAD Y LOS TRES ENIGMAS
Cierta vez, existió un monasterio muy lejano, situado en lo alto de una
colina. En aquel lugar, vivían monjes muy humildes que dedicaban su
vida a pastorear las ovejas y meditar profundamente. A cargo del
monasterio, se encontraba un viejo abad, tonto y necio, que descuidaba
sus labores y prefería pasarse el día dormitando y oliendo flores.

Cuando el señor Obispo se enteró de la pereza del abad, le mandó a


llamar inmediatamente para rendir cuentas y comprobar si todo aquel
asunto no era más que una fea mentira. “Deberás resolver estos tres
enigmas en el plazo de un año” – exclamó el Obispo ante el anciano, y
dijo a continuación:

¿Cuánto tardaría yo en darle la vuelta al mundo?

¿Cuánto dinero valdría si decidiera venderme?

¿Qué es lo que estoy pensando y no es verdad?


El abad quedó sorprendido ante las preguntas del obispo y mientras
retornaba al monasterio, pensaba y pensaba profundamente, pero no
encontraba respuesta alguna.

Meses después, mientras paseaba por el campo, encontró un pastorcillo


que decidió ayudarle a resolver aquellas preguntas tan difíciles. Al día
siguiente, el joven partió al encuentro del Obispo disfrazado con las
vestimentas del abad.
“¿Cuánto tardaría yo en darle la vuelta al mundo?” Preguntó el
Ilustrísimo. “Si usted caminara tan deprisa como el Sol, solo le tomaría
veinticuatro horas, mi Señor”.
“¿Cuánto dinero valdría si decidiera venderme?” Le inquirió
seguidamente el Obispo. A lo que el falso abad respondió: “Sólo la mitad
de lo que pagaron por Jesucristo, Ilustrísimo. Exactamente quince
monedas”.
Finalmente, el Obispo lanzó la última pregunta: “¿Qué es lo que estoy
pensando y no es verdad?” A lo que el jovenzuelo, retirando su capucha
exclamó: “Pues que yo no soy el verdadero abad, como puede ver mi
Señor”.
Y así, el Obispo nombró al pastorcillo el nuevo abad del monasterio, y
decidió que el anciano perezoso debería pasarse el resto de su vida
pastoreando ovejas.
CUENTO DE GARBANCITO
Érase una vez hace mucho tiempo, un niño tan pequeño que cabía en la
palma de una mano. Todos le llamaban Garbancito, incluso sus padres
que le adoraban porque era un hijo cariñoso y muy listo. El tamaño poco
importa cuando se tiene grande el corazón.
Era tan diminuto que nadie lo veía cuando salía a la calle. Eso sí, lo que
sí podían hace era oirle cantando su canción preferida:

Cuento de Garbancito– “¡Pachín, pachín, pachín!

¡Mucho cuidado con lo que hacéis!


¡Pachín, pachín, pachín!

¡A Garbancito no piséis!”

A Garbancito le gustaba acompañar a su padre cuando iba al campo a la


faena y aunque este temía lo que le pudiera pasar, le dejaba acompañarlo.
En una ocasión Garbancito iba disfrutando de lo lindo, porque su padre
le había permitido guiar al caballo.
– “¡Verás como también puedo hacerlo!”, le había dicho a su padre.
Luego le pidió que lo situara sobre la oreja del animal y empezó a darle
órdenes, que el caballo seguía sin saber de dónde provenían.
–“¿Ves, papá? No importa si soy pequeño, si también puedo pensar”. Le
decía Garbancito a su padre que lo miraba orgulloso. Cuando llegaron al
campo de coles, mientras su padre recolectaba todas las verduras para
luego llevarlas al mercado, Garbancito jugaba y correteaba por dentro de
las plantas.
Tanto se divertía el niño que no se dio cuenta de que cada vez se iba
alejando más de su padre. De repente en una de las volteretas quedó
atrapado dentro de una col, captando la atención de un enorme buey que
se encontraba muy cerca de allí.

El animal de color parduzco se dirigió hacia donde se encontraba


Garbancito y engulló la col de un solo bocado, con el niño adentro.
Cuando llegó la hora de regresar el padre buscó a Garbancito por todos
lados, sin éxito. Desesperado fue a avisar a su mujer, quien le ayudó a
recorrer todos los sembrados y caminos casi hasta el anochecer. Gritaban
con una sola voz: – ¡Garbancito! ¿Dónde estás hijo? Pero nadie
respondía.
Los padres apenas pudieron conciliar el sueño aquella noche con el temor
de no volver a ver a su hijo. A la mañana siguiente retomaron la
búsqueda, sin ser capaces de encontrar aún a Garbancito.

Pasó la época de lluvia y luego las nevadas, y los padres seguían


buscando: – ¡Garbancito! ¡Garbancito! Hasta un día en que se cruzaron
con el enorme buey parduzco y sintieron una voz que parecía provenir
de su interior. ¡Mamá! ¡Papá! ¡Estoy aquí! ! ¡En la tripa del buey, donde
ni llueve ni nieva!

Sin poder creer que lo habían encontrado y aún seguía vivo, los padres
se acercaron al buey e intentaron hacerle cosquillas para que lo dejara
salir. El animal no pudo resistir y con un gran estornudo lanzó a
Garbancito hacia afuera, quien abrazó a sus padres con inmensa alegría.

Luego de los abrazos y los besos, los tres regresaron a la casa celebrando
y cantando al unísono:

– “¡Pachín, pachín, pachín!

– ¡Mucho cuidado con lo que hacéis!


– ¡Pachín, pachín, pachín!
– ¡A Garbancito no piséis!”
CUENTO DE LA RATITA PRESUMIDA

Había una vez, una rata muy laboriosa y dedicada, cuya hija se pasaba
todo el día de haragana jactándose frente al espejo. “¡Qué bella soy!”
repetía por el día, por las tardes y por las noches.

Entonces sucedió que un buen día, la mamá rata descubrió una pepita de
oro mientras regresaba a casa. Al momento, la rata imaginó cuántas cosas
no podría comprar con aquella pepita de oro tan brillante, pero lo más
importante para ella, era su propia hija, por lo que decidió regalársela sin
dudarlo.

“No compres nada inútil, querida mía” le advirtió la mamá a su hija


cuando se disponía a marcharse. Al llegar al mercado, la ratita presumida
compró una cinta de color rojo y quedó prendida al ver cómo lucía de
hermosa en la punta de su cola. “Ahora seré más bella aún” pensaba la
ratita.
De regreso a casa, se topó con el señor gallo, quien le propuso trabajar
en su granja, pero la ratita contestó rápidamente: “Lo siento querido
gallo, no me gusta levantarme temprano”.
Más tarde, se encontró con un perro cazador, quien estaba necesitado de
una buena compañera de caza. “Lo siento querido perro, pero no me
gusta correr y andar agitada”, contestó la pequeña y se despidió con un
hasta luego.
Finalmente, salió al encuentro de la ratita un gato gordo de bigotes
enormes. “Hola, ratita ¿Quieres trabajar conmigo? No tendrás que
levantarte temprano ni correr”, le dijo el gato acercándose lentamente.
La ratita, tan alegre, le preguntó a qué se dedicaba.

“A devorar holgazanas como tú” y se abalanzó sobre la ratita en un


santiamén. La suerte, es que el perro cazador se encontraba cerca y
espantó al gato de un mordisco. Entonces, la ratita regresó a casa
rápidamente a contarle a su mamá la importante lección que había
aprendido.

El león que se hizo el muerto


Adaptación del cuento popular de España
Érase una vez una zorra que la tenía tomada con un viejo e inocente león
y siempre le robaba la comida. La muy listilla, todos los días,
aprovechaba que el felino dormía o salía a cazar para entrar en su cueva
y quitarle los trozos de carne que guardaba para la cena.

Aunque nunca la había pillado con las manos en la masa, al león le


habían llegado rumores de que ella era la ladrona y ya estaba hasta las
narices de llegar a casa y ver que habían desaparecido todos sus víveres.
Un día decidió que tenía que vengarse de su eterna enemiga y se lo
comentó a su amigo el guepardo.
– ¡Está claro que algo tengo que hacer! Por culpa de esa caradura me
quedo muchos días sin probar bocado y no me parece justo. Yo me paso
horas buscando comida y ella no hace nada en todo el día y luego se
come lo mío ¡Tiene un morro que se lo pisa!

– Ciertamente su actitud es intolerable, compañero.

– Quiero atraparla para darle un buen escarmiento, pero es muy ágil y yo


ya estoy viejo… ¿Algún consejo?
Su querido colega el guepardo tuvo una idea que al león le pareció
brillante.
– Yo creo que la única forma de conseguirlo es haciéndote el muerto. Te
tumbas en la hierba en la entrada de la cueva y cuando la zorra entre a
robar y pase por tu lado… ¡Zás!… ¡Sacas la zarpa y la enganchas por el
rabo!

– ¡Es un plan genial, amigo mío! Me voy a casa a ponerlo en práctica


¡Gracias por tu ayuda!

Siguiendo al pie de la letra la sugerencia del guepardo, el león se acostó


en la entrada de su cueva y se puso panza arriba, muy quieto y muy tieso,
fingiendo ser un cadáver. Después esperó, esperó y esperó hasta que por
fin, por el rabillo del ojo, vio llegar a la zorra.
Contuvo la respiración aguardando a que ella pasara casi rozándole para
colarse en la cueva pero desgraciadamente, esa parte del plan falló. En
vez de acercarse, la zorra se quedó a un par de metros de distancia y el
falso difunto escuchó que decía:

– ¡Uy, parece que el león ha fallecido! Bueno, no puedo estar segura


hasta que no se tire tres pedos, porque por todos es sabido que es lo que
hacen los leones cuando mueren.

La zorra se aseguró de hablar bien alto para que el león la oyera y él, que
era bueno e ingenuo, cayó en la trampa. Se concentró y sin mover ni un
pelo de los bigotes, se tiró tres enormes y apestosos pedos.

¡PRRRR! ¡PRRRR! ¡PRRRR!

La zorra se tapó la nariz y empezó a partirse de risa.


– ¡Ja, ja, ja! ¡Está claro que sabes tirarte pedos como bombas fétidas,
amigo, pero lo que está todavía más claro es que tú estás más vivito y
coleando que yo!
El león se sonrojó y bastante enfadado se levantó de golpe, pero la zorra
ya había puesto en pies en polvorosa y le gritaba desde lejos:

– ¡Ay, león, mucho tienes que espabilar para poder coger a una zorrita
lista como yo!
El felino tuvo que admitirlo: ¡esa granuja era difícil de atrapar y no le
quedaba otra que perfilar un plan mejor!
– ¡Soy viejo pero no tan tonto como tú te crees! ¡Ten por seguro que
algún día te atraparé!

Resignado, entró en la cueva y se puso a pensar en una nueva y original


estrategia para conseguir que cayera en sus redes.

¿Lo logró?… ¡Quién sabe!

Colorín colorado, este simpático cuento, se ha acabado.


LOS TRES ANCIANOS

Una cálida tarde de verano, cuando estaba a punto de ponerse el sol, una
mujer salió al jardín de su casa con una gran jarra de agua entre las manos
para regar las flores ¡Adoraba las plantas y nada le gustaba más que
cuidarlas con esmero!
Mientras contemplaba sus hermosas begonias observó que tres ancianos
de barba blanca como la nieve traspasaban la valla de su propiedad y se
sentaban sobre la hierba. Extrañada, dejó la jarra sobre el banco de piedra
que tenía en la entrada y se acercó a hablar con ellos.

– Buenas tardes, caballeros. No les conozco… ¿Son nuestros nuevos


vecinos?
Uno de los ancianos, el que estaba sentado a su derecha, se apresuró a
responder:

– No, señora, no somos de por aquí.


La mujer se dio cuenta de que eran muy viejitos y que además parecían
cansados y hambrientos. Generosamente, les animó a entrar.
– Me da la sensación de que tienen apetito y me gustaría invitarles a
probar el estofado que acabo de preparar. Mi marido y yo estaremos
encantados de compartir nuestra humilde mesa con ustedes.
Los ancianos se miraron y el que estaba sentado a la izquierda tomó la
palabra.

– Es usted muy amable pero no podemos ser invitados a una casa los tres
juntos.
La mujer se quedó estupefacta.
– Perdone pero no entiendo lo que me dice ¿Qué quieren decir con que
no pueden entrar los tres juntos? Mi casa no es muy grande pero hay sitio
para todos.

El tercer anciano, situado en medio de los otros dos, sonrió y se lo explicó


todo.

– Mi nombre es Riqueza y vengo a traerles toda la fortuna que se pueda


imaginar. Mi compañero de la derecha se llama Éxito y viene cargado de
fama y honores. El que está sentado a mi izquierda se llama Amor y
quiere regalarles afecto y ternura a raudales.

Por un momento la mujer pensó que esos tipos tan extraños le estaban
tomando el pelo pero antes de que pudiera decir nada, Riqueza siguió
hablando.

– Solo uno de nosotros podrá cenar con ustedes, pues debe elegir entre
la riqueza, el éxito o el amor. No se preocupe, esperaremos aquí mientras
lo decide con su familia.
La mujer asintió con la cabeza y entró corriendo en la casa. Su esposo
estaba tumbado en la cama, muy concentrado en la lectura del libro que
tenía entre las manos; su hija, una linda niña de diez años, sentadita sobre
el suelo de madera peinaba a su muñeca favorita.

– ¡Escuchadme, por favor, tengo algo urgente que contaros!


Los dos la miraron intrigados y ella relató palabra por palabra la
conversación que acababa de tener con los ancianos de barba blanca.
Cuando terminó, su marido pensó que todo era muy raro.

– ¡Tranquilízate, cariño! ¿No se tratará de una broma?

– No, no, te aseguro que dicen la verdad ¡Sé reconocer cuando alguien
miente descaradamente y estos tres caballeros parecen muy sinceros!

– Bueno, vamos a suponer que tienes razón. Si es cierto lo que cuentan


¡estamos ante una oportunidad increíble que no podemos desaprovechar!

– Sí, sí que lo es ¡pero tenemos que darnos prisa y decidir ya a cuál de


los tres invitamos a cenar!
El hombre empezó a pasear de un lado a otro más nervioso que una
lagartija dentro de una caja de zapatos.
– Creo que debemos elegir a Riqueza… ¿Te imaginas lo que sería ser
ricos para siempre? ¡Tendríamos de todo y viviríamos como reyes!

La esposa negó con la cabeza.

– ¡Uy, no sé, no sé!… No lo tengo nada claro ¿No sería mejor invitar a
Éxito? Seríamos admirados por todo el mundo y la gente nos trataría de
manera especial ¡Siempre he deseado ser una persona famosa e
importante!

La niña, que escuchaba atentamente la conversación, los miró con


incredulidad y expresó su más sincera opinión.

– ¡Papá, mamá, no os entiendo! Lo más importante de la vida es el


amor y es a Amor a quien debemos invitar a cenar.

Los padres se quedaron callados y se sintieron profundamente


avergonzados. La madre se agachó y acariciándole la carita, le dijo:
– Tienes razón, cariño mío, el amor es lo que tiene más valor.

El padre también se puso a su altura y reconoció su equivocación.


– ¡Ay, hija mía, qué bien hablas y qué bien razonas! ¡Ahora mismo
salgo a comunicarles nuestra decisión!

Descalzo como estaba salió al jardín y vio a los tres ancianos esperando
en silencio, tal y como habían prometido.
– Señores, nos gustaría muchísimo que pasaran los tres, pero como solo
podemos escoger a uno hemos decidido que con mucho gusto invitamos
a Amor. Si es tan amable, acompáñeme, por favor.

Amor, el anciano con más cara de bonachón, se acercó a él y juntos


caminaron sobre la hierba. Entraron en la casa y la mujer le indicó que
se sentara a la mesa.

– Es un placer tenerle con nosotros, señor Amor.

El anciano sonrió y tomó asiento. En ese mismo instante, los otros dos
se presentaron en el comedor. La familia se miró desconcertada y la
mujer se acercó a ellos con amabilidad.

– Pasen, por favor, están en su casa. Estamos felices de que también se


unan a la cena pero me gustaría saber por qué al final los tres aceptan
nuestra invitación. Nos hicieron escoger a uno y decidimos que fuera
Amor… ¡Perdonen, pero la verdad es que no entiendo nada!

El señor Amor miró a la niña que estaba sentada a su lado, le guiñó un


ojo, y resolvió el misterio.

– Verá, buena mujer, todo tiene una fácil explicación: si hubiera escogido
el éxito o la riqueza los otros dos nos habríamos quedado afuera, pero
me han elegido a mí, y a donde yo voy ellos van, pues donde hay amor,
siempre hay éxito y riqueza.

¡Ahora todo estaba aclarado! El matrimonio entendió que vivir rodeados


de amor es lo que realmente da la felicidad completa. Gracias a su
maravillosa hija habían elegido bien, pues el amor les traería también
éxito y riqueza en la vida.

Los seis se dieron un cálido abrazo y después compartieron el aromático


estofado casero, que por cierto, estaba para chuparse los dedos.

La almohada maravillosa

Adaptación de un cuento popular de Corea


Hace muchísimos años un anciano muy sabio paseaba despacito por un
sendero que conducía a la pequeña aldea donde vivía. Iba cargado con
un saco, y entre el peso y tanto andar, empezó a notar que sus piernas
estaban cansadas y necesitaba reponer fuerzas.
Descubrió una arboleda donde daba la sombra y decidió que ese era el
lugar adecuado para hacer un alto en el camino. Buscó el árbol más
frondoso, puso una esterilla a sus pies, se sentó en ella, y para estar más
cómodo apoyó la espalda en el tronco ¡Descansar un rato le vendría muy
bien!

Casualmente pasó por allí un joven campesino.


– ¡Buenas tardes, señor!
El anciano le dedicó una sonrisa e hizo un gesto con la mano derecha
para que se sentase a su lado.

– Si quieres descansar tú también, compartiremos la esterilla y nos


haremos compañía.

El chico aceptó la invitación y los dos se pusieron a charlar. Después de


una hora de animada conversación, el joven, de forma inesperada, le
confesó una pena que llevaba muy dentro del corazón.

– Estamos aquí, riendo y pasando un rato agradable… Seguro que usted


piensa que soy un hombre feliz, pero las apariencias engañan: mi vida es
un desastre y me siento muy desdichado.

El anciano le miró fijamente.

– ¿Y por qué no eres feliz? Eres un chico guapo, estás sano, y gracias a
tu trabajo en el campo siempre tienes comida que llevarte a la boca ¿No
te parecen suficientes motivos para sentirte dichoso?

El campesino, con los ojos llorosos, se sinceró.


– ¡Mire qué pinta tengo! Mi ropa es vieja y a pesar de que trabajo quince
horas diarias sólo puedo permitirme comer pan, sopa y con suerte, carne
un par de veces al mes ¡Mi sueño es convertirme en un hombre rico para
disfrutar de las cosas buenas de la vida!
El viejo le preguntó con curiosidad.

– ¿Y cuáles son para ti las cosas buenas de la vida?


Al joven se le iluminó la cara.

– ¡Pues está muy claro! Tener dinero para vestir como un señor,
comprarme una bonita casa y comer lo que me apetezca, pero por
desgracia, los sueños nunca se hacen realidad.

Nada más pronunciar estas palabras, el campesino, como por arte de


magia, se quedó profundamente dormido. El anciano, sin hacer ruido,
sacó una almohada de su saco y se la colocó bajo la cabeza para que
estuviera más cómodo.

Mientras escuchaba los ronquidos, susurró:


– ¡Esta almohada hará realidad todos tus deseos!
¡Y es que la almohada no era una almohada normal! No era blanda ni
estaba cosida por los lados como todas, sino que era de porcelana y tenía
forma de tubo abierto por los lados.

El chico, apoyado plácidamente sobre ella, comenzó a tener un sueño


maravilloso.

¿Quieres saber qué soñó?…


Soñó que era el propietario de una elegante casa por la que pululaban un
montón de sirvientes, todos a su disposición; por supuesto, iba ataviado
con ropa elegante porque ya no era un simple campesino sino un hombre
sabio experto en leyes ¡Tenía una vida maravillosa, la que siempre había
querido!

El sueño fue muy largo y lo vivió como si fuera absolutamente real. Tan
largo fue que hasta pasó el tiempo y conoció a una mujer bellísima de la
que se enamoró perdidamente. Por suerte fue correspondido, se casaron
y tuvieron cuatro hijos.
Su vida era increíble, pero se convirtió en perfecta cuando el rey en
persona le nombró su consejero principal. Empezó a rodearse de gente
importante que se pasaba el día haciéndole la pelota y obsequiándole con
fabulosos regalos ¡Ahora sí que había conseguido todo y se consideraba
el tipo más afortunado de la tierra!
Así fue hasta que un día las cosas se torcieron. Sucedió algo terrible: un
ministro del rey, que le tenía mucha envidia, le acusó de ser un traidor.
No era cierto, pero no pudo demostrarlo y fue llevado ante un tribunal.

Con las manos atadas, tuvo que escuchar el veredicto del juez.

– ¡Este tribunal le declara culpable de traición al soberano! El castigo


será el destierro. A partir de hoy, deberá abandonar el país y se le quitarán
todos sus bienes.

– ¡Pero si yo no he hecho nada, soy inocente!

– ¡Silencio en la sala! Como acabo de decir, el estado se quedará con


todo lo que tiene. Nadie podrá darle trabajo y sólo se le permitirá pedir
limosna por las calles ¡Vivirá sin nada el resto de su vida! ¡Dicho esto,
que se cumpla la sentencia!
El pánico le invadió y dio un grito de terror que le despertó. Estaba
empapado en sudor y le temblaban las manos. Desconcertado, abrió los
ojos y vio que a su lado estaba el anciano acariciándole la frente para que
se calmara ¡El sueño maravilloso se había convertido en una horrible
pesadilla!

– ¿Qué te pasa, muchacho? ¡Has dormido un buen rato!

El chico contestó con la voz entrecortada:

– He tenido un sueño… ¡un sueño espantoso! Bueno, al principio fue


bonito porque yo era un hombre rico e importante, pero alguien me
traicionó y me acusó de algo que no había hecho ¡y me condenaron a
vivir en la miseria!

– ¡Vaya!… ¿Y qué piensas ahora?

El chico se levantó, se sacudió el polvo de los pantalones, y le dijo sin


dudar:

– ¡Pues que ya no quiero ser un hombre importante! Prefiero seguir con


mi vida sencilla y tranquila donde no hay gente envidiosa ni falsos
amigos. Pensándolo bien, tampoco me va tan mal ¿verdad?

El anciano le guiñó un ojo y le tendió la mano para despedirse.


– Hasta siempre, joven. Espero que a partir de ahora disfrutes de lo que
tienes y sepas apreciar que la felicidad no siempre está en tenerlo todo,
sino en apreciar las pequeñas cosas que nos rodean.
– Así lo haré, señor. Estoy encantado de haberle conocido y espero que
nos veamos en otra ocasión.

– ¡Seguro que sí!


El muchacho se alejó silbando de alegría rumbo a su modesta casa; el
octogenario, con mucho mimo, guardó su valiosa y extraña almohada en
el saco, por si volvía a necesitarla en otra ocasión.

La ratita atrevida
Adaptación del cuento popular de España
Érase una vez una linda ratita llamada Flor que vivía en un molino. El
lugar era seguro, cómodo y calentito, pero lo mejor de todo era que en él
siempre había abundante comida disponible. Todas las mañanas los
molineros aparecían con unos cuantos kilos de grano para moler, y
cuando se iban, ella hurgaba en los sacos y se ponía morada de trigo y
maíz.

A pesar de esas indudables ventajas, un día dio una noticia a sus


compañeras:

– ¡Chicas, estoy cansada de vivir aquí! Siempre comemos lo mismo:


granitos de trigo, granitos de maíz, harina molida, más granitos de trigo,
más granitos de maíz… ¡Qué hartura!

Una de sus mejores amigas, la ratita Anita, se quedó pensativa un


momento y le dijo:

– Bueno, pues yo creo que no deberías quejarte, querida Flor. A mí me


parece que somos afortunadas y debemos estar muy agradecidas por todo
lo que tenemos ¡Ya quisieran otros vivir con nuestras posibilidades!

Flor negó con la cabeza.

– Yo no lo veo así… ¡Esto es un aburrimiento y no quiero pasarme la


vida entre estas cuatro paredes!
Su amiga empezó a preocuparse y quiso advertirla.
– Pero Flor ¡tú no puedes irte de aquí! Piensa bien las cosas… ¡Aún eres
demasiado joven para recorrer el mundo!

– No, no lo soy, así que ¿sabéis qué os digo? ¡Pues que me voy a la
aventura, a vivir nuevas experiencias! Necesito visitar lugares exóticos,
conocer otras especies de animales y saborear comidas de culturas
diferentes ¡Ni siquiera he probado el queso y eso que soy una ratita!
Sus amigas la escuchaban boquiabiertas y las palabras de la sensata Anita
no sirvieron de nada. ¡Flor estaba empeñada en llevar a cabo su alocado
plan! Dando unos saltitos se fue a la puerta y desde allí, se despidió:
– ¡Adiós, chicas, me voy a recorrer el mundo y ya volveré algún día!

¡Qué feliz se sentía Flor! Por primera vez en su vida era libre y podía
escoger qué hacer y el lugar al que ir sin dar explicaciones a nadie.
– A ver, a ver… Sí, creo que iré hacia el norte, camino de Francia… ¡Oh
là là, París espérame que allá voy!

Tarareando una cancioncilla y pensando en todo el roquefort que se iba


a zampar al llegar a su destino, se adentró en el bosque. Contentísima,
correteó durante un par de horas orientándose gracias a su fino olfato.
Tanto anduvo que de repente le entró mucha sed.
– ¡Anda, ahí hay un río! Voy a beber un poco de agua.

La ratita Flor se acercó a la orilla y sumergió la cara. El agua estaba


fresquísima y deliciosa, pero no pudo disfrutarla mucho porque un
antipático cangrejo le agarró el hocico con sus pinzas.

– Bichito, bichito, me haces daño ¡Suéltame el hociquito!

El cangrejo obedeció y Flor le reprendió.


– No vuelvas a hacerlo ¿no ves que duele un montón?
La pobre Flor se quedó con la naricita encarnada y dolorida, pero no dejó
que eso la desanimara y continuó su emocionante viaje.
Hacia el mediodía dejó atrás el bosque y llegó a un camino de piedra.

– Este camino va hacia el norte atravesando una pradera ¡No hay duda
de que voy bien!
Muy resuelta y segura de sí misma echó a andar sobre los adoquines. De
repente, un carruaje pasó por su lado a toda velocidad y un caballo le
pisó una patita.
– ¡Ay, ay, qué dolor! ¿Qué voy a hacer ahora? ¡Me cuesta mucho andar!

El caballo continuó trotando sin mirarla y Flor tuvo que arrastrarse a


duras penas hasta conseguir apartarse del camino y sentarse en una
piedra.

– Esperaré quietecita hasta que me baje la inflamación ¡Esto es horrible,


me duele muchísimo!
Estaba muy afligida y empezó a pensar que su plan no estaba saliendo
como había previsto. Con lágrimas en los ojos, comenzó a lamentarse.

– No hace ni seis horas que salí de casa y ya estoy hecha un asco. Un


cangrejo me muerde el hocico, un caballo me aplasta la pata… ¡Esto no
es lo que yo me esperaba!
Sus gemidos llegaron a oídos de un hada buena que pasaba por allí.

– ¡Hola, ratita linda! ¿Cómo te llamas?

Muy triste, le contestó:

– Flor, señora, me llamo Flor.

– ¿Y por qué estás tan triste con lo bonita que eres, pequeña?

Flor confesó lo que sentía en el fondo de su corazón.


– Estaba harta de mi vida y esta mañana decidí irme lejos de mi hogar en
busca de aventuras pero …

– ¿Pero qué, jovencita?

– Pues que desde que salí me ha mordido un cangrejo en el hociquito, un


caballo ha dañado mi patita y encima estoy muerta de hambre ¡Quiero
volver a mi casa!
– Vaya… ¿Ya no quieres vivir una vida llena de emociones?
La ratita fue muy sincera.

– Sí, sí me gustaría, pero por ahora quiero regresar a mi hogar, con mi


familia y con mi gente ¡Cuánto daría yo por comer unos granitos de trigo
o de maíz de los que hay en mi molino!

El hada sonrió:
– Me alegra tu decisión, Flor. El mundo está lleno de lugares
maravillosos y es normal que quieras explorarlos, pero para eso tienes
que formarte, aprender y madurar. Estoy convencida de que algún día,
cuando estés preparada, tendrás esa oportunidad. Anda, ven, súbete a mi
hombro que te llevo a casa. No te preocupes que con una venda
enseguida te curarás.

El hada buena la llevó de vuelta al lugar donde había nacido, al lugar que
le correspondía y donde lo tenía todo para ser dichosa. Por supuesto la
recibieron con los brazos abiertos y ni que decir tiene que ese día el grano
del molino le supo más delicioso que nunca.
LA BOLSA DE MONEDAS
Hace mucho tiempo, en una ciudad de Oriente, vivía un hombre muy
avaro que odiaba compartir sus bienes con nadie y no sabía lo que era la
generosidad.
En una ocasión, paseando por la plaza principal, perdió una bolsa en la
que llevaba quinientas monedas de oro. Cuando reparó en ello se puso
muy nervioso y quiso recuperarla a toda costa.

¿Sabes qué hizo? Decidió llenar la plaza de carteles en los que había
escrito que quien encontrara su bolsa y se la devolviera, recibiría una
buena recompensa.

Quiso la casualidad que quien se tropezó con ella no fue un ladrón, sino
un joven vecino del barrio que leyó el anuncio, anotó la dirección y se
dirigió a casa del avaro.
Al llegar llamó a la puerta y muy sonriente le dijo:

– ¡Buenos días! Encontré su bolsa tirada una esquina de la plaza ayer por
la tarde ¡Tenga, aquí la tiene!
El avaro, que también era muy desconfiado, la observó por fuera y vio
que era igualita a la suya.

– Pasa, pasa al comedor. Comprobaré que está intacta.

Echó las monedas sobre la mesa y, pacientemente, las contó. Allí


estaban todas, de la primera a la última.
El chico respiró aliviado y le miró esperando recibir la recompensa
prometida, pero el tacaño, en uno de sus muchos ataques de avaricia,
decidió que no le daría nada de nada. El muy caradura encontró una
excusa para no pagarle.
– Sí, es mi bolsa, no cabe duda, pero siento decirte que en ella había mil
monedas de oro, no quinientas.

– Señor ¡eso no es posible! Yo sería incapaz de robarle y presentarme


aquí con la mitad de sus monedas ¡Tiene que tratarse de un
malentendido!

– ¿Malentendido? ¡Aquí había mil monedas de oro así que lo siento pero
no te daré ninguna recompensa! ¡Ahora vete, te acompaño a la puerta!

¡El pobre muchacho se quedó helado! No había robado nada, pero no


podía demostrarlo. Se puso su sombrero y se alejó triste y
desconcertado. El avaro, desde la puerta, vio cómo desaparecía entre la
niebla y después regresó al comedor con aire de chulería.

El muy fanfarrón le dijo a su esposa:


– ¡A listo no me gana nadie! He recuperado la bolsa y encima he dejado
a ese desgraciado sin el premio.

La mujer, que era buena persona, le contestó indignada.


– ¡Eso no se hace! A nosotros nos sobra el dinero y él merecía la
gratificación que habías prometido ¡Podía haberse quedado con el dinero
y no lo hizo! Id juntos a ver al rabino para que os dé su opinión sobre
todo esto.
Al avaro no le quedó más remedio que obedecer a su mujer ¡Estaba tan
enfadada que cualquiera le decía que no!
Buscó al chico y acudieron a pedir ayuda al rabino, el hombre más sabio
de la región y el que solía poner fin a situaciones complicadas entre las
personas. Aunque ya era muy anciano, los recibió con los brazos
abiertos; Seguidamente, se sentó en un cómodo asiento a escuchar lo que
tenían que contarle.

El avaro relató su versión y cuando acabó, el rabino le miró a los ojos.


– Dime con sinceridad cuántas monedas de oro había en la bolsa que
perdiste.

El avaro era tan avaro que se atrevió a mentir descaradamente.


– Mil monedas de oro, señor.
El rabino le hizo una segunda pregunta muy clara.
– ¿Y cuántas monedas de oro había en la bolsa que te entregó este
vecino?

El tacaño respondió:

– ¡Sólo había quinientas, señor!

Entonces el rabino se levantó y alzando su voz profunda, sentenció:

– ¡No hay más que hablar! Si tú perdiste una bolsa con mil monedas y
ésta tiene sólo quinientas, significa que no es tu bolsa. Dásela a él, pues
no tiene dueño y es quien la ha encontrado.

– Pero yo me quedaré sin nada!

– Sí, así es. Tu única opción es esperar a que un día de estos aparezca la
tuya.

Y así fue cómo, gracias a la sabiduría del rabino, el avaro pagó sus
mentiras y sus calumnias quedándose sin su propia bolsa.
LA VIEJA Y LA GALLINA
En un pueblecito del Tíbet vivía una anciana que adoraba cenar un huevo
todos los días. No quería asados, ni verduras, ni dulces ¡Sólo un único
huevo antes de acostarse!

Cada mañana, a paso lento y valiéndose de un bastón fabricado con un


palo, se dirigía al mercado para comprar un blanquísimo y delicioso
huevo de corral que por la noche saboreaba como si fuera el más
exquisito caviar.
El tiempo fue pasando y llegó un día en que las piernas, debido a su
avanzada edad, empezaron a flaquearle ¡Tener que caminar tanto le
resultaba agotador! Por esta razón decidió romper la hucha de barro que
guardaba en un cajón y, con sus escasos ahorros, comprar una gallina.
– ¡Es un plan perfecto! Cuidaré y mimaré a la gallinita para que cada día
me regale un huevo para cenar ¡Ya estoy muy mayor para ir al pueblo
cada día!
Efectivamente, así lo hizo. Eligió un hermoso ejemplar y regresó con él
a casa.

La gallina, que de tonta no tenía un pelo, se acostó en un rincón de la


cocina donde había un suave y mullido cojín. A la viejecita le hizo gracia
y se lo permitió porque quería que sintiera cómoda y feliz. Además de
cederle el mejor lugar de la casa, la alimentó con el mejor maíz y todas
las noches la tapaba con una manta de lana para que durmiera calentita.

La gallina se sintió muy agradecida desde el primer día pues vivía como
una reina. Para corresponder a la anciana se esforzaba mucho en poner
cada mañana el mejor huevo que era capaz. Nada más salir el sol, la
mujer lo recogía con entusiasmo y siempre le daba las gracias por el
regalo.

– ¡Qué ricos están tus huevos gallinita mía, muchas gracias!


La mujer estaba tan contenta y feliz que en una ocasión decidió invitar a
cenar a sus vecinos. Dada la circunstancia, necesitaba que la gallina
pusiera seis huevos, uno para ella y cinco para sus convidados.

– Gallinita, gallinita, sé buena y dame hoy seis huevos para cenar, por
favor.

La gallina callaba y decía no y no con la cabecita. La pobre no lo hacía


por cabezonería, sino porque como todos sabemos las gallinas sólo
pueden poner un huevo al día. La anciana, que era bastante ignorante, no
conocía esta característica de las gallinas y siguió insistiendo al pobre
animal.

– ¡Venga, gallina, dame seis huevos, que con uno no me basta!

No había nada que hacer. Para la gallina era una misión imposible, algo
que iba en contra de su naturaleza. Desconcertada, miraba a la anciana
con cara de circunstancias tratando de hacerle entender la situación.

Por desgracia la dueña perdió la paciencia y empezó a maldecir. Se


enfadó tanto que en un arrebato de ira y creyendo que la gallina guardaba
todos los huevos dentro, decidió abrirla y quitárselos todos. Se quedó de
piedra y con la cara desencajada cuando comprobó que en su interior no
había ni uno.

¿Qué podía hacer?… El tiempo apremiaba y los invitados estaban a


punto de llegar. Lo único que se le ocurrió fue quitarle las plumas, untarla
con un poco de aceite y pimentón, y asarla en el horno.
Los vecinos acudieron puntuales y se sentaron a la mesa. Cuando la
anciana apareció con la bandeja, uno de ellos comentó:

– ¿Gallina para cenar? ¡Qué raro, si tú siempre cenas un huevo!


– Sí, es cierto… He intentado que mi gallina pusiera hoy seis huevos
pero como no pudo ser, decidí convertirla en nuestra cena.

Los amigos se miraron sorprendidos y se echaron a reír.

– ¡Vaya metedura de pata! ¡Las gallinas ponen un sólo huevo al día! ¡Por
no pensar bien las cosas a partir de mañana no tendrás ni una cosa ni
otra!

¡Qué razón tenía el vecino! La anciana, por impulsiva, había perdido su


gallina y por tanto la posibilidad de cenar un huevo diario ¡Sin duda una
decisión desastrosa!
¡Pero no te preocupes porque esta historia no acaba del todo mal! Y es
que por la noche, ya en la cama, la anciana reflexionó sobre lo sucedido
hasta encontrar una manera de enmendar su error.

– ¡Sí, sí, ya lo tengo! ¡Esta vez haré las cosas bien!

¿Tienes curiosidad por saber qué hizo?…

¡Muy fácil! Al día siguiente acudió al mercado y se informó bien de


cómo era la puesta de huevos de las gallinas. El vendedor le confirmó
que sólo podría obtener un huevo al día y entonces la mujer lo tuvo muy
claro: lo mejor sería comprar diez gallinas que le dieran diez huevos cada
mañana.

Así fue cómo, a partir de ese día, continuó disfrutando de un riquísimo


huevo para cenar.
¿Y los otros nueve? ¡Los guardaba para cuando recibía invitados!
EL LORO QUE PEDÍA LIBERTAD
En la India todo el mundo conoce la historia de un loro muy peculiar que,
por lo visto, tenía muchas ansias de ser libre. El pájaro en cuestión vivía
con su dueño, un hombre mayor de barba blanca y mirada cansada, que
le cuidaba con cariño.
El animal era un regalo que había recibido en su juventud, por lo que
llevaban juntos casi media vida, haciéndose compañía el uno al otro.
Dentro de la jaula, el loro tenía un comedero y agua siempre fresquita.
Jamás había salido de ella y se limitaba a observar el mundo desde su
pequeño hogar enrejado.

Un día, el anciano invitó a un amigo a tomar el té a su casa. Cuando


llegó, se sentaron cómodamente junto al ventanal que daba al jardín ¡Qué
relajante era contemplar los árboles en flor mientras disfrutaban de la
rica bebida caliente y una animada charla!

De repente, el loro, que observaba con atención cada uno de sus


movimientos, comenzó a gritar:
– ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!

Los dos amigos ignoraron los agudos chillidos del pájaro y continuaron
conversando, pero enseguida les interrumpió otra vez.
– ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!

Nada… El loro no se callaba e insistía en que le dejaran libre. El invitado


empezó a agobiarse y a sentir pena por el animalito allí encerrado ¡En el
fondo era un ave y las aves gozan siendo libres y volando por el cielo!…

Durante toda la tarde, el loro siguió gritando como un loco. Cuando llegó
hora la de despedirse, el anfitrión, muy cortésmente, acompañó a su
invitado hasta la puerta. El hombre se alejó a paso rápido, pero parecía
que los alaridos del loro le perseguían por el camino, tan fuertes que eran.

– ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!


Por la noche no pudo dormir. Ese loro encerrado le daba mucha lástima
y no podía quitarse la repetitiva cantinela de la cabeza.

¿Y si le ayudaba?… El anciano era su amigo, pero por otra parte, no


podía ignorar que el loro pedía auxilio desesperadamente. Si quería ser
libre, tenía que hacer algo por él.

Decidió que al día siguiente iría de incógnito a la casa del viejo. Una vez
allí, esperaría a que se fuera a hacer la compra diaria al mercado y, en
cuanto se ausentara, entraría y liberaría al loro.

Tal como lo pensó, lo hizo. Se escondió tras un arbusto y, en cuanto su


amigo salió, como siempre caminando a paso lento y ayudándose con un
bastón para no caerse, se infiltró sigilosamente en la casa por una ventana
abierta. Recorrió las habitaciones y por fin llegó hasta donde estaba el
loro, que en ese momento dormía plácidamente.
El animal, en cuanto escuchó un ruidito, abrió el pico y comenzó a
vociferar.
– ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!
¡No tenía otra opción! La insistencia del loro disipó todas sus dudas y se
convenció a sí mismo de que lo que iba a hacer era lo correcto. Se acercó
rápidamente a la jaula, sacó un alambre del bolsillo, lo introdujo en la
cerradura y la puertecita se abrió de par en par.
Pero cuál sería su sorpresa cuando, el loro, en vez de aprovechar la
oportunidad y lanzarse al vuelo para escapar, puso cara de espanto y se
agarró con fuerza a los barrotes como diciendo que no saldría ni de
broma. Lo curioso del asunto, es que seguía chillando:

– ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!


El hombre se quedó de piedra ¿Tanto pedir libertad y ahora no quiere
salir?…

Intentó encontrar una explicación a ese extraño comportamiento y llegó


a una certera conclusión:

– A este lorito miedoso le pasa lo mismo que a los seres humanos; hay
muchas personas que tienen deseos de libertad, de ver mundo, de hacer
cosas que siempre soñaron, pero están tan acostumbrados a las
comodidades y a la seguridad del hogar que, a la hora de la verdad, se
aferran a lo conocido y no tienen la valentía de probar.
Cerró de nuevo la pequeña puerta de la jaula y se fue por donde había
venido, contento al menos de haberle dado la oportunidad de ser libre.

EL ABAD Y LOS TRES ENIGMAS


Cierta vez, existió un monasterio muy lejano, situado en lo alto de una
colina. En aquel lugar, vivían monjes muy humildes que dedicaban su
vida a pastorear las ovejas y meditar profundamente. A cargo del
monasterio, se encontraba un viejo abad, tonto y necio, que descuidaba
sus labores y prefería pasarse el día dormitando y oliendo flores.
Cuando el señor Obispo se enteró de la pereza del abad, le mandó a
llamar inmediatamente para rendir cuentas y comprobar si todo aquel
asunto no era más que una fea mentira. “Deberás resolver estos tres
enigmas en el plazo de un año” – exclamó el Obispo ante el anciano, y
dijo a continuación:
¿Cuánto tardaría yo en darle la vuelta al mundo?
¿Cuánto dinero valdría si decidiera venderme?

¿Qué es lo que estoy pensando y no es verdad?


El abad quedó sorprendido ante las preguntas del obispo y mientras
retornaba al monasterio, pensaba y pensaba profundamente, pero no
encontraba respuesta alguna.
Meses después, mientras paseaba por el campo, encontró un pastorcillo
que decidió ayudarle a resolver aquellas preguntas tan difíciles. Al día
siguiente, el joven partió al encuentro del Obispo disfrazado con las
vestimentas del abad.

“¿Cuánto tardaría yo en darle la vuelta al mundo?” Preguntó el


Ilustrísimo. “Si usted caminara tan deprisa como el Sol, solo le tomaría
veinticuatro horas, mi Señor”.

“¿Cuánto dinero valdría si decidiera venderme?” Le inquirió


seguidamente el Obispo. A lo que el falso abad respondió: “Sólo la mitad
de lo que pagaron por Jesucristo, Ilustrísimo. Exactamente quince
monedas”.
Finalmente, el Obispo lanzó la última pregunta: “¿Qué es lo que estoy
pensando y no es verdad?” A lo que el jovenzuelo, retirando su capucha
exclamó: “Pues que yo no soy el verdadero abad, como puede ver mi
Señor”.

Y así, el Obispo nombró al pastorcillo el nuevo abad del monasterio, y


decidió que el anciano perezoso debería pasarse el resto de su vida
pastoreando ovejas.
El sapo y el ratón

Adaptación del cuento popular de España


Había una vez un sapo al que le encantaba tocar la flauta. Por las noches
se subía a una piedra del campo y, bañado por la luz de la luna, arrancaba
hermosas notas a su pequeño instrumento.
Allí cerquita vivía un ratón al que le molestaba mucho la música. Estaba
tan harto, que una cálida noche de verano decidió poner fin a la situación.
Fue en busca del sapo y le amenazó.

– ¡Oiga, señor sapo! No quiero parecerle maleducado, pero es que me


aturde con esas melodías todas las noches ¡No consigo dormir! ¿Por qué
no se va a otro sitio a tocar la flauta? – dijo gruñendo y con gesto
enfadado.
– ¡Usted es un envidioso! – respondió el sapo – ¡Ya le gustaría tocar tan
bien como yo!
– ¡De envidia nada! – El ratón empezaba a enfadarse más de la cuenta –
Yo no sé nada de música, pero tengo otras virtudes: corro rapidísimo y
me muevo con mucha agilidad por todas partes, algo que usted, con esas
patas tan cortas y la barriga tan inflada, no puede hacer.

Al sapo le pareció fatal lo que le dijo el ratón y decidió darle un


escarmiento.

– Así que se cree mejor que yo ¿eh?… Muy bien, pues si quiere hacemos
una apuesta. Le reto a correr, pero para que sea más emocionante, lo
haremos bajo tierra. Si gana usted, le entregaré mi flauta, pero si gano
yo, tendrá que regalarme su casa, que según he oído por ahí, es bastante
confortable.
El ratón se echó a reír pensando que el sapo era un ser bastante tonto e
inconsciente.

– ¡Acepto, acepto! Ganarle es pan comido y cuando tenga esa


insoportable flauta en mi poder, la destrozaré hasta hacerla polvillo. Nos
vemos mañana aquí, en cuanto salga el sol.

El sapo se despidió, volvió a su casa y le contó la historia a su mujer.


Después, le explicó que había urdido un plan para ganar al insolente
roedor.

– Te diré qué haremos, pero escucha con atención. El ratón y yo


saldremos corriendo bajo tierra desde la roca hasta la meta, situada en el
gran árbol que crece junto al trigal.

Tomó aire y continuó.


– Tú te esconderás en un agujero bajo el árbol y cuando veas que el ratón
está llegando, sacarás la cabeza y gritarás “¡He ganado! Todos los sapos
somos muy parecidos y el ratón no se dará cuenta de que, en realidad,
eres tú y no yo quien estará en la meta.
– Está bien, querido. Así lo haré – respondió la señora sapo.

Al día siguiente, se reunieron en la roca el sapo y el ratón. Cuando sonó


la señal de salida, ambos se metieron bajo tierra y empezaron a correr.
Bueno, no exactamente… El ratón corrió y corrió a toda velocidad sin
mirar atrás, mientras que el sapo simuló que avanzaba un poquito pero
en realidad regresó al punto de partida. Cuando el ratón estaba a punto
de llegar al árbol, la señora sapo sacó la cabeza y gritó:

– ¡Ya estoy aquí! ¡He ganado!

Al ratón se le desencajó la cara ¿Cómo era posible que el sapo hubiera


llegado antes?

– ¿Es usted mago o algo así? ¡Si no lo veo, no lo creo! Está bien: haremos
una nueva carrera, esta vez el camino contrario, de aquí a la roca.

El sapo, que en realidad era la mujer, asintió con la cabeza. Se prepararon


para salir, dieron la señal y el ratón puso todas sus ganas en llegar el
primero. Se metió bajo tierra y corrió como un loco mientras la mujer del
sapo se quedaba quieta sin que el ratón, con las prisas, se diera cuenta de
que iba corriendo solo. Cuando faltaba muy poquito para llegar, oyó una
voz proveniente de una cabeza que asomaba junto a la roca.
– ¡He vuelto a ganar! – gritó el sapo, a punto de reventar de felicidad
porque había conseguido engañar al ratón – ¡Celebraré mi victoria
tocando una melodía triunfal!

El sapo comenzó a tocar la flauta dando saltitos de alegría. El ratón se


sintió furioso y humillado. La ira le reconcomía y encima tenía que
soportar esa insidiosa música que le sacaba de quicio. Pronto pasó de la
rabia a la tristeza, pues el sapo se apresuró a reclamarle lo que le debía.

– He ganado la apuesta – comentó el batracio sacudiéndose la tierra de


la panza – ¡Me quedo con tu casa!

El ratón tuvo que asumir que había perdido. Cabizbajo, le dio las llaves
y se alejó en busca de un nuevo hogar. El exceso de confianza en sí
mismo le había jugado una mala pasada. Se prometió que, a partir de
entonces, sería más humilde y no despreciaría a aquellos que, en
principio, parecen más débiles.

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