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TEMA XI

EL CRISTO DE LA FE. PREMISA

Hasta ahora hemos tomado en consideración la figura de Jesús y los hechos más importantes de su
azaroso y fascinante acontecer histórico. Esto ha sido posible gracias al valor histórico de los documentos
cristianos, a cuyo conocimiento crítico se han aplicado los conocimientos de la ciencia histórica. Esto ha
servido para devolvernos al hombre Jesús (más que el mero interés de investigación científica),aquel a
quien una fe rutinaria y formalista no lograba ya aferrar...

Pero un Jesús reconstruido históricamente no es aún todo el Jesús cristiano, el Cristo de la fe. La luz de la
revelación divina, que manó de la resurrección y del don pentecostal del Espíritu, "abrió los ojos" a los
discípulos, que lo habían conocido y tratado durante la vida terrena, y los introdujo en una
"superconsciencia" de su misterio personal, a la que el puro conocimiento empírico no puede conducir (Mt
16,17).

El conocimiento cristiano del Cristo es, pues, necesariamente dependiente de la experiencia de la fe de la


iglesia apostólica, expresada en los escritos inspirados del NT. Ella fue la testigo querida por Dios, tanto del
Jesús terreno como del acontecimiento de la resurrección.

Cuando se afirma que la fe cristiana nace de la resurrección, con mucha frecuencia se sufre la tentación de
extrinsecismo, como si la resurrección hubiera sido para la iglesia naciente un suceso fulgurante al que
hubiera asistido desde fuera de una vez para siempre. No: la comunidad de los orígenes vio la resurrección
de Cristo como un acontecimiento de salvación para sí y para el mundo entero, como el inicio gozoso de
una vida renovada, como experiencia vital del Espíritu, como presencia interna del resucitado en la liturgia
y en la vida diaria.

Con el correr del tiempo, la comunidad pascual dio a su extraordinaria e irrepetible experiencia de Cristo el
fundamento de una reflexión teológica, y la prueba de esto son los escritos de Pablo y Juan. Pero su
cristología no es una especulación sobre el vacío. Es, más bien, el fruto de su intenso vivir en comunión con
Cristo. Esto es válido para todo hombre o comunidad que no pretendan pararse en las fórmulas, sino apuntar
a un real encuentro con Cristo.

1. - ¿Quién decís que soy yo?

La resurrección daba una respuesta decisiva y definitiva a la pregunta hecha por Jesús a los discípulos:
"¿Quién decís que soy yo?".

Pero, a la vez, volvía a proponer la pregunta y estimulaba a la comunidad cristiana a penetrar en el misterio
de Jesús resucitado. Este nueva búsqueda, sin embargo, no procede ya a ciegas..., ahora avanza bajo la
guía de la revelación divina contenida en el acontecimiento de la resurrección.

Y la reflexión cristológica del NT consistirá, sobre todo, en hacer explícito incluso verbalmente lo implícito
constituido por toda la vida de Jesús.

En este luminoso trabajo de formulación del misterio de Jesús nada se creó arbitrariamente: fueron utilizados
los "títulos" (que la palabra divina del AT había ofrecido) y que habían servido para delinear la espera
mesiánica. De ellos se servirá fundamentalmente la iglesia apostólica para formular la inaudita experiencia
que había tenido del Cristo resucitado, añadiendo así la luz a la luz. Pasaremos revista brevemente a los
más fundamentales. (Para el título "Hijo del hombre" ver cp. VI).
2. - El mesías

Que Jesús es el mesías es el primer conocimiento pascual. Para los hebreos éste era el nudo decisivo que
había que desatar (desde su posible mesianidad se juzgó la vida y la muerte de Jesús), y la resurrección lo
había desatado con una evidencia aplastante. Todo el NT resuena lleno de esta persuasión. (Recordar cp.
VI).

Este reconocimiento impulsó en seguida a preguntarse por la cruz del mesías: ¿por qué el mesías había
sido rechazado después de milenios de espera y había sido condenado como un maldito por Dios? (cf Gál
3, 13). La aceptación de la cruz del mesías debió constituir el problema más arduo del cristianismo de los
orígenes, porque venía a causar una convulsión total de las perspectivas de la espera mesiánica y
comportaba la renuncia al nacionalismo político y la aceptación de un salvador de género totalmente distinto.
Sólo la fuerza del acontecimiento pascual pudo plegarlos a acoger la cruz como salvación.

La respuesta de la fe apostólica al problema de la cruz fue ésta: "Cristo ha muerto por nuestros pecados,
según las escrituras", como se lee en la antiquísima profesión de fe de 1 Cor 15,3. Aquello que, según todas
las apariencias, parecía ser sólo obra de la maldad humana, resultaba ser, por el contrario, la actuación final
de Dios, la manifestación suprema de su amor salvador.

En Cristo crucificado estaba Dios mismo reconciliando consigo al mundo (2 Cor 5,18; Rom 5,5s). Será Pablo,
sobre todo, quien haga de la cruz de Cristo el centro de su teología. Junto con la comunidad primitiva,
recurrirá a tres temas interpretativos, que aplicará a la cruz para sacar a la luz su significado de salvación:

a) La muerte del mesías es vista como el acto con el que Dios redime, rescata, libera a los hombres de la
condición de esclavitud para hacer de ellos su propiedad (cf Rom 3,24-25; Ef 7,14; Col 1,14; etc).

b) La muerte es vista como el gran sacrificio expiatorio en cuya sangre Dios estipula la nueva y definitiva
alianza con su pueblo. Es esta la interpretación más ampliamente difundida en todo el NT, ya presente en
las palabras de la última cena, hecha argumento temático de la "Carta a los hebreos", que resuena en las
liturgias celestes del Apocalipsis. Dándose a sí mismo por nosotros (Gál 1,4; 2,20), Cristo es a la vez cordero
que quita los pecados del mundo y el sacerdote que ofrece a Dios y a los hombres su sangre como lugar en
que se realiza la eterna alianza.

c) La muerte del mesías es vista, finalmente, como reconciliación que derrumba el muro de división
edificado por el pecador y destruye la enemistad que por ello se había desencadenado (Rom 5,8-11; 2 Cor
5,18-20; Col 1,19-22; Ef 2,14-18). La cruz de Cristo constituye para el mundo la palabra de la reconciliación
y de la paz; y la predicación que la iglesia hace de ella es "el misterio de reconciliación" que se nos ha dado
de parte de Dios.

3. - El Siervo de Dios

Con este nombre es llamado, en los famosos poemas del Deuteroisaías, aquel personaje elegido por Dios
y consagrado por su Espíritu para llevar la palabra divina a su pueblo; rechazado y entregado a la muerte,
ofrece silenciosa y heroicamente su vida en expiación de los pecados, tomando sobre sí los sufrimientos de
todos; pero su pasión trae la salvación a la multitud humana; él sobrevive, glorificado por aquel que lo había
enviado.

Esta figura ejerció un atractivo excepcional en el pensamiento cristiano de la era apostólica por la extremada
semejanza con el caso de Jesús, y guió la reconstrucción de los evangelios, especialmente al describir el
bautismo de Jesús, las tentaciones, el ministerio público, los anuncios de la pasión-resurrección, las
palabras de la cena, los acontecimientos de la pasión, etc.

Pero, los evangelistas, aun moviéndose constantemente sobre el trasfondo del siervo, para intentar penetrar
en el misterio de la persona de Jesús no hacen uso del término tal cual, sino que tienden a sustituirlo por
otros (elegido, cordero de Dios, hijo de Dios). Si la figura del siervo en su totalidad era sumamente útil para
comprender a Jesús, el título de "siervo" no se prestaba demasiado a la situación postpascual de la Iglesia,
que había descubierto no un "siervo", sino al "Señor" y al "hijo de Dios". El título de "siervo" no tiene ya
mucha razón de existir, especialmente fuera del ámbito palestinense.

4. - El Señor-Kyrios

Un hecho cristológico de enorme importancia es la atribución a Cristo resucitado del título de "señor-kyrios".
Tal atribución se hizo muy pronto, ya antes de Pablo, y parece de origen litúrgico, proveniente de la
aclamación "Maranathá" (¡Ven Señor! ¡El Señor viene!). Está ya presente, junto con "mesías", en la
antiquísima afirmación de He 2,36.

Kyrios indica la soberanía regia que el resucitado ha recibido del Padre con la exaltación a su derecha,
hecho copartícipe del señorío propio de Dios. Su realeza universal, velada aún en este momento, se colmará
definitivamente en el futuro escatológico, cuando haya vencido a toda potencia adversa, incluida la muerte.

Su "señorío" aparece, pues, unido tanto a la resurrección como a la parusía final, que constituirá por
excelencia "el día del Señor". Este señorío se realiza de forma más evidente sobre la iglesia, que pertenece
a su "Señor" y es edificada cotidianamente por él en el Espíritu: "Vivamos o muramos, somos del Señor"
(Rom 14,8).

En Pablo, la eucaristía está frecuentemente asociada al Kyrios: es la cena del Señor (1 Cor 11,20.23.27).
Este lenguaje casi constante testimonia que la eucaristía era vivida como el momento solemne de la acción
salvífica del Kyrios presente en su Iglesia.

El nombre "Señor" caracteriza la profesión de fe del cristiano (Rom 1,9).

La atribución del nombre "Kyrios" a Jesús resucitado reviste una gravedad particular. El término "kyrios"
había servido, en la traducción griega del AT, para traducir el nombre propio de "Yahvé". "Kyrios" estaba,
pues, cargado de la plenitud contenido en el nombre indecible/exclusivo que Dios se había dado. Ahora
bien, exaltándolo a su derecha, Dios ha concedido a Jesús, su mismo nombre y, con él, la posición que le
corresponde. Lo expresa con eficacia el himno prepaulino de Flp 2,10s.

La atribución del nombre Kyrios a Jesús tiene como efecto que todos los demás nombres y prerrogativas
exclusivas de Dios (a excepción de "Padre") se deben extender también a Cristo.

Se puede uno preguntar si todo esto no hace resquebrajarse el monoteísmo. Pero es preciso reconocer que
para el NT tal problema no existe. El señorío de Cristo (y su divinidad) no compromete en nada el
monoteísmo, sino que lo viene a confirmar (1 Cor 8,5-6; cf Ef 4,4-6).

El título de Señor se le reconoció a Jesús porque Dios le había dado todo poder salvífico en el cielo y en la
tierra, es decir, su mismo Reino. Se trata, pues, de un título que en sí y por sí expresa lo que Dios hace: hace
aquello que sólo Dios puede hacer (comunicar la vida divina, juzgar y salvar a los hombres, crear, etc.)
Nótese que este título expresa el dinamismo divino de Cristo, y no directamente el ser divino. Una
característica del lenguaje bíblico es el ser dinámico y no directamente ontológico. Incluso el ser mismo de
Dios es descrito por la revelación bíblica no en sí mismo, sino en aquello que Dios ha hecho por Israel y por
el mundo; y, más concretamente aún, en el dominio absoluto que Dios ejerce sobre los seres y los hombres.
Pero es innegable que, designando a Jesús como Señor, la comunidad cristiana de los orígenes percibió de
manera aún no tematizada, pero ya real, también su divinidad.

5. - El Hijo de Dios

"Hijo de Dios" es la fórmula concisa que expresa lo esencial y distintivo de la fe cristiana. Pero la fórmula no
nació de repente con este imponente significado cristológico: lo adquirió gradualmente , a medida que crecía
la experiencia de Cristo y el conocimiento de su misterio impulsado por la gracia del Espíritu.

En el mundo judaico era llamado "hijo de Dios" el rey e incluso el pueblo mismo: una persona y una
comunidad que Dios en su benevolencia elegía y llamaba a una misión particular. Pero en Jesús de Nazaret
este nombre comienza a trascender su significado normal, porque él considera a Dios como Padre suyo y
a sí mismo como Hijo único, a quien todo ha sido dado; él vive en una atmósfera singularísima de intimidad
con el Padre y tiene la pretensión de actuar en su lugar... Aunque se tuviese que admitir que Jesús no se
designó nunca con el título de "hijo de Dios", es evidente que él se consideró tal y en toda su vida se
comportó como Hijo único.

La comunidad de la pascua halló confirmada la inaudita pretensión de Jesús terreno, y cuando le reconozca
el título de "hijo de Dios" condensará en él tanto el significado excepcional que le atribuía Jesús como
también toda la claridad de revelación proveniente de la experiencia pascual. La atribución de este título a
Jesús resucitado es muy antigua.

Rom 1,3-4. El sentido fundamental de este texto: aquel que era desde siempre su Hijo y que había nacido
hebreo según la carne, ha sido hecho "hijo de Dios" en el momento de la glorificación, con la cual ha obtenido
el poder de obrar para nuestra salvación. El era ya hijo de Dios incluso antes de su nacimiento davídico,
pero la resurrección lo constituye tal por un nuevo título, haciéndole un Hijo "potente": la potencia del Kyrios,
que es el Espíritu, está en sus manos.

Marcos. Hijo de Dios tiene un lugar importante en el primer evangelio, el cual parece proponerse mostrar la
filiación divina de Jesús, si bien en aquel modo oculto, casi secreto, que caracteriza a Marcos (1,1; 15,39;
1,11; 9,7). "Marcos comprende que se trata de la revelación más íntima y más secreta que concierne a la
persona y a la obra de Jesús" (Cullmann). Esto explica la discreción usada por Jesús: su misterio es de tal
envergadura que sólo quien cree y lo sigue lo puede comprender.

Mateo. Nos encontramos con un hecho nuevo: el relato de la concepción virginal de Jesús en el evangelio
de la infancia. Con ella, la Iglesia expresa su fe en que no sólo la misión, sino también el mismo ser de Jesús
proviene de Dios: Jesús es el hijo de Dios desde el nacimiento, porque es él quien lo ha engendrado (no fue
elegido o adoptado mesiánicamente sólo en el momento del bautismo o de la resurrección). (Ver también
Mt. 11, 27; 3,17; 17,5; 28,19).

Pablo. Usa "hijo de Dios" quince veces, bastante menos que los demás títulos cristológicos. Nunca usa la
fórmula abreviada de "Hijo", sino que prefiere indicar siempre su pertenencia al Padre (Hijo suyo, Hijo del
Padre). Señalemos tres lugares: Gál 4,4-5; Col 1,15-20; (Flp 2,6-11).

Carta a los Hebreos. La carta es testimonio de una cristología muy avanzada ya. Mientras los nombres de
Cristo y de Señor se emplean como simples nombres personales, adquiere importancia, en cambio, el título
de "Hijo" y de "hijo de Dios": el primer capítulo constituye la apoteosis en este sentido.
Juan. Su evangelio se escribió "para que creáis que Jesús es el Cristo, el 'Hijo de Dios', y para que,
creyendo, tengáis vida en su nombre (20,31). Lo que caracteriza su cristología es la unidad y la igualdad del
Padre, y, por consiguiente, su verdadera divinidad. Jesús no es sólo el primogénito o el Hijo amado, sino el
unigénito. Unidad de ser (10,30; 16,15; 14,10). Unidad de vida (5,26; 6,57). Unidad de gloria (17,5.24).La
gloria es para los judíos el signo máximo de la divinidad. Unidad de conocimiento y de amor (10,15; 3,35;
14,21.31; 5,30). Unidad en el obrar (5,17.21; 5,22-23). Inclusión recíproca del Padre y del Hijo (14,7; 14,9;
15,23; 17,21). "Yo soy": Es la expresión sintácticamente extraña y, por ello, enigmática, que se encuentra
en labios de Jesús en el evangelio de Juan (8,28; 8,24.58; 13,19). La expresión es insólita, porque el verbo
ser no va seguido de ninguna determinación. Este uso absoluto del "Yo soy" hace pensar en lo que Yahvé
decía de sí en el AT. (Is 43,10). Es la fórmula profética abreviada de la revelación divina. Lo que Juan entrevé
en esta expresión es el ser divino de Cristo.

6. - El verbo-Logos

Es el título particularísimo que Juan atribuye a jesús en el prólogo de su evangelio. En el prólogo, el


evangelista ha sintetizado toda su reflexión sobre el misterio de Cristo: Logos eterno, creador, Hijo unigénito,
encarnado, salvador, luz verdadera, vida, revelador de Dios... una inmensa visión que comprende la historia
entera partiendo de la eternidad. Ningún texto neotestamentario puede igualar a éste en la presentación de
la plena divinidad de Cristo. Se traslada al día de la creación, cuando nada existía aún excepto Dios. Pero
Dios no estaba solo: en aquella eternidad, alguien estaba con él, distinto de él, siendo Dios también, que
compartía su eternidad. Después se hará carne; entonces se sabrá quién es él: (el Hijo unigénito de Dios,
Jesús de Nazaret! Juan da un nombre a este alguien. el Logos de Dios. Lo consigue del mundo cultural
circundante (filosofías y literaturas: entendían por él la idea creadora que está en la mente de Dios cuando
crea el mundo). Pero Juan, en cuanto a su contenido, se remite a la teología sapiencial veterotestamentaria
de la palabra de Dios. Y se difiere de la cultura profana (de donde toma la palabra) y de la teología sapiencial
del AT (a donde remite su contenido) en esto: el Logos no es una idea arquetípica, ni una personificación
de la palabra reveladora de Dios: el Logos es un hombre concreto de la historia, es Cristo, de quien el
evangelista va a contar los hechos terrenos. No es una ideo o una fuerza impersonal que revela a Dios, sino
un verdadero hombre, sino un verdadero hombre de la historia... Jesús, en calidad de Logos eterno de Dios,
es la revelación personal de Dios sobre la tierra.

Recordemos solamente algunos elementos cristológicos del Logos. Es un ser personal, sujeto activo en la
creación, que ilumina y es rechazado, que habita entre los hombres y les habla de Dios, que existe desde
el principio... No es una palabra dirigida a alguien, sino que es él mismo la palabra que habla. Es Dios él
mismo, "y el Logos era Dios". No "se hizo", sino que "era" desde siempre. Es el Logos encarnado:
entendiendo la palabra "carne" en sentido semítico, que indica la totalidad del hombre.

Con esta grandiosa visión de divinidad y de eternidad, la revelación del NT del misterio de Cristo llega a su
cima más alta. La eterna soledad de Dios parece haber estallado: junto a él y con él, está desde siempre su
Logos, que es su Hijo. El misterio trinitario de Dios está desde ahora abierto a la fe cristiana.

7. - Hacia la plenitud del misterio

* La cristología arranca de Pascua, pero tiene su origen histórico en el Jesús terreno, en su comportamiento
y en sus reivindicaciones de poderes divinos. Esta cristología implícita es la que hace de cimiento a la
explícita de pascua.

* Con la resurrección, algunas atribuciones de Jesús son percibidas inmediatamente y con una claridad que
no tendrá después desarrollos notables: mesianidad y señorío.
* En cuanto a su dignidad de "hijo de Dios", se asiste a una toma de conciencia cada vez más profunda y
progresiva, hasta la cima que se encuentra en Juan. Los títulos antiquísimos "Señor" e "Hijo del hombre",
contenían implícitamente la afirmación de la divinidad de Jesús, pero en términos funcionales (ejerce los
poderes de Dios). "Hijo de Dios" va desde el simple significado mesiánico (es el elegido enviado por Dios)
hasta el de generación natural por Dios (es una sola cosa con el Padre y de él toma su origen).

* Nunca es la naturaleza divina en sí misma la que se hace objeto de la reflexión cristológica del NT, sino la
naturaleza divina en cuanto se revela históricamente y actúa salvíficamente por los hombres. "El ser en sí"
de Cristo y "su obrar por nosotros" se entrelazan y se compenetran. El interés especulativo por las
naturalezas y la persona de Cristo está ausente del NT, vendrá más tarde (siglos IV-V).

* Desde la Resurrección, concebida como el momento en que Jesús es constituido hijo de Dios, se volverá
(Mt y Lc) al nacimiento virginal de Jesús, que encuentra en Dios, directamente, el origen de su ser; y con
Juan se llegará a colegir el nacimiento eterno del "Hijo-Logos" del Padre: aquí no se trata ya de un
acontecimiento histórico del que hacer arrancar la filiación divina de Jesús (resurrección, nacimiento
terreno), sino del existir eterno de Dios en el cual es engendrado el Hijo.

* ¿Ha llegado el NT a llamar a Cristo simplemente "Dios"? Hay algunos pasajes paulinos que parecerían
hacerlo, pero su interpretación no es del todo segura (Rom 9,5; Tit 2,13). El Nt con el nombre "Dios" quiere
indicar constantemente aquella persona divina que se llama Padre. En aquel contexto no era aún posible,
sin contradecirse de algún modo, llamar a Cristo sin más "Dios".

* La consideración de la divinidad de Cristo camina siempre al lado de la fe monoteísta. También en Juan,


en quien la divinidad del Hijo se percibe tan claramente, éste permanece siempre en dependencia respecto
al Padre (5,19.30). El recibe del Padre no sólo lo que él posee, sino también todo lo que él es, su misma
existencia de Hijo, su divinidad.

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