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Damiselas de Numidia se teje en un burdel de Casablanca habitado

por magnate por magnates, poetas alcohólicos, proxenetas y


mujeres-flor. El narrador se instala en la vida nocturna para describir
las historias de un mundo sórdido, donde se mezclan escenas de
ternura y crudeza, en las cuales resuenan tanto las imágenes de la
erótica clásica, como las traducciones de Sir Richard Francis Burton o
los textos de Jean Genet.
Entre el costumbrismo sucio y el islamismo callejero, el humor
corrosivo, la erudición y el gusto por la palabra se reúnen: «No
bautizados, paganos de buena fe y escépticos sinceros», para evocar
un universo ligado a una sexualidad proscrita en los estados
musulmanes contemporáneos, donde las metáforas de la poesía
árabe sirven a Mohamed Leftah sólo para marcar la ruptura con su
propia tradición.
Mohamed Leftah

Damiselas de Numidia
ePub r1.0
Titivillus 17.04.2018
Título original: Demoiselles de Numidie
Mohamed Leftah, 1992
Traducción: Raúl Falcó
Diseño de cubierta: Tres laboratorio visual, Jorge Brozon, Rafael Rodríguez

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Quien haya amado tiene una cicatriz.
ALFRED DE MUSSET

Númido. adj. y sust. (s. XVI; lat. Númide, gr. Nomas,


Nómados, propiamente «pastor»). Historia de Numidia,
antiguo nombre de una región del norte de África. Esclavo
númido. —N. Los Númidos.
LE PETIT ROBERT
NUAR, PLURAL DE FLOR, ES EL NOMBRE CON EL QUE SE DESIGNA a la sífilis
en esta vieja tierra de Numidia; enfermedad que durante mucho tiempo habitó
el cuerpo e inquietó la imaginación de los hombres.
¿Esta extraña y poética designación puede tener su explicación en el
hecho de que, en lengua númida, muchos nombres de mujer también son
nombres de flores? ¿Mujeres-flor, que les dejarían a sus amantes, tras la flor
efímera del amor, unos pétalos inscritos en la carne, a un tiempo blasón
glorioso y podredumbre infame: nuar, flores de sífilis?
Es preciso advertir el silbido con el que abre y cierra esta palabra; como
el ataque fulgurante (que se cierra bruscamente sobre sí mismo) de una víbora
de cascabel. Si bien la palabra nuar evoca un jardín florido, el árbol más
florido de este huerto, el sexo del vergel, está invadido por el chancro; el
chancro sifilítico.
Si se admite que las mujeres-flor son responsables de las flores de la
sífilis, entonces algunas, como a cambio de ello, ven florecer sobre sus
cuerpos —en general en las mejillas, a veces en la frente, y rara vez, pero no
por ello con menor suntuosidad y sentido trágico, en sus partes vitales,
pechos o sexo— otra flor extraña, infame y al mismo tiempo gloriosa: una
cicatriz.
(Por lo tanto, cuando la cicatriz se dibuja en el sexo de la mujer, resulta
una suerte de revancha o de compensación frente a la sífilis masculina).
Entre las palabras: herida, cuchillada, cortada, marca, cicatriz, no tardé
mucho en decidirme —y ya se verá por qué—, por la última, y me parece por
eso que tuve que pensar primero en esta palabra cargada de estigmas. Desde
los estigmas milagrosos que surcan las manos de los santos hasta aquéllos
con los que se marcaba con hierro al rojo vivo el cuerpo de los presidiarios;
los estigmas de la histeria; los estigmas que designan los orificios de ciertos
insectos tanto como los de los pistilos.
Ésta es la palabra sonora y polisémica, habitada (en su seno) por pus,
polen, savia y sangre, por la podredumbre y el milagro, que acaso habría sido
la más apropiada para designar la cicatriz que distingue a las muchachas-flor,
que aún no han abierto, y que constituyen el pretexto de esta narración y de
sus protagonistas.
He tenido que optar por la palabra cicatriz porque, aunque conserva su
significado de huella dejada en la carne por una herida, en la tierra de
Numidia también ha llegado a señalar una condición, un estado, un orden.
En efecto, si llegaran a oír pronunciar uno de los nombres de estas
muchachas-flor, Massc Alfil, Jazmín, Warda, Zahra, seguido, como si se
tratara de un adjetivo o de una partícula, por una palabra-cicatriz (Warda
Cicatriz, por ejemplo), sabrían entonces que Warda, «Rosa», es una mujer de
la vida alegre. Una puta. Una puta que trabaja para un padrote.
La cicatriz que adorna el cuerpo de Rosa, del mismo modo que su
nombre, es la marca (ya que también se dice de estas jóvenes que están
marcadas), a un tiempo visible y sonora, de su condición.
Antes de proseguir —habiéndola apenas iniciado—, esta divagación a
través de las palabras, me doy cuenta de que algunas, escogidas por mí o
imponiéndose por sí mismas —comenzando con la que inició la deriva, la
palabra nuar, flores—; que la manera como se han ido disponiendo,
invocando a otras como si se tratase de los primeros pájaros que, al posarse,
llaman al resto de la migración; de que las correspondencias que ya han
empezado a establecer secretamente entre ellas; de que las emociones oscuras
que algunas han hecho surgir, o resucitar, en mi corazón (y en mi cuerpo), me
provocan un vago presentimiento, aunque poderoso y feliz. Quiero decir que
la matriz y la osamenta de la historia que me dispongo a narrar ya se han
constituido, casi a mis espaldas. Que tan sólo queda llegar al final de estas
palabras, como se llega al final de un túnel o de una noche.
Ya deben sospechar que los padrotes que han marcado a las muchachas-
flor, a las muchachas-cicatriz, son unos esplendorosos y jóvenes brutos.
¿Lograré fraguar un canto con esta violencia, esta noche, con unas pocas
palabras matricias y misteriosas: flores, muchachas, chancro, polen, estigmas;
unas cuantas palabras encantadas: Jazmín, Zumurrod? ¿Fraguar un orden?
Poético.
El único orden aceptable.
WARDA… ¿ES ACASO NECESARIO EXPLICARLE AL LECTOR LO QUE evoca
espontáneamente semejante nombre, Rosa, cuando designa a una mujer?
Es el caso de Warda, una muchacha aún muy joven, una rosa en todo el
esplendor de su florecimiento.
Tantos poetas… ¡Y el trovador cantaba «la Aurora con dedos de rosa»!
¿Me bastará decir simplemente que Rosa es auroral? ¿Ella, que duerme todo
el día, y que tan sólo inicia su trabajo, su oficio —levantar clientes en un bar
— a la fatídica medianoche? A esa hora que divide al día de la noche, desde
hace milenios, que divide la realidad del ensueño, nace y comienza a reinar
Rosa. Como un sol de medianoche.
Si Rosa es auroral, entonces las radiaciones que emite el profundo escote
de su corpiño, cuando se inclina frente al cliente, serían las de una aurora
boreal. Una blanca planicie finlandesa que, cuando irrumpe en escena, hace
que un rebaño de renos invisibles tenga que irse a refugiar, en el antro
siniestro y medio clandestino en el que su macho la tiene trabajando. Su
padrote.
Uso a propósito la palabra vulgar antro. Para mí, se trata de una palabra
mágica, ya que mi encuentro con ella coincidió con el del amor de mi vida.
¿Lo arrojo en aquellas bellas y crueles historias nocturnas por puro
masoquismo? ¿O, más bien, para expresar mi ternura hacia esas muchachas-
cicatriz, tan reales y que, sin embargo, me parecen más surgidas de mí, de mi
rebelión y de mi amor?
En ese mismo antro trabaja también Massc Allil, Almizcle de la noche, la
amiga de Rosa. A pesar de que su nombre evoca la noche olorosa,
almizclada, ella trabaja de día. Es un depredador y una presa (un depredador-
presa) diurnos.
Un año menor que su amiga Rosa, ya tiene un hijo y también trabaja para
un hombre. El anterior, el que era su marido, ha muerto. Cuando llega a
mencionarlo, simplemente dice al marhum, el difunto.
Rosa y Almizcle se besan las mejillas y sus hombres se dan la mano
virilmente, en silencio. El hombre de Almizcle de la noche la va a acompañar
hasta su casa y, en el camino, le va a quitar la mayor parte de su botín —su
botín de guerra, el que ha libado, abeja cada vez más ebria, cada vez más
loca, a lo largo del día.
El hombre de Rosa, vigilante nocturno rodeado de prestigio, se instala en
un sillón de molesquín rojo. Prende un puro. Su encendedor de oro y su anillo
de oro, en cuyo engaste tan sólo está grabada una inicial (la letra S), refulgen
a un tiempo. Como si las moviera un súbito y extraño fototropismo, las
muchachas-cicatriz, convertidas en una nube de mariposas agitadas, llegan a
acomodarse —¿para consumirse?— alrededor del padrote.
El casto beso que se han dado las dos amigas, las palabras de tierna
complicidad que se han susurrado al oído; el apretón de manos viril, sin decir
palabra, de sus dos hombres, tras haber operado el cambio de guardia: dormir
para Almizcle de la noche, seguir enganchando clientes para su amiga Rosa
(en cuanto a los dos padrotes, a uno le toca regresar a la oveja a su refugio y
al otro vigilar a la que va a ser soltada entre las fieras), todos estos
acontecimientos han sucedido en un abrir y cerrar de ojos, como en un
tiempo fuera del tiempo, irreal. Ha sido igual de imperceptible que el girar de
la Tierra alrededor del Sol.
Un orden riguroso, inmutable, semejante al que rige el movimiento de los
planetas, debe seguir ordenando la marcha del antro, de esta ciudad blanca de
Numidia, del vasto universo. Si Almizcle de la noche cesara de trabajar de
día, o si Rosa durmiera de noche —dejase de ser una aurora boreal—, se
estaría frente a algo semejante a una alteración del orden que marca la
diferencia entre los rapaces y sus presas, entre los diurnos y los nocturnos;
frente a una conmoción del orden de los pájaros, de las flores y de los
planetas.
Dos rameras en edad de ir al colegio y sus dos padrotes, tan jóvenes como
ellas, cargan sobre sus hombros, sus sexos, sus pechos, sus cuchillos, sus
bolsos —el de Almizcle de la noche es de piel de cocodrilo y, cuando habla
de él, dice con toda seguridad y orgullo: «¡Es legítimo cocodrilo!»— el peso
del orden del mundo.
EL AMPLIO TAXI QUE TRAE DE REGRESO A ALMIZCLE DE LA NOCHE y a su
joven acompañante se detiene. Zapata —ya que tal es el nom de guerre del
joven alcahuete— se queda sentado y le dirige una seña a su protegida para
hacerle saber que no pasará la noche con ella. Almizcle de la noche no
pregunta nada. En últimos tiempos, Zapata concede a lo sumo que una vez a
la semana ella comparta su lecho y la lleva a su modesto departamento, en el
que todo no es más que «lujo, calma y voluptuosidad». Ahora, Almizcle de la
noche se dirige hacia su hogar, un humilde cuarto de criadas que ella, «la
servidora de gran corazón», comparte con su madre y su criatura.
—¡Al aeropuerto internacional!
Por eso Zapata escogió tomar un taxi amplio. Los más chicos, bochitos
rojos veteados de negro, no pueden salir de la ciudad. Pero de un tiempo para
acá, Zapata suele tomar taxis grandes, aun para sus desplazamientos urbanos.
Este padrote, cuyo apodo evoca el nombre del legendario revolucionario
mexicano, tiene un alma de Rockefeller. Sus sueños están poblados de
Cadillac blancos, de limusinas negras y silenciosas, de Rolls-Royce malvas y
suntuosos, tras haber visto a todas estas bestias soberbias galopando en las
películas de Hollywood. Por cierto, también fue tras haber visto la película
Viva Zapata —cuyo título eufónico y nombre exótico había excitado su
curiosidad—, que algunos de sus amigos lo bautizaron con este apodo. Los
más íntimos se contentan con usar el diminutivo Zapa.
(Si al pronunciar este diminutivo se labializa de manera incorrecta la
penúltima letra, adquiere un significado muy distinto en el dialecto popular
númida: «Cola». Cola masiva).
Del mismo modo, se debe a la proyección de Espartaco y al hecho de que
tiene la barbilla partida como el actor que representaba el papel principal, que
al padrote de Rosa le dicen Espartaco.
Mientras que Zapata se dirige hacia el aeropuerto internacional —¿para
mandar botones de kif al extranjero, o tulipanes? ¿Para recibir a El Danés
pederasta que conoció durante el verano pasado y del que se hizo amante en
un célebre balneario del sur? ¿O, simplemente, para paladear tranquilamente
una cerveza en el restaurante-bar del aeropuerto, situado en una terraza frente
a la pista de despegue, y que lleva el precioso nombre de Puerta del Cielo?—,
Espartaco, en medio del jardín de las muchachas-flor, se deleita con las
últimas noticias.
—¿Zahra? ¡Pobrecita, la levantaron!
Esto quiere decir que Zahra cayó en una redada y que la subieron a la
furgoneta. De este modo, más que sugerir una caída, el término utilizado
alude a una elevación. Como la de la recién casada, sobre una mesa redonda,
en su noche de bodas.
—¿Por qué Jazmín trae puesta su djellaba?
—Simplemente porque la querida le está pagando su tributo a la Luna.
En efecto, cuando les baja la regla, las muchachas se ponen una djellaba
de color verde pálido, o azafrán, o simplemente negro, en todo caso de un
color sobrio (como el que escogería una viuda para ir un viernes a adornar
con flores la tumba de su marido). El aire grave que adquieren entonces no
hace sino volverlas aún más excitantes. Los clientes empiezan a husmear
como perros, tratando de percibir el acre, nauseabundo y perturbador olor de
la sangre menstrual, cuyos efluvios se exhalan con cualquier movimiento
demasiado vivo de la muchacha. Una de ellas tiene un porte tan digno, tan
grave, en su djellaba de color sobrio, que el cliente excitado la llama
bromeando: ¡Hajja! (la que ha ido a la peregrinación de La Meca).
—¡Ah! ¡No me hablen de esa perra!
Una muchacha acaba de pronunciar el nombre de Chahdia, Nectarina, una
joven que se deja sodomizar; y, lo que es peor, que no concibe el amor y no
lo practica más que de esta manera. De este tipo de muchachas se dice que se
dejan «ensillar».
Con relación a los nombres de las muchachas, además de los que aluden a
las flores, algunos son nombres de frutas: Nectarina, por ejemplo, de quien
acabamos de hablar y referir su vicio adorable. También está Luisa,
Almendrita, uno de los personajes conmovedores de esta historia. Otras
muchachas tienen nombres de sustancias aromáticas: Anbar (Ámbar),
Krunful (Clavo de olor); de piedras preciosas: Yacut (Perla), Zumurrod
(Esmeralda). Si se añade que el elogio más halagador que se le pueda dedicar
a una de estas muchachas es el de llamarlas gacela, o rosa, o diamante (se
dice: diamanda), se podrá constatar que los nombres más bellos se refieren a
reinos y órdenes previos a la existencia de la humanidad. Estas muchachas
son piedras preciosas, flores, especias de islas olorosas o ciervas de los
bosques que, si bien se encuentran en edad escolar, participan de un tiempo
en el que aún no había surgido la mujer mamífera (ni «la leche de la ternura
humana», como se ha escrito famosamente).
Lo que las liga —porque las excluye— al orden social, como a un cordón
umbilical, es esta palabra que a un tiempo es una marca en la carne y un
signo de pertenencia a un orden: la palabra-cicatriz.
Esta noche, Rosa tiene suerte. El cliente que le ha pasado Almizcle de la
noche a la hora del cambio de poderes es de los que sueña tener cualquier
cabaretera. Se trata de uno de esos clientes riquísimos a los que ellas llaman
en su jerga «los hombres de los pozos». Vienen de regiones lejanas, en las
que los golfos introducen sus ensenadas en el soplo quemante del desierto.
Recorren miles de kilómetros en avión, cambian de continente, con tal de
llegar hasta estas muchachas-flor, estas muchachas-cicatriz, sus sultanas,
como lo es Rosa esta noche.
Antes de haberse sentado siquiera en el lugar aún caliente que ocupaba su
amiga Almizcle de la noche, le ha ordenado al mozo:
—¡Champaña!
El cliente, recién llegado de golfos lejanos, sedientos, ha aprobado de
inmediato con la cabeza. No le importa el precio. Lo que le interesa es crear
siempre a su alrededor, en cada viaje, una atmósfera digna de Las mil y una
noches. Por lo menos, eso es lo que él se imagina. Mucha extrañeza se
sembraría en el espíritu de este príncipe generoso y piadoso si se le dijera que
algunos de los frutos de su imaginación parecen haberse desprendido
directamente del jardín sádico.
(Los diarios acababan de referir, entre otras cosas, la historia de una
mujer cuyos labios habían sido mordidos hasta la sangre de modo tan salvaje
que un pedazo de carne se le había desprendido, durante una orgía en que se
habían utilizado las nalgas de niñas apenas nubiles como candelabros).
La botella de champaña ha sido descorchada con todas las reglas que
impone el arte por el mozo que viste un chaleco color vino, una camisa
inmaculada con corbata de moño y un pantalón de pana negra.
Arrojados sobre la arena por las olas del mar, los pequeños crustáceos que
han acarreado adoptan su color, se cierran sobre sí mismos y se quedan
inmóviles. De manera inversa, la marea de champaña ha logrado que las
muchachas se entreabran, como ostras que ofrecen la perla reluciente de su
carne, orientándose hacia la mesa en la que se han instalado Rosa y su ilustre
acompañante. El hombre de los pozos sonríe, pero Rosa frunce el ceño. Le
parece que las compañeras no se están comportando y no escatima sus
palabras para declararlo:
—¡Rameras! ¡Apestosas! ¡Leprosas! ¡Es mío!
Luisa —hela aquí al fin—, Almendrita, la más joven de las muchachas
(aún no ha sido marcada, pero su mayor, su amiga más íntima, Rosa, ya la
está preparando para el ritual), le dice a Rosa, con justicia, con voz
suplicante, casi infantil:
—¡Rosa! ¡No seas «amiga de tu cosa» (no seas egoísta)! Alcanza para
todas.
Rosa prende nerviosamente un cigarrillo, sacude su melena y declara:
—Luisa, ¡tú sí puedes! Pero no estas putas que pretenden ser muchachas-
cicatriz y ni siquiera saben defenderse.
Y, acercándose al hombre de los golfos, Rosa le hace un pequeño lugar a
Luisa, quien se desliza como un gatito para ocuparlo (se engasta, ya que
Luisa también es una piedra preciosa).
—¡Aquí! ¡Aquí!
El hombre de los pozos indica el lugar que se encuentra a su derecha.
Quiere verse rodeado por ambas jóvenes. Rosa ya sabía que iba a expresar
este deseo y le indica a la cervatilla que vaya a sentarse del otro lado del
príncipe.
Espartaco, que no se ha perdido nada de la escena, le hace una seña
(cierra un ojo, ladeando ligeramente la cabeza) a Rosa. Y ella da inicio al
juego implacable de la seducción.
—¡Mi príncipe! ¡Mi emir maravilloso!
Por primera vez en su vida, Luisa moja sus labios en una copa de
champaña. Éstos se humedecen con una pelusilla rubia, tan fina y ligera
como la que cubre al cervatillo recién nacido. El capitán de meseros pone un
cassette en el aparato del que surge, como una fuente, una mouachaha de
Damasco. El antro miserable se transfigura. El príncipe le pregunta a Luisa si
sabe bailar la danza del vientre.
—¡No! Sólo sé bailar ahwach.
Rosa fulmina a Luisa con una mirada asesina. ¡Cuántas cosas aún ignora
su joven amiga! Acaba de llegar desde su valle montañoso, ahí donde los
manantiales siempre son frescos y jóvenes, y ahí donde la danza de ahwach
es inmemorial. Rosa, imperativa, le tiende a Luisa una mascada multicolor, se
levanta, se la desliza ella misma alrededor de las nalgas y se la anuda sobre el
pubis.
—Tan sólo tienes que «almendrar», «morder», como una chikhata, le
susurra rápidamente al oído. (Se dice de una mujer que camina
contoneándose, que «almendra», que «muerde». Para mí, esta palabra evoca
—en función de lo que va a seguir— otra, su homónima: «Mordida», que
también pongo entre comillas, para significar de esta manera que pienso en la
connotación que tiene entre los padrotes de otras regiones que no sean
Numidia. Para éstos, la mordida es el precio que debe pagarle una prostituta a
su alcahuete a cambio de su libertad).
Luisa no ha podido reprimir una risotada. Se le estaba pidiendo a ella,
cuyo nombre significa Almendrita, que almendrara. Rosa le sonríe
gentilmente, le da una palmada en la mejilla para darle valor y la empuja
suavemente hacia el pasillo central del antro, cubierto de hojas de alcachofa,
espinas de lenguado, huesos de aceituna y cáscaras de camarón. El príncipe
está en el colmo de la felicidad. Más versado que sus pares en la filosofía del
hedonismo, ha descubierto que la flor y la quintaesencia del placer no se
hallan en los lujos de los Sheraton o los Hilton, sino en los antros siniestros y
secretos como éste, con su piso cubierto de basura —también, a veces, del
vómito de los borrachos, rápidamente cubierto con aserrín— y sobre el cual,
como sobre un mantillo de abono fértil, se abren y alcanzan su epifanía los
cuerpos de las muchachas-flor. En donde mil sherezadas ignoradas te
acompañan hasta el alba. Como se acompaña a un tirano; o a un niño que
teme, si tuviese que dormirse solo, ser engullido por el pozo sin fondo de las
pesadillas.
Uno de los recuerdos más luminosos de mi infancia, deslumbrante,
indeleble, es aquel en el que me veo al lado de mi abuela (Mmu-Lalla,
Madre-Dama), leyéndole, descubriendo con ella ese mundo maravilloso que
ahí estaba, imprevisible, pletórico, fantástico, mágicamente disimulado entre
las patas minúsculas de pequeñas hormigas negras que trotaban sobre las
páginas amarillentas de un libro increíble: Las mil y una noches.
Nuestra felicidad era total durante los largos crepúsculos de invierno.
Llovía a cántaros, interminablemente. Sabíamos que afuera hacía frío, que
todo era gris y malo, mientras nosotros dos, sentados sobre nuestros talones y
con las piernas cubiertas por una gruesa cobija de lana, nos bañábamos en el
calor y la luz del amor.
Mi abuela se llamaba Um-Al-Ghaït: Madre de la lluvia.
Para mí, no era sólo la madre de la lluvia, sino también la madre del Sol,
de las plantas, de los pequeños animales acechados. Era la madre del pan y de
la sal, la madre del dolor y de la felicidad, de la comprensión infinita, de la
serenidad. Sin embargo y a pesar de todos sus poderes, era antes que nada
Mmu-Lalla, Madre-Dama mía, exclusivamente.
Cuando llegaba el pasaje recurrente y fatídico, la frase formularia
inaceptable: «El alba se anunció y Sherezada se calló», Madre-Dama se
agitaba sin moverse, enfadada, y murmuraba:
—¡Hum! ¡Hum!
Desplegaba con la uña de su pulgar la esquina arrugada del pequeño cubo
amarillo que contenía su rapé, Tenfiha, colocaba una pizca en el hueco de su
pulgar doblado e inhalaba con fuerza. Yo ya había sorteado el pasaje fatídico
y amenazante —el alba que se anunciaba siempre era como una muerte: la
del relato, la del sueño, más tangibles y ciertos que la realidad—, ya Madre-
Dama había estornudado, y nos volvíamos a sumergir en esa isla frondosa,
que resultaría ser una montruosa ballena dormida desde hacía ya tanto
tiempo, que sobre su gigantesca espalda habían crecido árboles, manado ríos,
proliferado pájaros, gacelas y víboras, y sobre la cual, ese todo, fauna y flora,
vivía en paz y armonía.
Vuelvo a leer lo que ha escrito J. L. Borges acerca de Las mil y una
noches:
«Poseo los diecisiete volúmenes de la traducción de Burton. Sé que nunca
los leeré todos; pero también sé que allí están las noches esperándome y que,
por muy infeliz que pueda ser mi vida, tendré esos diecisiete volúmenes; de
algún modo, será mía esa suerte de eternidad de las mil y una noches de
Oriente».
Yo no poseía los diecisiete volúmenes, pero, ahora que lo recuerdo, eran a
lo sumo tres. Se trataba de una edición árabe barata.
Si alguna vez he merecido conocer una eternidad, es la que se ha quedado
grabada para siempre en esos crepúsculos grises y luminosos de invierno, en
los que el niño y su Madre-Dama se fundían en una misma carne, en un
mismo amor, en un mismo deslumbramiento.
¿Alcanzarán esta extrema inocencia, esta eternidad pasmada, como lo
hacen las estrellas muertas desde hace millones de años, pero cuya luz
seguimos recibiendo, a cubrir —a pesar mío—, con una suave luminosidad,
invisible, impalpable, la frente de las muchachas-flor, de las muchachas-
cicatriz a ellas que ahora canto?
ZAPATA SÍ HA IDO AL AEROPUERTO PARA RECIBIR A EL DANÉS.
No se lo ha confesado a nadie, porque se dirige hacia un encuentro
decisivo, un encuentro que podría transformar completamente su destino. En
efecto, El Danés le ha prometido que le iba a traer un permiso de trabajo y de
alojamiento en Dinamarca. Esto le permitiría por fin a Zapata obtener ese
documento milagroso que obsesiona a toda la juventud de Numidia: el pase.
El pase no es una llave maestra, pero desempeña su función. Abre una
puerta inmensa, ni más ni menos que la de todos los países de la tierra.
Gracias a sus virtudes, puede hacerse realidad ese sueño de Colette, quien
escribía tan bellamente: «Las fronteras son flores». El pase es la abreviatura
de pasaporte.
Cuando, tras haberse conocido hace un año, en el pequeño y célebre
balneario del sur, Zapata había pronunciado la palabra mágica, El Danés
sintió que había alcanzado el séptimo cielo. A quemarropa, le había dirigido a
Zapata —su primera declaración de amor:
—Yo te conseguiré el pase; todos los pases que quieras, querido.
Gracias a este juego de palabras, usado adrede, Zapata confirmó su
intuición. Cuando El Danés le pidió fuego, tan sólo se trataba de un pretexto,
de la chispa con la que esperaba desencadenar el gigantesco incendio que
había venido a buscar hasta la tórrida tierra númida. El francés torpe, a
menudo chusco, de El Danés, le había causado gracia a Zapata, quien había
asistido al liceo hasta terminar el primer ciclo. Pero las palabras amorosas
que pronunciaba El Danés, sobre todo cuando Zapata lo ensillaba, habían
sido una revelación para éste. Nunca habría podido creer que un pederasta —
y había conocido a varios, lugareños o extranjeros—, hubiera podido llegar a
semejantes excesos de amor y de sumisión. Hasta la adoración, hasta la
abyección. Cuando le dijo, jalándole un cachete: «Eres peor que una kahba»,
y tras haberle explicado el significado —putañero— de esta palabra, El
Danés, en el colmo de la felicidad, besó el hueco del puño de Zapata y
murmuró:
—Querido, ¡seré tu kahba por siempre!, si eso es lo que quieres.
Ante lo cual, sin pensarlo, Zapata abofeteó a El Danés. La voz de éste,
como la de todos los cristianos, no lograba situar correctamente en la faringe
la consonante que escinde, en su exacto medio, a la palabra putañera: kahba.
(Ante la imposibilidad de explicar de manera científica y rigurosa la
disposición de la glotis, de las cuerdas vocales y de la lengua que la eyección
de este sonido faríngeo exige, me contentaré con indicar, para tratar de
ilustrarlo, que algunas mujeres númidas, cuando alcanzan el momento
supremo del orgasmo, emiten inmejorablemente esta eyección). Esto obliga a
que la apasionada declaración de amor de El Danés deba, de hecho, ser
transcrita de la siguiente manera:
—Querido, ¡seré tu kaaba por siempre!, si eso es lo que quieres.
Y resulta que esta frase, para un oído musulmán, aunque sea el de un
padrote, reviste una tonalidad blasfematoria inconcebible. Es como si El
Danés, siendo cristiano, le hubiera dicho al musulmán Zapata:
—Querido, ¡seré tu Meca por siempre!, si…
He escrito «blasfemia inconcebible». Pero, en este mismo instante, me
acuerdo de la formulación de una ordalía, tan terrible y blasfematoria, si no es
que acaso peor, que lleva, en este caso, a un musulmán, bruscamente
reconvertido a la Jahiliya —la barbarie preislámica— a tomar por testigo
justamente a la kaaba, La Meca, y a declarar que allí «se cogería a su propia
madre», si no llevaba a cabo lo que estaba jurando que haría. Algo así
produce perplejidad y cavilaciones acerca de la gravedad de la expoliación,
de la profundidad del insulto que han orillado, por vez primera, a un númida
desesperado a darle esta terrible formulación a la ordalía.
El Danés no entendió el motivo de la violencia súbita y salvaje de su
amante, lo cual no le impidió seguir volando de un arrebato a otro. Era la
primera vez que Zapata lo había amado, pero aún no se atrevía a revelarle
todos los senderos del jardín de los suplicios y de las delicias por donde
quería que su amante lo llevara. Sin embargo, de repente, pasó a tomar la
iniciativa. Zapata no entendió cuando El Danés, con voz jadeante y mirada
perdida, le pidió:
—¡Otra vez! ¡Otra vez, querido!
Eas bofetadas llovieron como latigazos de fuego sobre las mejillas
rosadas, imperceptiblemente veteadas de venas azules, que no tardaron en
teñirse de carmesí. Una bofetada aun más violenta derribó a El Danés sobre la
alfombra desde la cual, totalmente estirado y desnudo como una lombriz,
boxeadora noqueada y feliz, suplicó:
—¡Ahora con el cinturón! Con el cinturón.
La voz del derrumbado atleta rosado se había vuelto aguda, imperativa.
Zapata nunca había visto una de esas películas pornográficas, grabadas en
cassettes que se vendían clandestinamente y que ya empezaban a constituir
una de las delicias de un sector de la burguesía númida. Y resulta que se
encontraba inmerso en la lujuria, no a través de un video, sino en carne y
hueso. Pero, en la carne rosada y malva que se hallaba desplomada ante él
sobre la alfombra —una alfombra berberisca de colores oscuros, con motivos
nítidos y depurados— de la habitación suntuosa del hotel, no se podía
distinguir el menor relieve de hueso, de vértebra o de articulación. Era una
bola de carne pura, inflamada y electrizada por el deseo. Invadido por el asco,
Zapata se acordó de golpe de una anécdota.
Una niñita entra en la carnicería de su barrio y le dice al carnicero:
—Mi madre quiere que le corte un pedazo de carnero que no tenga ni
hueso ni grasa ni nervios.
El carnicero, rascándose la cabeza, se queda pensativo un momento, hasta
que le contesta:
—Mi niña, ve y dile a tu mamá que el carnicero del barrio no vende anos.
Almizcle de la noche le había contado esta anécdota a Zapata,
provocándole un ataque de risa. Y, fajándole las nalgas a Almizcle de la
noche (mientras que Zapata evoca estos recuerdos placenteros, El Danés se
ha puesto de rodillas, agitando su culo con impaciencia), le había preguntado,
medio en broma medio en serio:
—Y tú, Almizcle, ¿sí vendes esa mercancía?
Como una tigresa, Almizcle de la noche había pegado un salto y,
acercando al rostro de su alcahuete sus dedos con largas uñas afiladas, le
había contestado:
—Ya sabes lo que pienso de eso.
En efecto, las muchachas-cicatriz le ponían un límite intangible a su
decadencia y creían en un honor del que nadie, incluyendo a sus padrotes,
podía burlarse impunemente. Para ellas, ser sodomizadas era algo peor que la
muerte. Las que transgredían este tabú se veían condenadas al desprecio más
absoluto. Estaban «podridas» (como Nectarina). Zapata no se quitó su
cinturón, pesado, claveteado, negro, más parecido a un cinto o a una fusta,
que al inofensivo cinturón en el que pensaba El Danés arrodillado. Se colocó
detrás de él, se arrodilló también y, erguido el torso, con los muslos y las
piernas en escuadra, empezó a abofetearle las nalgas, de izquierda a derecha,
de derecha a izquierda. Pensó en el gesto de las enfermeras, preciso y rápido,
cuando propinan una palmada sobre la nalga del paciente, seguido de
inmediato por el piquete de la inyección. «Voy a inyectar a este puto», pensó
Zapata, y, de inmediato, se le paró la verga. Dejó que su pantalón se deslizara
sobre sus muslos y los separó. El dardo, enorme, como dotado de vida propia,
se lanzó y saltó sobre el culo cercano y anhelante, arponeándolo
fogosamente. El Danés sintió el embate y, acentuando la curvatura de su
espalda, pegando su frente contra la alfombra, echó sus dos manos hacia atrás
de tal modo que cada una pudiera apartar, en un movimiento sincronizado y
certero, la nalga correspondiente. Con la cara sumergida en la alfombra,
bramó entonces:
—¡Entra! Entra, querido, por favor.
Zapata, tomándose en cambio todo su tiempo, apuntó hacia el ojo
arrugado, taciturno y provocativo: «El tuerto». Esta metáfora se usa de igual
manera para designar el pene o el ano. Pero, en cuanto a éste, que es de
género femenino en lengua númida, se dice: la tuerta.
Por otra parte, la palabra tuerto tiene una connotación moral que la
relaciona con lo prohibido. Esta doble significación del término les ha
permitido a los teólogos-anatomistas musulmanes otorgarle a la diferencia de
los sexos una formulación metafórica lapidaria. Para ellos, si el hombre está
dotado de dos tuertos, el cuerpo de la mujer es totalmente tuerto; lo que es
menester traducir por: íntegramente erógeno. Y prohibido para todos, salvo
para su marido.
Zapata le dio metódicamente varias vueltas a su lengua en la boca, y
escupió dos gargajos pesados, viscosos y blancuzcos, sobre el ojo arrugado
que lo desafiaba en silencio; luego, pasó sus manos por debajo de las caderas
de El Danés y lo atrajo suavemente hacia él, dejándose guiar por el sentido
del tacto de los dos tuertos, que se buscaban con avidez en la cálida noche
primitiva. Percatándose de que el dardo era la única parte viva y vibrante del
cuerpo de su amante, fundido como una estatua de bronce a las puertas de su
cuerpo, El Danés comprendió que tenía que tomar la iniciativa. Echando
hacia atrás ligeramente su culo, con las nalgas separadas por sus manos, se
puso a ondular suave, sabiamente, hasta que el orificio —su estigma— llegó
a coincidir y a ajustarse perfectamente con la cabeza ofidia. Si Almizcle de la
noche hubiese sido testigo de la manera como este culo experimentado,
abierto, voraz, paciente en su avidez y seguro de sí mismo, se había puesto a
vibrar y ondular para dar con su objetivo, habría alcanzado el colmo de la
extrañeza y, seguramente, con admiración, habría silbado:
—¡Éste sí que sabe almendrar!
Por muy paradójico que pueda parecer, si bien Almizcle de la noche y las
demás muchachas despreciaban totalmente a aquéllas que se dejaban
sodomizar, eran en cambio generosamente indulgentes con los hombres
pederastas. Aun si mostraban ante ellos su desprecio y les lanzaban a la
menor provocación, como un escupitajo, el insulto: zamel, puto, en el fondo
de su corazón experimentaban una extraña indulgencia hacia esos
hombrones, cuya felicidad no podía florecer más que en contacto con su
propio vientre, o con sus rodillas temblorosas, al adoptar la postura de una
oración ferviente y llena de humildad (de humillación, para sus jueces).
Cuando el glande se introdujo en la media esfera quemante, El Danés
emitió un breve gemido y soltó por fin sus nalgas, que se cerraron como dos
pétalos sanguinarios de una flor de noche carnívora. Acentuando entonces la
elevación de su culo, cruzando ahora sus manos encima de la alfombra, se fue
introduciendo metódicamente el ofidio númida en la oscura, hospitalaria y
caliente cavidad de su cuerpo. Mientras unas gotas de sudor afloraban en su
frente como un tibio rocío, él, el hijo de las rías, ya no era más que una bola
de lana caliente que iba siendo hilada por una rueca pesada, antigua y
tranquilizadora. Cuando sintió que se acercaba el placer, con el fin de
dominar el temblor que se había apoderado de sus rodillas y retrasar el
derrumbe —en la felicidad—, de nuevo echó sus nalgas hacia atrás, pero, esta
vez, hasta el límite extremo, deslizó una mano temblorosa a lo largo de su
vientre y, más allá, por entre su grieta surcada. La mano pudo constatar que el
azadón se hallaba en lo más profundo de su labranza. Palpó las bolas
magníficas, únicas supervivientes del engullimiento, bolas de muérdago
colgadas de un roble cuyo palpitar pudo sentir. En ese mismo momento, El
Danés, ya colmado, sintió que la savia caliente lo irrigaba, subía en él como
un bálsamo y clamó su felicidad derrumbándose. Pero Zapata, para quien
constituía un punto de honor siempre gozar dos veces seguidas cuando hacía
el amor, abofeteó de nuevo a El Danés sobre ambas mejillas, se colocó sobre
él cuán largo era, manteniéndolo ensillado. Sin fuerzas, con la boca abierta
como un pescado recién sacado del agua, El Danés jadeaba, al borde de la
asfixia:
—¡Kahba! ¡Puta! ¡Kahba!
La lengua, la lengua bífida de Zapata, después de su sexo, eyaculaba,
como si fuera otro esperma, el veneno del insulto sobre el cuerpo satisfecho
de El Danés. Furioso, babeando, Zapata le pasó de nuevo las manos por
debajo de las caderas y lo forzó sin decir palabra a que levantara ligera y
únicamente el culo. El Danés obedeció. Entonces, poniendo las palmas de sus
manos sobre la alfombra, con los brazos estirados, Zapata, como si realizara
movimientos gimnásticos, comenzó a subir y bajar rítmicamente, lentamente,
saboreando cada movimiento en todas sus prolongaciones, en sus más
ínfimos detalles. Tenía que venirse dos veces seguidas, no sólo para probarles
su virilidad a las muchachas-flor y a los maricones, sino porque para este
hedonista (¿pesimista?), sólo durante la elaboración del segundo orgasmo —
que ya no era un brotar ciego, sino un goce consciente— la sexualidad, de la
que ya no era más que el instrumento dócil, alcanzaba su estado de mayor
pureza, tomaba conciencia de sí misma, de su violencia, de su soberana
indiferencia ante el bien y el mal, de su esplendor. Y, en la cumbre de su
gloria, de su fracaso final aterrador.
Ese día, por primera vez en su vida de pederasta, El Danés también se
vino dos veces seguidas, sin que hubieran dejado de mantenerlo ensillado. Se
enamoró de Zapata, irremediablemente, le prometió que haría todo lo
necesario para conseguir su pase —el verdadero— y llevárselo a Dinamarca.
«Si quieres, hasta podríamos vivir juntos», añadió.
Por supuesto, Zapata no lo podía creer.
—Pero no sabía que esa Dinamarca, tu país, era una república tan
podrida.
El Danés se rió. Le explicó a Zapata que Dinamarca no era una república,
sino un reino. Añadió:
—Además, sabes, ¡antes de ti, Hamlet dijo lo mismo! Pero no es cierto.
Mi país es muy hermoso.
Zapata no tenía la menor idea de quién era Hamlet, pero cuando El Danés
le explicó que era el héroe de una obra de Shakespeare, exclamó:
—Conozco el nombre de Shakespeare. Cuando iba al liceo, el profesor de
francés nos habló de él, pero nunca estudiamos ninguna de sus obras.
Y, tras un momento de duda, Zapata añadió:
—¿Es verdad que Shakespeare era árabe?
Zapata lo había leído en un periódico. Hasta le parecía, pero ya no estaba
tan seguro, que un jefe de Estado árabe lo había dicho. La pregunta de Zapata
le provocó a El Danés un ataque de risa. Pero, al percatarse de que su amante
estaba a punto de enojarse, dijo en tono conciliador:
—Y, después de todo, ¿por qué no? Hay sabios eruditos que han llegado
al extremo de dudar de la existencia de Shakespeare. En todo caso, si fuera
árabe… —El Danés dejó de hablar, fijando su mirada en Zapata y sonriendo
maliciosamente.
—En todo caso, ¿qué? preguntó éste, en tono molesto.
—Seguro que no cogería tan trágicamente como tú.
El Danés prosiguió pensativamente, amorosamente, para sí mismo: «¡Tú,
mi Otelo!». Se estremeció. «¿Entonces yo sería tu Desdémona?», pensó de
inmediato, dirigiéndose en sus adentros a su amante brutal. Pero una
observación prosaica y brusca de éste —algo así como: «Quiero comprarme
un par de medias botas de cuero», o: «¿Trajiste protector solar?»—
interrumpió la ensoñación voluptuosamente inquieta de El Danés. Además,
ese verano no había volado de un reino a otro para discutir acerca de la obra
de Shakespeare.
Así pues, de nuevo, exactamente un año después, fiel como un ave
migratoria, había regresado al nido en el que había encontrado calor y amor.
Por ahora, el nido era este café de aeropuerto: la Puerta del Cielo, en el que
esperaba, sentado en una mesa.
Vigilaba la puerta de entrada, en cuyo umbral, en cualquier momento,
aparecería el ángel númida, su Otelo, su amor: Zapa.
Desde el primer día en que se conocieron, El Danés había llamado a su
amante por el diminutivo de su apodo. Y Zapata le había enseñado cómo
pronunciar el diminutivo, cómo labializar y bilabializar el final, con labios
cada vez más amorosos, una y otra vez, sin hartazgo, para conocer todas sus
entonaciones, todas sus flexiones, todas sus variaciones.
El Danés estaba solo en una mesa. Para no caer en el desamparo, como si
fuera una acción de gracias, salmodiaba el nombre de su amante.
Letra a letra, sílaba a sílaba, anillo por anillo, el nombre salía de su boca
sin ruido, se enrollaba, serpiente invisible, alrededor de su cuello, de su torso,
seguía bajando y seguía enrollándose, mientras El Danés no apartaba la
mirada de la puerta, paralizado como una presa fascinada por un depredador
implacable que sólo él podía ver.
El Danés esperaba.
ESA NOCHE, ALMIZCLE DE LA NOCHE TUVO UNA PESADILLA QUE la
despertó. Su corazón latía a toda prisa, su frente y sus manos estaban bañadas
en sudor. Al despedirse de Zapata, había subido, como de costumbre, por la
escalera de caracol, estrecha como un tubo digestivo y sumergida en la
oscuridad. No necesitaba usar su lámpara de bolsillo. Finalmente, tanto la
estrechez de la escalera como su forma eran para ella una bendición. Puesto
que, por regla general, llegaba destruida por todas las bebidas que había
consumido durante el día con los clientes —a pesar de que les daba la mayor
parte a sus amigas menos afortunadas que ella—, se contentaba con irse
apoyando alternativamente a izquierda y derecha, contra las paredes que
bordeaban los peldaños de la escalera. Le parecía que no eran sus pies,
guiados por su voluntad, los que le permitían subir los escalones, sino las dos
paredes que, pasándosela de mano en mano como una pelota, la iban
aspirando hacia arriba. Cuando llegaba al segundo piso, le bastaba extender la
mano hasta la manija de la primera puerta. Nunca estaba cerrada con llave.
En el cuarto dormían su madre y su hijo de casi un año. La madre, cuyo
sueño era ligero, se levantaba rápidamente y prendía una vela que siempre
tenía al alcance de la mano. No quería encender la luz para no despertar al
bebé. Según el estado de su hija, que evaluaba a la luz incierta de la vela, la
ayudaba a acostarse y la tapaba, o la dejaba cambiarse y preparar sola su
cama. La madre y la hija no intercambiaban palabra. La madre se limitaba a
mover su cabeza de viejo pájaro desplumado. Eso significaba que no había
sucedido nada que valiera la pena mencionar, que, a pesar de los insultos
diarios de los vecinos, conminándola por última vez a que ella y su puta de
hija se marcharan de ahí, seguía allí, como un murciélago inamovible,
vigilando al pequeño bastardo, carne de su carne.
Iluminándolo con la vela, Almizcle de la noche miraba con indiferencia a
ese pedazo de niño que, como un tumor implacable, engordaba día con día.
Todavía no llegaba a creer que su propia carne había elaborado y expulsado
ese tumor a la cloaca de la vida. Quiso asfixiarlo apenas sintió que invadía su
joven vientre y, luego, de modo más fácil, cuando nació. Otras amigas, a
quienes les había sucedido lo mismo, se habían deshecho del tumor del modo
más sencillo. Lo habían metido en una bolsa de plástico —una de ellas había
llevado el cinismo al grado de escoger una bolsa blanca y transparente— que
abandonaron de noche en algún recodo de una calle oscura o, al alba, en
algún lote baldío. La que se opuso terminantemente al proyecto de
infanticidio fue la madre de Almizcle de la noche —la bruja, como la llamaba
su hija; o también: la vieja madrota. Con todos los pecados que pesan sobre
mi conciencia, dijo, no cometeré éste. Almizcle de la noche le gritó entonces
en su cara:
—Pero si tú, vieja alcahueta, eres quien me obligó a prostituirme cuando
murió mi marido. Bien sabes que mi marido era estéril y que este niño es un
bastardo, tu bastardo. Haz con él lo que quieras, no lo cuidaré nunca.
La vieja aguantó los insultos y aceptó ocuparse del niño. Se decía a sí
misma: «Mi única esperanza de perdón está en criar a estos “pequeños
ángeles” —así se designa a los bebés, malaïkas, ángeles, aunque se hable en
singular—, en prodigarle todo el amor que tanto necesita, huérfano de padre
y, por lo que veo y escucho, también de madre». Durante mucho tiempo, la
vieja trató de sonsacarle a su hija la identidad del padre del niño, pero
Almizcle de la noche le contestaba invariablemente que se trataba de «un
hombre de los pozos», con el cual sólo había pasado una noche, pero durante
la cual no se había puesto el talismán que protege contra los embarazos, que
su madre le había confeccionado con un célebre fqih. Almizcle de la noche no
creía para nada en los poderes del talismán, sabía perfectamente quién era el
padre de la criatura, pero ni a él quiso revelarle la verdad. Este secreto, sólo
conocido por ella, originó la pesadilla.
Estaba con Zapata a bordo de un coche deportivo convertible y se dirigían
hacia un puerto en el que iban a tomar un trasbordador para atravesar el
estrecho. Zapata siempre le había hablado de este proyecto de viaje y ahora,
con el pecho henchido de felicidad, mientras manejaba con una sola mano, le
mostraba con la otra los dos pases que había logrado conseguir, para ella y
para él, tras haber sobornado, sin decir cómo, a un personaje influyente del
servicio de expedición de pasaportes.
Almizcle de la noche, con sus pechos hinchados a punto de reventar, reía
de felicidad y su cabellera que el viento agitaba se enmarañaba sobre la cara
de «pequeños ángeles», quien también reía a carcajadas. El coche avanzaba a
gran velocidad, pero silenciosamente, como si surcara la seda. El día era
esplendido y los campos estaban cubiertos por trigo aún verde, amapolas,
margaritas y girasoles. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, desde
siempre le parecía, Almizcle de la noche veía el mundo con otros colores, un
mundo a mil leguas del antro infame —me cuesta usar semejante epíteto al
lado de una palabra acerca de la cual ya he dicho toda la magia que significó
para mí descubrirla— en el que su vida se consumía.
Le brotaron lágrimas y, justo en ese momento, sintió la mano suave, llena
de ternura de Zapata, que acariciaba la suya y su voz que le decía
afectuosamente:
—Almizcle, querida mía, ¡estás hermosísima! Y qué gran suerte la mía de
tenerte y amarte.
El secreto que le pesaba a Almizcle de la noche, como un segundo hijo, y
que había reconcentrado durante tanto tiempo, la sumergió como una ola.
Levantó entre sus brazos al bebé y, ofreciendo un rostro radiante al único
hombre que había amado, empezó:
—¡Mira, Zapata! Se trata de…
El resto de la frase se le quedó estrangulado en la garganta. La rama de un
árbol, que se inclinaba encima de la curva por la que iba pasando el coche,
latigueó como una fusta el tierno pecho del niño alzado en brazos y lo
propulsó lejos hacia atrás, hacia donde, justo antes, Almizcle de la noche
había mirado a un rebaño de vacas que pastaban apaciblemente. Pegando de
alaridos y arrancándose los cabellos, Almizcle de la noche le gritaba a Zapata
que frenara y éste tardó un buen rato en darse cuenta del drama que acababa
de suceder. Cuando retrocedió con el coche y llegaron a la altura del rebaño
que acababan de pasar, un espectáculo insólito se ofreció a su mirada. El bebé
se había trepado encima de una vaca y le tejía una trenza de flores
multicolores alrededor de los cuernos. Parecía una frágil y extraña divinidad,
encaramada encima de este animal sagrado para otras regiones y en otros
tiempos. Al advertir que el coche se detenía al borde del campo, la frágil y
graciosa divinidad volvió su rostro hacia la pareja y lo que entonces pudo ver
Almizcle de la noche le heló la sangre y la paralizó en su asiento. Los ojos
del niño eran de un color azul metálico deslumbrante, cortante, unos ojos casi
líquidos. La mirada de ciertos oficiales SS de la Gestapo hitleriana, de los que
las películas acerca de la Segunda Guerra Mundial nos han ofrecido mil
ejemplos, era una mirada tierna, llena de bondad, comparada con la del niño
metamorfoseado. Era una mirada extraterrestre o la de un ángel exterminador.
Cuando este ángel (o este demonio) habló, Almizcle de la noche sintió que
toda su sangre se enfriaba y afluía masivamente hacia su corazón en donde se
solidificó en una bola compacta de hielo. El niño le decía:
—Has renegado de mí, pero voy a crecer solo, lejos de ti. Y no tardará en
llegar el día en el que te mataré a ti, la puta, y al fanfarrón de tu padrote, sin
olvidarme de la vieja alcahueta que le echaba raticida a mis biberones.
Tras haber proferido clara, fríamente, estas amenazas, el niño se calló y
sonrió de nuevo. Dos rayos de luz surgieron de sus ojos, dos rayos de un
esplendor de ozono líquido, deletéreo. Cuando atravesaron el corazón de
Almizcle de la noche, la bola de hielo se fundió como bajo el efecto de un sol
radiante, un calor brusco e intenso irrigó sus venas, su corazón rompió a latir
locamente y se despertó sobresaltada, con su camisón empapado en sudor,
como si saliera de la sala más ardiente de un hammam. Tardó bastante en
tranquilizarse. Se secó la mano húmeda y helada sobre el borde de la cama,
tomó la cajetilla de cigarrillos rubios que siempre tenía sobre su mesita de
noche. La flama del encendedor iluminó el rostro del bebé. Dormía
profundamente y sus labios rosados entreabiertos dejaban pasar un soplo
ligero que levantaba con regularidad su pequeño pecho. Por segunda vez,
como al principio de su sueño y antes de que se convirtiese en pesadilla, el
amor estremeció a Almizcle de la noche, ahora despierta. Pero esta vez sintió
que se trataba de un amor que la rebasaba, que no podía expresarse con
palabras, que padecía como una marea, como un flujo impetuoso que creía se
había agotado para siempre, y que volvía a subir desde profundidades
subterráneas de su cuerpo, sumergiendo e hinchando sus pechos.
Trémula como una hoja sacudida por una tempestad súbita, inesperada,
Almizcle de la noche se desabrochó la blusa. Como una pelota elástica, su
pecho derecho saltó, caliente y palpitante como un pájaro. En la oscuridad,
sobre la malva y sombría aureola que rodeaba el pezón, vio lucir un
minúsculo e increíble destello blanco. Sacudida como un árbol, pero
aceptando, como el árbol, el ascenso de la savia, Almizcle de la noche se
dirigió como una sonámbula hacia el lecho del niño y se recostó en el suelo a
su lado. Con los labios dolorosamente crispados y el rostro huraño, pero con
infinita delicadeza, acercó la punta de su seno, pletórico como un brote
primaveral, a los labios entreabiertos.
Las lágrimas brotaron al mismo tiempo que la leche, inundaron su rostro,
cayeron sobre las mejillas del infante, se mezclaron con la leche y con la
saliva del bebé, cuyos labios glotones ya habían recuperado instantáneamente
el movimiento atávico del que se habían visto tan precozmente privados.
En su vida, que fue breve —ya que la vida de Almizcle de la noche
terminó en tragedia— esa noche, de manera indudable, Almizcle de la noche
pudo tocar, rozándolo, palpándolo, el rostro misterioso de la felicidad.
¿Piedad? ¿Desesperación?
Fue un estado confuso y asintótico, en el que las lágrimas de alegría y las
de dolor, sin dejar de ser perfectamente diferenciadas y sensibles, también
lograron volverse indiscernibles.
A MEDIDA QUE LA NOCHE AVANZABA, ROSA SE IBA VOLVIENDO cada vez
más auroral. En su vestido blanco profundamente escotado, su cuerpo de yaro
irradiaba. Como un ramo de flores abigarradas, volviendo aún más evidente a
la novia inmaculada, las otras muchachas se habían desplegado como un
abanico alrededor de la mesa en la que reinaba Rosa.
El príncipe de los golfos ya no era más que un hombre borracho, que
discutía apasionadamente con otro hombre, el padrote Espartaco. Éste,
cuando se hubo percatado de que el príncipe se hallaba en su punto, le hizo
una seña a Rosa y tomó el asunto en sus propias manos. Rosa, con gesto
púdico, le hizo comprender al príncipe que tenía que ausentarse un momento
y se levantó de la mesa, llevándose con ella a la joven Luisa. Con su peinado
un tanto masculino, su rostro a un tiempo socarrón e inocente, Luisa, más que
una dama de compañía, evocaba la imagen de un joven paje favorito al
servicio de su ama. Las dos jóvenes fingieron encaminarse hacia los
servicios, pero Rosa dirigió sus pasos y los de su joven amiga hacia su
privado (uso el término privado para referirme al cuarto, al camerino de Rosa,
ya que el traspatio en el que se ubica, junto al de las otras muchachas-flor, es
donde se acude a gozar en privado).
Se supone que cada privado buscaba evocar el color de la flor que
nombraba a cada muchacha. No el color real de la flor —¿acaso tiene el
menor sentido, más allá de la física, hablar del color «objetivo» de una flor?
—, sino el que se imaginó la dueña del lugar. Por eso, en el privado de Rosa,
el color rosa del cielo raso, un rosa malva, casi oscuro, contrasta con el tono
violeta pálido de las paredes. En este espacio exiguo, con su vestido
inmaculado, Rosa ha entrado como lo haría una mariposa blanca en la boca
sangrienta de una malva.
Un olor acre de incienso, de hachís, de semen, de lavanda, de ropa íntima
manchada, se atora en la garganta de Luisa, quien se siente a disgusto y no se
atreve a. Pero, al ver que Rosa, con un mismo gesto, había encendido la luz
filtrada por una pantalla mientras se bajaba el cierre del vestido, se sobrepuso
a su repulsión, se esforzó por esbozar una sonrisa y dijo tímidamente:
—¡Qué olor tan fuerte, Rosa!
—¡Apesta como una madriguera!
Quitándose el sostén y tirándolo sobre una poltrona recubierta de gamuza,
Rosa colocó la palma de sus manos sobre las mejillas de Luisa y le dijo
dulcemente:
—No te preocupes, Luisita. El día que tengas tu propio privado, lo
atesorarás como si fuera un palacete, porque estos privados son nuestros
palacios, los de las sultanas de la noche.
Vestida únicamente con una tanga adorable, del color de su nombre, Rosa
se recostó como una odalisca sobre la cama abalquinada y pidió una bebida:
—Sírveme un whisky, Luisita.
Rosa se comportaba con su joven amiga como se lo permitía su rango de
muchacha-cicatriz, de mujer marcada. Su marca personal se hallaba justo en
el nacimiento del pecho izquierdo, en el preciso lugar en el que nacen y se
separan los dos ríos nutricios, vitales, del valle femenino, el rojo y el blanco.
Fue necesaria una habilidad diabólica en el manejo del cuchillo para lograr
inscribir una cicatriz en un lugar tan delicado, tan vital, sin provocar la
muerte. Fascinada, Luisa le tendía el vaso de whisky a Rosa, sin lograr
apartar su mirada de la veta que recorría el contorno del pecho, en su raíz,
como si fuera el diagrama de una copa de cristal. Rosa se había desnudado
con la intención de exhibir el espectáculo de su cicatriz. Tomó el vaso que le
ofrecía Luisa y, con la otra mano, pasó su dedo sobre la fina pelusilla rubia,
húmeda, imperceptible, que bordeaba el labio superior de Luisa.
—¿Te da miedo?
Luisa levantó las pupilas dilatadas hacia su hermana mayor con la boca
entreabierta y asintió con la cabeza. Rosa se retorció sobre la cama, afable,
fuerte, viva e hizo subir a la pequeña cierva asustada, pasó un brazo alrededor
de su cuello y su mano lasciva se deslizó bajo el corpiño hasta los pequeños y
firmes senos, tensos, duros como la piedra.
—¡Qué duros están!
—Estoy sucia —replicó tristemente Luisa—. Se me ponen así en estos
días.
(Estar sucia significa lo mismo que pagarle tributo a la Luna).
Normalmente, Luisa hubiera debido cubrirse esa noche con una djellaba
de color sobrio, para dar a entender humildemente (ya sabrá más adelante
que, de hecho, esta costumbre busca glorificar, anunciar) su estado impuro;
para informar de esta manera a los clientes que es portadora de ese olor que
los altera, como el polen de mayo perturba y atrae a las abejas desde el panal
lejano. Pero Luisa apenas se hallaba en los preámbulos de su iniciación.
Larga es la senda —de la cuna a la tumba— que conduce a la ciencia.
Amigable, cariñosa, lasciva, Rosa trituraba entre sus dedos los pezones de
los pechos sensibles hasta el dolor de Luisa, mientras le susurraba al oído los
arduos rudimentos de la ciencia. También Luisa se había desnudado y sólo se
había dejado unos calzones negros, minúsculos (como lo serán
sistemáticamente todos los que nos serán develados esta noche).
Su toalla higiénica, un pedazo de piel blanca de conejo ensangrentado,
dejaba sobresalir cómicamente las puntas de dos orejas de cada lado de los
bordes del calzón. Rosa hundió su cabeza en esa nieve florida, joven,
ardiente. Pero se reincorporó bruscamente, sacudió su cabellera y,
sosteniendo de nuevo entre sus palmas el rostro delicado y ovalado de Luisa,
le sopló:
—¡Apestosa! ¡Apestosa! ¡Apestosita!
Eran palabras afectuosas («Apestosita» es el nombre de una planta
utilizada por la farmacología númida tradicional).
Rosa le besaba a Luisa la frente, las mejillas, la boca: besos ligeros,
veloces, alados. Besitos.
Era una damisela de Numidia, una grulla dándole de comer de su pico a
su hermana menor, aún torpe, desconocedora todavía del arte de la caricia
sutil, de la elaboración de los alimentos ligeros —los besitos— pero
eminentemente fortificantes. El cielo raso de la cama, de seda laminada,
fastuosa, albergaba bajo su sombra el piar de dos pájaros (dos pájaras).
De repente, Rosa se puso de pie y ordenó:
—¡Vamos! Tenemos que regresar con nuestro príncipe. Nos ha de estar
echando de menos.
—¡Ay! Lo detesto.
Luisa no pensaba que Rosa pudiera poner fin tan bruscamente a sus castas
caricias.
Se lo dijo:
—¡Ay! ¡Si supieras cuánto te amo a ti, Rosa! ¡Cuánto quisiera que nos
quedáramos juntas un poco más!
No tuvo que pasar mucho tiempo para que los sortilegios del antro
surtieran sus efectos en la joven Luisa. La misma que había sentido repulsión
al entrar en el privado, tenía ahora la impresión que desde siempre había
deseado eso que Rosa llamaba su «palacete». Rosa, transfigurada,
resplandecía de felicidad. El plan que había diseñado con Espartaco parecía
estar desarrollándose bajo los mejores auspicios. En efecto, el precio, la
mordida, que Espartaco le había puesto a su libertad tenía una condición: que
Rosa encontrara a una sustituta, a la princesa heredera, al nuevo botón de flor
que a él le tocaría marcar. Y Rosa había pensado espontáneamente en Luisa.
No podía dar con víctima más apropiada. Había decidido hacer que Luisa se
enamorara de ella y, cuando su sumisión llegara a ser total, incondicional,
ofrendársela, esclava de cuerpo maduro para la escarificación iniciática, al
padrote justiciero, inflexible. Pero, antes de llevar a cabo este plan, Rosa
habría de conocer primero una gran caída. ¡La gran caída!
Cuando Espartaco le había preguntado a Rosa cuánto tiempo le tomaría
cumplir con su propósito, sin dudarlo y con una confianza asombrosa en sí
misma, ella contestó:
—Entre hoy y la víspera del Ramadán.
Y, cuando esta conversación tuvo lugar, sólo faltaban dos semanas para la
llegada del mes sagrado del ayuno y de la penitencia. Asombrado, Espartaco
no pudo evitar decirle a Rosa:
—¡Válgame! ¡Tienes el mismo aplomo que un padrote! Si tuvieras
huevos, no sé qué habría sido de nosotros.
Espartaco hablaba en nombre de todos sus colegas, pero Rosa le imprimió
un giro personal a su respuesta:
—Habría empezado por cortarte los huevos —le dijo con voz dulce,
suave, murmurando voluptuosamente.
Un fulgor de odio se encendió en los ojos del padrote insultado. Pero,
como esta escena tenía lugar en el antro, se contentó con decirle a Rosa,
también con un murmullo voluptuosamente iracundo:
—Está bien, ya hablaremos de esto por la mañana, querida.
Rosa sintió que se le helaba la sangre tras la imprudencia que acababa de
cometer. No quería pensar en todo lo que la imaginación del padrote, fértil en
materia de crueldad, podría llegar a inventar. Decidió emborracharse a muerte
para que, a cualquier suplicio que le fuera reservado, ella pudiera hacerle
frente con una calma imperturbable, una soberana indiferencia y…, ¿por qué
no?, hasta felizmente. Ya Rosa había padecido derrotas amargas. Sabiendo
que son ineluctables, anteponía su voluntad y endurecía su cuerpo, para
recibirlas como victorias.
Al amanecer, una vez terminado su quehacer nocturno, Espartaco cargó a
Rosa en brazos como si fuera un cordero y la depositó en el asiento trasero de
un taxi que ya los estaba esperando con la puerta abierta. Se introdujo a su
vez, empujando con su pie las piernas atravesadas de Rosa. Ella estaba
totalmente ahogada, pero aún tenía fuerzas para tararear las canciones más
obscenas que se sabía. Sus ojos estaban dilatados, como durante el amor,
maravillosamente extraviados. Un lulo de saliva blancuzca colgaba de las
comisuras de sus labios y el padrote la tenía parada como un centauro ante
ese cuerpo indefenso. Aguardaba con febril y casi dolorosa impaciencia el
momento en que el taxi se detendría.
Cuando entró al cuarto con ella, empezó, a modo de preámbulo, por
propinarle un par de violentas bofetadas, para que estuviera consciente de lo
que iba a hacerle. Apenas repuesta, él destapó una botella de whisky y le
vació la mitad sobre la cabeza. Rosa sacudió su cabellera, abrió y cerró los
ojos y, a través de sus lágrimas ardientes, halló la fuerza de reírse y de retar al
padrote:
—¡Ay sí! Ya te crees ahora un hombre de los pozos. Mojas el cabello de
tu princesa con whisky.
Espartaco rio de buena gana y aprobó:
—Sí, mi bella princesa. Yo también me he convertido en un hombre de
los pozos. ¿Te sabes la historia de los candelabros, querida?
Entonces, Rosa entendió de repente lo que su padrote quería hacerle y,
con la borrachera cortada, gritó:
—¡No! ¡No, Espartaco! Bien sabes que te mataría si me haces eso.
Como única respuesta, Espartaco la abofeteó de nuevo y pegó un
taconazo en el suelo. Una hoja de cuchillo, larga como una espiga de trigo en
primavera, pero con un brillo frío, malvado, surgió de la punta de su zapato,
como una espiga de muerte. Espartaco se inclinó con presteza (la identidad de
quien le había confeccionado este zapato especial, esta arma milagrosa, era
un misterio que nunca le había revelado a nadie), tomó la navaja y le ordenó
a Rosa, con el mismo tono de voz dulce y voluptuoso que ella había adoptado
por la noche para desafiarlo:
—¿Querías cortarme los huevos, verdad, querida? Ahora, tú eres la que
va a ser tasajeada. ¡Andale! A la cama, querida. Y boca abajo.
Rosa quiso correr hacia la puerta, pero chocó contra el torso de hierro del
padrote, rebotando como una pelota. El padrote cortó el aire con su navaja
silbante, malvada.
—¿Sabes qué puedo hacer con esto? —le dijo, con tez pálida—. Si te
marco con una nueva cicatriz, no te quedará más que ir a esconderte por el
resto de tus días, para que nadie vea la hermosa cara que te habré dibujado.
Rosa se puso de rodillas y abrazó los pies del padrote, dispuesta a
besárselos. La pateó, tirándola contra la cama. Y, apretando sus mandíbulas,
la levantó de nuevo, como un pastor alzaría por los aires a un corderillo, y la
tiró bruscamente sobre la cama. Con la navaja mortal, rasgó a lo largo de toda
la espalda el vestido de seda anaranjado que traía puesto esa noche fatal. Tras
haber partido el precioso vestido en dos como una fruta, hizo lo mismo con el
fondo, el sostén y el calzón, que, dóciles bajo los efectos de la sabia navaja,
fueron cayendo como hojas sobre el piso.
Esa mañana, el límite infranqueable fue franqueado.
Cuando el Sol llegó al cénit, Rosa se despertó. Le dolía todo el cuerpo, le
palpitaban con fuerza las sienes, su alma estaba agotada y se sentía
indiferente ante todo lo que pudiera suceder bajo el Sol. El cuarto se hallaba
sumido en la penumbra; si Rosa se levantaba y abría las persianas, el Sol le
gritaría en plena cara, entre risotadas:
—¿Entonces qué, podrida? ¿Al fin te levantas?
Pero no fue él quien le anunció su nueva condición, sino el hombre que
había surcado y profanado su cuerpo, mientras que el Sol naciente, como
cantaba el poeta inmortal, «ascendía para iluminar a los dioses de bronce, así
como a los mortales en esta nuestra tierra de trigo».
Espartaco se balanceaba en una mecedora, entretenido en formar círculos
con las volutas de humo que exhalaba hábilmente, logrando que aumentara
progresivamente el radio de su circunferencia, dirigiéndolas hacia la cama de
Rosa.
—Buenos días, Rosa —le dijo, apenas notó que estaba despierta—. ¿Se le
antoja una taza de café a mi podrida?
—Sí —contestó Rosa.
Parecía haber envejecido diez años entre la noche y este nuevo día. Su tez
estaba lívida y sentía profundas náuseas.
—Prepárame también un jugo de limón.
Sabía que ese día podía pedirle al padrote todo lo que deseara. Su estado
era como el de una mujer embarazada que acaba de dar a luz, o el de una
enferma, postrada durante mucho tiempo, que empieza a mejorar, o el de la
joven novia de la noche anterior que por la mañana se da cuenta, con
extrañeza y felicidad, que se ha despertado convertida en mujer. Pero ella,
ella, había despertado podrida. Con tan sólo pensarlo, sintió que le temblaba
el ojo, el ojo arrugado, violáceo y taciturno. Desde esa órbita oscura de su
cuerpo, sintió que le chorreaba una suerte de fuego líquido que la mojaba y
quemaba entre las nalgas. Fue una sensación fulgurante, dolorosa, aunque
breve. Pensó de nuevo: «Rosa podrida» y sus labios esbozaron una insólita
sonrisa. La que aflora cuando todo se ha consumado.
—¿Te gustó?
Con incredulidad, Espartaco llegó a notar esa sonrisa que había
reverberado en el rostro de Rosa, como un fugaz rayo de sol.
—Ven aquí a mi lado —dijo Rosa dulcemente, acomodando el borde de
la cama para hacerle un lugar al padrote.
Con un vaso de jugo de limón en una mano y una taza de café en la otra,
servicial pero precavido, el padrote se acercó a la cama. Temía una treta y
Rosa, al verlo dudar, le aseguró:
—No temas, Espartaco. ¿Qué podría hacerle una rosa podrida como yo a
un padrote tan fuerte como tú?
Espartaco se quedó inmóvil. Rosa nunca había usado la palabra padrote al
dirigirse a él, y ni siquiera en su ausencia. Cuando se refería a él,
simplemente decía, con un tono en el que no se lograban distinguir, o acaso
se confundían, la humildad y el orgullo: «Mi hombre».
Espartaco le dio el vaso de jugo de limón a Rosa, puso la taza de café
sobre la mesita de noche y se sentó al lado de la joven convaleciente (la
recién ensillada).
—¿Entonces qué, cosita? ¿No estás enojada?
Rosa bebió un sorbo de jugo de limón e hizo una mueca.
—¡Está demasiado agrio! ¿No lo endulzaste?
—Bien sabes que así es mejor, después de la tranca que te pusiste ayer.
—Es verdad.
Rosa se bebió el vaso de un solo trago, volvió a hacer una mueca, se secó
los labios y dijo con calma:
—Ahora, Espartaco, bien sabes que ya no tengo nada que perder. A partir
de hoy, me das mi libertad, porque de lo contrario…
No terminó su frase. Sus ojos implacables fijaban al padrote sin
pestañear.
—Porque de lo contrario, ¿qué?
Como única respuesta, Rosa pasó el filo de su mano (ella, la recién
fileteada) por su garganta.
—¡Estás fanfarroneando!
Pero el padrote no estaba tan seguro de sí mismo como le hubiera gustado
parecerlo. Sabía que algunas muchachas sodomizadas a la fuerza, sobre todo
muchachas-cicatriz como Rosa, habían efectivamente asesinado a su
violador, o se habían quitado la vida. Rosa confirmó lo que ya sabía
Espartaco:
—Bien sabes que lo voy a hacer.
Espartaco le recordó entonces a Rosa el trato que habían hecho. Lo que
había sucedido, explicó, no era a fin de cuentas más que un accidente
provocado por su lengua viperina. Y entre amantes, como lo eran ellos, eso
no tenía importancia. Hasta podía ser visto, considerándolo en frío, como una
especie de coronación, de apoteosis de su relación. Más tarde Rosa recordaría
el episodio y se daría cuenta de que se había tratado de otra prueba, de una
última prueba de amor, que habían vivido esa noche y durante la cual él había
surcado tan totalmente, tan profundamente, el valle, los montes y las fuentes
más secretas de su cuerpo. Y, tras estos acentos líricos, Espartaco pasó a
razonar. Sería estúpido que pensara en quitarse la vida, siendo aún tan joven
y tan bella; y, si lo mataba a él, a Espartaco, no habría para ella más que otro
tipo de muerte, más lenta y más cruel, ya que pasaría el resto de sus días en la
cárcel. En cambio, la solución era tan simple y se hallaba tan a la mano, ya
que, según lo que la misma Rosa había dicho, Luisa, la sustituta, estaría lista
en menos de dos semanas.
Rosa había escuchado con calma este dilatado discurso, al que respondió
con esta única pregunta:
—Entonces, ¿eres incapaz de vivir sin la sangre de las muchachas,
vampiro? ¡Pedazo de mierda!
Rosa, tras lo que venía de sucederle (las muchachas decían de aquélla que
ha sido sodomizada por la fuerza: «Le han roto el cántaro»), ya no temía
insultar al padrote. El solo hecho de que estuviera decidiendo el destino de
otra mujer la dotaba de un nuevo poder y le permitía hablar casi de igual a
igual.
Para sorpresa de Rosa, Espartaco, recién tratado de pedazo de mierda, no
se inmutó. Por el contrario, respondió poéticamente:
—Tienes razón, mi amor. Somos la mierda que abona el florecimiento de
las muchachas-flor.
Ante esta respuesta, una vez más en nombre de todos sus pares
(utilizando con frecuencia la palabra par, evocadora de una antigua jerarquía,
feudal —los doce pares de Francia—, me digo a mí mismo que estas
Damiselas de Numidia también habrían podido llevar por título: «Pares de
Numidia»), Espartaco añadió, esta vez de modo personal:
—Yo soy a un tiempo tu abono y tu jardinero protector, mi espléndida
Rosa.
Rosa quiso escupirle la cara al padrote. Dios mío, pensó, ¿por qué has
adornado con tanta belleza el rostro de semejante pedazo de mierda? Su
barbilla partida, como la de la famosa estrella, le otorgaba una nota de
dulzura a la unión de los maxilares muy juntos, duros. Su nariz aguileña era
de una pureza perfecta, delicada y firme a la vez. Su mirada, verde azulada,
era poco frecuente entre los hombres númidas, lo cual le confería el valor de
una esmeralda y su brillo contrastaba con la negrura de azabache de su
cabello, cuyo corte siempre era impecable (este corte tenía un nombre
español, que también designaba un palo de la baraja española. Se llamaba:
«Corte Copas»). En cuanto al cuerpo de Espartaco, cuando estaba desnudo,
era simplemente espléndido. Evocaba al mismo tiempo una estatua de bronce
y un árbol; liso en su superficie, pero irrigado en su interior por venas de
savia y de sangre que convergían todas, en el momento supremo, en una
erupción de fuego blanco. Rosa se había incendiado con este volcán. Ahora,
sabía que había desembarcado en las costas heladas de la indiferencia. Con
tal de poder quedarse en esas costas, al fin libre, sola, terminó por aceptar que
el plan que había elaborado con Espartaco se cumpliera.
A pesar de esta Noche de la Gran Caída.
ROSA Y LUISA SALIERON DEL PRIVADO DEL SALÓN TRASERO Y regresaron
al ámbito encerrado, lleno de humo, del antro. Las muchachas ebrias,
despechugadas, volvieron a colocarse en abanico alrededor de Rosa y de su
joven paje.
El príncipe y el padrote discutían acerca de los méritos de fumar toques.
Con arte y elegancia, Espartaco había vaciado un cigarrillo rubio y lo había
rellenado con la fina flor de un kif humedecido en miel, molido con almizcle,
exprimido y puesto a secar. Nunca una minúscula obra de arte, amorosamente
preparada, acabada y retocada, había merecido tanto su nombre de toque.
Gracias a ella, más allá de los continentes y de las jerarquías, el príncipe y el
padrote habían logrado tocarse, toquetearse quisiera decir, al imaginarme el
cuerpo de Espartaco, sólido como un bloque de piedra tallada, sobre el que el
príncipe se recarga ligeramente, aspirando el humo del mágico cigarrillo.
Rosa tomó el toque de la mano del príncipe, aspiró una profunda
bocanada cerrando los ojos y le dijo a Luisa que fuera a poner en el aparato
su cassette favorito, aquél en el que estaban grabadas canciones de la diva
libanesa Faïruz. Rosa le pedia a la que había escogido para inmolarla, a
Luisa, que pusiera las canciones que contenían toda la nostalgia del mundo.
Oh, novia de las ciudades…
La voz mágica, desgarradora, tranquilizante, sobrecogedora, se elevó,
soberana en el silencio instalado de golpe. El príncipe de los golfos, el
padrote de Numidia, el capitán de meseros, las flores, las muchachas-cicatriz
escuchaban.
—¡Es la canción de Rosa!
Una muchacha, que además era una de las podridas, proclamaba algo que
todos los clientes sabían; Rosa ponía siempre este cassette cuando quería
olvidarse del antro en el que se encontraba y alcanzar mediante la
imaginación una ciudad, cautiva como ella, reina y novia de las ciudades, una
ciudad que no llegaría a ver… ¿nunca?
Oh, ciudad de la oración…
El príncipe y el padrote se pasaban el toque, fumándoselo en silencio.
Una de las muchachas, sin decir palabra, le indicó al mesero que sirviera otra
ronda. Mientras éste se dirigía —de puntitas— hacia la barra, Rosa tomó de
la charola que llevaba una copa de vino tinto medio llena, de ese vino que se
llama «sangre de mono». Rosa, casi sin abrir los labios, sorbió un traguito y
se bebió el resto de un golpe. Sus ojos brillaron y se pusieron claros, como si
hubiera bebido el licor más fuerte. Detestaba la champaña, a los padrotes, a
los príncipes, el oro, el petróleo, las joyas, las ciudades perdidas, los liceos,
los bares. Quería beber vino tinto como sangre, vino puro y espeso de la
antigüedad pagana, griega y árabe, vino de los pastores, de los marineros, de
los poetas rechazados por la tribu, malditos. Quería que su alma comulgara
con ese vino tinto, esa sangre de mono, ese néctar de los dioses; quería
rejuvenecer, volver a ser una niña que le tira piedras a los pájaros inocentes, a
las lagartijas veloces y furtivas, a los adultos asesinos de cualquier calaña.
Oh, ciudad de la paz…
Acompañaba por dentro a la diva, con sus mejillas enrojecidas a causa de
esa media copa de vino milagroso, a causa de su odio quemante que era la
verdadera flor de su juventud, la que no quería marchitarse, secarse, morir. Le
cantaba, con Faïruz, a la ciudad cautiva, a su joven amiga Luisa, a la que
estaba a punto de traicionar y de entregar indefensa. Con la voz mágica
libanesa, le cantaba a su dolor y a su rebeldía.
La ira fulgurante irrumpe…
La voz de Faïruz retumbaba, «una botella de vino tinto, Chinín» —ya que
tal es el apodo del mesero: Chinín, chino; en efecto, tiene los ojos muy
rasgados.
Borraremos las huellas de las bárbaras pisadas…
Rosa le sirve un vaso al hombre de los golfos:
—Es maravilloso si te has dado un toque —le grita.
El príncipe, azorado, duda, pero su nuevo amigo, Espartaco, confirma lo
dicho por Rosa:
—¡Es lo mejor, hermano! Con sangre de mono, un toque y Faïruz, subes
hasta el séptimo cielo.
El príncipe no se deja convencer fácilmente. Rosa y Espartaco tienen que
unir esfuerzos, llevarle la copa hasta los labios para que acepte, pero, apenas
ha sorbido el primer trago, se aparta y escupe al suelo:
—¡Pfu! ¡Pfu! ¿Cómo pueden beber esta porquería? ¡Champaña, hijo mío!
Champaña para todos, le precisa al mozo, a quien se ha dirigido
paternalmente como a su hijo. Chinín responde que ya estaba pedido y que no
tarda en llegar («con ligereza», para traducir literalmente su respuesta, lo cual
significa: rápidamente).
La ronda general de champaña hizo que volaran en añicos el antro, la
ciudad de la oración, las piedras, la paz, el orden guerrero y sangriento del
mundo. Ya no era medianoche, pero sí era la hora que parte la noche en dos
mitades exactas, la hora en que la curva de la orgía alcanza su altura máxima,
antes de que dé comienzo su declive. Ésa es la hora en que los privados se
convierten en palacetes y las muchachas en sultanas. Fue cuando Rosa
decidió mandar a Luisa con el príncipe a su privado.
—Escucha, Luisa, aún no tienes derecho a hacerlo, pero yo puedo
imponerlo. Te voy a prestar mi privado y vas a irte con este hombre de los
pozos.
Luisa dudaba, pero Espartaco, a quien nada se le escapaba, le hizo seña
de que aceptara. Y, volviéndose hacia el príncipe:
—¿Desea usted, príncipe, que esta cierva le muestre lo que sabe hacer?
El príncipe abrió los ojos, fijó en ella su mirada y estalló en carcajadas:
—¿Por lo menos sabes mamar, cervatilla?
Luisa se sonrojó y se quedó callada. Rosa intervino:
—Príncipe, mama a las mil maravillas, si se sabe ser amable y generoso
con ella. Y, sobre todo, hay que darle únicamente el pezón, porque su boquita
todavía es la de una niña.
Luisa se puso aún más colorada. Tenía ganas de vomitar desde que, en
son de burla, se había empezado a hablar de felación al referirse a la
lactancia. El recuerdo de una historia siniestra le había vuelto a la memoria y,
en este momento, toda esa historia se desarrollaba a través de escenas
abyectas proyectadas sobre la pantalla de su imaginación.
El bebé de unos ricos burgueses se extinguía inexplicablemente, aunque
la madre le dejara biberones preparados con anticipación, enriquecidos con
todas las vitaminas posibles e imaginables, al jardinero quien también hacía
las veces de nodriza. Una tarde, de vuelta a casa de manera imprevista, la
madre se sorprendió al no ver al jardinero. Se dirigió hacia la recámara del
infante y, allí, un espectáculo espeluznante se mostró ante sus ojos. Sentado
en el borde de la cama con los pantalones bajados, el jardinero, un hombre
cincuentón de tez pálida, deslizaba el glande de su horrible miembro entre los
labios del bebé a quien cargaba en sus brazos. Ante el tribunal, este pálido
monstruo explicó con una voz quemada por el kif que se robaba el contenido
de los biberones preparados por su patrona para alimentar y fortalecer a su
último hijo recién nacido, quien padecía de raquitismo. «Alimentaba» al bebé
de los patrones con su esperma y precisó que lo hacía dos veces al día.
Esta historia había producido escalofríos en todas las madres de familia,
particularmente entre las que vivían en casas lujosas. Reinó un estado de
sicosis durante cierto tiempo en todas las mansiones en las que había algún
niño de pecho. Sin embargo, algunas personas sensatas, que no podían ser
tildadas de inconscientes, externaron un escepticismo lapidario ante esta
historia. Afirmaban que había sido inventada en su totalidad, con algún
tortuoso y oscuro propósito, y evocaban otras historias siniestras salidas de
quién sabe dónde, que se habían propagado como pólvora, para terminar por
caer en el olvido.
Pero Luisa era una de las personas que creían en esa historia y un
jardinero horrible, con tez cadavérica, llegó a superponerse sobre el rostro
moreno, fino y distinguido del príncipe. Cuando Luisa volvió a escuchar lo
que estaba diciendo el príncipe, se calmó un poco. Éste, dirigiéndose a Rosa,
le decía en efecto:
—Lo que yo deseo no es darle el biberón a una cierva, sino COMERME
una rosa.
El príncipe estrechó la cintura de Rosa y estampó un beso sobre sus
pechos que se irguieron como dos granadas, a un tiempo frutas y armas. Rosa
se apartó rápidamente y le dijo al príncipe:
—Se trata de mi amiga más querida, la más tierna de las muchachas. Se
llama Luisa y puede usted considerarla como un aperitivo y, si le viene en
gana, morderla como una almendra, como un canapé.
Y entonces Rosa extrajo de su corpiño una llavecita plana, plateada, y
prosiguió:
—Ésta es la llave de mi palacete. Vaya usted allí a tomarse su aperitivo,
mi señor príncipe, y escoja usted. Puede usted morder la deliciosa almendrita,
o, si no, ella le hincará el diente a su barra de chocolate con leche.
El príncipe pegó una risotada y Rosa, joven alcahueta mandona, dio unas
palmadas. El capitán de meseros (¿también de los eunucos?) se presentó.
—Acompaña al príncipe y a Luisa hasta mi privado. Y llévales una
botella de aperitivo.
Urgido también por Espartaco, que lo estimulaba, el príncipe acabó por
levantarse, titubeando ligeramente. Flanqueado por el capitán de meseros y
por el padrote, se encaminó hacia el palacete.
Rosa le dio a Luisa unas palmaditas en el cachete y le dijo:
—¡Vamos! Date prisa. Y no vayas a cobrarle menos de diez mil dinares si
te pide que se la chupes.
—Pero Rosa…
—¡Ni una palabra más! ¿Quieres convertirte en una verdadera puta o
prefieres seguir siendo una muchacha-flor con alma de colegiala? Puedes
dejar que este hombre de los pozos te bese donde quiera. Lo único que no
puedes aceptar, que nunca debes aceptar, aunque te ofrezcan todo el oro del
mundo, es que te la metan por el culo.
A Luisa le dieron ganas de reírse. A fuerza de haber oído, cada vez que
bailaba, que sus amigas le decían, a causa de su nombre: «Ándale, Luisita,
enséñanos cómo sabes almendrar», había terminado por dedicarle una
atención particular a esa parte de su anatomía: su trasero. Y, sorprendiéndose
a sí misma, tuvo que admitir que acaso preferiría ser sodomizada por el
príncipe que prestarse al juego de la cervatilla que le mama a su madre. Esta
idea cruzó su espíritu como una flecha; se levantó, tranquilizada, casi
impaciente por reunirse con el príncipe. Un extraño calor, cuya causa
ignoraba, se había propagado bruscamente entre sus nalgas, como si le
hubieran untado ahí un linimento calorígeno. Con la sensación de este
bálsamo caliente, cálido, misterioso y casi imperceptible, se dirigió rumbo al
privado en el que había estado con Rosa poco tiempo antes. Una vez más, el
olor acre le apretó la garganta, pero entró y cerró la puerta tras de sí. Cuando
vio la enorme bestia que colgaba entre los muslos del príncipe —que se había
quitado los pantalones— y tomando en cuenta que la bestia ni siquiera se
había despertado, toda veleidad por probar los frutos de Sodoma se esfumó
instantáneamente de su espíritu. Luisa se acercó sonriendo al príncipe, se
sentó a su lado sin desvestirse y le quitó de la mano el vaso de anís, recién
servido de una botella fresca, lechosa, que estaba sobre la cómoda.
¡Qué «ruina» (mezcolanza), pensó! ¡Champaña, cerveza, sangre de mono
y ahora anís!
—¿No te vas a desvestir?
—¿Para qué? —preguntó Luisa—. ¿Acaso una madre desnuda a su bebé
cuando le quiere dar su biberón?
—Tienes sentido del humor, Luisa. En la época de oro, hubieras podido
ser una jariya de primera.
—¿Acaso no lo soy ahora, mi señor emir?
El príncipe le acarició el cabello y le dijo, con admiración:
—¡Bravo! ¡Very nice! ¡Bravo!
Luisa fue pues una jariya de primera durante los breves momentos que
estuvo dentro del privado. Le cantó al emir unos muwachahat, le recitó
versos de Abu Nuass y de Ibn Rumi, lo transportó a la época dorada tal y
como él se la imaginaba, desde Bagdad hasta Córdoba, a través de patios de
mármol y generalifes encantadores; y luego, dócil damisela de Numidia, se
inclinó ante él, lo abrevó, más y más, ya que la sed del príncipe era quemante,
milenaria. Una vez aseado, puro, podía regresar a la orgía. Luisa deslizó los
diez mil dinares, exactamente la cantidad que Rosa le había dicho que
pidiera, en sus calzones negros, hinchados por la toalla de nieve
ensangrentada. El príncipe no había dejado de decirle a Luisa, mientras
colmaba su sed:
—¡Qué bien hueles Luisa! ¡Una verdadera almendra! ¡Hueles a nuez y
almendra!
Rosa empezó a molestar a Luisa cuando ésta volvió a ocupar su lugar:
—Entonces, dime, ¿a qué sabe su leche? ¿Es cierto que sabe a leche de
camella?
—¡No! Sabe a petróleo quemado —replicó de inmediato Luisa.
—¿Y te dio petróleo?
—Exactamente la cantidad que me dijiste que le pidiera.
—¡Bravo! ¡Very nice! ¡Bravo!
Ambas se carcajearon. El príncipe adivinó que estaban hablando de él y le
metió a Rosa un codo en las costillas.
—¡Ay! ¡Qué bruto!
Rosa extendió su mano, agarró el sexo del príncipe a través del pantalón,
pero la retiró de inmediato como si la hubiera metido en un nido de víboras…
—¡Pero si es un becerro lo que paseas entre tus muslos!
El príncipe, halagado en su virilidad, rompió a reír. Todas las muchachas
se habían levantado para echarle un vistazo al prodigio. Decepcionadas al no
ver nada, interrogaron a Luisa, a premiantes:
—¿Es cierto, Luisa? ¿Cómo pudiste tragarte semejante camello?
Rosa les gritó:
—¡A callar, putas! Luisa ha hecho bien su trabajo y el príncipe está
satisfecho.
Y, volviéndose hacia Nectarina, la única que se había quedado sentada en
su lugar y que no había participado de las bromas de las muchachas, Rosa se
dirigió a ella en particular, con una violencia inexplicable:
—¿Te gustaría que te mandara a ti con él? A ti te encanta comértela por
detrás. Con éste, no sólo tendrías un cántaro podrido, sino un cántaro roto,
hecho trizas. Y, aunque quisieras venderlo como fierro viejo, nadie te daría
por él ni un centavo.
Luisa se volvió hacia Rosa y la tomó por la muñeca:
—¡Rosa! ¡Rosa! ¿Por qué eres tan mala con Nectarina? Bien sabes que es
buena gente.
—Sí, claro, ¡buena gente! Una fruta de primera, una nectarina podrida.
Desde que Rosa había sido sodomizada a la fuerza por Espartaco, su odio
por Nectarina era aún mayor. Espartaco se dirigió a su muchacha-flor, en
tono amenazante:
—No nos eches a perder la velada, Rosa. Te la pasas reprochándole a
Nectarina que le guste hacer el amor a su manera. Hay otras que hacen lo
mismo, pero que no tienen el valor de confesarlo.
Rosa entendió de inmediato, se puso pálida y se calló. Espartaco,
envalentonado por el alcohol, habría podido revelarles a las muchachas lo
que le había hecho.
—De acuerdo, he exagerado —terminó por decir Rosa con dificultad, en
voz baja—. Discúlpame, Nectarina, pero no me gusta que se burlen de mi
amiga.
Nectarina, quien no se había burlado en lo más mínimo de Luisa, aceptó
gustosa las disculpas de Rosa y ambas se besaron las mejillas.
Fue justamente el momento emotivo de esta reconciliación el que escogió
una muchacha, cuyo nombre de guerra era Sofía, para soltar con perfidia:
—En verdad Rosa es una gran muchacha, quiere a Luisa como si fuera su
propia hermana. La quiere de verdad, pero ¿qué digo?, la adora, ¿o no es
cierto, querida Rosa, que amas a nuestra Luisita locamente?
Todos sabían que Sofía, que había escogido este nombre de guerra
predestinado, sin haber escuchado pronunciar jamás el de la deliciosa poetisa
de Lesbos, era una machorra de marca. Durante algún tiempo, le había
echado el ojo a Luisa y unos celos terribles le oprimían el corazón ante la
evidencia de la tierna complicidad que se había dado entre ella y Rosa. Por
experiencia, sabía que Luisa nunca sería suya y lo que quería era envenenar
las relaciones entre las dos amigas. Las muchachas, molestas, entendieron lo
que Sofía quería insinuar y trataron de cambiar de tema. Pero Rosa no estaba
dispuesta a dejar pasar semejante insinuación pérfida sin replicar. Se volvió
hacia el príncipe y, con tono anodino, preguntó:
—Príncipe, ¿tiene usted una perra?
Sorprendido, el príncipe vaciló un instante y contestó:
—No. Soy dueño de una perrera, pero sólo tengo machos, entre los cuales
varios son de una raza parecida a la que aquí ustedes llaman slughis. Pero
tengo algo mejor: halcones.
—Qué lástima —dijo Rosa suspirando.
—¿Por qué, mi gacela?
—Porque, ha de saber usted, príncipe, que a nuestra gran amiga Sofía
sólo le gustan las perras: los slughis no le interesan.
Sofía se agachó lentamente, se quitó uno de sus zapatos de tacón y se lo
arrojó con todas sus fuerzas a Rosa. Ésta había adivinado la intención de
Sofía al verla agacharse y apenas pudo evitar la trayectoria del proyectil.
Cuando no estaban sus pares, Espartaco se encargaba de mantener el
orden y, con las manos en los bolsillos, se levantó y le dijo a Sofía con una
voz que fue sólo un silbido:
—¡Esfúmate!
Sofía palideció ante ese tono. Sin replicar, se levantó y terminó por
decirle a Espartaco:
—¡Está bien! Pero devuélveme mi zapato.
Espartaco se lo arrancó de las manos a Rosa, quien estaba dispuesta a
tirárselo a la cara a Sofía y acompañó a ésta hasta la salida. Luego, se dirigió
al jardín de las muchachas:
—Si alguna la vuelve a cagar, cierro el changarro. ¿Eso quieren?
Todas aceptaron a coro y cada una levantó su vaso a toda prisa. Todas se
pusieron a hablar al mismo tiempo de temas tan disímiles, cada cual más
fútil, que pronto aquello se convirtió en una cacofonía, desgarrada
súbitamente por el estallido de una carcajada, seguido por otra y otra,
propagándose irresistiblemente de una muchacha a otra. Al fin, tenían
atrapado el cuchillo por el mango. Una de ellas estaba contando una historia
obscena (no subida de tono, ni colorada, ni vulgar; no: obscena).
Espartaco, con una sonrisa en los labios, movía la cabeza, contento al fin.
El discurso que le sentaba al antro había recuperado sus fueros, una fauna
monstruosa de vergas, de vulvas, de nalgas, se derramaba sobre el jardín de
las muchachas-flor.
Ligeramente apartados de esta fauna y de esta flora, lúbricas y
confundidas, los dos hombres, Espartaco y el príncipe, iniciaron una
discusión apasionada acerca del arte de la cetrería.
Rosa había vuelto a pedir vino tinto, pero esta vez sin el acompañamiento
consolador de la canción de Faïruz. Bebía la sangre de mono que, si se toma
en soledad, produce borracheras tristes y silenciosas. De vez en cuando, Rosa
fijaba bruscamente su mirada en Luisa —a su boca infantil, apenas salida de
la reciente mamada, le había llegado el turno de contar un cuento obsceno—
y sus cejas se fruncían dolorosamente, como si tratara, a través de Luisa, de
capturar los rasgos huidizos de otra muchacha, de otro paisaje.
Luego, sacudía la cabeza, volvía a tomar su vaso y su mirada nebulosa
erraba, perdida en la vaguedad.
EN LA ENTRADA DEL BAR: LA PUERTA DEL CIELO, POR FIN HIZO su
aparición —¿cayó del cielo?— el ángel númida, el Otelo que El Danés estaba
esperando.
La revisión del equipaje de El Danés había dado lugar a una situación
descabellada. La maleta del viajero nórdico, minúscula, más bien del tipo
Samsonite, aparte de un ancho cinturón negro claveteado y dos maletines, el
primero con enseres de aseo personal comunes y el segundo con diversos
cosméticos (entre los cuales había varios tubos de vaselina, si se puede
clasificar entre los cosméticos este producto untuoso, destinado a ser usado
en el transcurso de graves ceremonias), no contenía más que lencería.
Primero que nada, saltaban a la vista calzones de seda, extraordinariamente
reducidos y ceñidos, rosados, azul cielo, amarillos, de color carne, malvas,
rojo escarlata, con ganchos, hendidos, transparentes, oscuros, en suma toda
una tienda, que sólo podía denotar el increíble interés que el viajero otorgaba
a esta prenda de máxima intimidad. Luego, seguía una cantidad igualmente
inconcebible de camisones femeninos, no menos minúsculos, ligeros,
transparentes, que abarcaban todo el espectro del arco iris y que iban desde la
línea más pura, más austeramente voluptuosa, hasta la más desaforadamente
barroca. Cuando el aduanero sumergió su mano en esta recámara, en esta
alcoba, un frú-frú de satín se le resbaló entre los dedos y un perfume más
suave que todos los almizcles de Asia y de Arabia se diseminó en el aire entre
exhalaciones espesas.
—¿Qué es esto?
El aduanero, un viejo experimentado, un lobo de aduana —como se les
llama lobos de mar a los viejos marineros que se han pasado la vida entre
mares y océanos—, no había visto en su vida una maleta cuyo contenido
fuera a la vez tan ligero y tan suntuoso, tan arrogante y tan explícito. Cuando
luego deslizó mecánicamente su mano dentro de una de las bolsas laterales de
la extraña Samsonite, la sensación táctil, grumosa y lisa, le hizo adivinar de
qué se trataba, antes de que su mano extrajera los condones —no daneses—
que, aunque aún vírgenes, no parecían por ello dejar de exhalar un agrio olor
almendrado.
—¡Zamel!
El aduanero había pronunciado espontáneamente esta palabra, la única
que afloró de sus labios, a pesar de la dignidad de su cargo y de su edad, y
hubiera resultado imposible saber si se lo decía a El Danés, o a sí mismo, con
el fin de convencerse de lo que resultaba evidente, o al mundo, para ponerlo
por testigo de lo que le estaba sucediendo. Siguió dándole vueltas en su boca
a la palabra hasta que, a fuerza de hacerlo, sin poder más, como si un turbio e
irreprimible gargajo le hubiera colmado la boca, eructó tres veces,
violentamente:
—¡Zamel! ¡Zamel! ¡Zamel!
Los otros dos aduaneros, más jóvenes, ayudantes del viejo, se picaban las
costillas. El viejo aduanero les lanzó una mirada terrible, cerró violentamente
la tapa de la Samsonite, como si hubiera estado llena de reptiles, y le
preguntó a El Danés:
—¿No tiene nada que declarar?
El Danés, a quien el rechazo horrorizado del aduanero no había pasado
inadvertido, contestó con voz suave:
—No.
El viejo aduanero, asqueado, estaba a punto de dejarlo pasar, cuando
bruscamente lo invadió una duda. Si este turista —este zamel, este puto,
como le decía interiormente— aceptaba con semejante desparpajo su
identidad, bien podía ser que ocultase algo mucho más grave; ¿alguna droga?
Los pertrechos impúdicos que llenaban su Samsonite —alcoba no serían
entonces más que una cortina de humo que estaría disimulando los
verdaderos polvos. El aduanero atrapó por el brazo a El Danés y le dijo:
—Acompáñeme. Lo vamos a someter a una inspección corporal.
Sin mostrar la menor oposición, sino, por el contrario, dirigiéndole una
amplia sonrisa al aduanero, El Danés lo siguió sin ocultar su gusto, como el
burrazo perverso que, castigado por el maestro a irse a parar en un rincón del
salón de clases, sigue sonriendo. Mientras iban caminando, una nueva idea,
inédita y atrevida, cruzó el espíritu del lobo de aduana. No conliaba en el
hombre encargado de las inspecciones corporales. Era conocido por corrupto,
además de borracho, y bien podía suceder que El Danés, si traía drogas,
pretendiera ofrecerle dinero, o, simplemente… sus encantos. La idea
novedosa del lobo de aduana, que nunca habría imaginado poder concebir
hasta ese día, consistía en encargarle la inspección de este turista tan
afeminado, de esta MUJER —así lo calificaba ahora, de manera definitiva e
irrevocable— a la aduanera destinada a las inspecciones corporales de las
mujeres.
Se trataba de una jovencita de diecinueve años, de cara agradable y toda
sonrisas; pero, tras esta fachada de dulzura y de gentileza, se ocultaba un
monstruo de ferocidad, si no es que de sadismo. Las burguesas altaneras, que
parecían sospechosas y que se ponían en manos de esta jovencita, salían
cabizbajas, a tropezones, con la cara pálida y deshecha, tapadas por lentes de
sol con enormes monturas de carey. Ocultaban sus ojos del sol de la
vergüenza que se había abatido sobre ellas en el espacio exiguo del cuarto de
inspecciones. Ya que, tras desnudar a las infelices, con voz suave, cariñosa,
repitiendo sin cansarse estas dos sílabas: «¿Y aquí?», la monstruosa aduanera
exploraba los cabellos —chongos, colas de caballo, rizos y caireles—, las
orejas —desde los lóbulos hasta lo más profundo de los tímpanos, como
hacen los creyentes más quisquillosos cuando proceden a sus abluciones—,
los párpados, las pestañas, si eran muy frondosas o con demasiado rímel, las
narices, la boca —debajo de la lengua, el fondo de la garganta, y hagan:
«Aaaa»—, los sobacos —los mágnificos sobacos de la burguesía madura—,
el pubis…
—¿Y aquí?
Era lo último. Como un cirujano que se dispone a iniciar una operación
sumamente delicada, la aduanera, con la misma cara simpática, se enfundaba
unos guantes blancos que le llegaban hasta medio brazo y le ordenaba a la
«paciente» que se recostara sobre una mesa casi idéntica a la de un quirófano.
Las partes íntimas se veían exploradas meticulosamente, con una conciencia
profesional ante la cual los profesores más eminentes no hubieran hallado
nada que reprochar.
Aquí es donde la reputación de ferocidad de la joven aduanera engañaba a
todo el mundo, rodeándola indebidamente de un aura de integridad e
incorruptibilidad sin tacha. Su comercio reiterado, si bien reciente, con
cientos de cuerpos femeninos desnudos que pasaban por sus manos cada vez
más expertas, le había revelado una tendencia de la que acaso nunca se habría
percatado si el azar divino no la hubiera puesto un día a ejercer el oficio de
aduanera. Incrédula en un principio, tuvo que terminar sin embargo por
admitir que no sólo efectuaba la inspección corporal con irreprochable
conciencia profesional, sino que, de modo más profundo, lo hacía con amor,
apenas recibida la revelación, y luego con pasión, y ahora con fervor. En
suma, día tras día, se hundía en una especie de safismo, aunque no se atrevía
a dar el paso que le faltaba.
La ocasión para darlo le fue ofrecida el día en que atrapó a una jovencita
de su edad, que no tenía la acostumbrada actitud altanera de las burguesas
que le llevaban y en quien descubrió unos diamantes, diseminados entre los
rizos artísticamente diseñados de su peinado («afro», para la circunstancia).
La joven, como todas las que habían sido atrapadas, trató evidentemente de
sobornar a la intratable aduanera. Pero, cuando se dio cuenta de que sus
intentos eran vanos, no se dejó abatir. Acercándose a la joven aduanera, como
si fuera a revelarle un secreto, le susurró al oído estas palabras misteriosas:
—¡Qué tonta soy! ¡Te puedo dar algo mejor que todos los diamantes del
mundo!
Curiosa e incrédula, la joven aduanera preguntó:
—¡Ah sí! ¿Y de qué tesoro puede tratarse?
Clavándole la mirada en los ojos, con una sonrisa irresistible, adquirida
(como se adquiere la sabiduría) a través de una larga iniciación, la joven
misteriosa respondió simplemente:
—El amor que andas buscando desde hace tanto tiempo.
Era la primera vez que la aduanera oía semejante oferta, pronunciada por
una persona de su mismo sexo. La joven no parecía para nada una alcahueta
(su arquetipo, en el imaginario númida, se presenta bajo el aspecto de una
mujer vieja, horriblemente fea, muy parecida a una bruja) y la aduanera
presintió la significación de la ofrenda. Supo que el momento era grave,
solemne, uno de esos momentos que cambian la dirección de toda una vida, y
sintió primero un ligero escalofrío, que se hizo bruscamente más intenso y le
atravesó el cuerpo de la punta de los pies a la raíz del cabello. Apenas la
había recorrido esta onda fría, una onda caliente, igual de brusca, que le
pareció brotar de sus mejillas, la atravesó en sentido contrario a la primera.
La emisaria de Safo, responsable de estos fulgurantes cambios de
temperatura, la miraba sin dejar de sonreír y antes de que la joven aduanera
hubiera tenido tiempo de reponerse, la emisaria tendió su mano segura, la
deslizó suavemente sobre una de las mejillas de la aduanera, y luego sobre la
otra, bajó y le rozó los labios, después el cuello, con infinita dulzura, y sus
dos manos, a un tiempo amigables e imperativas, desaparecieron para
cruzarse por encima del trasero de la presa temblorosa. La mensajera dulce e
inexorable, manteniendo las manos cruzadas sobre el trasero de su presa, se
agachó, y sus labios depositaron sobre los de la exaduanera un beso tan dulce,
tan alado, que, cuando la mensajera volvió a levantar la cabeza, la exaduanera
no supo si sus labios habían llegado a tocarse.
A partir de ese día, el separo en el que operaba la aduanera se convirtió en
su mejor coto de caza. Le prestaremos provisionalmente a esta joven el
nombre de la divina cazadora: Diana. La única diferencia reside en el hecho
de que la joven aduanera iniciada se dedica a cazar presas de su mismo sexo.
El aduanero experto en aduanas, como un lobo de mar lo es en marejadas
y arrecifes, creía pues haber tenido una idea luminosa al haber decidido que
Diana inspeccionara a El Danés. Cuando le explicó de qué se trataba, ella
protestó:
—Pero, oficial, a pesar de todo lo que usted está diciendo, yo tengo mi
dignidad y mi pudor de mujer.
El oficial le repitió pacientemente:
—Pero abre nada más su maleta de mano y mira con tus propios ojos. Te
digo que es una mujer.
Diana terminó por ceder. De hecho, había protestado por mero
formalismo. La pícara oferta de quien ella llamaba oficial la divertía, por no
decir que le encantaba. ¡Una lesbiana inspeccionando a un puto! No era cosa
de todos los días.
Al principio, El Danés no entendió nada cuando la joven de rostro
simpático le declaró que ella lo iba a inspeccionar. Preguntó:
—¿Aquí las mujeres inspeccionan a los hombres?
—¡No! Pero, cuando un hombre transporta en su maleta lo que usted, sí.
El Danés entendió y sonrió:
—Pero yo no soy una mujer. Me gustan los hombres, pero no soy una
mujer. ¡Por desgracia! Pero, puesto que me va a inspeccionar, ya se podrá dar
cuenta usted misma.
Diana se sonrojó, y luego se dijo a sí misma que El Danés debía tener un
pitito (como dicen las tías francesas cuando sumergen sus cabezas canosas en
la magra pelambre de sus adorados sobrinitos) ridículo, y, quién sabe, acaso
ni siquiera tenía uno. Con curiosidad divertida comenzó a seguir, con la
mirada de una tía enternecida, los gestos de El Danés cachetón, quien ya se
había empezado a bajar los pantalones aunque la puerta del separo todavía
estuviera abierta.
Cuando Diana la cerró y se volteó, se sobresaltó y frunció el ceño para
convencerse de la realidad de lo que estaba viendo. A pesar de lo que puedan
afirmar los diccionarios, que consideran que el uso del adjetivo
«consecuente» por «considerable» constituye un barbarismo, diremos que lo
que vieron los ojos de Diana no era de ninguna manera un tierno y ridículo
pitito, sino un miembro de dimensiones mucho más consecuentes. Por
primera vez, Diana le veía el miembro a un cristiano. Como una enorme
salchicha rosada, aunque no estuviera ni siquiera en estado de erección, el
sexo de El Danés colgaba entre sus muslos, coronado en su punta de un color
rosado más violáceo, por el prepucio no circuncidado que encapuchaba y
escondía al ojo tuerto.
De nuevo, como si volviera a vivir una escena antigua, o como si ésta se
hubiera desarrollado en un tiempo paralelo, la misma onda fría
convirtiéndose de nuevo en onda cálida atravesó el cuerpo de Diana. ¡Dios
mío, pensó, un cristiano, puto por añadidura, me turba de esta manera! Pero,
aun siendo presa de esta turbación, el reflejo profesional de la aduanera
prevaleció. Se dijo que si El Danés traía droga, ésta sólo podía estar
disimulada en los pliegues del pedazo de carne, veteado por finas venas
azules, que tenía que funcionar como las ventosas de un pulpo: el prepucio.
Por un instante pensó en pedirle a El Danés —¡vaya macho!, se repetía
interiormente Diana— que se pelara el glande del miembro, pero se apoderó
de ella una turbación indescriptible. Se hallaba frente a un hombre de verdad,
dotado de una verdadera verga de hombre, y este macho la miraba con un aire
divertido, pero lleno de gentileza, por no decir de bondad, pensaba Diana. El
miembro no se había parado, aunque un homenaje de vasallaje silencioso por
parte de una hembra acababa de serle sido ofrendado.
Vagamente decepcionada, aún turbada, Diana terminó por decir:
—Señor, puede usted volver a vestirse.
Sorprendido, El Danés le preguntó:
—¿Es todo?
Había pensado que, por lo menos, ella iba a proceder a hacerle un tacto
rectal, lo cual, como el lector ya habrá adivinado, no le habría causado la
menor molestia.
—Es todo.
Pero, mientras El Danés, ligeramente decepcionado, se volvía a poner los
pantalones, Diana le preguntó bruscamente:
—¿Es la primera vez que visita Numidia?
—No, la segunda.
—¿Tiene usted amigos númidas?
—Sí. Un amigo. Lo quiero mucho.
—¡Ah! ¿Y él lo quiere?
—No, no lo creo. Sólo quiere usarme.
—Entonces, ¿por qué lo ama?
Ante esta pregunta, que dejaba ver el alma todavía infantil de la lesbiana,
El Danés alzó los brazos al cielo y los dejó caer.
—¡Así pasa! ¡Así es el amor! Es inevitable.
Entonces, con coquetería, apartando con la mano un mechón de pelo que
le caía sobre la frente, Diana preguntó:
—¿Y no le gustan las mujeres?
—Sí me gustan. Pero sólo como amigas.
Diana asintió lentamente con la cabeza, varias veces, indicando de este
modo que lo comprendía perfectamente. Sin embargo, añadió, aunque se
sabía indiscreta:
—¿Y nunca trabó usted amistad con mujeres númidas?
—No, por desgracia. Me habría encantado, pero aquí no es fácil.
—¿Pero por lo menos lo intentó?
El Danés quien durante su última estancia en Numidia, si se descuentan
algunos chapuzones en el mar, había vivido enclaustrado de manera casi
monástica en una habitación de hotel con Zapata, contestó con toda
honestidad a la pregunta de Diana por la vía negativa.
Entonces ella, sin pensarlo, con un impulso absolutamente espontáneo, le
hizo esta ofrenda:
—Y si yo le propusiera ser su amiga, ¿usted aceptaría?
Sorprendido y encantado —conocer los dos sexos de Numidia, uno en la
castidad más rigurosa, más pura, y otro en la postura de oración ferviente de
un ángel caído, de una loca de la alta—, El Danés expresó toda la felicidad
que le procuraba la grácil oferta de amistad femenina.
—Para mí, sería un honor y una alegría.
—Me llamo Nadia, dijo la joven aduanera, tendiéndole la mano.
Así pues, cuando Nadia volvió a poner a El Danés en manos del oficial,
éste se hallaba a mil leguas de poderse imaginarse que la feroz aduanera
había trabado amistad y fijado una cita —para dentro de muy poco tiempo, ya
que su horario de servicio estaba a punto de terminar— con el visitante al que
él había llamado «la mujer».
POR FIN, EL PADROTE ATRAVESÓ LA PUERTA DEL CIELO. EL REPTIL
invisible que traía enroscado El Danés alrededor del cuello, del torso, del
vientre y que se deslizaba entre sus nalgas y la silla sobre la cual estaba
sentado para seguir anillándose sobre el suelo, desató la presión de su abrazo
milagrosamente.
El Danés —pero ya sería tiempo que le diera un nombre a este personaje,
a este «destino escandinavo», surgido desde el inicio mismo de este relato.
Ya que la aventura de El Danés acontece en Numidia, en este cercano Oriente
como se ha hecho costumbre decir, lo llamaré Ingvar. Un relato —una
«inquisición»— de J. L. Borges, llamado justamente: Destino escandinavo,
me ha brindado el nombre que le otorgo a mi personaje. En este relato se
habla de un epitafio de vikingos, en piedra rúnica, que declara: «Harald,
hermano de Ingvar. Ambos partieron en pos de oro, llegaron muy lejos y
saciaron al águila en el Oriente. Murieron en el Sur, en Arabia». Funesto es el
presagio, pero mantengo el nombre de Ingvar—, Ingvar pues, de repente
aligerado, se puso de pie y se acurrucó, tembloroso, bajo el ala del águila
númida que había llegado hasta su mesa. En ese preciso instante, un apagón
súbito y breve (¿azar o nuevo presagio?) tendió un velo púdico sobre el
reencuentro. (Ingvar, ¿apenas te he nombrado y ya vas a saciar al águila de
Numidia? Muy fascinantes han de ser esos frutos de oro para que, desafiando
todos los peligros, hayas venido desde tan lejos). La pareja se instaló en la
mesa que ya ocupaba Ingvar y que se encontraba, por un hecho sólo
atribuible al azar, en el centro exacto de la sala, bajo la cúspide de la cúpula
de vidrio, que aislaba, como un invernadero, el bar situado en la terraza del
ruido incesante de los aviones que despegaban y aterrizaban.
Para que la pareja separada durante tanto tiempo pueda sentirse a gusto,
lejos del ruido y del vano furor del mundo, tendremos que imaginar bajo la
cúpula de vidrio, como si fuera una muñeca rusa, otra cúpula dentro,
destinada únicamente para ella; hecha de una espuma imponderable y
translúcida, venida desde un lejano fiordo escandinavo. La llamaremos, para
recalcar su solemnidad y el drama que alberga bajo su bóveda inmaterial: La
Cúpula.
Tras haber pedido todo lo necesario —cigarrillos, licores de todo tipo,
flores, almendras rostizadas, camarones de carne fina y gris rosado, como si
se preparara a resistir un dilatado sitio—, la pareja al fin puede entregarse a
las confidencias, en la más infrecuente de las intimidades. El hombre, cuya
mirada desaparece tras unos anteojos negros, de cara angulosa y antipática,
con sus orejas tendidas indiscretamente, no logrará discernir nada de lo que
se confiesan los amantes. Sólo podrá ver formas vagas, surrealistas, que
iluminan de manera intermitente La Cúpula, antes de desaparecer de nuevo
entre la bruma nórdica.
Las palabras sobrecogedoras de los amantes que se vuelven a encontrar
ya han sido murmuradas, llenas de nostalgia en un primer tiempo —¡ah! ¡Qué
larga ha sido la separación!—, para luego aparecer adornadas con las alas
luminosas del instante. Los besos del reencuentro, tan emotivos, han
antecedido a las palabras y no quieren dejar de prolongarlas. Pero siempre
hay que regresar a las palabras. No podemos dejar de abordar el tema de las
diligencias que ha llevado a cabo Ingvar con el fin de conseguir un
certificado de trabajo para Zapata, así como un certificado de alojamiento,
allá, en el hermoso reino de Dinamarca; ni tampoco el de las diligencias que
habría que realizar aquí, en Numidia, para conseguir el pase necesario para
uno de los miembros de la pareja, que, en este caso, es el marido. ¡Y todo
para fundar un nido! Los pájaros del cielo no saben lo felices que son.
Pero Ingvar, felizmente, es una paloma. Y las noticias que trae sobre sus
alas esta paloma, mensajera de paz y de amor, son sencillamente
maravillosas.
El rostro imprevisible de la fortuna le ha sonreído a Ingvar, apenas unas
semanas antes de emprender su nuevo vuelo migratorio hacia la tierra de
Numidia. Un pariente lejano del que nunca había oído hablar, uno de los cien
o doscientos nobles que aún subsistían en Dinamarca, había muerto sin
heredero directo, pero había dejado un testamento en el que designaba a
Ingvar como heredero de su título. Ingvar había sido convocado a la asamblea
de la nobleza, y los pormenores de confirmación de la transmisión del título
iban por buen camino a esa hora.
—¿Entonces vas a convertirte en un señor? —preguntó Zapata.
—Si así lo quieres ver —respondió Ingvar—. Y si aceptas lo que te
propuse el año pasado, tú serás el portador del título, tú serás ese señor.
Zapata se preguntó si El Danés, además de puto, no sería mitómano.
Según su experiencia, la mayoría de los homosexuales eran seres extraños,
fantasiosos, y algunos francamente paranoicos. (Zapata no usaba este tipo de
palabras, él lo decía de manera más concisa: «¡Todos los putos están
locos!»). Pero Ingvar le expuso la situación de tal manera que, a pesar de su
aspecto delirante y surrealista, no le faltaba el rigor implacable de una
secuencia matemática. Si Zapata se casaba con Ingvar, cosa permitida por la
constitución danesa, a él le correspondería como jefe de familia, y esta vez
según los usos y costumbres de la clase noble, el título de barón.
—Te llamarás el barón Ingvar —concluyó la paloma mensajera.
Zapata, quien había seguido atentamente la demostración, se limitó a
preguntarle a Ingvar:
—¿Has leído Las mil y una noches?
—No. Pero nosotros también tenemos leyendas muy bellas. Las llamamos
sagas. También tenemos las Eddas.
Zapata se echó a reír.
—¿Y estás inventándote una a mis costillas?
—¡No! No, querido mío. Es la pura verdad, ¡te lo juro por… Odín!
Zapata pensó que este Odín debía ser un santo danés, pero Ingvar le
explicó que Odín era el dios de los antiguos vikingos, el que los guerreros
feroces invocaban cuando dejaban atrás las brumas de sus fiordos para ir a
conquistar otras tierras, en las que fundaban reinos efímeros.
—¿Entonces no eres cristiano? —preguntó Zapata—. ¿No crees en Issa?
—¿Quién es Issa?
—El que ustedes los cristianos llaman Jesús.
—¡Claro que sí! —contestó Ingvar—. Por supuesto que creo en Jesús. Si
se me da una bofetada en la mejilla derecha, no sólo pongo la izquierda, sino
algo mejor.
Ante la cara de extrañeza de Zapata, Ingvar añadió, sonriente y evocador:
—¿No te acuerdas de los manojos, de los ramos sublimes de bofetadas
con los que me gratificaste el año pasado?
Zapata apretó las mandíbulas. ¡Eso era! Para eso había vuelto ese bebé
grandote y vicioso que creía que podía engañarlo, a él, al padrote Zapata, con
sus historias inverosímiles. ¡Barón de mis h…!
Zapata no había pronunciado ni una palabra pero, en virtud de la
misteriosa intuición de la que han sido dotados los invertidos (o bien, más
simplemente, al advertir la manera en que Zapata había apretado sus labios,
tras haber pronunciado interiormente la exclamación de cuya última palabra
tan sólo hemos conservado la inicial), Ingvar corrigió, de modo explícito:
—¡Mejor deberías decir baronesa! ¡Baronesa de tus huevos!
Zapata, supersticioso (este puto es un diablo, ¡me lee el pensamiento!),
levantó la mano, pero se contuvo en el último instante, antes de propinarle
una bofetada a la baronesa. Podía ser capaz de pedir más, en la intimidad
propicia de esta esfera de espuma.
—Te traje una sorpresa.
—¿Sí?
—Sí, querido. Son sólo unas pastillas, pero unas pastillas que te provocan
el éxtasis.
—¿Cómo es eso?
—Ya verás cuando las pruebes. Las tuve que esconder, porque aquí están
prohibidas. Consideran que se trata de una droga.
Zapata se puso pálido. Su aventura con El Danés podía terminar mal.
Preguntó, inquieto:
—¿No te esculcaron?
—¡Sí! Pero las escondí en un lugar que ni el adanuero más vicioso
adivinaría.
Zapata pensó instantáneamente: «¡En su culo!», pero El Danés emitió un
cloqueo y dijo de manera enigmática —había vuelto a adivinar lo que
pensaba Zapata:
—¡No, atrás no! ¡Adelante!
La intuición de Nadia había sido exacta. El Danés había escondido las
pastillas afrodisíacas, destinadas a condimentar las noches maravillosas que
se había propuesto vivir al lado de su amante, en su enorme prepucio de
ventosa. Como si contuvieran la quintaesencia del éxtasis, estas pastillas
portaban en efecto el bonito nombre de «Extasy».
Pero Zapata todavía no había llegado al término de las sorprendentes
revelaciones que Ingvar le iba exponiendo en tono ligero, divertido, como si
se tratara de las cosas más naturales del mundo.
Cuando le informó que una joven aduanera, llamada Nadia, había sido la
encargada de inspeccionarlo y que no tardaría en llegar a reunirse con ellos,
Zapata se quedó boquiabierto. Y antes de que pudiera pronunciar palabra y
recuperarse, ella, irrefutable como los sueños, ya estaba entreabriendo con
sus manos de hada el velo de espuma, parada ante la entrada de La Cúpula.
Besó las mejillas de Ingvar, como si lo conociera de toda la vida y,
apenas sentada, pidió una Karlsberg, una cerveza danesa. La espuma rubia y
burbujeante que brotó salpicando cuando el mesero destapó la botella era
como un lenguaje de flores, fresco, dirigido a Ingvar. Zapata, petrificado,
contemplaba a Nadia, que no le había dirigido ni una sola palabra. ¿Era acaso
posible, se preguntaba el padrote, que esta representante del orden fuese una
muchacha-flor, pero aún no marcada, y que se dedicara a cazar por cuenta
propia, tras haber cumplido con su servicio oficial?
El viejo aduanero, el que Nadia llama oficial, quien también había
terminado su servicio, pasó a unos pocos metros de La Cúpula y vio al
extraño trío que estaba instalado en esa mesa: su joven colega Nadia, la
«mujer» que le había encargado y un soberbio Númido, al que le bastó mirar
de reojo para adivinar su calaña.
—«Esta noche hay que tener el ojo bien abierto» —pensó el oficial.
Y, mordiéndose los labios mientras se jalaba los pelos de su bigote
entrecano, añadió, de nuevo para sí mismo:
—¡Pero el bueno!
MIENTRAS SE CELEBRABA, DIRIGIDA POR EL PADROTE ESPARTACO, una
orgía en honor de Rosa y de un príncipe que poseía slughis, halcones e islas
de coral, en la Puerta del Cielo, por gracia de otro padrote, Zapata, se tejía
una telaraña con hilos de plata delicados, inciertos, pero que habrían de
volverse sólidos e implacables, como las piezas de un engranaje, cuando
llegasen a entremezclarse y entrelazarse en una forma cuyos contornos
todavía eran vagos e inciertos. Zapata, como un ajedrecista, analizaba todas
las combinaciones posibles e imaginables. Sentía que el enemigo, la
amenaza, era esta joven aduanera súbitamente surgida entre Ingvar y él, y que
se dedicaba a beberse a traguitos su Karlsberg. Se proponía mantener la
cabeza tan clara como esa cerveza y tan fría como la de un diplomático. Lo
que se imponía era la necesidad de roer en su raíz la posibilidad de que se
diera una amistad entre la aduanera y la «baronesa». Zapata, quien percibía el
mundo desde su punto de vista de padrote, sopesaba la identidad sexual de la
aduanera, se la imaginaba desnuda, ofrecida y entregada en el momento del
gran derrumbe. El Día del Gran Derrumbe: en la escatología musulmana, se
designa con esta expresión el día de la resurrección. ¿Cómo podía ser el
rostro de Nadia en el momento del orgasmo? Zapata siempre había librado su
batalla en el terreno de la sexualidad, primero para sobrevivir (se dejaba ligar,
en sus pininos, por los viejos pederastas que merodean los jardines públicos a
la hora del crepúsculo, para que se los cojan detrás del matorral más cercano
y que tan sólo consienten en pagar, con mano temblorosa, una módica
cantidad si se ven amenazados), y luego para disfrutar las delicias increíbles
del lujo, del poder y de la dominación. Primero fue Almizcle de la noche, una
damisela de Numidia, y ahora este pederasta venido del frío, quien, siempre y
cuando no fuera un mitómano, le prometía ni más ni menos que un señorío
nórdico. Si a Nadia le importaba la baronesa, tendría que pagar su cuota,
puesto que era él quien detentaba el poder marital.
—¿Le gusta mi amigo, el señor barón? —se decidió a preguntarle a Nadia
—, quien seguía ignorando su presencia.
Nadia se dignó volver la cara para mirar a Zapata. Menos experimentada
que el oficial, le había bastado, sin embargo, un primer y único vistazo,
cuando entró a La Cúpula, para saber a qué tipo de gente debía pertenecer
este «galán» de nariz aguileña, con ojos verde mar y perfecto «corte Copas»
en el cabello. La mirada, aunque despedía los reflejos de una esmeralda, era
sin duda la negra mirada de un águila depredadora y no era difícil adivinar
quién era su presa.
Rosa, al atacar tan malvadamente a Sofía, estaba a mil leguas de poder
pensar que así había tensado, sin saberlo, un hilo en la telaraña que se estaba
tejiendo en la Puerta del Cielo —más exactamente bajo La Cúpula cuyo
reciente surgimiento ignoraba—; y que le mandaba a Zapata, par y rival de su
padrote, un aliado decisivo en la persona de la muchacha que había
comparado con una perra.
Sofía, expulsada de la fiesta, juró vengarse de Rosa. Aunque nunca había
sentido el más mínimo deseo por un hombre (Sofía es una lesbiana integral;
una especie de ultraconservadora en su especialidad), se propuso lograr que
Rosa cayera de su rama tutora, su padrote. Creía que Rosa seguía
perdidamente enamorada de Espartaco y juró arrebatárselo. Iba a concentrar
ahora todo su saber y todo su arte, dirigidos hasta entonces hacia las féminas,
sobre un hombre, y sólo uno. En el universo de sus sentimientos, para ella,
cuya advocación era lunar, la decisión de «girar» alrededor de un sol, de un
hombre, se presentaba como una suerte de revolución, semejante a la de
Copérnico: convertirse en una especie de flor de sol, ya que así se nombra en
lengua númida al girasol: Nuar Achchamss, flor de sol. Y en esa noche fría y
brumosa a la que la había arrojado Espartaco, el odio que sentía por Rosa la
iluminó como un sol. Fue visitada por la intuición súbita, irrechazable, de que
esa noche Zapata no estaba durmiendo con Almizcle de la noche, sino que se
encontraba en la Puerta del Cielo. Lo había mencionado una o dos veces,
había hablado de esa necesidad súbita que lo llevaba a irse a saborear una
cerveza al bar del aeropuerto; y todo era como si, a través de una misteriosa
telepatía, Zapata acabara de recordárselo en ese instante, al grado de invitarla
a encontrarse con él sin la menor demora. El telegrama telepático que corría
ante los ojos de Sofía decía más o menos lo siguiente:
«Fingirás que me andas rondando. Así, Espartaco será tuyo».
En efecto, durante bastante tiempo, ambos padrotes habían «rondado» a
Sofía, tratando cada uno de convertirla en una nueva muchacha-flor de su
jardín. Pero, al igual que con Nectarina, habían tenido que caer en cuenta de
que chocaban contra un obstáculo infranqueable. Sofía y Nectarina eran
chicas singulares y los cultos que oficiaban eran protegidos por divinidades
protectoras y celosas, que las volvían inaccesibles para el genio tortuoso de
los padrotes.
Con rostro resplandeciente (estaba a punto de desencadenar una guerra, la
Guerra de los Padrotes), Sofía corrió hasta llegar a la avenida en donde estaba
el sitio de los «taxis amplios». El chofer cuyo vehículo era el primero de la
fila, al ver a esta joven prostituta que quería que la llevaran al aeropuerto
internacional, exigió el triple de la tarifa normal. Sofía abrió su bolso y le
puso en la mano tres billetes, verdes, nuevecitos, como si acabara de
robárselos de la caja fuerte de un banco.
—¡Aquí está! ¡Aquí está! Pero vámonos rápido.
El chofer prendió el motor y arrancó a toda velocidad.
—¿Tiene que tomar un avión, señorita? —preguntó con voz cortés y
amigable, como si sintiera remordimientos por haberse aprovechado de la
prisa de esta muchacha de la noche.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Dese prisa!
El mensaje telepático electrizaba a Sofía.
—¿A Francia?
—No, a Egipto.
Sofía odiaba a los choferes parlanchines como éste. Noche tras noche,
tomaba uno de esos bochitos rojos veteados de negro y sabía que muchos de
sus operarios eran soplones de la policía. Igualmente, sabía que algunos
también se dedicaban a alcahuetear, particularmente al servicio de los
hombres de los pozos. No tenía el menor deseo de conversar y había dicho
Egipto con tal de no hablar más. Pero el chofer del taxi, con intención de
hacerse al gracioso, le preguntó:
—¿Va a dar un concierto?
—¡Exactamente! En la nueva Casa de la Ópera, la que acaban de
inaugurar. Y ahora que ya tienes tus tres «verdes», cállate el hocico y maneja
sin romperme los h…
El chofer de taxi, buen padre de familia pero hablador como un perico, se
carcajeó. Admiraba a esas mujeres de la noche, valientes, que podían llegar a
defenderse mejor que un hombre. Pisó el acelerador y propulsó su viejo pero
aún sólido vehículo —un Plymouth— a alta velocidad, de tal modo que, en
menos de media hora, Sofía se encontraba frente al iluminado portal de vidrio
del aeropuerto. Los brazos de éste se abrieron para recibirla (ni siquiera había
oído que el buen padre de familia, parlanchín y aprovechado, le había
gritado: «Buena suerte, niña»), y, mientras subía por la escalera, sus zapatos
sonaban como campanitas —¡ese rebaño de cabras de los Pirineos!, que
vuelve a pasar frente a mí, con su música que regresa tintineando a mi
memoria—, pero, en esto, Sofía ya ha llegado frente a la Puerta del Cielo.
Se detuvo, quieta como una actriz en espera de que suba el telón, nerviosa
bajo los efectos del estrés, pero fue su corazón el que dio los tres golpes,
como un gong. Se sorprendió de que los viajeros de diversas nacionalidades,
sentados en las mesas de la Puerta del Cielo, no parecieran haber escuchado
la señal que indica que va a subir el telón y que siguieran conversando como
si no pasara nada.
Primero que nada, su intuición fulgurante, el mensaje telepático que había
recibido y al que había obedecido, era verdad: ahí estaba Zapata. En segundo
lugar, estaba sentado con un guapo rubio extranjero, cuya identidad no
representaba el menor misterio, pero, sobre todo, con una hermosísima y
joven muchacha. Finalmente, esta bella joven no era sino una aduanera que
Sofía conocía muy bien o, mejor aún, una belleza a la que a ella le tocó
iniciar al culto y a los sortilegios sáficos. En efecto, aquella joven que no se
comportaba con la altivez habitual de las burguesas y que, atrapada por una
intratable aduanera, le había propuesto algo mejor que todos los diamantes
del mundo, no era otra que Sofía.
Sofía había resultado vencedora ahí donde, hasta ese momento, Zapata
sólo había podido tropezar. Gracias a la intermediación de una turista
francesa, cuyo viaje a Numidia se había visto iluminado por su encuentro con
Sofía —¡oh, esos oasis del sur!, le había escrito tras de su regreso a Francia,
¡esos azules manantiales!, pero tú eres, mi Sofía, quien me ofreció asilo y
puerto, el manantial milagroso en cuyas aguas sacié mi sed, etc.—, Sofía
había podido ser la poseedora… ¡del pase! La turista francesa, esposa de un
alto funcionario de la jerarquía militar, le había mandado —como se lo había
prometido— un certificado de trabajo, mediante el cual se comprometía a
emplearla como nodriza —esa mujer no tenía hijos, pero era incapaz de
escribir que contrataba como sirvienta a su maravillosa amante de un mágico
mes de verano— y que, por consiguiente, la ya mencionada Sofía tendría que
hospedarse en su propia casa. ¡Qué fiesta cuando Sofía tuvo entre sus manos
ese…! Pero ¿cómo describir la magia que representa el pase? Tantos deseos,
sueños, tanta esperanza casi dolorosa le están ligados, que se lo podría
comparar a un papiro de la antigüedad egipcia, celado por una casta
sacerdotal feroz, cerrada, inaccesible.
Sofía había utilizado su pase recién adquirido, no para reunirse con su
bienhechora en Francia, sino para ir a Las Palmas, desde donde había
transportado de contrabando esos diamantes que le habían permitido
descubrir uno nuevo, ignorado hasta entonces, una joya soberbia, un solitario:
Nadia.
Cuando Sofía se introdujo en La Cúpula, besó las mejillas de Zapata y
saludó al extranjero rubio, Nadia, quien no la había reconocido de inmediato
—Sofía vestía el llamativo atuendo que su oficio exigía—, palideció al verla
sonreír y dirigirse a ella.
—¿Cómo, mi querida Nadia, ya no reconoces a una vieja amiga?
Tras haber iniciado a la aduanera salvaje, Sofía había desaparecido
repentinamente y no había vuelto a verla. Habían acordado reencontrarse,
pero Sofía, quien padecía una repulsión atávica por todo lo que representara
de cerca o de lejos a las fuerzas del orden, no quería proseguir con una
relación que podía orillarla a navegar demasiado cerca de esas costas.
Ante la mano tendida de Sofía y su sonrisa, Nadia —ese nombre evoca el
rocío: nada, y el llamado: nidda, en lengua númida. Y me agrada que, ante
esta nueva aparición de la muchacha-flor Sofía, las pálidas mejillas de Nadia
ya se hayan cubierto con un imperceptible rocío; y que, sin saberlo, ella ha
respondido al llamado, puesto un pie en el universo turbio, patético y cruel de
Las damiselas de Numidia—, Nadia, pues, se esforzó también por sonreír y
las dos amantes de un momento efímero y único se besaron afectuosamente
las mejillas.
¡Zapata se sentía en el cielo! Ya que Sofía parecía conocer tan bien a la
joven aduanera, era necesario que en ese conocimiento intervinieran y lo
iluminaran con su luz implacable los astros que determinan los destinos
humanos: el deseo y el sexo. Ese rostro pálido y ya perlado por el rocío del
alba, ese casto beso, no eran más que la parte visible de un iceberg, cuya
parte sumergida debía ser, no de hielo, sino de lava y de fuego ardientes.
La iniciadora quiso tener noticias de su amante pasajera, o más bien de la
presa temblorosa que era Nadia cuando se encontraron por primera vez. «Yo
la desvirgué», pensaba Sofía maravillada, fijándola nuevamente con su
mirada imparable. Y pasó a decirle palabras aladas, a variar la entonación de
su voz, del susurro de la confidencia hasta la risa aguda, sin olvidar la caricia
disfrazada tras de: «¿Te has dejado de nuevo el fleco sobre la frente?»,
además del fingimiento de haberse equivocado de vaso:
—¡Ay! ¡Bebí de tu vaso, querida! ¡Qué tonta soy! No, yo voy a pedir
ginebra.
(Hay que entender: me habría gustado que bebiéramos del mismo vaso…
¡Pero, ay! No estamos solas; y Nadia entendía estas palabras
impronunciadas). Y:
—¡Mozo! Un gin para mí y… ¿qué es esto? ¡Ah, sí! Una Karlsberg. Hace
una eternidad que no me he tomado una cerveza de éstas. Y, para nuestros
dos amigos, lo mismo.
Sofía había dicho: «Nuestros dos amigos». Ingvar estaba encantado. En
una misma noche le eran ofrendadas, como si fueran dos claveles, dos
amistades femeninas.
La ciudad, con sus bochitos rojos veteados de negro y sus taxis amplios,
sus avenidas, su aeropuerto, su aduana, sus padrotes, se había adornado
solapadamente para que en su noche se iluminaran y reinaran dos muchachas-
flor: Rosa, el sol de medianoche, en su centro, y Sofía, la flor del sol, en su
periferia. Porque ahora Sofía era quien, desde La Cúpula, oficiaba en ese bar
con nombre bíblico: la Puerta del Cielo.
Nadia, como era de esperarse, ya estaba a su merced, y Zapata, a causa de
su extraño e inusual comportamiento, lleno de cuidados, admirativo, casi
servil, no lo estaba menos. Sofía lo sentía y sabía que había llegado en el
momento más propicio. A todas luces, el padrote parecía atrapado en una
trampa y ella llegaba, ella, la cazadora, para liberarlo, como lo hace el
cazador de ciervos con el frágil pájaro que ha caído en una trampa que no le
estaba destinada.
Sin dejar su juego, Sofía rompió el hielo que imperaba desde el principio
entre Nadia y Zapata.
—Mi querida Nadia, te presento a Zapata, el amigo de una gran amiga
mía.
Y a Zapata:
—Te presento a Nadia, una muy querida amiga mía. Trabaja en la aduana
del aeropuerto. Si la necesitas, podría hacerte algún favor, ¿no es cierto,
querida?
En este momento, intervino Ingvar:
—Es verdad, su amiga es muy linda. Fue ella quien me inspeccionó.
Los ojos de Sofía se convirtieron en dos canicas. Zapata se rio a
carcajadas y Nadia se puso más roja que un camarón.
—¿Qué historia es ésta, Nadia? —preguntó Sofía intrigada—. ¿El
hermoso sueco que nos acompaña sería una mujer?
Nadia eludió la pregunta:
—Es danés —contestó lamentablemente.
—Sueco o danés, me parece que es un hombre.
Y Sofía añadió sonriendo:
—Por lo menos, si las apariencias no nos engañan.
Zapata, quien no cuidaba las apariencias con Ingvar, le jaló el cachete
(como lo hacen los viejos homosexuales con los muchachos que desean), y le
dijo a Sofía:
—Justo antes de que llegara tu amiga Nadia, este viejo cochino me estaba
contando que había sido inspeccionado por una joven encantadora.
Nadia se enojó con El Danés y se puso aun más roja. Hasta que, furiosa,
estalló:
—¡Oh! ¡No es necesario andarse con ironías! Todos estamos en la misma
bolsa. ¡Dos zapatonas, un puto y un padrote!
Había soltado esta enumeración de un solo golpe, como si se hubiera
tratado de una única entidad. Era como si de su boca hubiera surgido la
palabra —el ser— híbrido y fantástico siguiente:

DOS​ZAPATONAS​UN​PUTO​Y​UN​PADROTE.

Liberada por la eyección de este ser baboso, hormigueante, amenazador,


Nadia suspiró con alivio y sintió una intensa satisfacción. Esta satisfacción,
además de provenir del hecho de que, por primera vez en su vida, Nadia
gritara a toda voz su singularidad, también era, si así puede decirse, de orden
estético. Residía en la brusca contigüidad de términos supuestamente infames
que, gracias a eso, los metamorfoseaba.
Nadia repitió, pero separando ahora cada término, cada perla del collar:
—¡Sí! ¡Dos zapatonas! ¡Un puto! ¡Y un padrote!
Esta enumeración de tres términos —¿cómo definirla?, ¿ternaria,
trinitaria?— la fascinaba. Las tres palabras de infamia se apareaban como las
flores de un ramo nupcial, ese machmum que las madres de familia le
mandan a los padres de la joven virgen cuando la piden en matrimonio para
su hijo. La palabra hormigueante y babosa se revela pues, y se revelará aun
más, cuando nos enteremos de las consecuencias de la feliz ocurrencia de
Nadia, como un machmum inaugural. A todos les encantó la audacia de
Nadia, esa audacia que logra que se derrumben todas las barreras, como
cuando el avance de un tanque o, de modo igualmente eficaz, cuando la caída
de un calzón rosa vuelven posible contemplar por primera vez una provincia,
defendida durante mucho tiempo, que de repente se ha vuelto accesible.
Los cuatro penetraron en esa provincia y celebraron el acontecimiento. La
aduanera audaz, Nadia, se veía esplendorosa. Pidió una ronda digna de su
rango, un coctel con whisky, con coñac, con champaña y…
—Sobre todo, no se le olvide la ginebra, joven, y que sea de la mejor que
tienen.
Éste era un lenguaje de flor que ahora Nadia le dirigía a Sofía quien,
desde que se había sentado, ya se había tomado tres vasos de esta bebida.
Sofía acomodó tiernamente el fleco rebelde de Nadia y le dejó sobre la
mejilla el mismo beso de antaño, beso que, cual fénix resucitado, llegó de
nuevo a aletear alegremente sobre el rostro de Nadia, mientras sus trinos le
recordaban el sabor del placer prohibido que había descubierto por primera
vez con su iniciadora. Enternecido ante esta escena, Zapata atrajo hacia él al
guapo rubio venido del frío, como para darle calor, y le dio un beso sobre una
vena prominente del cuello: una de las cuatro yugulares. La vena escogida se
tensó como un arco bajo el influjo de la sangre enloquecida que subía y la
felicidad le impidió a Ingvar pronunciar palabra. El ordenamiento del mundo,
sobre el cual había planeado durante un breve lapso de tiempo la sombra de
una amenaza, se había restablecido de nuevo. Sofía y Nadia estaban de nuevo
enamoradas, los dos hombres estaban abrazados, como dos hermanos de
apariencia disímil —uno moreno, anguloso, el otro rubio, «amasijo de
sombras y de abandono»— pero que comulgaban entre ellos como dos
gemelos. Muy pocas veces un coctel improvisado entre amigos llegó a ser tan
suntuoso, tan libertino, tan orgiástico, aunque al mismo tiempo tan casto,
como éste, que celebraba la reunión de tan patéticos destinos.
En otro sitio, J. L. Borges escribe: «La vida se esconde como un delito sin
que podamos vislumbrar aquello que, en ella, es importante a los ojos de
Dios. Además, lo circunstancial está ligado a lo patético». —¡La vida que se
esconde como un delito! ¡Lo patético ligado a lo circunstancial!
Ahora se trata simplemente de sugerir lo siguiente, que constituye acaso
el objeto de estas líneas. Entre Ingvar o Zapata, entre Rosa, Sofía, Nadia o
Almizcle de la noche, ¿cuál de ellos o cuál de ellas habrá de tener el destino
más patético?
Aunque las muchachas consideren que es la reina de las «podridas», tan
sólo el influjo de su nombre, Nectarina, logra operar la metamorfosis que la
convierte para mí en un fruto de oro, un jardín de las Hespéridas. Y la estrujo
contra mi corazón.
Cuando Rosa le había dicho con maldad, al referirse al enorme sexo del
príncipe: «Éste te va a hacer añicos el cántaro», Nectarina no se había
molestado. Y, cuando presa de los remordimientos, o más exactamente, del
miedo ante la posibilidad de que Espartaco revelara que la había sodomizado,
Rosa le había pedido perdón a Nectarina, ésta, sin remilgos, se lo había
concedido y había abrazado a Rosa, sin el menor rescoldo de rencor.
Y es que Nectarina portaba su sodomía con orgullo, con amor. Le hubiera
gustado gritarles a las muchachas, a Rosa, que aún no había nacido el sexo
capaz de quebrarle el cántaro. Desde la edad de seis años, incansable,
ferozmente, Nectarina no había dejado de ser sodomizada. En todos los
hogares en los que tuvo que trabajar como mucama, hasta que tuvo catorce
años, los jóvenes amos —y en no pocas casas, encabezados por los padres de
familia— la habían sodomizado (para no arriesgarse a hacerse culpables del
delito de violación de una menor, gracias a que, en principio, sólo la pérdida
de la virginidad puede constituir una prueba irrefutable). Al no haber
conocido más que esta forma de amor, Nectarina había terminado por no
poder concebir que pudiera haber otras y, al amar esta forma de amor, se
había vuelto la única —había probado las otras— capaz de procurarle placer,
de ponerla a gozar y aullar de felicidad. Todo aquello que se había visto
obligada a vivir en el dolor, la violencia, la humillación y la impotencia del
rechazo, ahora quería rehabilitarlo, magnificarlo, revivirlo en el abandono
voluntario, total, completo. Si hubiera sido colegiala, les habría gritado a las
demás alumnas: «Mi culo es una nectarina, un fruto de Andalucía, una ciudad
antigua maldita por el cielo y arrasada por el fuego. Soy la sacerdotisa de las
cogidas por el culo, soy la Gran Sodoma, en mí todo se pierde, el miembro, el
torso, la cabeza, el alma. Soy el Gran Agujero Negro que se traga cualquier
luz que llegue a rozarlo; en mi agujero, en mi gruta, como en el vientre
materno, se vuelve a la cálida matriz de la que nos han sacado, al paraíso del
que nos han expulsado. Soy la Negra Matriz, la matriz estéril, aquélla en la
que no florece ni podrá florecer jamás sino la sombría y deslumbrante rosa
del placer».
Nectarina, quien hasta la pubertad había sido violada por detrás, quería
apoderarse del mundo y metérselo por el mismo lugar en el que había sido
violentada y humillada. Estaba consciente de este deseo, y lo disfrutaba; con
los confines extremos de la violencia y de la inopia, había edificado un reino
cuyos portales mantenía abiertos de par en par, invitando generosamente a
que penetraran en él todos cuantos padecían los encantos de la noche oscura,
inmemorial.
No sabía expresar su rabia, su generosidad, su oscura pasión, con las
mismas palabras que hemos usado. Tras haber sido mucama, se había
transformado bruscamente en muchacha-flor. Tales eran las dos vertientes
nítidas, cortantes, de su vida.
Cuando un cliente del antro la escogió, tras haber escuchado con avidez
lo que Rosa decía de ella, Nectarina, al llegar a su privado, ni siquiera se
tomó la molestia de quitarse toda la ropa. Aventó sus zapatos, dejó caer por
sus muslos y por sus piernas sus calzones —color de noche, de noche sin
estrellas—, y se echó boca abajo sobre la cama, recogiéndose el vestido para
despejar los montes de las maravillas. (Para Nectarina, mucama durante tanto
tiempo humillada, dedicándoselo, citaré lo que escribía Tolstoi de Ana
Karenina: «Se veía maravillosamente bella en su sencillo vestido negro».
Pero la belleza de Nectarina es una belleza secreta, que no se revela ni irradia
cuando ella se sube el vestido como lo está haciendo en este instante).
El cliente, deslumbrado, contemplaba el esplendor de los montes
ofrecidos con tanta generosidad, tan totalmente, con semejante imperiosidad.
Antes de sumergirse dentro de la fortaleza, dentro del santuario de la noche,
depositó un beso de adoración sobra cada puerta —cada portal— de entrada.
A pesar de todo el vigor y el rigor de ese miembro, ella era sin embargo el
verdadero jinete y sus nalgas pasaban de fustigarlo a consentirlo; le apretaban
los flancos al punto de estrangularlo o lo dejaban caracolear a su antojo.
Cuando el caballo, el soberbio ejemplar, sintió lo más profundo de sus
desfiladeros y relinchó de gusto, el jinete no pudo más que exclamar:
—¡Nectarina, eres una diosa!
Sin saberlo, ni quererlo, el cliente pronunciaba invocaciones de la
jahiliya, propias de aquellos tiempos preislámicos, en los que el cielo árabe
se encontraba aún poblado de diosas.
Nectarina había vertido lágrimas de felicidad bajo el efecto de la cargada
incomparable, seguida por esa profesión de adoración. Mezcladas con el
semen, con el sudor, con huellas de mierda, sus lágrimas habían formado un
pequeño charco de felicidad.
(La Reina de Saba, en La tentación de san Antonio, le dice al eremita:
«Mis lágrimas, a la larga, han horadado dos huequitos en el mosaico, como
charcos de agua de mar en las rocas, ¡porque te amo! ¡Oh! ¡Sí! Tanto»).
Nectarina.
ROSA LO TENÍA TODO DE SU PARTE PARA GANAR SU APUESTA, A saber, que
Luisa estaría bien lista de aquí a fines del mes lunar en curso.
Le había ordenado que fuera a aliviar a Espartaco, del mismo modo que
lo había hecho antes con el príncipe. Cuando Luisa, sorprendida, le había
dicho:
—¡Pero se trata de tu padrote! —Rosa, fijándola con ojos bien abiertos, le
había contestado, sacando las uñas:
—¡Y yo el tuyo! ¿Me vas a obedecer o no?
Estas palabras fueron pronunciadas en tono falsamente amenazador y
acompañado por un guiño afectuoso que quería hacerle ver a Luisa que esta
propuesta era, en realidad, la mejor prueba de amistad por parte de Rosa.
Cuando Nectarina salió de su privado, acompañada por el valeroso cliente
que le iba agarrando una nalga con mano agradecida, vio, sin sorprenderse,
que Luisa se dirigía al privado de Rosa acompañada por Espartaco.
—Progresas, Luisita —le dijo, dándole una palmada… en una nalga (de
parte de Nectarina, esta ligera palmada era como un gesto de bendición
dedicado al destino aún desconocido por ella y hacia el que se encamina
Luisa).
Esa noche, por tercera vez, Luisa entró en ese privado. Este número nos
induce ya a presentir (¡Las Tres Gracias! ¡Las Tres Parcas! ¡Las Tres Musas!)
que esta nueva entrada revestirá una gravedad muy distinta de las anteriores.
Luisa ya se había acostumbrado al aire, a la sustancia, al alma de ese
privado y pensó: «Ya tendré yo el mío muy pronto».
No pudo impedir ser presa de un escalofrío cuando el padrote, como si
hubiera adivinado lo que pensaba, le tomó una mano y le dijo:
—Luisita, muy pronto tú también tendrás tu privado. Igualito a éste.
Y, bruscamente, haciendo surgir del suelo la espiga de la muerte, como lo
había hecho antes de sodomizar a Rosa, añadió:
—Y yo defenderé tu privado, tu palacete, con esto.
Luisa había visto con qué rapidez fulgurante y malvada la hoja de la
navaja había hendido el aire y volvió a sentir un escalofrío. El padrote,
quitándose la camisa, se le acercó, con el torso desnudo y el cuchillo en una
mano, mientras con la otra le rozó los labios, le palpó los pequeños pechos
duros como piedras (experto en la materia, le dijo: «¿Estás sucia?» y, con
timidez, ella asintió con la cabeza) y le acarició las nalgas.
—Con esto voy a proteger tus labios, tus pequeños pechos duros, tu bella
almendra —enumeró.
Había pronunciado los nombres de estos territorios que iba a proteger
como si hubiera recitado una letanía.
Y, con la misma brusquedad, echó hacia atrás la cabeza de Luisa y pegó
sus labios contra los suyos, entrelazando las manos alrededor de su nuca sin
soltar el cuchillo.
—Todavía no eres más que una putilla, pero muy pronto serás como tu
amiga Rosa.
Luisa pudo darse cuenta de que a Espartaco se le estaba parando la verga,
al sentirla pegada contra su vientre. El padrote la levantó, con precisión y
soltura, como si estuviera jugando, hasta que sus sexos se hallaron a la misma
altura, igualmente conmovidos. Levantada de este modo, con su sexo pegado
al del padrote, éste aplastó de nuevo sus labios contra los suyos y le sopló en
la cavidad de la boca:
—¡Puta! ¡Putita! ¡Putita mía!
Antes de venirse en su boca, el padrote descargaba primero allí, como una
marca de apropiación inaugural, estas palabras que silbaba como una
serpiente y que hubiera querido instilarle hasta la garganta, el esófago, el
estómago y aún más lejos. Se trataba de un acto de canibalismo lingüístico y
Luisa era presa del vértigo, suspendida entre el cielo y la tierra, con la cabeza
inclinada hacia atrás. Nunca un macho la había tratado con esta fogosidad,
esta seguridad, esta violencia. El macho se desabrochó la bragueta, dejó que
resbalaran sus pantalones a lo largo de sus piernas, arrojó su cuchillo sobre la
cama y, tomando a Luisa por los hombros, apoyó sus palmas sobre éstos,
dulcemente pero con firmeza, como se trata a una camella rebelde. Las
rodillas de Luisa terminaron por tocar el suelo y, con la espalda doblada,
hundió su cara en la oscura y tupida pelambrera. Cuando se vino el padrote,
el chisguetazo fue tan fulgurante que Luisa tuvo la misma sensación que
provoca un súbito sangrado de nariz: una intensa ola de calor, seguida de
inmediato por el insípido derrame de la sangre, surgido de una vena que no
produjo dolor al abrirse. Esto era exactamente lo que Luisa sentía, pero en su
boca; se trataba de una sangre blanca, que tenía el olor acre de la almendra y
que ya le llegaba a la garganta. Con el príncipe, antes, había sentido llegar la
descarga y, en el momento crítico, había podido liberar su boca y, usando sus
dos manos para seguir ordeñándolo, había conducido el líquido seminal hasta
su liberación. Pero, en esta nueva felación, cuando la espina estaba
descargando su savia láctea y ácida hasta el fondo de su garganta y ella había
intentado liberarse, el padrote, con las rodillas temblorosas, se agachó y
sosteniéndole la nuca con una mano y la barbilla con la otra, la obligó a
bebérsela toda. Cuando la soltó tras haber terminado, Luisa, roja y al borde
de la asfixia, escupió violentamente y se precipitó hacia el lavabo, en el que
se puso a vomitar. Toda la champaña que había bebido por primera vez en su
vida subía, mezclada con esperma, formando un líquido amarillento, ácido y
nauseabundo. Luisa se metió dos dedos en la garganta. En un hipo que
estremeció todo su cuerpo, vomitó todo lo que le quedaba de juventud.
Asqueada, llena de odio, aunque también con una extraña aceptación, se miró
al espejo pensando: «¡Puta! ¡Gran puta! Ahora sí puedo decir que lo soy».
Pudo ver en el espejo que el padrote la miraba con una indecible sonrisa
de satisfacción, pero que, al mismo tiempo, sus labios mostraban un extraño
hartazgo. Labios azules, no de ese azul violáceo y feo que tienen los labios de
los fumadores empedernidos, sino de un azul puro, casi abstracto, acaso ése
que tiene el oxígeno extraído del agua mediante electrólisis. «Voy a ser
marcada», pensó Luisa y volvió a estremecerse. Acababa de entenderlo todo.
Su dizque amiga, Rosa, era la más grande hija de puta; la había puesto adrede
entre las manos y a los pies de este asesino. Puso a Rosa, el nombre de Rosa,
en el centro incendiado de la flor de odio que de pronto se había abierto en su
corazón. Se enjuagó la boca, se cepilló los dientes y las encías hasta sangrar;
tomó un peine y, lenta, meticulosamente, transformó su peinado un tanto
varonil en una sola trenza de cabellos que fijó hacia atrás. Su frente despejada
le pareció inmensa. Se pintó los labios con lo que creía ser un «rojo beso»,
pero que era un rojo bermellón, sangriento. «¡Ahora va a ver, pinche vieja!».
La pinche vieja era Rosa. Y ella, Luisa, acababa de nacer. Ahora ya era una
muchacha-flor, en todo el esplendor de su floración. Se dirigió calmadamente
hacia la cama, con el paso seguro de una sonámbula. A llegar al borde de la
cama, abrió los ojos y tomó el cuchillo. La hoja azul y helada le quemó las
manos. Cerró la palma sobre el ancho de la hoja y una serenidad indecible se
derramó, subió a todo lo largo de su mano e invadió en ondas sucesivas todo
su cuerpo. Se estaba incorporando el atributo esencial, después del sexo, de
su futuro padrote. Yo soy quien lo ha decidido, quien lo decide, murmuraba
para sus adentros. Cuando se volvió y se puso frente a Espartaco,
resplandecía su juventud, su voluptuosidad, su odio y un extraño amor, que
era como la negación misma del amor.
—¿Voy a ocupar el lugar de Rosa?
Más que una pregunta, se trataba de un aserto feroz que, segura de sí
misma, Luisa afirmaba. El padrote asintió con la cabeza, sin decir palabra.
Las comisuras de sus labios seguían dibujando la misma sonrisa, a un tiempo
feliz y abatida. Luisa le tendió el cuchillo. La sonrisa ligera y extraña se
desvaneció y el padrote preguntó, casi murmurando:
—¿Dónde quieres que te marque?
Luisa se levantó el vestido, se bajó un poco el calzón, desnudando así un
pedazo de nalga.
—¡Aquí! Siempre me piden que almendre cuando bailo. Entonces, no lo
dudes, marca tu almendra… Querido mío.
(Fue la primera y última vez que Luisa recurrió a esta insípida y tierna
palabra. Después, como Rosa, siempre diría, al referirse a Espartaco: «Mi
hombre»).
Del mismo modo en que un horticultor traza una incisión en la rama de
un almendro, el padrote hundió la punta de su cuchillo en la carne para que
pudiera florecer la muchacha-flor. Antes, le había bajado más los calzones,
hasta desnudar toda la nalga. (La toalla higiénica se había caído al suelo, toda
ensangrentada. Parecía que Luisa era una virgen que venía de ser desflorada.
Pensó con amarga ironía: «Mi noche de bodas»; también vio, sin
sorprenderse, cómo el padrote, galantemente, se agachaba para recoger los
dinares del emir y, sin preocuparse por sus manchas y su olor, se los
embolsaba).
Mediante un único tajo oblicuo, Espartaco efectuó entonces una incisión
en la carne, desde el tierno nacimiento del pezón color de trigo dorado hasta
la noche caliente y adivinada del surco. Una parábola de sangre brotó del
dulce y fértil pezón. Con prontitud, el padrote levantó a Luisa y la recostó
sobre la cama. Con alcohol, gasa, polvo de talco (si alguien los hubiera
sorprendido en este momento, habría pensado que Luisa era un gran bebé al
que su hermano mayor —¿acaso se trata de dos niños huérfanos?— aseaba
íntimamente antes de ponerle sus pañales), el padrote contuvo la hemorragia.
—¡Ya está! Ya ves que no era algo tan terrible. Y ahora ya no eres
Luisita, sino la gran Luisa. Ahora ya eres una puta, una verdadera puta. Este
privado pasa a ser el tuyo, ya que voy a dejar a Rosa.
Todavía recostada, apoyándose sobre la cama con los codos, Luisa volvió
su rostro ovalado, radiante, hacia el padrote y respondió:
—¿No deberías decir que ella es quien te deja?
—¿Qué dices?
El padrote estaba estupefacto. Apenas marcada, la nueva muchacha-flor
mostraba ser dueña de una intuición asombrosa.
—Me ha puesto entre tus brazos para conseguir su libertad. Por esa razón,
yo misma te propuse, de buen grado, que me marcaras. Desde hace mucho
deseaba que llegara este momento, pero, por amistad hacia Rosa, yo no
quería dar el primer paso.
El padrote, sorprendido, se sentía sin embargo halagado y feliz al
escuchar esta confesión. ¡Todo parecía tan simple, tan natural! Sin resistirse a
la vanidad, preguntó sin embargo:
—Entonces, ¿yo ya te gustaba, preciosa?
—¡Claro! Gran cabrón.
Gracias a este intercambio conciso y afectuoso, una nueva pareja
padrote/muchacha-flor acababa de formarse, con la fatalidad de la gravitación
que encarcela y somete alrededor de un sol a los cuerpos predestinados a no
ser más que planetas.
Cuando Espartaco y Luisa regresaron al salón del antro, sonrientes como
novios de la misma edad, todas las muchachas supieron que el gran
acontecimiento que marcaba sus vidas (su segundo nacimiento, su acceso al
estado de muchacha-flor) acababa de acontecerle a Luisa. Una tras otra, se
levantaron y vinieron a felicitarla y abrazarla. Nectarina, la más sensible, no
pudo evitar que le ganara el llanto, como una madre que casa a su hija menor
antes que a la mayor. Pero, si Nectarina hubiera sabido el lugar que Luisa
había escogido para celebrar sus nupcias, habría sido víctima de unos
legítimos celos y le habría parecido que se trataba de la usurpación de un
blasón que, sin lugar a dudas, el derecho le otorgaba.
Cuando Espartaco le dijo a Rosa: «Apártate para que nos sentemos, rama
seca», supo que por fin era libre. Pero, extrañamente, una vez realizado lo
que había deseado durante tanto tiempo y, lo que es peor, gracias a ella, sintió
que el corazón se le cerraba como la mordida de una serpiente. Pálida y
temblorosa, se levantó para cederle el lugar a la nueva elegida. Ella y
Espartaco se besaron las mejillas, como dos viejos amantes que, amándose
todavía, caen sin embargo en la cuenta de que ya tan sólo se destrozan el uno
al otro y deciden separarse, prometiéndose seguir siendo amigos. Rosa
también besó tiernamente, afectuosamente, a su examiga (ya que sabía que no
podía esperar que su amistad con Luisa pudiese perdurar). Le murmuró, a
modo de adiós:
—Vas a seguir tu camino, Luisa. Pero perdóname, perdóname.
Luisa, cruel (el lápiz rojo sangre con el que se había pintado los labios, su
frente recién despejada e inmensa, le prestaban efectivamente un aire
voluptuoso y cruel), se echó a reír y contestó en voz alta:
—Pero ¿de qué, vieja loca?
El príncipe no había entendido nada del drama que acababa de suceder
ante sus ojos. Sin embargo, lo que venía de producirse era el final de un
reinado y la entronización de una nueva soberana. Y cuál no fue su sorpresa
cuando Rosa la deslumbrante, la flor que se quería «comer», a la que aspiraba
desde el inicio de la velada (medianoche), vino a sentarse a su lado,
acurrucándose contra él como perro apaleado. En cambio, la cervatilla que le
había sido ofrecida poco tiempo antes, con su aperitivo, como un entremés,
como una especie de entrada antes del plato fuerte, del plato principal —que,
para el príncipe, no era otra sino ella; pero, como es sabido, la alquimia de la
providencia siempre será, para los humanos, hermética— se había convertido
en una leona. Espartaco, con quien el príncipe se había estado llevando de
piquete en el ombligo, se había sentado lejos de él y su metamorfosis no
resultaba menos refulgente.
—¿Qué sucede, bella mía? —le preguntó tiernamente el príncipe a Rosa,
cuyas irradiaciones aurorales se habían apagado súbitamente, como si se
hubiera internado en el largo invierno.
—Nada, nada, mi emir —le contestó, besándole las manos, como lo
hacían las esclavas de su harem.
Parecía que, al ya no ser reconocida la cicatriz de Rosa, una herida
antigua y ancha se hubiera vuelto a abrir en su lugar, vaciándola de su sangre,
de su belleza, de su donaire. Descompuesto, el príncipe no atinaba a dar con
los motivos de este súbito e inexplicable eclipse.
—¿Qué nube ha velado tu alma, luna mía?
La poesía preislámica, platónica y caballeresca, inundaba de nuevo el
alma del príncipe, conmovido e inspirado por la piedad.
Oh, novia de las ciudades…
La voz imperceptible, inexistente, deslumbrante de Faïruz, estallaba:
Borraremos las huellas de las bárbaras pisadas…
Sólo Rosa escuchaba la canción que contenía toda la nostalgia del mundo.
Almizcle de la noche, por vez primera, dormía abrazando a su bebé. El
ángel exterminador que se le había aparecido en su pesadilla dormía
profundamente, con sus labios rosados aún húmedos, entreabiertos cerca de
la punta del pezón, fértil de nuevo. De vez en cuando, los labios se cerraban
mecánicamente y emprendían un movimiento brusco e inconsciente de
succión, como si estuviesen dotados de vida propia. Almizcle de la noche,
con los ojos bien abiertos y la mirada fija en el cielo raso, se encontraba
sumida en una meditación impenetrable. Y, a medida que se internaba en esa
meditación, como si fuera un pozo, podía ver, estupefacta, que el rostro
mismo de la deseperación bajaba del cielo raso hacia ella.
—¡Puta! ¡Criminal! ¡Infanticida!
Sus cabellos se erizaron. Sentía que los fantasmas invisibles de la noche
leían todo lo que le pasaba por la cabeza y lo repercutían contra las cuatro
paredes del cuarto.
Terminó por darse cuenta, temblando, de que se trataba de su madre
hablando en sueños. Almizcle de la noche se levantó y caminó con paso
decidido, como una sonámbula.
EN LENGUA NÚMIDA, VARIAS PALABRAS DESIGNAN AL CUCHILLO: muss,
janui, sakkine, khudmi, janwiya…
Una vez, oí pronunciar la última por boca de un joven asesino, pero en la
forma de un diminutivo: jniwiya, que sugiere, a priori, un cuchillo de hoja
muy corta, de ésos que se pueden traer en el llavero. Pero el cuchillo al que se
refería el asesino («Tú sabes, la que nunca me deja», le confiaba a un
compañero de infortunio, ya que el diminutivo jniwiya es femenino), era tan
grande e implacable como el cuchillo de un carnicero. El joven asesino
añadía, cínico, odioso, insultando la memoria de su víctima:
—Cuando se la hundí en los intestinos de su puta madre, hizo «¡Baa!» y
sus «utensilios» (los intestinos) empezaron a desalojar.
La voz del joven asesino era queda, arrastrada, de una dulzura extraña e
increíble. Parecía que estaba salmodiando un cuento o un sueño.
Pormenorizaba los detalles de la carnicería que acababa de cometer sin el
menor rastro de remordimiento. (Y yo me preguntaba lo que nosotros, pobres
noctámbulos adoradores de la bebida, hacíamos en esa celda situada en el
sótano de la comisaría, en la que nos hallábamos amontonados, sobre el piso
de cemento duro y húmedo, a un lado de un oscuro e infecto agujero, al que
sólo podían llegar quienes necesitaban utilizarlo para hacer sus necesidades
abriéndose paso por encima de nuestros cuerpos).
Fue esa misma noche cuando, al discutir acerca de los diversos nombres y
tamaños de los cuchillos, una víctima de la redada (una súbita redada,
imprevista, irracional —o, por el contrario, ordenada por la racionalidad más
fría, cínica y perversa—, había reunido, por una noche, a asesinos con
delincuentes, ladrones, vendedores ambulantes sin permiso, campesinos
recién llegados a la ciudad y ya a mitad vagabundos, y noctámbulos que
regresaban a su casa), pronunció, al referirse al cuchillo, esta palabra verde
que refulgió en la noche: sbula. Esta palabra saltó, luminosa, en medio de esa
noche sórdida que apestaba a orines, miedo y decadencia. Sbula significa
espiga. La espiga aún verde, pero ya hinchada y que apenas comienza a
cubrirse de un imperceptible polvo de oro; una espiga a mediados de abril.
Esta palabra, sbula —portadora de una magia, de una esperanza, de una
confianza que sólo pueden sentir visceralmente aquellos que viven de la
tierra, los campesinos— designaba, en la discusión de esa noche, un
instrumento de muerte; una espiga chorreando sangre. Sólo se empleaba la
palabra sbula, vegetal e inocente, para referirse a un cuchillo cuando éste
había sido empleado para dar muerte (¿En qué remoto levantamiento de
campesinos, cruel y olvidado, se forjó esta metáfora que adorna al cuchillo
con una poesía trágica y sangrienta?).
Esa noche me di cuenta de que la sociedad númida, mi sociedad, con tal
de conjurar la violencia y la muerte, tan frecuentes entre nosotros, utilizaba
muy a menudo palabras que evocaban irresistiblemente la vida.
Por ejemplo, el cáncer. Los habitantes de cierta región, al hablar de esta
enfermedad, dicen: «¡El pájaro!». (Un pájaro siniestro que destroza las
entrañas humanas, como el águila mitológica que devoraba el hígado de
Prometeo encadenado). Para referirse a las fuerzas oscuras que se apoderan
del epiléptico y le provocan contorsiones convulsivas, se dice: «Los
hermanos», o también: «Los vientos».
Además del cuchillo asesino, la palabra sbula también significa el sexo
del hombre, cuando es de dimensiones consecuentes. Al hablar del
privilegiado que lo tiene, sus amigos íntimos dicen de él, con admiración y
colocando como referente de medida una mano a la altura de la articulación
del codo, tendiendo el brazo hacia el interlocutor:
—¡Su sbula es de este porte!
¿ESTÁ PUES EL SEXO TAN INDISOLUBLEMENTE LIGADO EN NUESTRO
imaginario a la violencia, a la sangre y a la muerte?
En el inicio de este relato, se ha dicho que la palabra nuar, flores, designa
a la sífilis. Y la expresión: «Muchachas-cicatriz» no es invento mío. Estas
muchachas, cuyo cuerpo ha sido marcado con cicatrices producidas por el
filo de los cuchillos, sí existen, del mismo modo que la expresión que las
designa. En casi todos los casos, se trata de mujeres feas, terriblemente
vulgares, que sólo han conocido el hambre, los golpes, la violación; la cárcel.
Y los padrotes.
¿Es necesario decir que estas páginas les están dedicadas?
He querido que sus cicatrices, en vez de haberles sido propinadas de
noche, en un callejón tuerto (o ciego), como consecuencia de una
despreciable reyerta propiciada por el fuego de una ebriedad provocada por
un vino infame (o, a veces, hasta por alcohol etílico), he querido pues que la
cicatriz malvada y degradante se viese rodeada por un ceremonial, por un
solemne ritual, y que fuesen las muchachas más hermosas, las muchachas-
flor, las que la merecieran, como se gana una medalla de guerra, como se
ingresa a una orden de caballería prestigiada y secreta, que imprime el sello
de su blasón distintivo sobre el cuerpo de sus miembros.
No me ha costado mucho dar con los nombres de esas flores, ya que en
flores quise convertirlas y con ellos adornarlas, en el seno de mi lengua
númida.
Materna.
SI EL PRÍNCIPE, DE REPENTE MOVIDO POR LA PIEDAD, HABÍA vuelto a dar
con los acentos de una poesía inaugural y, como un caballero cortesano, le
había preguntado a Rosa: «¿Qué nube ha velado tu alma, luna mía?», muy
otros eran el estado y los sentimientos de Sofía, cuando su silueta se dibujó
en el marco de la entrada del antro. Venía acompañada por los comensales
del coctel improvisado que había tenido lugar en La Cúpula. Cuando Sofía
vio a una Luisa metamorfoseada y sentada en su trono al lado de Espartaco
—lo que le estrujó el corazón—, mientras Rosa recargaba su cabeza sobre el
hombro del príncipe, con un vaso de vino en la mano y la mirada perdida, se
sintió inundada de felicidad. La misma que, apenas unas horas antes, la había
tratado de perra, se hallaba ahora encogida, como un cachorrito recién
vapuleado.
Faltaba uno de los comensales previos, Ingvar; y, en cuanto a Nadia, era
la primera vez que entraba en uno de estos lugares.
Un desagradable, por no decir grave, contratiempo le había impedido al
grupo festivo quedarse en La Cúpula. Cuando se hallaban sumergidos en la
euforia, en el apareamiento más armonioso que pudiera concebirse, Ingvar
había sido presa de una necesidad imperiosa. Se había levantado y había
dicho riendo:
—Discúlpenme, tengo que ir a hablar por teléfono.
Zapata quiso decirle que podía hacerlo en la barra del bar, pero entendió,
gracias a los gestos expresivos de El Danés, que se había puesto de pie
apremiado por otro tipo de necesidad. Desconfiando y preocupado ante el
hecho de dejar que esta belleza se fuera sola a los parajes, peligrosos para
ella, de los sanitarios, Zapata le propuso acompañarlo, pero Ingvar lo
tranquilizó:
—No te asustes, querido. No voy de cacería a ese lugar en el que se
hallan las urnas maravillosas del emperador Vespasiano. Tan sólo…
Y, de nuevo, hizo el gesto expresivo, casi vulgar, que la belleza suele
hacer a menudo. Pero esta apreciación no era la misma que la de Zapata,
quien se contentó con encoger los hombros y decir:
—Qué cagado es este puto.
Sofía y Nadia se rieron, también de manera vulgar, pegando risotadas de
puta (una de las risas humanas más complejas, pero de la que
superficialmente sólo se retiene su componente vulgar).
Nadia le dijo al oído a Sofía:
—¡No sabes la sbula que tiene este Danés!
Sofía preguntó:
—¿Y no te turbaste?
—¡Sí! —admitió Nadia, cuyo rostro se ensombreció, una luna de verano
en medio de un cielo espléndido, sobre la cual se desliza, velándola, una nube
invisible y furtiva.
—Tienes que circuncidar a tu mujer —le dijo Sofía a Zapata.
—No va a ser necesario —contestó éste riéndose—. Cuando lo nombren
barón, me ha dicho, se someterá a una operación para que le corten la V… y
los H…
Las dos jóvenes profirieron al mismo tiempo exclamaciones agudas,
horrorizadas.
—Les juro eso es lo que me ha dicho. Y luego, viviremos como marido y
mujer.
Nadia se tornó súbitamente pensativa. Desde que Ingvar se había
ausentado y que la discusión se había centrado en este tema, a un tiempo
ligero y cargado de dramas, sentía un malestar inexplicable que se iba
acrecentando y que trataba de diluir riendo de buena gana. Pero, ahora, toda
su euforia la había abandonado. Sentía una profunda compasión por Ingvar,
aunada a una inquietud apremiante e inexplicable. Y, de golpe, vio al oficial
que le había encargado la inspección de «la mujer», atravesando el pasillo del
aeropuerto. Se había puesto un sombrero negro, unos gruesos lentes del
mismo color y fingía encontrar su camino con ayuda de un bastón, como un
ciego. Visiblemente, se dirigía hacia los servicios que estaban en el sótano y,
en su mano, traía una correa cuya extremidad no rodeaba el cuello de un
perro para ciegos, sino el de uno de esos mastines de aduana, especializados
en la detección de drogas. Es más, ese perro fue el que le permitió a Nadia
identificar al oficial, irreconocible bajo su disfraz.
—¡Dios mío! —gritó llevándose una mano al corazón.
Y, volviéndose bruscamente hacia Zapata, le preguntó con una voz
quebrada por la ansiedad:
—¿No le ha dicho nada su amigo? ¿No trae alguna droga?
Zapata, quien seguía inmerso en la euforia, estuvo a punto de decir que sí,
pero recordando súbitamente que, a pesar de todo, Nadia era una aduanera,
una representante del orden, por muy lesbiana que fuera, sospechó que se
trataba de una trampa y dijo con cierto enojo:
—No, no me ha dicho nada. No por ser puto tiene que traer droga.
Nadia no dio crédito a lo que le dijo Zapata. Notó que estuvo a punto de
responder afirmativamente a su pregunta, pero que se retractó en el último
momento.
—¡Rápido! ¡Vámonos de aquí!
Sofía y Zapata se miraron sorprendidos ante las palabras de Nadia, pero
ésta, sin dejar que se perdiese más tiempo en preguntas, recogió su bolso a
toda prisa y les gritó que tenían que marcharse de ahí lo más pronto posible.
—¡Rápido! Luego les explico.
Bajaron por la escalera a toda prisa, cruzaron el pasillo y se dirigieron
hacia la salida del aeropuerto; Nadia ya había parado un taxi, dentro del que
se precipitaron tras de ella.
En el momento en el que el vehículo se disponía a arrancar, del otro lado
de la puerta de vidrio que permitía el acceso al aeropuerto vieron al oficial, ya
sin sombrero y con el falso bastón plegado bajo el brazo, avanzar
victoriosamente, con su cuerpo soldado al de Ingvar, a quien traía esposado
de la mano izquierda mientras él traía puesto el otro brazalete en la derecha.
(Esposa: Ingvar. ¿Cómo este monstruoso oficial ha podido esposar a la
Esposa?).
Una vez llegado a los sanitarios, Ingvar había extraído de su escondite
íntimo y perverso eso que le había dicho a Zapata que se llamaba: «Extasy».
En vez de meterse a uno de los retretes y encerrarse, no había podido resistir
—como era previsible— la tentación de regar las fabulosas urnas imperiales,
llenas de reminiscencias voluptuosas para él. El perro policía, al llegar al
pasillo a lo largo del cual se alineaban tristemente las urnas fatales, se
abalanzó con un salto salvaje, que estuvo a punto de derribar a su amo, hacia
El Danés. Si el oficial no hubiese dominado en el último instante al mastín,
éste se habría encargado, en lugar del cirujano, de efectuar la delicada
operación a la que, según Zapata, El Danés estaba dispuesto a someterse una
vez confirmado su rango de barón.
Cuando llegaron al centro y tras haberse bajado del taxi, Nadia les dijo
categóricamente a sus compañeros que si el oficial había detenido a El Danés
era porque, sin lugar a dudas, traía droga con él. Se detuvo un instante,
apoyando el dedo índice sobre la barbilla, con los ojos desorbitados, y
explotó bruscamente:
—¡Lo tengo! Ya sé donde la traía escondida.
Zapata, quien lo sabía, se sorprendió ante la perspicacia de Nadia.
—Desde el primer vistazo —prosiguió Nadia con vehemencia—, lo
sospeché, pero no quise pelarle el glande. ¡Ay! ¡Si lo hubiera sabido!
Entonces Zapata, olvidada su desconfianza tras el comportamiento y las
palabras de Nadia, confirmó su intuición. Se le tuvo que explicar a Sofía de
qué se trataba, y ésta levantó los brazos al cielo para dejarlos caer
pesadamente.
—¡Nunca oídos de lesbiana habían escuchado algo semejante!
Nadia entrelazó sus dedos con los de la mano de Sofía. Necesitaba
protección, seguridad, porque sentía que ahora pesaba una amenaza sobre su
vida que, hasta entonces, había aparentado una fachada irreprochable. Y
también tenía la impresión de haber perdido algo importante, algo valioso.
—¡Dios mío! Qué mal está esto —se lamentó—. ¡Un joven tan guapo, tan
gentil!
Sofía, lesbiana de pura cepa, sabía que la tendencia sáfica de Nadia no era
total, irreversible. Se la imaginaba perfectamente enamorándose de El Danés,
o de otro hombre.
—¿Te gustaba, Nady?
Ya Sofía empleaba el copretérito para referirse a Ingvar porque, para ella,
las cosas estaban bien claras. Tras una estadía más o menos larga, encerrado
en un calabozo húmedo, pataleando entre fiordos de orín —pero ¿acaso
sabemos dónde se hallan disimuladas la felicidad y la desgracia que nos han
sido destinadas en esta Tierra?—, El Danés terminaría por ser repatriado a su
reino. Para ella, este sueño escandinavo ya era algo que nunca había existido.
También así será para nosotros. Nuestro consuelo reside en el hecho de que, a
fin de cuentas, su cuerpo no saciará al águila de Numidia. En la poesía
barroca y pletórica de imágenes de los antiguos vikingos, «saciar al águila»
significaba la muerte del guerrero en tierras lejanas, en las que se imaginaba
que su cuerpo abandonado quedaba a merced de los rapaces carroñeros.
Ingvar se irá desvaneciendo suavemente, tras una bruma cada vez más
densa, que lo llevará sobre sus alas hasta el país de sus feroces antepasados.
Una última marca de afecto, en boca de Nadia, tras una larga ensoñación,
respondió suspirando a la pregunta de Sofía:
—Sí. Me gustaba, y algo más. ¡Ay! ¡Qué porquería es la vida, Sofía!
Entonces intervino Zapata el padrote, Zapata el sabio, que veía a las dos
jóvenes enternecidas y a Nadia al borde de las lágrimas. Él también se sentía
afectado, pero de otra manera, a causa de este entierro de Ingvar en la noche
númida.
—¡Nady! (También él empleaba el diminutivo para hablarle a Nadia. Este
uso súbito y espontáneo de los diminutivos revela el estado de desconcierto,
de recíproca compasión que se ha adueñado de nuestros personajes). Nady,
ahora ya eres como una hermana para nosotros. Esta noche, vamos a
emborracharnos y mañana… Pues bien, ¡mañana será otro día!
¿Qué se puede decir ante estas palabras, que eran la mismísima sabiduría?
Por primera vez desde que se habían conocido, Nadia sintió simpatía
hacia Zapata. Éste llevó a las dos jóvenes a dos o tres bares bastante decentes,
en donde se emborracharon con ginebra. Zapata les había dicho:
—¡Muchachas, estamos de farra!
(Normalmente, para Zapata, y para muchos noctámbulos, las noches de
farra solían terminarse en las bodeguitas que colindan con el rastro. Ahí se
podían saborear cabezas de carnero al vapor. Pero, esa noche…).
Guiñándole el ojo a Sofía, Zapata había añadido para Nadia:
—Y luego, te llevaremos a nuestro bar, a nuestro antro mágico, a nuestro
palacio de las mil y una noches. Ya verás, no lo vas a creer. Hasta hay
clientes que son príncipes.
—¡Pero yo no soy una puta! —protestó Nadia—. Sus príncipes me valen
madre.
Pero, arrepintiéndose de sus palabras, que podían resultar ofensivas para
Sofía, añadió vivamente:
—¡Ay, Sofía!, no quise decir eso. Bien sabes que eres la primera mujer
que he amado y que te amo de nuevo como el primer día.
—Pero claro que sí, mi adorable Nady. Tienes razón al decir que no eres
una puta. Yo sí lo soy. A cada quien su destino.
Zapata el sabio volvió a intervenir:
—¡Vamos! ¡Vamos! Putas o no putas, padrote o no padrote, ahora somos
hermano y hermanas. Y por eso vamos a echarnos otros tragos de ginebra
antes de ir a nuestro palacio.
—¡Y luego, a coger! ¡Como hermano y hermanas!
Por segunda vez, ahora decisiva, las alas del pájaro de la audacia
palpitaban de nuevo y cobraban vuelo, brotando de los labios de Nadia.
—¡Qué bella eres! ¡Eres un amor, Nady!
Zapata estampó apasionadamente sus labios contra esos nidos frescos,
húmedos, desde donde cobraba vuelo el pájaro de la audacia. Sofía abrazó a
su vez a Nadia y, más fogosamente, más apasionadamente aun que Zapata,
hundió sus labios en el nido caliente, introduciendo en él su lengua sutil y
experta.
—¡Qué bella eres, Nadia! ¡Eres bella como una flor!
Y, volviéndose hacia Zapata, Sofía le dijo, en tono cómplice:
—¿No es verdad, Zapata, que mi bella Nadia es una flor, mi rosa?
Zapata tenía frente a él a un par, a un padrote que había adoptado el rostro
de una lesbiana. Con diplomacia, el padrote —el verdadero— aprobó a
medias:
—Sí, Sofía. Nadia es una flor, nuestra flor. Brindemos por su
florecimiento.
Cubiertos por un ligero vapor, parecido al rocío de la mañana, los vasos
chocaron.
Ante tanta juventud y tanta gracia, el patrón del bar decente y los clientes
que se habían condenado a sí mismos a una honorabilidad triste y aburrida
empezaron a mostrar signos de molestia. Zapata entendió que había llegado el
momento de ir al antro de perdición, en el que todo se confundía y se
mezclaba, en el que la perdición misma adoptaba un rostro de inocencia.
Tomándose por el brazo, el feliz trío se puso en marcha con paso ligero,
bajo una ligera llovizna casi matutina, rumbo al antro en el que acababa de
acontecer el drama de un cambio de reinado.
LA LLEGADA DEL EUFÓRICO GRUPO REANIMÓ LA VELADA, QUE comenzaba
a estancarse, sobre todo después de la «extinción» de Rosa.
Luisa, aunque resplandecía como una joven soberana que acaba de subir
al trono, aún no tenía la autoridad suficiente, el manejo, el donaire, para
poder ser verdaderamente el corazón vivo, la rosa deslumbrante del jardín de
las muchachas-flor.
No era todavía capaz de adoptar ciertos comportamientos, conocidos,
codificados, que todas las muchachas reconocían apenas se manifestaban.
Así, por ejemplo, cuando Rosa quería escuchar el consabido cassette de
Faïruz, todas las muchachas sabían que eso significaba que iba a
«ausentarse» durante un momento, que podía ser más o menos largo (una
vez, duró toda la noche y, en el antro, sólo la voz de la cantante se elevó,
como un coro nocturno en una iglesia llena de recogimiento); cuando una
muchacha quería hablar con Rosa en esos momentos, su vecina le daba un
codazo y le susurraba al oído:
—¡Cállate! ¡ELLA está viajando!
Y si otra, una nueva, una azul verdadera (una flor azul), insistía en
hablarle a Rosa, todas las muchachas, enojadas, le gritaban a coro:
—¿Qué no ves que está viajando? Espérate a que regrese.
Y luego, gracias a toda una gradación en la opulencia de su escote, a la
manera en que así se acomodaban sus pechos —en superficie, separados al
punto de romperse, o, por el contrario, apretados al grado de estallar, a un
tiempo frutos y armas, como ya hemos visto— era posible adivinar el estado
de tensión, de irradiación, del cuerpo de Rosa. Cuando se encontraba en su
periodo impuro, que, invariablemente, duraba tres días —como la duración
canónica de la hospitalidad que se le debe otorgar al viajero de paso que la
solicita en nombre de Dios—, cada uno de esos días impuros (enloquecedores
para la clientela, convertida en jauría de perros o en nube de abejas) era
marcado por una djellaba de color diferente. Negro, el primer día, como si
Rosa entrara en un periodo de luto; rojo oscuro, el segundo, lo que indicaba
que la flor de sangre, que se hallaba en su apogeo en el bosque cálido y
umbroso de su cuerpo, se encontraba en su floración más intensa; finalmente,
azafrán pálido, el tercer y último día: el huésped lunar reemprendía su camino
y la flor mensual exhalaba sus últimos efluvios.
De este modo, se podría establecer un catálogo, un repertorio de hechos y
gestos, de colores, de telas, de maneras de peinarse, de calzarse, de comentar
la manera como el último cliente le ha hecho el amor, que, si se pretendiera
consignarlos exhaustivamente, colmarían por sí solos un libro entero. Un
libro, o mejor, un canto: El canto de Rosa. (O, más simplemente, ya que estos
gestos y estos ritos constituyen a Rosa, este sobrio título: Rosa; como esos
dos cantos del «Cantar de los Cantares», que llevan simplemente los nombres
de sus respectivas protagonistas: Ruth y Esther).
Sofía, tras haberse encontrado de nuevo con Nadia, ya no quería vengarse
de una Rosa caída. Eo que se había propuesto, arrancar la flor de su rama
tutelar, se había realizado por sí solo. Nadia, transfigurada por la ginebra, por
el gin (palabra cuya pronunciación evoca irresistiblemente la voz árabe djinn,
diablo. Podemos pues decir, del mismo modo, que a Nadia la había
transfigurado el diablo. Y si recordáramos el papel que desempeña la ginebra
en La caída de Camus, no nos extrañaría en lo más mínimo la cercana caída
de Nadia), había aceptado con alegría la propuesta de Sofía. Ambas se
levantaron y se dirigieron hacia el privado de ésta última. Sus primeros
escarceos habían sido esbozados en un ámbito institucional severo: un separo
de inspección en los servicios de aduana. Estaba escrito que cobrarían vuelo y
se realizarían plenamente en un lugar no menos severo y no menos
emblemático: el privado de una muchacha-flor singular.
Para referirme a esta caída —a estas caídas— en Numidia, en una
Ámsterdam asoleada, no puedo resisitir la tentación de citar este fragmento
de la novela de Camus:
«Estos personajes se perfuman con especias. Usted entra, ellas cierran la
cortina y la navegación se inicia. Los dioses bajan sobre los cuerpos desnudos
y las islas se van a la deriva, dementes, con su peinado coronado de palmeras
al viento. Atrévase».
Sofía y Nadia entraron al privado. Le echaron cerrojo a la puerta,
corrieron las cortinas. Atrévase, no a entrar, sino a imaginar…
En el antro que ahora boga y se bambolea suavemente, la suavidad
apacible del alba comienza a infiltrarse imperceptiblemente. Aprovechando
este momento de tregua, los dos padrotes, a esta hora terminal de la noche,
deciden analizar la situación. Se ponen de pie y van a aislarse a una especie
de celda monástica, que colinda con el último privado de las muchachas, en
la que suelen tomar sus decisiones más importantes.
Zapata abre fuego:
—¿Ya estuvo con Luisa?
—Sí.
Los dos padrotes se estrecharon la mano virilmente y brindaron por el
hecho. A partir de ese momento, Luisa se había convertido en alguien
intocable para Zapata. Pero tenía la obligación de defenderla como a una
hermana, como a su propia muchacha-flor, en ausencia de su amo, Espartaco.
Zapata le preguntó el lugar de la cicatriz, invisible.
—Sobre su nalga. Su nalga izquierda —precisó Espartaco, sabiendo que,
de todas maneras, el cuerpo de Luisa le estaba vedado a su par.
Espartaco, con orgullo, añadió:
—Ella misma escogió el lugar.
—Pues esta Luisa escogió bien. Posee una de las más bellas almendras
que pueda desear ostentar una joven y hasta una mujer madura.
Espartaco, halagado por el elogio que un orfebre en la materia le brindaba
al trasero de su nueva yegua, de su nueva piedra preciosa, se lo agradeció.
Zapata lo interrogó acerca del futuro de Rosa, pero Espartaco no quiso decirle
que Rosa estaba libre a partir de esa noche. Libre para un nuevo escarificador
eventual. Se contentó con decir:
—Es una podrida.
—¡No lo puedo creer!
—Pues sí. Por cierto, ella mismo me pidió que se la metiera por detrás.
Después, decidí abandonarla.
Zapata no se tragó ni media palabra, pero asintió, con cara de asco:
—Todas son unas podridas.
Asqueados, los dos padrotes volvieron a brindar. Bruscamente, gracias a
una súbita asociación de ideas, Espartaco añadió:
—¡Pinches gringos! Se la fueron a meter por el culo a la mismísima
Luna. Ya no les bastaba la Tierra.
—Sí —aceptó Zapata—, pero andas retrasado. Ahora quieren hacerle lo
mismo a Marte, al planeta rojo.
Y Zapata, pensativo, añadió:
—¿Habrá estaciones ahí? ¿Una primavera?
Espartaco contestó que eso le valía absolutamente madre. Tras esta breve
incursión en los parajes del sistema solar, los dos padrotes se sirvieron otra
copa y pasaron a ocuparse de cosas importantes:
Espartaco:
—¿Ya llegó El Danés?
Zapata, sorprendido de que Espartaco lo supiera, le contestó:
—Sí. Pero el pendejo traía droga y lo «recogieron». Nosotros apenas la
libramos.
—¿Y esta yegüita que trajeron tú y Sofía, quién es?
—Una aduanera.
Zapata le contó brevemente a Espartaco la historia accidentada que
acababan de vivir.
—¿Tú crees que se deje cicatrizar?
—Ya tiene padrote.
Espartaco se agitó en su silla y se subió mecánicamente el ancho cinturón
de cuero negro, claveteado.
—¿Quién es el hijo de puta que anda cazando en nuestros territorios?
—Sofía.
Espartaco se carcajeó. Con seriedad, Zapata expuso el estado y la calidad
de las relaciones que unían a Sofía con Nadia.
—Se están dando una cogidota mientras tú y yo estamos hablando.
Espartaco escupió al suelo.
—¡El mundo anda al revés! Unas se creen padrotes; otras, cada vez más,
sólo quieren que se las cojan por el culo. ¡Guácala! No falta mucho para que
Nectarina sea la reina de las muchachas-flor.
—Sí. Seguro que el fin del mundo está cerca.
Los dos padrotes, a pesar de todo su cinismo, eran supersticiosos como
viejitas. Bebieron a la salud del fin del mundo. Tan cercano como el culo de
la botella.
De repente, Espartaco tuvo un ataque de risa.
—¿Qué te pasa?
—¿Te sabes el chiste del fqih?
Otra vez, pensó Zapata, otra vez con lo mismo. Conocía el chiste del fqih.
Se sabía mil chistes de fqihs, entre los cuales figuraba el que se disponía a
contarle, por enésima vez, Espartaco, no sin antes preguntarle si se lo sabía.
Siempre pasaba lo mismo cuando se sentaban con una botella y no le quedaba
casi nada dentro. Zapata, con heroísmo, contestó:
—No, no me lo sé.
Se instaló cómodamente en su asiento, subió los pies sobre la mesa, cerró
los ojos e intentó elaborar en su espíritu un chiste inédito de fqihs, todavía
más increíble que todos los que ya conocía. Espartaco ya había comenzado.
Un hombre joven, en pleno mes del Ramadán, acude con un fqih y le
dice: «Venerable fqih, he pecado, he roto voluntariamente, en pleno
mediodía, el ayuno». «Eso le puede suceder a cualquiera», le contestó con
tolerancia el fqih. «Hijo mío, ¿sabes lo que tienes que hacer? Ayunar durante
sesenta días seguidos, o alimentar a sesenta pobres durante un día». El joven
pecador, como era de esperarse, escoge la segunda penitencia, pero precisa:
«Fqih, no sólo comí, sino que también… forniqué». «Dios es clemente»,
responde el fqih. «Alimenta a sesenta pobres y pídele perdón a Dios». «Pero
es que también, fqih, estaba borracho». «¡Ah! Eso ya es demasiado, pero la
clemencia de Dios es infinita, hijo mío. Haz lo que te digo, alimenta a sesenta
pobres, y reza día y noche, pidiéndole perdón a tu creador». «Pero es que
todavía falta algo, venerable fqih. (El venerable empieza a agitarse en su
lugar). Como estaba borracho, no tuve comercio carnal con una mujer sino
con un…».
Sereno e imperturbable hasta ese momento, el venerable fqih palideció y,
pensando que había escuchado mal, pregunta:
—¿Qué me estás diciendo, jovencito?
—La triste verdad, bueno y venerable fqih. Creí que se trataba de una
joven, de tan hermoso que era, y lo sodomicé. Sólo después me di cuenta de
que no era una joven, sino un efebo tan bello como un ángel, perdón, fqih,
quiero decir como el diablo.
El fqih escupió tres veces. Y, pálido, con los ojos desorbitados, con una
sonrisa enajenada cruzándole la cara, le dijo al joven pecador que confundía
los sexos, los ángeles y el diablo:
—No, no, no, muchacho. En esto fuiste demasiado lejos; es más, diría que
rebasaste todos los límites. He aquí lo que yo puedo decirte. Ve a pedirle
perdón a Dios en persona y, si él, en su misericordia infinita, te perdona,
podrás entonces regresar a sodomizarme a mí, a mediodía, en pleno
Ramadán.
Espartaco, una vez contado su chiste, se soltó a reír como un demonio.
Asustado, Zapata abandonó su ensoñación. Fingió reírse. Una risa salió de su
garganta, sonora, pero breve y abrupta como un hipo. Los dos padrotes
cayeron en una tristeza sin límites.
—En serio, el mundo se va a acabar —dijo Espartaco.
—Sí —confirmó Zapata.
El fondo de la botella brillaba, seco.
—Hay que andarse con cuidado —dijo Espartaco—. Con tu Danés
enlatado, ¿cómo era que se llamaba?
—Harald —mintió Zapata.
—¡Bueno! Y nada más nos faltaba esta lesbiana aduanera que ya sabe
ahora dónde está el lugar en el que trabajamos. Hay que andarse con cuidado
por un tiempo.
—Eso mismo te quería proponer —dijo Zapata—. Yo me quedo con
Almizcle de la noche y nos sepultamos unos cuantos días.
—Yo también. Con Rosa.
Por efecto de la costumbre, Espartaco había pronunciado el nombre de su
antigua esclava. Rectificó:
—Quiero decir con Luisa.
—¡Qué lástima! Recién nacida, y esta nueva muchacha-flor ya tiene que
sepultarse. Parece que estuviéramos volviendo a los tiempos de la jahiliya.
—¡Oye! ¡No es hora para andar poetizando, Zapa!
—Tienes razón.
Cargando con todo el peso de un mundo descoyuntado sobre sus jóvenes
hombros, los dos padrotes volvieron al salón del antro, con rostro severo.
Aparte de Rosa, quien seguía postrada sobre el regazo del príncipe, vieron
que todas las demás muchachas, a pesar de su noche de orgía, o, muy por el
contrario, a causa de ella, lucían resplandecientes. Nadia, como si hubiera
vivido toda su vida en este lugar de perdición, estaba recostada
lánguidamente, con su cuerpo flexible como una liana, entre los brazos de
Sofía, que le murmuraba palabras que debían ser tan deliciosas e inflamadas
como las de la poetisa de Lesbos. Nectarina ardía aún con todos los fuegos de
una Sodoma que acababa de recrear esa noche, para ella y para un adorador
desbordante de gratitud. Luisa, en toda la gloria de su reciente elección, se
levantó y se dirigió majestuosamente hacia Espartaco. En medio de este
ambiente de felicidad, Zapata se sintió solo y pensó en Almizcle de la noche,
con quien iba a reunirse en breve, para buscar con ella un escondite
provisional. Y, cuando se disponía a proponerles a Espartaco y a Luisa que lo
acompañaran, escuchó que alguien pronunciaba su nombre desde la entrada
del antro. Se volvió y vio a un joven adolescente, cuyo rostro no le era del
todo desconocido, pero que no atinaba a identificar en ese momento, que
hablaba animadamente con el capitán de meseros.
Zapata vio cómo el jefe de meseros se ponía pálido y lo miraba con una
cara en la que se dibujaban el estupor y el horror. En el alba que aún no se
veía atravesada por ningún rayo de sol, Zapata reconoció de repente el rostro
del mensajero.
Pero este mensajero del alba, por muy semita que fuera, no era portador
de la buena nueva.
¿SERÁ NECESARIO QUE AHORA ALMIZCLE DE LA NOCHE SEA llamada
Monstruo de la noche? ¿Carnicera de la noche? Dejémosles esta tarea a los
diarios vespertinos, apostando a que la cumplirán, y aun con más imaginación
que nosotros, para calificar la masacre que Almizcle de la noche ha cometido,
antes de ponerle fin a sus días, cortándose la yugular. Por ahora, el
adolescente que Zapata ha reconocido, ignorando que ha sido Almizcle de la
noche quien ha degollado a su madre y ahorcado a su hijo, antes de matarse,
tan sólo puede repetir, con ojos locos:
—¡Sangre! ¡Sangre! Como en el rastro.
De «oficio» bolero, el adolescente tenía lazos de amistad con Almizcle de
la noche y él fue el primero, al subir como todas las mañanas a preguntarle a
la madre de Almizcle de la noche si necesitaba que le fuera a comprar algo,
en descubrir la carnicería. Ya iba a toda prisa a la comisaría más cercana,
cuando, de repente, lo pensó mejor. También a él lo habitaba la desconfianza
atávica hacia las fuerzas del orden, el sentimiento mejor compartido por la
sociedad númida, y frenó su impulso. Se acordó entonces de Zapata, cuya
relación con Almizcle de la noche no le era desconocida, y corrió, con los
ojos empañados por las lágrimas, hacia el antro en el que esperaba poder
encontrar todavía al padrote. No se había equivocado y, tras haberle referido
al capitán de meseros lo que había descubierto, le repetía a Zapata:
—¡Almizcle de la noche, su bebé, su madre! ¡Todos! Sangre, sangre.
Todavía bajo el efecto de estas noticias y sin atinar a pronunciar una sola
palabra, Zapata escuchó un aullido animal, seguido inmediatamente por otro,
igualmente inhumano. Espartaco se retorcía sobre el piso del antro, aullando
de dolor, como si acabaran de degollarlo también a él.
Al escuchar las noticias siniestras de las que era portador el mensajero del
alba, Rosa había salido bruscamente de su estupor y, sin pensarlo un segundo,
se había apoderado de la botella de vino tinto que estaba a su alcance, la
había estrellado contra la mesa y, asiendo por el gollete esa botella de pronto
convertida en arma terrible, había hundido su borde dentado y filoso en un
ojo de Espartaco, apretando con todas sus fuerzas e imprimiéndole un
movimiento giratorio. Así como se extrae con una cuchara la yema de un
huevo pasado por agua, Rosa, tras su gesto salvaje y fulgurante, alzó,
adherido a la punta de la mitad de la botella que empuñaba, un ojo sangrante
y desgarrado, que se deslizó a lo largo de la pared de vidrio hasta incrustarse
en el fondo del gollete, como un tapón horrible.
Mientras que Espartaco se retorcía en el suelo, aullando y debatiéndose
en un sufrimiento que le fustigaba la órbita, ahora vacía, con latigazos de
fuego, Zapata apresó con su mano de hierro la muñeca de Rosa, quien no
pudo más que dejar caer el arma aterradora.
—¡Hija de puta! ¡Carroña! ¡Hija de carroña!
Zapata, furioso, babeante, emprendió la destrucción de Rosa. Agarrándola
por los cabellos, le bajo la cabeza, y, mediante un rodillazo en la cara, hizo
que la volviera a erguir. Tras ese primer rodillazo, Rosa sintió que su nariz
había sido aplastada y que la sangre brotaba a chorros impetuosos. El
segundo golpe, asestado del mismo modo, le percutió la barbilla y, tras el
tercero, sintió que sus dientes se movían dentro de su boca. De repente,
mientras su nariz y ahora su boca seguían chorreando sangre y temía que el
siguiente golpe le haría escupir todos los dientes, un terrible rodillazo en el
vientre le cortó la respiración. El suelo se desvaneció bajos sus pies, se le
cortó el aire, pero Zapata no dejó que se derrumbara y la mantuvo en pie,
agarrada por los cabellos. Ya no lograba respirar; lo único que quería era
dejarse caer en el pozo abierto de repente bajo sus pies. Rosa sintió una atroz
y punzante mordida en el vientre. Esta mordida le desencadenó un hipo
brutal, desbloqueó su aliento y, atontada, le hizo darse cuenta de que no
respiraba de nuevo ni sentía el suelo bajo sus pies más que para estar
consciente de la muerte que se había abatido sobre ella. Igual que la espiga
que Espartaco había utilizado para amenazarla, en esa noche de la Gran Caída
que volvió a cruzar por su espíritu como un rayo, pero que ahora le pareció
tan lejana, como si hubiera sucedido en otro mundo o en otra vida, también
Zapata poseía una espiga sangrienta que ahora se encontraba hundida en su
vientre.
—¡Mira tus utensilios, malparida! ¡Míralos bien, hija de puta! Ésta es tu
última fiesta.
Como el joven asesino de aquella noche en la comisaría, quien
salmodiaba el crimen que venía de cometer, Zapata comentaba la masacre
que estaba llevando a cabo y este comentario, que también tendía a la
salmodia, lo reafirmaba en su odio y en su empresa vengadora. Un padrote,
un par suyo, Espartaco, se retorcía ante él sobre el piso, llorando y gimiendo
como una mujercita. Zapata extrajo el cuchillo con un gesto veloz y de nuevo
tasajeó, salvajemente, el vientre, pero esta vez transversalmente. Los
intestinos de Rosa desalojaron, y Rosa pudo al fin aplastarse, antecedida por
sus intestinos, contra el piso, justo al lado de su antiguo alcahuete. Este
último halló fuerza suficiente para estirar sus dos manos y, con el último
fulgor de conciencia, Rosa entendió que Espartaco la estaba estrangulando.
Casi llegó a agradecérselo. Lo que deseaba tan dolorosamente, cerrar los ojos
y dejarse caer en el pozo acolchado, ligero, de la ingravidez, estaba a punto
de realizarse. Pero su cuerpo, obedeciendo su propia lógica, tembló, sus pies
se agitaron convulsivamente, sus ojos, se abrieron desmedidamente, tanto,
que parecía que iban a saltar de sus órbitas. El cuerpo necesitaba respirar y lo
hizo a través de las únicas vías, los únicos orificios —los estigmas— que
quedaban disponibles. Los intestinos, en un río de orina, de sangre y de
mierda, se derramaron por el piso.
«Somos el abono sobre el cual ustedes florecen, muchachas-flor».
¿Podría ser que Rosa, en medio del derrame de sus entrañas, de su vida
—¿acaso no se dice que una flor se derrama, cuando comienza a perder sus
pétalos?—, se acordara de esta metáfora que había usado su padrote, cuando
ella le había dicho que era un pedazo de mierda? Ahora, como dos insectos
enloquecidos en un medio fétido, secretado por sus propios cuerpos, el que
había sido padrote inflexible y la que fue rosa auroral, yacían el uno al lado
del otro, en un postrero apareamiento mortal y lleno de odio. Espartaco
comprendió que ya todo había acabado y soltó a su víctima. En ese mismo
momento, sintió un sabor nuevo, salado, en su boca, que no era el de la
sangre: se dio cuenta de que estaba llorando. Con el único ojo que le
quedaba. El otro, tapadera surrealista incrustada en el gollete de la botella, no
dejaba de mirarlo. Ya vidrioso, como los ojos de los carneros del Aïd el
kebir, justo después de que les han cortado la cabeza y que el carnicero
indiferente la ha arrojado con negligencia lejos del cuerpo al que estaba
pegada.
Espartaco pegó un grito bestial: el dolor, implacable, le volvía a cercenar
el cerebro.
A Almizcle de la noche la «padroteaba» Zapata. Al enterarse de las
siniestras noticias que traía el mensajero del alba —el joven limpiabotas—,
Rosa, la mejor amiga de Almizcle de la noche, había atacado salvajemente a
Espartaco y le había sacado un ojo. ¿Por qué a Espartaco? Rosa lo había
llevado a cabo sin pensar un solo segundo. Simplemente, resultaba que
Espartaco, para su desgracia, era quien estaba más cerca en el momento en
que el joven bolero le contaba a Zapata el drama que acababa de suceder.
Efectivamente, si Rosa ha realizado su acto en un impulso absolutamente
espontáneo y ciego, es que, en lo más profundo de su ser, era portadora de
otro conocimiento que la guiaba. Nunca afloraba hasta la conciencia, no se
expresaba mediante palabras, pero se encontraba agazapado como una fuerza
oscura, un deseo, un instinto vital. Las muchachas-cicatriz no podían vivir
sus extraños amoríos, que eran todos una negación del Amor, más que
albergando en lo más profundo de ellas mismas, sin siquiera ser conscientes
de ello, el deseo de matar. El deseo vital de asesinar a los padrotes que las
explotaban, tras haberlas degradado y humillado. Este deseo salvaje,
indómito, soterrado en lo más hondo, al momento de estallar dentro de Rosa,
había encontrado en Espartaco, su antiguo padrote, su destino. Y, acaso, no
había en ello la menor injusticia, sino más bien al contrario, una suerte de
justicia impersonal, global. Esta justicia, pariente de la que proclama: «Ojo
por ojo, diente por diente», podría formularse de la siguiente manera:
«Muchacha por muchacha, padrote por padrote». Su economía no se limita a
algún miembro del cuerpo, sino que abarca al cuerpo en su totalidad.
Más aún, esta justicia se refiere a la «esencia» del cuerpo sometido a la
lapidación. Reducido a su esencia, éste se vuelve intercambiable. En este
sentido, se podría decir, de la misma manera, que fue Almizcle de la noche, la
suicida —la que ya sólo es sueño, como Ingvar— quien estrelló una botella y
quien, sosteniendo por el gollete esta arma improvisada, le sacó un ojo a
Espartaco; sacándole un ojo para vengar a su amiga Rosa, Rosa la
sodomizada a la fuerza, la gran derrumbada, la muerta.
Por lo tanto, Rosa no ha desfigurado a Espartaco, sino una esencia: la
muchacha-flor. Si semejante razonamiento puede ser admitido, resultaría que
en esta justicia salvaje, impersonal, surgida espontáneamente al amanecer en
un antro miserable, sin ceremonial y sin pompa, no sólo los padrotes resultan
intercambiables sino también las muchachas-flor.
En esta justicia, también se da una reversibilidad entre los padrotes y sus
chicas, entre los depredadores y sus presas. Reversibilidad cuya formulación
podría ser la siguiente: «Padrote por muchacha-flor; cuchillo —atributo
esencial del padrote— por cicatriz».
Finalmente, esta justicia viene a ser altamente semiológica. Zapata había
embarazado a Almizcle de la noche y Espartaco había sodomizado a Rosa.
Éste último había profanado el ojo tuerto, violáceo y arrugado de su
cuerpo. Y ella, le había arrancado un ojo, uno verdadero, dejándolo tuerto por
el resto de sus días. ¡Ojo por ojo! En una equivalencia semiótica radical.
Sangrienta.

ENUCLEACIÓN SÁDICA CARNICERÍA


EN UN ANTRO DE MALA MUERTE
UNA MODESTA VIVIENDA CONVERTIDA EN MATADERO

Así hablarán los diarios vespertinos de Rosa y de Almizcle de la noche, de


Espartaco y de Zapata.
Pero, antes de que estos periódicos indecentes y carroñeros se abatan
sobre estos cuerpos despedazados, sobre estas almas asoladas, todavía habré
de tener la fuerza de cantar para ustedes, padrotes inocentemente crueles de
mi país, y para vosotras, espléndidas muchachas-flor de Numidia, bajo cuya
sombra escribo.
SOFÍA Y NADIA FUERON LAS PRIMERAS EN SALIR A TODA PRISA DEL lugar,
tras la primera cuchillada que Zapata le propinó a Rosa.
¡Dos lesbianas en medio del alba lívida!
Estaban pálidas y el frío de la madrugada les mordía la cara. No dejaron
de caminar, primero con los dedos entrelazados, pero, muy pronto,
prefirieron separarlos para no llamar la atención. Se sentían agitadas por
sentimientos ambiguos y contradictorios tras la noche edénica que habían
pasado juntas y el espectáculo de horror que habían presenciado luego.
Temblaban de frío, de placer aún despierto, de miedo. Sus dedos separados se
reunían, se desanudaban, se daban valor mutuamente; dos golondrinas
perdidas en un paisaje hostil.
—¿Adónde vamos?
—No te preocupes. Tengo una cabaña secreta, que nadie sabe dónde
queda.
—¿Dónde está?
—En pleno bosque.
—¿Cuál bosque?
—El que bordea el camino al aeropuerto.
Sofía no era dueña de la menor cabaña secreta. Pensaba que era
poseedora de un documento maravilloso, el pase, que una francesa
enamorada la seguía esperando, más allá de la frontera, y esto la llenaba de
un calor vigorizante. Quería a Nadia, pero ¿qué podía hacer por ella?
—¿De qué vamos a vivir en el bosque?
—¿A poco no lo sabes, tonta? De amor y agua dulce.
Sofía trató de sonreír, pero no lo logró. Los ojos de Sofía estaban
empañados de lágrimas: en el transcurso de una noche se había visto envuelta
en los dramas de un universo cuyas fronteras había traspasado con audaz
inconciencia. ¡Nadia! ¡El rocío! ¡El llamado! ¿De quién y hacia dónde? Las
lágrimas seguían brotando, incontenibles. Conmovida, Sofía se detuvo,
acomodó tiernamente el fleco rebelde de su amiga, y, con un impulso de
afecto tan irresistible como las lágrimas de ésta, depositó un beso matutino —
fresco— sobre sus labios.
—¡Hey! ¡Ustedes dos, par de putas!
Las dos amigas, en medio de su turbación, no habían visto la temida
furgoneta, de color beige claro veteado por dos bandas oblicuas, una roja y la
otra verde, que las venía siguiendo lentamente desde hacía un buen rato y que
acababa de estacionarse a su lado. El oficial les gritó a las dos muchachas
temblorosas:
—¡Vamos! ¡Súbanse, par de zapatonas!
¡Dos lesbianas en medio del alba lívida!
Los policías no sabían que se estaba subiendo a su vehículo el título o el
principio de un poema.
Nadia y Sofía, desesperadas, extraviadas, se acomodaron sobre una de las
bancas de metal que había de cada lado. A pesar de la hora, la redada ya era
nutrida. Borrachos que se habían ido de juerga y que habían sido arrestados
cerca del matadero; según los decires chuscos de los policías, dos
homosexuales que habían sorprendido, mientras dormían abrazados en medio
de un rosedal, en el parque del centro; un joven, con el cráneo pelado a ras y
una cicatriz cruzándole la mejilla, de mirada salvaje. Un reincidente, pensó
Sofía, que se había sentado frente a él.
Los primeros rayos del sol empezaban a atravesar la bruma matutina
cuando la furgoneta se detuvo frente a la delegación.
Dos lesbianas en medio del alba lívida…
El principio de un poema se internó en la comisaría, precedido por los dos
homosexuales y seguido por un joven de rostro historiado.
En el dialecto númida, no existe un equivalente para la palabra:
«Lesbiana». Para referirse a una discípula de Safo, se dice de ella
simplemente: le gustan las mujeres; o, con mayor exactitud: se coge a las
mujeres. Y, en el imaginario númida, se supone que este tipo de mujeres son
poseedoras de un clítoris enorme. A éste se le llama: Lssann, lengua. ¿Cómo
será la «lengua» de Sofía?
Me la imagino como una flor carnívora, monstruosa, larga, entubada,
velluda y de color rosado violáceo, más violeta que rosa; esa lengua con la
que se ha cogido a la honorable esposa de un alto funcionario de la jerarquía
militar francesa. Sofía subversiva, amo tu lengua-flor, te amo, muchacha-flor.
Y también a tu joven amante, tu joven amiga cuyo nombre tan dulce, Nadia,
evoca el rocío y el llamado.
Ya llego hasta ustedes, ya estoy delante de la puerta de la cárcel, con una
canastita en la mano. Para ustedes, que tan sólo son flores y rocío, he traído
pan, naranjas, cigarrillos. Sin mencionar la ginebra que tanto les gusta, ya que
está prohibido introducir en este lugar siniestro cualquier tipo de bebida,
incluyendo la infame sangre de mono.
Vengo vestido de negro. ¿Estoy de luto?
NECTARINA SÍ LO ESTÁ. DE LUTO. PERDIDAMENTE.
Es la única muchacha del antro que se ha atrevido a asistir al funeral de
Almizcle de la noche. (El cuerpo de Rosa todavía está en la morgue).
A Nectarina no le infunde miedo la policía. La conocen de sobra y saben
que no le haría daño ni a una mosca. Dicen de ella:
—Esta zamla tiene un corazón de oro.
Fue el oficial de la comisaría quien la juzgó de esta manera, cuando
Nectarina tuvo que comparecer ante él, por haber sido la única en quedarse,
hasta la llegada de la policía, en el antro en el que acababa de acaecer el
drama.
Zamla es femenino de pederasta, Así pues, la única muchacha que siguió
el cortejo fúnebre de Almizcle de la noche, de su bebé y de su madre, hasta
su última mansión, fue Nectarina la pederasta.
La expresión «cortejo fúnebre» no es más que una forma de hablar, pues
sin contar a los que iban cargando, los tres ataúdes eran seguidos únicamente
por Nectarina, el joven limpiabotas y un perro medio sarnoso. Tomando en
cuenta que Rosa, la mejor amiga de Almizcle de la noche, seguía enfriándose
en la morgue, éstos eran los únicos tres seres vivos que acompañaban a los
tres ataúdes.
¿Cuál es el nombre de ese gran compositor, cuyo féretro fue seguido por
un cortejo así de reducido y tan humilde? Y si le hubiera sido dado vivir a ese
cuerpecito que yacía en el minúsculo ataúd del centro…
No, no me voy a poner a entonar loas dedicadas a todos los Mozart
asesinados…
Nectarina, con una lágrima tozuda y renovada en el borde del ojo, sigue a
los tres féretros. Va vestida con una djellaba negra, claro que no para
significar que está reglando —Nectarina no practicaba este ritual de las
muchachas-flor y ni siquiera sé si su cuerpo, tan singular y enteramente
polarizado, todavía conserva la memoria de la menstruación—, sino porque
porta en verdad el luto.
Nectarina es verdadera y generosa como un fruto.
El joven bolero, a pesar de toda su tristeza, no ha podido resistir la
tentación de echarle un ojo al trasero de Nectarina y, durante un breve
instante, de imaginarse un paisaje en el que aparecen en primer plano dos
montes gemelos, dorados, completamente pelados, pero llenos, sin embargo,
de la palpitación de toda la negra fertilidad de la tierra.
También él moquea como Nectarina (y como el perro), y, conforme van
avanzando, no deja de acercarse a ella. Ahora sus cuerpos se tocan y una
sensación confusa, sobrecogedora, se ha adueñado del joven limpiabotas y lo
ha inundado a pesar suyo. Con las mejillas encendidas y la mirada extraviada,
sigue caminando con la verga parada a punto de reventar. Esto no se le ha
escapado a Nectarina quien, volviéndose hacia el joven y pobre limpiabotas,
le dice en un murmullo:
—Luego. Después del entierro.
Y se aleja bruscamente de él, adelantándose unos cuantos pasos. En el
colmo de la felicidad, el joven bolero ve cómo ondulan ante él los dos montes
prometidos. Muy pronto estará escalando una montaña mágica, muy pronto
iba a enterrar a su mejor amiga. El mensajero del alba avanzaba, colmado de
dolor y de felicidad. Como lo había estado Almizcle de la noche, justo antes
de su inmersión en la noche definitiva. ¿Por qué senda iba caminando el
joven bolero? ¿La de la muerte, o la que conducía a un reino glorioso? Una
vez celebrado el entierro, Nectarina y su joven acompañante, sin dirigirse la
menor palabra, regresaron por el mismo camino. Sabían que hoy, a pesar de
su dolor, a pesar de ellos mismos, sus destinos estaban condenados a
encontrarse. Iban hacia un momento mágico, sombrío y voluptuoso. Sabían,
sin tener que decirlo con palabras, que se dirigían hacia un abrazo con sabor a
transgresión, a vida y a muerte.
—¡Si tan sólo fuera un poco mayor!
El joven limpiabotas pensaba en Zapata. Éste había sido el padrote de
Almizcle de la noche y el bolero lo detestaba.
—¡Hijo de puta!
Lleno de odio hacia el padrote, el joven bolero apretó el paso. Se iba a
acostar con una muchacha en plena madurez, experimentada, y el joven
bolero seguía acelerando el paso, como si al hacerlo también él pudiese
alcanzar esta madurez de la juventud. Nectarina casi tuvo que correr para
emparejarse con él.
—¿Tienes prisa, buen mozo?
—Sí, mi gacela.
El joven limpiabotas maldecía su corta edad. Apretó las mandíbulas y,
endureciendo el rostro, pensó: «Voy a mostrarle que no soy un buen mozo,
sino un macho, un semental. La voy a encular tan bien que me va a adorar.
Voy a ser su Zapata».
El joven limpiabotas estuvo a la altura de su salvaje y viril decisión. Este
mensajero del alba, que había sido portador de noticias siniestras, se había
reservado una en secreto. La buena nueva, para Nectarina. Quizás había
encontrado por fin al centauro que esperaba desde su gran conversión, desde
que se había entregado con fervor al culto de Sodoma. Por primera vez en su
vida, se había visto obligada a moderar el ímpetu y la cargada del jinete que
la montaba. Aquél que podía hacerle añicos el cántaro, como decía la pobre
Rosa, sí existía a fin de cuentas. Sorprendida de sí misma, Nectarina se
escuchó decirle al fogoso centauro:
—¿Serás dulce conmigo?
—¿Te lastimé?
—¡Sí! Me lastimaste deliciosamente.
Y Nectarina se agachó para depositar, con una vivacidad púdica, alada,
un beso sobre el sexo del semental.
El joven bolero exultó. Dispuso entonces del cuerpo de Nectarina
exactamente como una banda de maleantes, mayores que él, habían dispuesto
del suyo cuando, aún niño, recién ingresó a su gremio (el de los limpiabotas).
Esa escena, aunque remota, todavía lo consumía de rabia y de vergüenza cada
vez que la recordaba. Pero, en ese momento, con pleno uso de conciencia y
con una voluptuosidad vertiginosa, hizo revivir a Nectarina la postura que
había sido la suya: con las rodillas y la frente contra la cama, en una posición
muy similar a la que en yoga se llama la postura de la hoja doblada. El joven
bolero se convirtió también en hoja, pero fue un centauro el que cubrió y
abrazó el contorno de la otra hoja, que se agitó y tembló bajo un viento
devastador.
Cada vez que se acordaba de la escena en que él era la hoja doblada y
cubierta, la embestida se tornaba más brutal y más violenta. El culo de
Nectarina era el de toda una pandilla de maleantes a los que el joven bolero
atravesaba uno por uno. Los gemidos de Nectarina se elevaron por fin,
inciertos y débiles al principio, y luego roncos, cada vez más fuertes y
prolongados. El ir y venir del joven bolero, quien, con los ojos cerrados, se
veía alternativamente cubierto y cubriendo, se volvía cada vez más brusco,
cada vez más violento, cada vez más loco. Nectarina, aullando, trataba de
reducir la apertura que ofrecía su cuerpo en esta postura, intentando ponerse
boca abajo, pero el bárbaro jinete que la montaba cruzó sus manos sobre su
pubis y la ensilló con más fuerza aún. Nectarina abrió la boca, pero no llegó a
soltar el menor grito. Su respiración estaba bloqueada, como la de Rosa
cuando le hundieron en el vientre un cuchillo viperino. A Nectarina le parecía
que la serpiente que había reptado tan lejos, tan adentro, entre sus tripas, le
había llegado hasta la garganta y que su cabeza ofídea iba a salírsele por la
boca. Pero, de pronto, el fuego de la liberación se derramó en ella, sus
lágrimas brotaron y el aire bienhechor dilató de nuevo sus pulmones. Sintió
cómo se iba aflojando el abrazo de su verdugo y, con un movimiento
maravillosamente sincronizado, sin que se lo hubieran propuesto, las dos
hojas se desplegaron cuan largas eran, la una cubriendo aún a la otra y a su
limbo, conformándose exactamente a las nervaduras de la otra.
¡Limbos! ¡Los Limbos! Estirada del todo ahora sobre su vientre, con las
manos y las piernas separadas, Nectarina paladeaba la felicidad de los limbos.
Una felicidad de lombriz, de hoja de matorral. Respiraba suave, débilmente, y
un sopor beatífico se apoderaba de todo su ser.
Si Nectarina se hallaba en un mundo caliente, acolchado e inconsciente,
gozando de lo que hemos llamado la felicidad de los limbos, el joven bolero
disfrutaba de la felicidad vertiginosa que había brotado para él del choque de
los tiempos. Por este motivo, cuando Nectarina, al salir de los limbos, con el
rostro transfigurado, le preguntó al joven mensajero —porque, para ella,
ahora lo era verdaderamente, totalmente—: «¿No me vas a dejar jamás?», él
respondió con un soplo: «Jamás».
Nectarina, aceptando ahora con todo su ser el estado de muchacha-flor
padroteada que ya conocía, le preguntó a su hombre, porque ya lo nombraba
así interiormente:
—Sé que querías mucho a Almizcle de la noche. Si así lo deseas, seguirá
sobreviviendo en mí, pero ofreciéndote lo que ella nunca hizo en vida.
El joven bolero, saliendo bruscamente del universo encantado de tiempos
que chocan al que había entrado gracias al cuerpo de Nectarina doblada como
una hoja, le soltó una violenta bofetada:
—¡Pinche puta! —aulló—. El cuerpo de Almizcle de la noche todavía no
está frío y tú te atreves a hablar así.
Nectarina no se inmutó. El mensajero del destino sólo estaba empezando
a contraer gestos codificados desde siempre. Después de las bofetadas
llegarían el cuchillo, la cicatriz inaugural. Eran gestos ciegos, inocentes,
inconscientes de su crueldad, de su inevitabilidad. Nectarina preguntó con
humildad:
—Me quiero seguir llamando Nectarina. Pero ¿cómo te voy a llamar?
El joven bolero le contestó, casi a gritos:
—¡Zapata!
Nectarina se puso pálida, su corazón empezó a latir más rápido, y no
sabía si era de felicidad o porque sentía un funesto presagio. El joven bolero
confirmó solemnemente su nuevo estatuto, corrigiéndose y diciéndole:
—No, detesto demasiado a ese hijo de su puta madre como para adoptar
su nombre. Simplemente me llamarás: «Mi hombre».
El hombre, el joven, volvió a enlazar entonces a su joven hembra para
sellar la nueva alianza. Se acomodaron en una nueva posición, con los rostros
frente a frente, el sexo se hundía en el mismo estigma, en el mismo oscuro y
trémulo pistilo.
El centauro estaba de rodillas y el cuerpo de Nectarina era el que ahora se
veía animado por un movimiento de vaivén. Pero, al moverse así, no había
escenas que chocaran en la memoria de Nectarina. Revivía una misma y
única escena, fijada en su perfección. Vivía esta realización con la boca
entreabierta, con los ojos dilatados y fijos en los del centauro arrodillado, que
la sostenía por los hombros cuando se le acercaba y la soltaba cuando
operaba su movimiento de retirada. Cuando se detuvo el movimiento de flujo
y de reflujo de la ola, las piernas de Nectarina estaban cruzadas alrededor de
la espalda del centauro y éste había enlazado sus manos sobre la espalda de
Nectarina, para evitar que ella se precipitara en las profundidades de abismos
insondables.
Nectarina estaba dispuesta a aceptarlo todo por su hombre. Lo volvería
rico, lo rodearía de prestigio.
A cambio, su padrote prohibiría de ahora en adelante que nadie la tratara
de podrida.
Para él, ella llegaría a abrir también su cuerpo por la hendidura que
tristemente sangra cada mes. Colocándose boca arriba, con las manos y las
piernas totalmente abiertas, con el espíritu vacío, sin el menor deseo en carne
y corazón.
Los yoguis nombran a esta posición —dicen assana—, eminentemente
relajante, la posición del cadáver.
—¡LAS LLAVES DEL CARRO! ¡RÁPIDO!
Ante la espiga de la muerte, ante la sbula, el príncipe obedeció de
inmediato. Su viaje a Las mil y una noches se había convertido en una
pesadilla.
Zapata, blandiendo aún el cuchillo —el cuchillo todavía cubierto por la
sangre de las entrañas de Rosa, frente a un príncipe petrificado—, tomó a
Luisa por la muñeca y la arrastró consigo hacia la fastuosa limusina negra del
príncipe, estacionada cerca de la entrada del antro.
Cuando Espartaco, apenas recuperado y de pie, aunque todavía presa del
dolor, le preguntó a su par lo que estaba haciendo, éste le propinó con todas
sus fuerzas una certera patada en los huevos.
—Y si se te ocurre por desgracia pretender seguirme, te sacaré el otro ojo
—le aulló Zapata a un Espartaco otra vez caído al suelo y retorciéndose en un
nuevo y terrible dolor. Por cierto, aunque hubiera querido perseguir a su
expar, bruscamente convertido en rival implacable, habría sido incapaz de
hacerlo. Ya no era más que una carne sufriente, un andrajo, pensó con una
rabia impotente. Un padrote se robaba a la muchacha que acababa de marcar
él mismo, tras haberle dado muerte a su antigua muchacha-flor. No le
reprochaba este acto, perfectamente justificado. Zapata se había portado
como debe hacerlo un padrote, destripando a la muchacha-cicatriz que se
había atrevido a cometer un acto inaudito. Pero robarse a su nueva esclava
constituía una suprema traición, algo imperdonable. Asombrado, el joven
padrote se estaba dando cuenta con terror de que la orden a la que se había
afiliado, de la que recibía poder, goce y orgullo, no era, a fin de cuentas, la
orden caballeresca en la que creía. También en esa orden reinaba la ley de la
supervivencia, de la jungla. Y ahora se veía condenado a vivir en esa jungla,
tuerto, sin presa, sin una víctima fiel, sin una muchacha-flor sumisa.
¡Rosa muerta! ¡Luisa secuestrada! Espartaco estaba hecho pedazos. Se
daba cuenta de que no era más que un parásito, un chancro que vivía a
expensas de la muchacha-árbol.
(Y yo, que he tomado como pretexto y convertido a estas mismas
muchachas-flor en protagonistas de mis ensueños, de mis fantasías, de mi
rebelión, ¿no sería también una especie de chancro? ¿Un padrote, presa del
deseo de adueñarme de una lengua-flor, para marcarla con mi insólito
amor?).
El padrote, tocando el fondo de su desesperación, recordó que poseía un
cuchillo. Por muy tuerto, por muy desposeído que estuviera, todavía era
dueño de ese tesoro, de esa espiga de oro y sangre.
—¡La plata! ¡Toda la plata! ¡También los anillos, las joyas! ¡Todo!
¡Rápido!
En un sobresalto de desesperación y de odio, Espartaco había logrado
ponerse de pie y apuntaba su cuchillo muy cerca del vientre del príncipe.
Éste último no pudo más que obedecer de nuevo. (En su premura, Zapata
había olvidado desvalijar al príncipe. Se había contentado con la limusina y la
joven Luisa). Pero, lleno de terror y de sorpresa, el príncipe vio cómo
Espartaco se carcajeaba de manera demente y comenzaba a romper en
pedacitos los billetes verdes, éstos sí dólares, que aventaba por encima de su
cabeza. Los pedacitos verdes, como si fueran hojas, revoloteaban y
terminaban por caer al suelo, mientras algunos se iban posando sobre el
vientre abierto de Rosa, que aún yacía entre sus entrañas. Chinín ya le había
avisado a la policía desde hacía un buen rato y era testigo, paralizado y
tembloroso, escondido detrás de la barra, de la demencia incontrolable de
Espartaco.
—¡Ahora, el petróleo! ¡Haz que brote tu petróleo, y rápido, hijo de puta!
El rostro del príncipe había palidecido. Ni el dinero, ni las joyas, ni los
slughis, ni la poesía platónica y caballeresca de la jahiliya, ni el arte de la
cetrería, del que había discutido apasionadamente con este mismo Espartaco
enloquecido de repente, podían brindarle ayuda.
Espartaco se estaba poniendo cada vez más loco y amenazante:
—¿Entonces qué? ¿Vas a hacer que brote tu porquería de petróleo o
prefieres que le haga un agujero a tu pozo? ¡Contesta, hijo de tu puta madre!
Voy a sacarte de la panza todos los pozos de petróleo que te has bebido.
La hoja del cuchillo, fría, viperina, malvada, estaba a unos pocos
centímetros del príncipe, quien sintió que se le descomponía el vientre al
punto de sentir la urgencia de vaciarlo, no de petróleo, como se lo gritaba el
joven enloquecido, sino simple y sencillamente de mierda.
—¡Haz que brote de una vez tu…!
Espartaco no tuvo tiempo de terminar su frase delirante. Chinín había
escuchado el dulce y familiar ruido, único entre todos, de la no menos única
furgoneta, hermosamente veteada por dos bandas, una verde y la otra roja,
sobre fondo beige claro. Y Chinín, convertido bruscamente en un valiente,
había brincado por encima de la barra, tras de la cual se había agazapado, y
logró detener el gesto fatal que Espartaco estaba a punto de ejecutar.
ZAPATA Y LUISA SE DIRIGÍAN HACIA LA FRONTERA. LA LUJOSA limusina
negra se deslizaba silenciosamente por la carretera, con una rapidez de
ensueño, como si no estuviera en movimiento. Herméticamente cerrada, con
portezuelas blindadas, una suave brisa, sin embargo, soplaba en su interior
gracias al aire acondicionado. Zapata y Luisa, su feliz prisionera, se habían
quitado la ropa y se habían quedado en calzoncillos, como si hubieran estado
en una playa, en un templado día de primavera. Nadie podía verlos, ya que
los vidrios polarizados del coche sólo permitían que se viera desde dentro
hacia afuera. Este automóvil era como una carroza principesca, diseñado para
cruzar entre la muchedumbre boquiabierta, manteniendo en la invisibilidad a
los amos que viajan en su interior. Se trataba de una nueva «cúpula» aislante,
parecida a la que había surgido milagrosamente esa noche todavía cercana.
Zapata estaba tan feliz como lo había imaginado Almizcle de la noche en su
último sueño, fatal y premonitorio. Pero no exhibía ningún pase, con aires de
victoria, ante los ojos de su acompañante encantada. Ya no necesitaba ese
papiro sagrado, protegido celosamente por una clase sacerdotal, si no es que
por varias. Del mismo modo que rasgaba la pista como si fuera de seda, la
limusina se disponía a atravesar la alambrada de la frontera. En todas las
fronteras, Zapata, como el ilustre mexicano de la leyenda, era invencible. No
andaba montado en un caballo blanco, sino en una espléndida cabalgadura
negra, domesticada, dócil. Tenía a su lado a una muchacha-flor, una damisela
de su país, una númida. Se habían vuelto nómadas, como lo habían sido a lo
largo de los siglos sus antepasados, los nómadas, los númidas. Ante ellos, las
fronteras se iban a abrir como flores.
Pero si eso se realizó para Zapata, no le sucedió lo mismo a Luisa.
¿Porque ella misma era flor? ¿Y entonces, celosas, las fronteras la habían
rechazado?
Pero basta de metáforas. La conmovedora, la grácil Luisa, quien no pudo
cruzar la frontera, cuyo destino fue el de seguir siendo muchacha-cicatriz,
como Rosa asesinada y como Almizcle de la noche suicidada, y hasta como
la gran ensillada de Nectarina, todas estas damiselas de Numidia con sus
vidas echadas a perder, desgastadas, forman parte de esta gran ensillada que
se llama la historia; la Gran Historia. La Gran Violencia. De igual manera
que sus jóvenes amantes verdugos. Por ejemplo, pensando en Luisa, podría
llevarlos hasta su pueblo natal, serrano, en el que, a tiro de piedra de la casa
en que ella vio la luz, se encuentra, según reza la leyenda, la cueva a la que
iba a meditar, hace más de ocho siglos, el que se había atribuido el nombre de
Mahdí. ¿Para meditar acerca de la vanidad del poder y del imperio? El mismo
que fundó el imperio que unificó por vez primera en la historia la tierra
áspera y altanera de Numidia. Y el joven padrote, ese joven asesino con
apodo mexicano, también forma parte de la gran historia, de la gran
violencia, del gran desprendimiento. Más afortunado que Luisa, llegó a
cruzar la frontera, pero la fastuosa y mágica limusina explotó en ese mismo
momento y estalló en mil pedazos. Se encontraba en un inmenso subterráneo
y tenía los ojos desorbitados. Oyó que decían que se encontraba en una
ciudad que se llamaba la ciudad-luz.
Apostemos a que sus pasos, primero precavidos e inciertos, guiarán
infaliblemente a Zapata hacia unas plazas blancas, unos jardines ilustres en
los que florecen, más voluptuosas y más resplandecientes que las de
Numidia, mil y una flores.
MOHAMED LEFTAH (1946-2008) nació en Settat, Marruecos. Después de
iniciar sus estudios, en Casablanca, se trasladó a París, donde se incorporó a
una escuela de ingeniería y obra pública. En esta ciudad Leftah vivió la
turbulencia del 68, en medio de la cual se dedicó a escribir poesía.
Posteriormente, en 1972, cuando regresó a Marruecos para graduarse en
Informática, se entregó al oficio de periodista literario durante seis años —en
el Matin du Sahara y en el Temps du Maroc— actividad a la que también se
dedicó en el Cairo, ciudad donde vivió hasta su muerte.
Entre sus novelas podemos mencionar: Au bonheur des limbes [En la
buenaventura de los limbos], Une fleur dans la nuit [Una flor en la noche],
Ambre ou les Métamorphoses de l’amour [Ámbar o las metamorfosis del
amor], Le Dernier combat du capitain Ni’Mat [El último combate del capitán
Ni’Mat], todas escritas originalmente en francés y aún inéditas en nuestro
idioma. Durante sus últimos años vivió una vida dedicada a la escritura.
RAÚL FALCÓ Escritor, traductor, músico, dramaturgo y director de escena.
Nació en la Ciudad de México. Además de su carrera como ejecutante y
docente en el campo de la música a lo largo de más de tres décadas, su pasión
por el teatro lo llevó a colaborar repetidamente con Juan José Gurrola,
compartiendo con él todo tipo de labores dramatúrgicas y creativas en gran
cantidad de montajes.
Mención aparte merece su constante labor como traductor, principalmente del
francés al español, sobresaliendo sus múltiples traducciones de autores como
Thomas Mann, Blaise Pascal, Jean Jacques Rousseau, Henry de Monthérlant,
Pierre Klossowski, Georges Bataille y Pascal Quignard.
Ha sido Investigador del Centro de Estudios Literarios de la UNAM
(1980-1984), Maestro de Flauta y Música de Cámara en la Escuela Superior
de Música del INBA (1981-1997), Director del Teatro Casa de la Paz de la
UAM (1995-1999) y Director de la Compañía Nacional de Ópera del INBA
(2001-2007).

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