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Madeleine L'Engle
TÍTULO ORIGINAL:
CAMILLA
1965 BY CROSSWICKS, LTD.
© DE ESTA EDICIÓN:
EDICIONES
ALFAGUARA
1987, ALTEA, TAURUS, ALFAGUARA, S. A.
PRINCIPE DE VERGARA, 81 28006 MADRID
I.S.B.N.-. 84-204-4555-X
DEPÓSITO LEGAL: M. 22.973-1987
LA MAQUETA DE LA COLECCIÓN
Y EL DISEÑO DE LA CUBIERTA
ESTUVIERON A CARGO DE
ENRIC SATUE ®
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Queremos dejar bien claro que nuestra intención es favorecer a aquellas personas,
de entre nuestros compañeros, que por diversos motivos: económicos, de situación
geográfica o discapacidades físicas, no tienen acceso a la literatura, o a bibliotecas
públicas. Pagamos religiosamente todos los cánones impuestos por derechos de
autor de diferentes soportes. Por ello, no consideramos que nuestro acto sea de
piratería, ni la apoyamos en ningún caso. Además, realizamos la siguiente…
RECOMENDACIÓN
y la siguiente…
PETICIÓN
Nada más llegar a casa el miércoles, supe que Jacques estaba allí con mi
madre. Lo supe en cuanto entré en el vestíbulo del edificio y el portero dijo:
«Buenas tardes, señorita Camila», sonriéndome con esa sonrisa burlona y
maliciosa que ya temía encontrarme cada vez que llegaba a casa. Crucé el
vestíbulo e hice votos para que Jacques se fuera, ahora que llegaba yo a casa,
antes de que regresara mi padre. Me alegré de haber ido directamente a casa,
después del colegio, en lugar de haberme ido a dar un paseo con Luisa.
Entré en el ascensor y el ascensorista dijo, como si estuviera saboreando
algo exótico:
—Buenas tardes, señorita Camila. Tienen ustedes visita.
—¿Sí? —dije.
—Sí.
El ascensorista es bajito y gordo y, aunque peina canas y le faltan dos
dientes, por lo que exhibe dos huecos negros en la boca, todo el mundo se
refiere a él como el chico del ascensor; nunca como el hombre del ascensor. El
gesto malicioso con el que mueve los ojos cuando habla, hace que se parezca
más a los hermanos de algunas de las chicas del colegio que a una persona
mayor. En aquel momento, sus ojos centelleaban con un regocijo ofensivo, como
si fuera a adelantar un pie y ponerme la zancadilla, para reírse luego a
carcajadas cuando me viera caer de bruces.
—Ese señor Nissen está arriba —dijo, sonriendo—. Preguntó
específicamente si estaba usted y luego dijo que subiría y la esperaría.
Sí, no era difícil imaginarse cómo habría preguntado Jacques por mí,
sonriendo y hablando con su voz aduladora, tan suave como la de un perro de
aguas. Sí, es por mí por quien Jacques pregunta siempre. Yo soy como un juego
entre Jacques, el portero y el viejo chico del ascensor, una pelota que se arrojan
entre sí, sonriendo siempre, como si todos ellos comprendieran que el juego no
tiene apenas importancia...
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Así, pues, el chico del ascensor me miró con mirada burlona y detuvo el
ascensor en el piso catorce. En realidad es el piso trece, pero me había dado
cuenta de que en la mayoría de las casas de pisos omitían el trece y le ponían
catorce. Es una tontería. Se puede cambiar el número, pero no el piso.
Le dije adiós al chico del ascensor, saqué mi llave del bolsillo del abrigo
azul marino y entré en el piso. Oí sus voces procedentes del salón 1. Rogué para
que mi padre no la oyera nunca reírse así, pero no sé a quién estaba rogando, si
a mi madre, a Jacques o a Dios.
Crucé el vestíbulo en dirección a mi cuarto, colgué el abrigo y la boina roja
y dejé los libros sobre mi escritorio. Luego, a diferencia de lo que solía hacer
habitualmente, no me senté a hacer mis deberes escolares, sino que volví al
salón, para que Jacques supiera que yo estaba en casa. Caminé pesadamente,
taconeando con mis zapatos de colegial, para que lo supiera antes de que yo
entrara en el salón. Luego, llamé a la puerta.
—Adelante —dijo mi madre—. ¡Ah, eres tú, Camila! ¿Qué tal te ha ido en el
colegio? Le estaba diciendo a Jacques lo bien que siempre..., el último informe
fue realmente..., tu padre y yo estamos encantados de tus progresos.
Mi madre habla siempre a retazos, como si tuviera tanta prisa por decir
todo, que casi nunca tiene tiempo de terminar una frase. Su voz es como un
arroyo que baja una pendiente brincando y acaba dispersándose al chocar con
rocas de todas las formas y tamaños.
Me acerqué a besar a mi madre y luego le di la mano a Jacques.
—Por Dios, Camila —dijo mi madre—, tienes la mejilla helada. ¿Está
lloviendo o...? ¿Crees que nevará esta noche, Jacques...? Es la época... Claro que,
luego, no me gusta la nieve en la ciudad..., pero es precioso mientras cae —
luego se rió. No sé bien lo que significaba esa risa, pero creo que, simplemente,
se siente libre para reírse, porque piensa que soy tan joven que me encuentra
como un gatito que aún no ha abierto los ojos. Pero cuando tienes quince años,
ya has pasado esa etapa. Quince es una edad curiosa; para mi padre y mi madre
resulta muy conveniente que yo tenga quince años, porque pueden aducir que
soy demasiado joven o demasiado mayor, cuando quieren decir que no a algo.
Luisa tiene dieciséis y dice que a ella le pasa lo mismo; pierdes todas las
ventajas de ser una niña y no consigues ninguna por ser adulta.
—Buenas tardes, Camila —dijo Jacques con su estilo pulido. Miró a mi
madre—. Sí, Rose, debe haber empezado a llover. ¿No es así, Camila?
—Sí —libré mi mano de la suya. No la abrió, sino que la mantuvo aferrada
a la mía, por lo que sentí el roce de su palma al deslizar mis dedos para sacarlos
—. Tienes las pestañas húmedas —dijo Jacques— y gotas de agua en el pelo. Te
he traído un regalo, Camila.
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—Oh, sí, Camila, mira lo que... Jacques ha traído una preciosa... Sí, Jacques
vino a..., vino sólo por ti..., para traerte un regalo.
Jacques se dirigió a la mesa que hay bajo el retrato de Carroll de mi madre
y cogió un paquete parecido a un pequeño cofre. Me lo dio.
—Puede que seas demasiado mayor para esto, Camila —dijo—, pero tu
madre me ha dicho que este año estás aprendiendo a coser y...
—Sí; Camila está aprendiendo a coser tan maravillosamente..., le vendrá
bien practicar.... hacerle todos los vestidos y quizá, también, algunos
sombreros... —dijo mi madre con voz fuerte y excitada.
—Gracias —dije.
—¿No lo vas a abrir? —preguntó mi madre.
Abrí el paquete. Era una muñeca. Una muñeca grande, con pelo de verdad
y grandes pestañas negras, y unos horribles y llamativos ojos azules, que
giraban y se abrían y cerraban. Cuando la icé, abrió su boquita rosada,
exhibiendo dos filas de inhumanos dientecitos blancos. No me han gustado
nunca las muñecas. Por alguna razón, siempre me han asustado un poco,
porque son como caricaturas de todo lo que es frío, aborrecible y antipático en
la gente.
—¿Ves? Tiene unas pestañas como las tuyas, Camila. Y no es..., no es sólo
una muñeca para una niña, ya sabes —pareció súbitamente nervioso y se pasó
rápidamente los dedos por el pelo, espeso y ondulado, y casi tan bonito como el
de mi madre.
La cabeza de la muñeca descansaba en mi brazo, con la redonda y
sonrosada boca cerrada despreciativamente.
—Y tus deberes escolares..., ¿no tienes que hacerlos, Camila? Ese latín... y
esas cosas de geometría que le preguntaste a tu padre... Nunca pude entender la
geometría —dijo mi madre.
—Sí —dije a mi madre; y a Jacques—: Muchas gracias por la muñeca.
Salí del salón y crucé de nuevo el vestíbulo. Dejé la muñeca en una butaca y
quedó boca abajo, con la cabeza recostada en uno de los brazos de la butaca,
como un enano borracho. Me di cuenta entonces de que había olvidado la caja y
el papel de envolver en la mesa, debajo del retrato de mi madre, así que regresé
al salón y esta vez no llamé a la puerta. No sé si lo hice a propósito o no, pero lo
cierto es que, cuando entré en el salón, Jacques y mi madre estaban besándose,
como me había figurado.
—Olvidé la caja de la muñeca —dije con voz ronca y me dirigí a la mesa.
Jacques abrió la boca para decir algo, la cerró y la volvió a abrir, y creo que
esta vez iba a decir algo, sólo que los tres nos quedamos helados y en silencio al
oír el ruido de la llave de mi padre en la cerradura.
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que hay en la Quinta Avenida, cerca del Rockefeller Center, ésa que sostiene en
alto el mundo y parece estar a punto de caerse del pedestal por su peso. Pero el
pie de mi padre no flaquearía.
—¿Una bebida, Nissen? —preguntó mi padre.
—No, gracias —murmuró Jacques—. Debo marcharme. Tengo una cita en
el centro.
No esperé a que se despidiera, sino que salí del salón y volví a mi cuarto.
Apagué la luz. Al principio no pude ver nada; durante unos instantes fue como
estar ciega, pero luego vi, más allá de la ventana de mi cuarto, las ventanas
iluminadas de los pisos del otro lado del patio. Descorrí las cortinas y miré
fuera. Cuando era mucho más joven, solía pensar que vivir de cara a aquel patio
era, hasta cierto punto, como vivir en la conejera de Alicia en el país de las
Maravillas. A veces, Luisa y yo permanecemos junto a la ventana, viendo
anochecer y contándonos cosas de la gente que vive en los otros pisos. O bien,
en noches despejadas de invierno, trato de enseñarle las estrellas a Luisa. Hay
que asomarse bastante y mirar más allá de la conejera de edificios para verlas,
pero cuando hace frío y está despejado, puedo mostrarle Aldebarán y
Betelgeuse, Belatrix y Sirio, las Pléyades y Perseo.
Tres de los lados del patio que forman la conejera lo ocupa la enorme casa
de pisos en que vivo. El cuarto lado es una casa de pisos, menor y más baja, de
la que domino la cubierta, en la que hay un gran estanque con una escalerilla de
manos adosada a él, por la que, sin embargo, no he visto nunca subir a nadie.
Más allá de esa cubierta es donde puedo ver las estrellas. A veces, en verano,
suben a esa cubierta chicas en traje de baño, extienden unas toallas y se tumban
al sol; por la noche suben con chicos y contemplan la salida de la luna por
encima del contorno desigual de la ciudad y se besan de la misma forma que vi
besarse a Jacques y a mi madre. Las habitaciones de este edificio son diferentes
a las de nuestra casa. Están más desordenadas y la gente no se preocupa de
correr los visillos o bajar las persianas tan a menudo, y hay pocas criadas
encendiendo lámparas o prendiendo candelabros en mesas de caoba y
viéndoselas atareadas en la cocina por la noche. Hay algo excitante en las
cocinas. Me gusta estar junto a la ventana de mi cuarto y contemplar cómo se
prepara la cena, imaginándome cosas de familias felices que tienen muchos
hijos.
Estaba allí, junto a la ventana de mi cuarto, después de dejar,
despidiéndose, a mi madre, mi padre y Jacques, y observé, a través de la cortina
de agua que caía, una gran cocina de la casa pequeña, donde toda una familia,
padre y madre y cuatro hijos, y, además, una abuela, comían, sentados
alrededor de una gran mesa de cocina azul, huevos revueltos y tocino. Se abrió
la puerta y oí la voz de mi padre.
—Camila.
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vestido que me había comprado ella, entre verde y plateado, que cambia de
color al moverme. Es un vestido precioso y la única prenda de vestir que tengo
que me guste, y con la que no me siento rara ni incómoda. Luisa se enfada
conmigo, pero sólo me gustan las prendas bonitas si me van.
Cuando fui al cuarto de mi madre, estaba tumbada en su diván, con una
manta liviana sobre las piernas, pero se incorporó cuando entré y se quedó
mirándome. Su rostro se entristeció repentinamente.
—Sí —dijo—, estás muy... ¡Oh, sí, Camila, estás preciosa! —alejó la tristeza
del rostro y me guiñó sonriendo, como solía hacer cuando yo era pequeña.
—Ahora —dijo— vamos a ver... Sí, ponte esto, querida —y me alargó un
peinador de plástico para cubrirme los hombros. Cogió luego su cepillo de la
tapa de cristal del tocador y comenzó a cepillarme el pelo, hablándome
mientras tanto—. Tu pelo es tan negro como el de Rafferty, Camila. Pareces un
diablillo, con esa cara puntiaguda tan solemne, el pelo negro y ese flequillo. Es
una pena que tengas la frente tan despejada, pero la tapa ese flequillo... Y esos
ojos verdes son muy interesantes. ¿Te gusta la muñeca que te ha traído Jacques?
Vino esta tarde sólo para traértela. Claro que eres mayor para muñecas, pero es
tan especial... Y también quería hablar conmigo, porque es enormemente
desgraciado. Esa mujer que tiene, las cosas que ella... Oh, no podría explicártelo,
al menos hasta que seas mayor, pero la vida que lleva Jacques con... Y, además,
es una mujer tan poco atractiva, tan angulosa y tan brusca... Y, ahora, con el
divorcio y todo eso..., claro, tengo que animarle. Esos zapatos no te van
demasiado bien con el vestido. Creo que no tienes ninguno que te vayan, ¿no?
Yo tengo que... ¿Te gustaría llevar esta noche mis zapatos plateados? Lo curioso
es que Jacques cree que yo soy muy fuerte. Es curioso, ¿no?... Él no me conoce
como tú y Raff, pero no deja de decirme: Rose, tú eres fuerte. Así que tengo que
aparentar que lo soy, como si él fuese un niño. Ya te imaginas.
Pensé en los chicos y chicas del tejado en las noches de verano y en las de
invierno agradables, y pensé en la forma en que mi madre había abrazado a
Jacques aquella tarde. No dije nada.
Mi madre terminó de cepillarme el pelo y eligió un pincel de un grupo que
había en un vasito; lo restregó en un bote de crema roja y me pintó la boca,
dibujando primero el contorno de mis labios y rellenándolos luego con rápidas
y cuidadosas pinceladas. Cogió una borla para polvos y me la puso sobre los
labios, y, finalmente, volvió a dibujar el contorno de mi boca con el pincel.
—Si Rafferty te pregunta... —comenzó a decir, mientras se dirigía a su
armario, de donde me trajo sus zapatos plateados—, claro que no sé por qué iba
a hacerlo —dijo, y cogió su borla de piel de conejo, la pasó por su lápiz labial y
me frotó con ella las mejillas, los extremos superiores de las orejas y la barbilla
—. Pero si lo hace —dijo—, sé que tú... —cogió un collar de perlas y me lo puso
en el cuello, levantándome el pelo por detrás para cerrar el broche—. Sé que
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puedo confiar en ti, querida, porque ya eres una chica mayor. Ya eres una
persona adulta. Pero si... —en ese momento sonó el teléfono. Ella corrió
rápidamente a contestarlo, antes de que Carter descolgara la extensión del
vestíbulo—. ¡Hola! —gritó ante el auricular—. ¡Ah, eres tú! —su rostro volvió a
adquirir el aspecto de una florecilla mustia y dijo—: Es para ti, Camila. Es Luisa.
Pero no hables mucho, por Rafferty... No debes hacerle esperar.
Fui al teléfono y dije:
—¡Hola!
—¡Hola! —dijo Luisa. Había un zumbido en la línea y parecía como si
llamara por conferencia, en lugar de hacerlo desde la calle Novena. Bueno,
Greenwich Village2 es un mundo muy diferente al de Park Avenue, más
excitante y un poco inquietante. La voz de Luisa llegaba distante a causa del
zumbido.
—Supongo que no estás sola para poder hablarte.
—No —dije.
—¡Oh, demonios! Oye, ¿puedes bajar? ¿Has cenado ya? ¿Están tus padres?
Los míos han salido y Frank y yo nos hemos peleado y él se ha comido toda mi
cena. Baja e iremos a algún sitio a tomarnos una hamburguesa y un batido.
—No puedo —dije—. Tengo que... Voy a cenar fuera con mi padre.
—¡Oh, demonios! —repitió Luisa—. Bueno, ¿estás bien? Pareces rara.
—Estoy bien.
—Bueno, escucha. ¿Vas a ir temprano mañana a la escuela?
—Sí —dije—, no tengo más remedio. No creo que esta noche pueda trabajar
mucho en mis deberes.
—De acuerdo —dijo Luisa—. Yo también iré temprano.
—De acuerdo —dije—. Buenas noches.
Colgué y me volví y vi a mi padre, de pie junto al tocador de mi madre y a
ésta mirándole, sentada en el taburete del tocador.
—No tengas mucho tiempo fuera a Camila, Raff —dijo—. Aún es una niña.
—Si es así, es una niña preciosa —mi padre me sonrió. Bajó la vista en
dirección a mi madre—. ¿Estás mejor de la jaqueca? —dijo.
Ella asintió con la cabeza, pero con cuidado, como si le doliera moverla
bruscamente.
—Un poco. Pero vuelve pronto, Rafferty, no... —cogió un frasco de
perfume, tocó con la yema del dedo la boca de cristal y me untó una gota detrás
de cada una de las orejas y en las muñecas—. Vuelve pronto a casa, Raff —
repitió, suplicante como un niño.
Mi padre la besó en la parte superior de la cabeza, posando suavemente los
labios sobre su pelo sedoso. Luego dijo:
2 Barrio situado al sur de la ciudad y que, en cierto modo, es el centro de la vida bohemia de la
misma. (N. del T.)
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3 Frase latina que quiere decir «en el vino está la verdad», es decir, que el vino suelta la
lengua. (N. del T.)
4 Cassis: licor francés de 15°, elaborado a partir de grosella. (N. del T.)
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—Me hubiera gustado tener más hijos —dijo entonces mi padre—. Un hijo,
quizá. Pero tengo la seguridad de que ningún otro hijo me hubiera
proporcionado la misma satisfacción y alegría que tú.
Nunca me había hablado así mi padre. La única forma en que me
demostraba su cariño era darme de vez en cuando un fuerte abrazo, que casi me
rompía las costillas, cuando le besaba para darle las buenas noches; otras veces,
me traía algún libro que me había oído comentar que quería, o algún nuevo
mapa de las estrellas.
—Te quiero muchísimo, Camila, ¿sabes? —dijo, y yo me pregunté si eso era
in vino veritas y si se debería al martini seco, que se había bebido rápidamente y
al que siguieron otros.
Bajé la vista al plato y, aunque sólo me había comido la mitad de los
entremeses, noté de repente que no podía comer más y bebí un sorbo generoso
del vermut con cassis.
—¿Ha terminado, mademoiselle? —preguntó el camarero y retiró mi plato.
Tomamos luego sopa de cebolla. Mi padre me ofreció un platito con queso
parmesano y dijo:
—¿Te gusta la muñeca que te regaló Jacques Nissen?
Esparcí un poco de queso sobre la sopa.
—No. No me interesan mucho las muñecas.
—¿Qué vas a hacer con ella?
—Me gustaría dársela a Luisa, si no está mal. A ella le siguen gustando las
muñecas.
—¿Por qué no? —dijo mi padre—. Puedes hacer con ella lo que quieras.
El restaurante se iba llenando. Numerosas personas abarrotaban el bar,
sentadas en incómodos taburetes. De vez en cuando se abría la puerta, dejando
entrar ráfagas de aire espeso con olor a lluvia y yo miraba hacia la puerta
porque, por alguna razón, no me atrevía a mirar a mi padre.
El camarero retiró mi cuenco de sopa y me trajo un plato de champiñones
acompañados de unas judías diminutas, patatas y trocitos de carne, todo ello
con salsa de queso. Probé de todo y entonces dijo mi padre:
—Camila, Nissen viene a verte muy a menudo. ¿Te gusta?
Luisa y yo practicábamos un juego llamado pistas, que consistía en
adivinar una persona por las cosas que te la recordaban: colores y objetos,
animales, pintores y cosas como ésas. En una ocasión había definido a Jacques
para Luisa. Me acordaba de algunas cosas que me lo recordaban. El animal era
una pequeña serpiente listada, enroscada en un rosal; la flor era el fruto de la
mortífera belladona y el pintor era Daumier, o bien Lautrec, y la música era la
«Danza de la muñeca grotesca», de Debussy; el arma era una daga o una sortija
con veneno, el método de transporte era un submarino y la bebida era absenta
con mucho ajenjo. No quiero decir que Jacques sea como todas estas cosas, pero,
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por ejemplo, cuando Luisa me preguntó qué arma me lo recordaba, eso fue lo
que se me ocurrió. Así que, ¿qué podía decirle a mi padre?
—Bueno, realmente no le conozco muy bien —dije—. No es muy fácil
hablar con él.
—Pero ¿de qué te habla? —preguntó mi padre.
Levanté mi vaso para tomar un sorbo de vermut, pero estaba vacío;
quedaba sólo un poco de agua helada en el fondo. Me la bebí y su sabor rancio
me hizo sentirme enferma. Nunca había sostenido una verdadera conversación
con Jacques. Cuando él está en casa, yo estoy en mi cuarto, haciendo mis
deberes; a veces, ni siquiera voy al salón.
—Bueno —dije—, yo le hablo del colegio. La semana pasada, Luisa y yo
nos metimos en un lío. Frank —el hermano de Luisa—, leyendo a Platón,
encontró una frase apropiada para nosotras; la copiamos y fuimos temprano a
la escuela y la colgamos en la puerta de la clase. Decía: «Los conocimientos que
se adquieren bajo coacción no se fijan en la mente.» Cuando llegó la señorita
Sargent dijo que eso sólo podía ser obra de Luisa Rowan y Camila Dickinson y
nos castigó a quedarnos después de las clases.
Pero mi padre no estaba dispuesto a cambiar de tema, como yo intentaba.
Dijo:
—¿Tomáis tú y Rose y Nissen el té juntos?
—¡Oh...! Algunas veces —dije. Deseaba poder taparme los oídos, en parte
para acallar las palabras de mi padre y, en parte, porque me zumbaban como
sucede a veces en el metro.
—¿Algunas veces? ¿Y las otras veces?
—La realidad es que no viene con tanta frecuencia —dije.
—¿Está tu madre normalmente en casa cuando vuelves del colegio?
¿Qué a menudo significa «normalmente»? Unos días está mi madre y otros
no, y llega justamente unos minutos antes de que regrese mi padre. Así que, en
realidad, podía decir tanto que normalmente está en casa como que
normalmente no está. Por eso dije:
—Normalmente, creo —apreté mis dedos fríos sobre mis mejillas ardientes
y supliqué para mis adentros: «¡Que lo deje, por favor! ¡Que lo deje!»
Entonces dijo mi padre:
—Vamos a dejarnos de rodeos, Camila. Ya eres lo bastante mayor para
hacerte una pregunta directa. ¿Va Nissen a verte a ti o va a ver a tu madre?
—No lo sé —dije.
—No eres ninguna estúpida, Camila. Dime la verdad.
—Tengo que ir al baño —dije—. Tengo que ir en seguida. Voy a vomitar —
empujé mi silla hacia atrás con tanta fuerza que rodó por el suelo, e
inmediatamente me dirigí a toda prisa por entre las mesas a la habitación que
tenía el letrero de Señoras, y llegué con el tiempo justo de vomitar. Una
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5 Hueso de ave en forma de horquilla. Sujetada por cada extremo por una persona, la que
consigue el trozo mayor, al tirar ambas, verá cumplido un deseo. (N. del T.)
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una farola o cualquier otra cosa, aunque no creo que ésta sea una superstición
tan constructiva como las otras.
—¿Sabías que en invierno hay lluvia de estrellas? —pregunté a mi padre—.
Están las úrsidas, las oriónidas y las de la constelación de Aries. Y están también
las de las constelaciones de Tauro y Andrómeda. ¿No son unos nombres
preciosos, padre?
—Sí —dijo mi padre, que ya no dijo nada más el resto del camino hasta
casa. Pero me llevaba cogida de la mano (los dos llevábamos los guantes en el
bolsillo, a pesar del viento frío) y, de vez en cuando, mi padre me daba un
apretón en la mano con sus fuertes dedos. Caminamos durante un trecho por la
Segunda Avenida y luego torcimos al oeste hacia la Tercera, y de nuevo volvió a
pasar un tren elevado por encima de nosotros, con las luces amarillas que
dejaban escapar sus ventanillas; daba la impresión de que todos los que iban
dentro debían sentirse confortables y sociables, y quizá incluso hablarían entre
sí, intentando mantener la noche fuera del tren. Pero sabía que, en realidad,
estarían probablemente cansados y malhumorados, deseando llegar a sus casas
y ponerse unas zapatillas cómodas; puede que algunos de ellos, incluso, no
tuvieran dónde ir, excepto a algún albergue de vagabundos, si tenían
veinticinco centavos para ello y, si no, tener la oportunidad de extender un
periódico en uno de los asientos y dormir allí.
Cuando llegamos a casa, preguntó mi padre:
—¿Te sientes mejor, querida?
—Sí —dije. No me apetecía entrar en casa. Quería que entrara mi padre y
que me dejara fuera para andar sin parar por las calles y, quizás, adentrarme en
Central Park y sentarme en un banco y charlar con alguien que prefiriera
también pasarse la noche en vela.
Pero mi padre volvió a apretarme la mano y subimos. Entramos en el salón;
aunque estaba a oscuras, mi padre no encendió las luces. Nos acercamos a una
ventana y permanecimos allí, contemplando el exterior. Desde las ventanas del
salón se divisan, más allá de Central Park, los edificios de la parte oeste de
Central Park, Radio City, Essex House y Hampshire House y la cúspide del
Empire State Building, para mí, más bonito, incluso, que las fotos de las
Montañas Rocosas y del Gran Cañón.
—Camila —dijo mi padre—, debía estar borracho o loco, o ambas cosas a la
vez. No debería... —no terminó la frase y ya no dijo nada más.
Aguardé un poco, pero lo único que hizo fue quedarse allí a mi lado,
apretándome la mano con tanta fuerza que sentí crujir mis huesos. Por último,
dije:
—Está bien, padre. Todo está bien.
—¿Lo está? —preguntó.
—Sí —dije, procurando que mi voz sonara firme.
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—Eso quiere decir que todo va mal —dijo Luisa—. ¿De verdad me puedes
prestar cincuenta centavos, Camila?
—Claro.
—Pero ya sabes que no puedo devolvértelos.
—No te preocupes. Ya me los devolverás algún día, cuando las dos seamos
famosas —mi asignación es doble que la suya o, al menos, el doble de la que se
supone que tiene. Creo que a veces no le dan nada.
—Yo voy a tomar un sandwich de jamón picado —dijo Luisa—. ¿De qué
quieres el tuyo?
—De lechuga, tomate y jamón —una cosa curiosa es que a las dos nos gusta
desayunar un sandwich y por la noche, antes de irnos a la cama, cereales.
—Supongo que ayer por la tarde iría Jacques Nissen —dijo Luisa.
—Sí —lo gracioso del caso es que, antes de que yo le dijera a Luisa lo que
me parecía Jacques, cuando éste empezó a venir a casa, ya sabía exactamente lo
que sentía y, además, adivina cuándo le encuentro allí al volver del colegio.
—¿Sabes una cosa? —dijo Luisa, echándole azúcar al café—. Has cambiado
una enormidad desde que nos conocemos.
—¿Sí?
—Sí. Has madurado. Me refiero respecto a ellos. Es gracioso, Camila.
Siempre he creído que no soportaría que te pasara nada malo, pero me siento
mucho más unida a ti, precisamente, por lo de tu madre y Jacques y por verte
desgraciada y todo eso.
—¡Oh! —exclamé. Al camarero que estaba preparando nuestros sandwiches
le dije—: Sírvame también un batido de chocolate —y me quedé allí sentada,
con los codos sobre el mostrador y recordé la primera vez que vi a Luisa, hacía
un año. Se incorporó al colegio con tres semanas de retraso. Sus padres estaban
pasando las vacaciones en la isla del Fuego y, simplemente, no se preocuparon
de regresar a Nueva York a tiempo para que Luisa comenzara las clases. La
primera semana no tuve muchas oportunidades de hablar con ella; no era nada
tímida y desde el primer momento le cayó bien a todo el mundo y siempre
estaba con algún grupo. Pero una tarde en que había ido al Museo
Metropolitano, me la encontré.
El año pasado fue mi primer año sin niñera, el primer año en que se me
permitió ir al colegio o adonde yo quisiese sola. A veces me llevaba los libros al
Museo y estudiaba allí. Mi madre no conocía aún a Jacques, así que no era por
eso. Era, sencillamente, porque era la primera oportunidad que se me
presentaba en mi vida de ser realmente yo misma. De todas formas, el Museo,
con sus enormes y retumbantes salas y sus grandes techos acristalados, ha sido
siempre uno de mis lugares preferidos. De pequeña, cuando Binny, mi niñera,
me llevaba al parque a jugar, la hacía recorrer conmigo el Museo. Me gustaban,
de una forma especial, las tumbas egipcias y las momias, así como esos
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explicar el ambiente de ese piso. Cuando estoy allí, tengo la sensación de que la
vida es peligrosa y excitante, y que yo soy bastante lerda y estoy poco
preparada para ella. No me siento incómoda porque, en cierta forma, Luisa
forma parte de él y jamás me encuentro incómoda con Luisa; pero, hasta este
año, ese ambiente ha sido algo totalmente extraño a mi vida.
—Camila, deja de cavilar —dijo Luisa, dando fin a su sandwich y
chupándose los dedos—. ¿Hablaste ayer con Jacques?
—Sí, me trajo una muñeca.
—¿Una muñeca? ¿A ti? ¡Cuidado con los griegos que ofrecen regalos,
Camila! 6 ¡Qué se creerá que eres! ¡Es un insulto! Supongo que se la tirarías a la
cara —Luisa hablaba muy excitada y golpeaba el mostrador con el puño, con lo
que se le subió la manga de su jersey amarillo por encima de su estrecha
muñeca y me dio la impresión repentina de que era más joven que yo. Luisa es
un año mayor que yo y, normalmente, parece mayor de lo que es, pero, de vez
en cuando, me siento tan vieja como una de esas montañas de la luna y Luisa es
como un pequeño cometa que cruza el cielo a toda velocidad.
—Te he traído a ti la muñeca —dijo—. La he dejado en el guardarropa del
colegio. Está dentro de una caja. Realmente es una muñeca bonita..., como son
las muñecas.
—¡Para mí! —Luisa levantó la vista al camarero y le sonrió radiante—. ¡Oh,
Camila! ¿De verdad? Eres un encanto. ¿Crees que soy una boba porque aún me
gustan las muñecas? No se lo dirás nunca a ninguna de las chicas del colegio,
¿entendido? ¡Vaya juerga armaría Alma Potter! Gracias a Dios, está en una caja.
No se nota que es una muñeca, ¿no? La caja, quiero decir.
—No —le aseguré.
—Frank cree que soy boba —dijo—. Dios mío, me gustaría que Frank
estuviese también interno este año. Pero supongo que, aunque no le hubieran
echado el invierno pasado, Mona y Bill no le habrían enviado de nuevo este
año. Tú no lo comprendes, Camila, pero resulta imposible vivir con él. Es un
infierno vivir con él, un auténtico infierno. No sé por qué no me mandan Mona
y Bill también a la escuela pública. Un necio sentido del orgullo, me imagino,
cuando la mitad del tiempo no tenemos bastante para comer. Escucha, Camila,
tú no pensarás que soy una boba, ¿no?
—Claro que no —dije.
Luisa terminó el café y yo el batido, sorbiendo suavemente por las pajitas,
para no hacer demasiado ruido molesto.
—Ven —dijo Luisa—. Vamos al colegio.
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—Querida, Raff y yo vamos a cenar fuera esta noche y luego al teatro con
unos amigos. ¿Quieres que tu amiga...? ¿Quieres quedarte a cenar con Camila,
Luisa?
—Sí, gracias —dijo Luisa con voz muy tranquila—. Me encantaría.
Luisa estuvo tranquila el resto de la tarde. No dijo nada violento y, de
repente, dio la sensación de sentirse tan feliz y cómoda como un gatito.
Al día siguiente de venir Luisa por primera vez a nuestra casa, estábamos
tomando leche y unas galletas durante el recreo, y me preguntó:
—Camila, ¿qué vas a ser?
—¿Quieres decir cuando sea adulta?
—¡Otra vez, Camila! —dijo Luisa—. Ahora ya eres adulta, a todos los
efectos. Me refiero a cuando seas lo bastante mayor para ser dueña de tus actos,
para hacer lo que te dé la gana.
—Astrónomo —dije. Lo dije como si le lanzara una piedra, porque temía
que se riera de mí.
Y lo hizo.
—¡Vamos, Camila! La gente ahora va a los psiquiatras, no a los astrónomos.
Los astrónomos están pasados de moda. De todas formas, no valdrías para leer
el futuro y esas cosas, porque tú no conoces nada a la gente.
Ahora me tocó a mí el turno de reír. Era la primera vez que me reía de Luisa
en lugar de reírme con ella.
—Estás pensando en un astrólogo —le dije—. Yo me refiero a un astrónomo
de verdad, a un científico, como los que hay en Palomar.
—¡Oh! —dijo Luisa. Empujó sus pajitas hasta que hubo terminado su
batido y luego preguntó, con auténtico respeto en su voz por vez primera.
—¿Por qué?
—No lo sé exactamente —dije—. Es algo que siempre he querido ser. Mi
abuela Wilding solía explicarme las estrellas. Sabía una barbaridad de ellas.
Incluso llegó a conocer y a hablar con María Mitchell.
—¿Quién es María Mitchell?
—Una de las primeras mujeres astrónomos. Oh, Luisa, ¿no te da escalofríos
pensar que, cuando contemplas el cielo por la noche, la mitad de las estrellas
que ves ya no están allí? O que, sea como fuese, ya no existen y hace miles de
años que no dan luz? Tarda tanto la luz en recorrer toda esa distancia, que las
estamos viendo como eran hace miles de años. Escucha. ¿Qué significa para ti el
nombre Schiaparelli? —yo estaba presumiendo ahora, y lo sabía, pero no me
importó. Yo iba bien en el colegio, pero ella siempre parecía saberlo todo.
—¿Schiaparelli? Un famoso diseñador de modas, por supuesto. Eso lo sabe
cualquiera. ¿Por qué?
—Bueno —dije—, para mí se trata de Giovanni Virginio Schiaparelli, un
astrónomo italiano. En realidad, vino de Milán en el siglo diecinueve.
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que sea misógina. ¿Se dice así, o es misántropa? Sea como sea, no creo que me
case nunca, a menos que encuentre un médico que sea misógino también. Y una
tiene que ocuparse de su carrera. Podrás tener muchos amores vehementes,
pero un matrimonio podría interferir en tu trabajo. Un científico tiene que ser
sencillo. En realidad, estoy de acuerdo con Mona y Bill cuando dicen que el
matrimonio está pasado de moda.
—Bueno, a mí me gustaría... —comencé a decir, pero ella ni siquiera me
escuchó.
—Así que tenemos que seguir siendo más amigas que nunca. Y si caes
enferma o tienes accidentes horribles o cualquier otra cosa, yo me ocuparé de ti
y te salvaré la vida. O, quizá, podría psicoanalizarte. ¡Dios, Camila, sería
estupendo que te pudiera psicoanalizar ahora!
Afortunadamente, en ese momento sonó la campana anunciando el final de
recreo, devoramos el resto de las galletas y regresamos a clase.
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cariñosa... ¡Oh! Claro que no emplea esas palabras, sino que dice que soy más
sensata, pero eso es lo que significa... Es como si me clavara un cuchillo en el...
Una vez, incluso, me felicitó por ser más fría... con él. Eso me hirió más que...
Pero yo le quiero. Intenté..., intenté ser menos afectuosa..., pero no puedo
reprimir la necesidad de cariño que hay en mí.
Dejó de hablar con un pequeño hipido y se tapó la boca con la mano, con
un gesto rápido e infantil. Luego añadió en voz baja: «Si al menos tuviera a
mamá para hablar con ella..., porque tengo que hablar con alguien. No puedo
evitarlo, necesito hablar con alguien. ¡Si una no tuviera que hacerse mayor,
Camila! ¡Si una pudiera ser siempre una niña! Yo no soy lo bastante fuerte
para... ¡Oh, Camila! ¡Que Dios me ampare! ¡Que Dios me ampare!» Se echó a
llorar de nuevo y, entre sollozos, dijo: «Me mataría si alguna vez supiera... Me
mataría. Rafferty es un hombre violento, Camila. ¡No sabes lo violento que es!»
—¿Por qué iba a querer matarte, madre? —pregunté, con voz
repentinamente fría y dura como una losa de mármol.
Dejó de llorar de repente, se incorporó y me aferró con ambas manos.
—¡Oh, Dios mío! ¿Qué te he hecho, Camila? ¿Qué he dicho? Claro que él no
querría matarme..., es que estoy un poco histérica. Estoy a punto de coger la
gripe y no sé lo que digo. Llama al médico, Camila. Quiero ver al doctor
Wallace. Llámalo de mi parte.
Llamé al médico y dijo que vendría a última hora. Quería preguntarle a mi
madre: «¿Significa todo eso que has estado diciendo que ahora quieres a
Jacques y no a papá?» Y quería decirle: «¿Cómo puedes querer a esa repugnante
babosa?» Pero me limité a taparla de nuevo con la manta, tras lo cual salí de la
habitación y cerré con cuidado la puerta detrás de mí.
Fui a mi cuarto e hice los deberes. Dejé en blanco mi mente y luego fui
llenando ese vacío con las cosas que tenía que aprender o preparar para el día
siguiente en el colegio. Nunca había hecho antes mis deberes tan rápidamente.
A continuación fui a la cocina y le dije a la nueva cocinera que estaba invitada a
cenar con Luisa y que sentía no habérselo avisado antes. Por la noche no me
dejan salir sola y Carter lo sabe, pero no dijo nada. Bajé a la calle y fui andando
hasta la parada del autobús. No sabía si Luisa habría vuelto ya del cine o no,
pero pensé acercarme a la calle Novena para averiguarlo; en el peor de los
casos, podría meterme en un cine e ir luego a su casa.
Cuando llamé al timbre situado debajo del buzón de los Rowan había
alguien en casa, porque el cierre de la puerta roja de entrada se abrió casi
inmediatamente. Empujé la puerta, entré y empecé a subir las escaleras
enmoquetadas en color marrón, escuchando, provenientes de arriba, los
ladridos furiosos de Oscar Wilde, el bulldog inglés de Mona. Cuando ascendía
el último tramo, se asomó Mona a la barandilla de la escalera y preguntó:
«¿Quién es?», mientras Oscar asomaba la cabeza por entre los barrotes,
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7 Arco que se alza en el centro de la plaza de Washington, en la parte sur de Nueva York. (N.
del T.)
8 Contigua a Washington Square. (N. del T.)
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éstas. La mayoría de las chicas de tu edad..., bueno, cuando sales con ellas, te
das cuenta de que siempre están dispuestas a dejarse besar. Lo que quiero decir
es que ese tipo de cosas es tan nuevo para ellas que no piensan en nada más.
Pero contigo..., si alguien se da cuenta de cómo estás con ese jersey, seré yo, no
tú. Y podemos hablar. Normalmente, una chica con la que puedes hablar no
es..., no tiene nada; pero tú, sí. Estás ahí sentada, hablando de Dios, y eres
preciosa.
Cuando Frank dijo eso, fue como si algo ardiente y hermoso me hubiera
explotado en el estómago y como si el sol enviara rayos de felicidad por todo mi
cuerpo. Desaparecieron, hasta de los rincones más apartados de mi mente,
todos los infortunios que me agobiaban por culpa de mi madre, de mi padre y
de Jacques, arrastrados por aquella sensación cálida y no pude evitar una
sonrisa, que se inició en mis ojos y se extendió por toda mi cara, de la misma
forma que aquella sensación cálida se había extendido por todo mi cuerpo.
Cuando yo era pequeña, oía decir frecuentemente a la gente, cuando creían
que yo no escuchaba: «¡Qué pena que Camila se parezca tanto a su padre y no a
Rose!» La gente siempre decía lo guapa que era mi madre, pero nunca decía que
yo fuera una niña guapa. En el transcurso del invierno pasado empecé a pensar
que debía estar volviéndome más guapa, en parte porque me miraba al espejo
y, en parte, por la forma en que me miraba mi madre, complacida y, al mismo
tiempo, pensativa y triste, como si al dejar de ser un patito feo, estuviera yo
quitándole algo a ella. Pero oírle decir a Frank con voz firme que yo era preciosa
hizo que me invadiera una oleada de placer.
Luego dijo Frank.
—Luisa es fea como un demonio, ¿no?
Me levanté furiosa y grité:
—¡No lo es! ¡Luisa es la persona más preciosa que conozco! —me hubiera
gustado poderme ir al cine, donde Luisa estaba sola, y rodearla con mis brazos
para protegerla de las palabras de Frank.
—¡Qué fierecilla! —dijo Frank—. No quise decir nada malo de tu preciosa
Luisa. Al fin y al cabo, es mi hermana y la quiero, aunque la mitad del tiempo
me apetecería matarla. Deberías oír las cosas que dice de ti a veces.
—¿Qué dice?
—¡Oh..., habla!
—¿De qué?
—De tu madre, por ejemplo.
—¿Y qué dice de mi madre?
—Bueno, me figuro que será verdad —dijo Frank—. Queremos a nuestros
padres, sin tener en cuenta cómo son, aun cuando los odiemos.
—Pero ¿qué dice Luisa de mi madre? —mi voz era furiosa.
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—No debería haber dicho nada —dijo Frank—, pero no me gusta la gente
que empieza a decir algo y luego no sigue. Sólo dijo en una ocasión que tu
madre parece..., bueno, un poco simple e infantil, y que debe haber sido
siempre así y no sólo últimamente. Comprenderás, Camila, que Lu no hablaría
de eso con nadie, excepto conmigo. Nos peleamos mucho, pero también
hablamos.
—Supongo que mi madre ha debido ser siempre infantil —dije lentamente,
digiriendo aún sus primeras palabras—. ¿Y qué importa eso?
—Bueno, sólo que Luisa no comprende por qué la idolatras tanto.
—¡Se lo he explicado! —dije, irritada—. ¡Se lo he explicado una y otra vez!
Lo pasábamos muy bien juntas. Como dos amigas. Creo que nos divertíamos
tanto porque mi madre era infantil. A ella le encantaba jugar conmigo, tomar el
té juntas y gastar bromas. Era, de verdad, más alegre y tenía más ocurrencias
que otros niños. Nos contábamos todo. Ahora es diferente. Cuando hablamos,
no es como antes. Hablamos de otras cosas. No somos iguales.
—Luisa dice que es muy guapa.
—Eso también ha cambiado —dije—. Parecía una princesa de un cuento de
hadas y eso ha desaparecido ya. Me figuro que aún sigue siendo guapa, pero
diferente.
—Oye, estoy hambriento —dijo repentinamente Frank—. ¿Has comido?
—No —agradecí que cambiara de tema.
—Podríamos volver a casa y coger algo del frigorífico, pero me temo que
aún esté allí Mona y, de todas formas, Luisa llegará en cualquier momento —
rebuscó en sus bolsillos—. Tengo casi un dólar. Con eso no nos llega para una
hamburguesa y un batido para cada uno. Siento haber desperdiciado
veinticinco centavos en esa horrenda película.
—Yo puedo pagar lo mío —dije.
Frank volvió a guardarse las monedas en el bolsillo, me puso las manos en
los hombros y dijo:
—Oye, Camila, ¿sabes lo que es esto? Una cita. Una cita para ir a cenar.
Iremos a Nedick y nos haremos a la idea de que es el Salón Persa del Plaza. ¿De
acuerdo?
—De acuerdo —dije.
En Nedick lo pasamos muy bien. A nuestro lado estaba sentada una
anciana, bebiendo ese horrible mejunje que llaman naranjada, aunque creo que
antes debía haber bebido alguna otra cosa, porque cada pocos sorbos de
naranjada echaba la cabeza hacia atrás y se ponía a cantar, terminando con
comentarios sobre la canción y la gente que había en Nedick, mientras uno de
los hombres la amenazaba con echarla fuera si no se callaba. Frank y yo hicimos
como que era Hildegarde cantando en el Salón Persa del Plaza, y a la mujer le
gustó la idea; me imagino que, quizá, en sus tiempos debió ser actriz. Estaba tan
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muy poco tiempo y no nos conocía bien. Me di cuenta de que no sabía qué
decirme y que sentía que hubiera ido directamente a la habitación de mi madre
al llegar a casa; comprendí que la preocuparía más si le preguntaba lo que había
sucedido, así que permanecí en la puerta de la cocina, mirando fijamente la
llave del horno de la cocina. Me quedé allí hasta que el agua empezó a hervir y
ella retiró la cacerola del fuego y entonces me alejé de la puerta y me quedé en
el comedor.
—Pobre señora —dijo la señora Wilson—. Pobre señora Dickinson—. Pasó
a mi lado con la olla humeante y me dijo—: Será mejor que espere aquí, señorita
Camila, y yo volveré en seguida con usted.
Aguardé y presté atención. Ahora no llegaba ningún sonido de la
habitación de mi madre. Había dejado de gritar y me pregunté, extrañamente
calmada, si habría muerto. Creo que estaba calmada, porque era una idea tan
imposible, que no parecía que, realmente, pudiera tener nada que ver
personalmente conmigo, Camila Dickinson.
El piso estaba ahora terriblemente tranquilo; de repente, a través de aquella
quietud, llegó el repiqueteo del teléfono con estridencia aterradora. Crucé el
comedor y corrí a contestarlo en el vestíbulo.
—¿Diga? —pregunté entrecortadamente.
—¿Rose? —dijo la voz del otro lado del hilo.
—No.
—¿Quién es? ¿Puedo hablar con la señora Dickinson? —preguntó la voz,
que reconocí como la de Jacques.
—No —dije.
—¿Quién es? ¿Eres Camila?
—Sí.
—Camila, quiero hablar con tu madre.
—No.
—¿Pasa algo, Camila? ¿Dónde está Rose?
No se me ocurría qué decirle. El que Jacques llamara precisamente en ese
momento era tan monstruoso como si hubiera cogido materialmente el teléfono
y me hubiera golpeado con él; seguí con el auricular pegado al oído, mientras el
silencio parecía extenderse desde un extremo al otro del hilo. Finalmente,
Jacques dijo:
—Camila, ya veo que tengo que hablar contigo. Voy ahora mismo.
—¡No! —me apresuré a decir—. No puede venir usted. No debe venir.
—Entonces, ven tú a verme —dijo—. Me reuniré contigo en cualquier sitio.
Donde tú digas.
—No —dije—. No puedo.
—Camila —dijo—, estoy seguro de que tú conoces y entiendes lo que
sentimos uno por el otro más de lo que creemos Rose y yo. ¿No vas a dejarme
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que hable contigo unos minutos? Por el bien de tu padre, al igual que el de Rose
y el mío.
—No puedo hablar ahora —dije—. No puedo —agucé el oído para captar
cualquier sonido proveniente de la silenciosa habitación de mi madre.
—Mañana, entonces —dijo Jacques, con voz suplicante—. Mañana, cuando
salgas del colegio.
—De acuerdo, mañana —dije, sin darme cuenta de que asentía, diciendo
algo por decir, sólo para poder colgar el auricular y estar atenta a lo que sucedía
en casa.
—¿Quieres venir a mi casa? —preguntó Jacques—. Allí podremos hablar
con más comodidad que en cualquier otro sitio. Aún eres demasiado joven para
bares, ¿no, pequeña? Así, pues, te esperaré en mi casa, inmediatamente después
del colegio.
—De acuerdo —dije—, de acuerdo —y colgué.
Oí abrirse y cerrarse la puerta de la habitación de mi madre y se me acercó
Carter, con su severo uniforme gris.
—Su madre quiere saber quién llamaba por teléfono, señorita Camila —
dijo.
—Luisa —mentí rápidamente y me senté desmayadamente. Si mi madre
quería saber quién había llamado por teléfono, no podía estar muerta. Carter se
volvió y desapareció y otra vez volví a oír abrirse y cerrarse la puerta de la
habitación de mi madre; seguí sentada hasta que volvió a abrirse y salió la
señora Wilson, que se fue a la cocina, seguida poco después por Carter y el
doctor Wallace, que se detuvieron en el vestíbulo. Carter le sostuvo el abrigo y
le tendió el sombrero.
—Buenas noches, Carter —dijo el doctor Wallace—. La señorita Camila me
acompañará —Carter regresó a la cocina. Yo sabía que se quedaría junto a la
puerta, tratando de escuchar, y confié en que la señora Wilson se pusiera a
hablar con ella y que no oyera nada.
—Ponte el abrigo y el sombrero, Camila —dijo el doctor Wallace—.
Saldremos juntos a tomar un café y luego podrás ver a tu madre.
Me puse el abrigo, con manos súbitamente tan frías y estremecidas que no
pude abotonármelo; lo hizo el doctor Wallace y luego cogió mi boina y me la
puso.
—Así. Puede que ése no sea el estilo más de moda, pero te queda muy bien.
Me gusta tu boina roja y tu abrigo azul marino, Camila —dijo, sonriendo
cariñosamente. Sabía que sentía pena por mí y yo quería, más que nada en el
mundo, no tener motivos para que la sintiera; comprendí lo terrible que es ser
compadecida.
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—¿Cómo están Mona y Bill? —pregunté, porque sabía que deseaba que se
lo preguntara.
—Comedidos de nuevo. Honradamente, Camila. Bill es un necio completo.
Creo que ésa es una de las razones por las que estoy tan encariñada con él. La
verdad es que no sé por qué se casaron él y Mona. Él no tiene la más ligera idea
de cómo es ella. Mona es una intelectual y Bill no es más que un atleta
grandullón, que se cree un intelectual pero que, de hecho, es todo músculos y
nada de cerebro. Ya sabes, bíceps y músculos, y nada más.
Buscó en su pupitre y sacó un ejemplar de Silas Marner, que estábamos
dando en clase de inglés, y me dio un trozo de papel que tenía entre las hojas.
—Es de Frank —dijo de mala gana.
Leí la nota que decía: «Hoy es viernes, así que mañana no tienes clase y, por
tanto, no tienes que hacer tus deberes esta tarde. Sigamos la charla de ayer
tarde. Yo termino las clases después que tú, así que ven a casa con Luisa y yo te
recogeré allí.»
Mientras leía la nota me acordé, de pronto, de la conversación telefónica
con Jacques de la noche anterior. No podía ver a Frank porque tenía que ir a
casa de Jacques. Prefería ir a la de Frank y no quería ver a Jacques, pero
comprendía que tenía que ir. Al pensar que tenía que verle, el corazón me dio
un brinco. Tenía que verle por mi madre, para decirle que no volviera a llamar
ni fuera a casa de nuevo y para explicarle que entre mi madre y mi padre las
cosas iban muy bien y que mi madre no se preocuparía nunca más de él.
Tan arraigada tenía la costumbre de contarle todo a Luisa que, sin poderlo
evitar, le dije bruscamente:
—No puedo ver a Frank, porque tengo que ir a ver a Jacques —en seguida
deseé haberme mordido la lengua. Sabía que, fuera lo que fuese lo que me
preguntara, no debía contarle nada de lo de mi madre a Luisa, aunque estaba
segura de que si Mona intentara cortarse las venas de las muñecas, Luisa me lo
contaría. Ahora, Luisa me haría innumerables preguntas. Puede que hasta
quisiera ir conmigo y Luisa es la persona más tozuda que conozco para intentar
eludirla con una excusa.
Sus ojos azules se oscurecieron como cuando estaba excitada y exclamó:
—¡Vas a ir a ver a Jacques...!
—Sí —dije y, en ese momento, sonó el timbre y entró la señorita Sargent.
Durante el recreo estuvimos con otras chicas y yo me reí, hablé y me
comporté como una más, sólo para evitar que Luisa tuviera la menor
oportunidad de acosarme a preguntas. Hasta presté atención a lo que contaba
Alma Potter, una chica que no era santa de mi devoción, presumiendo y
queriendo convencer a todo el mundo de lo mayor e ingeniosa que era.
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Respecto a Jacques, mi odio era como aquel chico espartano que llevaba
una raposa metida en la camisa y que trataba de morderle sin conseguirlo. Pero,
respecto a mi madre, era como una verdadera tormenta con truenos. Todo se
oscureció ante mi vista, como una gran nube que ocultara la luz del sol, sólo
que la nube estaba dentro de mi cabeza y era mi mente, y no el día, la que se
había oscurecido. Anduve ausente por la calle. Pasé ante el Museo de Arte
Moderno y no me acordé para nada de Luisa. Bajé al metro, me dirigí hacia el
sur y me bajé en la calle Octava, aunque no pensaba en Frank ni en Luisa y, al
salir a la calle, no fui a la Novena, sino que me dirigí en dirección oeste, donde
hay un cúmulo de calles en curva.
Caminé, torciendo indistintamente a la izquierda o a la derecha al llegar a
las esquinas y me encontraba tan llena de la nube negra de odio que me costaba
trabajo respirar y tuve que detenerme exhausta. Permanecí en mitad de la acera,
mirando atentamente a mi alrededor, no para averiguar dónde estaba, sino para
tratar de averiguar quién era yo porque, en cierto sentido, yo había dejado de
ser Camila Dickison. Todo lo que había en mí y a mi alrededor era un fragor de
palabras horribles que zumbaban como un avispero, con lo que la nube oscura
ya no era una nube de tormenta, sino un enjambre de insectos repugnantes.
Una rosa es una rosa, es una rosa. Esto no es más que una cita, pero ¿qué es
una rosa? Una rosa es una rosa, es una rosa, no quiere decir nada. Mi madre 9 es
una rosa, sí, pero ¿qué es mi madre?
Un perro flaco y sarnoso cruzó corriendo la calle y un camión dio un
patinazo junto al bordillo, con un rechinar de frenos parecido al sonido de mi
odio. El perro alcanzó la acera a salvo, el camión siguió su camino y yo me
desperté, como si hubiera salido de repente de una pesadilla.
No es que hubiera dejado de odiar a mi madre, sino que ahora podía
decirme a mí misma «odio a mi madre». Podía expresarlo con palabras. Podía
preguntarme, también, qué iba a hacer yo a partir de entonces. Ya no iba a la
9 Analogía entre rosa (rose en inglés) y el nombre de su madre. (N. del T.)
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deriva por las calles, como una hoja seca arrastrada por el viento del otoño.
Ahora, si iba a casa o si volvía al Museo de Arte Moderno a buscar a Luisa, o si
iba a su casa a encontrarme con Frank, iría sabiendo dónde iba. Pero no quería
ir a ninguna parte. Me acordé de cuando Luisa fue a mi casa y me dijo que no
quería volver a la suya. Me acordé de que, cuando yo le dije que se quedara
conmigo esa noche, ella me dijo que eso era una estupidez, porque no quería
volver a su casa nunca. Ahora sabía lo que ella sentía en aquel momento.
Seguí caminando despacio y, de pronto, me llegaron las notas de un piano,
provenientes de una ventana de los pisos superiores de una de las casas. No se
trataba de alguien dando una clase de música; tampoco era alguien tocando el
piano descuidadamente, para pasar el rato, como suele hacerlo mi madre a
veces, no. Era alguien que tocaba el piano de la misma forma que un astrónomo
se acercaría a un nuevo telescopio capaz de mostrarle alguna estrella
desconocida, o de la misma forma que entraría en su laboratorio un científico a
punto de conseguir un importante descubrimiento; era alguien que tocaba el
piano de la misma forma que Picasso debió pintar sus arlequines o que Francis
Thompson escribió El vigilante del Paraíso. Me detuve y me quedé escuchando.
No conocía la música, pero me recordó nombres de estrellas, de las estrellas de
invierno, Acuario, Capricornio, Piscis y Zeta.
Me senté en la tosca escalinata de color marrón por la que se accedía a la
casa y apoyé la cabeza en la barandilla de hierro porque, de pronto, me sentí tan
cansada que mis piernas estaban a punto de flaquear y necesitaba a mi madre.
No necesitaba a la Rose Dickinson que había estado hablando por teléfono con
Jacques Nissen. Necesitaba a mi madre. Necesitaba que viniera y me cogiera de
la mano, que me llevara a casa, me desnudara, me acostara, me acariciara la
cabeza, me trajera un poco de leche y que, luego, apagara la luz, pero dejando la
puerta abierta para que entrara el reflejo de la luz del vestíbulo, y que se sentara
junto a mi cama, reteniéndome la mano hasta que me durmiera..., igual que lo
había hecho una noche, en que me subió de repente la fiebre y era el día libre de
mi niñera y el doctor Wallace dijo que tenía gripe.
Pero mi madre, Rose, estaba aún en la cama, con las muñecas vendadas con
vendas blancas y el teléfono al lado, de forma que, al final, quizá no pudiera
resistir la tentación de hablar con Jacques.
No quiero ser hermosa, pensé. No quiero ser como una camelia, o una rosa
o cualquier otra flor. Me gustaría tener el pelo rojo y pecas y una nariz grande,
como la de Luisa. Me gustaría que la gente siguiera diciendo «qué pena que no
se parezca a su madre».
Maldita belleza, pensé, y deseé que Dios me castigara por maldecir. Pero
eso no lo hace el Dios en el que creo. Si tiene que haber algún castigo, te lo
tienes que imponer tú. Dios no lo hace por ti.
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—Está bien —dije—, los llamaré. Gracias, Luisa, por no decirles nada.
—Todo eso está muy bien, pero ¿qué ha pasado y dónde estás ahora? —
preguntó Luisa.
—Ya te lo contaré en otro momento —dije—. Adiós. Será mejor que llame a
casa en seguida.
—Bueno, pero ¿cuándo voy a verte? —preguntó.
—Mañana, en el colegio.
—Mañana es sábado.
—Está bien, mañana en cualquier momento. Podemos ir a un cine —si
íbamos a un cine, no tendríamos que hablar tanto.
—No tengo ni siquiera veinticinco centavos para ir a uno de la calle
Cuarenta y Dos.
—Te invito yo.
—No —dijo Luisa—. Quiero hablar contigo. No puedes escurrirte de esta
forma, Camila. Ven a mi casa mañana por la mañana y sacaremos a Oscar a dar
un paseo. Necesita hacer ejercicio.
—De acuerdo —dije—. Puede que vaya.
—Camila —dijo Luisa al otro extremo del hilo—, no es bueno para ti que
intentes guardarte las cosas dentro, como estás haciendo. Así es como se
producen las inhibiciones. Yo he tenido que imaginarme absolutamente todo lo
que hay entre tu madre y Jacques, porque tú no me has contado nada.
—Bueno, si tú lo adivinabas, no necesitaba decírtelo —dije.
—Pero no puedo adivinar lo que ha pasado esta tarde y si te lo guardas
para ti, tendrás toda clase de traumas. Estoy absolutamente segura que fue una
experiencia traumática y, si me lo cuentas, no te quedarán cicatrices. Me
gustaría que me dejaras psicoanalizarte. Sé que eso te ayudaría.
—No —dije.
—Como quieras. ¿A qué hora vendrás mañana?
—No lo sé. En cuanto pueda.
—Camila, creía que éramos amigas.
—Y lo somos.
—Entonces ven mañana lo primero de todo.
—De acuerdo —lo prometí porque no tenía escapatoria.
—Hasta mañana, entonces.
—De acuerdo. Adiós —dije y colgué. Abrí la puerta de la cabina y le dije a
Frank—: Tengo que llamar ahora a mi madre.
Asintió y me preguntó:
—¿Le has dicho a Luisa que estabas conmigo?
—No. No le dije dónde estaba.
—Bien hecho —dijo Frank.
Volví a cerrar la puerta de la cabina y llamé a casa. Contestó mi padre.
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Lo único que pude hacer es quedarme con la vista baja, fija en mis zapatos
marrones del colegio.
—No lo sé —dije.
Mi madre, con las muñecas vendadas, se incorporó en la cama y me
preguntó lloriqueando:
—¡Oh, cariño! ¿Ya no nos quieres?
—No lo sé —fue todo lo que pude decir.
Mi padre me llevó a su cuarto y se sentó en el sillón de cuero rojo de su
mesa de despacho; yo permanecía a su lado, como si fuera una alumna díscola
y él el maestro.
—Camila, no me explico tu comportamiento —dijo.
—Lo siento —dije.
Luego, como si le costara trabajo hablar, dijo:
—Toda la culpa es mía. No debía haberte hecho aquellas preguntas cuando
te llevé a cenar la otra noche. Yo... yo no estaba normal.
—No —dije—. No ha sido eso.
—¿Entonces, qué? —preguntó.
—No lo sé —dije.
Entonces intentó explicármelo a su manera, igual que había hecho Jacques
esa misma tarde, y dijo:
—Camila, tu madre es una mujer muy guapa.
—Sí —dije.
—Y Nissen es un hombre muy inteligente. Comenzó a halagar a tu madre
y, quizá, le trastornó la cabeza por algún tiempo. Sin embargo, no ha sido nada
importante y la culpa fue de Nissen y no de tu madre. De todas formas, entre tu
madre y Nissen ya no existe nada. Por pequeño que fuese lo que había, ya se ha
acabado —le miré y me pregunté si creía lo que estaba diciendo o si solamente
decía lo que él pensaba que yo deseaba o debía oír; pero su rostro era rígido,
como los rasgos inamovibles de las estatuas de los senadores romanos del
Museo Metropolitano y sus ojos parecían tan ciegos y vacíos como los de esas
estatuas.
El concepto de la verdad parecía estar cambiando. Siempre había creído
que la verdad era sencilla y clara. Una cosa podía ser verdad o mentira. Pero
ahora, así como el tiempo parecía estar, simultáneamente, detenido o
precipitándose hacia mí con la velocidad sobrecogedora de un meteoro,
comprendí que la verdad era tan complicada como el tiempo.
—Camila —dijo mi padre—, sé que estás en una edad en que las cosas
tienen una pronunciada influencia sobre ti, pero tienes que comprender que lo
que tú haces también influye en otras personas. Después de lo que... de lo que le
sucedió a tu madre anoche, no estuvo bien por tu parte, por decirlo de forma
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suave, que desaparecieras esta tarde. Quiero que vayas a verla ahora y que le
digas que lo sientes y que la quieres.
En este momento, le hice a mi padre una pregunta extraña, una pregunta
que salió de mis labios sin yo esperarlo y que me sorprendió a mí tanto como a
mi padre.
—Papá, ¿fui yo un percance?
Mi padre se quedó quieto durante un instante y luego dijo:
—¿Qué quieres decir?
—¿Queríais tener un niño tú y mamá —pregunté— o sucedió,
simplemente?
—Por supuesto que queríamos un niño —dijo mi padre—. Yo quería
enormemente tener un niño —lo dijo sin mirarme, con la vista baja, fija en el
secante de la mesa, en el que estaba trazando unos dibujos extraños con su
lápiz, y añadió—: Creo que ves demasiado a Luisa Rowan. Desde que la
conoces tienes toda clase de ideas raras. ¿Por qué no te ves más con las otras
chicas del colegio?
—Ya lo hago —dije. Prefería no haber hecho la pregunta, porque ahora ya
conocía la respuesta.
Mi padre me miró y dijo:
—Camila, no debes sentirte desgraciada. Todo va bien.
Me puso una mano en el hombro y yo sentí deseos de abrazarle y decirle
cuantísimo le quería, para que no supiera nunca que la quinta vez había
contestado el teléfono ella misma, pero me quedé quieta, bajo el peso de su
mano, hasta que dijo:
—Ve a ver a tu madre.
Fui a la habitación de mi madre.
—¡Oh, Camila! —dijo—. ¿Cómo has podido, cómo has podido?
—Lo siento —dije.
—Dime que me quieres —pidió.
—Mamá —dije—, ¿vas a volver a ver a Jacques?
—Claro que no, claro que no —dijo, moviendo la cabeza de un lado a otro
en la almohada. Tenía el rostro blanco y delicado y unas lágrimas en sus bellos
ojos—. ¡Camila, Camila querida! —dijo—, no pasó nunca nada, nada que
justifique todo este horrible embrollo. Yo estaba sólo... ¡Oh, mi niña, dime que
me quieres!
¿Cómo puedo decirle que la quiero —pensé— si no la quiero? ¿Si cuando
miro su pequeño rostro blanco en la almohada todo lo que siento es frío, como
si un viento helado soplara en mi corazón? Ya no sentía ni siquiera odio, sino
sólo una fría paralización, como si me hubieran inyectado una dosis de
novocaína que me hubiera paralizado todo el cuerpo. Me di la vuelta y salí de la
habitación. Sabía que era terrible lo que estaba haciendo, pero no pude hacer
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otra cosa. Fui a mi cuarto y me desnudé, extenuada. Estaba tan cansada que no
tenía fuerzas para darme un baño, ni siquiera cepillarme los dientes o lavarme
la cara y las manos. Me puse el pijama y me metí en la cama, cerrando la puerta
que daba al vestíbulo. Intenté rezar. Dije «Padre nuestro», pero no significó
nada para mí.
Estaba casi dormida cuando se abrió la puerta y entró mi madre. Abrí los
ojos y la contemplé a través de la oscuridad del cuarto y la bruma del sueño,
apoyándose en el cabezal de la cama, como si le costara trabajo sostenerse en
pie.
—No podía dejar que te fueras a dormir sin darte las buenas noches —
susurró y se inclinó para besarme. Cuando se fue, permaneció la fragancia de su
perfume. Era un perfume que llevaba por Jacques y, en cierto modo, seguía aún
muerta.
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Me pasa una cosa curiosa con Mona. Es una mujer guapa que, además,
viste bien y, cuando me la he encontrado casualmente con otras personas
adultas, la he encontrado ingeniosa y animada. Sin embargo, cuando pienso en
ella, siempre se me representa en mi mente como una mujer con el rostro lleno
de cicatrices. Me pregunto si no será porque, en cierto modo, sus cicatrices
internas reflejan las mías y, al visualizarlas, lo hago como cicatrices en la carne.
Esto suena como dicho por Luisa, pero es la única forma como puedo
expresarlo.
Mona me dijo en tono brusco.
—Siéntate y habla conmigo. He mandado a Luisa a comprar café. Sábado
por la mañana y no hay café en casa... Ven. Siéntate.
Me senté en una butaca tapizada de color verde pálido y Mona hizo lo
propio en un sofá muy bajo y puso los pies sobre la desordenada tapa de cristal
de la mesa del café. Cogió un vaso medio vacío del que tomó un sorbo y me di
cuenta de que estaba bebida. No mucho, pero sí lo bastante como para pedirme
que me sentara a hablar con ella, cosa que no había hecho nunca. Luisa me
había dicho que algunas veces, en fines de semana, su madre bebía demasiado;
no la había visto nunca así, ni siquiera había visto beber demasiado a alguna
persona conocida, y eso me asustó.
—Bien, ¿cómo estás esta mañana, señorita iceberg? —me preguntó Mona—.
¿Feliz como una repugnante gaviota de ojos fríos?
No dije nada. Miraba mis pies y deseaba que Luisa regresara en seguida
con el café, o que aparecieran Frank o Bill, pero parecía que sólo estábamos en
el piso Mona, Oscar Wilde y yo.
Mona se sirvió otra copa.
—¿Sabes lo que me ha dicho esta mañana Luisa, mi propia hija? —me
preguntó—. ¿Lo sabes?
—No —dije.
—Me ha dicho que le gustaría morirse. ¡Qué cosa para que una niña se la
diga a su madre! ¿A ti te gustaría morirte, Camila?
—No —dije, y era verdad. No tenía los deseos de la noche anterior y sentía
compasión por Luisa, a quien había tratado tan mezquinamente.
—¿No? —preguntó Mona—. ¿Y por qué no, eh? A veces me pregunto
porqué la gente valora tanto la vida, porqué no me he matado y le he puesto fin
a revolcarme en la miseria como un cerdo en el fango. No es por mi
desinteresado amor por mis hijos. Frank y Luisa pueden desenvolverse muy
bien sin mí. Probablemente, mejor que conmigo. De todos modos, vaya una
forma de criar los niños, en medio de una ciudad asquerosa. Los niños no
deberían criarse en la ciudad. Los niños que se crían en la ciudad no son niños.
Son... son como Frank y Luisa, que lo saben todo, o almejas pequeñas y frías,
como tú.
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cuando bebe. Y luego, cuando tiene que volver al trabajo el lunes, se siente
desdichada. Debo decir, en favor suyo, que nunca bebe entre semana. Siento
que lo hayas presenciado, Camila. Creo que si tú fueras otra persona y la
hubieras visto así, desearía matarte.
—Lo sé —dije, porque lo sabía.
—No sé lo que te habrá dicho —prosiguió Luisa— pero no lo ha hecho
consciente. Cuando está bebida, le dice cosas horribles a la gente. Si te habló,
eso quiere decir que te aprecia de verdad. Cuando está bebida no le dirige la
palabra a la gente que no aprecia. Pero lo siento.
—No tiene importancia —dije desenfadadamente.
Luego añadí—: Luisa, si aún quieres psicoanalizarme, estoy dispuesta.
Al decir esto, se iluminó el rostro de Luisa y me di cuenta de que era el
mejor regalo que podía hacerle.
—¿De verdad? —exclamó.
—De verdad.
—Pero hace un siglo que te lo estoy pidiendo y nunca... Bueno, ven, vamos
a ello. ¿A qué esperamos?
—No lo sé —dije—. Bueno, empieza ya —no me apetecía ser
psicoanalizada y deseaba terminar con ello cuanto antes. No creo que todo este
asunto de escudriñar a la gente sea bueno. Es sólo una excusa para hablar de
uno mismo y a mí no me gusta hablar de mí.
Luisa se levantó y cogió un cuaderno y un lápiz de su mesa.
—Bien... —dijo y comenzó a darse golpecitos en los dientes con el lápiz,
mientras recapacitaba.
Aguardé y, mientras tanto, eché un vistazo a la habitación para no tener
que empezar a pensar en mí misma o en problemas.
Me gusta la habitación de Luisa. Está pintada de amarillo y en la pared,
junto a la litera inferior, había compuesto un friso, con tarjetas postales
adquiridas en diversos museos. Bajo el friso, estaban colocadas sus muñecas.
Usa como asiento la litera inferior y duerme en la superior.
—Levántate, Camila, por favor —dijo, y retiró las muñecas—. He llegado a
una gran decisión.
—¿Cuál?
—Estaba pensando que debías tumbarte aquí, como si fuera el diván de un
psiquiatra y entonces me pregunté qué hacer con las muñecas. Y entonces me
decidí. Tengo dieciséis años. Soy una mujer. Si aún me gustan las muñecas es
que debo ser una neurótica, así que voy a desprenderme de ellas y regalarlas al
hospital. Incluso la de Jacques que me diste. No te importa, ¿no?
—No —dije—, claro que no. Me encantará no tener que ver esa muñeca.
Las amontonó en un rincón y dijo:
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—Bueno, vamos a empezar —dijo con aire de ejecutivo, pero vi que estaba
excitada y encantada ante la perspectiva de psicoanalizarme—. ¿Te importa que
finja que soy una psiquiatra de verdad y que tú seas una paciente de verdad?
Quiero decir, si te importa que simulemos que no nos conocemos.
—De acuerdo —dije—. Lo que tú digas.
Se sentó en una mesa y comenzó.
—¿Cómo se llama, por favor?
—Camila Dickinson.
—¿Edad?
—Quince.
—¿Lugar de nacimiento?
—Manhattan.
—¿Le importa tumbarse en el diván, por favor? —dijo Luisa, indicando la
litera inferior.
Me tumbé y contemplé los muelles de la litera superior y, a través de ellos,
el colchón azul y, a los lados y a los pies de la litera, los bordes remetidos de las
sábanas y de las mantas.
—Ahora, señorita Dickinson —dijo Luisa vehementemente—, cuénteme
exactamente lo que sucedió entre usted y Jacques Nisssen ayer por la tarde.
No, eso no podía contarlo. Aun cuando había visto bebida a Mona, no
podía contarle a Luisa que mi madre había vuelto a hablar con Jacques después
de todo lo que había pasado. Me había ofrecido a ser psicoanalizada, porque era
lo único que podía ofrecerle por haber visto a Mona bebida, pero no podía, a
cambio, mostrarle a mi madre indefensa, como yo había visto a Mona. En
cualquier caso, pensaba que su pregunta no era correcta y que se estaba
aprovechando del psicoanálisis, así que dije:
—Si tú eres el psiquiatra y yo el paciente y no nos hemos visto antes nunca,
no puedes saber nada de Jacques Nissen.
Los ojos de Luisa se oscurecieron, irritados.
—Está bien. ¿Qué hombre ha ejercido mayor influencia en su vida durante
los últimos meses?
Esa pregunta tampoco era correcta.
—No creo que un psiquiatra comience una entrevista así —contemplé una
de las tarjetas postales, una tal Marie Laurencin que me recordaba a mi madre y
mantuve los ojos apartados de Luisa—, pero si tienes que conocer su nombre, se
llama Frank Rowan —sabía que estaba enfadando a Luisa y, lo peor de todo, es
que ahora lo estaba haciendo de forma deliberada. En realidad, no es que
quisiera enfadar a Luisa, puesto que me había ofrecido, honesta y
desinteresadamente, a ser psicoanalizada, sólo por darle gusto, pero parecía
como si tuviera un duendecillo dentro del oído que me susurrara las cosas
ruines que debía decir.
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Esos eran mis recuerdos más antiguos y se los conté a Luisa. Ella estaba
sentada en su mesa, tomando nota de todo afanosamente.
—Muy interesante, ciertamente muy interesante —dijo—. Ambos recuerdos
tienen que ver con su madre. ¿Cuál es el recuerdo más antiguo que tiene de su
padre?
Intenté recordar.
—No puedo decir cuál es el recuerdo más antiguo que tengo de mi padre
—dije al cabo—. Cuando yo era pequeña, él era para mí, en cierto sentido, como
Dios. ¡Oh, sí! Ahora recuerdo una cosa agradable.
—¿Qué es?
—Fue una Navidad —dije—. No estoy segura de qué Navidad, pero debe
haber sido una de las primeras, porque yo estaba terriblemente nerviosa porque
iba a salir ya anochecido.
—Eso no significa nada —dijo Luisa—. Te sigue pasando aún. No he
conocido a nadie tan cuidada como tú, Camila.
—Como la mitad de las chicas del colegio, por lo menos.
—No pretendía interrumpir —dijo rápidamente Luisa—. Siga con su padre.
—Bien... recuerdo a Binny poniéndome mi mejor abrigo y las polainas y...
—¿Quién es Binny?
—Era mi niñera. Mi madre, mi padre y yo bajamos a la calle, tomamos un
taxi, que nos llevó por todo Nueva York para contemplar los árboles de
Navidad.
—Muy caro —dijo Luisa.
—Fue precioso. Yo iba sentada encima de mi padre y él me rodeaba con su
brazo, con lo que me sentía completamente segura, a salvo de la oscuridad de la
noche. Vimos los árboles plantados en Park Avenue, el gran árbol de
Washington Square y el del Radio City y todos los que pudo encontrar el
taxista. Fuimos, incluso, a Brooklyn y al Bronx.
Luisa asintió y anotó algunas cosas más en su cuaderno. Escribía muy
rápidamente y me pregunté si sería capaz de entenderlo luego. Hasta cuando
escribe con cuidado, su escritura parece un garabato; la mitad de las veces no
puede descifrar las notas que toma sobre las tareas para casa y tiene que
llamarme para averiguar los deberes que tiene que hacer.
Levantó entonces la vista y me espetó:
—Camila, ¿qué sabe usted acerca del sexo?
—No... no sé —dije—. Me figuro que sé de ello.
—Bien, ¿no le habló de ello su madre?
—¡Por supuesto! Cuando yo tenía diez años mi madre me regaló un libro
precioso que trataba de las flores, los animales y los niños, ilustrado con
fotografías muy bonitas de florecimiento de manzanas y una camada de
cerditos muy limpios y un gracioso bebé con cara de viejo, con las rodillas
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pensaba, ya que mi mente estaba en blanco. Algo empezó a aclararse. Ésa soy
yo. Yo soy Camila Dickinson. Yo soy yo y ésa es lo que yo parezco, de pie en el
suelo, con los pies cerca del borde de la alfombra, mirándome en el espejo de mi
habitación. Hoy es mi cumpleaños, el cumpleaños de Camila Dickinson y soy
una persona real, exactamente como las personas del otro lado del patio, como
la que se desnudó tras los visillos, como la gente con la que me cruzo en el
parque. Yo soy Camila Dickinson y nadie más, y nadie más puede ser yo.
Entonces, ya no me importó tanto que la gente no pensara en mí. Sin embargo,
me asusté de nuevo y quise llorar, pero no podía, porque aún creía que si una
persona llora el día de su cumpleaños, llora todos los días de ese año.
—Yo también me acuerdo de cuando descubrí que yo era yo misma —dijo
Luisa—, pero no fue así. Fue un día en que me enfadé con Frank en el parque; le
tiré una piedra que le hirió en la cabeza y perdió el conocimiento. Pensé que le
había matado y, de repente, me di cuenta de que era yo la que lo había hecho.
Es fascinante ¿no, Camila? Me gustaría saber si todo el mundo lo recuerda, ¿qué
crees tú?
—No lo sé —dije.
Luisa cogió de nuevo el cuaderno y el lápiz, escribió algo y dijo:
—¿Y por qué no fue tu madre contigo? ¿Estaba enferma o le pasaba algo?
—Sí. Estaba muy enferma. Creo que estuvo al borde de la muerte.
—¿La llevaron al hospital? —preguntó Luisa, con vivo interés por todo lo
concerniente a enfermedades y hospitales.
—Sí, la mañana del día de mi cumpleaños. Fue el cumpleaños más horrible
que he tenido.
—¿Fuiste a verla al hospital?
—Sí. Vino mi abuela, la abuela Wilding, y me llevó en taxi. Recuerdo que
fue un trayecto especial.
—¿Por qué?
—Bueno... todo parecía peor, porque la gente con que nos cruzábamos en la
calle no sabía que mi madre estuviera enferma, ni que fuera mi cumpleaños, ni
que yo estaba asustada. Sencillamente, hacían su trayecto habitual, como si no
hubiera pasado nada.
—Sí —dijo Luisa—, lo entiendo. Tiene gracia lo que ayuda el que la gente
sepa las cosas, ¿verdad? Cuando Mona y Bill se pelean, parece importarme
menos cuando te lo cuento y sé que tú también lo sabes. ¿No te dijeron lo que le
pasaba a tu madre?
—No. Supongo que era demasiado pequeña para que se preocuparan de
decírmelo. Yo sólo estaba asustada. Pensaba que, si mi madre tenía que estar en
el hospital el día de mi cumpleaños, es que iba a morirse.
—Bien, continúa —dijo Luisa.
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—¿Te da igual que tus hijos se pasen la mayor parte del tiempo en las
calles? —preguntó Mona. Hubo un ruido, como si Bill le hubiera dado un
puntapié a un mueble, pero no dijo nada—. ¿Cómo puedes ser tan insensible?
—dijo Mona, ahora en voz alta y estridente—. ¡No he conocido en mi vida a
nadie tan indiferente como tú! ¿No te importa nada? ¿Nada en absoluto?
Bill seguía sin decir nada, pero le oímos trasladarse de un asiento a otro y el
ruido de un cenicero cayendo al suelo.
—¡Todo lo que haces es fumar! —gritó Mona—. ¡No te preocupan más que
esos condenados cigarrillos! ¡Tendrían que matarnos a los niños y a mí para que
te preocuparas! —Oscar ladraba nervioso—. ¡Lárgate de aquí, bestia
repugnante! —le gritó Mona.
Luisa inclinó la cabeza sobre su cuaderno de psiquiatra y fingió estar
ocupada escribiendo. Pero yo la había visto enrojecer cuando Mona empezó a
gritar y, luego, palidecer. Ahora, mientras su lápiz se movía nerviosamente por
el cuaderno, su rostro estaba lívido y su pelo refulgía, caído sobre las mejillas.
La miré y desvié la vista y contemplé de nuevo la parte inferior de la litera
superior.
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Aunque no pueda explicarlo bien —dijo Luisa con voz vacilante—, sé que
lo que has dicho es muy significativo. ¿Puedes decirme algo más? ¿Recuerdas
alguna otra cosa?
Yo seguía tumbada en la litera inferior, el dibujo de los muelles impreso en
mis ojos, y recordé. Recordé algo que había apartado tan profundamente en los
más oscuros recovecos de mi mente que, hasta ese momento, era como si lo
hubiera olvidado completamente. Es extraño que hubiera olvidado algo tan
enormemente importante y recordado, por el contrario, otras cosas. Mi
memoria debe haberlo rechazado deliberadamente, porque era algo que no
soportaba recordar; sería imposible vivir despreocupada y felizmente con ese
recuerdo.
Las palabras que Mona acababa de decir a Bill, removieron repentinamente
los nublados sedimentos de mi mente e hicieron aflorar a primer plano este mal
recuerdo. Cerré los ojos para evitar la mirada de Luisa intentando concentrarse
en su psicoanálisis, para no escuchar lo que Mona le estaba diciendo a Bill.
Siguió escuchándose la voz de Mona desde el salón, pero yo no oía ya sus
palabras, porque en mi mente sólo tenía cabida el recuerdo que acababa de
despertarse y se abatía sobre mí.
—Sucedió en verano, cuando estábamos en Maine. Yo tendría cuatro o
cinco años. Era a mediados de verano y recuerdo el ambiente lánguido, cálido y
verde. Mi abuela Wilding iba a venir a pasar dos semanas con nosotros; mi tío
Tod Wilding la traía en coche y los esperábamos para la hora de cenar. Me pasé
todo el día preguntando: «¿Cuándo llega la abuela? ¿Cuándo llega la abuela»?,
y mi madre o Binny me respondían: «Llegará para la cena.» Pero llegó la hora
de la cena y la abuela no apareció.
Binny me subió al piso superior, me desnudó, me bañó, me puso el pijama
y me dijo que bajara a darles las buenas noches a mamá y papá. Bajé y me
detuve en el quicio de la puerta que daba al porche y vi a mi padre sirviendo
dos cócteles, uno para él y otro para mi madre. Mi madre estaba sentada en una
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mecedora de color verde y se mecía hacia adelante y hacia atrás, corriéndole las
lágrimas por las mejillas; no me atreví a acercarme a ellos. En ese momento, mi
madre se inclinó hacia adelante, se limpió las lágrimas con el dorso de la mano
y dijo con voz trémula y enfadada:
—¡Cómo puedes ser tan insensible! Tod y mamá deberían estar aquí hace
horas, tenían que estar ya a no ser que... y tú estás ahí, sentado, bebiendo un
cóctel, como si no hubiera pasado nada.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó mi padre, con el rostro pétreo de una
de las estatuas del Metropolitano.
—¡Quiero que te preocupes! —dijo mi madre, llorando—. ¡Quiero que te
des cuenta de que la preocupación me está poniendo enferma! Sé que algo
horrible ha... y tú te limitas a quedarte ahí sentado con tu cóctel, sin hacer nada.
Todo lo que te preocupa es tu cóctel.
—No puedo hacer nada, Rose —dijo mi padre sosegadamente—. He
llamado a casa de tu madre y no hay nadie, así que no hay duda de que han
salido. Si no han llegado a las diez, llamaré a Marge y a Jen, pero no quiero
intranquilizarlas, a menos que sea absolutamente necesario —esto sucedía antes
de que se casara tía Jen, cuando aún vivía con tío Tod y tía Marge.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó mi madre—. ¡Dios mío!
—¿Te haría más feliz que me pusiera a pasear nervioso arriba y abajo y que
torciera la cara con gesto de angustia? —preguntó mi padre—. Ahora no se
puede hacer nada, salvo esperar y confiar. No creo que demostrar ansiedad
pueda ser de ninguna ayuda.
—No me preocuparía tanto si de verdad te importara —dijo mi madre—, o
si procuraras estar tranquilo por consideración hacia mí. Pero a ti no te importa.
Te tiene sin cuidado que Tod y mamá... no te importaría nada que hubieran
tenido algún accidente.
—¿No te estás poniendo un poco histérica, Rose? —preguntó mi padre—.
Han podido retrasarse por muchos motivos.
Pero mi madre negó con la cabeza.
—No, no. Tú siempre has sido así. Nunca te preocupas por nada. Siempre
dices «Oh, todo se arreglará». Cuando mamá tuvo neumonía no te preocupó, no
te importó.
Mi padre se sirvió cuidadosamente otro cóctel y dijo lentamente:
—¿Dices eso porque crees que no quiero a tu madre, que es cierto eso de
que los hombres no quieren a sus suegras? Pues te aseguro que estás
equivocada. Estoy más unido a tu madre que lo estuve nunca con la mía.
—No, no —repitió mi madre—, no se trata sólo de mamá. Es todo. El
invierno pasado, cuando Camila tuvo sarampión y la fiebre le subió a treinta y
nueve, no te preocupó nada. Dijiste sólo que estaba recibiendo el mejor cuidado
posible y que todos los niños lo pasan... Y, cuando nació, no te preocupaste
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nada de mí. Mamá me dijo que te pasaste todas aquellas horas leyendo
tranquilamente un libro... aquellas horas en que yo sufría dolores horribles y
estaba en peligro.
—No tenías más dolores ni estabas en mayor peligro que cualquier otra
mujer que haya tenido un niño —dijo mi padre—. El de Camila fue un parto
perfectamente normal, sin ninguna complicación.
—¡No lo soporto! —gritó mi madre, furiosa—. ¡No lo soporto! ¡Cómo puede
soportar una mujer vivir con... tener que ver todos los días a un hombre que no
tiene sentimientos... completamente insensible...!
Mi padre dejó sus gafas en el brazo de la butaca y se alejó del porche,
mientras mi madre permanecía sentada en la mecedora, respirando
agitadamente y meciéndose hacia adelante y hacia atrás, sin llorar, pero
temblando de rabia.
Permanecí en el quicio de la puerta del porche hasta que me llamó Binny.
—¡Camila! ¿Te has despedido de tu madre y tu padre?
Salí entonces al porche y mi madre dejó de mecerse; me subió a su regazo y
me recosté en ella, mientras las moscas volaban zumbando fuera de la tela
metálica y los pájaros seguían trinando en los árboles. Mi madre se inclinó y me
besó en la cabeza, en las mejillas y en la parte posterior del cuello y luego me
bajó de su regazo y dijo:
—Ahora vete a la cama, nena. Cuando llegue la abuela, le diré que suba a
verte.
Subí las escaleras y Binny me acostó; corrió las cortinas verdes, me dio las
buenas noches y cerró la puerta, pero no pude dormirme. Los últimos rayos
amarillos del sol poniente taladraban las persianas y daban en el suelo, como si
fueran dardos dorados; en la cama pensé: «Abuela y tío Tod han tenido un
terrible accidente. Ha sucedido algo espantoso.»
Seguí pensando eso, asustada, hasta que, por último, me quedé dormida.
Me despertaron unas voces y unos gritos; salté rápidamente de la cama y corrí a
la ventana. Abajo, en el camino de entrada, estaba el descapotable largo y bajo
de tío Tod; fuera del coche estaban la abuela y todos los Wilding; tío Tod y tía
Marge y sus tres hijos, Podge, Toddy y Tim, y tía Jen con los brazos llenos de
paquetes. Mi madre, abrazada al cuello de mi abuela, decía llorando:
—¿Qué ha pasado, mamá? ¿Qué ha pasado?... Estábamos preocupados...
nosotros... Marjorie, Jenny, niños, estoy encantada de veros... Oh, mamá,
creíamos que os había pasado algo a ti y a Tod... que habíais tenido un
accidente o algo así.
—¿Sabes una cosa? —dijo la abuela—. Si te pasas el día pegada al teléfono,
no puede llamarte nadie.
—Pero si no hemos utilizado el teléfono en todo el día... —dijo mi madre—.
Sólo cuando Rafferty llamó a tu casa para ver si aún seguíais allí... y no contestó
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nadie, así que supusimos que habíais salido ya. Ésa fue la única vez que usamos
el... ¿Estás segura de haber llamado?
—¿Tengo por costumbre decir que he hecho algo si no lo he hecho, Rose? —
preguntó mi abuela.
—Ya sabes que tenemos una línea compartida —dijo mi padre a mi abuela
—. Probablemente, cuando habéis llamado habría alguien hablando. La gente
de ahí abajo usa el teléfono horas y horas.
—Pero si se trata de una conferencia... ¿no crees que debían hacer algo
cuando se trata de una conferencia? —dijo mi madre con voz aún excitada.
Tío Tod le pasó el brazo por los hombros y dijo:
—Ya estamos todos aquí, sanos y salvos. ¿No vas a decirnos que entremos
para cenar? No te preocupes por la comida, porque hemos traído un jamón
cocido y el maletero está lleno de cosas de la huerta y hasta hay un pavo;
además, ya ves que Jen se ha traído casi todo el A & P 10.
—Vamos dentro, vamos dentro —gritó mi madre, agitando los brazos
abiertos. Estoy encantada de veros a todos, queridos, y de que os quedéis toda
una semana. ¿Todos? Eso va a ser... y Camila lo pasará estupendamente con los
niños.
—¿Dónde está Camila? ¿Dónde está Camila? —los niños estaban ya
cenando cuando pasaron dentro. Yo bajé corriendo las escaleras, gritando,
seguida de Binny, que llevaba mis zapatillas.
Tía Marjorie me cogió y me abrazó.
—Con una noche tan templada como ésta no necesitas zapatillas ¿no,
diablillo? —los niños saltaban de alegría y yo supliqué—: ¿Puedo quedarme a
comer con vosotros?
—¿Qué te parece, Raff? —dijo mi madre—. ¿Crees que está bien?
—Eso depende de ti, Rose —dijo mi padre—. Si vas a preocuparte porque
esté levantada hasta tan tarde, mándala inmediatamente arriba. Ya hemos
tenido bastantes preocupaciones para un día —su voz era baja y fría y me di
cuenta de que aún estaba enfadado con ella por las cosas que le había dicho
antes.
—¡Por todos los diablos, claro que puede quedarse! —dijo tío Tod—. Es una
niña estupenda y sana. Es bueno que los niños se salgan de su rutina de vez en
cuando. Ten dos más y no te preocuparás por Camila tanto como ahora, Rose.
Podge, mi prima mayor, dijo:
—Por favor, deja que se quede, tía Rose. Yo cuidaré de ella.
—Mañana por la tarde puede dormir una buena siesta —dijo tía Jen.
Subimos las maletas, el pavo se metió en el frigorífico y todo el mundo se
distribuyó en las distintas habitaciones. La mía era muy grande, con dos camas,
y se metieron en ella otras dos, plegables. Yo estaba enormemente excitada
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—Dije que lo primero que haría esta mañana sería venir a verte y lo he
hecho. He estado toda la mañana contigo.
—No me gustan las personas que no cumplen sus promesas —dijo Luisa.
—No he incumplido ninguna promesa. Dije que vendría y he venido.
—Yo no me refería a eso —dijo Luisa despectivamente— y tú lo sabes. No
intentes engañarme, Camila Dickinson. No me has contado nada de Jacques ni
de lo que pasó ayer tarde, ni nada de nada.
—Nunca prometí contártelo —dije.
Luisa se puso pálida, como le pasaba siempre que se enfadaba.
—Mona dijo que eres una rica mimada, que ni siquiera eras humana y tiene
razón. Vete con Frank si quieres. Haz con él lo que te apetezca, pero no esperes
mi ayuda nunca más. Y, en cuanto a ti, Frank Rowan, me sorprende verte tan
sociable, sobre todo hoy.
Frank, que estaba tranquilo, se sobresaltó al decir Luisa aquello.
—¿Qué quieres decir?
—¿Es que no lo sabes? —preguntó Luisa con una sonrisa realmente
desagradable.
Frank pareció tranquilizarse.
—Sería mejor que cerraras el pico —dijo.
—Como psiquiatra, sólo sentía curiosidad por ver cómo eras —dijo Luisa
—, pero parece no importaros a ninguno de los dos.
Frank se acercó y me cogió del brazo.
—Vamos, Camila —dijo—. Salgamos de aquí —me sacó del piso. Cuando
llegamos a la calle, nos detuvimos para recuperar el aliento y Frank dijo,
bastante calmadamente, como si no hubiera pasado nada entre él y Luisa sólo
unos minutos antes—: Creía que Mona y Bill ya provocan bastantes escenas
para pensar que a Luisa le gustaba añadir otras —caminamos por la calle, yo a
su lado, sujeta por su brazo y no dijimos nada hasta llegar a una cafetería.
—Podríamos tomar una taza de chocolate caliente —dijo—, aunque no
haga mucho frío. Creo que nos vendrá bien de todos modos. El chocolate
caliente siempre va bien en noviembre. Por cierto, ¿has almorzado?
—No.
—Entonces será mejor que tomes un poco de sopa y un sandwich. ¿De qué
lo quieres?
—Igual me da. De cualquier cosa. Creo que de lechuga, tomate y jamón.
Frank encargó el sandwich para mí. Yo estaba preocupada por las cosas que
habían dicho él y Luisa y porque no sabía si él tendría más asignación que Luisa
o no, aunque pensé que, probablemente, no. Él ya había pagado el cine la noche
anterior y quería decirle que yo pagaría mi comida, pero temía que se enfadara.
En ese momento dijo:
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No, por alguna razón no me asustaba la idea de conocer a David. Sabía que
Frank no me llevaría nunca a conocer a alguien con el fin de asustarme, como a
Luisa le habría pasado, posiblemente.
—Está bien. Iremos a verle el próximo fin de semana. Vamos a dar un paseo
ahora.
Cuando paseábamos, no hablábamos. Caminamos en silencio hasta la plaza
y nos sentamos en un banco. Frank comenzó a hablar como si, de repente, le
preocupara el silencio y tuviera que llenarlo con palabras. —Antes me apetecía
ser pianista, pero tienes que ser más joven de lo que soy para llegar a ser
alguien. A veces pienso que me gustaría ser literato, porque me encantan los
hechos curiosos. ¿Sabes cómo murió Esquilo? Un águila le dejó caer una tortuga
encima de la cabeza. Y el nombre de la mula blanca con la que Mahoma subió al
cielo era Alborak. Pero ahora pienso que será mejor que me haga médico.
—¿Como Luisa? —pregunté.
—No. No como Luisa. La verdad es que no sé exactamente porqué quiere
ser médico Luisa, pero habla de ello de una forma tan rara, que estoy seguro de
que no es por el mismo motivo que yo.
—¿Cuál es tu motivo?
—Uno muy sencillo. Ser médico es estar al lado de la vida. Yo estoy contra
la muerte. La odio. Quiero hacer todo lo que pueda contra ella —a
continuación, como si todo lo que había dicho desde que salimos de su casa
hubiera sido sólo un elaborado preliminar, dijo:
—Camila, tengo... tengo que ir a ver a los Stephanowski Yo... yo estaba
intentando rehuirlo. No quería ir hoy, pe o tengo que ir.
—Está bien —dije.
—Camila, una de las cosas por la que me gustas tanto es porque eres muy
diferente a Luisa. Tú esperas a que yo te diga las cosas y Luisa no hubiera
parado de hacer preguntas —contempló una paloma que comía en el paseo las
migajas de una galleta.
—Se trata de Johnny —dijo—; Johnny Stephanowski. Era mi mejor amigo.
No he hablado de él con nadie. Ni con Luisa, ni con Mona o Bill. Sólo un poco
con David, pero no mucho, porqué él... bueno, no comprende muy bien lo que
me pasa con Johnny, aun cuando él lo comprende todo —se detuvo un
momento; tenía los dientes apretados y la mandíbula tensa.
—Los Stephanowski y yo no hemos llegado a conocernos de verdad hasta
hace muy poco, pero el tiempo no tiene nada que ver con esto —se detuvo y su
silencio era más sonoro que sus palabras. Luego prosiguió—: Johnny y yo
éramos amigos de verdad. No sólo cosas de chicos. Verdaderos amigos. Le
conocía desde que éramos niños. Su madre y su padre son dueños de la tienda
donde Mona compra sus discos. Nunca llegué a conocer a sus padres muy bien.
Johnny y yo siempre teníamos demasiadas cosas que hacer para preocuparnos
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por personas mayores. El año pasado, cuando Mona y Bill me enviaron interno,
los Stephanowski enviaron también a Johnny. Para ellos, mandar interno a
Johnny a una escuela preparatoria significaba mucho. Era... no creo que llegaras
a comprender lo importante que era para ellos, Camila. Era como si... como si
estuvieran dándole una oportunidad única. Por lo menos así lo creían ellos. Lo
pasábamos muy bien en aquella escuela. Les caímos bien a los otros chicos, los
dos jugábamos bien al fútbol y al béisbol y, aunque estuviéramos en pandilla,
Johnny y yo andábamos siempre juntos. Solíamos escaparnos de la sala de
estudios para ir a la capilla, a escuchar al señor Mitchell, el profesor de música,
ensayando al órgano. Él sabía que lo hacíamos, pero tenía buen corazón y nunca
dio parte de nosotros. Nos tumbábamos en los bancos y le oíamos interpretar
Wachet auf, ruft uns die Stimme 11, O Bone Jesu y La Pasión, según San Mateo. Puede
que sea por eso por lo que no soy igual que Luisa, Mona o Bill. Me refiero
respecto a Dios. ¿Sabes, Camila, que tumbado en las tablas de un banco puedes
sentir en tu cuerpo las vibraciones de la música? Yo la escuchaba con el cuerpo,
además de los oídos, y todo —Dios, el hombre y el universo— me parecía claro
y maravilloso. Pensaba que todo era estupendo, porque tenía libros y música y
a Johnny y allí, en la escuela, lejos de Mona y de Bill y de mi casa, era capaz de
olvidar lo mal que se portaban el uno con el otro y en mis pensamientos los veía
queriéndose, como deberían quererse las personas que están casadas. Como se
quieren los Stephanowski. Se quieren de verdad, Cam, a pesar... a pesar de
todo. El hermano mayor de Johnny, al que conocía David, murió en la guerra.
Quedan los pequeños, Pete y Wanda. La gente no debería morirse, Cam. Hay
algo terriblemente injusto en el hecho de nacer si tienes que morir. Es como
nacer sabiendo que tienes una enfermedad mortal. Johnny...
Hizo una larga pausa, mirando fijamente a una ardilla, muy ocupada en
comerse un cacahuete. Por fin, dijo:
—Uno de los chicos de nuestra ala tenía una pistola. Por supuesto que no
estaban permitidas y él la guardaba escondida. A Johnny le volvían loco las
pistolas, la cogió y se disparó —hizo otra pausa, un largo momento de fúnebre
silencio. Luego dijo, tan bajo que difícilmente podía oírle, de forma que casi
tenía que adivinar sus palabras—: No murió en el acto. No hacía más que decir
«Frank, Frank, Frank» sin cesar y me dejaron estar junto a él. Cam, no
comprendo cómo alguien puede ver morir a otra persona y seguir siendo el
mismo.
Se calló y, esta vez, el silencio tenía una cualidad; era el silencio blanco
absoluto que sigue a una nevada. Seguimos sentados en el banco, la ardilla se
subió a un árbol y la paloma picoteó la última migaja de galleta y se alejó
volando pesadamente por encima del césped. Era como si las palabras de Frank
sobre la muerte las hubiera espantado y se hubieran alejado a la zona más
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segura, donde los niños pequeños jugaban al tejo y las niñeras hacían punto
mientras los niños que cuidaban dormían en sus cochecitos apaciblemente.
No sé cuánto tiempo estuvimos sin hablar, pero cuando Frank prosiguió, su
voz no tenía ya aquel aire fúnebre de antes y me dieron ganas de llamar de
nuevo a la ardilla y la paloma: podéis volver, ya no hay peligro.
—Unas semanas después me expulsaron de la escuela —dijo Frank—.
Algún día te hablaré de eso. Vi a los Stephanowski cuando fueron, después...
después de lo de Johnny, pero cuando regresé a Nueva York pasó mucho
tiempo antes de que fuera a verles. No quería hablar de Johnny con nadie y
supuse que ellos querrían que lo hiciera. Un día me mandó Mona a comprar
unos discos y, desde entonces, adquirí la costumbre de ir a verlos de vez en
cuando. Yo tenía la... osadía de pensar que podría serles de alguna ayuda, pero
fueron ellos los que me ayudaron a mí. Si no te importa, vayamos allí ahora.
Hoy hace un año que murió Johnny. Este año la nieve viene retrasada. El año
pasado estaba nevando por estas fechas.
—Johnny estaba lleno de vida —prosiguió al rato con voz muy pausada—,
y eso es lo que no puedo comprender. No comprendo cómo pudo irse de este
mundo, cuando no tenía porqué. No es justo, no hay derecho. Johnny estaba
empezando y tenía el mundo por delante; quería hacer muchas cosas y no tuvo
la menor oportunidad de hacer nada. ¡Eso no está bien, Camila, es horrible! —
hablaba ahora con voz fuerte y excitada. Luego se calmó un poco—. Tú eres la
única persona a la que me he atrevido a hablarle de esto. No podía hablar con
los Stephanowski porque, naturalmente, habiendo muerto Johnny es mucho
más doloroso para ellos que para mí. Me consuela podértelo decir a ti en voz
alta. ¿Te parece bien que vayamos a casa de los Stephanowski? ¿Te gustaría
venir conmigo?
—Sí —dije.
Nos dirigimos lentamente, en silencio, a la tienda de música. Nuestro
silencio era ese silencio que se encuentra en el campo y en calles desiertas a
primeras horas de la tarde, esa clase de silencio que es completo en sí mismo y
que no es preciso romperlo, porque no hay nada en él que necesite salir al
exterior. Todo lo que podía decirse entre nosotros, lo expresaba el silencio
mismo.
Cuando entramos no había clientes en la tienda y, tras el mostrador,
estaban sentados un hombre de pelo gris y una mujer. La mujer salió y abrazó a
Frank.
—Frankie, Frankie —fue todo lo que dijo y le besó como si fuera su madre.
Frank la besó también y dijo:
—Hola, señora Stephanowski —estrechó la mano del señor Stephanowski y
dijo—: Les presento a Camila. La he traído conmigo porque quiero que la
conozcan.
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—¿Frank?
—El hermano de Luisa.
—No nos has hablado mucho de Frank.
—He empezado a verle últimamente —dije.
—¿Has vuelto a casa sola? —me preguntó.
—No, me ha acompañado Frank.
—¿Te... te gusta?
—Más que nadie que haya conocido —dije, sintiendo aún la sensación de
estar paseando por las calles con Frank, en lugar de estar junto a la cama de mi
madre—. Tengo que hacer ahora mis deberes —dije—. ¿Vendrá a cenar papá?
—Sí —dijo mi madre y extendió su mano para coger la mía—. ¡Qué arisca
eres, Camila! Antes eras una chica alegre y cariñosa. ¿Qué pasa? ¿Qué te ha
pasado?
—Nada —dije. Dejé a mi madre y me fui a mi habitación a hacer los
deberes. Luego llamé a Luisa, pero no quiso hablar conmigo y me enfadé con
ella por estar enfadada conmigo. Regresó a casa mi padre y me senté junto a él
mientras se bebía su cóctel, pero ninguno de los dos hablamos mucho. Lo que
más deseaba en el mundo era ir al parque y esperar hasta mañana en el
obelisco.
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Los domingos mis padres desayunaban tarde, así que lo hice yo sola en la
cocina y me fui al parque, al obelisco. Era muy pronto para que hubiera llegado
Frank y me quedé observando a unos niños que jugaban a pasos de gigante, y
no paraban de subir y bajar los escalones del obelisco. Me sentí terriblemente
vieja. Hace un año también jugaba yo, a veces, a pasos de gigante con los niños
del parque, pero ahora me limitaba a mirarlos. Comprendí que, desde el pasado
miércoles, había vivido más que durante el resto de mi vida. Se puede sumar el
mismo número de días y obtener diferentes resultados; dos y dos no siempre
son cuatro. Hasta la exactitud de las matemáticas es variable. Suspiré y un
marinero que pasó a mi lado me silbó.
Frank también llegó pronto. No llevaba yo mucho tiempo allí, cuando llegó
y dijo:
—Hola, Camila.
—Hola, Frank —dije yo.
—¿Cómo estás esta mañana? —me preguntó.
—No lo sé —le respondí, aunque temía que mi respuesta sonara a estúpida,
pero pensaba que tenía que ser siempre honesta con Frank.
—Tampoco sé yo cómo estoy —dijo él—, así que ya somos dos.
Empezamos a caminar juntos, sin rozarnos, pero muy cerca, y Frank me
preguntó:
—¿Te gustaron los Stephanowski?
—Sí —dije—. Más que nadie desde que os conocí a Luisa y a ti.
—Tú también le gustaste a ellos —dijo Frank—. Les caíste muy bien. Y no
les gusta cualquiera.
—Frank —dije—. Con los trances tan terribles por los que han pasado... me
refiero a Johnny y el otro que mataron en la guerra... y parecían tan... tan llenos
de vida. Cuando a mí me pasa algo malo, me siento morir... pero ellos estaban
tan llenos de vida... La única forma de ser felices es estar llenos de vida. Y ellos
parecían felices.
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—Te dije que te contaría por qué me echaron de la escuela —dijo Frank—.
¿Quieres saberlo? Tiene su miga.
—Sí.
—No quisiera aburrirte ni nada de eso.
El sol se ocultó detrás de las nubes y sentí frío, como si fuera invierno. Me
arrimé más a Frank.
—No me aburrirías nunca —dije.
Nos dirigimos por el zoo hasta el recinto de los leones. La mayoría de ellos
estaban fuera de su caseta, pero uno estaba echado dentro de la suya con
aspecto triste y me pregunté si el rugido de un león como aquel llegaría al
Sherry-Netherland a través de la Quinta Avenida como llegaría a una granja de
Kenya, a través de las praderas africanas, el de un león de África. ¿Hay
praderas en Kenya? He olvidado bastante la geografía africana.
Salimos del recinto de los leones y nos detuvimos frente a una jaula de
monos con sus caritas cómicas y Frank dijo:
—En la escuela íbamos todas las mañanas y las tardes a la capilla. Hasta
que murió Johnny, eso no me preocupaba nada. Quiero decir que no significaba
mucho para ninguno de los dos. Cuando creía en Dios, cuando de verdad
suponía algo para mí, era cuando Johnny y yo paseábamos por aquí, en Nueva
York, cuando veíamos algo hermoso, como cuando empiezan a asomar las
estrellas en invierno, aún con la luz del día y el cielo adquiere ese color azul
verdoso y los árboles parecen dibujos al carbón... En esos momentos yo sentía a
Dios. Puede que se tratara sólo de lo que Mona llama panteísmo sentimental,
pero a mí me parecía que era más que eso. ¿Cuándo sientes más a Dios, Camila?
—Cuando contemplo las estrellas y cuando estoy contigo —dudé un poco
antes de terminar—: Antes no había hablado de Dios con nadie.
—¿Ni con tus padres?
—No. En realidad, no. Por lo menos de esta forma.
—Para ser atea, Mona habla muchísimo de Dios. Se pasaba la vida
discutiendo conmigo. Creo que comprendió más que nadie lo que yo sentía por
Johnny y la estúpida y horrible injusticia de lo que le pasó. Bill decía que la
única forma de progresar es que no te importe nada realmente, por muy terrible
que sea. Decía que nada debe importar en el largo recorrido de la vida, así que
no había que dejar que nos preocupara.
—Pero si las cosas no le importan a uno es como si estuviera muerto —dije.
—Claro —dijo Frank—. A eso me refiero. A eso me estoy refiriendo todo el
tiempo. Por eso mismo me preocupó tu actitud la otra noche en el cine. Mona
sabe que, sea como sea, las cosas importan. Cuando lo de Johnny dijo que
derrochar una vida así era algo asqueroso y brutal y que ningún Dios digno de
su nombre podía permitir que pasaran cosas así. Pues bien, creo que en eso
también se equivoca. Si fuera culpa de Dios, estaríamos rebajándolo a nuestro
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nivel. Es como tú decías, Cam: el que seamos estúpidos no es culpa de Dios. Por
eso es por lo que me echaron de la escuela.
—¿Qué quieres decir?
—Mira, cuando murió Johnny, el director de la escuela pronunció un
sermón en la capilla. Dijo que era voluntad de Dios el que Johnny se hubiera
ido y otras cosas por el estilo. Ya sabes a lo que me refiero.
Asentí. Al proseguir, Frank elevó el tono de voz, como le pasaba cuando
algo le preocupaba intensamente.
—Si yo creyera que Dios hizo que se disparara aquella pistola o que Dios
deseaba que Johnny muriera, no creería en Él y haría todo lo que estuviera en
mi mano para borrar Su nombre de la faz de la tierra. Pero yo no creo eso.
Me maldeciría antes de creerlo. Y me refiero, absoluta y literalmente, a lo
que acabo de decir.
Asentí de nuevo y sentí deseos de gritar de alegría. ¡Sí! ¡Sí! ¡Creemos en el
mismo Dios! El hecho de que Frank y yo creyéramos en el mismo Dios pareció
despejar mi mente y que me sintiera más fuerte y valerosa. Pero ¿cómo iba a
gritar de alegría cuando Frank seguía aún atormentado por la muerte de
Johnny?
—Me fui de la capilla antes de que terminara de hablar —dijo Frank—. Me
levanté, crucé la nave a grandes zancadas y cerré la puerta de golpe a mis
espaldas. No supe lo que hacía hasta que estuve arriba, en mi cuarto. No creo
que me expulsaran sólo por eso. Dijeron que estaba demasiado trastornado para
saber lo que hacía; me enviaron a pasar la noche a la enfermería y me dieron
algo para dormir, que me produjo un dolor terrible de cabeza la mañana
siguiente.
—¿Qué pasó después? —pregunté.
—El director me llamó a su despacho al día siguiente e intentó razonar
conmigo. Dijo que estaba tratando de animarme. Le dije que no tenía porqué,
puesto que, sencillamente, no creíamos en el mismo Dios. Me replicó que sólo
había un Dios y que o se cree en Él o no se cree. Yo dije que nadie sabía qué
Dios era ése y que lo que él intentaba es hacer a Dios a su imagen en lugar de
proceder al revés, como tenía que ser. Entonces me dijo que yo era
insufriblemente soberbio. Puede que lo fuera, pero si yo tenía que creer en su
Dios, en lugar del mío, prefería coger aquella pistola y matarme allí mismo. Él
siguió con su perorata y yo hice todo lo que pude para no escucharle; luego
dijo: «Está bien, aún estás demasiado excitado por lo de Johnny para saber lo
que piensas y lo que dices, así que olvidemos el tema durante unas semanas
para que te tranquilices y entonces volveremos a hablar.» Así, pues, esperó unas
semanas, al cabo de las cuales volvimos a hablar y me dijo que una persona que
pensara como yo no podía ser feliz en su escuela y otras tonterías como, por
ejemplo, que había querido demasiado a Johnny, así que salí de su despacho
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Madeleine L'Engle Camila
igual que salí de la capilla y tomé el primer tren para casa. Todos los chicos
fueron a verme partir. Aquello levantó una polvareda. ¡Qué estúpido era ese
chico! Los amigos no se portaron mal. No intentaron consolarme, sino que
estuvieron contando chistes, haciéndome reír y jugando. También el señor
Mitchell. Organizó varias excursiones y una vez que fui a la capilla durante el
tiempo de estudio, para escucharle tocar el órgano, se levantó y dijo—: Ven,
Rowan, y te enseñaré cómo funciona esto. Me dio una clase de órgano. Supongo
que toda la estúpida culpa de que me echaran fue mía. Pero entonces no me
preocupó lo más mínimo. Ahora lo siento. Era una forma de estar lejos de aquí.
Mona me hizo la vida imposible, y tenía razón. Probablemente Johnny me
habría dicho lo mismo. Decía que yo filosofaba demasiado sobre Dios. Puede
que sí. Lo sé, pero es lo único en que puedo usar mi mente —se detuvo y se
agarró a los barrotes del recinto del elefante. Éste avanzó pesadamente hacia un
balde de comidas, metió en él la trompa y se la llevó a la boca y luego nos miró
con sus diminutos ojos de viejo y resopló.
Frank soltó una carcajada. El elefante nos miró de nuevo, movió sus
arrugados párpados grises de forma coquetona, se dio la vuelta y nos dio la
espalda.
Yo también me reí y seguimos allí, agarrados a los barrotes, riéndonos con
ganas. Cuando nos tranquilizamos, dije:
—Te comportaste como Galileo.
—Sólo que Galileo se retractó.
—No debería haberlo hecho. Mucha gente no lo hace, como los mártires.
—Yo no quiero ser un mártir —dijo Frank—. Lo único que quiero es vivir
por siempre. ¿No quieres tú vivir por siempre, Camila?
—Sí —el elefante se alejaba de nosotros, regresando a su morada, con su
piel gris fláccida y arrugada, que más parecía una cubierta artificial que una
parte de un cuerpo vivo.
—Oye, Frank —dije—, me alegro de que te expulsaran. Si no,
probablemente estarías allí este año en lugar de estar en Nueva York.
—En lugar de estar en Central Park contigo —Frank me cogió del brazo—.
Yo también me alegro.
La semana que siguió fue una semana alegre. No vi demasiado a Frank. Era
como si tuviéramos que darnos un tiempo entre nuestros encuentros, para
respirar. No vi demasiado a nadie, excepto a Luisa, porque pensaba que se lo
debía. Desayunaba todas las mañanas con mi padre y me marchaba en seguida
al colegio. Al terminar las clases, o me iba con Luisa a la calle Novena a hacer
los deberes, o venía ella conmigo a casa. Mamá y papá no salieron a cenar fuera
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esa semana, pero Luisa y yo fuimos un par de veces a una cafetería a tomarnos
un sandwich y un batido.
El martes por la tarde vi a Frank después de clase y fuimos a casa de los
Stephanowski y escuchamos a Bach. Tenía ganas de ir con Frank a la ópera y al
Carnegie Hall. Mi madre y yo íbamos a menudo al concierto los domingos por
la tarde, pero estaba segura de que la música sonaría distinta y más grandiosa
escuchándola con Frank.
El miércoles vi a Frank en el metro, pero él no me vio a mí. Yo iba camino
de casa de Luisa y en una de las estaciones entró un grupo de chicos. Iban
cargados de libros zarrapastrosos (¿por qué los libros de los chicos están
siempre mucho más estropeados que los de las chicas?) y hablaban y reían
como había visto hacer a otros chicos antes cientos de veces y no les presté
atención hasta el momento en que empezaron a cerrarse las puertas, en que se
apiñaron en una de ellas sujetándola para que permaneciera abierta, gritándole
a un compañero, que no estaba a la vista, que se apresurara. En seguida llegó
un chico alto y delgado, jadeando y riéndose. Era Frank.
El grupo, que lo formaban sólo cuatro chicos pero que hacían tanto ruido
que parecían una banda mayor, trataban de hacerse notar. No prestaban
atención a ninguna de las personas que estábamos en el vagón, aunque me di
cuenta de que eran plenamente conscientes del interés que despertaban; daban
la impresión de estar representando. Salieron delante de mí en la estación de la
calle Octava y casi me alegré de que Frank no me hubiera visto, tan distinto
parecía del Frank que yo conocía; un Frank millones de años mayor que yo, otro
Frank que me hablaba de Dios y de la vida y la muerte, que me había enseñado
de música mucho más de lo que yo ya sabía, de cómo podía individualizar y
diferenciar los distintos instrumentos de una orquesta y de cómo la música
alimenta tu espíritu cuando está hambriento, igual que la comida alimenta tu
cuerpo. Este Frank que había visto en el metro era un chico como cualquier
otro.
Subí a casa de Luisa y me encontré con que Mona había regresado
temprano del trabajo y había enviado a Luisa a la farmacia por aspirina. Estaba
sentada en el sofá, leyendo, y me dijo que me sentara a esperar a Luisa. Era
entre semana, así que no estaba bebida, aunque tenía una copa frente a ella en la
mesa.
—¿Te gusta leer? —me preguntó, levantando la vista del libro y
observándome a través de sus gafas de montura negra.
—Sí.
—Luisa y Frank leen demasiado. Me imagino que tú leerás cosas más
apropiadas para una joven, ¿no?
—No lo sé.
—¿Has leído a Sir Thomas Browne?
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—No.
—Frank me dejó esto para que lo leyera. Escucha: «El hombre es un animal
noble, grandioso en sus cenizas y ostentoso en la tumba, que celebra las
natividades y las muertes con igual esplendor, sin omitir escenas de bravura en
su ignominiosa naturaleza. La vida es una pura llama y vivimos llevando
dentro de nosotros un sol invisible.» ¿Qué te parece eso, ¿eh?
—Creo que es bonito —dije.
—Muchos de nosotros dejamos salir el sol que llevamos dentro —Mona se
quitó las gafas, me miró sin ellas y se las volvió a poner—. La cosa más
importante es tener interés. Mientras tengas interés, tu sol permanece dentro.
Aunque, a veces, te interesas tanto y deseas más de lo que puedes alcanzar que
tu sol ardiente puede consumirte. Pienso, sin embargo, que ése es el mejor
destino, porque da la casualidad de que sigo creyendo que el hombre es un
animal noble. ¿Sabes de lo que estoy hablando? Debes saberlo, porque Luisa
dice que quieres ser astrónomo y cualquiera que desea algo tiene que saber de
lo que estoy hablando.
—Sí —dije—. Creo que lo sé.
En ese momento llegó Luisa y nos fuimos a su cuarto a hacer los deberes.
Esa noche me llamó Frank por teléfono y quedamos en encontrarnos el sábado
por la mañana en su casa.
Durante esa semana mi madre estuvo muy tranquila, con cierto aire
cansado y tristón. Carter me dijo que los días que yo iba a casa de Luisa
después del colegio mi madre salía por las tardes; pero los días que Luisa venía
a mi casa nos esperaba siempre con chocolate caliente y pastas, y Jacques no
apareció por allí. Pero cuando estaba con ella, o pensaba en ella, mis
sentimientos seguían estando muertos. Mi padre se comportaba de una forma
muy cariñosa con ella y le vi acercarse a ella y abrazarla un par de veces. ¡Pobre
papá! Deseaba fervientemente que mi padre no supiera nunca que había
hablado con Jacques por teléfono.
Tiene gracia que cuando se produce un cambio importante en tu vida tus
emociones tardan más en darse cuenta de ese cambio que tu intelecto. Esa
nueva y ofuscada forma de sentir respecto a mis padres fue el cambio más
grande que me había sucedido nunca, y no podía acostumbrarme a él. Toda esa
semana me despertaba por la mañana con la sensación de que algo iba mal, y
era mi mente la que tenía que decirle a mi corazón que eso era así porque mi
madre había hablado por teléfono con Jacques y porque mis padres eran Rose y
Rafferty Dickinson en lugar de ser mi madre y mi padre. Mi corazón trataba de
ajustarse a la infelicidad que le embargaba, sin comprender aún porqué era
infeliz e, instintivamente, buscaba el consuelo de mi madre; entonces mi mente
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le decía: «No, no puedes hacer eso más.» Y, poco a poco, mi corazón empezó a
entender lo que mi mente no dejaba de decirle todos los días: que todo había
cambiado y que ya nada volvería a ser como antes.
Durante esa semana noté que mi madre y mi padre me miraban a veces de
forma extraña, y lo sentía, porque comprendía que estaban sufriendo. Un día,
durante la cena, intenté explicarlo esgrimiendo algunas excusas, y lo único que
hice fue decir todo lo contrario de lo que debía decir y empeorar las cosas.
Estábamos comiendo ensalada y mi madre me ofreció un trozo de lechuga de
su tenedor. Mi madre estaba preciosa a la luz del candelabro y, normalmente,
en circunstancias así me quedo mirándola, con ganas de rodear la mesa y
abrazarla. Pero esa noche me limité a mirarla y me di cuenta de lo guapa que
estaba, pero de una forma fría e impersonal. La miré y, aunque me gustó, me
dio menos placer personal del que podría haberme dado un problema de
matemáticas resuelto brillantemente. Me di cuenta de que me miraban los dos y
dije:
—Supongo que me estoy haciendo mayor y, cuando los niños se hacen
mayores, no necesitan a sus padres igual que antes.
Mi madre se echó a llorar y dijo:
—Camila, ¿cómo puedes decir una cosa tan horrible?
Me acerqué a ella, porque realmente no quería disgustarla, e intenté
explicárselo diciendo que era un proceso natural, con lo que lo empeoré aún
más. La abracé y de nuevo fue como si ella fuera la niña y yo la madre, cosa que
me desagradó.
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enorme palacio y que yo era una princesa que vivía en él. Las salas que más me
gustaban eran las desiertas de gente, donde yo podía imaginarme mejor que
estaba en mi casa y los guardas eran mis esclavos, en lugar de mis enemigos. El
Museo es un lugar ideal para soñar. En las salas con estatuas hay una blancura
en la luz parecida a la blancura que refleja la nieve recién caída, sólo que, en
cierto sentido, es la nieve de un sueño y no la nieve que cae en la calle o en el
parque. Y las estatuas y los bustos son objetos surgidos como de un sueño, que
te miran sin pestañear con sus ojos ciegos y lechosos.
Luisa se detuvo delante de una estatua de estilo moderno, que representaba
a una mujer de rasgos angulosos.
—¿Qué vas a hacer el sábado, Camila? —preguntó.
—Voy a salir con Frank.
—¿Te lo ha pedido él?
—Por supuesto.
—¿Cuándo?
—Me llamó por teléfono.
—¡Ah! —dijo Luisa. Su rostro se nubló con gesto de enfado, pero todo lo
que dijo fue—: Supongo que estás en tu derecho, si así lo quieres.
—Sí —dije—. Así es —intenté explicárselo de nuevo, mirando a un
bajorrelieve de un caballo griego—. Luisa, si no te enfadaras cuando veo a
Frank... Piensa que el que yo vea a Frank no cambia nada entre nosotras. Nunca
te importa que yo pase la tarde con alguna otra chica del colegio, o que me
inviten a cenar...
—No me importa que veas a Frank —dijo.
—¿Por qué te enfadas entonces?
—Yo no me enfado —dijo Luisa.
Me volví pensando que no había nada más que decir. Pero Luisa se acercó y
me tocó ligeramente el hombro.
—Camila...
—¿Qué?
—¿Te acuerdas, hace tiempo, poco después de conocernos, que te dije que
no creía en Dios y tú te escandalizaste?
—Sí.
—¿Y que me hiciste prometerte que rezaría por la noche?
—Sí.
—Pues bien, aún lo hago.
—¿De verdad, Luisa? ¿De verdad?
—Sí. Lo que pasa es que no sirve para nada. Cuando la noche está
estrellada, miro las estrellas, como tú me dijiste que hiciera, tratando de sentir a
Dios, pero nunca lo consigo.
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—No hay bastantes estrellas sobre la ciudad —le dije—. No puedes ver
suficientes estrellas para sentir esa sensación a la que yo me refería. Tiene que
ser todo un cielo cuajado de estrellas. Entonces sentirás lo que digo.
—Cuando fuimos el verano pasado a la isla del Fuego a pasar una semana
había multitud de estrellas y no sentí nada de lo que tú decías —dijo Luisa—.
Me gustaría creer en Dios, Camila, pero parece que no puedo.
—Entonces, ¿por qué sigues rezando?
Luisa movió la cabeza tristemente.
—Creo que se está convirtiendo para mí en una especie de superstición. No
dejo de pensar en que si, a pesar de todo, existe Dios es mejor seguir rezando
por si acaso. Eso no puede hacerme daño y puede existir una ligera esperanza
de que me haga bien. Pero si existe Dios, no ha respondido a ninguna de mis
oraciones. Todas las noches rezo lo mismo. No formulo deseos. Rezo para que
las cosas entre Mona y Bill vayan mejor y para que yo pueda ser un poco más
bonita —se rió—. ¡Claro, ríe, bebe y cásate! Mientras puedas reírte de ello, todo
va bien. Toujours gai, toujours gai 13 —añadió y empezamos a subir por uno de
los huecos de escalera, atestado de grandes y absurdos cuadros.
Luisa se detuvo en el rellano de la escalera y se volvió hacia mí con la
ansiedad que la embargaba siempre que se le ocurría algo nuevo:
—Dime, Camila, ¿cuándo... cuándo te diste cuenta por primera vez de la
perfidia de los adultos? —sonrió—. Buena palabra, ¿no?
—No estoy segura de saber a lo que te refieres —dije cautelosamente.
—¡Claro que lo sabes! —Luisa movió la cabeza impacientemente y continuó
subiendo las escaleras y entró en una sala atestada de cuadros enormes de
Whistler, Sargent y Homer y otros pintores del estilo—. De los adultos que no
son Todopoderosos, que no son perfectos. Que son como una cita de la Biblia
que Mona tiene siempre en la boca. ¿Cuál es? ¡Ah, sí!: «El corazón, por encima
de todo, es traicionero y desesperadamente perverso.» Bueno, eso no es
exactamente lo que quiero decir. Pero ¿recuerdas cuándo te traicionó un adulto?
—Sí —dije.
—Claro, tú eres muy ingenua con los adultos; ni siquiera te das cuenta de
que no son más que personas. Me refería a que si recordabas algo de eso.
—Sí que lo recuerdo —dije.
—Está bien, cuéntamelo. ¿Cuándo fue? ¿Dónde? —se sentó en un banco
circular que había en el centro de la sala y me hizo sentarme a su lado.
—Fue en el colegio —dije—. Fue hacia el segundo o tercer grado, porque
era un colegio que sólo tenía hasta tercer grado.
—Bien, sigue —dijo Luisa—. ¿Quién fue? ¿Qué pasó?
Empecé a sentirme un poco confusa, pero sabía que Luisa no me habría
dejado ir tan lejos sin acabar la historia.
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El sábado por la mañana me puse mi falda más bonita y nueva, una de lana
verde, una blusa blanca y una chaqueta de punto verde. No me atreví a
ponerme el abrigo de los domingos y el sombrero, por lo que me puse el azul
marino del colegio y la boina roja; no me coloqué la boina de cualquier forma en
la cabeza, como de costumbre, sino que me pasé cinco minutos ante el espejo
intentando ponérmela de la misma forma que Michèle Morgan en una película
francesa que habíamos visto Luisa y yo.
Cuando estaba a punto de salir, me llamó mi madre a su habitación.
Llevaba una bata de manga larga para ocultar las señales que aún tenía en las
muñecas.
—¿Vas a salir, cariño? —preguntó.
—Sí, mamá.
—¿Con quién?
—Con Frank Rowan.
—¿Va Luisa contigo?
—No lo sé —dije, y era verdad. Frank no me había dicho si Luisa estaba
incluida en sus planes o no, aunque la verdad es que lo dudaba.
Mi madre frunció ligeramente el ceño y dijo: —Oye, cariño, no puedo
acostumbrarme a la idea de que tengas cita ya con chicos. Sé que es terrible,
pero no puedo hacerme a la idea de ser ya lo suficientemente mayor para tener
una hija que es casi... A veces pienso que yo no sirvo para ser madre... sé que no
he sido una buena madre para ti... pero te quiero, hija mía, sí, te quiero mucho.
—Tengo que irme —dije—. He quedado con Frank a las diez.
—Me gustaría saber si haces bien o no... Claro que hoy día todo es distinto,
desde... pero ¿está bien que salgas sola con Frank? ¿Las otras chicas salen
también solas con chicos?
—Naturalmente —dije—. Claro que está bien, mamá.
—Tendría que hablar de ello con Rafferty, pero no quiero preocuparle por
todo. ¿A qué hora volverás, cariño?
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David. No había visto nunca a nadie con el cuerpo mutilado y tenía miedo de
que mi aprensión me hiciera decir algo inconveniente, como le sucedió a Luisa.
David estaba sentado en un gran sillón. Le faltaban las dos piernas casi
desde el principio y se cubría los muñones con una manta que no le llegaba más
que hasta el borde del asiento. Tenía un libro en la mano y, al entrar nosotros, lo
dejó en una mesita que tenía al lado. En un rincón había una silla de ruedas
plegable. Frank se acercó a él y le estrechó la mano y yo me acerqué también.
—David, te presento a Camila Dickinson —dijo Frank—. Es amiga mía y
quería que la conocieras. Camila, te presento a David Gauss.
David alargó la mano y se la estreché. Su mano era fuerte y segura y me
quedé mirándole a la cara, mientras retenía mi mano entre la suya.
Parecía mayor de veintisiete. A esa edad, evidentemente, se es adulto pero
no viejo, y David parecía viejo, no obstante la gran cantidad de pelo castaño
oscuro que exhibía, que parecía necesitar un peinado. Su rostro era muy
delgado y los ojos muy hundidos en sus cuencas. Tenía profundas arrugas a
ambos lados de la boca, como si tuviera que mantener frecuentemente los
dientes apretados para no gritar. Su nariz, fina y delgada, era curvada como el
pico de un águila.
—¿Así que eres amiga de Frank? —me preguntó.
—Sí.
—¿Cómo te hiciste amiga de él?
—Su hermana y yo vamos al mismo colegio.
—No es razón suficiente para ser amigos, ¿qué más?
—Hemos hablado.
—Ese motivo es mejor. ¿Luisa es también amiga tuya?
—Sí. Es mi mejor amiga. Quiero decir...
—¿Quieres decir que era tu mejor amiga? —preguntó David y sonrió de
forma extraña.
Sí, eso era exactamente lo que quería decir, aunque no había caído en la
cuenta de que era verdad, hasta que le dije a David que Luisa era mi mejor
amiga.
—Sí —dije y miré fijamente a los ojos grises de David. Eran del color del
agua en una día de invierno sin sol, en el que las nubes son bajas y el viento
cortante, y el agua está helada, a punto de congelarse.
—En otras palabras —dijo David—, que te gusta más Frank que Luisa.
—Sí.
—Va a ser duro para Luisa, pero así es la vida; antes o después Luisa tendrá
que aceptar las cosas. Frank, ve y dile a Ma que nos traiga un poco de café.
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—Yo no hago el café tan bien como la señora Gauss —dijo—, así que si no
está bueno, podéis echarme la culpa a mí. A Dave y a mí nos gusta solo. ¿Cómo
lo quieres tú, Cam?
—Lo tomaré también solo —jamás había tomado antes el café solo. A mi
madre no le gusta que tome café y siempre tomo cacao para desayunar o, a
veces, té; las pocas veces que había tomado café había sido con mucho azúcar y
crema, o al estilo francés, con la mitad de leche caliente. Éste sabía horrible.
—¿Qué tal una pasta, Frank? —propuso David.
—De acuerdo —Frank volvió a salir. Me di cuenta de lo largas que eran sus
piernas. Al no tenerlas David, parecían mayores. Eran unas piernas largas,
delgadas y desgarbadas cuando andaba. Yo soy alta para mi edad, pero Frank
es mucho más alto que yo.
—Sí, Camila —dijo David, tan pronto como Frank hubo salido de la
habitación—. Eres, con mucho, la chica más agradable que ha traído Frank para
que yo conociera.
—¿Te ha traído otras chicas para conocerlas? —pregunté—. Quiero decir,
además de Luisa.
David me miró y levantó una de sus oscuras y picudas cejas.
—Unas pocas. La mayoría de ellas muy bonitas, pero ninguna de ellas valía
la pena. Me encanta que Frank te conociera a ti. Sería mejor que tuvieras diez
años más pero, niña o no, me alegra que seas amiga de Frank. No me gustaba
nada esa chica italiana con la que iba. ¿Cómo se llamaba? Sí, Pompilia Riccioli.
No, tú le convienes mucho más a Frank que Pompilia, aunque seas tan
jovencita.
Me empezaba a cargar el nombre de Pompilia Riccioli. Riccioli de Bolonia le
puso nombre a la mayor parte de los cráteres de la luna y me gustaría poder
sepultar a Pompilia en uno de ellos.
Llegó Frank con las pastas y él y David se pusieron a hablar del país y del
mundo. En cierto sentido, los sucesos de actualidad que nos explican en el
colegio no me interesan tanto como los hechos históricos. La Revolución
Francesa me interesaba mucho más de lo que pasaba aquí o en Europa.
Pero, mientras hablaban Frank y David, comenzó a interesarme más; no era
preciso estudiarlo más en la escuela, era algo que tenía que ver directamente
conmigo, Camila Dickinson. Era algo que podía tener una gran influencia sobre
mi vida futura.
Recordé entonces lo que Frank y yo habíamos comentado en el parque, de
que ser feliz es estar lleno de vida. Lo recordé, porque en aquel momento me
sentía más llena de vida de lo que me había sentido antes y eso me hizo
enormemente feliz.
A veces me pregunto porqué resulta mucho más fácil descubrir la tristeza
que la felicidad, aun cuando la felicidad sea tan grande que pueda hacerte
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olvidar la tristeza. No sería capaz de describir lo que sentía cuando estaba con
Frank y lo que sentía esa mañana, hablando con Frank y David, aunque las
cosas de que hablaban no fueran agradables. Puede que no estuviera bien
sentirse llena de alegría, mientras Frank y David hablaban de tragedias, de las
que David era un ejemplo, pero no pude evitarlo.
El ambiente de la habitación, aun cuando hablaban de muerte y
destrucción, era vivificante y constructivo. Ésa era la clase de gente que
pertenecía a la vida, la clase de mundo en el que yo quería crecer. No la gente,
como mi madre, a la que no le gustaba hablar de guerras ni de futuro, ni de
nada desagradable, que pertenecía a la muerte y al pasado. Debía tener un
aspecto muy serio mientras pensaba en esas cosas, porque Frank cortó una
larga disertación y dijo:
—Siento que te estemos angustiando, Camila, pero creo que cuando se llega
al final de una civilización hay que ser consciente de ello.
No me parecía, sentada allí y escuchando a Frank y a David, que la
civilización estuviera acabándose, sino empezando.
Lo sorprendente fue que, mientras hablábamos de guerra, de odios y
maldades y de amor y vida, dejé de repente de odiar a mi madre. No fue que
sintiera por ella lo que había sentido antes, en aquella época segura y exenta de
complicaciones, sino que dejó de herirme que fuera Rose Dickinson. Excitada
como estaba por ser Camila Dickinson y sentirme llena de vida, comprendí que
sería capaz de nuevo de abrazar a mi madre y besarla con cariño al darle las
buenas noches. Podía quererla, a pesar de Jacques. Intenté entonces no odiar a
Jacques, pero todo lo que pude conseguir fue difuminar su recuerdo en mi
mente.
Volví mis pensamientos a Frank y a David, y a las cosas que discutían, y le
pregunté a David:
—¿Va a haber otra guerra mundial? —me olvidé de mi madre y de Jacques
y me estremecí.
David me miró y había rabia en sus ojos.
—¿Tú qué crees? —dijo.
—Yo... no lo sé —hice un esfuerzo por mantenerme firme en la silla, porque
no quería que David o Frank notaran mi temblor.
David me miró durante un buen rato, con la boca tensa de dolor, aunque no
podría decir si le dolía el cuerpo o el corazón.
—Siempre hay otra guerra —dijo—. Así ha sido siempre y así seguirá
siendo. Frank irá a ella y volverá como yo, o volverá ciego, o sin manos o sin
brazos. O no volverá. Puede que sea demasiado optimista. Quizá no exista nada
adonde volver. Sólo un inmenso agujero en el universo, como muestra de
donde vivía, y se suicidó, nuestra peculiar raza de locos. ¿Te asusto, Camila?
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¿Te preocupa lo que digo? No puedo evitarlo. Ya eres bastante mayor para darte
cuenta de estas cosas.
—Sí —dije.
—Ningún hombre puede participar en un exterminio en masa y no perder
su conocimiento del valor de la vida humana. Porque tiene un valor, Camila.
Incluso una vida como la mía. La vida es el mayor regalo que pueda uno
imaginarse, pero antes de que naciera cualquiera de nosotros, ya la habían
desprovisto de la mitad de su valor. Una planta que pugna por aflorar a la
primavera, a través de la dura tierra y que, de alguna forma, sabe en lo más
profundo de sus raíces que ha de llegar la primavera, la luz y el calor del sol,
tiene más valor y conoce mejor el valor de la vida que cualquier ser humano
que yo haya conocido. Toma como modelo esa planta, Camila. Ten el valor de
hacer que tu cabeza sobresalga de la oscuridad.
—Le dije a Camila que su educación había sido deficiente —dijo Frank
sonriendo—, pero tú la estás mejorando más rápidamente aún de lo que yo me
hubiera imaginado, Dave.
—¿Demasiado para ti, Camila? —preguntó David.
—No —dije, y era verdad. Estaba un poco asustada, pero era, al mismo
tiempo, un temor agradecido porque estuvieran hablándome de aquella forma
y porque se tomaran la molestia de mejorar mi educación. David había dicho
que las otras chicas que habían ido a verle con Frank no valían la pena.
¿Significaba aquello que él creía que yo sí valía la pena?
—Tras la última guerra —siguió diciendo David—, me refiero a la anterior
a la mía, quedó una generación frustrada. La diferencia era que, entonces, todo
el mundo era consciente de su frustración. Querían ser unos seres frustrados,
perdidos. Disfrutaban con ello. En realidad no estaban asustados. Aún tenían
un futuro ante sí. Somos nosotros los que estamos realmente perdidos. No me
refiero a mí o a cualquiera al que la guerra haya destrozado personalmente, sino
a todos los chicos de hoy. Tú, Camila. Frank. Vosotros no queréis ser unos seres
perdidos.
—No —dijo Frank.
David levantó su taza vacía.
—Sírveme otra taza de café —mientras tomaba un sorbo del nuevo café y
volvía a dejar la taza en la mesa, dijo—: ¿Crees que Dios siente su creación —el
mundo y sus habitantes— de la misma forma que un escritor siente su obra?
¿La misma alegría a la hora de la inspiración y luego la tremenda depresión
cuando se desvirtúa la nobleza de su concepción? No tendríamos nada que
reprocharle si arrancara sus páginas de la máquina de escribir y las arrojara al
fuego —me miró incisivamente—. ¿No tienes nada que decir, Camila?
Negué con la cabeza.
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—Mira. Frank —dije—, es la primera vez que yo..., bueno, yo sabía que
había habido una guerra y todo lo que eso implica, y he visto escenas terribles
en los noticiarios de cine, pero... no sabía nada. No me lo imaginaba. Frank, creo
que la mayoría de la gente no se lo imagina.
Al principio de conocer a Luisa tenía la sensación de que ella me dejaba
vislumbrar mundos que desconocía, algo así como si me diera un telescopio
para observar con él las estrellas. Sin embargo, ahora me daba cuenta de que el
telescopio de Frank era mucho más potente que el de Luisa; o puede que fuera
sólo que era más apropiado para mis ojos.
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—¡No, Raff! —dijo mi madre con presteza—. No saques tu mal humor con
Camila.
—¿Estás de mal humor, papá? —pregunté.
—Eso dice tu madre.
—Camila, cariño, me alegra tanto que disfrutaras... —dijo mi madre—.
Frank tiene que ser un chico estupendo para haberte hecho pasar un día tan
feliz ayer.
—Sí —pensaba en aquel día y me sentía contenta y feliz, aunque al mismo
tiempo tenía miedo de que no volviera a haber otro igual.
—No me gusta que estés sola hasta tan tarde por la noche —dijo mi padre.
—No estaba sola. Estaba con Frank.
—Frank es sólo un crío.
—Tiene diecisiete años —dije—. El año que viene irá a la Universidad.
—¡Oh! Dejemos que disfrute estas últimas semanas, Rafferty —dijo mi
madre.
Mi padre hizo un gesto de contrariedad. Yo me sentí, de pronto, muy
asustada.
—¿Qué significa eso de estas últimas semanas? —pregunté.
—Camila, cariño —dijo mi madre—, tu padre y yo hemos... Estoy segura de
que es lo mejor para ti, lo mejor de todo... Le hemos dado muchas vueltas.
—¿A qué? —pregunté.
Mi padre se volvió y me miró.
—Camila, ahora tengo que irme. Me gustaría tener tiempo de hablar antes
de marcharme, pero no puedo. Hablaré contigo cuando vuelva.
—¡Quiero saber lo que pasa, ahora! —exclamé, sintiendo pánico.
—No tengo tiempo de hablar contigo ahora, querida —dijo mi padre—.
Volveré a la hora de la cena y hablaremos entonces.
—Voy a salir después de cenar —dije—. Por favor, papá, ¿de qué se trata?
—¿Con quién vas a salir después de cenar? —preguntó mi padre—. ¿Con
Luisa o con Frank?
—Voy a ver a David —dije—. David Gauss. Le prometí que iría a jugar al
ajedrez con él.
—Camila —dijo mi padre—, realmente eliges los momentos más
inoportunos... ¿Quién demonios es David Gauss? ¿Dónde le has conocido y por
qué razón vas a ir a jugar al ajedrez con él?
—Vete, Raff —mi madre se sentó en la cama e hizo un gesto de
desesperación—. Yo hablaré con Camila.
—Voy a quedarme el tiempo necesario para enterarme de quién es David
Gauss —dijo mi padre.
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—Arreglado —dije a Frank—. Dice que está bien —sentí como si una
bandada de pájaros se hubiera introducido dentro de mí y me llevara volando
hacia el sol.
Mi padre me atrajo hacia sí.
—Siento haber estado antipático antes. Estoy intentando hacer un sinfín de
cosas en poco tiempo y eso hace que esté irritable. Tengo que irme ahora —me
dio una palmadita en el hombro y se volvió a mi madre—: Lo siento, Rose. He
sido un estúpido. Perdóname.
Mi madre le echó los brazos al cuello y le abrazó. Lo extraño fue que no la
había visto hacerlo antes, pero ahora se abrazó a él como a mí me hubiera
gustado abrazar a Frank. Me alejé hacia la ventana, porque pensé que no debía
mirar.
Mi padre se quedó unos instantes sujetando a mi madre.
—Está bien, Rose. Suéltame. Cálmate —dijo.
Me volví y vi el rostro de mi madre, lívido como si mi padre la hubiera
golpeado.
—¡Oh, Raff...! —dijo.
—De acuerdo —dijo mi padre—, dilo. Dilo de una vez.
—He intentado decírtelo muchas veces, pero nunca te ha interesado.
Noté que mi padre trataba de ser paciente.
—¿Qué es lo que has intentado decirme?
—No puedo decirlo ahora. Quiero decirlo y no puedo. Te he abrazado...,
te..., te he besado porque te quiero mucho y el tiempo es muy corto; en el mejor
de los casos es muy corto el tiempo que tenemos para vivir y disfrutar y te he
abrazado porque quiero quererte mientras pueda y saber que te estoy
queriendo, sólo que no sirve de nada porque tú no tienes miedo.
Comprendí que se habían olvidado de que yo estaba en la habitación,
medio oscurecida por las cortinas de las ventanas y no quería moverme, porque
pensaba que lo que mi madre trataba de decirle a mi padre era tremendamente
importante y si hacía el menor movimiento, algo que les recordara que yo
estaba allí, podría estropearlo todo.
—Jacques tiene miedo. Por eso es por lo que... —dijo mi madre.
—¿Por lo que qué? —preguntó bruscamente mi padre.
—Por lo que nos asimos uno al otro, porque los dos tenemos miedo y hay
muy poco tiempo para el amor y el solaz.
La voz de mi padre fue ahora ruda:
—Dices eso casi en el mismo instante que me estás diciendo que me
quieres.
Mi madre dio un grito de desesperación.
—¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡He intentado decírtelo otra vez y no lo entiendes!
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15 New York University: Universidad (estatal) de Nueva York. (N. del T.)
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—Prefiero ravioli —dije, y añadí—: Luisa dijo el sábado pasado que ibas a
comer con Pompilia Riccioli —nada más decir esto me di cuenta de que había
sido una estupidez, que molestó a Frank.
—¿Y qué? —dijo—. Eso no le importa a nadie, pero comí con David.
—No era mi intención... —comencé a decir, para terminar titubeante—. Lo
siento, Frank.
—Olvidado —dijo Frank—. Luisa sólo... ¡Oh, vamos, olvídalo! Háblame de
las estrellas. Me gusta oírte hablar de las estrellas. Me gusta oírte hablar de las
estrellas. ¿Qué diferencia hay entre una estrella y un planeta? ¿Cómo los
distingues?
—La forma más sencilla es por el titilar de las estrellas, cosa que no hacen
los planetas.
—Sigue —dijo Frank—. Háblame de los planetas.
—Bien... Mauricio es el que está más cerca del Sol y le siguen Venus, la
Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Plutón. Kepler creía que debía haber un
planeta entre Marte y Júpiter, porque la distancia que hay entre ellos es
muchísimo mayor que la que hay entre otros planetas, y así fue como Piazzi,
cuando buscaba ese planeta, descubrió el primer planeta menor.
—Cuéntame algo de Saturno —dijo Frank—. ¿No es el que tiene un anillo?
—Sí —dije—. Tiene un anillo que proyecta una gran sombra. Por eso se
puede ver tan fácilmente, pero en realidad es tan delgado como un papel. Otra
cosa interesante de Saturno es que, algunas veces, si estás en un lugar donde las
estrellas lucen resplandecientes, da una sombra que puede verse.
—Nunca pensé que las estrellas dieran sombras —dijo Frank—. Me
pregunto si alguien habrá escrito algún poema o algo así sobre esto. La verdad
es que sabes mucho.
Negué con la cabeza.
—No, no sé mucho. No sé nada en absoluto. Lo que yo sé está al alcance de
cualquiera. Con eso no empiezo a convertirme en astrónomo. Tendré que
estudiar matemáticas superiores. El álgebra y la geometría que estudiamos en el
colegio no son, en realidad, nada.
—Este verano —dijo Frank— tenemos que ir al campo para contemplar las
estrellas.
Pensé que si Frank hacía planes para el verano, yo no podía ser sólo otra
Pompilia más.
Cuando terminamos de comer, Frank me acompañó a la calle Perry.
—Ahora tengo que ir a casa a estudiar un poco, Cam. Dame un telefonazo
cuando quieras irte a tu casa y vendré en seguida a buscarte. No tardaré más de
cinco minutos.
—De acuerdo —dije.
Frank saludó a la señora Gauss y se fue diciendo:
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cuándo quiero que te vayas —aún tenía mi mano entre las suyas—. Camila,
puesto que esta noche estoy en la cama, he estado pensando en la mejor forma
de jugar nuestra partida. Si no te importa, podrías acercarme la mesita de
hospital; tú podrías sentarte a los pies de la cama; no tengo piernas que
pudieran molestarte ¿Es eso..., te parece bien?
—Sí —dije. Desprendí mi mano de las suyas y acerqué la mesita de hospital
desde el pie de la cama hasta una posición cercana a él.
—Las cartas y el ajedrez están en el último cajón de mi escritorio —dijo.
Las saqué y me aupé a los pies de la cama, y me senté frente a él con las
piernas cruzadas. Empezamos con un solitario doble. Me enseñó algunos juegos
nuevos y yo le enseñé a él un par de ellos que no conocía. Daba gusto jugar con
él. Normalmente, cuando juego a las cartas con Luisa o con cualquiera de las
chicas del colegio, me resulta muy fácil ganarlas y tardan tanto en pensar las
jugadas que acabo aburrida. Este año, algunas de ellas han empezado a
organizar lo que ellas llaman partidas de bridge; la mayoría de ellas no saben
jugar a las cartas; se sientan y cotillean de las otras chicas que están en la
partida y así tienen algo de qué discutir. Pero la mente de David funcionaba
rápida e inteligentemente. Me olvidé de que estaba sentada en la cama de
hospital, justamente en el sitio donde debían haber estado sus rodillas,
pensando sólo en el juego.
Al cabo de un rato, dijo:
—Hablemos un poco y dame ocasión de descansar un rato; luego
jugaremos al ajedrez.
—De acuerdo.
—Oye —dijo—. ¿Te importa servirme un vaso de agua y darme una pastilla
de esa caja? Gracias, cielo. ¿Sabes que eres una buena chica, Camila? Una chica
muy buena —me miró y sonrió—. He llegado a un punto en que me
desentiendo de la gente que no me interesa. Si me preocupo por ella, acabo
agotado. Tú me interesas mucho, ¿sabes? Presiento que estás en medio de un
período de cambio, de madurez. De repente se están despertando dentro de ti
cosas que habían permanecido dormidas hasta ahora. Como esa planta que sale
a la primavera. ¿No es así, Camila? Te estás despertando de pronto, ¿no?
—No lo sé —dije—. Ciertamente no me siento como si fuera una planta y, si
lo que siento es despertar a la madurez, es una cosa terriblemente confusa.
—¿No crees que la planta también se siente confusa? El cielo y el sol deben
parecerle terroríficos, después de la oscura seguridad que le daba estar
enterrada en tierra.
—Entonces no entiendo por qué sale —dije.
—Frank tiene razón. La vida es mucho más valiosa que la muerte. Jung dice
que no hay nacimiento sin dolor. Eso es cierto, ¿no, Camila?
—Sí —dije.
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—¡Vaya, Camila!
No dije nada; fue como si me quedara muda y miré, primero a Jacques y
luego a Frank, con la voz y la mente paralizadas.
—Este debe ser Frank Rowan —dijo Jacques en tono divertido—.
Encantado de conocerte. Yo soy Jacques Nissen.
—¿Cómo está usted? —Frank, un poco desconcertado, le dio la mano a
Jacques.
—¡Qué aspecto tan encantador tienes esta noche, Camila! —dijo Jacques
superficialmente—. Espero que hayas pasado una tarde agradable.
Me estaba volviendo el don del habla.
—Sí, gracias —dije.
—Bien, buenas noches, querida —dijo Jacques—. Buenas noches, Frank.
—Buenas noches —dijimos al unísono Frank y yo, y Jacques siguió su
camino.
—Camila... —dijo Frank, que parecía desconcertado.
Puesto que estaba con Frank y pensaba que tenía que decirle la verdad o lo
confundiría todo, dije:
—Ese era Jacques Nissen. Yo..., yo le vi... —quería decirle que había visto a
Jacques besando a mi madre, pero no pude decírselo—. Mi madre ha estado
viéndose con él —dije—. Ella le ha debido hablar de ti. Me dijo que no iba a
volver a verle. Me mintió.
—Puede que haya venido a ver a otra persona.
—Es posible —dije—, pero no lo creo. Si conociera a otra persona que
viviera aquí, yo lo sabría. Además, sabía quién eras tú. No podría saberlo a
menos que se lo haya dicho mi madre. No quiero ir a mi casa, Frank.
—Escucha —dijo Frank—. Yo me quedaré contigo y pasearemos toda la
noche, si tú lo quieres, pero primero ve al vestíbulo y llama por teléfono a tu
madre para decirle que no vas a ir ahora. Le prometí que te traería a casa y no
quiero que tus padres te prohíban verme. Y ya sabes que pueden hacerlo.
—No pueden prohibirme que vea a quien yo quiera.
—Será mucho mejor que no piensen que te estoy pervirtiendo.
—¿Qué es lo que será mejor?
Frank sonrió.
—Que no piensen que te estoy pervirtiendo.
—Está bien, llamaré a mi madre —dije.
Llamé desde el teléfono interior de la casa. Contestó Carter que, al parecer,
había vuelto temprano su noche libre.
—Quiero hablar con mi madre —dije.
—¡Ah, es usted, señorita Camila! —dijo—. ¡Qué pena que no estuviera aquí
hace unos minutos! Se acaba de marchar el señor Nissen y ha dicho que sentía
mucho no verla.
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—No, gracias. Tengo que volver a la parte sur, señora Dickinson. ¿Le
importa que recoja mañana a Camila, después del colegio, y la lleve a cenar
conmigo? La traeré pronto, así que tendrá tiempo de sobra para hacer sus
deberes.
—Sí, está bien —dijo mi madre, vacilante—. No sé..., sí, creo que sí, Frank.
—Muchas gracias, señora Dickinson. Buenas noches. Buenas noches, Cam.
Aunque aún estaba rabiosa por dentro por haber visto salir de casa a
Jacques, algo dentro de mí gritó con júbilo: «¡Mañana voy a ver a Frank!»
—Buenas noches, Frank —dije en voz alta, viendo cerrarse la puerta tras él.
Mi madre me pasó un brazo por los hombros e intentó atraerme hacia ella,
pero, al sentir su contacto, me puse rígida. No fue algo que hice a propósito,
pero no pude evitarlo.
—Cariño —dijo ella—, ven, por favor, a mi habitación y hablemos. Por
favor.
La seguí a su habitación. Se sentó en el diván, colocó los pies encima de él y
se abrazó las rodillas.
—Siéntate, cariño, por favor.
Me senté en el taburete de su tocador y aguardé. No sabía qué iba a
decirme ni yo podía decirle nada.
—Tú sabes que he estado esta noche con Jacques —fue una afirmación, no
una pregunta.
—Sí —dije.
—¡Oh, cariño, no me condenes sin...! No soy totalmente mala. Podría
sentirme celosa de ti, porque eres joven y cada día estás más guapa, mientras
que yo me estoy haciendo vieja y no puedo esperar que mi belleza dure
siempre. A mí me ha gustado siempre ser guapa, Camila. Me ha gustado
demasiado. Si no hubiera sabido que era guapa, no hubiera esperado nunca que
tu padre me quisiera. Si no hubiera sido guapa, habría sido todo lo que Rafferty
desprecia. Pero no estoy celosa de ti, cariño, de verdad. En realidad estoy... un
poco triste, a veces, probablemente por culpa mía, pero nunca celosa.
—Eso no tiene nada que ver con Jacques —dije.
Mi madre pareció serenarse un poco.
—No, ya lo sé —luego dijo—: Cariño, yo... ¡Oh, cariño! Sé que parece
horrible, pero no es tan horrible como parece.
—¿Por qué no?
—Porque voy a irme fuera y, cuando me vaya, no voy a volver a verle
nunca más. Yo no quiero a Jacques, al menos en la forma que quiero a Rafferty,
y él lo sabe... Me refiero a Rafferty.
—Entonces, ¿por qué ves a Jacques?
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—Si no lo veo. Quiero decir... ¡Oh, no, cariño! Me asusta verte ahí sentada,
mirándome con esos ojos verdes acusadores. Pensé..., creí que debía
despedirme de Jacques.
—¿Es ésta la primera vez que le ves desde..., desde la noche en que
intentaste suicidarte?
—¡Oh, cariño, no digas eso...! No creo que pensara de verdad... Esa noche
estaba fuera de mis casillas.
—¿Pero es ésta la primera vez que le ves desde entonces? —pregunté.
—No —dijo mi madre—. No..., no exactamente...; pero casi..., y después...,
después de la semana próxima no le volveré a ver nunca más.
—Entonces, ¿por qué le has visto esta noche?
—Ya te lo he dicho, cariño... Hay ciertas obligaciones... Pensé que le debía,
por lo menos, una despedida; después...
—Pero, mamá —le pregunté—, si sabías que no le querías, si sabías que a
quien quieres es a papá, ¿por qué te empeñaste en verle?
Mi madre parecía agotada. Se recostó en el diván.
—¡Oh, cariño! —dijo—. Eres demasiado joven para saber nada del amor.
No es algo tan..., tan sencillo como tú crees. Es la cosa más..., más horrible del
mundo.
—Yo no creo que sea sencillo.
—Pero tú no lo sabes —dijo mi madre—. Tienes que enamorarte primero
para poder comprenderlo.
Lo estoy, me dije a mí misma. Estoy enamorada.
De pronto comprendí que eso era completa y absolutamente verdad. David
lo había sabido desde el principio, pero yo no lo supe hasta entonces, mientras
miraba el rostro pequeño e infantil de mi madre, fruncido por la preocupación,
recostada en el diván. Puede que fuera complicado el amor, en mayúsculas,
pero que yo estuviera enamorada de Frank me pareció, de repente, la cosa más
sencilla e inevitable del mundo.
—A veces pienso que el mundo marcharía mucho mejor si no fuera por el
amor —prosiguió mi madre—, pero sin el amor yo no podría vivir. Tu padre sí
podría. Por eso..., por eso somos tan distintos. Él tiene su trabajo, sus edificios.
No sabes, cariño, lo celosa que me he sentido de esos edificios. He estado
muchísimo más celosa de sus edificios que lo hubiera estado de una mujer. Al
menos hubiera entendido que un hombre despertara el amor de una mujer.
—Pero papá te quiere —dije categóricamente.
—Sí —dijo ella—. Lo sé. Pero sólo lo sé de vez en cuando y, entonces, es tan
maravilloso que yo..., que quiero..., que necesito saberlo todo el tiempo. Y
Jacques...
—¿Qué pasa con Jacques? —pregunté con el mismo tono frío que estaba
empleando con mi madre y que nunca había empleado con ella antes.
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Camila, ¿crees que es tan horrible que tu padre y yo nos vayamos a Italia? Yo...,
yo creo que si vamos juntos, todo se arreglará... De verdad, de verdad, creo que
todo se arreglará y que nunca volveré a hacerte sufrir como lo he hecho este
invierno. Sé que te he hecho sufrir, cariño; ésa fue una de las razones por las
que yo... Cariño, yo nunca querría hacerte sufrir. Tú lo sabes.
—Lo sé —dije—, y me parece bien que vayáis a Italia. No me importa
quedarme en Nueva York.
—Pero, cariño, no te vas a quedar en Nueva York.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, dando un respingo hacia atrás.
—Bien, cariño, tu padre y yo..., sé que en parte es culpa mía, porque no he
sido la madre que debería haber sido, pero... tú te nos has ido de las manos... y
hemos pensado que lo mejor sería que fueras a un buen internado durante el
resto del año.
—¡No! —dije, y me incorporé con tanta violencia que mi madre perdió el
equilibrio y quedó sentada en la alfombra, a mis pies. No intentó incorporarse,
sino que se quedó allí, sujetándome el borde de la blusa como si fuera una
costurera.
—Ya está todo decidido, cariño. Todo —dijo en voz baja.
—¿No podríais habérmelo preguntado? —dije abruptamente.
Mi madre se incorporó de nuevo sobre las rodillas y pareció estar
implorando algo cuando dijo:
—Al principio hablamos de llevarte con..., pero luego pensé que sería mejor
que fuéramos solos... y, al fin y al cabo, también mejor para ti, cariño. Rafferty lo
pensó así también. Pensó que aún no estabas preparada para venir con nosotros
y creímos que te encantaría el internado.
—Yo no quiero irme de Nueva York —dije—. Me gusta el colegio al que voy
ahora. Por favor, buscad una institutriz o una señorita, o algo así, y dejad que
me quede aquí. ¡Por favor, mamá! —hablaba desesperada y ahora era yo la que
suplicaba a ella, arrodillada como estaba en la alfombra.
—Pero Camila, hijita —dijo ella—, no puedo hacer absolutamente nada. Me
gustaría darte cualquier cosa en el mundo que quisieras, ya lo sabes. Pero
Rafferty y... es que ya está todo arreglado.
—¿Quieres decir que me enviáis fuera sólo por Frank y Luisa?
—En parte es por eso..., pero sólo en parte... Tu padre y yo pensamos que te
vendría bien y que te gustaría. La mayoría de las chicas se vuelven locas por ir a
un internado.
Puede que eso hubiera sido cierto un año antes, o seis meses antes. Pero
entonces no conocía a Frank. Entonces no sabía lo que era estar enamorada. Yo
no sabía mucho de internados, pero no creía que en ellos hubiera sitio para el
amor. Y, desde luego, no había lugar para Frank.
Mi madre se puso de pie.
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—Es muy tarde, cariño. Hace tiempo que tenías que haberte acostado y
mañana tienes clases. Intenta hablar con tu padre mañana..., aunque no servirá
de nada.
Tenía razón. No serviría de nada. Ya estaba todo decidido. Tendría que ir.
Le dije «buenas noches» a mi madre y me fui a mi habitación.
Me desnudé, me metí en la cama, pero no pude dormirme. Estuve un rato
allí, acostada, sintiendo sólo un gran pesar en todo el cuerpo, porque iba a tener
que marcharme de Nueva York y, probablemente, Frank no me besaría nunca.
Bajé de la cama y me acerqué a la ventana, donde sentí el brusco efecto del aire
de la noche y deseos de llorar; de llorar a gritos como acostumbraba a hacer no
muchos años antes, cuando aún era una niña. Pero me quedé quieta junto a la
ventana, bajé la cristalera y apoyé la frente en el cristal frío, mirando al patio. En
el tejado del edificio opuesto al nuestro vi una sombra que se movía y me di
cuenta de que era alguien que estaba inclinado en la baranda. A medida que me
fui acostumbrando a la oscuridad, vi que era una mujer; en ese momento,
extendió los brazos con gesto de desesperación o de rabia y se volvió,
alejándose. Se produjo un rectángulo de luz amarilla al abrir la puerta que
conducía a la casa y luego volvió otra vez la oscuridad, cuando la cerró tras ella.
Permanecí allí un rato más y luego regresé a la cama. Mañana veré a Frank,
pensé.
Me acosté y pensé en Frank como si yo me encontrara en un océano
infinito, asida a un madero. Era la única cosa que evitaba que me hundiera en
las aguas frías y oscuras. Detrás de mí no había tierra, y tampoco la había
delante, pero el convencimiento de que al día siguiente vería a Frank me
mantenía a flote.
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Bill y para que se dé cuenta de que él no puede hacer frente a los gastos de sus
propios hijos. Luisa y yo podríamos haber ido perfectamente a una escuela
pública. Mona paga nuestra ropa y, por supuesto, las suyas, y cuando le compra
una camisa, una corbata o un pijama a Bill, ya se encarga ella de recordarle que,
si no fuera por ella, no tendría nada suyo. Encuentro repugnante poner a un
hombre en esa situación, pero a Mona le vuelve loca hacerlo.
Frank hablaba con voz tranquila y desapasionada y, de nuevo, tuve la
impresión de estar aprendiendo algo de él; algo que yo debería intentar poner
en práctica respecto a mis padres, pensando en ellos con la misma objetividad
cariñosa. Porque no cabía la menor duda de que Frank quería a Mona y a Bill.
—A veces creo que hay algo diabólico en Mona que la obliga a hacer cosas
que sólo consiguen agraviar más a Bill —dijo—. Sea como sea, creo que debería
irse a Cincinnati y llevarse a Mona con él.
—¿Y qué pasaría contigo y con Luisa? —pregunté.
—Bueno, supongo que tendríamos que irnos también. Yo no quiero, pero
creo que se lo debemos a Bill.
—Yo también me voy fuera —dije en voz baja, con la vista fija en la acera, y
tuve la impresión de que todo se había acabado, de que en el momento en que
comenzaba a vivir todo lo que me interesaba estaba llegando a su fin.
—¿Tú? ¿Adónde? —preguntó Frank, sobresaltado.
Seguí mirando la acera.
—Mi madre y mi padre se van a Italia durante el resto del invierno y a mí
me mandan a un internado.
—¿Cuándo? —preguntó Frank.
—Pronto. Creo que la semana que viene.
Frank dijo lo que yo había estado pensando.
—El invierno acaba de empezar y ahora, de repente, casi se ha acabado. O
se ha detenido y tenemos que empezarlo de nuevo en algún otro sitio. A mí me
gustaba cómo había empezado aquí. Me gustaría no tener que cambiar.
—A mí también —murmuré, porque estaba a punto de echarme a llorar.
Frank echó los hombros hacia atrás y se irguió.
—Bueno, si tienes que irte la semana que viene, nos queda ésta. Vamos a
hacer que sea una semana maravillosa, Cam. Nos veremos todos los días, ¿de
acuerdo? Vamos a hacer que sea la semana de Camila y Frank.
—Sí —dije, sintiéndome de nuevo feliz. Tanto si Mona y Bill se llevaban a
Frank y a Luisa a Cincinnati, como si mis padres se iban a Italia y me enviaban
a mí a un internado, Frank y yo teníamos una semana para estar juntos. Y no
sólo tendríamos una semana para nosotros, sino que había sido idea de Frank.
Puede que se fuera de Nueva York para siempre, pero era conmigo con quien
quería pasar su última semana. Me sentía tan feliz, que me entraron ganas de
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echar la cabeza hacia atrás y cantar a pleno pulmón, con la alegría de un gallo
saludando la mañana.
—¿Qué hacemos, Cam? —preguntó Frank—. No tengo mucho dinero, así
que no podrá ser nada extraordinario, pero podíamos coger el ferry de Staten
Island. Es una de las cosas típicas.
—Sí, vayamos —dije.
—¿Has leído a Edna Saint Vincent Millay? —preguntó—. Debía haber
pensado que te gustaría. Yo ya la he superado, pero hay una cosa de ella que
viene muy a propósito. Éramos muy jóvenes, nos sentíamos muy felices y paseamos
toda la noche, de un lado a otro, en el ferry. Nosotros sólo haremos un recorrido de
ida y vuelta y luego pensaremos otra cosa que hacer. Me gustaría poderte
invitar a dar un paseo en uno de esos coches de pescante trasero de Central
Park, pero me temo que no puede ser.
—De todas formas, prefiero pasear en el ferry —dije, aunque me hubiera
encantado dar un paseo en uno de esos coches de caballos con Frank.
Era un día gris, con niebla muy baja y, cuando llegamos al ferry,
comenzaba a oscurecer. Caían algunos copos aislados de nieve, pero, realmente,
no estaba nevando. Frank y yo nos dirigimos inmediatamente a proa y nos
quedamos de pie, contemplando el agua. Se veía, por su aspecto, que era muy
profunda, tanto que podían navegar por ella grandes barcos de vapor. Era de
un color gris acerado y las pequeñas olas tenían, en cierto modo, la calidad del
metal. Soplaba un viento desapacible y me subí el cuello del abrigo.
—¿Tienes frío? —me preguntó Frank—. ¿Quieres que vayamos dentro?
—No, no. Prefiero quedarme aquí fuera.
El ferry se puso en movimiento, con una sacudida brusca que me lanzó
contra Frank. Me rodeó la cintura con un brazo y permanecimos así, mientras el
ferry comenzaba a surcar las oscuras aguas grises. La niebla se iba espesando a
medida que avanzábamos y no veíamos nada, excepto el agua; al rato, cayó
sobre nosotros una espesa y blanca manta de niebla; debíamos haber salido a
alta mar y no divisábamos nada delante de nosotros. Por detrás, la silueta de
Nueva York iba desapareciendo entre la niebla. Era como un espejismo o una
ciudad encantada de un cuento de hadas, que iba desapareciendo para siempre
en la niebla.
Frank retiró el brazo de mi cintura y dijo:
—¿Sabes una cosa sobre Dios, Cam?
—¿Qué? —pregunté asombrada.
—Debes saber que lo que necesitamos es un nuevo Dios —no dije nada, por
lo que, tras un instante, prosiguió—: Quiero decir que lo que necesitamos es un
Dios en el que podamos creer de verdad, gente como yo, o David, o tú, o tus
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padres. Fíjate en los avances científicos que se han producido desde... Oh, bien,
desde que nació Cristo, si quieres fijar una fecha. Mira cómo han cambiado los
transportes y las comunicaciones. El telégrafo, el teléfono y la televisión. Son
cosas nuevas y hace unos pocos miles de años no podríamos, ni siquiera, haber
pensado en ellos, pero ahora no podemos pasarnos sin ellas. Y fíjate en Dios.
Dios no ha cambiado nada desde que Jesús le dio imagen, con una larga túnica
blanca y largas barbas. Cuando nació Jesús, sólo unos años antes de que se
iniciara la era cristiana, era el momento justo para que alguien concibiera un
nuevo Dios y tener el valor de comunicar su descubrimiento al resto del
mundo. Y ahora, lo que necesitamos es un nuevo Dios. El que la mayoría de la
gente venera en las iglesias y en los templos no ha variado desde los tiempos de
Cristo. Su imagen se ha deteriorado. Mira lo que le sucedió a la Iglesia en la
Edad Media. ¡Tanta discusión para saber cuántos ángeles cabían en la punta de
una aguja! Por fuera, terciopelo y oro, y por dentro, decadencia. Y luego los
Victorianos. Quisieron volver a representar a Dios con túnica blanca y barba.
Esa clase de Dios no es buena hoy. No puedes culpar a Mona por no creer en
Dios. Necesitamos un Dios apropiado a la era atómica.
Se detuvo un momento, mirando el agua a través de la niebla y luego dijo:
—Oye, puede que todo esto suene terriblemente pretencioso, pero no es
mío. La mayor parte es de David. Pero yo he pensado algo que creo que es
bueno, sólo que no creo realmente en ello. Si creyera en ello, pienso que sería la
explicación más lógica de las cosas. A mí me satisfaría, pero justamente porque
yo lo he imaginado, no puedo confiar en ello. ¿Sabes, Camila? Vivimos en un
bonito y pequeño planeta asqueroso, en una pequeña constelación de segunda
categoría en la cola del universo.
—Sí, lo sé —dije.
—Y cuando piensas en los millones de estrellas que pueden ver los
astrónomos y en los millones que debe haber, más allá del alcance del telescopio
más gigantesco que haya podido inventarse nunca, ¿quiénes somos nosotros
para afirmar que no hay estrellas o planetas con vida e, incluso, con vida mucho
mejor que la nuestra? ¿Por qué tiene que ser la tierra, que, como antes dije, es...,
bueno, ni siquiera de segunda categoría, o aun menos que eso... ¿Por qué tiene
que ser la tierra el único planeta habitado, cuando ni te puedes imaginar la
cantidad de estrellas y constelaciones que se extienden en el infinito, sin un
límite, eternamente? Lo que quiero decir es que, si te fijas, el espacio se
prolonga sin fin. ¿Se acaba de la forma que dice Einstein? Y si se acaba, ¿qué
hay más allá? Por eso, la teoría que yo me imaginé es ésta: creo que nadie
consigue jamás una oportunidad para terminar en la tierra su cielo. Y, aún en el
supuesto de que exista el cielo, nadie es lo suficientemente bueno al final de su
vida en la tierra como para poder ir al cielo. En primer lugar, no hemos
adquirido suficientes conocimientos y no creo que sea justo por parte de Dios
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que la multitud iba decreciendo y llegamos a una calle tranquila en la que sólo
había un par de personas que andaban apresuradamente, con la cabeza baja
para resistir el embate del viento.
Caminaba junto a Frank y mi buen humor se había esfumado; me entraron
ganas de decirle: «Di algo animado», aunque no sabía qué era lo que podría
decir. Frank y Luisa se irían a Cincinnati y yo a un internado y todo se habría
terminado. Todo, pensaba, por culpa de Jacques, olvidando en medio de mi
tribulación que Jacques no tenía nada que ver con Cincinnati; todo porque mi
padre no..., no sabía a ciencia cierta qué era lo que él no había hecho y debería
haber hecho, aunque sabía que era algo; todo, porque mi madre, una tarde en
que estaba llorando y sollozando, había intentado estúpidamente cortarse las
venas. ¿Y para qué?, porque yo sabía que mi madre no deseaba morir.
—Frank —le pregunté—. ¿Qué pensarías de alguien que intentara
suicidarse? —una violenta ráfaga de aire casi ahogó mis palabras en la
garganta, como si fuera mejor que no las hubiera pronunciado.
Frank me aferró con ambas manos.
—Camila, no irás a...
—No, no se trata de mí —dije—. No estoy hablando de mí.
—Pero te refieres a alguien en concreto —sentenció llanamente Frank.
—Bueno..., no podemos hablar de nadie, ¿no?
Frank seguía sujetándome por los brazos. Me miró severamente a los ojos.
—Creo que es un pecado imperdonable, Camila. Si Dios nos dio la vida, no
puede querer que dispongamos de ese regalo que nos ha dado. El suicidio es la
muerte.
—¿Crees que nunca está justificado?
—Sí —dijo Frank, y luego añadió—: Bueno, no lo sé, Camila. Estás
hablando de David, ¿no?
—No.
—Porque yo no creo que sea bueno para él, ni tampoco que lo haga.
—No me refería a David —dije. El viento pasaba a través de mis ropas y el
frío me llegaba hasta los huesos. Por mis venas parecía correr el viento y no la
sangre.
—La forma en que murió el hermano mayor de David..., supongo que, en
cierto modo, fue un suicidio. Murió por salvar al resto de su grupo. Mira,
Camila, todo lo que sé es que no hay una sola respuesta para cada pregunta.
¿Por qué me has preguntado lo del suicidio?
—No..., no lo sé —dije.
—Cam, no quiero parecer un entrometido, pero..., pero me preocupas
cuando hablas de esas cosas.
—Se trata de mi madre —dije, finalmente, y el viento me hizo tiritar—. Lo
intentó... hace un par de semanas.
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—Puede que David tenga la respuesta correcta —dijo Frank—. Una vez me
leyó algo de Montaigne que no he podido olvidar nunca. «¡Oh, hombre
insensato, que posiblemente no puede hacer un gusano y, sin embargo, hace
dioses por docenas!» Pero fíjate en Jesús. No creo que Montaigne se refiriera a
Jesús.
—No —dije. Volvimos a quedarnos en silencio. En una ocasión miré a
Frank y su rostro estaba muy serio y me pregunté si estaría rezando. Yo, en
realidad, no rezaba. Le pedía sin cesar a Dios que las cosas fueran siempre igual
que entonces para Frank y para mí; que siempre nos conociéramos el uno al
otro.
Nos levantamos para irnos y, al llegar a la puerta, entró una señora de pelo
canoso, que llevaba un costoso abrigo de piel, que dijo al verme:
—¡Oh, querida! ¿Has estado en la iglesia sin sombrero?
—Sí —dije, acordándome de mi boina roja, hundida en el puerto de Nueva
York.
—Pero tú debes saber que no se puede entrar en una iglesia sin llevar la
cabeza cubierta, querida —dijo la señora—. ¿No te lo ha enseñado tu madre?
—Sí —dije, notando que Frank se ponía rígido.
—Siento mucho —dijo Frank con voz inicialmente alta, que luego bajó
hasta alcanzar un tono grave— que usted ponga reparos a que la señorita
Dickinson entre en una iglesia sin sombrero. Sin embargo, estoy seguro de que
Dios no pone reparo alguno y, al fin y al cabo, eso es lo que cuenta —y me
arrastró fuera.
La ira de Frank, tan ridícula, tan ruda y tan justa, me pareció graciosa y
empecé a reírme entre dientes. No quería mirarle, por miedo a que se enfadara
más, pero mis risitas se fueron convirtiendo en carcajadas y al instante oí a
Frank riéndose también; así bajamos por la calle, riéndonos a carcajadas, hasta
que se nos saltaron las lágrimas y empezamos a tambalearnos como si
estuviéramos borrachos. Y entonces, en la calle vacía, Frank me rodeó con sus
brazos y se juntaron nuestras mejillas; se desvanecieron nuestras risas y
permanecimos fuertemente abrazados, como si tuviéramos miedo de que
viniera alguien a separarnos. Sentí la mejilla de Frank, fría y ligeramente áspera,
contra la mía y pensé que, si se separaba de mí, me caería al pavimento y no
podría volver a levantarme hasta que él me incorporara.
Nos separamos lentamente y reanudamos el camino.
No hablamos durante varias manzanas y luego dijo con voz aterida:
—Ahora tenemos que ir a comer y luego tendré que llevarte a tu casa,
porque si no, no nos dejarán que pasemos el resto de la semana juntos. Iré a
buscarte mañana después del colegio. Si nos vamos a ir a Cincinnati, no importa
que pierda ahora algunas clases. De todas formas, no me importa. Voy a decirle
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a Bill que me deje cinco pavos. Nunca le he pedido nada, pero ahora lo voy a
hacer.
—Frank —dije—. Nunca me gasto mi asignación y he ahorrado mucho. Por
favor, deja que te preste yo los cinco dólares. Preferiría que me los pidieras
prestados a mí, que no a Bill.
No dijo nada y temí que se hubiera enfadado de nuevo, pero, finalmente,
me cogió la mano.
—Está bien, Cam. Gracias. Yo también prefiero que me los prestes tú en
lugar de Bill. Pero es sólo un préstamo, entiéndelo bien.
—Lo entiendo, Frank —dije.
—Mañana podríamos ir al Planetario. ¿Te gustaría?
—Sí —dije—. Quiero ir contigo al Planetario.
—Yo quiero hacer todo contigo —dijo Frank—. Eres la única persona en el
mundo por la que he sentido eso. Cam, jamás he hablado con nadie como hablo
contigo. No me ha apetecido nunca. ¡Cuánto tiempo hemos desperdiciado! Nos
conocemos desde hace sólo dos semanas. ¿Por qué no nos hemos conocido
antes?
—No lo sé.
—Ha sido Luisa —dijo Frank—. Por supuesto que ha sido Luisa. Es la
persona más dominante que he conocido nunca. Es más dominante aún que
Mona. Fíjate en sus muñecas. La única razón por la que no se desprende de ellas
es que constituyen algo que le pertenece en exclusiva y no soportaría tener que
compartir algo que le pertenece. Por la forma en que hablaba siempre de ti,
parecería que ella te había forjado. Y debo añadir que hizo que parecieras tonta.
Si lo hubiera sabido, habría hablado contigo para saber cómo eras de verdad.
¡Oh, Cam! Me gustaría tener veintiún años. La verdad es que los padres pueden
estropear nuestras vidas, ¿no? Si no fuera por los padres, ni yo tendría que irme
a Cincinnati, ni tú a un internado. Cuando ellos se ven envueltos en algún
problema, no creo que piensen para nada en nosotros. Sólo somos algo de lo
que pueden disponer, como sus muebles o sus ropas. Me figuro que Mona
cargará sus muebles en un camión, meterá sus ropas en baúles y a Luisa y a mí
nos meterá en un tren, y eso será todo. A nadie le importa si Luisa y yo
queremos irnos de Nueva York y ver nuestras vidas hechas trizas. Si fuéramos
sólo un poco mayores, diría que se fueran al diablo y nos casaríamos, pero no
puede ser. Entremos aquí a comer y luego te llevaré a tu casa.
Ninguno de los dos dijimos nada mientras comíamos ni mientras
volvíamos a casa. Ya en la puerta, Frank me cogió las manos y las apretó con
fuerza.
—Hasta mañana, Cam —dijo, y se fue.
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Subí y pensé que había sido el día más maravilloso que había pasado
nunca, y cuando me acordé de la forma en que Frank y yo nos habíamos
abrazado en la calle desierta, me flaquearon las piernas. Sólo cuando estaba en
la cama caí en la cuenta de que no me había besado.
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Al día siguiente fui al colegio con casi una hora de antelación, porque
pensaba que eso me acercaba más al momento en que vería de nuevo a Frank, y
no me parecía vivir hasta que terminaran las clases. No me imaginaba que un
día pudiera transcurrir tan lentamente. Había leído de minutos que parecían
horas y, hasta ese día, creía que era una exageración; un minuto era un minuto,
incluso en la sala de espera de un dentista, y eso no tenía vuelta de hoja. Ese día
me di cuenta de que ese tiempo tenía muy poco que ver con el reloj; es algo que
sientes dentro de ti. Cada minuto de esa mañana se me hizo interminable; era
como andar por un largo pasillo que sólo tuviera una luz mortecina en la
distancia para indicar que tenía un final. Sin embargo, cuando estaba con Frank,
una hora pasaba como una hoja desprendida de un árbol que cae al suelo.
Esa mañana estaba como ausente. Miré el pupitre vacío de Luisa y me
pregunté cuándo se irían a Cincinnati y si estaría ayudando a Mona a preparar
el equipaje; cuando me llegó el momento de intervenir en clase, lo hice
estúpidamente y la señorita Sargent me preguntó si me encontraba bien.
En el momento en que sonó el timbre por última vez, corrí al guardarropa y
agarré el abrigo y una vieja boina roja que me había dejado mi madre hasta que
me comprara una nueva. Cuando salí a la puerta del colegio, estaba jadeante, en
parte por mi apresuramiento y en parte por el nerviosismo que me embargaba.
Frank no estaba allí.
Mi corazón se paralizó un instante. Procuré dominar mi temor, diciéndome
que era una estúpida, que el día anterior no me había dado tanta prisa y que me
había entretenido más en el guardarropa y que Frank llegaría en seguida. Miré
a un lado y a otro de la calle, pues no sabía por qué dirección vendría, y creí
verle en varias ocasiones, pero unas veces era alguien mayor o más joven, otras
alguien más bajo o más gordo, de pelo oscuro o rubio, pero no Frank.
Me dije luego que quizá no habría podido dejar su última clase como el día
anterior. Al fin y al cabo, no es tan fácil saltarse una clase. Incluso podrían haber
notado su ausencia el día anterior y habrían extremado la vigilancia para que
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David cerró el libro que había estado leyendo y lo dejó en la mesita que
tenía al lado.
—Me quiere demasiado, eso es todo —dijo—. Quiere protegerme y no le
entra en la cabeza que lo último que quiero es protección. Me encanta que hayas
venido esta noche, Camila. Me vendrá bien. No me hará caer en uno de esos
horribles estados de melancolía. En cualquier caso, lo que me pasó no fue culpa
tuya. Sólo fui yo, yo mismo y únicamente yo, uno de los tríos más repugnantes
que he conocido —me miró fijamente—. ¿Qué pasa? ¿Te ha asustado mi madre?
—No —dije—. No es eso.
—Algo te ha disgustado, ¿qué ha sido?
—Es sólo... —comencé a decir, pero no podía decirlo. No podía decirle que
Frank se había ido sin decir una sola palabra.
Entonces dijo David:
—¿Estás disgustada por la marcha de Frank? Es malo, pero era inevitable.
No me refiero al tema de Cincinnati, sino a que Mona y Bill se hayan separado.
Frank vino unos minutos esta mañana para despedirse. Todo ha sido muy
rápido, ¿no?
—Sí —dije, aunque mi aspecto debía ser como si David me hubiera
golpeado, porque me preguntó solícitamente:
—Camila, ¿no se ha despedido Frank de ti?
—No.
Me cogió la mano y me atrajo hacia él y me arrodillé junto a su silla, porque
no me sostenían las piernas. Me acercó aún más a él de forma que mi cabeza
descansara en su duro pecho y dijo calmadamente:
—Camila, no juzgues a Frank severamente. Todo el mundo se comporta
alguna vez de forma inexplicable, incluso para él mismo. Frank nunca te
hubiera hecho daño deliberadamente.
Sabía que no me consolaría nada de lo que dijera David. Me acordé de
Pompilia Riccioli y las otras chicas italianas y de que Frank había encontrado
tiempo para despedirse de David, pero no se había molestado en decirme adiós
a mí.
David me rozó el pelo con los labios, alzó mi cara y me besó en la boca,
aunque esta vez no me recorrió el cuerpo ningún calor y sí sólo un profundo
entontecimiento que parecía paralizar todo mi cuerpo.
David suspiró.
—No puedo ayudarte, ¿verdad, Camila? No puedo ayudarte en nada.
Negué con la cabeza y me puse en pie.
—Lo superarás —dijo David—. Lo sabes, ¿no, Camila?
—No —dije.
—En este momento no quieres superarlo —dijo—. Pero, lo quieras o no, lo
lograrás. Eso es lo curioso.
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Madeleine L'Engle Camila
ESTE LIBRO
SE TERMINO DE IMPRIMIR
EN LOS TALLERES GRÁFICOS
DE UNIGRAF, S. A.
MOSTOLES (MADRID)
EN EL MES DE AGOSTO DE 1987
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