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Historia: El libro y la lectura en la plena Edad Media (resumen)

En la sociedad de masas que se ha impuesto en el siglo XX, profundamente marcada por el


peso de los medios de comunicación y las nuevas tecnologías, los hábitos de lectura se han
modificado profundamente, hasta el punto de que un porcentaje muy amplio de la
población apenas practica la lectura y la preocupación por ello se ha materializado en
diversos planes para incentivarla en los más pequeños desde la escuela. Además, muchos
ven en el desarrollo de las nuevas tecnologías, el fin de los libros tal y como los
conocemos, mientras muchas editoriales se lanzan al mercado de los libros digitales. Sin
embargo, la transformación del universo del libro y la lectura a la que hoy asistimos no ha
sido la única, ni siquiera la más importante: en el presente artículo vamos a analizar el
proceso de transformación del libro y la lectura en la Plena Edad Media, que terminó por
configurarlos en lo que, aun hoy día, conocemos por tal.

Hasta bien entrada la Edad Media, dominada por el analfabetismo, los lectores oían el
texto, en lugar de limitarse a verlo, a leerlo en silencio. El cambio fundamental en los
modos de lectura en la Plena Edad Media será la consolidación de la lectura silenciosa, lo
que supondrá no solo cambios técnicos en la escritura, sino también importantes
consecuencia para la intelectualidad. La separación de las letras en palabras y frases,
premisa imprescindible para el desarrollo de la lectura silenciosa, se produjo de manera
muy gradual. Tenemos referencias de la imposición progresiva del sistema per cola et
commata, para los monjes-copistas menos hábiles, consistente en dividir el texto en líneas
que tuvieran sentido; este sistema supone una forma primitiva de puntuación. Hacia los
siglos X y XI, la lectura silenciosa era ya lo suficientemente habitual para que los copistas
separaran las palabras y esa costumbre se confirmará en el siglo XII, con la sistematización
en el uso de los signos de puntuaciones que hoy conocemos y que fueron introducidos en
Europa por los monjes irlandeses. Otro método que ayuda a la lectura silenciosa y que se
generaliza en el libro del siglo XII es el uso de rúbricas.

Si el siglo XII supone en toda Europa un período de innovaciones en el campo del derecho,
la teología o las artes, en lo que respecta a la lectura, fue ante todo una época de
continuidad y consolidación de la escritura discontinua que se había hecho habitual en todo
el norte de Europa. La separación de las palabras, que introducía espacios claramente
perceptibles entre todas ellas, de manera que la lectura en voz alta se mostraba innecesaria,
se vio completada con ciertos cambios en la evolución de la lengua latina, relativos al orden
de las palabras, lo que viene a confirmar y fortalecer la tendencia a separar las palabras.
Dicha separación, unida a la uniformidad del orden sintáctico, permitieron exponer las
ideas de manera clara, precisa e inequívoca, lo cual era un requisito inevitable para poder
expresar las sutilezas de la dominante filosofía escolástica. Se establece así, una nueva
relación entre el filósofo-teólogo y las palabras, sin ningún tipo de intermediación ni
restricciones, que permite la reflexión personal y la actividad intelectual de una manera
mucho más rica. Esta escritura discontinua tiene como sus impulsores más importantes en
el siglo XII a autores tan influyentes en el pensamiento de la época como Guiberto de
Nogent, Hugo de Fouilloi, Juan de Salisbury o Hugo de San Victor.
La práctica de la lectura silenciosa estaba en perfecta consonancia con la psicología
espiritual cisterciense, movimiento de gran importancia en la renovación monástica del
siglo XII; los monjes cistercienses localizaban la sede de la mente en el corazón y
consideraban la lectura individual como esencial, inseparablemente ligada a la meditación,
que era un requisito previo. La lectura privada en el interior del monasterio, estimulante de
la meditación, estaba indisolublemente ligada al silencio.

La intimidad creada entre el lector y su libro por la separación de las letras y palabras, se ve
también patente en la relación entre el autor y su manuscrito. La adopción de la escritura
discontinua supuso un estimulo para la composición autógrafa y algunos escritores
comienzan a expresar en sus obras sentimientos íntimos que hasta entonces nunca habían
sido reflejados, debido a la ausencia de confidencialidad impuesta por la obligación de
tener que dictar los textos a un secretario-copista. Además, el añadido de correcciones y
anotaciones entre líneas por parte del propio autor supone una modalidad de ampliación
textual consecuencia de la escritura discontinua.

La separación de las palabras estimuló, por su parte, la transición de las modalidades orales
a las visuales en el proceso de producción de textos. El copista del siglo XII trabajaba en
silencio con instrumentos especialmente diseñados para ese trabajo silencioso, como se
puede comprobar en las miniaturas de la época. El nuevo equipamiento del scriptorium
permitía al copista reproducir una página mecánicamente como un conjunto de imágenes
visuales y prescindir así de la oralidad como ayuda para la memoria inmediata. Las
miniaturas del siglo representan copistas con los labios sellados, sentados en mesas
especiales provistas de atriles, utilizando marcalíneas para guiar la vista en el cotejo del
original, siguiendo las ordenanzas e instrucciones que, ya desde la centuria anterior,
recomendaban a los monjes realizar la labor de copia de manuscritos en silencio.

La transición a la lectura y la escritura en silencio, que dio lugar a una nueva dimensión de
intimidad, tuvo ramificaciones aun más profundas e importantes para la cultura y la
intelectualidad tanto seglar como escolástica de la Edad Media1. Desde el punto de vista
psicológico, la lectura en silencio ponía la curiosidad del lector bajo su entero control
personal. En el universo del siglo IX, donde la oralidad aun mandaba, si las especulaciones
de un intelectual eran heréticas, estaban sometidas a una atenta supervisión, desde su
producción hasta su lectura; desde el siglo XI se comenzó a relacionar la herejía con la
curiosidad intelectual individual. La lectura y la composición personal, silenciosa,
promovieron, por tanto, la formación del ambiente intelectual en el que se desarrollará la
universidad y las herejías de siglos posteriores; tales herejías, laicas en su mayoría, fueron
difundidas por la lectura individual de los tratados, como vehículos de transmisión del
pensamiento heterodoxo. Esta intimidad resultante de la producción y lectura privada de
textos promoverá, asimismo, manifestaciones de ironía y de cinismo, el pensamiento
político subversivo, el resurgimiento del género erótico, la experiencia religiosa laica y
adelantándonos cuatro siglos, la reforma religiosa.

Es necesario acabar este repaso de los modos de lectura y sus repercusiones evidentes en el
libro durante el siglo XII, afirmando que la progresiva implantación de los modos de
lectura privados y silenciosos, no acabaron, ni muchísimo menos, con la lectura pública o
en voz alta. Los monasterios cistercienses, que asumen la regla de San Benito, asumen la
importancia que el santo otorga a la lectura como parte esencial de la vida monástica y
habría que recordar el carácter eminentemente colectivo de las lecturas en voz alta de
pasajes de las Sagradas Escrituras durante la comida de los monjes; así, el espíritu
benedictino de la lectura en voz alta no se pierde. También habría que recordar la lectura
pública en los ambientes seglares: la actividad de juglares y trovadores desde el siglo XI,
para los que la actuación era casi tan importante como el recitar poemas o canciones de
memoria y en voz alta, las lecturas aristocráticas y otras muchas actividades en las que la
audición de la lectura de un libro concedía más importancia al contenido del texto que a su
interpretación o interiorización por parte del lector.

Si durante el siglo XII asistimos a la consolidación de la lectura silenciosa y la consiguiente


separación de las letras en palabras y frases, el libro del siglo XIII vivirá un nuevo paso
evolutivo, dentro de un contexto intelectual, social y económico enteramente nuevo,
marcado por el desarrollo de las universidades. La escritura misma cambia y se da un
desarrollo de la letra cursiva, consecuencia del desarrollo de la cultura y la economía laica,
que generalizan de nuevo la necesidad de la escritura. La letra minúscula cursiva es mucho
más apropiada para las clases universitarias y sus libros que las letras de los manuscritos
monacales de dos siglos antes.

No solo los profesores y alumnos debían leer los autores que figuraban en los programas,
sino que, además, debían conservarse por escrito los cursos de los profesores. Este sistema
de enseñanza se sustenta sobre la base del sistema de la producción libraria universitaria. Se
hace necesario multiplicar el número de libros que eran leídos y comentados en clase para
un número cada vez mayor de alumnos y entonces se produce la gran revolución en el
sistema de producción del libro; en torno a las universidades, proliferan el número de
copistas y tiendas librarias que devolverían el monopolio de la producción del libro a las
ciudades, saliendo del ámbito monástico. Este sistema universitario de producción no fue el
único, pues los monasterios continúan su actividad y surgen centros laicos de producción,
pero lo nuevo y casi diríamos revolucionario es que el libro ya no es monopolio de los
monasterios, como tampoco lo era ya la cultura y la intelectualidad, desde los cambios
acontecidos desde finales del siglo XI y todo el siglo XII.

La edición universitaria se apoya en el sistema de la pecia, con todos sus elementos que a
continuación describimos. El exemplar es el texto aprobado por los petiarii y es la pieza
clave del sistema de producción. La pecia, del latín medieval, que significa fragmento, es
cada fascículo en que se divide el exemplar, que no está encuadernado, sino cuyas peciae
están sueltas para poder ser alquiladas por los alumnos. La pecia es la unidad de copia y
reproducción y una unidad tarifaria fijada que permitía al copista o estacionario recibir el
dinero por su trabajo. Estas peciae nunca se vendían, sino que se alquilaban. El último
elemento de este sistema de producción libraría es el estacionario, copista, librero,
impresor, todo a la vez. El estacionario prepara y pone a punto un modelo estándar del
libro. Es el intermediario entre la universidad y los alumnos y profesores y están
controlados por la universidad. El periodo que abarca desde mediados del siglo XIII a
mediados del XIV, cuando aparecerá la imprenta, éste es el sistema clave de producción
libraria, sin olvidar los centros urbanos laicos y los monacales.
La intensificación del uso del libro por parte del universitario tiene una serie de
consecuencias. Los progresos realizados en la confección del pergamino permiten obtener
hojas más livianas y el formato del libro también cambiará por la necesidad de ser
transportado, haciéndose más pequeño, ligero y manejable. También disminuye la
ornamentación de los libros y las letras floridas y las ilustraciones se harán en serie.
Excepto los libros de los juristas, que mantienen el lujo de épocas anteriores, los libros de
los filósofos y los teólogos, a menudo pobres, sólo excepcionalmente tienen miniaturas.

El libro, en un proceso que hemos venido describiendo desde finales del siglo XI, deja de
ser un objeto de lujo y pasa a ser un instrumento del saber muy condicionado por el método
universitario y escolástico, lo que tendrá consecuencias. Todo se va orientando a facilitar la
consulta rápida y será este contexto donde aparezcan, no sólo los compendios y florilegios,
consecuencia de la necesidad de los universitarios de memorizar en poco tiempo gran
cantidad de conocimientos, sino también los índices y tablas, las abreviaturas (los libros
universitarios de este siglo están plagadas de ellas) o los manuales, tan usuales entre los
universitarios de nuestros días.

La conclusión inevitable del uso de tablas, índices, compendios y enciclopedias, fue que la
lectura ya no era directa, pues pasaba por el filtro de la selección. En esta época, el saber
era prioritario y pasaba por encima de todo; la meditación dejó paso a la utilidad,
modificación sustancial que cambió el impacto de la lectura. En muchos casos, estas
compilaciones pasaron a sustituir la consulta directa de las obras de los autores pero, a
pesar de su condición de lectura secundaria, es indudable que desempeñaron un papel
importante en la formación de los intelectuales medievales. Las ventajas que ofrecían estos
instrumentos de trabajo, en el contexto de la enseñanza escolástica, explican las razones de
su éxito y la tendencia a la desaparición de la lectura personal y directa de obras y su
sustitución, en numerosos casos, por la consulta exclusiva de extractos.

Uno de los problemas capitales del uso de estos instrumentos de trabajo lo hallamos en la
selección. El valor de los extractos elegidos y la calidad de los pasajes transmitidos
dependía por entero del sentido común y la inteligencia del compilador. Aunque en un
principio son concebidos para suplir la consulta directa de un texto inaccesible, muy pronto
se usaron por la vía de la facilidad, ya que dispensaban de la consulta de la obra de un autor
en su totalidad. Este juicio muestra hasta qué punto estos compendios limitaban la
creatividad y orientaban los estudios hacia la esterilidad y la deformación de numerosas
doctrinas mal entendidas, al ser sacadas de contexto y limitadas a extractos mejor o peor
elegidos.

Desde el siglo XI, y definitivamente ya en el siglo XII, venimos observando la evolución


hacia modos de lectura silenciosa. Esto aparentemente puede entrar en contradicción con la
imagen del maestro universitario leyendo y comentando públicamente un fragmento de la
“Metafísica” de Aristóteles o de “La ciudad de Dios” de San Agustín. Nada más lejos de la
realidad, pues ambas realidades son indisolubles en el contexto universitario del siglo XII:
los universitarios utilizaban los libros como apoyo a la memoria y seguían las disertaciones
de su maestro con un ejemplar por delante. El acceso a los libros era, por tanto, importante
para comprender las complejidades escolásticas de las lecciones públicas.
Los cambios en los hábitos de lectura produjeron también cambios en las bibliotecas: las
bibliotecas monásticas del siglo XIII se adaptan a una cultura en la que conviven lectura
oral y lectura en silencio, aunque fue en las bibliotecas encadenadas de finales del siglo
XIII donde se expresó por primera vez la exigencia de silencio por parte de los lectores.

El paso de una cultura monástica oral a otra escolástica visual ejerció al principio un efecto
limitado sobre los hábitos de lectura de la sociedad laica, donde la lectura oral y el dictado
de textos en lengua vulgar se siguió practicando habitualmente hasta finales del siglo XIII.
La mayoría de las composiciones vulgares, crónicas, canciones de gesta, romances y
poesías trovadorescas estaban escritas en verso y habían sido concebidas para ser
representadas oralmente, presentando aun una imperfecta separación de las palabras. La
separación de las partes de la oración, habitual ya en latín, no se efectuó en las lenguas
romances hasta el 1500. La separación sistemática de las palabras y partes de las oraciones
y los modos de lectura silenciosos en el contexto nobiliario y principesco se da, respecto al
contexto del escolasticismo y las universidades un siglo y medio más tarde. Sin embargo, el
paso definitivo hacia la lectura individual y privada, tal y como la entendemos hoy día,
estaba ya dado.

1
Cavallo, G. y Chartier, R. Historia de la lectura en el mundo occidental, Madrid, Taurus,
1998; p.214.

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