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ISBN: 978-950-46-4610-5
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina. Printed in Argentina.
Ferrari, Andrea
Los chimpancés miran a los ojos / Andrea Ferrari ; ilustrado por Sebastián Santana. - 1a ed
. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Santillana, 2016.
176 p. : il. ; 20 x 14 cm. - (Azul)
ISBN 978-950-46-4610-5
1. Literatura Infantil y Juvenil. I. Santana, Sebastián, ilus. II. Título.
CDD A863.9282
A
mí me rescataron los animales. Sé que
así dicho suena bastante más aventurero de lo
que fue en realidad, pero eso no significa que sea
mentira. Porque en ese tiempo yo estaba comple-
tamente perdida. Y ellos, a su manera, estuvieron
ahí para ayudarme.
Si alguien está pensando que voy a contar
una historia de la selva, ya mismo lo tengo que
sacar de ese error. Esta historia sucede en el zooló-
gico. Los animales estaban encerrados, claro. En
cierta forma, yo también.
Aunque ya pasaron casi tres años, no hay
día en que no piense en esa época. A veces alcanza
el olor, ese aroma intenso y algo nauseabundo que
desprende el zoológico. O un ruido, el rugido de
un león, el chillido de los guacamayos. Y en un
instante las imágenes vuelven: todo lo bueno, lo
malo, lo raro que pasó ahí.
A
l principio yo no tenía ganas de ir.
Para nada. A esa altura llevaba casi un año vivien-
do en Buenos Aires y la ciudad todavía me asusta-
ba. Sabía que no había vuelta atrás, que tenía que
acostumbrarme. No solo a Buenos Aires sino a to-
do lo demás: el departamento, las noches sin sueño,
el dolor en el brazo, la nueva vida. Pero hasta ese
momento mis intentos eran un fracaso.
Fue todo idea de mi madre. Una de las
tantas tardes en que yo miraba televisión entró en
la sala, se sentó a mi lado y se puso a hablar sobre
un programa especial del zoológico del que había
estado averiguando. Un proyecto interesante, dijo,
para chicos como yo.
Saqué por un instante la vista de Los
Simpson.
—¿Rayados?
—Nadie está poniendo rótulos, Ema. Es
un programa para adolescentes con situaciones...
E
n el consultorio de Marisa, yo práctica-
mente no abría la boca. Había pasado por otros con-
sultorios y otros psicólogos que me agobiaron
con su insistencia en que hablara sobre lo que ha-
bía pasado, aunque yo decía que no, que no me
acordaba. Marisa, en cambio, me había recibido
sin exigencias. Había que darles tiempo a las cosas,
solía decir, y en la hora que pasaba con ella jugá-
bamos a las cartas, armábamos rompecabezas, ha-
cíamos dibujos y collages. Supongo que para alguien
de quince años todo eso era un poco infantil, pero
ninguna de las dos lo mencionaba. De vez en cuan-
do Marisa soltaba algún comentario referido a mi
situación o a mi historia. Este perro acá, decía por
ejemplo mirando mi dibujo, este perro tan grande,
¿no es parecido al que tenían en La Plata? Y yo res-
pondía mmm, no sé. O mmm, capaz.
Sabía que no tenía mucho sentido ir a un
psicólogo si no iba a hablar. Pero eran mis viejos
—¿Vas a ir entonces?
—¿A dónde?
—Al zoológico. Tu mamá me dijo que
quedaste en ir la semana próxima.
—No.
Y sin embargo fui una segunda vez.
C
uando llegó el día, mi decisión se ha-
bía debilitado y supongo que se notaba. Mamá me
acompañó hasta la puerta para asegurarse de que
entrara. Iba a estar todo bien, dijo sonriendo, yo
tenía el celular y podía llamarla si era necesario.
No me moví.
—Vamos —insistió—, te esperan.
Pensé en decirle que había cambiado de
idea, pero no pude.
—Dale, vas a llegar tarde.
Seguía sin moverme y me apretó el brazo.
Creo que intentó ser un gesto afectivo, pero lo hi-
zo demasiado fuerte.
—Vas a ver que va a salir bien. Por favor,
entrá.
El ruego en su voz me irritó. Di media
vuelta y me fui sin saludarla.
Por ser mi primer día una chica fue a bus-
carme a la entrada. El parque era grande, explicó,
E
sa noche leí un artículo en internet
donde decía que durante muchos años los chim-
pancés son totalmente dependientes de la madre,
que los lleva en la espalda y los vigila todo el tiem-
po. El destete, explicaba, se da recién después de
los cuatro o cinco años, pero igual no son inde-
pendientes hasta los ocho o nueve y mantienen la
relación con ella toda la vida. Decía también que
si la madre se muere antes del destete la cría tiene
pocas probabilidades de vivir, a menos que la
adopte un hermano o hermana mayor o incluso
otro chimpancé sin parentesco.
Un dato que me sorprendió: contaba que
muchos de los que son capturados para la venta
terminan muriendo antes de llegar a destino por
falta de cuidado y afecto, porque los cazadores no
tienen idea de cómo atenderlos.
A
cepté ir una vez más. Intentaba avan-
zar poco a poco: no quería comprometerme con
nada muy serio ni dejar que mi vieja hiciera de ese
asunto una gran montaña, la torre donde plantar
sus ilusiones. Por momentos su desesperación por
conseguir un cambio en mí era tan evidente que
me volvía loca.
Seguramente era comprensible, si uno te-
nía ganas de comprender. En general, yo no tenía.
La idea de mudarnos a Buenos Aires había
sido de papá. Fue después de que las cosas se
aquietaron y, al menos en teoría, volvieron a la
normalidad, después de que me dieron el alta en
el hospital, con el brazo enyesado y muchas pasti-
llas. Un poco después de que mis viejos se dieron
cuenta de que en realidad las cosas conmigo no
estaban volviendo a la normalidad y empezaron a
usar palabras como “bloqueo” y “aislamiento” en
momentos en que creían que no los escuchaba.
E
n aquella cena, mamá volvió a hablar
de ir a La Plata. Lo dijo como si no le diera dema-
siada importancia a la cosa, mientras condimenta-
ba y mezclaba una ensalada. Por qué no pasar el
domingo en lo de los abuelos. Almorzar en el jar-
dín, ver a nuestro perro Beto, que se había quedado
con ellos. Y tal vez también visitar algunos amigos.
Dije que no. No expliqué nada, igual no
hacía falta. No había querido volver desde la mu-
danza, quizá no quisiera nunca. Pero no pronun-
cié todas esas palabras. Apenas negué con la cabeza
mientras intentaba terminarme la porción de car-
ne que me habían servido. Demasiado grande.
Quizás fue por esa conversación que a la
noche tuve pesadillas. Me desperté a las seis de la
mañana, con el corazón desbocado y el cuerpo
empapado en transpiración. Me senté en la cama
y, cuando mis pies tocaron el piso, me pareció
que había agua. Los levanté sobresaltada mientras
Asentí.
—Necesito oírtelo decir. ¿Entendido?
—Entendido.
—¿Llora?
Raúl sonrió.
—Es una especie de gemido, cuando quie-
re algo.
El problema con la gente que adopta ani-
males salvajes como mascotas, decía Raúl, es que
no ven más allá del presente. Un encantador bebé
chimpancé se convierte a los pocos meses en una
pesadilla doméstica y unos años después en un pe-
ligro muy real. No solo tienen suficiente fuerza
como para matar a un hombre, a veces también
tienen suficiente malhumor.
A los ocho meses, Nina ya era una experta
en fugas. Sabía abrir puertas y ventanas, aunque
les pusieran trabas; le encantaba pasear por el jar-
dín y perseguir al gato. Era incansable: todo el día
corría, saltaba, se subía a los muebles y arrastraba
las alfombras. Las cosas se complicaron el día en
que trepó el muro, saltó al patio de al lado y se
sintió irresistiblemente atraída por los juguetes del
vecino. Pero el chico en cuestión no quería com-
partirlos y combatió. Con un conejo de peluche
como prueba de su triunfo, Nina escapó por don-
de había llegado.
Todo esto fue observado por el padre del
chico, que de inmediato llamó a la policía y denun-
M
e daba cuenta de lo que pensaba al-
guna gente. No me lo decían directamente, pero
varias veces había oído los murmullos y lo había
visto en sus ojos, en la forma en que estudiaban mi
cuerpo, en la insistencia con que clavaban la mira-
da en mi cintura estrecha o en mis brazos finos co-
mo palitos de escoba. Creían que estaba así de flaca
por una cuestión de moda. Que no comía porque
quería usar el talle extra small o porque imitaba a
no sé qué famosa modelo escuálida que balanceaba
su metro ochenta arriba de las pasarelas.
Sí, obvio que me daba cuenta. A veces
pensaba en decirles que si no comía era porque la
comida no me pasaba, porque mi estómago se ha-
bía declarado en huelga hacía mucho tiempo.
Había empezado en el hospital. En los pri-
meros días, la medicación que me daban me nubla-
ba el cerebro y me hacía dormir de día y de noche.
El día en que pude tener los ojos abiertos más de
C
asi no miraba a mi alrededor: solo
caminaba, pasando los hipopótamos, las hienas,
los camellos, hasta llegar a los chimpancés. El re-
corrido empezó a volverse una rutina: después de
cambiarme y firmar una planilla iba directo a mi
lugar de trabajo sin detenerme. Ni siquiera ante el
recinto de los tigres de bengala, donde había tres
crías nuevas que se habían convertido en la sensa-
ción del zoológico. Tampoco en el serpentario, al
que acababan de incorporar una serpiente pitón
de cinco metros de largo y noventa kilos de peso.
Caminaba derecho, mirando solo mis pies, hasta
llegar a los chimpancés. Me hubiera gustado, in-
cluso, que nadie me hablara. Solo Raúl, que era
quien me estaba enseñando las cosas.
Me sentía extraña. Porque cada día, antes
de ir al zoológico, pensaba que no tenía ganas.
Que no iba a ir. Pero iba. Cuando finalmente lle-
gaba, a veces me gustaba y a veces no. Según qué
U
na de esas tardes iba caminando ha-
cia la cafetería después de cambiarme cuando
Marcos se acercó corriendo y me puso una mano
pesada en el hombro. Me asustó: moví el cuerpo
bruscamente y la mano cayó. En esa época me
molestaba que me tocaran. Lo miré irritada.
—¿Qué pasa?
—Disculpame, no quise asustarte. Te iba
a preguntar si lo querés ir a ver a Juancho. Le están
limando los dientes.
—¿Quién es Juancho?
Marcos sacudió la cabeza con resignación.
—No puedo creer que no te enteres de
nada. Abrí los ojos, Emita. Juancho es un hipopó-
tamo de tres mil kilos que se deja arreglar los dien-
tes. ¿Lo querés ver?
No dije que sí ni que no, pero el entusias-
mo de Marcos era como una aspiradora, difícil de
rechazar. Caminamos juntos hasta el lugar, donde
H
abía días en que no quería ir. Los
motivos podían ser varios o ninguno y, en cual-
quier caso, no importaban. No quería. Mamá se
ponía loca. Me acuerdo especialmente de uno de
esos días. Era un viernes, yo había dormido mal,
me sentía cansada y me dolía el brazo. Y estaba
lloviznando.
Los médicos decían que el brazo ya no te-
nía que dolerme. Había tenido una doble fractura,
pero se suponía que la recuperación había sido sa-
tisfactoria. No había motivos para que me doliera,
insistían. Y sin embargo me dolía. No todo era co-
mo debía ser. La gente también solía decir que ha-
bía pasado suficiente tiempo, que era hora de
retomar la vida normal. ¿Pero qué era lo normal?
Ese viernes mi vieja intentó convencerme:
me pidió que hiciera un esfuerzo, que era impor-
tante. Dije que no.
A
mí no me gustaba demasiado rela-
cionarme con los visitantes. Apenas lo necesario:
si me hacían alguna pregunta respondía rápido y
seguía mi camino. ¿Las jirafas? Hay que caminar
hasta el fondo y doblar a la izquierda. ¿Los ca-
chorros de tigre? En el camino del centro, un re-
cinto vidriado. Cosas así. Como no trabajaba los
fines de semana, durante mis primeros tiempos no
tuve que enfrentarme a las grandes masas de pú-
blico. Pero llegaron las vacaciones de invierno.
Entonces el zoológico desbordó: la gente se amon-
tonaba frente a los recintos, llenaba las cafeterías,
bloqueaba los caminos, gritaba, sacaba fotos, cu-
bría cada centímetro cuadrado disponible. Aunque
yo trataba de esquivarlos, no era fácil.
Uno de esos días salí al terminar mi hora-
rio y me encontré con Marcos, que me esperaba
para almorzar. Frente al recinto de los chimpancés
la multitud estaba más tupida que nunca. Pedro
—Vamos.
Los miré hasta que se alejaron. Cuando
me di vuelta, Marcos sonreía.
—¿Qué? —pregunté mientras caminába-
mos hacia la cafetería.
—¡Esa es mi Emita! —dijo riéndose—.
Dura con los que se portan mal.
Me palmeó la espalda y después dejó la
mano sobre mis hombros. No dije nada, pero me
di cuenta de que mi cuerpo se ponía rígido. Unos
segundos más tarde, Marcos bajó su mano.
U
n día me enteré de que las cosas con
Nina no iban bien. El plan inicial, armado cuando
el zoológico la recibió, se había excedido en opti-
mismo. Fijaba un período de transición de cuatro
o cinco meses para que creciera y ganara peso
mientras la iban adaptando a la presencia de los
otros chimpancés. En ese tiempo habría un con-
tacto visual con el grupo a través de las rejas y, si
todo funcionaba bien, en la siguiente etapa se iba
a permitir un contacto directo, únicamente con
Lola. Creían que la hembra iba a adoptar a Nina,
que la iba a cuidar y proteger, y de ese modo se
podría incorporar al grupo con facilidad.
Todo muy lindo, pero nada de eso estaba
pasando porque Nina no actuaba como querían.
Seguía apática, no mostraba interés por la comida
ni por los juegos, y su reacción cuando veía a los
otros chimpancés era aferrarse con uñas y dientes
A
mí no me interesaban los demás.
Supongo que por eso no entendía nada de lo que
pasaba: por qué algunos eran amigos, por qué
otros se peleaban. Pero un mediodía me di cuenta
de que Horacio y Esteban mantenían una discu-
sión que estaba escalando rápidamente. Hubo gri-
tos y un golpe seco que hizo tambalear la mesa:
varios vasos fueron a parar al piso. De pronto todo
el mundo estaba callado y el ruido de una banda-
da de garzas ocupó el aire. Era época de migra-
ción. Yo preferí levantar la vista y mirar esos
pájaros blancos que partían quién sabe adónde.
Cuando volví a bajar los ojos uno de los coordina-
dores acababa de acercarse a Horacio y le hablaba
por lo bajo. Unos segundos después Horacio se
incorporó y se fueron caminando juntos.
—Hoy está densa la cosa —me susurró
Marcos, que acababa de llegar con su bandeja.
—Ajá.
F
ue entonces cuando empezaron seis
semanas increíbles, en las que Nina se convirtió
en el centro de mi vida. En principio, yo iba a ir a
la veterinaria solo martes y jueves, pero casi ense-
guida pasé a estar ahí todos los días. Fue por mi
propia sugerencia. El resto de los voluntarios eran
estudiantes universitarios que tenían problemas
con sus clases y exámenes. Yo no.
—¿Todos los días? —preguntó Cecilia
extrañada cuando lo propuse—. ¿Y no vas al co-
legio?
—No.
Creo que estuvo por emitir alguna opi-
nión, pero lo pensó mejor y desistió.
—Bueno, sería genial. Al menos hasta que
la saquemos adelante. Mirala, ¿no es graciosa?
Ese día Nina se había parado frente al es-
pejo. Se movía hacia adelante y atrás, luego se que-
daba quieta y un instante después volvía a moverse.
E
n la memoria de todos los que trabajá-
bamos en el zoológico el trece de agosto quedó pa-
ra siempre como uno de los peores días de su
historia. Y sin embargo, nadie lo hubiera sospe-
chado en la mañana de ese perfecto viernes de sol,
ideal para que la gente se acercara a conocer a los
bellos y muy publicitados cachorros de tigre.
Desde que me levanté me sentía extraña,
dividida, como si en mi cuerpo vivieran dos perso-
nas diferentes. Por un lado, estaba horriblemente
nerviosa. Esa tarde tendría lugar el primer contacto
entre Nina y Lola: yo seguía pensando que era una
mala idea y que podía terminar en catástrofe. Pero
al mismo tiempo estaba a punto de explotar del or-
gullo por el rol que iba a desempeñar. Rolando
Agote, el jefe de los veterinarios, había anunciado
el día anterior que yo iba a ser la encargada de
acompañar a Nina al recinto junto a Cecilia.
Porque habían estado observando mi trabajo –en
E
n los siguientes días y semanas varias
veces me preguntaron por qué había actuado co-
mo lo hice. No supe contestar. Ni siquiera hoy po-
dría dar una respuesta razonable. Sé que tenía
miedo, que ese miedo me nublaba el pensamiento
y que necesitaba un lugar adonde refugiarme.
También sé que actué por impulso cuando estiré
el brazo frente a un taxi, abrí la puerta y subí. No
tuve real conciencia de lo que había hecho hasta
que el hombre me miró por el espejo retrovisor y
preguntó con impaciencia:
—¿Y a dónde vamos?
Supongo que él pensó que llevaba a un be-
bé. Estiré bien la manta para cubrir cualquier pelo
delator y dije la dirección de mi casa. Recién a mi-
tad de camino, cuando mi corazón empezó a aflo-
jar la carrera, me di cuenta de que no había llevado
la mochila. Es decir que no tenía las llaves ni
el celular. Metí la mano en el bolsillo posterior del
P
¿ uede desaparecer un chimpancé en
Buenos Aires? Esa era la pregunta que se hacían
esa noche en la televisión. Parecía imposible y, sin
embargo, varias horas después de la fuga de Pedro
la búsqueda seguía y su paradero se había conver-
tido en un misterio.
Yo conocí la historia en parte a través de
los medios y en parte por lo que me contaron des-
pués. Ya no recuerdo de dónde saqué cada cosa,
pero el nudo del asunto nunca se me va a olvidar.
Sé que cuando empecé a correr Pedro me siguió. Y
atrás de él fue Cecilia, aterrada ante la posibilidad
de que quisiera atacarme. Pero enseguida fue claro
que yo no era su objetivo: tras atravesar el portón
yo fui hacia la izquierda y Pedro eligió el lado con-
trario. Por un momento Cecilia se quedó paraliza-
da: no sabía a quién seguir. Decidió cumplir
primero con el procedimiento de seguridad pre-
visto en los manuales y dio aviso de la fuga por
E
n los siguientes meses trabajé en dis-
tintas áreas del zoológico, sin interesarme dema-
siado por ninguna. Solo iba a una vez por semana
y a veces ni eso. Estuve en la granja, en el serpen-
tario, en el aviario y en el sector de los camellos.
Pero lo que más me gustaba era ir a ver a Nina al
final del día. Me paraba con el resto del público y
simplemente la observaba jugar. A veces era evi-
dente que me reconocía: saltaba excitada y me mi-
raba con insistencia. Pero otras veces, sobre todo
cuando había muchos visitantes, se quedaba en el
fondo del recinto con Lola o Estrella y no daba
señales de saber que yo estaba ahí. Esos días me
llenaban de nostalgia.
No soy tonta, por supuesto que sabía que
todo eso era bueno para ella: finalmente se había
integrado a los suyos. Supongo que el problema
era que le había ido mejor que a mí y me costaba
digerirlo.
E
se día en el almuerzo se lo conté todo
a Marcos. Frunció el ceño mientras le daba un
mordisco a su sándwich.
—¿Y por qué les sacan el huevo a los cón-
dores? ¿No es mejor que lo tengan ellos?
—Los cóndores solo tienen un pichón ca-
da dos años —le expliqué—. Pero si pierden un
huevo, ponen otro inmediatamente. Entonces
ellos crían uno y acá se cría al otro. Eso ayuda a
que no se extingan. ¿Sabés cómo alimentan al pi-
chón? ¡Con títeres!
Volvió a fruncir el ceño.
—¿Para que se entretengan?
Me reí. Supongo que me estaba pasando,
con tanta información y tanto detalle, pero no me
importó demasiado.
—No estás entendiendo nada, Marcos.
Escuchame. Lo fundamental es que los cóndores
no asocien a los humanos con la comida, porque
E
l día de las ratas yo llegué a la isla de
los cóndores temprano y mal dormida. Venía de
un par de noches fatales, en que las pesadillas me
habían despertado de madrugada, agitada y confu-
sa, y no había logrado volver a conciliar el sueño.
Lo primero que hicimos, me acuerdo, fue
alimentar a Manku. El proceso era así: se colocaba
la comida en el recinto cerrado y luego, desde afue-
ra, se abría la compuerta que daba al espacio donde
estaba él. A veces había que esperar, porque podía
pasar que el cóndor no tuviera hambre o ganas de
moverse. Pero finalmente entraba y entonces vol-
víamos a cerrar la compuerta inmediatamente, así
podíamos pasar y limpiar sin que nos viera. Liliana
y yo retiramos restos de comida y barrimos en com-
pleto silencio.
Cuando volvíamos a la cabaña me dijo
que se iba a quedar afuera, porque tenía que matar
ratas. Yo ya sabía cómo era eso. El menú de los
E
s posible que fuera por el episodio de
las ratas o por todo lo que había pasado con Nina.
O quizás fue simplemente Marisa con su insisten-
cia. Sea cual fuera el motivo, unos días más tarde
finalmente hablé. Las imágenes venían aparecien-
do en mi cabeza con una intensidad abrumadora y
tenía una náusea permanente.
Le conté a Marisa lo que nunca le había
podido contar antes, lo que había pasado en La
Plata aquella noche. Yo había quedado en salir con
Oriana y Bruno, que eran mis amigos, le dije.
Vivían al lado, jardín de por medio y era casi co-
mo si viviéramos juntos. Algunas mañanas Bruno
se asomaba en pijama a su ventana, la de la iz-
quierda, y me saludaba.
—Buen día, prima.
No éramos primos, pero daba igual.
Íbamos a la misma escuela, comíamos juntos, nos
prestábamos la ropa y los libros, nuestros perros se
pasaban de casa en casa.
U
nos días después le pregunté a Luis si
me podía quedar en la isla de los cóndores, porque
ya no quería rotar por otros proyectos. Sonrió.
—¿Te gusta, entonces?
—Sí, me gusta.
Me gustaban varias cosas. Caminar sigilo-
samente junto a los cóndores que no podían ver-
me, espiarlos por las pequeñas ventanas, evaluar
los progresos que los acercaban al momento en
que podrían volver a volar entre montañas. Había
empezado a reconocer sus diferencias, los cambios
de plumaje, las marcas de crecimiento. Les habla-
ba a los que ya no serían liberados cuando les cam-
biaba el agua o limpiaba sus recintos: a Eluney,
que me miraba a la distancia moviendo su pico
amenazante. O a Yanara, para quien yo debía ser
apenas una mancha borrosa a través de las catara-
tas que le nublaban los ojos. Me gustaba vigilar el
huevo en la incubadora, cuidarlo, ir contando los
P
asaron tres años desde el primer día en
que crucé las rejas del zoológico. No pertenezco
más al programa: lo dejé cuando volví a la escuela
y los horarios ya no me lo permitieron. Pero antes
estuve el tiempo necesario para ver nacer al pichón
de cóndor, que cascó su huevo sin ayuda y salió,
sucio y desconcertado, a un mundo de personas
que nunca iba a conocer. Lo llamamos Huenu,
que significa cielo, y lo alimentamos durante va-
rios meses con los títeres. Nuestras manos se vol-
vieron padre y madre para ayudarlo a crecer hasta
que pudo valerse por su cuenta. A los ocho meses
fue liberado. Yo ya no estaba ahí, pero supe que
iba a suceder y viajé a Río Negro a verlo. En reali-
dad fue idea de mamá. Me dijo que ese podía ser
mi regalo de cumpleaños: un viaje para ver volar a
Huenu.
Había mucha gente, cuatrocientas o qui-
nientas personas que querían ver la liberación.
Yo me encogí de hombros.
—No, no es un no. Vamos viendo.
Volvió a sonreír y me pellizcó la mano.
Después hablamos de cualquier otra cosa. Y en
eso estamos todavía. Viendo.
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Uno 7
Dos 9
Tres 17
Cuatro 23
Cinco 35
Seis 37
Siete 41
Ocho 51
Nueve 57
Diez 63
Once 69
Doce 71
Trece 75
Catorce 83
Quince 87
Dieciséis 93
Diecisiete 101
Dieciocho 111
Diecinueve 119
Veinte 125
Agradecimientos 169