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© 2014, Andrea Ferrari
© 2014, Ediciones Santillana S.A.
© De esta edición:
2016, Ediciones Santillana S.A.
Av. Leandro N. Alem 720 (C1001AAP)
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina

ISBN: 978-950-46-4610-5
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina. Printed in Argentina.

Primera edición: enero de 2016


Primera reimpresión: mayo de 2005
Coordinación de Literatura Infantil y Juvenil: María Fernanda Maquieira
Ilustraciones: Sebastián Santana

Dirección de Arte: José Crespo y Rosa Marín


Proyecto gráfico: Marisol Del Burgo, Rubén Churrillas y Julia Ortega

Ferrari, Andrea
Los chimpancés miran a los ojos / Andrea Ferrari ; ilustrado por Sebastián Santana. - 1a ed
. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Santillana, 2016.
176 p. : il. ; 20 x 14 cm. - (Azul)
ISBN 978-950-46-4610-5
1. Literatura Infantil y Juvenil. I. Santana, Sebastián, ilus. II. Título.
CDD A863.9282

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en


todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de
información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,
electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permi-
so previo por escrito de la editorial.

Esta primera edición de 4.000 ejemplares se ter­mi­nó de im­pri­mir


en el mes de enero de 2016, en Artes Gráficas Color Efe, Paso 192,
Avellaneda, Buenos Aires, República Argentina.

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Los chimpancés
miran a los ojos
Andrea Ferrari
Ilustraciones de Sebastián Santana

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Uno

A
mí me rescataron los animales. Sé que
así dicho suena bastante más aventurero de lo
que fue en realidad, pero eso no significa que sea
mentira. Porque en ese tiempo yo estaba comple-
tamente perdida. Y ellos, a su manera, estuvieron
ahí para ayudarme.
Si alguien está pensando que voy a contar
una historia de la selva, ya mismo lo tengo que
sacar de ese error. Esta historia sucede en el zooló-
gico. Los animales estaban encerrados, claro. En
cierta forma, yo también.
Aunque ya pasaron casi tres años, no hay
día en que no piense en esa época. A veces alcanza
el olor, ese aroma intenso y algo nauseabundo que
desprende el zoológico. O un ruido, el rugido de
un león, el chillido de los guacamayos. Y en un
instante las imágenes vuelven: todo lo bueno, lo
malo, lo raro que pasó ahí.

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Pero a quien más recuerdo es a Nina, la


chimpancé. Mi chimpancé.
Ahora quizás alguien piense que esta es
una historia estilo Tarzán. No, tampoco. Aunque
en ese tiempo una vez me dijeron que yo me esta-
ba volviendo un poco chimpancé. Era una broma,
supongo.
O no tanto.
Quizás, a fin de cuentas, de eso se trate esta
historia: de mi lado chimpancé.

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Dos

A
l principio yo no tenía ganas de ir.
Para nada. A esa altura llevaba casi un año vivien-
do en Buenos Aires y la ciudad todavía me asusta-
ba. Sabía que no había vuelta atrás, que tenía que
acostumbrarme. No solo a Buenos Aires sino a to-
do lo demás: el departamento, las noches sin sueño,
el dolor en el brazo, la nueva vida. Pero hasta ese
momento mis intentos eran un fracaso.
Fue todo idea de mi madre. Una de las
tantas tardes en que yo miraba televisión entró en
la sala, se sentó a mi lado y se puso a hablar sobre
un programa especial del zoológico del que había
estado averiguando. Un proyecto interesante, dijo,
para chicos como yo.
Saqué por un instante la vista de Los
Simpson.
—¿Rayados?
—Nadie está poniendo rótulos, Ema. Es
un programa para adolescentes con situaciones...

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—le costó encontrar la palabra—... difíciles. Van


una o dos veces por semana al zoológico y... ¿me
estás escuchando?
En la pantalla, Homero se estaba ponien-
do rojo. Me divertía bastante más que la charla
con mi vieja.
—¿Y quién nos va a curar? ¿El elefante?
Se mordió el labio inferior y esperó unos
segundos. Era obvio que se había propuesto mos-
trarse positiva a cualquier precio y no discutir.
—No se tratar de curar, no es un trata-
miento. Es más bien una actividad que te puede
ayudar. Además, Ema, algo tenés que hacer. No
vas al colegio, nada te interesa, no querés hablar
de lo que pasó y...
Iba a decir algo de mi delgadez, seguro,
pero se detuvo. Aunque en ese tiempo hablába-
mos poco, las dos nos habíamos hecho expertas en
interpretar nuestros respectivos silencios. El mío le
dijo que no se metiera por ese camino. Retrocedió.
—Y te gustan los animales.
—Los animales no van a cambiar nada.
—Hubo muchas experiencias con anima-
les en que... —Creo que a mitad de la frase se dio
cuenta de que así no íbamos a llegar a ningún la-
do. Trató de sonreír—. Estoy segura de que lo vas

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a disfrutar. Aunque sea vayamos a una entrevista y


ves de qué se trata. No perdés nada.

Me gustaban los animales, sí, pero no fue


por eso que acepté la entrevista. Creo que a esa al-
tura el encierro empezaba a ahogarme. Necesitaba
salir un poco del departamento y esa era una excu-
sa tan buena como cualquier otra. Cuando nos
presentamos, una semana más tarde, nos recibió
uno de los coordinadores del programa. Era un ti-
po flaco, de unos cuarenta años, que nos invitó a
sentarnos al otro lado de su escritorio mientras
soltaba una explicación breve de lo que hacían allí.
Psicólogo, deduje enseguida: en esos tiempos los
reconocía a la distancia. A su espalda había fotos
de chicos vestidos de verde, chicos sonrientes que
alimentaban a llamas y ciervos.
A mi vieja el tipo le gustó de inmediato. A
mí, no. Estaba cansada de tratar con médicos y
psicólogos, cansada de que me hicieran preguntas
que no podía contestar. Tuve ganas de irme. Pensé
en decir cualquier cosa, que en realidad no quería
participar en ese programa, que había sido todo
un error, y levantarme en ese mismo instante. Pero
no lo hice. Me quedé sentada mientras el tipo me
explicaba que ahora quería conversar con mi mamá

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mientras yo recorría el zoológico junto a uno de los


cuidadores, Raúl, que acababa de aparecer.
—Raúl es uno de los más antiguos...
Dejé de escuchar y bajé la vista al suelo.
No quería ir a ninguna parte sin mi vieja, pero me
daba vergüenza admitirlo. Finalmente, tenía quin-
ce años. Todos me estaban mirando y tuve más ga-
nas, muchas más ganas de irme a casa.
—¿Vamos, Ema?
Raúl había abierto la puerta. Me levanté
con esfuerzo y lo seguí. Me dolía un poco el
estómago.

Atravesamos buena parte del parque


mientras Raúl hablaba. Tenía unos cincuenta
años, poco pelo y unos cuantos kilos de más. Y me
trataba con un exceso de cuidado, como si yo fue-
se un bebé o un objeto frágil. Pero al menos no
parecía esperar ninguna respuesta de mi parte, lo
que me tranquilizó. Se puso a contar historias so-
bre serpientes que comían ratones vivos y came-
llos a los que por alguna razón se les torcía la
joroba, pero yo no conseguía concentrarme en sus
palabras. El zoológico me ponía nerviosa. Era un
lugar abrumador: el intenso olor a bosta, los gritos
de los animales, el revoloteo de las aves, todo me

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provocaba una zozobra que iba creciendo a medi-


da que avanzábamos. Un par de veces estuve a
punto de decir que ya estaba bien, que había visto
lo suficiente y podíamos volver. Pero seguí cami-
nando.
Al rato llegamos a la zona de los monos.
En uno de los recintos había cuatro o cinco ani-
males juntos, que jugaban y gritaban. Y en el de al
lado estaba ella sola. Nina, una chimpancé de on-
ce meses de edad. Aunque, en realidad, lo que yo
vi fue apenas un cuerpo acurrucado, una bola de
pelos que no me despertó mayor interés.
—¡Tenés suerte! —exclamó Raúl con una
euforia que me pareció totalmente injustificada—.
Es la primera vez que está a la vista del público. Y
es solo por un ratito, para que se vaya adaptando
al lugar. Nina tiene una historia difícil, ya te la va-
mos a contar. Ahora acercate a mirarla.
Acerqué mi cara casi hasta pegarla al vidrio.
No veía por qué me tenía que interesar esa bola
de pelos ni ninguna otra cosa del zoológico, al
que no pensaba volver. Pero ese fue el momento
en que Nina se incorporó. Era muy chiquita y te-
nía un cuerpo delgado, de aspecto frágil, aunque
se movía con agilidad. Caminó hasta nosotros y
puso una mano en el vidrio que nos separaba

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mientras me miraba a los ojos. Directo a los ojos.


A mí me pareció que en esos ojos extrañamente
humanos se transparentaba algo: que esa chim-
pancé se sentía mal. Tan mal como yo. Por un
momento me imaginé que agarraba a Nina, me la
subía a los hombros y corría. Y seguía corriendo
hasta escapar de ahí.

Cuando volví a entrar en la oficina, mamá


y el psicólogo se callaron. Había una expectativa
en el aire que me inquietó. En ella, sobre todo: era
obvio que quería desesperadamente que alguien la
ayudara a manejar la situación. O sea, a mí.
Yo ya había decidido no participar en ese
asunto, pero no era buena peleando. Prefería decir
cualquier cosa para salir del paso y después hacer
lo que quería. Me senté en una de las sillas y des-
vié la vista hacia las fotos en la pared.
—¿Te gustó la recorrida? —preguntó el
psicólogo. Se llamaba Luis, me lo había dicho an-
tes. También me había dicho que no lo tratara de
usted, que ahí todos se decían por el nombre, co-
mo amigos.
Pero yo solo asentí.
—¿Entonces te interesa el programa?
Volví a asentir.

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—¿Te gustaría empezar la semana próxima?


Asentí una tercera vez.
Luis pensó un momento antes de hacer la
siguiente pregunta. Creo que buscaba algo que ne-
cesitara palabras.
—Si pudieras elegir, ¿con qué animales te
gustaría trabajar?
Yo también me tomé un momento.
—Con los chimpancés.
Eso, al menos, era verdad.

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Tres

E
n el consultorio de Marisa, yo práctica-
mente no abría la boca. Había pasado por otros con-
sultorios y otros psicólogos que me agobiaron
con su insistencia en que hablara sobre lo que ha-
bía pasado, aunque yo decía que no, que no me
acordaba. Marisa, en cambio, me había recibido
sin exigencias. Había que darles tiempo a las cosas,
solía decir, y en la hora que pasaba con ella jugá-
bamos a las cartas, armábamos rompecabezas, ha-
cíamos dibujos y collages. Supongo que para alguien
de quince años todo eso era un poco infantil, pero
ninguna de las dos lo mencionaba. De vez en cuan-
do Marisa soltaba algún comentario referido a mi
situación o a mi historia. Este perro acá, decía por
ejemplo mirando mi dibujo, este perro tan grande,
¿no es parecido al que tenían en La Plata? Y yo res-
pondía mmm, no sé. O mmm, capaz.
Sabía que no tenía mucho sentido ir a un
psicólogo si no iba a hablar. Pero eran mis viejos

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los que habían insistido hasta el hartazgo en que


fuera y, si ellos querían pagar para que pasara ho-
ras haciendo dibujos o jugando a las cartas, era su
problema. Por otra parte, nunca había sido una
persona demasiado conversadora. Un poco tími-
da, quizá. “Especial”, decían antes mis padres.
Especial era una palabra que sugería muchas cosas
y no afirmaba nada en concreto. No era por mi
rendimiento en la escuela: con algunos resbalones,
siempre había conseguido zafar. No, no era eso.
Era más bien que hablaba poco. O que me gusta-
ba quedarme sola. O que no me resultaba fácil
hacer amigos. Salvo Oriana y Bruno, que habían
estado desde que nací en la casa de al lado. A mí
me parecía que antes especial podía ser rara, pero
aceptable. Después me había vuelto demasiado
especial para todo el mundo.
Al día siguiente de la primera visita al zoo-
lógico, Marisa sugirió que dibujase algo que me
hubiera impactado. Dibujé un chimpancé. Me to-
mé mucho tiempo con los detalles: se fue casi la
sesión completa.
—Veo que trabajaste mucho con los ojos
—dijo Marisa cuando estuvo terminado—. Una
mirada interesante. ¿Eso viste?
—Mmm.

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—¿Vas a ir entonces?
—¿A dónde?
—Al zoológico. Tu mamá me dijo que
quedaste en ir la semana próxima.
—No.
Y sin embargo fui una segunda vez.

Fue parte del pacto tácito con mis viejos.


En esos meses habíamos llegado a algunos acuer-
dos casi sin necesidad de ponerlos en palabras. Al
principio ellos quisieron que retomara el colegio y
me anotaron en primer año, el que había dejado a
poco de empezar. Mamá se ocupó de todos los
trámites: gestionó en la escuela de La Plata el cer-
tificado del primario aprobado, pidió consejos, vi-
sitó diferentes colegios y finalmente encontró uno
que le pareció apropiado. Todo eso me lo fue con-
tando día a día, mientras trataba de contagiarme
un entusiasmo sobreactuado. Fui a ese colegio so-
lo tres días: me alcanzó para saber que no podía ni
quería hacerlo. Ellos intentaron insistir, pero se
dieron cuenta enseguida de que no tenía sentido.
Desde entonces solo salía del departamento para
ir a lo de Marisa, a la rehabilitación del brazo y
poco más. Tuvieron que aceptarlo. En casa todo
era cuestión de percibir los límites. Como en la

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comida: a mamá la desesperaba mi falta de ham-


bre. Se ponía tan mal que una vez hasta intentó
meterme fideos en la boca por la fuerza: yo empu-
jé su brazo y los fideos volaron por el aire. Mucho
grito y la cocina como un chiquero. El pacto llegó
días después: conseguí con esfuerzo empezar a tra-
gar algo así como un plato normal por día. Eso les
daba la tranquilidad de que iba a sobrevivir, aun-
que no aumentara un gramo. Y no insistían.
Pero con el asunto del zoológico el equili-
brio volvió a desarmarse: fue demasiado evidente
que mi vieja creía ver allí una salida. Una manera
de que volviera a conectarme, decía, algo que me
acercara al resto del mundo. Cuando dejé en claro
que no pensaba volver se rayó como nunca. Dis-
cutimos días sin avanzar un milímetro. Aunque
no era en realidad una discusión, porque mamá
hablaba y hablaba y yo solo decía que no mientras
miraba la tele.
—Estás mucho mejor —argumentaba—.
Hiciste avances muy importantes. Solo te falta dar
un paso para que las cosas vuelvan a ser como antes.
Hay que saber interpretar los códigos de
mi familia. “Mucho mejor” significaba que comía
un poco más. “Avances muy importantes” era que
a veces conversaba y ya no me lastimaba los dedos

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mordiéndome las uñas y los pellejos. “Dar un pa-


so” implicaba interesarme en alguna cosa.
Porque esa ahora era la raíz del problema,
según ellos. Que yo podía quedarme sentada fren-
te al televisor todo un día, toda una semana, toda
una vida, sin que me importara nada. Ni siquiera
lo que daban.
Tanto insistieron que al final cedí. Dije
que le iba a dar al zoológico otra oportunidad. Y
ellos aceptaron que si no me gustaba podía volver
a casa y no se discutía más. Ese era mi objetivo.

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Cuatro

C
uando llegó el día, mi decisión se ha-
bía debilitado y supongo que se notaba. Mamá me
acompañó hasta la puerta para asegurarse de que
entrara. Iba a estar todo bien, dijo sonriendo, yo
tenía el celular y podía llamarla si era necesario.
No me moví.
—Vamos —insistió—, te esperan.
Pensé en decirle que había cambiado de
idea, pero no pude.
—Dale, vas a llegar tarde.
Seguía sin moverme y me apretó el brazo.
Creo que intentó ser un gesto afectivo, pero lo hi-
zo demasiado fuerte.
—Vas a ver que va a salir bien. Por favor,
entrá.
El ruego en su voz me irritó. Di media
vuelta y me fui sin saludarla.
Por ser mi primer día una chica fue a bus-
carme a la entrada. El parque era grande, explicó,

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difícil orientarse al principio. Había que pasar los


flamencos y doblar a la izquierda, junto al recinto
del aguará-guazú antes de llegar a los rinocerontes.
Ahí, a la derecha, estaba la oficina. Al lado de los
antílopes. Mientras caminábamos miré varias ve-
ces hacia atrás. Creo que la chica temió que saliera
corriendo. Me sonrió.
—¿Te pasa algo?
—No.
Subí la escalera y entré en la oficina donde
ya había otros cuatro chicos que obviamente forma-
ban parte del programa. Dos de ellos me parecieron
raros. Muy raros. Miré la puerta. Quizá podía irme
sin que nadie se diera cuenta. Pero en ese momento
Luis, el coordinador, se acercó para entregarme un
uniforme. Todos lo tenían: era igual al que usaban
los empleados del zoológico: una remera y un pan-
talón verde claro, con el logo del lugar.
Tuve que esperar mi turno para cambiar-
me en una habitación mínima y bastante desorde-
nada, con percheros en la pared y muchas cajas en
el piso. Los pantalones me quedaban grandes pero
no me animé a pedir un talle más chico. Me ajusté
bien el cinturón que había llevado con mi ropa y
me calcé las botas de goma que habían agregado a
último momento, porque había un poco de barro.

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Cuando me vi con todo eso puesto me sentí una


farsante. ¿A quién engañaba, si no iba a quedar-
me ahí? No sabía que después el uniforme se
convertiría en algo importante. Cuando lo tenía
puesto los visitantes creían que era una empleada
y solían pararme para pedir indicaciones, qué co-
mida darles a los ciervos, dónde estaba el baño,
cuál era la salida más cercana. Me miraban de
una manera completamente diferente a la que es-
taba acostumbrada.
Durante casi un año yo había sido en los
ojos de los demás la pobre chica, la chica herida, la
chica de las noticias, la chica rara. Y de pronto,
por la magia del uniforme, era una empleada co-
mo cualquier otra de ese gigantesco lugar, alguien
que sabía cosas y podía explicarlas.
Pero no me di cuenta de nada de eso en el
primer día: lo fui descubriendo en las semanas si-
guientes, en ese largo tiempo que me llevó aceptar
que quería seguir ahí. Ese día no dejé de sentirme
incómoda un solo momento. Hubo una nueva en-
trevista en la que no dije casi nada, me informa-
ron que estaba aceptada en el programa y me
mostraron algunas de las tareas básicas. Miré el re-
loj cada diez minutos y estuve tentada de escapar-
me varias veces.

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No tenía aún un lugar asignado: dijeron


que se iba a definir en los días siguientes. De modo
que corté fruta durante dos horas siguiendo las ins-
trucciones de uno de los encargados y la separé en
bolsas destinadas a diferentes animales. Todo bas-
tante aburrido. Después me tocó barrer un recinto
donde habían estado los camellos. Había basura,
restos de comida y bosta. Fue cuando empecé a pre-
guntarme por qué estaba ahí, qué hacía en medio
de esa tierra, de la caca de los camellos, de gente que
no conocía ni quería conocer. Y me senté en el sue-
lo, decidida a no hacer nada más, a mostrar una re-
beldía que creo que entonces me parecía muy digna.
Pocos minutos después entró una mujer
del programa: era algo como asistente, acompa-
ñante, no me acuerdo bien qué.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—Nada —dije en voz demasiado baja.
Me miró, supongo que evaluando si lo
que yo tenía era un problema real. Y al parecer de-
cidió que no.
—Te doy una mano —dijo.
Entonces tomó otra escoba y se puso a
barrer. Me sentí incómoda y un momento después
yo también me paré y seguí barriendo. En quince
minutos más terminamos.

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Pero todavía faltaba el almuerzo, que, se-


gún me habían anticipado, compartíamos todos
los integrantes del programa antes de irnos. Nos
cambiamos y fuimos hasta una cafetería, donde
había una mesa larga armada para nosotros. En el
mostrador nos entregaron a cada uno una bande-
ja con un sándwich, unas papas fritas y una bebi-
da. Yo me senté sola en un extremo y miré el
reloj: faltaban cincuenta minutos para la cita que
había hecho con mamá en la puerta. Demasiado
tiempo.
Cinco minutos después apareció un chico
con su bandeja y me miró. Dio unas vueltas, se
alejó, volvió a acercarse y otra vez me miró. Al fi-
nal se sentó a mi lado. Le calculé unos dieciocho
años. Alto, con ojos grandes y oscuros. Venía co-
miendo papas fritas y al principio no le entendí
nada.
—Mmñññ —dijo—. ¿Vos?
—¿Qué?
Tragó.
—Que soy Marcos. Y vos sos nueva.
¿Cómo te llamás?
—Ema.
—¿Y qué tal tu primer día, Ema?
Me encogí de hombros y miré el plato.

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—Ajá. Bueno, estos —dijo señalando al


otro extremo de la mesa, donde ya se habían sen-
tado seis chicos— son nuestros compañeros.
¿Querés saber alguna cosa?
Volví a encogerme de hombros. Marcos
sonrió y siguió explicando.
—El de la punta, que mira a la nada, es
Eric. Es un poco ido, pero buen pibe. El de al
lado, el gordo, Horacio. Con él está todo bien,
salvo que lo agarres cruzado y es capaz de rom-
per todo. Se puede poner muy nervioso. La fla-
quita que mira para abajo, Irene. Es buena onda,
aunque no da mucha bola. El rubio, Esteban. Se
pasa preguntándole a todo el mundo si lo quie-
ren. Un poco denso. Los otros dos que hablan
entre ellos son bastante nuevos, el más alto es
chistoso. Hay algunos más que hoy no vinieron.
¿Y vos?
—¿Qué?
—¿Por qué estás acá?
Negué con la cabeza. No iba a hablar de
eso.
—Bueno. —Marcos miró mi plato, que
seguía casi lleno—. ¿No comés?
—No tengo hambre —se lo acerqué—.
¿Querés?

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Agarró un puñado de papas fritas.


—Te digo una cosa, si te hacés amiga de
alguien, te conviene que sea yo.
—¿Por?
—Soy el más antiguo acá: llevo cuatro
años. Conozco todo, te puedo ayudar en lo que
necesites. Y quizá... —sonrió con suficiencia—
me hagan cuidador.
—¿Mmm?
—Estoy por terminar en el programa y,
como anduve tan bien, es posible que el zoológico
me contrate. En realidad, ya es casi seguro.
Estaba tan orgulloso. Miré discretamente
el reloj: todavía faltaban treinta y cinco minutos.
—Bueno.
—Además, soy buena onda.
Volví a mirar el reloj, me parece que esta
vez sin discreción. A Marcos no le gustó.
—¿Te estoy molestando? ¿O es que no te
gusta hablar con nadie?
Negué con la cabeza.
—¿No qué? ¿No te estoy molestando o no
te gusta hablar?
—No me gusta hablar.
—¿Con nadie?
—Casi nadie.

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Creo que otra persona se hubiera ido. Pero


Marcos no era de los que se rinden fácil. Suspiró.
—Bueno. ¿Y el helado te gusta? Porque
ese es el postre. ¿Vamos a buscarlo?
Yo no quería helado ni ninguna otra cosa.
Saqué el celular de la cartera y fingí revisar un
mensaje.
—Me vinieron a buscar.
Me levanté e hice un saludo general con la
mano. Pero no había dado ni dos pasos cuando
Luis, el coordinador, me detuvo.
—¿Ya te vas, Ema?
—Sí... me esperan en la puerta.
—Bueno, yo tengo una buena noticia pa-
ra vos. Me habías dicho que te gustaría trabajar
con monos... En realidad no solemos tener chicos
del programa en esa área, pero justo hoy me avisa-
ron que necesitan toda la ayuda que puedan con-
seguir porque la chimpancé nueva les demanda
mucho trabajo. Empezarías ahí la próxima vez.
¿Qué te parece?
No sabía qué me parecía.
—Bien.
—Entonces nos vemos el miércoles.
Caminé con pasos rápidos en dirección a
la entrada. Pero todavía faltaban veinte minutos

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para encontrarme con mi vieja, así que apenas es-


tuve suficientemente lejos bajé el ritmo y empecé
a dar vueltas. Me ponía un poco nerviosa la posi-
bilidad de cruzarme con alguien y que advirtieran
mi mentira. Si sucedía, decidí, iba decir que esta-
ba perdida y no encontraba la puerta. Lo que no
era tan falso, porque mientras pensaba había gira-
do varias veces y ahora estaba frente a un lago con
tortugas acuáticas que no recordaba haber visto
antes. Lo rodeé y llegué a la zona de los monos.
Ahí me detuve. La chimpancé chiquita no estaba a
la vista. Mientras observaba a los otros apareció
Raúl, el cuidador que me había acompañado en la
primera recorrida. Pensé en darme vuelta y esca-
par rápido, pero nuestras miradas ya se habían
cruzado.
Seguramente mi aspecto no era el mejor.
Creo que en ese tiempo tenía mala cara la mitad
del tiempo, una cara que desanimaba a cualquiera.
Raúl se detuvo.
—Hola, ¿te ayudo en algo?
—No, no, me esperan...
Él sonrió. Me pareció que sabía que yo
mentía, pero no le importaba.
—Te la puedo mostrar a Nina un momen-
to. Vení.

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Lo seguí. Dimos la vuelta por detrás de


los recintos y atravesamos una reja a la que solo
tenían acceso los cuidadores. Un camino de tierra
nos condujo hacia el área trasera de la construc-
ción. Raúl abrió la puerta y me hizo pasar.
Era un espacio bastante reducido. A un lado ha-
bía una pequeña cocina, herramientas de trabajo
y un par de sillas. Y enfrente, el área enrejada
que se comunicaba a través de compuertas con
los recintos. Allí los monos pasaban la noche,
una vez que el zoológico cerraba y los cuidado-
res se iban.
Sentada en una silla de plástico, una chica
con guardapolvo tenía a Nina en brazos. Raúl la
presentó: Marcela, una estudiante. Me explicaron
que, aunque Nina estaba viviendo en la veterina-
ria del zoológico, todos los días la llevaban un rato
para que se fuera adaptando al ambiente, los rui-
dos y los olores de su especie.
Al principio me pareció que dormía.
Estaba muy quieta, con la espalda apoyada en el
pecho de Marcela, que la acariciaba. Tuve ganas de
tocarla, pero no me animé.
—Todavía no puede compartir el espacio
con otros chimpancés, no está acostumbrada
—me contó en voz baja Marcela—. Tenemos que

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lograr que se alimente bien, que engorde y que se


adapte a este nuevo lugar.
—La crió una familia —agregó Raúl—.
La tenían como mascota, hasta que los vecinos los
denunciaron y fue incautada. Ahora tiene que
aprender a ser chimpancé.
—¿No sabe?
—Creemos que se la sacaron a la madre
poco después de nacer. La vendieron y fue criada
como si fuera un chico. Pero te cuento todo la
próxima, hoy tengo mucho trabajo. ¿Vamos?
No le contesté. Acerqué muy lentamente
mi mano a Nina, mientras buscaba los ojos de
Marcela. La chica asintió en un gesto casi imper-
ceptible y seguí avanzando. Cuando la toqué,
Nina giró la cabeza hacia mí, me tomó el dedo
índice y lo apretó suavemente. Tenía una mano
mínima, muy oscura, en la que mi dedo blanco
resaltaba como la clara de un huevo.
Me hubiera gustado quedarme, pero Raúl
me tocó el hombro y me dijo que ya estaba, que
tenía que salir, que la próxima vez habría más
tiempo.

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Cinco

E
sa noche leí un artículo en internet
donde decía que durante muchos años los chim-
pancés son totalmente dependientes de la madre,
que los lleva en la espalda y los vigila todo el tiem-
po. El destete, explicaba, se da recién después de
los cuatro o cinco años, pero igual no son inde-
pendientes hasta los ocho o nueve y mantienen la
relación con ella toda la vida. Decía también que
si la madre se muere antes del destete la cría tiene
pocas probabilidades de vivir, a menos que la
adopte un hermano o hermana mayor o incluso
otro chimpancé sin parentesco.
Un dato que me sorprendió: contaba que
muchos de los que son capturados para la venta
terminan muriendo antes de llegar a destino por
falta de cuidado y afecto, porque los cazadores no
tienen idea de cómo atenderlos.

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36

Me pregunté qué habría pasado con la


madre de Nina. ¿Ella la recordaría? ¿Recuerdan los
chimpancés?

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Seis

A
cepté ir una vez más. Intentaba avan-
zar poco a poco: no quería comprometerme con
nada muy serio ni dejar que mi vieja hiciera de ese
asunto una gran montaña, la torre donde plantar
sus ilusiones. Por momentos su desesperación por
conseguir un cambio en mí era tan evidente que
me volvía loca.
Seguramente era comprensible, si uno te-
nía ganas de comprender. En general, yo no tenía.
La idea de mudarnos a Buenos Aires había
sido de papá. Fue después de que las cosas se
aquietaron y, al menos en teoría, volvieron a la
normalidad, después de que me dieron el alta en
el hospital, con el brazo enyesado y muchas pasti-
llas. Un poco después de que mis viejos se dieron
cuenta de que en realidad las cosas conmigo no
estaban volviendo a la normalidad y empezaron a
usar palabras como “bloqueo” y “aislamiento” en
momentos en que creían que no los escuchaba.

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El banco donde trabajaba papá le había


ofrecido el traslado el año anterior. Él se había sen-
tido tentado: significaba mejorar su posición. Pero
la movida era demasiado grande para todos, mamá
no estaba convencida y al final no nos habíamos
decidido.
Ahora era otra cosa. Era, dijo él, la posibi-
lidad de dar vuelta la página. Un nuevo comien-
zo, dejando atrás la historia pasada. Yo estuve a
punto de decirles que mi página no se daba vuel-
ta. Que estaba fija, noche y día, en el mismo lu-
gar. Pero no pude. Así que dije que sí. Por qué no,
Buenos Aires, un departamento en un piso alto,
la vista al cielo abierto, el cambio.
Papá empezó a trabajar no bien llegamos,
cuando aún no terminábamos de desembalar las
cajas y el departamento era un gran caos donde
nadie encontraba nada. Era más nuevo, sí, y más
lindo, con la vista abierta y todo eso, aunque tam-
bién era bastante más chico que la casa de La
Plata. Pero después de varios días de un furioso
despliegue de energía, mamá consiguió acomodar
las cosas y estaba lista para despegar. Quería con-
seguir trabajo en otro estudio contable, decía, y
ya tenía una red de contactos para explorar.
Siempre había sido una persona activa y práctica,

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que ganaba su propia plata y se sentía orgullosa


de su independencia. Quedarse en casa no le gus-
taba ni un poco.
Pero yo era su prioridad. Eso me había di-
cho muchas veces, que lo importante era que yo
me recuperase y pudiese encarrilar mis cosas. Lo
demás vendría después.
Y ahí estábamos. Habían pasado los meses
y nada se había encarrilado. Por eso a veces pensa-
ba que la ansiedad de mi vieja podía ser compren-
sible. Eso cuando tenía ganas de comprender.

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Siete

E
n aquella cena, mamá volvió a hablar
de ir a La Plata. Lo dijo como si no le diera dema-
siada importancia a la cosa, mientras condimenta-
ba y mezclaba una ensalada. Por qué no pasar el
domingo en lo de los abuelos. Almorzar en el jar-
dín, ver a nuestro perro Beto, que se había quedado
con ellos. Y tal vez también visitar algunos amigos.
Dije que no. No expliqué nada, igual no
hacía falta. No había querido volver desde la mu-
danza, quizá no quisiera nunca. Pero no pronun-
cié todas esas palabras. Apenas negué con la cabeza
mientras intentaba terminarme la porción de car-
ne que me habían servido. Demasiado grande.
Quizás fue por esa conversación que a la
noche tuve pesadillas. Me desperté a las seis de la
mañana, con el corazón desbocado y el cuerpo
empapado en transpiración. Me senté en la cama
y, cuando mis pies tocaron el piso, me pareció
que había agua. Los levanté sobresaltada mientras

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miraba a mi alrededor, confundida por el miedo y


la penumbra. ¿Agua? Volví a intentarlo, solo con
el pie derecho, apenas la punta del dedo. No, es-
taba seco. Completamente seco. Me paré, recono-
ciendo lentamente el lugar. Mi habitación, el
departamento nuevo. Noveno piso, la vista abier-
ta. Todo en orden. Pero sabía que ya no iba a se-
guir durmiendo. Mientras caminaba hacia el baño
sentí otra vez el dolor en el brazo. Me lavé la cara
y volví a la cama con un libro, que leí distraída-
mente hasta las siete y media, cuando el desperta-
dor me recordó que tenía que levantarme.

La mirada lenta que me dedicó papá en el


desayuno me hizo sospechar que la mala noche se
reflejaba en mi cara, pero él no dijo nada. Se ofre-
ció en cambio a prepararme un par de tostadas.
—Una sola —dije.
Me acercó manteca y mermelada.
—Te llevo al zoológico. Me queda de pa-
so. Después tu mamá te va a buscar.
—Bueno.
Conseguí comer media tostada y tiré el
resto a la basura mientras él leía el diario. Después
lavé las tazas y fui a buscar la mochila. Me estaba
dando cuenta de que no quería ir.

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43

Mi viejo prendió la radio del auto, quizá


para tapar el silencio que se había impuesto ape-
nas subimos. Comentó una noticia, no sé qué co-
sa de un nuevo medicamento descubierto, y
después dejó que la voz del locutor ocupara el es-
pacio. Cuando llegábamos vimos que la calle esta-
ba cortada.
—¿No hay problema si te dejo en la esquina?
—No.
Me bajé y esperé a que el auto se alejara.
Por un momento pensé en no entrar. Dejarme lle-
var, sin rumbo. O volver sola a casa. ¿Podía? Un
hombre que caminaba apurado me golpeó con su
maletín y masculló una disculpa sin detenerse. De
la boca del subte acababa de salir una multitud,
que se dispersó rápidamente. Mucha gente, mu-
cho ruido. Yo no me había movido. Dos chicas se
detuvieron a preguntarme la hora. Aunque tenía
reloj, no respondí. Me miraron y siguieron de lar-
go. Una de ellas se reía.
Moverme me parecía cada vez más difícil.
Las piernas estaban duras, el estómago, inquieto.
Y eso que no había comido casi nada. Pero sabía
que tenía que ponerme en marcha. Empecé a ca-
minar muy despacio tratando de concentrarme
solo en el movimiento de mis pies y en el objetivo:

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la puerta del zoológico. De pronto, ese espacio en-


rejado me parecía un buen refugio, un lugar don-
de escapar del ruido. Cuando entré, me sentí
extrañamente aliviada.

Ese día, Raúl hizo las presentaciones.


Bongo, Lola, Pedro, Estrella. Los chimpancés.
Cuando llegué todavía estaban en el espacio inter-
no, donde dormían. Se veían nerviosos. Una hem-
bra golpeaba la reja, aparentemente manifestando
su impaciencia. Pero tenían que esperar, porque
Julio, otro de los cuidadores, estaba arreglando al-
go en el espacio externo antes de dejarlos salir.
—Ahora vamos a colocar ahí la primera
comida del día —dijo Raúl mientras sacaba una
bolsa de la heladera—. Vení conmigo, así vas
aprendiendo.
El recinto era muy amplio. Tenía rocas,
sogas, una suerte de hamaca y unos troncos de
madera para que treparan. Entre esos objetos,
Raúl fue repartiendo la comida. En algunos casos
la ocultaba: tras unas piedras o en lo alto de la es-
tructura de madera.
—¿Por qué la escondés?
—Tratamos de imitar en lo posible las con-
diciones que tendrían en libertad. Acá no tienen

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que conseguir su comida, pero al menos intenta-


mos que se esfuercen por encontrarla. Eso los esti-
mula y los entretiene. Además, si pusiéramos todo
junto, Bongo podría acapararlo e impedirles a los
otros que comieran.
Bongo era el macho alfa. El dominante,
el jefe. El que decidía las cosas en ese grupo. Y
sin embargo el día que lo conocí estaba tan tran-
quilo que me pareció un animal manso. Pero no
había que confundirse, me dijo Raúl con un én-
fasis que me pareció exagerado. No había que
distraerse jamás.
—Escuchame bien, Ema. Siempre hay
que tener cuidado. No solo con él, sino con todos.
No son como Nina, ella es un bebé. Estos anima-
les pueden ser peligrosos. Nunca, pero nunca te-
nés que tocarlos. Quizás alguna vez veas que yo u
otro cuidador metemos los dedos y los acaricia-
mos a través de una reja interna o les damos algo
en la mano. Pero nosotros sabemos cuándo hacer-
lo, cómo, percibimos su estado de ánimo. Un
chimpancé tiene entre ocho y diez veces la fuerza
de un hombre. Si algo lo molestó, si está enojado,
te puede arrancar un dedo como si nada. Así
—hizo chasquear los dedos—, en un momento.
Entonces nunca los toques. ¿Entendido?

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Asentí.
—Necesito oírtelo decir. ¿Entendido?
—Entendido.

Hubiera querido ver a Nina, pero a medi-


da que fueron pasando las horas me desanimó dar-
me cuenta de que mis tareas cotidianas no iban a
incluirla. Raúl adivinó la pregunta antes de que la
hiciera.
—Nina no está a nuestro cargo todavía.
Necesita atención constante: hay varios estudian-
tes de Veterinaria que se turnan todo el día para
atenderla y especialistas que la revisan cada maña-
na. Nosotros colaboramos en lo que podemos.
Pero podés verla. Yo voy ahora a la veterinaria,
¿querés acompañarme?
En el camino, me contó la historia. Nina
había sido vendida como mascota poco después
de nacer. No se sabía exactamente cuál era su ori-
gen, pero sí que una familia del barrio de Flores la
había comprado durante sus vacaciones en Brasil.
Les había parecido dulce, simpática y muy apro-
piada para el living de su casa. Le ponían pañales y
shorts, suéter en invierno, y la acostaban en una
cuna. Hasta trataron de que se acostumbrara al
chupete, para evitar que llorara de noche.

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—¿Llora?
Raúl sonrió.
—Es una especie de gemido, cuando quie-
re algo.
El problema con la gente que adopta ani-
males salvajes como mascotas, decía Raúl, es que
no ven más allá del presente. Un encantador bebé
chimpancé se convierte a los pocos meses en una
pesadilla doméstica y unos años después en un pe-
ligro muy real. No solo tienen suficiente fuerza
como para matar a un hombre, a veces también
tienen suficiente malhumor.
A los ocho meses, Nina ya era una experta
en fugas. Sabía abrir puertas y ventanas, aunque
les pusieran trabas; le encantaba pasear por el jar-
dín y perseguir al gato. Era incansable: todo el día
corría, saltaba, se subía a los muebles y arrastraba
las alfombras. Las cosas se complicaron el día en
que trepó el muro, saltó al patio de al lado y se
sintió irresistiblemente atraída por los juguetes del
vecino. Pero el chico en cuestión no quería com-
partirlos y combatió. Con un conejo de peluche
como prueba de su triunfo, Nina escapó por don-
de había llegado.
Todo esto fue observado por el padre del
chico, que de inmediato llamó a la policía y denun-

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ció la presencia de un peligroso animal salvaje.


Pronto hubo una brigada desplegada para atrapar
al supuesto agresivo simio, que a esa altura ya dor-
mía plácidamente en brazos de su humana madre.
Terminó en el zoológico. Por mucho que
protestaron sus dueños no consiguieron la devolu-
ción. Se enteraron de que tener un chimpancé en
la casa no solo era peligroso, sino ilegal.
—Desde que llegó acá está apática, no tie-
ne interés por los juegos ni por la comida. Estamos
trabajando para cambiar eso.
—Entonces estaba mejor con la familia.
Raúl sacudió la cabeza.
—Un chimpancé no puede vivir en una
casa. A la larga, va a provocar tantos desastres que
se lo van a querer sacar de encima. Pasa lo mismo
con los que están en un circo: a una cierta edad
pueden volverse agresivos, impredecibles. La gente
se asusta y ya no los quiere. Pero si cuando lo traen
el animal ya es adulto, no es fácil que logre adap-
tarse a un grupo. Queda en ese espacio interme-
dio: demasiado humano para estar entre monos y
demasiado chimpancé para estar entre hombres.
Ya habíamos entrado en la clínica. Nina
estaba en el suelo, tocando unos cubos de madera
que habían dispuesto frente a ella para que jugara.

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Los tiraba, los revisaba, los volvía a acomodar. Era,


efectivamente, igual que un bebé humano. Más
chillona y más peluda, solo eso.

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Ocho

M
e daba cuenta de lo que pensaba al-
guna gente. No me lo decían directamente, pero
varias veces había oído los murmullos y lo había
visto en sus ojos, en la forma en que estudiaban mi
cuerpo, en la insistencia con que clavaban la mira-
da en mi cintura estrecha o en mis brazos finos co-
mo palitos de escoba. Creían que estaba así de flaca
por una cuestión de moda. Que no comía porque
quería usar el talle extra small o porque imitaba a
no sé qué famosa modelo escuálida que balanceaba
su metro ochenta arriba de las pasarelas.
Sí, obvio que me daba cuenta. A veces
pensaba en decirles que si no comía era porque la
comida no me pasaba, porque mi estómago se ha-
bía declarado en huelga hacía mucho tiempo.
Había empezado en el hospital. En los pri-
meros días, la medicación que me daban me nubla-
ba el cerebro y me hacía dormir de día y de noche.
El día en que pude tener los ojos abiertos más de

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dos horas seguidas empezó la insistencia. Mis vie-


jos, los médicos, las enfermeras, la nutricionista, las
visitas y cualquiera que pasara por ahí. Que comie-
ra. Que tenía que comer para mejorar. Que si no
comía nunca iba a salir adelante.
No era tan difícil de entender. ¿Acaso la
gente no solía decir “se me cerró el estómago”
cuando estaba nerviosa? Eso me había pasado a
mí, solo que fue un cierre definitivo. Cadena y
candado, fin de la historia.
Después de mucho tiempo, de muchos
pinchazos, remedios y protestas, el estómago deci-
dió aceptar algo. Un poco. A veces un poco más, si
era un buen día. Media porción con suerte. Aunque
nunca parecía ser suficiente para los demás, que se-
guían mirándome con esa cara de ¿qué, querés ser
modelo? ¿Tan linda te creés? Me daban ganas de
gritarles que se fueran a la mierda. Pero no lo hacía.
En cambio decía que no tenía hambre.

—No tengo hambre.


—¿Nunca tenés hambre?
Marcos miró mi plato, donde las papas
fritas se mantenían en la exacta posición en que
las habían servido. Era el tercer o cuarto almuerzo
que yo hacía ahí y otra vez había venido a sentarse

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a mi lado. Yo no me acercaba a los otros y ellos


tampoco parecían interesados en conocerme: cada
uno estaba en la suya. Pero Marcos era insistente.
—A veces.
—Podés comer el postre. Otra vez hay he-
lado.
—Bueno.
—¿Y qué tal todo? ¿Te está gustando venir
acá?
Asentí.
—¿Y los chimpancés? ¿Está bueno traba-
jar ahí?
Volví a asentir.
—¿Vos nunca hablás?
Me sentí molesta y miré para otro lado.
Quizá podía irme, ya era casi la hora.
—Disculpame. —La voz de Marcos sonó
auténticamente apenada—, a veces soy un poco
ansioso. No hay problema en que no hables. Yo sé
que hablo demasiado. Frename si te canso.
—Está bien.
Hizo unos segundos de silencio, como si
estuviese recuperando el entusiasmo, o quizás el
aire, y volvió a la carga.
—¿La oíste hoy a Samanta?
—¿Quién es Samanta?

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—¿Cómo quién es Samanta? ¿Vos trabajás


acá o en el jardín botánico? Emita, Samanta es la
elefanta africana.
—Mmm. ¿Y qué?
—Se la pasó llorando. O como se diga que
hacen los elefantes, ese ruido. Está deprimida, no
quiere comer... Y es por Carlos.
—¿Quién es Carlos?
—Uh, voy a tener que explicarte todo. La
cosa es así: Samanta pertenecía a un circo, donde
la maltrataron mucho. La tenían encadenada y le
pegaban con látigo para que hiciese sus pruebitas
ante el público. Después el circo quebró, los ani-
males quedaron en banda.... Bueno, cuestión que
un juez le pidió al zoológico que recibiera a
Samanta. No es que acá se murieran de ganas,
porque ya tenían una. ¿Sabés cuánto come un
elefante? Cincuenta kilos de comida por día:
manzana, calabaza, alimento balanceado... Más
los remedios... Y el recinto de seguridad... Hay
que tener muchas precauciones porque los ele-
fantes tienen una fuerza enorme, y si no está bien
hecho pueden destrozarlo. O sea que mantenerla
sale una fortuna. Pero si no la aceptaban, era la
eutanasia.
Se detuvo y me miró. Yo no dije nada.

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—Eutanasia quiere decir que la mataban.


—Ya sé. ¿Entonces?
—Y, no querían que la mataran, así que
la aceptaron. Pero la bestia venía difícil. Mañosa,
desconfiada, no dejaba que nadie se acercara...
Hasta que Carlos, un cuidador que es un genio,
se la fue ganando. Cada día Samanta dejó que se
acercara un poco más, que la cuidara. Carlos la
entrenó para que suba su pata a un banquito, así
puede curarle las uñas. Porque las uñas de un
elefante son algo muy delicado... Pero ahora él se
fue de vacaciones y ella no lo soporta. Lo extraña
demasiado.
—Andá... —lo miré escéptica—, se estará
quejando por otra cosa. Se querrá ir.
—¿Ir a dónde?
—Qué sé yo, a la selva.
Marcos soltó una carcajada con la boca
muy abierta. Tenía los dientes bastante chuecos.
—Emita, ¿te creíste la de Disney? Los ani-
males del zoológico no quieren volver a la selva.
Ni pueden: no durarían nada. La mayoría no sabe
conseguirse la comida ni defenderse, nacieron en
este zoológico o en otro, en medio de una ciudad.
Y los que nacieron en la selva ya ni se acuerdan.
—Pero ahí serían libres...

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—Libres... Más o menos. En la selva no


pueden salir de su territorio, porque, si lo hacen,
corren el riesgo de que los maten otros animales...
o de morirse de hambre.
—Mmm... Si vos decís.
—Sí, digo. Ya te voy a ir diciendo otras
cosas. Veo que estamos mejorando: esta fue la
conversación más larga que tuvimos hasta ahora.
En eso no se equivocaba.

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Nueve

C
asi no miraba a mi alrededor: solo
caminaba, pasando los hipopótamos, las hienas,
los camellos, hasta llegar a los chimpancés. El re-
corrido empezó a volverse una rutina: después de
cambiarme y firmar una planilla iba directo a mi
lugar de trabajo sin detenerme. Ni siquiera ante el
recinto de los tigres de bengala, donde había tres
crías nuevas que se habían convertido en la sensa-
ción del zoológico. Tampoco en el serpentario, al
que acababan de incorporar una serpiente pitón
de cinco metros de largo y noventa kilos de peso.
Caminaba derecho, mirando solo mis pies, hasta
llegar a los chimpancés. Me hubiera gustado, in-
cluso, que nadie me hablara. Solo Raúl, que era
quien me estaba enseñando las cosas.
Me sentía extraña. Porque cada día, antes
de ir al zoológico, pensaba que no tenía ganas.
Que no iba a ir. Pero iba. Cuando finalmente lle-
gaba, a veces me gustaba y a veces no. Según qué

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tareas hacía, con quién estaba. Y a la vez siguiente,


otra vez, dudaba si quería ir. Pero si iba, había di-
cho Marisa, sería porque lo disfrutaba. Era la pri-
mera cosa que disfrutaba en ese año. ¿O no?
Mmm, no sé, le había contestado.
En esos primeros días solo me daban tra-
bajos de limpieza: agua y lavandina para baldear el
recinto externo de los chimpancés antes de que los
dejaran salir. Una escoba para barrer los restos de
comida. Y quizás traer y llevar cosas. Yo hacía to-
dos estos trabajos concentrada y en silencio.
Supongo que las dos cosas eran excesivas: dema-
siado silencio y demasiada concentración para bal-
dear el piso. Pero así me salía. En esa época yo
podía pasarme horas, quizás el día entero, sin emi-
tir una palabra.
Me daba cuenta de que me observaban, sí.
Creo que desde el principio dudaban de lo que
podía hacer. Por lo menos eso creía ver yo en sus
miradas: a ver qué hace esta loquita, parecían decir,
a ver si podemos confiar en ella. Pero supongo que
lo que vieron los tranquilizó, porque en poco
tiempo Raúl empezó a explicarme todo.
Que Bongo tomaba una aspirineta diaria,
por ejemplo. Como prevención cardiológica, ya
que era un chimpancé viejo: tenía cuarenta y un

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años. No hacía falta disfrazarla, porque el sabor


dulce le encantaba: Raúl se la daba en la mano y la
comía al instante. Con Lola era muy distinto.
Tenía que tomar una pastilla, pero no le gustaba el
sabor. Había que hacerla polvo y mezclarla con
miel, una tarea que en poco tiempo quedó a mi
cargo. Con Estrella, su hija, estaba todo bien.
Tenía tres años, era inquieta y curiosa, incansable.
Pedro, un macho joven, no recibía medicación,
aunque estaba flaco y perdía pelo. Estrés, había di-
cho Raúl. Es que las cosas con Bongo se habían
puesto difíciles en el último tiempo. El macho alfa
sentía desafiada su autoridad y se imponía: gol-
peaba a Pedro o trataba de impedirle que llegara a
la comida.
—¿No podés evitarlo?
—No —dijo Raúl—. Bongo es el jefe de
este grupo. De todas formas, si la situación em-
peora y vemos que Pedro está sufriendo mucho,
vamos a tener que pensar en llevarlo a otro lado.
Pedro era otro de los animales que había
llegado al zoológico después de pasarse la vida en-
tre personas: había actuado en cine y publicida-
des. Toda una estrella. Su adaptación no había
sido fácil. Estaba muy improntado, decían los cui-
dadores. Improntado quería decir que había estado

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en un contacto muy estrecho con las personas y


se había alejado demasiado de su condición salva-
je. En los primeros tiempos tuvieron que aislarlo.
La única comida que en esa época lo entusiasma-
ba era la pizza, me contó Raúl. Eso y tomar Coca:
cuando veía a alguien con una lata en la mano se
desesperaba por que le convidaran un poco. No
se mostraba muy interesado en los entreteni-
mientos que le ofrecían, como pelotas o sogas.
Pero descubrieron que adoraba hojear revistas: le
fascinaban las fotos, en particular las de mujeres
rubias. Quizá, decía Raúl, una rubia lo había
criado.
A mí me encantaba mirarlos. Estudiar có-
mo Lola dormía abrazada con su hija Estrella. O
la forma en que se acicalaban unos a otros. Esa era
otra palabra que usaban ellos: acicalarse era qui-
tarse las pulgas, pero también acariciarse.
Bongo era el más violento. A veces hacía
un gesto muy claro: movía la mano, como echan-
do a la gente. Significaba que no los quería ver. Y
si estaba realmente enojado desplegaba su furia de
una manera que me asustaba un poco: golpeaba la
reja, se le erizaba el pelo, gritaba, escupía... La pri-
mera vez que lo vi así, retrocedí instintivamente
hacia la pared.

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—No puede salir, no te asustes —dijo


Raúl.
Esa tarde me explicó cómo estaba asegura-
do el lugar. El espacio donde los chimpancés pasa-
ban la noche se unía a dos recintos externos a
través de compuertas. Para abrirlas, había que mo-
ver una pesada roldana, que estaba doblemente
asegurada.
—Los sistemas de seguridad son buenos.
Cuando en un zoológico se produce una fuga, casi
siempre es por error humano. Por eso hay que ser
muy cuidadoso.
Me gustaba que me explicara esas cosas.
Me di cuenta en aquellos días de que todo lo que
tuviera que ver con los chimpancés me interesaba.
Quizás, como decía Marisa, era lo primero que
me había interesado en mucho tiempo.

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Diez

U
na de esas tardes iba caminando ha-
cia la cafetería después de cambiarme cuando
Marcos se acercó corriendo y me puso una mano
pesada en el hombro. Me asustó: moví el cuerpo
bruscamente y la mano cayó. En esa época me
molestaba que me tocaran. Lo miré irritada.
—¿Qué pasa?
—Disculpame, no quise asustarte. Te iba
a preguntar si lo querés ir a ver a Juancho. Le están
limando los dientes.
—¿Quién es Juancho?
Marcos sacudió la cabeza con resignación.
—No puedo creer que no te enteres de
nada. Abrí los ojos, Emita. Juancho es un hipopó-
tamo de tres mil kilos que se deja arreglar los dien-
tes. ¿Lo querés ver?
No dije que sí ni que no, pero el entusias-
mo de Marcos era como una aspiradora, difícil de
rechazar. Caminamos juntos hasta el lugar, donde

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ya se había juntado un nutrido grupo de gente.


En el momento en que nos acercábamos, Alberto,
uno de los cuidadores, levantó un brazo y, como un
obediente cachorro, Juancho abrió su descomunal
boca. Mientras él le frotaba la lengua, uno de los
veterinarios empezó a trabajar sobre sus dientes.
Me pareció un espectáculo al mismo tiempo asque-
roso y fascinante.
—¿Cómo consiguen que deje la boca
abierta?
Marcos sonrió.
—Es una cuestión de entrenamiento.
Alberto lleva mucho tiempo practicándolo:
Juancho sabe que si deja abierta la boca después
viene la recompensa: un balde de la comida que
más le gusta.
Durante un rato observamos al veterinario
trabajar con sus instrumentos en los enormes
dientes de Juancho. Me daba miedo mirarlo. La
sola idea de que el animal cerrase la boca inespera-
damente y se llevase el brazo del veterinario al fon-
do del estanque me apretaba el estómago. Pero no
sucedió: cuando empezó a inquietarse llegó la re-
compensa y un rato de descanso. Nosotros nos
fuimos rumbo a la cafetería. Hacíamos lo de siem-
pre: él hablaba, yo escuchaba.

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—A los hipopótamos les crecen mucho


los caninos y les lastiman la boca. A veces tienen
infecciones. Por eso hay que limarlos.
—Vos sabés muchas cosas.
—Y quiero saber más. Me hubiera gusta-
do trabajar con los hipopótamos o los elefantes
cuando empecé, pero no me dejaron. Yo en esa
época era muy sacado. Supongo que por eso me
pusieron en lugares muy tranquilos, con los cier-
vos, con los camellos... Ahora quisiera cambiar de
puesto.
—¿Sacado cómo?
—Acelerado, medio bestia. Todavía soy
un poco así —sonrió—, pero nada que ver.
Cuando era chico me peleaba todo el tiempo. Me
rajaron de tres escuelas, le pegué a una maestra...
un desastre. Después incendié mi casa.
—¿Incendiaste tu casa?
—Fue sin querer. Estaba jugando con fós-
foros y se me fue de las manos. Vinieron los bom-
beros, pero se salvó solo una parte. No pongas esa
cara, en estos últimos años estoy mucho mejor. ¿Y
vos?
—¿Qué?
—Contame algo. Qué pasó en tu vida.
—No.

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—Dale, Emita, yo te conté. Alguna cosa.


—No.
—Una frase. ¿Por qué viniste acá?
Me encogí de hombros.
—Algo habrá dicho el psicólogo.
—Síndrome post traumático.
—Ah. ¿Y por eso estás siempre metida pa-
ra adentro? ¿Con esa cara de miedo?
—Mmm.
—¿Miedo de qué?
Moví la cabeza molesta. Ya estábamos lle-
gando a la cafetería.
—Te digo que andás con una cara terrible.
Igual zafás porque sos linda.
No contesté nada. Pero él siguió.
—Y te digo otra cosa: acá no tenés que te-
ner miedo. Yo descubrí eso cuando llegué. El pro-
blema está afuera.
—¿Qué?
—Que con los animales está todo bien.
Ellos no te tratan mal, no miran cómo estás vestido,
no ponen cara de “este pibe está del frasco”. Solo
esperan que los cuides y los alimentes. Te necesitan.
Asentí. Me gustó que dijera eso y supon-
go que se notó. Marcos me miró con una extraña
alegría.

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—¡Sonreíste! Guau, conseguí que sonrie-


ras, Emita.

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Once

H
abía días en que no quería ir. Los
motivos podían ser varios o ninguno y, en cual-
quier caso, no importaban. No quería. Mamá se
ponía loca. Me acuerdo especialmente de uno de
esos días. Era un viernes, yo había dormido mal,
me sentía cansada y me dolía el brazo. Y estaba
lloviznando.
Los médicos decían que el brazo ya no te-
nía que dolerme. Había tenido una doble fractura,
pero se suponía que la recuperación había sido sa-
tisfactoria. No había motivos para que me doliera,
insistían. Y sin embargo me dolía. No todo era co-
mo debía ser. La gente también solía decir que ha-
bía pasado suficiente tiempo, que era hora de
retomar la vida normal. ¿Pero qué era lo normal?
Ese viernes mi vieja intentó convencerme:
me pidió que hiciera un esfuerzo, que era impor-
tante. Dije que no.

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70

—¿Es por la lluvia? Si apenas es una llu-


viecita, no va a pasar nada. Te llevamos en auto y...
—No es por la lluvia. No quiero ir.
—¡Si te gusta! —gritó furiosa—. ¿Por qué
hacés esto?
—Dejame en paz.
No fui.
Esa tarde llovió más fuerte. Bajé la persia-
na y corrí las cortinas. Después volví a leer en in-
ternet sobre los chimpancés. Una investigadora
decía que en muchos aspectos se parecen a los se-
res humanos. Que tienen emociones: tristeza, ale-
gría, ira, miedo, risa. Y que expresan el afecto
dándose besos y abrazos.
También decía que cuando tienen miedo
los chimpancés muestran todos los dientes apre-
tados, como una sonrisa humana.

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Doce

A
mí no me gustaba demasiado rela-
cionarme con los visitantes. Apenas lo necesario:
si me hacían alguna pregunta respondía rápido y
seguía mi camino. ¿Las jirafas? Hay que caminar
hasta el fondo y doblar a la izquierda. ¿Los ca-
chorros de tigre? En el camino del centro, un re-
cinto vidriado. Cosas así. Como no trabajaba los
fines de semana, durante mis primeros tiempos no
tuve que enfrentarme a las grandes masas de pú-
blico. Pero llegaron las vacaciones de invierno.
Entonces el zoológico desbordó: la gente se amon-
tonaba frente a los recintos, llenaba las cafeterías,
bloqueaba los caminos, gritaba, sacaba fotos, cu-
bría cada centímetro cuadrado disponible. Aunque
yo trataba de esquivarlos, no era fácil.
Uno de esos días salí al terminar mi hora-
rio y me encontré con Marcos, que me esperaba
para almorzar. Frente al recinto de los chimpancés
la multitud estaba más tupida que nunca. Pedro

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72

era el centro de la atención porque ese día, para


fascinación del público, no dejaba de ponerse y sa-
carse una remera blanca con flores verdes. La ha-
bían dejado los de Enriquecimiento Ambiental:
así se llamaba el departamento que se ocupaba de
mejorar la calidad de vida de los animales, los que
buscaban maneras de divertirlos, de cambiar sus
rutinas, de que estuvieran menos estresados en el
encierro. Y, quizás por su pasado como estrella de
publicidades, a Pedro el asunto de las remeras le
encantaba. Se la ponía de un lado, se la sacaba, se
la ponía del otro, como si estuviera decidiendo có-
mo le quedaba mejor.
En ese momento Bongo empezó a hacer
gestos para que le dieran comida. No sé si fue una
manera de competir por la atención o si vio a una
persona comiendo algo que le interesaba. Ya lo ha-
bía hecho otras veces: sus gestos eran tan claros
que la gente solía reír, se enternecía y alguno siem-
pre le tiraba algo. Entonces vi un tipo acompaña-
do por un chico de diez o doce años que le empezó
a arrojar galletitas que sacaba de una bolsa. No
una, muchas. Me puso nerviosa y me acerqué.
Eran galletitas rellenas de chocolate: pura grasa.
—Señor —le dije—. ¿Puede dejar de ha-
cer eso?

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Me costó decirlo y no salió en voz muy alta.


No sé si no me oyó o fingió no hacerlo: tomó una
galletita y le dio otra a su hijo: ambos las lanzaron al
mismo tiempo. En el momento de hacerlo el tipo me
miró fugazmente, como para constatar que yo enten-
día su desafío. Un gesto que parecía decir, “querida,
yo no acepto órdenes de nadie y menos todavía de
una flacucha escondida dentro de un uniforme”.
—Señor —levanté un poco la voz—. ¿No
ve el cartel?
El cartel era enorme. Decía: “No alimente
a estos animales”. Ahora sí me miró de frente.
—El chimpancé tiene hambre, me lo está
pidiendo —me contestó—. Se ve que no lo ali-
mentan bien.
Creo que me puse roja. En parte eran los
nervios, en parte el enojo.
—No tiene hambre, está bien alimentado.
Para él es un juego. Pero le hace mal.
El chico tiró otra galletita, su padre no di-
jo nada. Pensé en ir a buscar a un guardia de segu-
ridad, aunque hubiese sido un escándalo. Me
aclaré la garganta y alcé un poco más el tono.
—Le pido que deje de hacerlo.
El tipo se encogió de hombros y le hizo un
gesto a su hijo.

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74

—Vamos.
Los miré hasta que se alejaron. Cuando
me di vuelta, Marcos sonreía.
—¿Qué? —pregunté mientras caminába-
mos hacia la cafetería.
—¡Esa es mi Emita! —dijo riéndose—.
Dura con los que se portan mal.
Me palmeó la espalda y después dejó la
mano sobre mis hombros. No dije nada, pero me
di cuenta de que mi cuerpo se ponía rígido. Unos
segundos más tarde, Marcos bajó su mano.

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Trece

U
n día me enteré de que las cosas con
Nina no iban bien. El plan inicial, armado cuando
el zoológico la recibió, se había excedido en opti-
mismo. Fijaba un período de transición de cuatro
o cinco meses para que creciera y ganara peso
mientras la iban adaptando a la presencia de los
otros chimpancés. En ese tiempo habría un con-
tacto visual con el grupo a través de las rejas y, si
todo funcionaba bien, en la siguiente etapa se iba
a permitir un contacto directo, únicamente con
Lola. Creían que la hembra iba a adoptar a Nina,
que la iba a cuidar y proteger, y de ese modo se
podría incorporar al grupo con facilidad.
Todo muy lindo, pero nada de eso estaba
pasando porque Nina no actuaba como querían.
Seguía apática, no mostraba interés por la comida
ni por los juegos, y su reacción cuando veía a los
otros chimpancés era aferrarse con uñas y dientes

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a la persona que la llevaba en brazos. La alarma se


encendió cuando empezó a perder peso. Se hicie-
ron urgentes consultas con especialistas de otras
partes del mundo y se diseñó un nuevo plan que
requería más y mejor atención, veinticuatro horas
por día.
Raúl me lo contó una mañana mientras
colocábamos la comida en el recinto externo. A
mí algo me empezó a aletear en el pecho, algo que
fue creciendo y que no me dejó pensar en otra
cosa durante todo el día. Finalmente conseguí de-
cirlo antes de irme. Que quería participar. No im-
portaba si tenía que ir todos los días, rogué, si
tenía que quedarme muchas horas, no importaba
nada.
—Por favor, Raúl. Por favor, por favor,
por favor.
—No sé, Ema. Lo veo difícil. Pero voy a
consultar.
A Raúl le asombró la respuesta que obtu-
vo. Creo que en otra situación le habrían dicho
que no, pero la verdad era que la gente que traba-
jaba con Nina estaba completamente agotada y re-
clamaba más manos de forma urgente. Y aunque
yo estaba lejos de ser una candidata ideal, venía
haciendo las cosas bien con los chimpancés. Creo

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que eso fue suficiente: decidieron permitir que me


incorporase como voluntaria.

Cuando empecé, tres días más tarde, ya no


me sentía igual. Llegué al zoológico en un estado
de agitación que me cerraba la garganta: pensé que
no iba a poder decir una sola palabra. Llevaba dos
noches casi sin dormir por la excitación y las du-
das. Empezaba a pensar que no estaba preparada,
que no tenía que haberlo pedido.
A Cecilia, la veterinaria que estaba en ese
momento a cargo de Nina, la sorpresa se le notó
en la cara cuando me vio. No sé si le parecí muy
joven, muy nerviosa o muy flaca. O quizá fue que
la voz me salió como un murmullo tembloroso
cuando dije mi nombre.
—Ema.
—Un gusto —contestó, aunque no pare-
cía que la situación le gustara en absoluto. Igual
sonrió mientras me mostraba los cambios en el lu-
gar. Habían colgado un gran espejo en la pared,
para que Nina pudiera mirarse y reconocerse.
También había un televisor plano donde un par
de veces al día pasaban documentales de chimpan-
cés y un grabador del que salían gritos tomados
del grupo del zoológico. La idea era que Nina se

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identificara con los suyos y no con los seres huma-


nos que la rodeaban día y noche. Y por eso mis-
mo, los seres humanos tenían que volverse un
poco chimpancés.
A eso se debía la vestimenta que tenía que
usar el voluntario que estaba a cada momento a
cargo de ella: una casaca de piel de oveja negra, de
la que Nina podía agarrarse, como hacen las crías
con sus madres. Los voluntarios, me explicó, te-
nían que tirarse al suelo, dejar que Nina se trepara
y jugar con ella. Incluso caminar en cuatro patas.
Si bien de noche dormía en una jaula, el resto del
día era libre para explorar las dos habitaciones a
las que le daban acceso. Y había que observarla
constantemente.
—¿Alguna duda?
Cecilia me miró con evidente desconfian-
za y dije que no con la cabeza. Las preguntas no
me salían.
Ese primer día compartí las tareas con
Facundo, un estudiante alto y corpulento al que la
casaca de piel le quedaba un poco apretada. Eran
en total doce los voluntarios, que iban cambiando
a lo largo de los cuatro turnos diarios, supervisa-
dos por tres veterinarios. Lo más importante era la
alimentación. Cada tres horas, Nina tomaba una

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mamadera. Después se le ofrecían otros alimentos:


frutas cortadas en pedazos pequeños, cereales, se-
millas, yogur. El problema era su falta de entusias-
mo por la comida. La miraba igual que si fuesen
pedazos de cartón o piedras: con total indiferen-
cia. Por eso había que estimularla, comer con ella,
enseñarle a tener hambre.
—¿Cómo?
—Haciendo caras, ruidos, imitando en lo
posible a los propios chimpancés. Ya lo vas a ir
viendo.

Llevaba dos horas ahí cuando Facundo de-


cidió tomar un descanso y me pasó la casaca de
piel. Supe que me estaban observando: tanto él co-
mo Cecilia miraban con disimulo, esperando ver
cómo me comportaba. Este era el momento en
que tenía que probar que no me asustaba, que era
capaz de actuar con normalidad. Las manos me
temblaron un poco cuando me calcé la casaca. Era
pesada y olía raro.
—Creo que le pusieron algo para que hue-
la parecido a los chimpancés reales —dijo
Facundo—. Pero te acostumbrás.
Me la ajusté al cuerpo y respiré profundo.
Podía hacerlo, tenía que poder. Me senté en el piso

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junto a Nina y durante unos segundos nos mira-


mos. Estiré entonces la mano con cautela y empe-
cé a acariciarle la espalda. Nina se dejó: le gustaba.
Pasaron varios minutos hasta que dio unos pasos y
se agarró de la piel negra. Primero me tomó de un
costado, pero enseguida trepó y se abrazó a mi
cuerpo.
—Uh, uh, uh —dijo.
Y yo contesté.
—Uh, uh, uh.
Hacía mucho que no me sentía tan bien.

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Catorce

A
mí no me interesaban los demás.
Supongo que por eso no entendía nada de lo que
pasaba: por qué algunos eran amigos, por qué
otros se peleaban. Pero un mediodía me di cuenta
de que Horacio y Esteban mantenían una discu-
sión que estaba escalando rápidamente. Hubo gri-
tos y un golpe seco que hizo tambalear la mesa:
varios vasos fueron a parar al piso. De pronto todo
el mundo estaba callado y el ruido de una banda-
da de garzas ocupó el aire. Era época de migra-
ción. Yo preferí levantar la vista y mirar esos
pájaros blancos que partían quién sabe adónde.
Cuando volví a bajar los ojos uno de los coordina-
dores acababa de acercarse a Horacio y le hablaba
por lo bajo. Unos segundos después Horacio se
incorporó y se fueron caminando juntos.
—Hoy está densa la cosa —me susurró
Marcos, que acababa de llegar con su bandeja.
—Ajá.

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—Y se te está cayendo la cinta.


—¿Qué?
—La cinta roja que tenés en el pelo: estás
por perderla.
¿Roja? Estiré los brazos hacia atrás y la to-
qué: colgaba apenas de un mechón. La saqué y
observé mientras desataba el nudo. Era la roja, sí.
No lo había registrado. A la mañana me cepillaba
el pelo a toda velocidad y lo ataba con lo primero
que encontraba a mano.
—Te queda bien el pelo suelto.
—¿Mmm?
—Que te queda bien así. ¿Nunca lo usás
suelto?
—No sé.
Marcos se rio.
—¿Cómo no vas a saber? Lo usás suelto o
no lo usás suelto, no es algo dudoso.
Me encogí de hombros mientras volvía a
ponerme la cinta. El pelo era algo en lo que hacía
mucho tiempo que no pensaba. En esa época lo te-
nía largo, muy largo, porque llevaba más de un año
sin ir a la peluquería. De pronto me apareció nítida
una imagen que venía de otros tiempos, de otra vi-
da. Oriana y yo, paradas frente al espejo del baño.
Oriana tenía una planchita y me alisaba el pelo con

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infinita paciencia. Le había llevado casi una hora,


pero quedó perfecto. Esa noche íbamos a una fies-
ta. Después Bruno había dicho que yo parecía otra
persona con el pelo lacio. Fue un recuerdo extraño
y lo alejé enseguida de mi cabeza.
Miré mi plato, que aún no había tocado, y
le di un mordisco a la hamburguesa.
—No, no lo uso suelto. ¿Sabés que hoy le
di la mamadera a Nina?
—¿Sí?
—La tomó casi entera. Estamos conten-
tos, porque en los últimos días aumentó cien gra-
mos. Y está más movediza, más juguetona.
Creemos que va a salir adelante.
Marcos sonrió.
—Qué bueno.
—Sí. —Yo también sonreí—. Es muy
bueno.

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Quince

F
ue entonces cuando empezaron seis
semanas increíbles, en las que Nina se convirtió
en el centro de mi vida. En principio, yo iba a ir a
la veterinaria solo martes y jueves, pero casi ense-
guida pasé a estar ahí todos los días. Fue por mi
propia sugerencia. El resto de los voluntarios eran
estudiantes universitarios que tenían problemas
con sus clases y exámenes. Yo no.
—¿Todos los días? —preguntó Cecilia
extrañada cuando lo propuse—. ¿Y no vas al co-
legio?
—No.
Creo que estuvo por emitir alguna opi-
nión, pero lo pensó mejor y desistió.
—Bueno, sería genial. Al menos hasta que
la saquemos adelante. Mirala, ¿no es graciosa?
Ese día Nina se había parado frente al es-
pejo. Se movía hacia adelante y atrás, luego se que-
daba quieta y un instante después volvía a moverse.

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—¿Sabe que es ella?


—Sí, ahora sí. Los primeros días se veía
desconcertada, pero es evidente que en este mo-
mento se reconoce. Los chimpancés están entre
los pocos animales que tienen conciencia de sí
mismos y pueden identificarse en un espejo. Se hi-
cieron montones de estudios con eso.
En ese momento Nina se tocaba la cabeza
con una mano que deslizaba a lo largo de su oreja.
Parecía absorta con su propia imagen.
—¿Se acuerda del pasado?
—¿En qué estás pensando?
—No sé... Del lugar donde nació, de lo
que pasó cuando se la llevaron, de su madre...
—Suponemos que la vendieron poco des-
pués de nacer, así que es difícil que recuerde deta-
lles de esa época. Aunque quizá le hayan quedado
algunas imágenes... Lo que es seguro es que se
acuerda de la familia que la tuvo antes. Los chim-
pancés tienen una enorme memoria visual, en al-
gunos casos hasta mejor que la de las personas. Es
evidente que nos reconoce a todos. ¿Viste cómo te
saluda? Se pone feliz al verte.
Sí, se ponía feliz. En esos días yo había em-
pezado a imitar muchos de los gestos y movimien-
tos que había visto en los chimpancés. También

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sus ruidos. Vocalizaciones era la palabra que usaban


los veterinarios y había muchas. Una de ellas pare-
cía representar un saludo: era un sonido repetido
que iba subiendo en volumen y tornándose más y
más agudo, como el ulular de una sirena. Recuerdo
el primer día que lo probé.
—Uh, uh, uh, ¡¡¡uh uh uh...!!!
En la sala se produjo un súbito silencio:
todos me miraban. Pero a Nina pareció gustarle y
después los veterinarios me alentaron a que siguie-
ra por ese camino. Facundo, en cambio, se burló:
dijo que me estaba chimpancizando. Y en cierta
forma tenía razón.

En estos últimos años leí todo lo que en-


contré sobre el contacto entre chimpancés y hu-
manos. Creo que necesitaba entenderla a ella y a
mí misma, encontrar alguna clave de mi historia.
Busqué información sobre unos experimentos
científicos que se hicieron en Estados Unidos en
los que se crió a varios chimpancés dentro de fa-
milias con hijos para comparar su evolución con
la de un chico. Hasta vi una película sobre un
chimpancé que se llamaba Nim Chimpsky, edu-
cado desde su nacimiento por humanos, que vi-
vía en una casa, usaba ropa de chico y aprendió a

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comunicarse bastante bien en lengua de señas.


Me mató la parte en la que, ya sin poder contro-
larlo, lo mandan a un centro de investigaciones
donde, aterrado, ve por primera vez a otros chim-
pancés, es encerrado en una jaula y forzado a
portarse bien con un bastón eléctrico. Y lloré
cuando lo venden a un laboratorio médico don-
de nadie es capaz de entender las señas que hace a
través de las rejas.

Pero todo eso hablaba mucho de la huma-


nización de los chimpancés y poco de la chimpanci-
zación de los humanos. O como se llame ese proceso
que me pasaba a mí, por el que cada día la iba en-
tendiendo mejor, mis gestos se parecían a los suyos
y conseguía anticipar sus deseos y reacciones como
nadie. Sabía cómo mirar y oler un pedazo de comi-
da para tentarla cuando estaba inapetente, cómo se-
renarla con un abrazo cuando estaba nerviosa. Me
costaba más, en cambio, irme distraídamente al fi-
nal del día, fingir que la despedida me resultaba in-
diferente. Eso era lo más difícil.
Uno de los voluntarios me dijo una vez
que teníamos que cuidarnos de no convertir a
Nina en una mascota. Pero se equivocaba conmi-
go. Yo no la sentía una mascota, sino más bien

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una hermana, una amiga, una hija. O una mezcla


de todo eso.
No sé si los demás se daban cuenta exacta-
mente de lo que me pasaba. Mis viejos estaban tan
aliviados por el solo hecho de que yo tuviera ganas
de salir cada mañana que no les preocupaban de-
masiado los detalles. Y en la veterinaria yo les re-
sultaba necesaria y eficaz, lo que supongo que los
llevaba a pasar por alto si me mostraba demasiado
cercana a Nina.
A veces me pregunto exactamente qué me
pasó en ese tiempo, si me volví un poco chimpan-
cé. Se supone que los humanos venimos de los
monos: quizá yo estaba volviendo. Podía quedar-
me toda la tarde jugando con Nina, rascándole la
espalda, dejando que trepara por mi cuerpo, sin
emitir una sola palabra, apenas los sonidos que
usábamos entre nosotras. Sé que en esos días algo
distinto se abrió en mí. También sé que estaba fe-
liz. Todos decían que yo era la preferida de Nina,
que la manejaba y la entendía como nadie y eso
me hacía sentir más importante y necesaria de lo
que me había sentido en toda mi vida.
Hubiera podido seguir así mucho tiempo
más. Pero un día las cosas cambiaron.

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Dieciséis

Me acuerdo de que fue un lunes, por-


que los lunes eran mis días favoritos. El zoológico
cerraba sus puertas al público y sin visitantes, ven-
dedores ni restaurantes, el lugar tenía un clima sere-
no y relajado. Hasta los animales se veían distintos,
libres de la mirada curiosa de la gente.
Fernando, el veterinario que estaba a car-
go ese día, me lo dijo al pasar: había que empezar
a trabajar en la independencia de Nina.
—¿Independencia?
Lo miré extrañada. En ese momento esta-
ba sentada en el suelo, con Nina montada en mi
espalda. Había agotado sus energías subiendo y
bajando de los juegos de madera y ahora descan-
saba abrazada a mi cuello. A mí me parecía que
independencia era todo lo contrario de lo que ve-
níamos haciendo en el último tiempo.
—Sí —dijo Fernando—. Finalmente
Nina está comiendo bien y alcanzó el peso que

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buscábamos, entonces nos parece importante que


empiece a desarrollar mayor autonomía antes de
que la pongamos en contacto con el grupo. Aun
si Lola la adopta, nunca la va a tener encima todo
el tiempo como haría con una cría propia.
Trabajar sobre la independencia significa-
ba alejarse cada vez más tiempo de Nina, tratar de
que se entretuviera sola, ignorar algunos de sus re-
clamos, dejarla llorar un poco. Sobre todo comba-
tir la tendencia que estaba mostrando a montar
escenas cuando no complacían todos sus deseos.
En los días previos, varios episodios habían altera-
do la paz del lugar. Primero, durante una brevísi-
ma distracción de su cuidador de turno, Nina
había arrasado con el contenido de la heladera, co-
miéndose una parte y distribuyendo el resto por el
suelo y las paredes. Al día siguiente, se había apo-
derado de los zapatos de una de las veterinarias,
primero para probárselos y luego para masticarlos.
La mujer había conseguido recuperarlos solo tras
una difícil negociación, que significó entregar una
manzana y un pañuelo rojo a cambio. Pero lo peor
era que Nina había empezado a morder con fuerza
cuando estaba irritada.
Creo que fui el motivo de uno de esos ata-
ques: estábamos jugando con unas cajas cuando

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Luisa, otra de las voluntarias, vino a hablarme. Yo


me volví hacia ella y dejé de prestarle atención a
Nina por un rato, lo que la fastidió. Se acercó a
Luisa y la agarró de un brazo. Pensamos que que-
ría jugar, pero no: le clavó los dientes a la altura
de la muñeca. Era su manera de decir que me
quería solo para ella. A Luisa le dolió, aunque la
mordida no fue tan profunda como para necesitar
puntos. Pero supimos que pronto podría serlo. A
partir de ese momento todos empezaron a decir
que era indispensable adelantar la incorporación
de Nina al grupo.
Sus últimas visitas al espacio de los chim-
pancés, además, habían sido buenas: de uno y
otro lado de la reja se habían mostrado un nota-
ble interés. Nina al parecer ya no se moría de
miedo al verlos. Entonces se aceleró el plan: la
idea era probar un primer encuentro con Lola
en un mismo recinto bajo la supervisión de los
cuidadores. Si salía bien, días más tarde pensa-
ban incorporar a Estrella. A mí la idea no me
gustaba.
—¿Y si Lola la ataca? ¿Si le arranca un
brazo? No sería la primera vez que una hembra
agreda a una cría ajena —cuestioné al día siguien-
te frente a Cecilia y una de las voluntarias.

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—No creemos que pase eso —dijo


Cecilia—. Igual, siempre estarán ahí los cuidado-
res y pueden intervenir. A todos nos cuesta, Ema,
pero hay que hacerlo. Si seguimos esperando,
Nina no va a conseguir adaptarse al grupo.

Los argumentos no me convencían. El


nudo en mi estómago, que se había aflojado en el
último tiempo, volvió esa tarde. Estaba segura de
que era un error enorme, catastrófico. Se lo conté
a Marcos durante el almuerzo: Nina no estaba
preparada, le expliqué, era demasiado pronto, los
otros podían matarla. Él sacudió la cabeza mien-
tras masticaba un sándwich de milanesa.
—Emita, aflojá un poco. Los veterinarios
saben lo que hacen. Vos estás obsesionada con esa
chimpancé. Interesate en alguna otra cosa.
—¿En qué?
—En mí, por ejemplo. Tengo muchas no-
vedades y no me preguntaste nada.
Sonreí con pocas ganas y traté de que me
importara.
—Bueno, contame tus novedades.
—Así como ves, esta persona que tenés
adelante... —abrió los brazos con teatralidad—...
es el nuevo cuidador de elefantes.

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—¿Te nombraron cuidador?


—Bueno, oficialmente todavía no. Pero
ya es casi seguro. Y desde hoy estoy con los ele-
fantes. Necesitaban a alguien más porque
Eduardo se fue y con la enfermedad de Luna to-
do se complicó. Ahora me están enseñando las
cosas.
Levanté las cejas con cautela. Él sacudió
otra vez la cabeza.
—Espero que no estés por preguntarme
quién es Luna.
—¿Una de las elefantas?
—Obvio, la elefanta asiática. Que lleva
una semana enferma.
—¿Qué tiene?
—Un virus, feo. Dejó de comer y tomar,
hubo que ponerle suero... fue todo muy complica-
do. Pero ahora está mejorando.
—Bueno, te felicito, entonces. ¿Estás con-
tento, no?
—Sí —la expresión de Mateo se torció un
poco—. Solo espero que se cure pronto.
—¿Por?
—Tiene diarrea. No sabés lo que es lim-
piar diarrea de elefante.
—Uh.

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Dejé la hamburguesa en el plato. Solo ha-


bía comido un bocado.
—Te arruiné la comida —sonrió Marcos—.
Perdón. Igual, para lo que vos comés...

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Diecisiete

E
n la memoria de todos los que trabajá-
bamos en el zoológico el trece de agosto quedó pa-
ra siempre como uno de los peores días de su
historia. Y sin embargo, nadie lo hubiera sospe-
chado en la mañana de ese perfecto viernes de sol,
ideal para que la gente se acercara a conocer a los
bellos y muy publicitados cachorros de tigre.
Desde que me levanté me sentía extraña,
dividida, como si en mi cuerpo vivieran dos perso-
nas diferentes. Por un lado, estaba horriblemente
nerviosa. Esa tarde tendría lugar el primer contacto
entre Nina y Lola: yo seguía pensando que era una
mala idea y que podía terminar en catástrofe. Pero
al mismo tiempo estaba a punto de explotar del or-
gullo por el rol que iba a desempeñar. Rolando
Agote, el jefe de los veterinarios, había anunciado
el día anterior que yo iba a ser la encargada de
acompañar a Nina al recinto junto a Cecilia.
Porque habían estado observando mi trabajo –en

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102

realidad dijo “excelente trabajo”– y habían conclui-


do que conmigo Nina se sentía más tranquila, más
relajada, que entre todos los voluntarios era yo la
que lograba trasmitirle mayor seguridad.
Cuando lo escuché apenas pude balbucear
un tímido agradecimiento, mientras una oleada
de calor que subía desde mis pies me recorría el
cuerpo. Fue como un sol interno que me acompa-
ñó el resto del día, un sol que latía al compás de
esas palabras, “excelente trabajo, mayor seguri-
dad”. No podía creer que hablaran de mí.

La tarde del viernes uno de los pequeños


vehículos eléctricos del zoológico nos recogió a
Cecilia y a mí en la clínica. Nina iba en mis bra-
zos, envuelta en una manta para protegerla del frío
y las miradas. Al llegar todo estaba dispuesto: Lola
esperaba sola en una de las jaulas y los dos cuida-
dores del área, Raúl y Julio, se preparaban a super-
visar la operación. Yo llevé a Nina hasta la puerta
mientras susurraba palabras suaves en su oído, so-
nidos sin mucho sentido destinados a tranquili-
zarla o quizás a tranquilizarme a mí misma.
En el primer momento se asustó y no qui-
so despegarse de mí. Su miedo se mezcló con el
mío y entre ambos formaron una película invisible

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103

que nos adhería una a la otra y nos separaba del


resto del mundo. Pero Raúl empezó a jugar con
ella, haciéndole cosquillas en la espalda, y poco a
poco consiguió que se soltara de mis brazos.
Una vez que estuvo dentro de la jaula, me
di cuenta de que mi miedo era injustificado: la
corriente de simpatía entre ambas fue inmediata.
Se acercaron, se tocaron, se olieron, jugaron sin el
más mínimo asomo de agresión. Para ser la prime-
ra vez que Nina tomaba contacto con otro chim-
pancé, su conducta fue asombrosamente calma.
El alivio nos aflojó a todos. Raúl decidió
que era hora de tomar un mate.
—¿Viste, Ema? —sonrió mientras ponía a
calentar el agua—. Había que confiar en Lola, te
lo dije. Es una buena madre, la va a cuidar.
Yo asentí, aun sin poder sacar los ojos de
la jaula. Fue entonces cuando él me pidió que pre-
parara el medicamento de Lola, que ese día aún
no había tomado. Era evidentemente una forma
de lograr que me distrajera por unos segundos de
lo que estaba pasando. Sonreí.
—Por supuesto.
Saqué el medicamento de la caja, lo colo-
qué en el mortero para aplastarlo y fui en busca de
la miel. Pero el frasco estaba vacío.

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104

—Otra vez los de Nutrición se olvidaron


de traer uno nuevo —se quejó Raúl—. ¿Podrías ir
a buscarlo, Julio?
Creo que Julio llevaba entonces unos seis
meses como cuidador. Tenía veintitrés años y le
sobraba en entusiasmo lo que le faltaba en expe-
riencia.
—Claro —dijo—. Vengo enseguida.
Pero no iba a volver hasta mucho después.

Aquí tendría que hacer un paréntesis para


explicar esto: los animales no son los únicos seres
capaces de mostrar extrañas conductas en un zoo-
lógico. Más raros todavía pueden ser los visitantes.
Entre los cientos de personas que entran cada día,
siempre hay alguno cuyo comportamiento llama la
atención. En el tiempo en que trabajé ahí escuché
muchas anécdotas. Están, para empezar, los asi-
duos: son los que van al zoológico todos los meses,
todas las semanas, incluso todos los días y desplie-
gan un extraordinario interés por algunos anima-
les, un interés cercano a la obsesión. También están
los transgresores: los que quieren alimentar a un
animal cuando los carteles indican exactamente lo
contrario, los que les tiran objetos, los que preten-
den traspasar los límites de seguridad. Y están los

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borrachos, los locos... A veces, cuando detectan a


alguien de estas características, los guardias lo si-
guen para anticiparse a un posible desastre.
Pero el hombre que está en el centro de
esta historia, un rubio alto de unos treinta y cinco
años y una mirada perdida, había logrado pasar
inadvertido. En los días siguientes nos enteramos
de que estaba un poco trastornado y unas voces
que discutían airadamente en su cabeza lo tenta-
ron al desafío.
Claro que nadie sabía eso cuando, faltan-
do pocos minutos para las seis de la tarde, se acer-
có al foso de los leones. Por los altoparlantes
habían empezado a anunciar el inminente cierre
de puertas del zoológico, por lo que la mayoría de
los visitantes ya se había ido o caminaba hacia al-
guna de las salidas. Hubo un pequeño disturbio
con unos adolescentes que tiraron un par de latas
al recinto de las elefantas y dos guardias de seguri-
dad que estaban en la zona se movilizaron para
asegurarse de que el grupo partiera.
Todos estos detalles los conocimos por
distintas personas, porque en las horas y días si-
guientes cada uno fue contando su parte. Pero
fundamentalmente fue Julio, uno de los protago-
nistas centrales, el que nos explicó esa misma

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tarde, todavía pálido por el miedo y la impresión,


lo que había pasado.
Él volvía con el frasco de miel en mano en
el momento en que lo vio: el hombre había conse-
guido trepar por la pared de piedra del foso y esta-
ba tratando de pasar al otro lado de los alambres
que la coronaban.
—Ey —gritó Julio—. Señor, baje de ahí.
¿Qué...?
Ajeno a su presencia, el hombre consiguió
traspasar los alambres y se paró en un pequeño re-
borde de piedra. Era un espacio mínimo, donde
ni siquiera entraba cómodamente un pie: el riesgo
de caída era enorme.
—¡Bájese de ahí! Señor...
Pero el tipo no lo escuchaba: ya estaba
dando unos cautos pasos por esa fina cornisa que
lo acercaron al centro del foso. Julio tomó su radio
con una mano temblorosa. Sabía que había un có-
digo para definir a un intruso en una jaula, pero
con los nervios le costaba recordarlo.
—¡¡¡Código cero dos!!! —gritó desespera-
do—. ¡¡¡Código cero dos en el foso de leones!!!
La función de la comunicación a través de
códigos es evitar que la gente que accidentalmente
oye estos intercambios se entere de algo que podría

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alarmarla. En este caso, sin embargo, solo provocó


confusión: el código cero dos no existía. Julio miró
al único león que en esa época habitaba el foso,
Kimba. Era un animal fabuloso, de gran tamaño y
una enorme melena dorada, que pasaba buena
parte del día echado. Hasta ese momento no pare-
cía haber advertido nada.
Empapado en transpiración, Julio decidió
escalar el muro y forzar al hombre a bajarse.
Consiguió atravesar el alambre y poner un pie en
la cornisa, pero no había alcanzado a dar un paso
cuando el tipo miró hacia adelante, levantó los
brazos y, como quien se zambulle en una pileta, se
dejó caer al foso. A esa altura, Julio decidió olvidar
los códigos.
—¡Visitante dentro del foso de leones!
—aulló en la radio—. ¡Visitante caído!
Kimba acababa de ponerse de pie.

En los siguientes minutos cuidadores, ve-


terinarios, guardias, policías y curiosos corrieron
desde todo el zoológico hacia el foso. El procedi-
miento previsto para un caso así era abrir la com-
puerta electrónica del cubil donde dormía el león
y tratar de que entrara. Los cuidadores lo hicieron
en segundos: pusieron comida –una cantidad de

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carne que en situación normal hubiera sido un


festín– y lo llamaron. Pero Kimba no estaba muy
hambriento. O el interés por el intruso era mayor
que el que le despertaba la comida. Dio unos pa-
sos más en dirección a él y se detuvo.
El hombre estaba tirado en el suelo con
los ojos cerrados, aparentemente aturdido por el
golpe. Le hubiera convenido seguir así. Los leo-
nes reaccionan cuando sienten amenazado su te-
rritorio: fue recién en el momento en que el
intruso trató de incorporarse cuando Kimba de-
cidió saltar.
El corazón de Julio saltó al mismo tiempo.
Parado en el borde de piedra, sintió que las pier-
nas le temblaban y temió caerse en el foso. Se aga-
chó y afirmó con las manos en el muro de piedra.
En ese momento oyó la primera detonación: uno
de los veterinarios acababa de disparar el rifle
anestésico. Demasiado tarde, aparentemente: sin
dar tiempo a que la droga hiciera efecto, Kimba se
había abalanzado sobre el hombre y le apoyaba
una de sus enormes patas en el cuello. Los gritos
espantados de la gente se confundieron con dos
nuevos disparos. Pero esta vez eran balas reales. Lo
que Julio nunca supo fue si al policía que tiró le
falló la puntería o si cumplió exactamente con su

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109

propósito: las balas rozaron una pata del león, que


levemente herido, soltó a su presa y retrocedió
hasta buscar refugio en el cubil. Ahí se desplomó,
por el efecto de la anestesia, y la puerta se cerró a
su espalda.
El hombre quedó tirado en medio del fo-
so. Julio cerró los ojos: no lo quería mirar. En ese
momento sintió que le tocaban el brazo.
—¿Estás bien? ¿Te ayudo a bajar?
El que le hablaba era el veterinario que ha-
bía disparado. Se sintió avergonzado.
—Sí, sí, gracias.
—Parece que Kimba le perdonó la vida a
ese loco.
Julio volvió a mirar: un grupo de paramé-
dicos había entrado al foso y estaba atendiendo al
hombre, que se encontraba herido pero vivo.
Según se sabría más tarde, las heridas eran leves. Si
Kimba hubiera clavado sus garras un poco más
profundamente en el cuello del intruso, lo habría
matado en un instante. Pero no lo hizo.
Julio consiguió volver a la tierra y pararse
con dignidad.
—Creo que esto es tuyo —dijo el veteri-
nario tomando algo del suelo y le entregó el frasco
de miel.

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—Sí —Julio lo agarró—. Gracias, me ten-


go que ir.
Las piernas aún le temblaban mientras
caminaba hasta el sector de los chimpancés.

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Dieciocho

Nosotros ya conocíamos lo que había


pasado antes de que Julio volviera. Al menos lo
esencial: habíamos empezado a oír, a través de las
radios que llevaban en la cintura Raúl y Cecilia,
una serie de órdenes y gritos que nos habían cerra-
do el estómago. Creo que todos hubiéramos que-
rido correr hasta el foso y ser testigos de lo que
estaba pasando, pero sabíamos que no seríamos
útiles ahí y, además, no podíamos dejar a Nina y a
Lola.
—Esperemos —dijo Raúl.
Y esperamos. Los minutos se arrastraron
intolerablemente lentos, sin noticias que nos cal-
maran la ansiedad. Hasta que al fin alguien infor-
mó en la radio que Kimba había sido herido de
bala y se estaba montando el operativo para trasla-
darlo a la veterinaria. Entonces Raúl no esperó más:
dijo que tenía que ir a ayudar. Para ese momento ya

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112

habíamos sacado de la jaula a Nina, que estaba en


mis brazos. Bongo, Pedro y Estrella acababan de
pasar del recinto externo hacia el interior, donde la
comida de la tarde estaba esperándolos.
Creo que estábamos todos nerviosos. Aun-
que en mi caso había algo más, algo distinto. El
encuentro entre las chimpancés había salido per-
fecto: al final Lola había dejado que Nina la trepa-
ra y se colgara de su piel como antes lo hacía de mi
espalda. Por un lado eso me había gustado: era
una muestra del éxito de nuestro trabajo. Pero, al
mismo tiempo, cada paso que Nina daba hacia su
especie era un paso que la alejaba de mí. Aunque
en ese momento la situación me distrajo, creo que
en el fondo sabía lo que venía. Sabía que una par-
te mía se estaba hundiendo.

Quizá el nerviosismo reinante se contagió a


los chimpancés, porque se los notaba a todos un
poco alterados. Y eso no hizo más que crecer tras el
regreso de Julio, que al borde de la histeria, nos
contó lo que había pasado. En realidad, Cecilia y
yo ya no debíamos haber estado ahí: se suponía que
el mismo vehículo que nos había traído tenía
que pasar a buscarnos. Pero es probable que tuvie-
ran que usarlo para otra cosa o quizá, como todo

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113

el mundo andaba con los ánimos tan alterados,


simplemente se olvidaron. La verdad es que tam-
poco queríamos irnos y dejar a Julio solo en ese
estado, de modo que fuimos postergando el mo-
mento de la partida.
Fue entonces cuando las cosas entre los
chimpancés se complicaron. Creo que la disputa
fue por una manzana que Pedro intentó agarrar.
Bongo no estaba dispuesto a cedérsela y, como
macho alfa, tenía el derecho de imponerse. Pero
estaba vez Pedro pareció decidido a llevar más allá
de lo habitual su desafío y lo golpeó con la mano
abierta. Bongo se lanzó entonces sobre él con una
ferocidad inesperada y lo mordió en el cuello.
Todos los chimpancés empezaron a gritar juntos y
Lola pegaba furiosamente contra la reja. Nina es-
taba aterrorizada: se había abrazado a mi cuello y
su pequeño cuerpo temblaba. Cecilia lo notó.
—Vámonos —dijo—. Esto es malo para
ella.
—Sí, vayan, yo me arreglo —gritó Julio.
Salimos, pero apenas dimos unos pasos
nos detuvimos. No podíamos dejarlo así. Cecilia
empezó a tratar de comunicarse con Raúl por su
radio mientras el ruido que nos llegaba desde
adentro crecía y crecía.

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114

Lo que estaba pasando lo supimos des-


pués. Bongo acababa de lanzarse en un segundo
brutal ataque contra Pedro, que intentaba defen-
derse a los manotazos. Julio supo que tenía que
actuar. Ya lo habían conversado una vez con Raúl:
si Pedro corría serio riesgo, lo mejor sería abrirle
una salida hacia el recinto externo. Aunque Bongo
era más fuerte, estaba viejo y había perdido agili-
dad. En un ámbito abierto, con muchos sitios pa-
ra trepar, Pedro podía escapar del ataque. De
modo que eso hizo: corrió hacia la roldana y abrió
la compuerta. Apena vio que Pedro pasaba, volvió
a cerrarla. Le pareció que había hecho todo bien,
pero un minuto demasiado tarde advirtió su error:
tras limpiar el recinto externo, había dejado abier-
ta la puerta de comunicación con el lugar donde
él estaba.
Pedro fue más rápido que él: salió al espa-
cio externo y al ver la puerta abierta no perdió la
oportunidad. Un instante después estaba a pocos
pasos de Julio. Se miraron. Julio no vio en esa mi-
rada al Pedro manso de siempre, vio su terror y su
determinación. También vio que él se había que-
dado sin opciones: no podía llegar a la manguera
ni a ningún otro elemento usado para controlar a
los animales. Pero tenía que evitar que se escapara.

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115

Entonces cometió el segundo error: se interpuso


en su paso.
Si algo se puede decir en defensa de Pedro
es que no tenía intención de lastimarlo. Hubiera
podido matarlo si se lo proponía, pero todo lo que
hizo fue clavar sus dientes en el brazo que Julio
había extendido para evitar su acceso a la puerta.
Y después huyó.
Cecilia y yo seguíamos paradas afuera y
oímos el grito de Julio. Segundos más tarde apare-
ció Pedro: corrió hasta que nos vio y entonces se
detuvo. Entre él y nosotras no había más que un
par de metros cuando se irguió y lanzó un aullido
espeluznante. Quizá solo pedía ayuda: estaba
asustado y herido. Pero a mí me dio terror. Un
terror brutal que me secó la garganta y me dejó
sin palabras.
Sentí que Cecilia me apoyaba suavemente
una mano en la espalda. Quería decirme algo que
no entendí. Ahora lo sé. Era que no teníamos que
mirar a Pedro a los ojos porque para un chimpan-
cé eso puede ser señal de desafío y si hay algo que
uno no quiere hacer con un macho adulto es desa-
fiarlo. Y que nos convenía movernos con cautela y
ponernos a resguardo. Pero en ese momento no
pude responder: estaba paralizada. Solo abrazaba

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con fuerza a Nina, porque tenía miedo de que me


la quitara. Y las lágrimas me estaban impidiendo
ver lo que pasaba.
Entonces él volvió a moverse hacia noso-
tras. No lo soporté: di media vuelta y empecé a
correr. Oí a mi espalda la voz de Cecilia que me
llamaba, pero no me detuve. No podía. Abrí la re-
ja, salí al camino y seguí corriendo. Corrí y corrí
sin darme vuelta nunca hasta que me encontré
junto a una de las puertas del zoológico. Y salí.
De pronto estaba en la calle, con el corazón
bombeando enloquecido y las piernas flojas. Tenía
una chimpancé en brazos y no sabía qué hacer.

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Diecinueve

E
n los siguientes días y semanas varias
veces me preguntaron por qué había actuado co-
mo lo hice. No supe contestar. Ni siquiera hoy po-
dría dar una respuesta razonable. Sé que tenía
miedo, que ese miedo me nublaba el pensamiento
y que necesitaba un lugar adonde refugiarme.
También sé que actué por impulso cuando estiré
el brazo frente a un taxi, abrí la puerta y subí. No
tuve real conciencia de lo que había hecho hasta
que el hombre me miró por el espejo retrovisor y
preguntó con impaciencia:
—¿Y a dónde vamos?
Supongo que él pensó que llevaba a un be-
bé. Estiré bien la manta para cubrir cualquier pelo
delator y dije la dirección de mi casa. Recién a mi-
tad de camino, cuando mi corazón empezó a aflo-
jar la carrera, me di cuenta de que no había llevado
la mochila. Es decir que no tenía las llaves ni
el celular. Metí la mano en el bolsillo posterior del

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pantalón, donde había guardado algo de plata y la


conté: probablemente me alcanzaba para pagar el
taxi.
Por suerte, el movimiento del auto dur-
mió a Nina en pocos minutos. O quizás era que
estaba exhausta después de la experiencia vivida.
Como yo. Me sentía tan cansada que no podía
pensar ningún plan que tuviese una mínima lógi-
ca. Una fantasía se instaló en mi cabeza: subirme a
un micro de larga distancia e ir hasta un bosque
que había conocido años atrás, una zona deshabi-
tada que quedaba a trescientos o cuatrocientos ki-
lómetros de la ciudad. Y allí construir una casa de
madera para que Nina y yo viviéramos aisladas del
mundo. Hasta consideré las formas de unir los
troncos, la posibilidad de agregar paja al suelo pa-
ra estar más cómodas, la manera de conseguir fru-
tos y agua. Creo que en realidad nunca pensé
seriamente en hacer eso, pero la fantasía era muy
atractiva y mis pensamientos se negaban a aban-
donarla.
Recién cuando volví a oír la voz del taxista
me di cuenta de que habíamos llegado.
—¿Te quedaste dormida? —preguntó y yo
solo negué con la cabeza mientras le extendía la
plata. Me alcanzó justo.

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121

En casa no había nadie. Toqué el timbre


cuatro o cinco veces sin resultado y decidí poner-
me en movimiento. Temía que apareciera algún
vecino y quisiera saber qué era ese bulto que se
agitaba bajo la manta. Porque Nina se había des-
pertado y empezaba a manifestar inquietud.
—Quietita —le susurré junto al oído—.
No es momento de jugar.
Pero a ella no le importaban mis órdenes e
insistía en moverse, en sacar su brazo peludo por
fuera de la manta, que yo volvía a acomodar ner-
viosamente. Caminé dos cuadras hasta llegar a la
plaza, donde encontré un banco vacío y me senté.
Creo que solo en ese momento tomé conciencia
de lo complicado de mi situación. Estaba sola, sin
documentos, teléfono ni plata, y con una chim-
pancé robada en brazos.
Hubiera querido seguir fantaseando for-
mas de quedármela, pero a esa altura la realidad se
abrió paso a codazos por mi cabeza y supe que no
había alternativa. Tenía que llevarla de vuelta al
zoológico. Supe también lo que todos iban a pen-
sar: que me había portado como una loca, que no
era confiable. Quizá, me esperancé, podía inven-
tar una buena historia, que en lugar de ladrona me
convirtiera en heroína. Podía decir, por ejemplo,

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122

que Nina había saltado de mis brazos y salido por


su cuenta, que yo la había perseguido y capturado
y ahora la devolvía. ¿Alguien me iba a creer?
Igual, no tenía dinero para volver, así que
caminé en dirección a casa. No puedo negar que,
aunque estaba muerta de miedo, una parte de to-
do eso me gustaba. Nina era mía. Aunque fuera
solo por un rato, era mía.
Cuando me acercaba vi a mamá en la puer-
ta. Tenía cara de estar pasando un mal momento e
intuí que ya lo sabía. Apenas me vio corrió hacia
mí y me sujetó por los hombros.
—Qué hiciste —dijo—. Qué hiciste.
No era una pregunta. Era, más bien, una
acusación. Obviamente, lo sabía.

Me lo explicó mientras subíamos en el as-


censor. Al llegar había encontrado seis mensajes
en el contestador, cada uno más urgente que el an-
terior. A esa altura, estaban todos movilizados
buscándome y se había dado aviso a la policía de
mi desaparición.
—¿Y Pedro? —pregunté—. ¿Lo agarraron?
—Creo que todavía no.
Entonces levantó un poco la manta.
—Así que esta es la famosa Nina.

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123

Como si fuera consciente de que estaba


siendo presentada, Nina levantó la cabeza y la mi-
ró. Mi vieja no pudo evitar sonreír.
—Es linda —dijo.
—Viste.
Entonces se volvió hacia mí y cambió de
expresión.
—Te metiste en un lío feo. ¿En qué esta-
bas pensando?
No le contesté. Dejé que se ocupara de los
llamados y fui a la cocina a buscar algo para Nina,
que daba señales de tener hambre. Encontré una
manzana y una banana, que corté en pedazos pe-
queños. Después fuimos a mi habitación, cerré la
puerta con llave y le fui dando la fruta lentamente
mientras le acariciaba la espalda. Me imaginaba
que era la última vez que hacíamos algo así juntas
y quería disfrutarlo.
No sé en qué momento nos quedamos
dormidas, yo apoyada sobre unos almohadones
que había tirado al suelo y Nina en mi estómago.
Me despertaron los golpes en la puerta. Mi vieja
gritaba que la dejara pasar, que habían venido del
zoológico. La abracé fuerte a Nina y esperé. Quizá
se iban, quizá me la dejaban al menos un día más.
Pero los golpes siguieron y a los gritos de mi vieja

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124

se sumaron otros. Cuando parecía que estaban a


punto de tirar la puerta abajo, me levanté y abrí.
Mamá estaba roja, no sé si por el enojo o
por la vergüenza. Cecilia sonreía nerviosamente y,
Rolando, el jefe de veterinarios, tenía los brazos
cruzados sobre el pecho y cara de pánico. En la
sala, supe después, los esperaba un guardia de se-
guridad, que ya se había ofrecido a romper la
cerradura si yo no abría.
Lo primero que hicieron fue sacarme a
Nina y examinarla. No sé qué se habían imagina-
do, pero fue obvio que verla sana y salva los alivió.
Después me miraron a mí. No me acusaron de na-
da, al contrario: me hablaron con una cautela que
me hizo sentir incómoda. Cecilia dijo que mi mie-
do había sido comprensible, que una situación co-
mo esa podía alterar a cualquiera y que había que
agradecer que Nina y yo estuviéramos bien. Pero
era evidente el cambio de actitud. Ya no había na-
da del reconocimiento, de la admiración por mi
trabajo, del compañerismo. Ahora me miraban
con desconfianza y, quizás también, con un dejo
de pena.

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Veinte

P
¿ uede desaparecer un chimpancé en
Buenos Aires? Esa era la pregunta que se hacían
esa noche en la televisión. Parecía imposible y, sin
embargo, varias horas después de la fuga de Pedro
la búsqueda seguía y su paradero se había conver-
tido en un misterio.
Yo conocí la historia en parte a través de
los medios y en parte por lo que me contaron des-
pués. Ya no recuerdo de dónde saqué cada cosa,
pero el nudo del asunto nunca se me va a olvidar.
Sé que cuando empecé a correr Pedro me siguió. Y
atrás de él fue Cecilia, aterrada ante la posibilidad
de que quisiera atacarme. Pero enseguida fue claro
que yo no era su objetivo: tras atravesar el portón
yo fui hacia la izquierda y Pedro eligió el lado con-
trario. Por un momento Cecilia se quedó paraliza-
da: no sabía a quién seguir. Decidió cumplir
primero con el procedimiento de seguridad pre-
visto en los manuales y dio aviso de la fuga por

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126

radio. Cuando finalmente se decidió a ir detrás de


Pedro era tarde: había desaparecido de la vista.
A esa altura los visitantes ya habían partido
y, con la conmoción generada en el foso de leones,
todo el personal de seguridad había sido convocado
a ese sector. De modo que Pedro pudo circular con
tranquilidad por el camino central. Solo lo vieron
dos personas. La primera fue una vendedora del
negocio de recuerdos, que había demorado su
partida por una larga conversación telefónica.
Cuando salió se lo topó de frente y fue tal el susto
que dejó caer su bolso y escapó corriendo. Era un
bolso amarillo con puntos rojos que seguro hizo
muy feliz a Pedro durante un rato: siempre le gus-
taron los objetos de colores brillantes. Luego apa-
recería abandonado unos doscientos metros más
lejos. Su contenido estaba esparcido por la tierra y
según la vendedora faltaban dos cosas: un alfajor y
un lápiz de labios, que pudo ser confundido con
un caramelo.
El otro que lo vio fue un barrendero. Dijo
que percibió un movimiento en el camino, pero al
principio pensó que sería uno de los pequeños ani-
males que circulaban libremente por el zoológico:
un coipo o una mara. Siguió barriendo. Cuando
volvió a levantar la cabeza se le cortó la respiración:

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127

Pedro venía corriendo a toda velocidad, directo ha-


cia él. Segundos más tarde se dio cuenta con alivio
de que lo que había llamado la atención del chim-
pancé no era él, sino el pequeño auto eléctrico es-
tacionado a un costado.
Seguramente los habría visto mil veces
desde su recinto. Los chimpancés tienen infinitas
horas para observar y analizar lo que pasa frente a
sus ojos. No lo olvidan. A Pedro sin duda el auto
le gustaba. Mariano, el barrendero, contó que pri-
mero le dio un par de vueltas sin decidirse.
Finalmente tomó coraje, subió al asiento del con-
ductor y puso sus manos sobre el volante. Como
un chico, dijo, como un chico que jugaba con el
auto del padre. Pero entonces él se movió, Pedro
levantó la cabeza alarmado y sus miradas se cruza-
ron. Mariano volvió a quedar sin aire. Era obvio,
sin embargo, que Pedro prefería la fuga a la con-
frontación: un instante después corría en direc-
ción al muro que separa el zoológico de la calle.
En busca de la libertad, apostó Mariano antes de
perderlo de vista.
Cuando finalmente la noticia llegó a oídos
de las autoridades, el director del zoológico orde-
nó un prolijo rastrillaje, con la esperanza de que
Pedro estuviese aún dentro del parque. Pero una

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hora después la policía empezó a recibir llamados


que confirmaron el presagio de Mariano. Primero
fue el conductor de un camión que aseguraba que
había visto a un chimpancé cruzar la avenida.
Luego siguieron dos transeúntes: uno dijo que lo
vio corriendo por la calle y la otra que trepaba a
un árbol.
De inmediato grupos especiales de la poli-
cía y los bomberos empezaron a recorrer la zona:
miraron en las copas de los árboles, debajo de los
autos y hasta dentro de los contenedores de basu-
ra. Pero nada, ni la sombra de Pedro. Entre la gen-
te del zoológico, la tensión crecía rápidamente. Es
que cuando un animal potencialmente peligroso
se escapa, me explicaron, la prioridad es la seguri-
dad pública, por lo que la policía asume el mando
y las posibilidades de que el animal reciba un dis-
paro son bastante altas.
Para peor, la fuga se convirtió en una de
las principales noticias del día y pronto los canales
de televisión habían invadido la zona. En uno de
los noticieros una placa en letra catástrofe resu-
mió el asunto así: “Peligro en la ciudad: ¡gorila
suelto!”. Un rato más tarde subieron la apuesta:
“¡King Kong en Buenos Aires!”. Creo que nadie
se molestó en avisarles que se habían equivocado

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de especie y que en el zoológico porteño no había


gorilas.

Esa noche casi no pude dormir. Supongo


que en ese momento yo era todavía una persona
bastante frágil y toda la experiencia resultó un de-
sastre para mis nervios. A las siete de la mañana,
ojerosa y con dolor de estómago, estaba otra vez
frente al televisor a la espera de noticias. Pero,
aunque la búsqueda se había mantenido toda la
noche, el resultado era nulo.
Desde el zoológico aprovechaban la reper-
cusión del caso para advertir una y otra vez lo mis-
mo: que si alguien lo veía debía dar aviso de
inmediato a la policía y evitar acercarse porque se
trataba de un animal peligroso. Creo que si insis-
tieron tanto en esto fue porque temían exacta-
mente lo contrario: Pedro era capaz de mostrarse
muy amigable con las personas. De sus épocas de
estrella publicitaria le habían quedado algunos há-
bitos curiosos. Le gustaba sentarse en un sillón y
tomar gaseosa en vaso, extendía su mano para es-
trechar la de quien se le pusiera adelante y, cuando
estaba de buen humor, hasta era capaz de tirar be-
sos. Quien interpretara mal esos signos podía lle-
varse después una sorpresa.

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Si intentó usar sus encantos para congra-


ciarse con alguien, nunca se supo. Cuando esa tar-
de se conocieron las noticias de su captura, yo
estaba en la cama, donde había pasado buena par-
te del día, pero me levanté a ver la televisión. El
misterio tenía, a fin de cuentas, una explicación
bastante sencilla. En medio de los grandes edifi-
cios que pueblan la zona del zoológico, quedan
aún unas pocas casas antiguas. Una de ellas tiene
una reja en la entrada y un pasillo que conduce
hacia el jardín. Por ahí entró Pedro, corrió hacia el
fondo y encontró una casilla abierta donde se
guardaban herramientas de jardinería y otros obje-
tos. Entre esas cosas había un par de bolsas de co-
mida para perros que le sirvieron de alimento.
Recién al día siguiente, cuando la dueña de casa
asomó su cabeza en la casilla buscando unas tije-
ras, lo vio y avisó.
Minutos después partía hacia allí un nu-
trido grupo. Los policías llevaban pistolas, los ve-
terinarios, rifles anestésicos y Raúl iba con su arma
secreta: una pizza grande de muzzarella y tomate.
Tenía sentido: si querían asegurarse de que el dar-
do anestésico diera en el blanco necesitaban que
Pedro estuviera cerca y quieto. Nada como la ten-
tación de la pizza para lograrlo.

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132

Fue Raúl quien avanzó primero, apoyado


discretamente por el resto del grupo. Se sentó en
el pasto, como si se tratara de un picnic, y abrió la
caja de pizza frente a él. Tras separar dos porcio-
nes, empezó a comer una con toda tranquilidad.
—¡Pedro! —gritó—. ¡Hay pizza!
Fue demasiado para el pobre Pedro que
avanzó, confiado, hacia el manjar. Solo había al-
canzado a masticar el primer bocado cuando el
dardo impactó en su brazo. Giró la cabeza descon-
certado y alcanzó a llevarse un segundo trozo de
pizza a la boca. Tiempo después Raúl me dijo que
antes de caer desmayado lo miró a los ojos como
acusándolo por la traición, pero creo que se lo
imaginó.

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Veintiuno

No fui al zoológico durante dos sema-


nas. Primero me enfermé: fiebre, vómitos, dolor
de estómago. Dijeron que era un efecto del shock,
aunque quizá fue simplemente alguna comida en
mal estado. Pero no puedo negar que el regreso
me costaba. Luis le había dicho a mamá que cuan-
do yo estuviera lista él me esperaría para conversar
sobre lo que había pasado. Y era una conversación
que no tenía ganas de tener.
Estuve por volver una vez que me sentí
mejor, pero entonces me llamó Marcos y me con-
tó las novedades. Habían trasladado oficialmente
a Nina al sector de los chimpancés: su adaptación
había sido tan buena que no era necesario esperar
más. El grupo que había participado en su crianza
ya no existía.
Fue como si el cielo se derrumbara sobre
mi cabeza. Por supuesto, yo sabía que iba a suce-
der tarde o temprano. De entrada se había dicho

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134

que nuestra tarea era una transición, que solo du-


raría mientras Nina lo necesitara. El problema era
que yo seguía necesitándola a ella.
Me llevó otros cuatro días juntar fuerzas
para salir de casa. Cuando finalmente llegué al
zoológico creo que nadie me esperaba. Al menos
eso me pareció ver en la cara de la gente. Sorpresa
y algo más, algo que al principio me costó definir.
Como si todos supieran un secreto que yo desco-
nocía.
Luis se mostró amable y comprensivo. Me
hizo sentar al otro lado de su escritorio y habla-
mos largamente de todo lo que había pasado. Yo
dije lo que había preparado: que lamentaba mi
reacción, que las cosas se me habían ido de las ma-
nos y que quería volver. Asintió con la cabeza.
—Bueno, ahora tenemos que pensar a qué
área podés sumarte.
—¿Cómo a qué área? ¿No voy a seguir con
los chimpancés?
Alzó las cejas, como si la idea lo sorpren-
diera.
—No, Ema, después de lo que pasó eso es
imposible. Además, por la fuga de Pedro se dispu-
so un cambio de normas de seguridad, hay otra
gente...

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—Pero es lo que a mí me gusta, lo que sé


hacer...
—Vas a aprender otras cosas. Y probable-
mente sea mejor así, tendríamos que haberte
cambiado antes. Creo que te apegaste demasiado
a los chimpancés y especialmente a Nina. Es bue-
no que conozcas otras áreas, hay muchos anima-
les y mucha gente interesante con la que podés
trabajar...
—Pero yo quiero estar con los chimpan-
cés, por favor...
Mi tono sonó a mis propios oídos horri-
blemente plañidero. A Luis, sin embargo, no lo
conmovió.
—No, no es posible —dijo con firmeza—.
Hoy podés ir a la granja. Te va a gustar, vas a ver.
Me sentí furiosa. Hubiera querido decirle
que se fuera al diablo con todos sus animales, su
granja y su gente interesante, que a mí lo único
que me importaba eran los chimpancés. Y que si
no podía estar con ellos prefería no hacer nada.
Pero no lo dije. Sabía que si empezaba a hablar
me iba a derrumbar y quería evitarlo a toda cos-
ta. Pensé seriamente en irme en ese momento, en
olvidarme para siempre del zoológico y encerrar-
me en casa. Si no lo hice, creo que fue por dos

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136

motivos. El primero es que estaba mareada y las


piernas me temblaban. Pero el segundo era el más
importante: no podía irme sin ver una vez más a
Nina.

El día transcurrió lento y aburrido. Todos


me miraban con una simpatía que se acercaba de-
masiado a la compasión. Solo me pidieron que ali-
mentara a los patos y ordenara unos materiales.
En el horario del almuerzo fui al sector de los
chimpancés. Me mezclé con el público reunido
frente al recinto. En ese momento Bongo concen-
traba la atención: se había trepado a la estructura
de madera y desde allí lanzaba unas piedritas que
no sé de dónde había sacado. Nina estaba atrás,
jugando con Estrella.
Pasé al otro lado del barral de seguridad y
me pegué al vidrio. Sabía que eso estaba prohibi-
do, por supuesto, pero no me importó. Empecé a
saltar y agitar mis manos hasta que logré que me
viera. Se acercó corriendo hasta el vidrio y tam-
bién ella empezó a saltar. Se reía como se ríen los
chimpancés: solo mostrando los dientes inferiores.
La gente me miraba, claro. No solo por-
que yo saltaba como un mono, sino porque llora-
ba y me reía al mismo tiempo. Hasta que sentí

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que alguien me ponía la manos en los hombros


para sacarme de ahí. Era Raúl.

No le importó que le mojara la camisa.


Me abrazó un rato y después me llevó a tomar un
café. Las cosas, me explicó, habían cambiado bas-
tante. Tras la recuperación de Pedro, el director
del zoológico había ordenado una investigación
para saber cuáles habían sido las fallas y se habían
agregado nuevas medidas de seguridad.
—Ahora estoy con Adrián, que viene del
sector de los felinos.
—¿Y Julio?
—Está bien, la herida ya se le curó. Pero
quedó muy impactado por el episodio y pidió un
traslado. Lo pasaron al acuario. Estaría bueno que
lo fueras a visitar.
Asentí, aunque no lo veía muy probable.
Raúl me apretó un brazo y sonrió.
—Ema, quiero que sepas que si fuera por
mí, seguirías acá. Tu trabajo siempre fue muy bue-
no. Nina está bien —agregó—. Esto es lo mejor
para ella. Pero estoy seguro de que también te ex-
traña. Podés venir a verla cuando quieras.
Sí, podía ir a verla. Pero nunca sería igual.

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Veintidós

E
n los siguientes meses trabajé en dis-
tintas áreas del zoológico, sin interesarme dema-
siado por ninguna. Solo iba a una vez por semana
y a veces ni eso. Estuve en la granja, en el serpen-
tario, en el aviario y en el sector de los camellos.
Pero lo que más me gustaba era ir a ver a Nina al
final del día. Me paraba con el resto del público y
simplemente la observaba jugar. A veces era evi-
dente que me reconocía: saltaba excitada y me mi-
raba con insistencia. Pero otras veces, sobre todo
cuando había muchos visitantes, se quedaba en el
fondo del recinto con Lola o Estrella y no daba
señales de saber que yo estaba ahí. Esos días me
llenaban de nostalgia.
No soy tonta, por supuesto que sabía que
todo eso era bueno para ella: finalmente se había
integrado a los suyos. Supongo que el problema
era que le había ido mejor que a mí y me costaba
digerirlo.

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140

Un día, Luis me dijo que necesitaban a


una persona en la isla de los cóndores porque dos
voluntarios se habían ido al mismo tiempo. Me
encogí de hombros, me daba igual.
—Bueno.
—Te va a gustar. Es uno de los pocos lu-
gares del zoológico donde los animales son devuel-
tos a su hábitat natural. Por eso ni siquiera pueden
ver a sus cuidadores: hay que ser invisible.
No entendí muy bien de qué se trataba,
pero ser invisible era algo que se me daba bastante
bien. Empecé la semana siguiente.

No estaba en uno de mis mejores días.


Quizá por el frío a destiempo, en plena prima-
vera, que me había sorprendido en la mañana.
O porque la noche anterior había estado dudan-
do otra vez si ir o no, si seguir o abandonar de
una vez el zoológico. Llegué con un gorro que me
tapaba parte de la cara, un pañuelo arrollado al
cuello y la voz delgada de mis malos momentos.
Me recibió Liliana, una de las voluntarias
más antiguas. Apenas atravesé el portón de made-
ra, me sorprendió el escenario: los recintos estaban
rodeados de tela negra.
—¿Por qué los tapan? —pregunté.

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142

—Estos son los cóndores que van a ser li-


berados —contestó en voz baja—. Ellos no tienen
que vernos. ¿Sabés algo de este proyecto?
—Nada.
Me lo explicó entonces. Me explicó cosas
el resto del día y los días que siguieron. Que el
cóndor se está extinguiendo en muchos lugares. La
gente cree que mata al ganado, cuando en realidad
es carroñero: come restos de animales muertos.
Pero como no lo saben les disparan o les ponen
comida envenenada. Si quieren sobrevivir, los cón-
dores tienen que estar lejos de las personas. Tienen
que temerles. Por eso no podían vernos.
Los espiábamos, eso sí: en las telas negras
habían pequeñísimas ventanitas. Coloqué mi ojo
en una de ellas y vi a Manku. Tenía las alas abier-
tas, como si quisiera que admiraran todo su es-
plendor: de una punta a la otra medía como tres
metros.
—Está tomando sol —susurró Liliana—.
Eso les gusta.
Manku estaba allí recuperándose: lo ha-
bían recogido con un ala herida. Apenas estuviera
en condiciones iba a ser liberado. Lo mismo que
Ninán y Suyai. En cambio había otros que ya
nunca podrían salir: eran muy viejos, uno tenía

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cataratas y casi no veía, otro era rengo, al tercero le


habían amputado un ala.... No podían volver a
la naturaleza y por eso estaban en un recinto en-
rejado: los veíamos y nos veían. Si había que en-
trar, lo hacían tres personas juntas. La primera
llevaba un palo de madera con una especie de
bolsa de arpillera en la punta que servía para de-
tener al animal si atacaba. Las otras dos se ocupa-
ban de dejar la comida, retirar restos viejos y
limpiar, siempre con un ojo en las aves. No era
frecuente que un cóndor atacara, pero tampoco
había que descuidarse: tenían unos picos que da-
ban miedo.
Liliana me estaba explicando todo esto
cuando miró su reloj.
—Tengo que ir a rotar el huevo. ¿Me
acompañás?
—¿El huevo?
Sonrió.
—Vamos, te cuento en el camino.
Sí, el trabajo incluía rotar tres veces por
día un huevo de cóndor que estaba dentro de una
incubadora, para que el feto no se pegara a la cás-
cara. En la naturaleza, me dijo, la pareja de cón-
dores lo conseguía sacudiéndolo un poco, pero
aquí había que ayudarlo.

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Después, cuando naciera, lo iban a criar en


aislamiento total hasta que pudiera ser liberado
en las montañas. El pichón iba a crecer junto a
seres humanos pero iban a ser para él completa-
mente invisibles.
Hice muchas preguntas, lo que no era na-
da habitual en mí. Supongo que el asunto me
interesaba.

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Veintitrés

E
se día en el almuerzo se lo conté todo
a Marcos. Frunció el ceño mientras le daba un
mordisco a su sándwich.
—¿Y por qué les sacan el huevo a los cón-
dores? ¿No es mejor que lo tengan ellos?
—Los cóndores solo tienen un pichón ca-
da dos años —le expliqué—. Pero si pierden un
huevo, ponen otro inmediatamente. Entonces
ellos crían uno y acá se cría al otro. Eso ayuda a
que no se extingan. ¿Sabés cómo alimentan al pi-
chón? ¡Con títeres!
Volvió a fruncir el ceño.
—¿Para que se entretengan?
Me reí. Supongo que me estaba pasando,
con tanta información y tanto detalle, pero no me
importó demasiado.
—No estás entendiendo nada, Marcos.
Escuchame. Lo fundamental es que los cóndores
no asocien a los humanos con la comida, porque

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si no, cuando sean libres, se les van a acercar y


pueden matarlos. No se tienen que dar cuenta de
que son personas las que los están alimentando.
Por eso ponen al pichón en una caja que tiene un
lado espejado: uno puede verlos desde afuera, pero
ellos no te ven. A un costado hay agujeros y por
ahí meten al títere. Son dos: uno con cabeza de
cóndor hembra y otro de macho y los van turnan-
do, como pasa en la realidad con los padres. Con
el pico les dan golpecitos al pichón para estimular-
lo y después hacen como que comen de una ca-
zuela: entonces el pichón los imita. Es increíble.
Marcos me miró y sonrió, con esa sonrisa
de costado, medio burlona, que parecía dedicarme
solo a mí.
—¿Qué?
—Volvió Ema —dijo.
—¿Eh?
—Que últimamente estabas, pero era co-
mo que no estabas. Ahora volviste. Bienvenida,
Emita.
Yo también sonreí.
—Gracias.

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Veinticuatro

E
l día de las ratas yo llegué a la isla de
los cóndores temprano y mal dormida. Venía de
un par de noches fatales, en que las pesadillas me
habían despertado de madrugada, agitada y confu-
sa, y no había logrado volver a conciliar el sueño.
Lo primero que hicimos, me acuerdo, fue
alimentar a Manku. El proceso era así: se colocaba
la comida en el recinto cerrado y luego, desde afue-
ra, se abría la compuerta que daba al espacio donde
estaba él. A veces había que esperar, porque podía
pasar que el cóndor no tuviera hambre o ganas de
moverse. Pero finalmente entraba y entonces vol-
víamos a cerrar la compuerta inmediatamente, así
podíamos pasar y limpiar sin que nos viera. Liliana
y yo retiramos restos de comida y barrimos en com-
pleto silencio.
Cuando volvíamos a la cabaña me dijo
que se iba a quedar afuera, porque tenía que matar
ratas. Yo ya sabía cómo era eso. El menú de los

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cóndores incluía, además de carne de vaca o cabra,


ratones y ratas. A los adultos le daban el animal en-
tero y a los más jóvenes, procesado. Cuando había
un pichón, me explicaron, se le ofrecía un puré de
ratón lactante. El asunto era bastante repugnante,
sí, pero yo quería saber todo. Llevaba entonces un
par de semanas en el proyecto y pretendía ser una
voluntaria igual que todos los otros, capaz de hacer
cualquier tarea. Esta era la primera vez que veía la
jaula con las ratas que mandaban del bioterio del
zoológico, donde eran criadas para alimentar a va-
rios animales.
—Me quedo con vos —le dije.
Liliana frunció el ceño.
—No es agradable —sonrió—. Mejor en-
trá. Otro día.
—Quiero aprender —insistí—. No me
molesta.
Aceptó, aunque no se la veía muy conven-
cida. Ya se había puesto los guantes de látex y
abrió con cuidado la caja de las ratas. De solo mi-
rarlas correteando me subió un escalofrío. Había
algunas grandes, blancas, con las patas y la cola
rojizas. Otros eran ratoncitos pequeños, que se
movían a toda velocidad. Me sentí un poco ma-
reada, pero no dije nada. Liliana tomó a una rata

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149

por la cola, la sacó de la caja y, en un movimiento


rápido, le puso un palo por delante para que se
prendiera a él y no se diera vuelta sobre su brazo.
Luego la golpeó contra el filo de una piedra. Un
golpe seco, que la dejó inconsciente.
—Así ya no siente nada —me explicó.
Entonces tomó un caño que colocó a la
altura de su cuello y, tirando al mismo tiempo de
la cola, la desnucó.
—Listo —dijo y la dejó caer en un balde.
La miré. El cuerpo inerte, los ojos cerra-
dos. Algo me estaba subiendo desde el estómago.
Pensé que iba a vomitar y preferí alejarme de ahí.
—Ahora vuelvo —dije.
Caminé hacia la entrada de la cabaña y me
senté en el suelo, con la espalda contra el muro y
la cabeza en las rodillas. No, no iba a vomitar, era
otra cosa. Era algo que me inflaba el pecho y me
estaba haciendo temblar. Las primeras lágrimas se
convirtieron rápidamente en una catarata.
Sentí un brazo que rodeaba mi espalda.
Era Liliana.
—Disculpame, Ema. Es desagradable, yo
sé. A mí también me sacudía al principio. Trato de
no pensar que están vivas. Pero es necesario, para
alimentar a los cóndores.

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150

—No, no... —dije con una voz gango-


sa—. No son las ratas, no sé qué es....
Me acarició el pelo.
—Sí, te entiendo —murmuró—. Te en-
tiendo.
No sé qué podía entender, cuando yo no
entendía nada.

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Veinticinco

E
s posible que fuera por el episodio de
las ratas o por todo lo que había pasado con Nina.
O quizás fue simplemente Marisa con su insisten-
cia. Sea cual fuera el motivo, unos días más tarde
finalmente hablé. Las imágenes venían aparecien-
do en mi cabeza con una intensidad abrumadora y
tenía una náusea permanente.
Le conté a Marisa lo que nunca le había
podido contar antes, lo que había pasado en La
Plata aquella noche. Yo había quedado en salir con
Oriana y Bruno, que eran mis amigos, le dije.
Vivían al lado, jardín de por medio y era casi co-
mo si viviéramos juntos. Algunas mañanas Bruno
se asomaba en pijama a su ventana, la de la iz-
quierda, y me saludaba.
—Buen día, prima.
No éramos primos, pero daba igual.
Íbamos a la misma escuela, comíamos juntos, nos
prestábamos la ropa y los libros, nuestros perros se
pasaban de casa en casa.

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152

—Oriana era de mi edad, me llevaba un


mes —le expliqué a Marisa—. Bruno tenía dos
años más, pero no se notaba.
—Sí —dijo—. ¿Y qué pasó?
En realidad, ella sabía. Supongo que sabía
todo, pero quería oírme contarlo.
Nos habían invitado a un baile. Yo no te-
nía demasiadas ganas de ir, nunca me gustaron
mucho los bailes, con tanto ruido y tanta gente.
Pero Oriana insistió y terminé aceptando. Era en
un club, un salón enorme de paredes azules.
Aunque quizá no eran azules sino que se veían así
por las luces de colores que se agitaban con la
música. Mareaba un poco. Vi que había alguna
gente del colegio y traté de conversar con una
chica, pero con la música tan alta era difícil y al
rato me dolía la cabeza. Me acerqué a Bruno, que
tampoco estaba bailando y le dije que tenía ganas
de irme.
—Dale —dijo—. Vamos.
Bruno era así, nunca tenía problemas con
nada. Pero Oriana no quería, se estaba divirtien-
do. Preguntó a algunas amigas hasta que Clarisa le
dijo que su padre la iba a ir a buscar y podían lle-
varla. Así que Bruno y yo nos fuimos solos. No era
lejos de casa: ocho o nueve cuadras.

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153

Cuando salimos había empezado a lloviz-


nar, una garúa finita que humedecía el aire.
Llegando a la esquina vimos a un grupo de pibes.
Tendrían, no sé, dieciocho o veinte años y estaban
charlando, con unas botellas de cerveza en las ma-
nos. Creo que a los dos nos inquietó verlos, pero
no dijimos nada.
Al acercarnos, uno de ellos miró a Bruno.
—Flaco, ¿tenés un faso?
—No —dijo Bruno sin detenerse—, no
fumo.
Pero entonces el pibe le puso una mano
en el pecho y lo frenó.
—Dame el reloj —dijo.
El asunto no era con el reloj: cualquiera se
daba cuenta de que ese reloj no valía nada. Podría
haber sido cualquier otra cosa. Y supongo que si
Bruno le hubiera dado el reloj las cosas no habrían
cambiado. Pero no se lo dio. Me agarró la mano y
trató de seguir caminando.
Después se dijo que estaban borrachos,
que uno era campeón de karate, que venían de te-
ner una pelea con no sé quién. Se dijeron muchas
cosas, en los diarios, en la televisión y en el juicio,
meses más tarde, y a la mayoría no las quise oír.
Igual todavía no entiendo por qué lo hicieron.

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154

Pero hace mucho que dejé de preguntarme las ra-


zones.
Hubo golpes, patadas, gritos. De pronto
Bruno estaba en el piso y seguían pegándole. Yo
quise interponerme y recibí una trompada en la
mandíbula que me hizo caer. El gusto amargo de la
sangre en la boca me llegó antes que el dolor. Traté
de ponerme de pie otra vez, mi brazo se topó con
unos de esos cuerpos duros y le pegué. Fue en ese
momento cuando alguien se acercó por mi espalda,
agarró mi brazo derecho y lo retorció de una mane-
ra que no pensé que fuese posible. Sentí un horri-
ble crac, un latigazo de dolor me recorrió el cuerpo
y caí. Desde el suelo vi que Bruno se había vuelto a
parar y estaba tirando golpes y patadas. Entonces
algo brilló en el aire: un cuchillo o una navaja. Lo
que siguió fue todo muy rápido: Bruno se desplo-
mó, había mucha sangre, los tipos corrían.
No sé cuánto tiempo estuvimos ahí. Me
pareció mucho, pero quizás fueron solo minutos.
Sé que la llovizna se convirtió en lluvia y cuando
llegó la ambulancia estábamos empapados. Mien-
tras nos subían a las camillas una médica me dijo
que todo iba a estar bien. Eso mismo me repitie-
ron después, en el hospital. Que no era grave, que
iba a estar bien. Pero de Bruno nadie hablaba.

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Y yo tampoco quise hablar más. Ni siquie-


ra con Oriana, a la que fui viendo cada vez menos
hasta que la dejé de ver.

Esto fue lo que le conté a Marisa. Aunque


no exactamente así, porque en aquel momento las
cosas me salían más confusas. Creo que hubo par-
tes que no dije y otras que no se entendieron, por-
que lloraba. Igual, ella ya sabía. Y en realidad yo
nunca me había olvidado. Era solo que no me
quería acordar.

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Veintiséis

U
nos días después le pregunté a Luis si
me podía quedar en la isla de los cóndores, porque
ya no quería rotar por otros proyectos. Sonrió.
—¿Te gusta, entonces?
—Sí, me gusta.
Me gustaban varias cosas. Caminar sigilo-
samente junto a los cóndores que no podían ver-
me, espiarlos por las pequeñas ventanas, evaluar
los progresos que los acercaban al momento en
que podrían volver a volar entre montañas. Había
empezado a reconocer sus diferencias, los cambios
de plumaje, las marcas de crecimiento. Les habla-
ba a los que ya no serían liberados cuando les cam-
biaba el agua o limpiaba sus recintos: a Eluney,
que me miraba a la distancia moviendo su pico
amenazante. O a Yanara, para quien yo debía ser
apenas una mancha borrosa a través de las catara-
tas que le nublaban los ojos. Me gustaba vigilar el
huevo en la incubadora, cuidarlo, ir contando los

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días que quedaban para que su habitante se aso-


mara.
El asunto de las ratas no me gustaba. Eso
no lo hice nunca.

Por supuesto, seguía extrañándola a Nina.


Pero poco a poco esa sensación se fue acomodan-
do en un segundo plano, escondida en la rutina de
la actividad cotidiana, en las charlas con mis com-
pañeros, en los paseos con Marcos. Uno de esos
días fuimos a conocer a la jirafa recién nacida. No
tenía ni una semana, y medía un metro noventa.
Después vimos en una computadora la filmación
de su nacimiento.
—Es un parto en caída libre —me aclaró
Marcos.
—¿Qué?
—Shh. Mirá.
Sí, era bastante impactante. Habían colo-
cado una cámara en el recinto de las jirafas antes
del nacimiento y lo habían captado en detalle.
Primero se veía a la jirafa inquieta, que caminaba
de un lado al otro y de pronto las piernitas flacas de
la cría asomaban de su cuerpo y se balanceaban, co-
mo formando una segunda cola. Entonces la madre
se detenía y así, sin siquiera agacharse, soltaba a la

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cría, que caía al suelo. Una caída de un metro y


medio de altura, me dijo Marcos en susurros. El
largo cuello descendía entonces y la madre lamía
el cuerpo de su hija un buen rato, hasta que la cría
levantaba la cabeza. Unos minutos más tarde ya
estaba parada.
—Viste —dijo Marcos cuando salimos—.
Llega al mundo con tremendo golpazo y a los po-
cos minutos está caminando. Ni se queja. Eso se
llama recuperación.
—O sea —lo miré—. ¿Vos decís que esta-
ría bueno ser jirafa?
Se rio con la boca abierta y me palmeó la
espalda.
—Capaz que sí, Emita. Capaz que estaría
bueno ser jirafa.

En el almuerzo de ese día había una chica


nueva. Lucía, dijeron que se llamaba. Me senté a
su lado y observé que había separado cuidadosa-
mente los ingredientes de la comida en su plato.
Solo estaba comiendo el tomate.
—Hola, soy Ema —me presenté—. ¿Todo
bien?
Sonrió a la vez que parpadeaba varias ve-
ces. Se veía nerviosa.

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—Sí —susurró—. ¿Hace mucho que estás


acá?
—Algo más de un año. Si necesitás algo,
podés preguntarme.
Asintió mientras pinchaba otro tomate.
La mano le temblaba un poco y aparté la vista pa-
ra no molestarla. Le di un bocado a mi sándwich,
que estaba bastante feo.
Desde el otro lado de la mesa, Marcos me
miraba y sonreía.

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Veintisiete

P
asaron tres años desde el primer día en
que crucé las rejas del zoológico. No pertenezco
más al programa: lo dejé cuando volví a la escuela
y los horarios ya no me lo permitieron. Pero antes
estuve el tiempo necesario para ver nacer al pichón
de cóndor, que cascó su huevo sin ayuda y salió,
sucio y desconcertado, a un mundo de personas
que nunca iba a conocer. Lo llamamos Huenu,
que significa cielo, y lo alimentamos durante va-
rios meses con los títeres. Nuestras manos se vol-
vieron padre y madre para ayudarlo a crecer hasta
que pudo valerse por su cuenta. A los ocho meses
fue liberado. Yo ya no estaba ahí, pero supe que
iba a suceder y viajé a Río Negro a verlo. En reali-
dad fue idea de mamá. Me dijo que ese podía ser
mi regalo de cumpleaños: un viaje para ver volar a
Huenu.
Había mucha gente, cuatrocientas o qui-
nientas personas que querían ver la liberación.

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162

Primero se hizo una ceremonia en la montaña y


luego abrieron la jaula colocada en la plataforma
de vuelo. Eran cuatro los cóndores listos para par-
tir. Habían sido reunidos dos meses antes para
formar la bandada y empezar juntos su nueva vi-
da. Dos de ellos, Suyai y Ninán, ya tenían expe-
riencia en el vuelo, solo habían estado un tiempo
recuperándose de sus heridas. En cambio para
Huenu y el otro pichón, Raco, todo era nuevo.
Los miré con unos binoculares que me
prestaron. Huenu fue el primero en salir: dio unos
pequeños saltos afuera, como inspeccionando el
territorio, aleteó un poco y quedó fuera de mi vis-
ta. Sabíamos que él y Raco iban a seguir en la zona
por un tiempo, hasta que se afirmaran en el vuelo.
Los otros dos, en cambio, enseguida se lanzaron al
cielo. Durante un rato volaron en círculos cerca de
nosotros. Yo pensé que quizás era una forma de
despedirse, pero lo más probable es que simple-
mente estuvieran probando las corrientes de aire.
Y de pronto ya no estaban. Había imaginado que
me iba a poner triste al verlos partir, pero no. Me
alegró que se fueran lo más lejos posible.

Aunque no estoy más en el programa, voy


al zoológico una o dos veces al mes, cuando las

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163

ganas o la nostalgia me llevan. Me gusta ver a mis


antiguos compañeros, saber las novedades, cono-
cer a los animales nuevos. A veces me quedo hasta
que termina el turno de Marcos y nos vamos jun-
tos a pasear o a comer pizza. Él ya es un cuidador
con experiencia, que sabe todo lo que hay que sa-
ber. Habla mucho de las elefantas, si aprendieron
algo nuevo, si alguna está caprichosa, si se enfer-
man... A veces parece que fueran sus hijas. Pero
también me habla de otras cosas.
Fue una tarde de octubre cuando tomó la
iniciativa. Después de cuatro o cinco días seguidos
de una lluvia delgada y fastidiosa el cielo se había
abierto y eso pareció cambiar el humor de todo el
mundo. Marcos y yo salimos del zoológico y cami-
namos unas diez cuadras antes de sentarnos a tomar
algo en la vereda de un café. Creo que estábamos
contentos. Quizá fue eso, el sol, el aire tibio, el olor
que despedía el pasto mojado, lo que lo empujó.
Pero no fue enseguida. Primero habló nerviosamen-
te de cosas que no tenían para mí ningún interés: la
moto que había conseguido un primo, el trámite
para sacar el registro. Tuve la sensación de que esta-
ba dando vueltas para no decir lo que en verdad te-
nía en la cabeza. Al fin dio un trago a su bebida y
apoyó el vaso muy cerca de mi mano.

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—Emita, hace rato que quiero hablarte de


algo. Digo, de nosotros.
Opté por hacerme la distraída.
—¿Nosotros qué?
Él frunció el ceño, claramente fastidiado
ante la necesidad de ser explícito.
—Ya sabés. De nosotros. De que me gus-
taría...
Entonces extendió su mano hasta tocar-
me. No fue una caricia, sino apenas un contacto
entre la palma de su mano y el dorso de la mía.
Pero quedó ahí y me agitó el estómago.
—Muchas veces antes te lo quise decir
—siguió—, pero no sabía cómo... ¿Qué pensás?
Era extraño, porque en realidad no había
dicho nada, pero parecía creer que lo había hecho.
Y yo tenía que contestarle. Tomé un trago largo de
mi Coca mientras trataba de decidir algo.
—Sí —dije—, pero no sé.
—¿No sabés?
—No, no sé. Es complicado. Mejor va-
mos viendo, ¿dale?
Creo que cualquier otra persona se hubie-
se sentido rechazada. Pero Marcos es Marcos.
Sonrió.
—Entonces no es un no.

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Yo me encogí de hombros.
—No, no es un no. Vamos viendo.
Volvió a sonreír y me pellizcó la mano.
Después hablamos de cualquier otra cosa. Y en
eso estamos todavía. Viendo.

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En todas mis visitas, por supuesto, voy


hasta el recinto de Nina. Cuando llego me mezclo
con el público y la observo. Creció mucho, aun-
que todavía es una chimpancé joven, inquieta, un
poco rebelde. Las cosas en el grupo cambiaron
bastante. Pedro ya no está con ellos. Lo mandaron
al zoológico de Mendoza, como intercambio por
una cebra. Dicen que está bien, que comparte el
espacio con dos hembras jóvenes. Supongo que
fue mejor para él. Hay, sin embargo, otro inte-
grante: Tucu, la nueva cría de Lola. Por ahora está
siempre prendido a la espalda de su madre.
Nina ya no muestra tan claramente su inte-
rés por mí, si bien algunas veces, sobre todo cuan-
do no hay mucha gente, se acerca al vidrio al verme.
Me mira y yo la miro y en ese intercambio de mira-
das nos saludamos, nos reconocemos, nos decimos
cosas. Al menos eso creo.
Si está Raúl, a veces me quedo hasta que
los chimpancés entran en las jaulas nocturnas y pi-
do permiso para pasar a verlos de cerca. En esos ca-
sos me siento en el piso, junto a la reja. Nina suele
acercarse y también se sienta. Raúl dice que eso so-
lo lo hace si estoy yo: si no, se la pasa jugando con
Estrella o durmiendo junto a Lola. Pero cuando yo
me siento ella se acomoda al otro lado y espera.

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Son esos los momentos en que siento unas


ganas terribles de abrazarla. Es casi una sensación
física, como si me doliera una parte del cuerpo.
Pero sé que no puede suceder. Nina y yo nunca
más vamos a estar en el mismo ámbito, siempre
habrá una reja o un vidrio entre nosotras. Creo
que saberlo al final me tranquiliza, como si mi
costado chimpancé retrocediera y me dejara en
paz. Entonces converso con ellos. Le hablo a Raúl,
pero también a Nina. Les digo, por ejemplo, que
finalmente estoy terminado la escuela o que tengo
una nueva amiga, Margarita, que es un poco tími-
da, como yo. La última vez les conté que estoy
pensando en estudiar Veterinaria, aunque sé que
va a ser difícil. Muchas cosas son difíciles para mí,
pero tengo ganas de intentarlo.
Nunca me quedo mucho tiempo, no quie-
ro molestar. Antes de irme le prometo a Nina que
pronto voy a volver a verla. Después me despido
de todos. Raúl siempre me abraza y vuelve a pre-
guntarme si estoy bien. Le digo que sí. Estoy bien.

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Agradecimientos

El impulso inicial para escribir este libro


surgió tras conocer la experiencia de Cuidar
Cuidando, un programa que desarrollan conjun-
tamente desde hace más de veinte años el
Zoológico de Buenos Aires y el Hospital Infanto-
Juvenil Tobar García. Por supuesto, el proyecto
después avanzó por un carril propio: todas las si-
tuaciones que aquí se relatan y todos los persona-
jes descritos son absolutamente ficticios. Esta
novela no busca retratar ninguna circunstancia
real: solo se arriesga a imaginar una historia.
Antes de escribir, sin embargo, necesité
hacer muchas preguntas. Quisiera agradecer aquí
a quienes me ayudaron a encontrar las respuestas,
me brindaron información y relatos personales
que contribuyeron a dar vida al texto.
Muy especialmente a Marisol Rondan, ex
integrante de Cuidar Cuidando y actual volunta-
ria del Proyecto de Conservación Cóndor Andino,

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quien a lo largo de varios meses compartió gene-


rosamente conmigo sus recuerdos y experiencias,
muchos de los cuales iluminaron zonas del libro.
A Vicente de Gemmis, coordinador y uno
de los fundadores de Cuidar Cuidando.
A los cuidadores del zoológico Walter
D’Elia –quien respondió pacientemente a todas
mis dudas sobre los chimpancés– y Enrique
Rosselot.
A Rocío Aráoz, Mario Guardia y Rayen
Estrada, integrantes del Programa de Conservación
Cóndor Andino y a su coordinadora, Vanesa
Astore.
A Ana María Pirra, Directora de Comuni-
cación del Zoológico de Buenos Aires y a Claudio
Bertonatti, ex director de esa institución.
Y, como siempre, a Ernesto, por la infinita
paciencia de leer y releer.

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Andrea Ferrari
Autor

Nacida en Buenos Aires, es periodista y escritora.


Trabajó durante más de veinte años en medios
gráficos argentinos hasta que se volcó hacia la
literatura infantil y juvenil. En 2003 obtuvo el
Premio Barco de Vapor de España con la novela El
complot de Las Flores y en 2007, el Premio Jaén de
Narrativa Juvenil por El camino de Sherlock, primera
parte de la trilogía “El nuevo Sherlock”. Dos de sus
libros fueron destacados en la categoría novela por
la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de
Argentina (Alija): La noche del polizón, en 2012, y
Zoom, en 2013.
Otros de sus títulos son: La rebelión de las pala-
bras, La fábrica de serenatas, También las estatuas
tienen miedo, El círculo de la suerte, Los chimpan-
cés miran a los ojos, No es fácil ser Watson, No me
digas Bond y El hombre que quería recordar. Este
último fue incluido en la selección White Ravens
2006 de la Biblioteca Internacional de la Juventud

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de Munich. Sus libros han sido publicados en
Argentina, España, México, Brasil, Perú, Colombia,
Bolivia, Chile, Ecuador, Corea y Francia.

www.andreaferrari.com.ar

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Índice

Uno 7
Dos 9
Tres 17
Cuatro 23
Cinco 35
Seis 37
Siete 41
Ocho 51
Nueve 57
Diez 63
Once 69
Doce 71
Trece 75
Catorce 83
Quince 87
Dieciséis 93
Diecisiete 101
Dieciocho 111
Diecinueve 119
Veinte 125

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Veintiuno 133
Veintidós 139
Veintitrés 145
Veinticuatro 147
Veinticinco 151
Veintiséis 157
Veintisiete 161

Agradecimientos 169

Biografía de la autora 171

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Aquí termina este libro
escrito, ilustrado, diseñado, editado, impreso
por personas que aman los libros.
Aquí termina este libro que has leído,
el libro que ya sos.

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