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Anatole Broyard
CUANDO KAFKA
HACÍA FUROR
(MEMORIAS DEL GREENWICH VILLAGE)
Incluye
Traducción
EPÍLOGO
Alexandra Broyard
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La tragedia –y la comedia– de mi pasado es que me
tomaba la vida muy a pecho, con esa agotadora y ar-
diente sinceridad que los jóvenes suelen poner en sus
relaciones amorosas. Mientras que otros miembros de
mi generación alardeaban de su compromiso político,
creo yo que esa politización de la experiencia los abs-
traía de lo cotidiano, de la textura de las cosas. Su vi-
sión de la vida en Estados Unidos era exclusivamente
platónica. Por emplear una de sus palabras favoritas:
estaban alienados. Yo no. En realidad, uno de mis pro-
blemas era que estaba alienado de la alienación, que
era un integrado entre inadaptados. Los jóvenes inte-
lectuales con quienes me relacionaba se habían ana-
lizado y criticado, por así decir, hasta eliminar todo
sentimiento de nacionalidad.
La abundante actividad sexual que hay en este li-
bro no es promiscuidad: son relaciones conscientes y
nacidas de sentimientos. En lo que al amor y al arte
se refiere, siempre he sentido eso que Irving Howe lla-
mó «remordimientos por la civilización». Creo que en
ciertos aspectos soy un disidente de la vida moderna.
Comparto la nostalgia que desempeña un papel tan
destacado, por ejemplo, en las modas y en las pelícu-
las de hoy.
Esto no son únicamente unas memorias, una cró-
nica: es como una tarjeta de enamorado dirigida a esa
época y a ese lugar. Y es también una súplica, un gri-
to, un llamamiento a la supervivencia de la vida en la
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ciudad. Hay en el libro una sociología oculta, tal como
un cuerpo se oculta debajo de la ropa.
Anatole Broyard
Southport, Connecticut
Abril de 1989
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PRIMERA PARTE
SHERI
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de faena del ejército, y Sheri me preguntó dónde ha-
bía estado en la guerra. Me preguntó si había mata-
do a alguien.
Le dije que no. Que ojalá. Que en ese caso tendría
la sensación de haber llegado más lejos en la vida.
Cuando casi empezaba a creer que Sheri se había ol-
vidado de la razón de mi visita, se levantó y se ofreció
a enseñarme el otro apartamento, que estaba justo en-
frente. Yo llevaba tiempo esperando aquel momento,
imaginándome en mi propia casa, en el Village, pero
me bastó con echar un vistazo al otro apartamento
para comprender la simpleza de mis aspiraciones. Lo
cierto es que para entonces comenzaba a darme cuen-
ta de que nada en Sheri Donatti era sencillo, que de-
trás de cada gesto se escondía otro. Detrás de la puerta
del otro apartamento, por ejemplo, había una rotativa
gigantesca, que acechaba en la pequeña cocina como
un animal grande y negro, como un oso o un búfalo.
Era una máquina enorme y muy pesada, y por cómo
la presentó Sheri me di cuenta de que era suya. Sheri
Donatti era muchas más cosas de lo que yo pensaba.
Aquél era otro aspecto de su personalidad. Era la ma-
quinista de aquella locomotora. La máquina ocupaba
la mayor parte de la cocina, que tenía el tamaño de las
otras dos habitaciones juntas. Tuve la sensación de haber
entrado en la guarida, en el cubil de la bestia. De que
el apartamento ya estaba ocupado. No había sitio para
mí a menos que durmiera en los brazos del monstruo.
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Eché un vistazo a los otros dos cuartos, llenos de ca-
jas, ropa y cuadros. Todo estaba abarrotado hasta los
topes. Me sentí como si me pidieran que resolviera un
acertijo o un enigma. ¿Cómo encajaba yo en aquel es-
pacio congestionado? ¿Estaba Sheri ofreciéndome el
apartamento o no? Vi que tendría que preguntárselo.
Aunque me sentí como un lerdo, como quien no pilla
el chiste, tuve que hacer la pregunta: ¿Puedo quedar-
me con este apartamento?
Sonrió al ver que me había forzado a preguntar.
Me quedo con él, dije.
No sé exactamente por qué quise quedarme. La res-
puesta evidente era que me gustaba Sheri Donatti, pero
no me gustaba, que yo supiera. Era atractiva, desde
luego que sí, pero mis gustos seguían siendo conven-
cionales. Lo que yo sentía no era deseo sino una in-
tensa y ociosa curiosidad, la sensación de que aquella
chica era mi paso siguiente, de que era mi futuro o mi
destino. Me vi arrastrado por Sheri Donatti igual que
me había visto arrastrado para alistarme en el ejército.
Volví a Brooklyn, guardé mi ropa y mis libros en
una maleta y me despedí de mis padres con un beso.
No sabían qué decir, porque yo era un veterano de
guerra. Aunque lamenté mentirles, les dije que les in-
vitaría a mi apartamento cuando me hubiese instala-
do. Había pedido un taxi y, cuando ya me alejaba –mis
padres me decían adiós con la mano desde la puerta y
yo les decía adiós con la mano– tuve esa sensación de
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que no hay vuelta atrás que tienen los jóvenes en pa-
recidas circunstancias.
Cuando llegué a la calle Jones, Sheri me indicó dón-
de poner mis cosas. Me dejó parte de un armario en
su dormitorio, y allí me colgué, como aquel que dice.
Si aquello era un acto de seducción era muy abstracto.
Hice como si entendiera lo que estaba pasando, aun-
que no paraba de observar a Sheri en busca de pistas.
Supongo que se me había ocurrido que las cosas po-
dían ser así, pero nunca tuve la sensación consciente
de estar tomando una decisión.
Nunca sabré por qué me eligió Sheri. Tal como des-
cubriría más tarde no le faltaba dónde escoger. Tal vez
viese algo en mí que yo no había visto, o tal vez pen-
sara que podía hacer conmigo algo que a mí jamás se
me había pasado por la cabeza.
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dría considerarse un elemento neutro, como la arena?
¿Era como acampar tan cerca de la suciedad? A fin de
cuentas, razoné, ¿no es el arte en sí mismo un tipo de
suciedad?
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nuestro tiempo, y yo no era capaz de ver ni poesía ni
humor en aquel incidente.
Sheri seguía aferrada a Auden, que estaba como des-
madejado en sus brazos y trataba de incorporarse des-
esperadamente, escarbando el suelo con las manos y las
alpargatas. Mientras Auden balbuceaba unas palabras
incoherentes, disculpándose y protestando al mismo
tiempo, Sheri me sonreía por encima de su hombro,
como si estuviera bailando con él.
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misma nota al mismo tiempo, y yo me sentía de pron-
to acústico, como si resonara con fuerza en el silencio.
Las noches que nos quedábamos en casa, yo me sen-
taba con un libro en las rodillas y observaba a Sheri
mientras ella pintaba, pero si me miraba y me veía le-
yendo, soltaba el pincel, se acercaba y concentraba todo
su arte en mí. Sheri desconfiaba de los libros. Nunca
la vi leyendo. Creo que temía que yo tal vez encontra-
se en los libros algo que me diera ventaja sobre ella, o
algo que pudiera utilizar contra ella.
Yo sentía lo mismo con respecto a su pintura. Sheri
era una pintora abstracta, y yo no podía seguirla has-
ta ese terreno. Me dejaba fuera, como un perro atado
a un parquímetro cuando su dueño entra en una tien-
da. Nunca me había sentido cómodo con la pintura
abstracta. Ni tenía talento para la abstracción ni veía
su necesidad, y tampoco su belleza. Como las políti-
cas liberales, la abstracción eliminaba muchas cosas
que me gustaban.
Pensé que si lograba entender su pintura nuestras
relaciones sexuales serían mejores. Existiríamos en el
mismo plano pictórico, posaríamos cada cual para su
propio retrato, mezclaríamos nuestras formas y colores,
crearíamos composiciones. Seríamos como dos perso-
nas que van recorriendo una galería o un museo y se
emocionan con las mismas cosas.
Empecé a leer sobre pintura abstracta. Fui a hus-
mear en los estanterías de la biblioteca del Museo de
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Arte Moderno, a estudiar para mi nueva vida. Ha-
bía llegado a creer que el arte moderno era el rito de
iniciación para adentrarse en aquella vida, como las
novatadas para formar parte de una hermandad uni-
versitaria. Cuando estaba en el Brooklyn College, todo
el mundo me instaba a afiliarme al Partido Comunis-
ta, pero yo me negaba, porque me parecía una batalla
con la realidad desprovista de interés. El arte moder-
no era una contienda que me atraía más. Aunque nun-
ca llegó a gustarme, disfrutaba con la terminología del
debate. Me impresionaban la impaciencia, la insatis-
facción, la agresividad, el ingenio y la pretensión de
todas las teorías.
Descubrí que uno siempre puede ver su propia vida
reflejada en el arte, aunque sea distorsionada o deste-
ñida. Por ejemplo, en un libro sobre surrealismo, en-
contré una frase que se me quedó grabada: «La belleza
es el encuentro fortuito, en una mesa de operaciones,
de una máquina de coser y un paraguas».
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