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Anatole Broyard

CUANDO KAFKA
HACÍA FUROR
(MEMORIAS DEL GREENWICH VILLAGE)

Incluye

RETRATO DEL HIPSTER

Traducción

Catalina Martínez Muñoz

Colección Libros del Apuntador


ÍNDICE

CUANDO KAFKA HACIA FUROR


9

EPÍLOGO
Alexandra Broyard
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RETRATO DEL HIPSTER


Publicado en Partisan Review,
en junio de 1948
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OBSERVACIONES PR ELIMINA R ES

Creo que hay mucha nostalgia de cómo era la vida en


Nueva York, y sobre todo en Greenwich Village, en el
período que siguió inmediatamente a la Segunda Gue-
rra Mundial. Todos nos sentíamos agradecidos de estar
allí, como si fuera la recompensa por haber combati-
do en la guerra. Se percibía una sensación de volver a
la vida, una energía y una curiosidad increíbles, inclu-
so un sentimiento de destino derivado de la guerra que
acababa de terminar. Una dulzura inmensa y seductora
envolvía el Village, como el resto de la ciudad de Nue-
va York. El ambiente era como el de París en los años
veinte, con la diferencia de que estábamos en nuestra
ciudad. No nos sentíamos extraños, sino todo lo con-
trario. El Village era un barrio lleno de encanto, hu-
milde, íntimo, accesible, casi un mercadillo. Vivíamos
en los bares y en los bancos de Washington Square y
compartíamos la aventura de intentar ser escritores o
pintores, de empezar a serlo.
La vida en Estados Unidos estaba cambiando, y nos
subimos a la ola del cambio. Los cambios eran socia-
les, sexuales, apasionantes, más todavía por lo jóvenes
que éramos, como si compartiéramos la juventud con
el propio país. Aun cuando contribuíamos a definir-
los, estos cambios nos llenaban de inquietud.
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Las dos grandes transformaciones que más me inte-
resaron fueron los movimientos hacia la libertad sexual
y hacia la abstracción en el arte y la literatura, inclu-
so en la propia vida. Ambos me concernían no como
parte de la historia social sino como asuntos inmedia-
tos de mi vida cotidiana. Ambos me suscitaban senti-
mientos ambivalentes, y la narración que sigue extrae
en parte su energía de la batalla que libré con ellos.
Un inocente como yo, un provinciano del barrio
francés de Nueva Orleans emigrado a Brooklyn, me fui
a vivir con Sheri Donatti, una chica que era como Anaïs
Nin, su protectora, en versión radical. Sheri encarnaba
todas las nuevas tendencias del arte, el sexo y la psico-
sis. Iba a ser mi educación sentimental. Abrí una libre-
ría y me matriculé en la New School al amparo de la GI
Bill, una ley para promocionar la formación técnica y
universitaria de los veteranos de guerra. Empecé a pen-
sar en ser escritor. Reflexioné sobre las relaciones entre
hombres y mujeres, tal como estaban en 1947, cuando
seguían atrapadas en lo que Aldous Huxley denominaba
una simbiosis hostil. El telón de fondo, como el paisaje,
como el clima, eran nuestras lecturas y conversaciones.
En primer plano se situaban nuestros escarceos amoro-
sos, nuestras amistades y nuestra inmersión, como na-
dadores o buceadores, en la vida y el arte del país. Este
libro es un relato íntimo y personal de la existencia de
un joven emocionado y perplejo ante la vida en Nueva
York en una de las épocas más fascinantes de su historia.

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La tragedia –y la comedia– de mi pasado es que me
tomaba la vida muy a pecho, con esa agotadora y ar-
diente sinceridad que los jóvenes suelen poner en sus
relaciones amorosas. Mientras que otros miembros de
mi generación alardeaban de su compromiso político,
creo yo que esa politización de la experiencia los abs-
traía de lo cotidiano, de la textura de las cosas. Su vi-
sión de la vida en Estados Unidos era exclusivamente
platónica. Por emplear una de sus palabras favoritas:
estaban alienados. Yo no. En realidad, uno de mis pro-
blemas era que estaba alienado de la alienación, que
era un integrado entre inadaptados. Los jóvenes inte-
lectuales con quienes me relacionaba se habían ana-
lizado y criticado, por así decir, hasta eliminar todo
sentimiento de nacionalidad.
La abundante actividad sexual que hay en este li-
bro no es promiscuidad: son relaciones conscientes y
nacidas de sentimientos. En lo que al amor y al arte
se refiere, siempre he sentido eso que Irving Howe lla-
mó «remordimientos por la civilización». Creo que en
ciertos aspectos soy un disidente de la vida moderna.
Comparto la nostalgia que desempeña un papel tan
destacado, por ejemplo, en las modas y en las pelícu-
las de hoy.
Esto no son únicamente unas memorias, una cró-
nica: es como una tarjeta de enamorado dirigida a esa
época y a ese lugar. Y es también una súplica, un gri-
to, un llamamiento a la supervivencia de la vida en la

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ciudad. Hay en el libro una sociología oculta, tal como
un cuerpo se oculta debajo de la ropa.

Anatole Broyard
Southport, Connecticut
Abril de 1989

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PRIMERA PARTE

SHERI
1

Mi vida, o mi carrera, en Greenwich Village comen-


zaron cuando Sheri Donatti me invitó a vivir con ella.
Invitar no es la palabra exacta, pero no sé describirlo
de otro modo. Yo acababa de abandonar el ejército y
estaba buscando un alojamiento al alcance de mis po-
sibilidades cuando conocí a Sheri en una fiesta. Sheri
me dijo que tenía dos apartamentos y, si entendí bien
su manera de hablar, me insinuó que podía ir a ver
uno de los dos.
Sheri Donatti tenía ese tipo de personalidad que
empezaba a estar en boga en Greenwich Village allá
por 1946. Era aquella una época en la que Kafka hacía
furor, y lo mismo ocurría con el expresionismo abs-
tracto o con el revisionismo en el terreno del psicoa-
nálisis. Sheri era la vanguardia de sí misma. Se había
borrado y vuelto a dibujar, había redefinido su forma
de andar, de hablar y de moverse, incluso su manera
de pensar y de sentir.
Era pintora y parecía más una obra de arte que una
mujer guapa. Tenía la frente alta, como una cúpula;
el pelo largo, sedoso y castaño de las modelos en los
retratos; los ojos azul claro y ligeramente opacos. La
nariz era aguileña; la boca fina y desconsolada; la bar-
billa menuda y en punta. En conjunto, tenía la clási-
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ca belleza triste y lánguida que en el Village se definía
como del quattrocento.
Era delgada a la vez que voluptuosa. Tenía una cin-
tura tan estrecha que le partía el tronco por la mitad,
como una personalidad escindida o dos escuelas de
pensamiento. Aunque de piernas y caderas fuertes y
torneadas, de cintura para arriba era exageradamente
flaca. Desnuda daba la impresión de que la mitad su-
perior del cuerpo intentaba trepar desde abajo, como
si se estuviera quitando por los pies una prenda muy
pesada. Sus gestos y movimientos eran una danza len-
ta, una parodia de las poses clásicas: muy deliberados,
ejecutados a una velocidad media, como si a todas ho-
ras tuviera que acordarse, recordarse a sí misma, cómo
se comportan los seres humanos.
Pero a pesar de todo, de toda esta afectación, Sheri
tenía algo que llamaba la atención. Era como un an-
ticipo de lo que estaba por venir, un invento aún sin
perfeccionar, pero que acabaría siendo importante; un
presagio, un heraldo, como los objetos hechos añicos
del cubismo o la música atonal. Cuando llegué a cono-
cerla mejor, pensé que Sheri era una nueva enfermedad.

El número 23 de la calle Jones era un bloque destarta-


lado, con unas escaleras de hierro que retumbaban con
un ruido sordo y baños con candado en cada rellano.
No había timbre en el portal, y la puerta no estaba ce-
rrada, así que subí al segundo piso, tal como Sheri Do-
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natti me había indicado. Cuando abrió la puerta me
fijé en que llevaba las piernas desnudas y el vestido os-
curo se ceñía deliciosamente a sus muslos.
El apartamento tenía tres habitaciones pequeñas,
con la cocina en el centro. Me hizo pasar a su estudio,
como ella lo llamaba, donde había cuadros en las pa-
redes y un lienzo sin terminar sobre un caballete. Nos
sentamos y comenzamos a fabricar o ensamblar una
conversación. Como ocurría con todo lo demás, costa-
ba un poco acostumbrarse a la forma de hablar de She-
ri. Daba el mismo acento a todas las sílabas y susurraba
o salmodiaba las vocales. Sus frases no tenían una en-
tonación ascendente y descendente, y parecían como
desmembradas, parceladas, aunque al mismo tiempo
sonaban como un oráculo. Me recordaban a la literatu-
ra experimental, a «la revolución de la palabra» de esas
modestas revistas de los años treinta. Hablaba como
un pájaro que va picoteando del suelo y arquea des-
pués el cuello para tragar.
Optaba por las metáforas y las generalizaciones te-
merarias, como las que incluyen en sus diarios los es-
critores franceses. Todo cuanto decía sonaba verdadero
y falso a la vez. Y, sin embargo, yo detectaba la fuerza
de su inteligencia y admiraba algunas de sus imágenes.
Se me ocurrió que aquella conversación podía ser
una entrevista, una prueba para verificar mi idonei-
dad como inquilino o vecino, así que empecé a inflar
mis observaciones. Me había vestido con el uniforme

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de faena del ejército, y Sheri me preguntó dónde ha-
bía estado en la guerra. Me preguntó si había mata-
do a alguien.
Le dije que no. Que ojalá. Que en ese caso tendría
la sensación de haber llegado más lejos en la vida.
Cuando casi empezaba a creer que Sheri se había ol-
vidado de la razón de mi visita, se levantó y se ofreció
a enseñarme el otro apartamento, que estaba justo en-
frente. Yo llevaba tiempo esperando aquel momento,
imaginándome en mi propia casa, en el Village, pero
me bastó con echar un vistazo al otro apartamento
para comprender la simpleza de mis aspiraciones. Lo
cierto es que para entonces comenzaba a darme cuen-
ta de que nada en Sheri Donatti era sencillo, que de-
trás de cada gesto se escondía otro. Detrás de la puerta
del otro apartamento, por ejemplo, había una rotativa
gigantesca, que acechaba en la pequeña cocina como
un animal grande y negro, como un oso o un búfalo.
Era una máquina enorme y muy pesada, y por cómo
la presentó Sheri me di cuenta de que era suya. Sheri
Donatti era muchas más cosas de lo que yo pensaba.
Aquél era otro aspecto de su personalidad. Era la ma-
quinista de aquella locomotora. La máquina ocupaba
la mayor parte de la cocina, que tenía el tamaño de las
otras dos habitaciones juntas. Tuve la sensación de haber
entrado en la guarida, en el cubil de la bestia. De que
el apartamento ya estaba ocupado. No había sitio para
mí a menos que durmiera en los brazos del monstruo.

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Eché un vistazo a los otros dos cuartos, llenos de ca-
jas, ropa y cuadros. Todo estaba abarrotado hasta los
topes. Me sentí como si me pidieran que resolviera un
acertijo o un enigma. ¿Cómo encajaba yo en aquel es-
pacio congestionado? ¿Estaba Sheri ofreciéndome el
apartamento o no? Vi que tendría que preguntárselo.
Aunque me sentí como un lerdo, como quien no pilla
el chiste, tuve que hacer la pregunta: ¿Puedo quedar-
me con este apartamento?
Sonrió al ver que me había forzado a preguntar.
Me quedo con él, dije.
No sé exactamente por qué quise quedarme. La res-
puesta evidente era que me gustaba Sheri Donatti, pero
no me gustaba, que yo supiera. Era atractiva, desde
luego que sí, pero mis gustos seguían siendo conven-
cionales. Lo que yo sentía no era deseo sino una in-
tensa y ociosa curiosidad, la sensación de que aquella
chica era mi paso siguiente, de que era mi futuro o mi
destino. Me vi arrastrado por Sheri Donatti igual que
me había visto arrastrado para alistarme en el ejército.
Volví a Brooklyn, guardé mi ropa y mis libros en
una maleta y me despedí de mis padres con un beso.
No sabían qué decir, porque yo era un veterano de
guerra. Aunque lamenté mentirles, les dije que les in-
vitaría a mi apartamento cuando me hubiese instala-
do. Había pedido un taxi y, cuando ya me alejaba –mis
padres me decían adiós con la mano desde la puerta y
yo les decía adiós con la mano– tuve esa sensación de

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que no hay vuelta atrás que tienen los jóvenes en pa-
recidas circunstancias.
Cuando llegué a la calle Jones, Sheri me indicó dón-
de poner mis cosas. Me dejó parte de un armario en
su dormitorio, y allí me colgué, como aquel que dice.
Si aquello era un acto de seducción era muy abstracto.
Hice como si entendiera lo que estaba pasando, aun-
que no paraba de observar a Sheri en busca de pistas.
Supongo que se me había ocurrido que las cosas po-
dían ser así, pero nunca tuve la sensación consciente
de estar tomando una decisión.
Nunca sabré por qué me eligió Sheri. Tal como des-
cubriría más tarde no le faltaba dónde escoger. Tal vez
viese algo en mí que yo no había visto, o tal vez pen-
sara que podía hacer conmigo algo que a mí jamás se
me había pasado por la cabeza.

1946 fue un buen momento, puede que el mejor, del


siglo xx. La guerra había terminado, la Gran Depre-
sión había quedado atrás, y todo el mundo redescubría
los placeres sencillos. Una guerra es como una enfer-
medad y, cuando pasa, el enfermo piensa que nunca se
ha sentido mejor. Se experimenta una estupenda sensa-
ción de regresar y retomar las riendas de la propia vida.
Nueva York nunca había sido más atractiva. Los
años de posguerra fueron como una gran sonrisa en su
triste historia. El Village, en 1946, era lo más parecido
a París en los años veinte. Los alquileres eran baratos,
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los restaurantes eran baratos, y yo creía que incluso la
felicidad podía adquirirse a un bajo precio. Las calles
y los bares estaban llenos de escritores y pintores, y
de ese otro estilo de jóvenes, chicos y chicas, que bus-
can la compañía de los primeros. Futuros novelistas y
poetas jugaban al fútbol en los alrededores de la fuen-
te en Washington Square, y las chicas recién salidas de
las facultades de la Ivy League contemplaban el paisa-
je con los ojos rebosantes de historia del arte. La gente
que se sentaba en los bancos llevaba libros en la mano.
A mí me daba igual el mal estado en que se encon-
traba buena parte del barrio. Pensaba que todo carácter
era una forma de desgaste, de erosión de las superficies.
Veía en aquel desgaste nuestra versión de las ruinas, las
reliquias de una breve historia. La tristeza de los edi-
ficios era literaria. Yo tenía veintiséis años y la tristeza
era un estimulante, incluso un afrodisíaco.
Ahora bien, mientras que la miseria exterior me pa-
recía muy bien, como ambiente urbano, la suciedad
doméstica hizo que aflorase el burgués que yo llevaba
dentro. Éste fue el primer defecto de mi nuevo paraí-
so. Por lo visto, Sheri nunca limpiaba la casa, y que lo
hiciera yo habría parecido una crítica o un incumpli-
miento de contrato. Traté de ignorarlo, de tomárme-
lo con filosofía. Puede que sea un sitio sucio, pero no
es sórdido. ¿Qué es la suciedad?, me pregunté, como
en la universidad preguntábamos: ¿qué es la materia?
Esta sustancia que trituro con los pies al andar, ¿po-

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dría considerarse un elemento neutro, como la arena?
¿Era como acampar tan cerca de la suciedad? A fin de
cuentas, razoné, ¿no es el arte en sí mismo un tipo de
suciedad?

La primera noche que pasé en la calle Jones me desper-


té antes del amanecer con ganas de hacer pis. Zaran-
deé a Sheri para preguntarle dónde guardaba la llave
del baño, que estaba en el pasillo.
Mea en el fregadero, me dijo.
Hay platos en el fregadero.
Hay que lavarlos de todos modos.
Pero se me hacía difícil mear en el fregadero, por-
que la idea me excitaba.
Pasaba lo mismo con la bañera, que estaba en la
cocina. Nunca fui capaz de mirarla sin pasión. Siem-
pre me había parecido exhibicionismo meterse en una
bañera delante de alguien. Yo era hijo único, de pa-
dres católicos del barrio francés de Nueva Orleans, y
no hay gente más obsesionada con el sexo que la bur-
guesía francesa, sobre todo si a eso se le añade el fac-
tor colonial.
Puede que la prueba más difícil para mí fuese la ma-
nera de vestir de Sheri. Por debajo sólo llevaba un su-
jetador con relleno, porque tenía complejo de pechos
pequeños. No usaba bragas ni medias, ni siquiera en
invierno, y eso a mí me atormentaba. Cuando íbamos
por la calle, me imaginaba la sonrisa que ofrecían al
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mundo sus partes más íntimas. Por lo que yo sabía,
Sheri era capaz de levantarse la falda de buenas a pri-
meras y exhibirse ante la gente y los edificios. ¿Y si ha-
cía viento? ¿Y si se resbalaba y se caía?
Se cayó una vez. Fue en una papelería de la Cuar-
ta Oeste, y terminó en el suelo porque tropezó con
W. H. Auden. La verdad es que se cayeron los dos. Au-
den vivía a la vuelta de la esquina, en la calle Corne-
lia, y yo lo veía a menudo correteando por el barrio,
cargado de libros y de papeles. Parecía un hombre que
huyese de un edificio en llamas con las pocas pertenen-
cias que había logrado rescatar. Tenía unos andares pe-
culiares como si se escabullera, quizá porque siempre
iba en alpargatas.
Auden entró en la papelería apresuradamente, jus-
to cuando nosotros salíamos. Sheri iba delante de mí,
y él se dio de bruces con ella. Como él mismo escribió
en alguna parte, la fantasía nos vuelve torpes. También
dijo que el arte de vivir en Nueva York reside en cru-
zar la calle con los semáforos en rojo.
No era difícil derribar a Sheri, porque flotaba en lu-
gar de andar, y Auden tenía todo el ímpetu de su poe-
sía y su nerviosismo. El caso es que Sheri se fue hacia
atrás, se agarró del cuello de Auden, y los dos cayeron
a la vez, él encima de ella. Yo estaba tan preocupado
de que se le levantase la falda que ni siquiera me paré
a pensar si se había hecho daño. Sheri estaba tirada en
el suelo, debajo de uno de los poetas más famosos de

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nuestro tiempo, y yo no era capaz de ver ni poesía ni
humor en aquel incidente.
Sheri seguía aferrada a Auden, que estaba como des-
madejado en sus brazos y trataba de incorporarse des-
esperadamente, escarbando el suelo con las manos y las
alpargatas. Mientras Auden balbuceaba unas palabras
incoherentes, disculpándose y protestando al mismo
tiempo, Sheri me sonreía por encima de su hombro,
como si estuviera bailando con él.

Hasta entonces, el sexo en mi vida siempre había sido


improvisado. Se hacía a toda prisa, en espacios presta-
dos y muchas veces incómodos, embutido entre acon-
tecimientos que no guardaban ninguna relación, como
la marcha o la llegada de los padres o compañeros de
habitación, o la proximidad del amanecer. Ahora po-
día disfrutar del sexo cuando quisiera. Había evolu-
cionado y había dejado de ser una idea obsesiva para
convertirse en un hecho asombroso, un objeto inde-
pendiente, como un monumento. Ahí estaba perpetua-
mente cuando yo no tenía otra cosa que hacer.
Yo siempre había creído, puede que de una manera
sentimental, que hacer el amor aclaraba las cosas, que
la gente se comprendía mejor gracias a eso. Pero con
Sheri no funcionaba así: lo cierto es que cada vez me
resultaba más enigmática.
Sheri hacía el amor igual que hablaba, rompiendo
la gramática y los ritmos sexuales. Los jóvenes tienden
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a ser monótonos cuando hacen el amor, pero Sheri se
adueñó de mi monotonía y se propuso desarrollar va-
riaciones a partir de ella, como si estuviera componien-
do una fuga. Si yo era un pistón, ella era la Máquina
temblorosa de Paul Klee.
Sheri era como una de esas cantantes de jazz negras
que va en contra de la melodía y no presta atención
al final natural de las frases. La mayoría de la gente
coincide en que hay cierto ritmo en el sexo, pero ella
se resistía a todos mis intentos de coordinación. Nun-
ca tenía orgasmos: decía que no quería. Yo sí quería,
pero tuve que acostumbrarme a alcanzarlos de una
forma nueva para mí. En lugar de ir construyendo el
orgasmo poco a poco, o ascendiendo hacia el clímax,
yo descendía. Se parecía al desplome de una estruc-
tura, a un edificio que se desmorona. Recuerdo que
una vez pensé que aquello era todo lo contrario de la
eyaculación precoz.
Yo concebía el acto amoroso como una secuencia de
preguntas y respuestas, pero en nuestro caso sólo con-
ducía a nuevas preguntas, hasta que parecíamos enzar-
zados en un debate filosófico. En lugar de la proverbial
tristeza poscoito yo sentía algo así como una desespe-
ración semántica.
Nuestra progresión sexual me recordaba a un ejerci-
cio de traducción simultánea. Es verdad que de vez en
cuando hablábamos el mismo idioma y por momentos
Sheri permitía que sintonizáramos, que tocásemos la

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misma nota al mismo tiempo, y yo me sentía de pron-
to acústico, como si resonara con fuerza en el silencio.
Las noches que nos quedábamos en casa, yo me sen-
taba con un libro en las rodillas y observaba a Sheri
mientras ella pintaba, pero si me miraba y me veía le-
yendo, soltaba el pincel, se acercaba y concentraba todo
su arte en mí. Sheri desconfiaba de los libros. Nunca
la vi leyendo. Creo que temía que yo tal vez encontra-
se en los libros algo que me diera ventaja sobre ella, o
algo que pudiera utilizar contra ella.
Yo sentía lo mismo con respecto a su pintura. Sheri
era una pintora abstracta, y yo no podía seguirla has-
ta ese terreno. Me dejaba fuera, como un perro atado
a un parquímetro cuando su dueño entra en una tien-
da. Nunca me había sentido cómodo con la pintura
abstracta. Ni tenía talento para la abstracción ni veía
su necesidad, y tampoco su belleza. Como las políti-
cas liberales, la abstracción eliminaba muchas cosas
que me gustaban.
Pensé que si lograba entender su pintura nuestras
relaciones sexuales serían mejores. Existiríamos en el
mismo plano pictórico, posaríamos cada cual para su
propio retrato, mezclaríamos nuestras formas y colores,
crearíamos composiciones. Seríamos como dos perso-
nas que van recorriendo una galería o un museo y se
emocionan con las mismas cosas.
Empecé a leer sobre pintura abstracta. Fui a hus-
mear en los estanterías de la biblioteca del Museo de

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Arte Moderno, a estudiar para mi nueva vida. Ha-
bía llegado a creer que el arte moderno era el rito de
iniciación para adentrarse en aquella vida, como las
novatadas para formar parte de una hermandad uni-
versitaria. Cuando estaba en el Brooklyn College, todo
el mundo me instaba a afiliarme al Partido Comunis-
ta, pero yo me negaba, porque me parecía una batalla
con la realidad desprovista de interés. El arte moder-
no era una contienda que me atraía más. Aunque nun-
ca llegó a gustarme, disfrutaba con la terminología del
debate. Me impresionaban la impaciencia, la insatis-
facción, la agresividad, el ingenio y la pretensión de
todas las teorías.
Descubrí que uno siempre puede ver su propia vida
reflejada en el arte, aunque sea distorsionada o deste-
ñida. Por ejemplo, en un libro sobre surrealismo, en-
contré una frase que se me quedó grabada: «La belleza
es el encuentro fortuito, en una mesa de operaciones,
de una máquina de coser y un paraguas».

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