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EL ÁNFORA DE LA HUMILDAD

Yo estaba de vuelta al Himalaya. Era una promesa hecha a mí mismo: regresar una vez al año a la
villa china, próxima al Tíbet, para estudiar el Tao con Li Tzu. La única posada que había en el lugar
estaba siempre llena de alumnos de toda parte del mundo, sedientos por conocer un poco más
sobre el milenario Tao Te Ching, el Libro del Camino y de la Virtud. Las reservas eran de poca
utilidad y no garantizaban el hospedaje. Los reclamos no surtían efecto, pues la anciana
responsable por la posada respondía siempre sonriendo, en inglés o mandarín, según su
conveniencia para hacerse entender. En el pequeño espacio que servía de recepción yo disputaba
con un hombre enorme de más de dos metros de altura, fuerte como un halterófilo, sobre quién
se quedaría con el último cuarto disponible. Ambos teníamos reserva, la mía era anterior a la suya,
pero él había llegado al albergue minutos antes que yo. Discutíamos, cada cual con sus razones y
argumentos, ante la anciana quien parecía divertirse pues no paraba de sonreír aunque el tono de
la discusión fuese aumentando a cada palabra proferida, hasta que él tomó la llave del cuarto de
las manos de ella y dijo que la cuestión estaba resuelta: él se quedaría con el cuarto, salvo que yo
fuera capaz de quitarle la llave. Repleto de rabia, no reaccioné. La diferencia de fuerza física
anunciaba una gran paliza si yo aceptaba jugar con las reglas de mi oponente. Le pedí a la anciana
que tomara una actitud ante aquella arbitrariedad; ella apenas levantó los hombros y respondió
en su idioma, sin abandonar la sonrisa, algo que interpreté como “nada puedo hacer”. Como si no
bastara, y con efecto devastador para mí, escuché una serie de provocaciones y chistes
desagradables por parte de mi adversario mientras me retiraba de la posada.

Fui al encuentro de Li Tzu y le narré todo lo ocurrido. En respuesta, el maestro taoísta me convidó
a tomar té. Cerré los ojos para controlar la ira y apenas concordé con la cabeza. Fuimos a la cocina
y sin ninguna prisa mezcló varias hojas deshidratadas en un colador para después dejarlas en
infusión durante algunos minutos, todo sin articular palabra. Bastante irritado, le pregunté si no
haría algún comentario sobre lo que le había contado. Li Tzu respondió: “Por ahora silencio, así
oirás a tu corazón; será siempre el mejor maestro”. Después llenó dos tazas, las colocó sobre la
mesa de madera rústica y entonces dijo: “Perdiste la batalla”. Le pregunté si me aconsejaba
reaccionar de manera violenta y luchar por la llave del cuarto. Meneó la cabeza en negativa y dijo:
“Claro que no. Tu derrota fue decretada cuando te permitiste sentir rabia. La sombra fue más
fuerte que la luz”.

Argumenté que no podía sentirme de otra manera, al final había sido humillado. El maestro taoísta
levantó las espesas cejas grisáceas y explicó: “La derrota, por lo visto, fue mucho más profunda. La
ofensa es una invitación para danzar en las tinieblas. Solamente quien no conoce la compasión
acepta comparecer a este tipo de baile”. Bebió un sorbo de té y prosiguió: “Sólo es humillado
quien no trae en sí la virtud de la humildad. La humillación alcanza solamente a los espíritus
toscos, todavía movidos por el orgullo y la vanidad. La compasión es el antídoto contra el veneno
de la ofensa y del sarcasmo. Un escudo en forma de manto de amor que derramamos sobre el
agresor pues el amor, en forma de sabiduría, entiende que cada cual actúa según su nivel de
consciencia y capacidad afectiva. La compasión sabe que las rosas no florecen en el desierto. La
manera de reaccionar ante las situaciones desagradables define la distancia que ya pudimos
recorrer en el Camino y cuáles flores ya germinaron en nuestro Jardín de Virtudes. Tan sólo quien
trae en sí las sombras del orgullo y de la vanidad puede ser humillado. La humildad es la cura, pues
transmuta la oscuridad y disuelve la humillación en pétalos de luz. Nadie se vuelve andariego o
jardinero sin el ánfora de la humildad”.
Torcí la nariz. Dije que el ánfora era una especie de jarrón antiguo y la humildad estaba destinada
a los débiles. Argumenté que la cuestión no era tan sólo las ofensas, sino también el hecho de
haber venido de lejos para estudiar el Tao y no tener dónde dormir. Sí, agregué, tenía motivos
para estar molesto. Impasible, Li Tzu dijo: “Puedes dormir en el galpón del fondo donde están los
bonsáis, con el compromiso de regarlos dos veces al día y colocarlos al sol, bien temprano, todas
las mañanas. En caso de estar de acuerdo, te aconsejo ir a la tienda de la villa donde venden
material de alpinismo y comprar una bolsa de dormir”. Le agradecí y acepté la oferta. Le pregunté
cuándo comenzaríamos las clases. Él respondió de inmediato: “Ya comenzaron en el albergue”.

Los días pasaron sin que yo volviera a hablar con Li Tzu, siempre atento con los innumerables
viajeros que venían en busca de conocimiento sobre el Tao. Me entretuve con los bonsáis hasta
que llegó un recado que decía que leyera el capítulo 11 del libro:

“Se moldea el barro, se hace un jarro,


pero útil es el vacío del interior.
Una casa tiene puertas y ventanas,
pero útil es el vacío, allá adentro.
En el existir está la posesión,
en el vacío, la utilidad.”

Aún reflexionaba sobre aquellas palabras cuando el maestro taoísta se aproximó. Le dije que había
leído el poema y que no estaba de acuerdo con el raciocinio. Agregué que una persona, diferente
de un jarro o un ánfora, no podía tener el interior vacío. El valor estaba justamente en su
contenido. Agregué que me había graduado de una famosa universidad, además de concluir una
maestría y un doctorado. No tenía sentido desperdiciar todo ese conocimiento. Li Tzu oyó todo mi
discurso con enorme paciencia, al final, me ofreció una mirada dulce y dijo: “Eres un hombre culto
y reverencio el conocimiento. Sin embargo, todo lo que has aprendido de nada te sirvió en la pelea
que tuviste en la posada”. Lo interrumpí para decirle que el otro huésped había sido agresivo y
autoritario. Yo había sido la víctima. El maestro taoísta se mantuvo sereno: “Sí, es verdad. No
obstante, te permitiste la ira. La rabia y todos los sentimientos afines, como la tristeza o el
resentimiento causan un tremendo desequilibrio en el alma, tan grande, como si todas las
moléculas de tu cuerpo recibieran un martillazo. Adicionalmente, te mantienen atado al agresor
por afinidad de sentimientos. Es necesario colocar tu conocimiento para protegerte y liberarte de
todo aquello”, explicó.

Discrepé. Dije que ningún conocimiento es capaz de lanzar una mordaza en la boca de personas
descorteses. Li Tzu asintió con la cabeza y explicó: “Estoy de acuerdo una vez más. No obstante, no
se trata de callar al otro y sí de impedir que las flechas verbales te alcancen”. Irónico, le pregunté
si debería usar el tal jarro vacío en la cabeza, pues así tal vez no oiría las ofensas. El maestro
taoísta dio una alegre carcajada y después me miró con bondad. Percibí, tal vez por la primera vez
en la vida lo que eran la compasión y la misericordia. En vez de incomodarse, él se divirtió con el
veneno que le lancé. Me sentí un ser rudimentario, sin ningún tipo de pulimento y me avergoncé
de mi propio sarcasmo. Li Tzu se mantuvo sereno: “El pan sólo se vuelve alimento en la boca;
mientras permanezca en la vitrina no cumplirá con su destino. El conocimiento sólo tiene valor
cuando es colocado en práctica. Necesita ser útil o perderá el sentido. Nadie precisa de nadie para
ser feliz, pero todos necesitan de los otros para evolucionar. Las lecciones se presentan en la
convivencia. Un eremita, por mayor que sea su saber, si no sale de la caverna estará estancado. El
conocimiento sólo se transforma en sabiduría cuando está en movimiento”. Hizo una pequeña
pausa antes de agregar: “Pero no es sólo eso. Todo verdadero sabio reconoce la necesidad de
evolucionar. Por tanto, es necesario aceptar con sinceridad y humildad su condición de eterno
aprendiz”.

Comenté que dudaba que la humildad fuera en realidad una virtud. Siempre la había considerado
como algo menor, típico de las personas que no tenían grandes sueños. Li Tzu me miró como si se
divirtiera con un niño terco y explicó: “La humildad es la virtud de los santos y de los verdaderos
sabios. Sólo te haces grande cuando entiendes la grandeza de ser pequeño o no habrá espacio
para crecer. Los pequeños no cambiarán de tamaño mientras se sientan grandes”.

“El orgullo y la vanidad son sombras que alimentan la ilusión al considerarnos mayores y mejores,
aprisionando el verdadero yo en la oscuridad. Todo intelectual, mientras se vanaglorie de su
conocimiento estará lejos de volverse un sabio. Todo mayoral orgulloso de su fuerza o envanecido
por el poder no pasará de un ser frágil por haberse convertido en blanco fácil. Continuará siendo
un tonto, un personaje social de sí mismo. Vivirá de frágiles aplausos que alimentan su ego y
debilitan el alma; una apariencia condecorada, una esencia enfermiza pues el ánfora de la
humildad, repleta de orgullo, enmohecida por la vanidad, no permite lugar para lo nuevo y, en
consecuencia, para la transformación. Está llena de ideas que no sirven más por mantener al ser
estacionado. La suerte es que, a menudo, la vida se presenta en forma de tragedia y caos para que
el jarro repleto de preciosas inutilidades se quiebre. El universo está empeñado en la evolución de
cada uno. Nadie queda rezagado, ni siquiera los mezquinos y tercos. Somos partes indisociables do
todo. La renovación es indispensable e inexorable. Nos renovamos y seguimos o nos estancamos y
sufrimos hasta que se quiebre nuestra ánfora; no hay otra opción. Necesitas estar vacío o nada te
acrecentará. Esta ánfora se llama humildad”.

“Cuando el individuo la llena con virtudes, el jarro se mantiene vacío para que siempre haya lugar
a nuevas y diferentes virtudes. Infinitamente. Solamente las virtudes le permiten al andariego
avanzar en el Camino. La verdadera virtud no pesa, da alas; llena sin ocupar lugar; tiene poder sin
deseo de dominar; posee valor sin deseo de aparentar. La humildad es el primer portal y la
habilitación necesaria para la conquista de las demás virtudes a las que se refiere el Tao”.

Argumenté que nunca había tenido buenos ojos para la humildad. Siempre la había relacionado
con la pobreza, la debilidad y la ignorancia. Li Tzu meneó la cabeza negando y dijo: “Justo lo
contrario. La humildad es una virtud repleta de lucidez, pues al saber exactamente quienes somos,
reconocemos lo que todavía no somos; es el boleto de entrada. El individuo que se percibe sencillo
en espíritu está dispuesto a conquistar y a sedimentar en sí cada una de las virtudes que
componen la Luz, ya que entiende que esa es la verdadera fortuna. Su riqueza no precisa ser
guardada en el cofre, pues no puede ser robada”. Dio una pequeña pausa antes de proseguir:
“Acaba volviéndose la virtud de los fuertes, de aquellos que no pueden ser humillados o
maltratados por ser inalcanzables. Por banales, las piedras de la ofensa, del desprecio, de la
desconsideración, de la chacota y de los cercenamientos viles lanzados por la gente, son vistos
como pataletas de niños insatisfechos, mimados y desorientados, sin ninguna condición de
alcanzarlo”.

Comenté que tenía la sensación de que las personas humildes no se amaban a sí mismas. Li Tzu
explicó: “La humildad se ama a sí misma sin abandonar la verdad. Esta es su grandeza. Sólo así es
posible el desapego de las ilusiones que traen sufrimiento y oscuridad, y que tanto consumen las
fuerzas y desvían de la felicidad y de la paz. El humilde no se avergüenza de sus imperfecciones, al
contrario, son su inspiración para el enriquecimiento moral y espiritual que desea. La conquista de
la humildad establece un nuevo capítulo en la vida del individuo al elaborar un código diferente de
comprensión y conducta, norteando las demás virtudes que deben ser sedimentadas por el alma”.

Bebimos el té sin proferir palabra hasta que Li Tzu retornó a sus quehaceres. En los días siguientes,
mientras cuidaba de los bonsáis, reflexionaba sobre el poema del Tao y en la conversación que
tuvimos. Poco a poco, toda la discusión en el albergue fue perdiendo tamaño e importancia, hasta
que me deparé riendo de lo ridículo de la situación. Me sentí leve. ¿Serían esas las alas de las que
había hablado el maestro taoísta?

Aquella tarde tuve que pasar por el pequeño comercio de la villa para comprar algunas cosas.
Casualmente – si es que casualidades existen – me encontré con el hombre enorme con el que
había peleado. Se iba de la posada y percibí que, a pesar de su tamaño, tenía dificultades para
cargar su propia maleta. Dijo que había tenido una contractura muscular en la espalada y que
tenía dificultad para moverse. Me adelanté, él retrocedió. Tal vez pensó que aprovecharía la
oportunidad para agredirlo y vengarme. Confieso que se me ocurrió, pero en aquel momento no
sentí deseo de hacerlo. Tomé la maleta, andamos un buen tiempo, lado a lado, en silencio hasta
que la coloqué en el maletero del bus en el que él embarcaría. La expresión del hombre era
diferente de aquella que yo había conocido cuando llegué a la villa. Él fue sincero al agradecerme y
agregó que “sin aquella no existiría esta”. Volvió a agradecer. Tan sólo cerré los ojos y sonreí
también en agradecimiento, como respuesta. Nos abrazamos. Ambos habíamos sido honrados con
valiosos aprendizajes.

Cuando volví le dije a Li Tzu que era el momento de partir y le conté lo ocurrido. Adicioné que
entendía la necesidad de mantener vacía el ánfora de la humildad para que nuevas ideas y
virtudes encontrasen un lugar en mí. El maestro taoísta movió la cabeza en concordancia, me
regaló una bella sonrisa y finalizó la lección: “Pero no basta. Es preciso recordar que además de las
ideas y de las virtudes, el ánfora no puede estar repleta del ‘yo’. Se hace necesario que también
haya lugar para el otro o nada tendrá sentido y la humildad se perderá en sí”.

En aquel día, mientras andaba por las calles de la villa, tuve la extraña sensación de que podía
volar.

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