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A LOS HERMANOS DE EFRAIN HE aaut, catos amigos mios, la historia de la adolescencia de aquel a quien tanto amasteis y que ya no existe. Mucho tiempo os he hecho esperar estas péginas. Después de escritas me han parecido pélidas e indignas de ser ofrecidas como un testimonio de mi gratitud y de mi afecto. Vosotros no ignordis las palabras que pronuncié aquella noche terrible, al poner en mis manos el libro de sus recuerdos: “Lo que ahi falta ti lo sabes; podrds leer hasta lo que mis lagrimas han borrado”. jDulce y triste mision! Leedlas, pues, y si suspendéis Ja lectura para lorar, ese Ilanto me probaré que la he cumplido fielmente. I Era yo ntXo atin cuando me alejaron de Ja casa paterna para que diera principio a mis estudios en el colegio del doctor Lorenzo Maria Lleras,! esta- blecido en Bogoté hacia pocos afios, y famoso en toda la Repiblica por aquel tiempo. En la noche vispera de mi viaje, después de la velada, entré a mi cuarto una de mis hermanas, y sin decirme una sola palabra carifiosa, porque los sollozos le embargaban Ja voz, corté de mi cabeza unos cabellos: cuando salié, habian rodado por mi cuello algunas lagrimas suyas. Me dormi Iorando y experimenté como un vago presentimiento de mu- chos pesares que debfa sufrir después. Esos cabellos quitados a una cabeza infantil, aquella precaucién del amor contra la muerte delante de tanta vida, 1 Las tres primeras ediciones de Ia novela hechas pot et autor slo utilizaban tres astetiscos pata designar el sombre del “colegio de *¥*". La precisién aparece solamente en un efemplar cotregido de oufio y letra del autor que sicvié de base para la edicién definitiva de 1922. El doctor Lleras, quien fundé el Colegio del Espirieu Santo (1846-1852), se distinguié en ia vida det pais sobre todo como luchador del partido liberal y como organizador de las sociedades de artesanos, que jugaron un importante papel en ta poli- tica de la época. hicieron que durante el suefio vagase mi alma por todos fos sitios donde ha- bia pasado, sin comprenderlo, las horas més felices de mi existencia. A la mafiana siguiente mi padre desaté de mi cabeza, humedecida por iantas lagrimas, los brazos de mi madre. Mis hermanas al decitme sus adio- ses las enjugaron con besos. Maria esperé humildemente su turno, y balbu- ciendo su despedida, junté su mejilla sonrosada a Ja mia, helada por la pri- meta sensacién de dolor. Pocos momentos después segu! a mi padre, que ocultaba el rostro a mis miradas, Las pisadas de nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis Ultimos sollozos. E] rumor del Sabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra derecha, se aminoraba por instantes. Dabamos ya la vuelta a una de las co- linas de la vereda en las que solfan divisarse desde la casa viajeros deseados; volvi fa vista hacia ella buscando uno de tantos seres queridos: Marfa estaba bajo Ias cnredaderas que adotnaban las ventanas del aposento de mi madre. I Pasanos SEIS AXos, los uiltimos dias de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazén rebosaba de amor patrio. Era ya la ultima jornada del viaje, y yo gozaba de la mas perfumada mafiana del verano. EI ciclo tenfa un tinte azul palido: hacia el oriente y sobre las crestas alti- simas de las montafias, medio enlutadas atin, vagaban algunas aubecillas de oro, como Jas gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur flotaban las nieblas que durante la noche habfan em- bozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruian hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos pisamos e higuerones frondosos. Mis ojos se habian fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas de afiosos guaduales; en aquellos cortijos donde habia dejado gentes virtuosas y ami- gas. En tales momentos no habrian conmovido mi corazén las arias del piano de U***; jlos perfumes que aspiraba eran ian gratos comparados con el de los vestides lujosos de ella, el canto de aquellas aves sin nombre tenia armonfas tan dulces a mj corazén! Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo habla credo conservar en la memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condisct- pulos, tenfan de ella pélidas tintas. Cuando en un salén de baile inundado de luz, Ileno de melodias voluptuosas, de aromas mil mezclados, de susu- tros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos sofiado a los diez y ocho afios, y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y sv voz hace enmudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras sf esencias desconocidas; entonces caemos en una postracién celestial: nuestra voz es impotente, nuestros ofdos no escuchan ya la suya, nuestras mitadas no pueden seguirla. Pero cuando, re- frescada la mente, vuelve ella a la memoria horas después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es ¢sa mujer, es su acento, es su mi- 4 rada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que el vulgo creeté ideal, Asf ej ciclo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca, hacen enmudecer a quien los contempla. Las grandes bellezas de la creacién no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan al alma empalidecidas por la memoria infiel. ‘Antes de ponerse el sol, ya habia yo visto blanquear sobre la falda de la montafia Ia casa de mis padres. Al acercarme a ella, contaba con mirada ansiosa los grupos de sus sauces y natanjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces que se repartian en las habitaciones. Respiraba al fin aquel olor nunca olvidado del huerto que se vio formar. Las herraduras de mi caballo chispearon sobre el empedrado del patio. Of un grito indefinible; cra la voz de mi madre: al estrecharme ella en los 08 ¥ acercarme a su pecho, wna sombra me cubtid los ojos: supremo pla- cer que conmovéa a una natursleza virgen. Cuando traté de reconocer en Jas mujeres que vela, a las hermanas que dejé niffas, Marfa estaba en pie junto a mi, y velaban sus ojos anchos parpados orlados de largas pestafias. Fue su rostro el que se cubrié de mas notable rubor cuando al rodar mi brazo de sus hombros, rozé con su talle; y sus ojos estaban humedecidos atin, al sonreir a mi primera expresién afectuosa, como los de un nifio cuyo Ianto ha acallado una caricia materna. II A Las ocxo fuimos al comedor, que estaba pintorescamente situado en la parte oriental de la casa. Desde él se velan las crestas desnudas de las mon- tafias sobre el fondo estrellado del ciclo. Las auras del desierto pasaban por el jardin recogiendo aromas para venir a juguetear con los rosales que nos rodeaban. El viento voluble dejaba ofr por instantes el rumor del rio. Aque- Ila naturaleza parecia ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir a un huésped amigo. Mi padre ocapé la cabecera de Ia mesa y me hizo colocar a su derecha; mi madre se senté a la izquierda, como de costumbre; mis hermanas y los nifios se situaron indistintamente, y Marfa quedé frente a mi. Mi padre, encanecido durante mi ausencia, me dirigia miradas de satis- faccién, y sonrefa con aquel su modo malicioso y dulce a un mismo tiempo, que no he visto nunca en otros labios. Mi madre hablaba poco porque en esos momentos era mis feliz que todos los que la rodeaban. Mis hermanas se empefiaban en hacerme probar las colaciones y ctemas; y se sonrojaba aquella a quien yo dirigfa una palabra lisonjera o una mirada examinadora Maria me ocultaba sus ojos tenazmente; pero pude admirar en ellos Ja bri- Wantez. y hermosura de los de las mujeres de su raza, efi dos o tres veces que a su pesar se encontraron de leno con los mfos; sus labios ojos, hi- medos y graciosamente imperatives, me mostraron sélo un instante el velado primor de su linda dentadura, Llevaba, como mis hermanas, la abuedante cabelleta castafio-oscura arreglada en dos trenzas, sobre el nacimiento de una de las cuales se veia un clavel encarnado. Vestia un traje de muselina 5 ligera, casi azul, del cual sélo se descubria parte del corpifio y la falda, pues un pafiolén de algodén fino color de piirpura, fe ocultaba el seno hasta la base de su garganta de blancura mate. Al volver las trenzas a la espalda, de donde rodaban al inclinarse ella a servir, admiré el envés de sus brazos deli- ciosamente torneados, y sus manos cuidadas como las de uma reina. Concluida Ja cena, los esclavos levantaron los manteles; uno de ellos rez6 el Padre nuestro, y sus amos completamos la oracién.! La conversacién se hizo entonces confidencial entre mis padres y yo. Maria tomé en brazos el nifio que dormia en su regazo, y mis hermanas a siguieron a los aposentos: ellas la amaban mucho y se disputaban su dulce afecto. Ya en el sal6n, mi padre para retirarse, les besd la frente a sus hijas. Quiso mi madre que yo viera el cuarto que se me habla destinado. Mis hermanas y Maria, menos timidas ya, querian observar qué efecto me causaba el esmero con que estaba adornado. El cuarto quedaba en el extremo del co- rredor del frente de la casa: su Unica ventana tenia por la parte de adentro la altura de una mesa cémoda; en aquel momento, estando abiertas las hojas y rejas, entraban por ella floridas ramas de rosales a acabar de engalanar la mesa, en donde un hermoso florero de porcelana azul contenia trabajo- samente en su copa azucenas y lirios, claveles y campanillas moradas del rio. Las cortinas del lecho eran de gasa blanca atadas a Jas columnas con cintas anchas color de rosa; y cerca de la cabecera, por una fineza materna, estaba {a Dolorosa pequeiia que me habfa servido para mis alteres cuando era nifio. Algunos mapas, asientos cémodos y un hermoso juego de bafio completaban e] ajuar. — Qué bellas flores! —exclamé al ver todas las que del jardin y del florcro cubrian Ja mesa. —Maria recordaba cudnte te agradaban —observé mi madre. Volvi los ojos para darle las gracias, y los suyos como que se esfor- zaban en soportar aquella ver mi mirada. —Marfa —dije—, va a guarddrmelas, porque son nocivas en Ia pieza donde se duerme. ~—¢Es verdad? —respondid—; pues las repondré mafiana. iQué dulce era su acento! —Tantas ast hay? —WMuchisimas; se repondrén todos los dias. Después que mi madre me abrazé, Emma me tendié ja mano, y Maria, abandondndome por un instante la suya, sonrié como en la infancia me son- 1 BI Estado del Cauca (actuales departamentos del Chocé, Valle y Cauca) fue uno de los més importantes centros de concentrscién de oeno de obra esclava, Ademés de la mineria, esta fucrza laboral se descmpefiaba principalmente en la agricultura (especial mente de ta cata de aziicar) y el servicio domestico. La obolicién de le escavitud tuvo Ingar en Colombia en 1851, lo cual ubica Ta novela en epoca anterior a esta fecha. La descripcién que hace Isaacs de este tipo de escena familiar con su cotidiana jecarquiza- Gdn de as delaciones (padkeprimogénito-madke-hias y nies) y con la consraparte: Hitual de esta jerorguia esdavomo), deseubte el orden sonal teratenientsctlaisin que la novela plasma ¢ idealiza, refa: esa sonrisa hoyuelada era la de la nifia de mis amores infantiles sor ptendida en el rostro de una vitgen de Rafael. Iv Dormi TRANQUILO, como cuando me adormecia en Ia nifiez uno de los maravillosos cuentos del esclavo Pedro. Sofié que Marfa entraba a renovar las flores de mi mesa, y que al salir habia rozado las cortinas de mi lecho con su falda de muselina vaporosa sal- picada de florecillas azules. Cuando desperté, las aves cantaban revoloteando en los follajes de Ios naranjos y pomarrosos, y Jos azahares llenaron mi estancia con su aroma tan luego como entreabri la puerta. ‘La voz de Maria llegé entonces a mis oldos dulce y pura: era su woz de nifia, pero mds grave y lista ya para prestarse a todas Jas modulaciones de la ternara y de la pasién. jAy!, jendntas veces en mis suefios un eco de ese mismo acento ha Ilegedo después 2 mi alma, y mis ojos han buscado en vano aquel huerto donde tan bella la vi en aquella mafiana de agosto! La nifia cuyas inocentes caricias hablan sido todas para mi, no seria ya la compafiera de mis juegos; pero en las tardes doradas de verano estaria en los paseos a mi lado, en medio del grupo de mis hermanas; le ayudarfa yo a cultivar sus flores predilectas; en las veladas oitia su voz, me mirarfan Sus ojos, nos separaria un solo paso. Luego que me hube arreglado ligeramente los vestidos, abri la ventana, y divisé a Maria en una de las calles del jardin, acompafiada de Emma: lle- vaba un traje més oscuro que el de la vispera, y el pafiolén color de parpura, enlazado a la cintura, le cafa en forma de banda sobre Ja falda; su larga cabellera, dividida en dos crenchas, ocultaba a medias parte de la espalda y pecho: ella y mi hermana tenfan descalzos los pies. Llevaba una vasija de porcelana poco mds blanca que los brazos que Ja sostenfan, la que iba Lle- nando de rosas abiertas durante la noche, desechando por marchitas las me- nos himedas y lozanas. Ella, riendo con su compafiera, hundia las mejilias, mds frescas que las rosas, en e] tazdn rebosante. Descubridme Emma: Marla Jo noté, y sin volverse hacia mi, cayd de rodillas para ocultarme sus pies, desatése del talle el pafiolén, y cubriéndose con él los hombros, fingia jugar con las flores. Las hijas nubiles de los patriatcas no fueron més hermosas en las alboradas en que recogian flores para sus altares. Pasado el almuerzo, me Ilamé mi madre a su costurero, Emma y Maria estaban bordando cerca de ella. Volvid ésta a sonrojatse cuando me presenté; recordaba tal vez la sorpresa que involuntariamente le habfa yo dado en la mafiana. Mi madre querfa verme y ofrme sin cesar. Emma, mds insinuante ya, me preguntaba mil cosas de Bogotd; me exigla que les describiera bailes espléndidos, hermosos vestidos de sefiora que es- tuvieran en uso, las mds bellas mujeres que figuraran entonces en la alta so- ciedad. Ofan sin dejar sus labores. Maria me miraba algunas veces al des- 7 cuido, 0 hacla por lo bajo observaciones a su compafiera de asiento; y al ponerse en pie para acercarse a mi madre a consultar algo sobre el bordado, pude ver sus pies primorosamente calzados: su paso ligero y digno revelaba todo el orguilo, no abatido, de nuestra raza, y el seductivo recato de la virgen cristiana, Ilumindronsele los ojos cuando mi madre manifesté deseo de que yo diese a las muchachas algunas lecciones de gramética y gcografia, mate- tias en que no tenfan sino muy cscasas nociones. Convinose en que dariamos principio a las lecciones pasados seis u ocho dias, durante los cuales podria yo graduar el estado de los conocimientos de cada una. Horas después me avisaron que el baiio estaba preparado y fui a él. Un frondoso y corpulento naranjo, agobiado de frutos maduros, formaba pabe- {én sobre el ancho estanque de canteras brufiides: sobrenadaban en el agua muchisimas rosas: semejdbase a un batio oriental, y estaba perfumado con las flores que en la mafana habia recogido Maria v Hasian pasavo tres dfas cuando me convidé mi padre a visitar sus hacien- das del valle,' y fue preciso complacerlo; por otra parte, yo tenia interés real a favor de sus empresas. Mi madre se empefié vivamente por nuestro pronto regreso. Mis hermanas se entristecicron. Maria no me suplicé, como elas, que regresase en Ja misma semana; pero me seguia incesantemente con los ojos durante los preparativos de viaje. En mi ausencia, mi padre habla mejorado sus propiedades notablemente: una costosa y bella fabrica de azucar? muchas fanegadas de cafia para abas- tecerla, extensas dehesas con ganado vacuno y caballar, buenos cebaderos y una lujosa casa de habitacidén, constitufan lo mds notable de sus haciendas de tierra caliente. Los esclavos, bien vestidos y contentos, hasta donde es posible estarlo en Ja servidumbre, eran sumisos y afectuosos para con su amo. Hallé hombres a los que, nifios poco antes, me habjan ensefiado a poner trampas a las chilacoas y guatines en la espesura de los bosques: sus padres y ellos volvieron a verme con inequivocas sefiales de placer. Solamente a ' A su muerte, el padre de Isaacs posefa las dos “haciendas del valle” denominadas Le Rita y La Manuclica, que fueron adquiridas por las dos tercetas partes de su. valor inventariado en 1864 por don Santiago Eder, cuando Jorge tavo su primer fracaso en la acministracién del legado familiar. Ademds’ de estas dos haciendas, y inicamente du- tante el breve peticdo comprendido entre 1854 y 1898, la familia Isaacs poseyd la “casa de fa sierra” 0 “EI Paraiso”, escenario de la novela, 2 Semin Phanor Eder, ésta es una exageracién de Isaacs: “Aunque es cierto que Jorge Enrique Isaacs habia introducido algunss mejoras en La Manuelita y se habia preccupado por producir azicar de mejor calidad, lo que fundamencalmente adquirié San- tiago eta un trapiche a le antigua, de tipo colonial, movido pat caballos y en ei que uti- lizaba el método de pailas abiertas". Eder, en cambio, con una gran inversién de capital ¥ una fuerte inyeccién de tecnologia, representadss en Ja instalacién de un trapiche de Facde hidedutice y la contratacién de un tageniero aiemin, pte poner Hipidamente spre. ducir fas tietras que arruinaron a Jorge Isaacs. 8 Pedro, ei buen amigo y fiel ayo, no debia encontrarlo: 1 habia derramado lagrimas al colocarme sobte el caballo el dia de mi partida para Bogotd, di- ciendo: “amite mio, ya no te veré mas”. E] corazén le avisaba que moriria antes de mi regreso. Pude notat que mi padre, sin dejar de ser amo, daba un trato carifioso a sus esclavos, se mostraba celoso por Ia buena conducta de sus esposas y aca- ticiaba a los nifios. Una tarde, ya a puestas del sol, regresébamos de las labranzas a la fé- brica mi padre, Higinio (el mayordomo) y yo. Ellos hablaban de trabajos hechos y por hacer; a mi me ocupaban cosas menos serias: pensaba en. los dias de mi infancia. El olor peculiar de los bosques recién detribados y el de las piftuclas en sazin; la gregueria de los Joros en los guaduales y guaya- bales vecinos; el taflido lejano del cuerno de algun pastor, repetide por los montes; las castrueras de los esclavos que volvian espaciosamente de las labores con las herramientas al hombro; los arreboles vistos al través de los cafiaverales movedizos: todo me recordaba las tardes en que abusando mis hermanas, Marfa y yo de alguna licencia de mi madre, obtenida a fuerza de tenacidad, nos solazdbamos recogiendo guayabas de nuestros drboles predi- lectos, sacando nidos de pifiuelas, muchas veces con grave lesién de brazos y manos, y espiando polluelos de pericos en las cercas de los corrales. ‘Al encontrarnos con un gtupo de esclavos, dijo mi padre a un joven negro de notable apostura: —Conque, Bruno, gtoda lo de tu matrimonio esta arreglado para pasado mafiana? Si, mi imo —le respondié quiténdose el sombrero de junco y apoyén- dose en el mango de su pala. iQuiénes son los padrinos? Na Doiores y fior Anselmo, si su merced quiere. -—Bueno. Remigia y ni estaréis bien confesados. ¢Compraste todo lo que necesitabas pata ella y para ti con el dinero que mandé darte? Todo estd ya, mi amo. —@¥ nada mis deseas? —Su merced vera. —El cuarto que te ha sefialado Higinio ges bueno? —Si, mi amo. —jAh! ya sé. Lo que quieres es baile. Riose entonces Bruno, mostrando sus dientes de blancura deslumbrante, volviendo a mirar a sus compafieros, —Justo es; te portas muy bien. Ya sabes —agregé dirigiéndose a Higi- nio—: arregla eso, y que queden contentos. —¢Y sus mercedes se van antes? —pregunté Bruno. —No —le respondi—; nos damos por convidades. En Ja madrugada de! s4bacdo préximo se casaron Bruno y Remigia. Esa noche a las siete montamos mi padre y yo para ir al baile, cuya musica em- pezdbamos a ofr, Cuando !legamos, Julién, el esclavo capitén de 1a cuadrilla, salié a tomarnos el estribo y a recibir nuestros caballos. Estaba lujoso con su vestido de domingo, y le pendia de la cintura el largo machete de guar- 9

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