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INDICE
PRESENTACIÓN
ADVERTENCIA PREVIA
LAS PREGUNTAS QUE NOS UNEN
I. FELICIDAD Y SUFRIMIENTO
La experiencia de la fragilidad
¿Qué felicidad?
¿Qué podemos esperar?
II. AMOR Y FRACASOS
Aprender a amar
Renacer cada vez de nuevo en el amor
III. TRABAJO Y FIESTA
¿Por qué el trabajo?
Problemas y desafíos
La dignidad del que trabaja y la fiesta
IV. JUSTICIA Y PAZ
La paz de nuestro día a día
El respeto de lo creado
V. EL DESAFÍO DE DIOS
Más allá de la pregunta de sentido y de esperanza
La posibilidad de la fe
Luchar con Dios
La fe como búsqueda y como paz
VI. JESÚS
El encuentro con Jesús
La novedad de Jesús
La condena a muerte de Jesús
VII. EL CRISTO
El encuentro con el Resucitado
La resurrección ilumina los orígenes de Jesús
La comunidad de los discípulos
VIII. DIOS PADRE, HIJO Y ESPÍRITU
«Yo y el Padre somos una sola cosa»
Un solo Dios
La Trinidad, relación de amor
IX. LA IGLESIA DE DIOS
La comunidad de los hermanos
La comunidad enviada en misión
La comunidad de los creyentes en Jesucristo
La comunidad de amigos y la «esposa del Cordero»
X. LA VIDA SEGÚN EL ESPÍRITU
El Espíritu de Cristo
Los dones del Espíritu
La promesa de la vida plena
María, madre de la esperanza
XI. LA ORACIÓN
¿Cómo rezar?
El camino de la oración
La oración, fuente de amor
XII. LA ESCUCHA DE LA PALABRA DE DIOS
El Dios que habla
La casa de la Palabra
Acoger la Palabra en el silencio y en la contemplación
XIII. LOS SACRAMENTOS, LUGAR DEL ENCUENTRO CON CRISTO
El buen sabor de una vida entregada
Los sacramentos y la vida nueva en Cristo
XIV. EL SERVICIO
Muchos modos de servir
Nuestra vida cotidiana como servicio ofrecido a Dios
Colaboradores de la alegría de todos
El diálogo, estilo del servicio
Más allá de la fatiga de amar
XV. LA VIDA ETERNA
La esperanza última y la penúltima
El destino final
PRESENTACIÓN
Esta «Carta a los buscadores de Dios » se ha preparado por iniciativa de la Comisión Episcopal
para la Doctrina de la Fe, el Anuncio y la Catequesis de la Conferencia Episcopal Italiana, como
material que se ofrece a cualquiera que desee usarla para la lectura personal, además de como
punto de partida para diálogos destinados al primer anuncio de la fe en Jesucristo, dentro de un
itinerario que pueda introducir en la experiencia de la vida cristiana en la Iglesia. El Consejo
Episcopal Permanente aprobó su publicación en la sesión del 22-25 de septiembre de 2008.
Fruto de un trabajo colegial que ha implicado a obispos, teólogos, pastoralistas, catequistas y
expertos en comunicación, la Carta se dirige a los «buscadores de Dios», es decir, a todos los que
andan a la búsqueda del r ostro del Dios vivo. Lo son los creyentes, que crecen en el conocimiento
de la fe justo a partir de preguntas una y otra vez nuevas, y cuantos —aunque no crean— advierten la
hondura de los interrogantes acerca de Dios y de las cosas últimas. La Carta desearía también suscitar
atención e interés en quien no se siente a la búsqueda, con pleno respeto de la conciencia de cada uno,
con amistad y simpatía hacia todos.
El texto parte de algunas cuestiones que nos parecen difundidas en la experiencia vital de muchos,
para proponer después el anuncio cristiano y responder a la pregunta: ¿dónde y cómo encontrar
al Dios de Jesucristo? Obviamente, la Carta no pretende decir todo: quiere más bien sugerir, evocar,
atraer hacia una posterior profundización, para la cual se remite a instrumentos más aptos y
completos, entre los que sobresalen el Catecismo de la Iglesia Católica y los Catecismos de la
Conferencia Episcopal Italiana.
La Comisión Episcopal espera y desea que la Carta llegue a muchos y suscite reacciones, respuestas,
nuevas preguntas, que ayuden a cada uno a interrogarse sobre el Dios de Jesucristo y a dejarse
interrogar por Él. Por eso, confía estas páginas al Señor y al que las lea, para que sea Él quien lo haga
instrumento de su gracia.
Bruno Forte
Arzobispo de Chieti-Vasto
Presidente de la Comisión Episcopal
para la Doctrina de la Fe, el Anuncio y la Catequesis
Conferencia Episcopal Italiana
Roma, 12 de abril de 2009, Pascua de Resurrección
ADVERTENCIA PREVIA
Como creyentes en Jesucristo, animados por el deseo de dar a conocer a Aquel que ha
proporcionado sentido y esperanza a nuestra vida, nos dirigimos con respeto y amistad a todos
los buscadores de Dios. Los reconocemos en tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo, al
observar la situación de difusa inquietud, que no nos parece posible ignorar. Se trata de una
inquietud que hemos detectado también en nosotros mismos y que se expresa en estas preguntas,
que anidan en el corazón de muchos: Dios, ¿quién eres para mí? Y yo, ¿quién soy para Ti?
Nos damos cuenta de que, habitualmente, estas preguntas se formulan con palabras muy
diferentes a las reseñadas. Sabemos también que a veces esas preguntas son sofocadas,
maltratadas, malentendidas o tal parece que lanzadas inútilmente hacia horizontes indescifrables.
Con todo, tenemos la impresión de que el interrogante sobre el misterio último que a todos nos
envuelve y, como consecuencia, sobre el sentido de nuestra existencia, está ampliamente difundido.
Incluso nos preocupa tener que constatar que a veces, por distintas razones, se ahoga nada más
nacer o corre el peligro de atascarse.
Esto es lo que nos ha impulsado a escribir una «carta» a quienes buscan y, a menudo, se esfuerzan
por hallar una respuesta a las preguntas más profundas de su corazón, así como a quienes ya han
dejado de buscar, resignados o desencantados. Deseamos que sea un diálogo entre amigos, el
punto de partida para ponernos a reflexionar juntos con verdad y transparencia. Una «carta» que
es más bien un conjunto de cartas, algo así como lo son algunas del apóstol Pablo, por emplear
un ejemplo familiar a los que conocen las Sagradas Escrituras.
Pedimos a quien lea estas páginas que las interprete como un gesto de amistad. Las hemos
titulado «Carta a los buscadores de Dios» porque entendemos que quien busca razones para vivir,
en el fondo, busca de alguna manera a Dios: queremos proponer un camino para encontrar a Jesús,
el Cristo, el Hijo del Dios vivo que habita entre nosotros, Aquel que rompe nuestros esquemas
y nuestras expectativas, pero también el único al que consideramos que puede darnos el agua que
salta hasta la vida eterna.
Se trata, pues:
— de una invitación a reflexionar juntos sobre las preguntas que nos unen (parte I);
— de un testimonio, enfocado a dar razón de la esperanza que está en nosotros (parte II);
— de una propuesta hecha a quien busca la r uta de un encuentro posible con el Dios de Jesucristo
(parte III).
Primera parte
I. FELICIDAD Y SUFRIMIENTO
Somos buscadores de felicidad, apasionados y jamás saciados. Esta inquietud nos aúna a todos.
Casi parece que sea la dimensión más poderosa y consistente de la existencia, el punto de
encuentro y de convergencia de las diferencias. No puede ser de otra manera: nuestra vida
cotidiana es el punto del que brota la sed de felicidad. Nace con el primer aliento de vida y se
apaga con el último. En el camino entre el nacimiento y la muerte, todos somos buscadores de
felicidad.
Ciertamente, esta experiencia común se desperdiga en mil direcciones diferentes. Todos podemos
reconocernos en el anhelo de felicidad, pero ¿qué felicidad deseamos?, ¿cómo la buscamos?, ¿qué
instrumentos nos aseguran su posesión?; y los demás, en esta búsqueda apasionada, ¿qué lugar
ocupan?
Algunos han acusado a la tradición cristiana de oponerse al afán de felicidad, de mirar
excesivamente al futuro y olvidar el presente. A los creyentes en Cristo, alguna vez se les ha
echado en cara el precio excesivo que hay que pagar para asegurarse la felicidad, o se les han
reprochado los modelos con sabor de renuncia, incluso un tanto masoquista, presentados como
condición para alcanzar la felicidad. Algunos han tomado la determinación de que, para restituirle
el derecho a la felicidad, al hombre hay que liberarlo de Dios.
Las provocaciones nos desafían y nos estimulan a pensar, llevándonos a descubrir en la raíz de la
experiencia cristiana la figura de Jesús, que nos ofreció el rostro de un Dios amante de la vida y de la
felicidad del hombre. Por lo demás, las crisis en la relación entre vida y felicidad no solo nos
atañen a los cristianos. Cualquiera que ama la vida y busca la alegría duradera para sí mismo y para
los demás, ciertamente, no se contenta con propuestas que vinculan la felicidad únicamente a la
posesión, a la conquista, al poder, al solo placer, al egoísmo personal o de grupo.
La experiencia de la fragilidad
Como creyentes, tenemos una convicción irrenunciable, que proviene de nuestra experiencia
cristiana. Fundados en ella, tratamos de entendernos con todos los que prefieren la vida a la
muerte y buscan la felicidad como la cualidad profunda de esta misma vida. La vida es bella, a pesar
de todas las pruebas y contrariedades, porque existimos y experimentamos el amor.
Ciertamente, no para todos es así. La vida está marcada en todas sus fases y formas por la
fragilidad: la fragilidad del recién nacido, del niño, del anciano, del enfermo, del pobre, del
abandonado, del marginado, del inmigrante, del encarcelado. En todas las edades se dan
sufrimientos físicos, psíquicos, sociales. Del mismo modo que acontece con la felicidad, también la
experiencia del dolor nos aúna a todos.
Al igual que en cada situación humana se experimenta la fragilidad, así cada ambiente
vital es fruto de un frágil equilibrio. En los rostros de las familias hay con frecuencia más
lágrimas que enjugar, que sonrisas que recoger. En la vida se presentan padecimientos que se
ciernen sobre nosotros en contra de toda expectativa nuestra, y se dan también sufrimientos que
nacen de nuestros errores y de nuestras culpas, esas que elaboramos con nuestras propias manos:
cuando, por ejemplo, otorgamos prioridad al tener sobre el ser; cuando nos cargamos de cosas
inútiles; cuando damos precedencia a las cosas sobre las personas, a los intereses materiales sobre
los afectos.
La fragilidad sigue siendo un gran desafío: desde siempre ha suscitado interrogantes,
problemas, dudas. Un personaje de la Biblia se ha convertido en punto de referencia para quienes
tienen la valentía de recapacitar sobre el dolor. Se trata de Job: su nombre lo usamos para referirnos
tanto a quien sufre injustamente como a quien justamente tiene motivos para lamentarse. Con Job
nos planteamos: ¿por qué debemos sufrir y morir?
Muchos desconocen las palabras que la Biblia pone en labios de Job en el momento en que el
contacto con el dolor se le vuelve insoportable. Palabras similares hemos gritado quizá nosotros
mismos, una o muchas veces:
Perezca el día en que nací...
¿Por qué no morí en el seno de mi madre y no expiré recién salido del vientre? ¿Por qué me
acogieron dos rodillas,
y dos pechos me amamantaron?...
Como el esclavo suspira por la sombra y el jornalero espera su salario,
así me han tocado a mí meses de desgracia
y noches de dolor se me han asignado... Recordad que ¡ni vida es un soplo,
mis ojos ya no volverán a ver la dicha.
(Jb 3, 3.11-12; 7, 2-3.7)
¿Qué felicidad?
Nos cuesta aceptar que el sufrimiento constituya una escuela para descubrir qué es la vida
y la felicidad. A pesar de todas nuestras reflexiones y protestas, en efecto, la debilidad, el
dolor y la muerte siguen siendo un misterio.
La cultura moderna, al no saber dar respuesta a estos desafíos, intenta esconderlos tras la vorágine
del consumismo, del placer, de la diversión, del no pensar. Sin embargo, de este modo se niega el
significado profundo de la debilidad y de la vulnerabilidad humanas, y se ignora el peso del
sufrimiento o su valor y dignidad. Y esto vuelve a los hombres interiormente áridos e induce a vivir
de manera superficial.
La experiencia de la fragilidad, de la limitación, de la enfermedad y de la muerte puede enseñarnos
varias cosas fundamentales. La primera es que no somos eternos: no vivimos en este mundo para
permanecer en él para siempre; somos peregrinos, estamos de paso. La segunda es que no somos
omnipotentes: a pesar de los progresos de la ciencia y de la técnica, nuestra vida no depende
únicamente de nosotros; nuestra fragilidad es un signo evidente de la limitación humana. Por
último, la experiencia de la fragilidad nos enseña que los bienes más importantes son la vida y el
amor: la enfermedad, por ejemplo, nos obliga a ordenar del modo debido las cosas que realmente
cuentan.
La fragilidad supone también un gran reto para la fe en el Dios de Jesucristo. El Señor nos ha
creado para la vida, para la felicidad. ¿Por qué, entonces, permite el dolor, el envejecimiento, la
muerte? ¡Cuántas preguntas ante un dolor o un fallecimiento que hace sangrar el corazón! Cabe
incluso afirmar que el sufrimiento y la muerte constituyen el mayor desafío contra Dios. Hay quien se
ha declarado «ateo» por amor de Dios, para justificar su ausencia y su silencio ante el dolor
inocente.
Aprender a amar
La del amor es la historia más personal de nuestra existencia. Reconocemos sus trayectos y
proclamamos los hitos que la jalonan. Sin embargo, a menudo nos encontramos fatigados, cansados,
tentados de pararnos al borde del camino por culpa de desilusiones e incertidumbres.
Reconocemos que en la ruta del amor siempre hay una procedencia, una acogida y un porvenir.
La procedencia es el salir de uno mismo con generosidad en la entrega, por el solo gozo de amar:
o el amor nace de la gratuidad o no existe. La acogida es el grato reconocimiento del otro, el gozo y
la humildad de dejarse amar. El porvenir es la entrega que se hace acogimiento y el acogimiento
que se hace entrega, la liberación de uno mismo para ser uno con el otro y en el otro, mediante una
comunión recíproca y abierta a los demás, que es libertad.
Todo esto resulta arduo. Mil obstáculos se interponen en el camino y a menudo lo bloquean. Basta
echar un solo vistazo al mundo de las relaciones humanas para constatar la evidencia de tantos
fracasos del amor, una evidencia que a veces se muestra incluso clamorosa e inquietante. Estamos
hechos para amar y, sin embargo, descubrimos que casi no somos capaces de lograrlo. Originados
por el amor, con gran frecuencia nos parece que no sabemos suscitar amor.
¿Por qué? Nos lo planteamos cuando la nostalgia de intensas y límpidas experiencias de amor
traspasa nuestra existencia y colorea nuestros sueños. Alguno, recogiendo de su propia
experiencia las palabras, sugiere razones y perspectivas para este cansancio de amar; todas ellas, en
cualquier caso, han de comprobarse en primera persona. La posesividad, la ingratitud y la tentación de
secuestrar al otro se yerguen como las formas que más habitualmente paralizan el camino del amor.
La posesividad paraliza el amor porque impide la entrega, bloqueando el corazón con una ávida y
ficticia acumulación de riqueza para uno mismo. La ingratitud es lo opuesto al reconocimiento
gozoso. Impide acoger al otro y empobrece el alma, porque donde no hay gratitud, la entrega
misma se desvanece. El secuestro es fruto de los celos y, a la vez, del temor a perder el instante
poseído: en una suerte de saciedad ilusoria, cierra la mirada hacia los demás y al porvenir. ¿Cómo
superar estas resistencias? ¿Cómo ser capaces de amar más allá de toda posesividad, ingratitud y
aprisionamiento del corazón? ¿Quién nos hará capaces de amar?
El respeto de lo creado
Una forma concreta de construir la paz es también el respeto de lo creado. ¡Cuántas veces nos
hemos parado todos a contemplar la belleza de nuestros montes, de una puesta de sol en el mar, de
los campos y las flores! Son momentos que un «cantor» de lo creado como san Francisco de Asís
supo traducir en las palabras del estupendo Cántico de las criaturas:
Alabado seas, mi Señor, por todas tus criaturas, especialmente por el hermano sol,
el cual es día; y por medio de él nos iluminas. Y es bello y radiante con gran esplendor:
de Ti, Altísimo, cobra significación.
Alabado seas, mi Señor, por la hermana agua, que es muy útil y humilde y preciosa y casta.
Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana madre tierra, que nos sustenta y gobierna
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba.
Sin embargo, las cosas no ocurren siempre así. La experiencia de algunos buenos momentos
vividos ante los espectáculos de la naturaleza se oscurece por el conocimiento de la amenaza a que
está expuesto el ambiente. La contaminación crece y amenaza con desastres. Muchos
descubrimientos técnicos y científicos han traído consigo beneficios a la humanidad, pero en su
aplicación se han revelado muy peligrosos.
La cuestión ecológica es de enorme importancia para el mundo y para el hombre. Si la
humanidad no cambia de dirección, se arriesga a autodestruirse. ¿Qué hacer entonces? ¿Hay
criterios en los que fundarnos para defender el ambiente?
Como todos, también los discípulos de Jesús se encuentran a menudo perplejos ante estas
preguntas. Los nuevos problemas pueden hallar un horizonte de solución en los grandes principios
de siempre, pero las respuestas concretas han de madurarse conjuntamente, conscientes de que
también este es un grave problema de justicia: para nosotros, para los hombres de este tiempo y
para legar una casa habitable a quienes vendrán después de nosotros.
En unión solidaria y responsable con toda la humanidad y, sobre todo, con cuantos sufren por
los abusos perpetrados en lo creado, reconocemos la urgencia de repensar el modelo de desarrollo,
personal y colectivo, inspirándolo en un estilo de vida sobrio y justo, que nos permita gobernar la
naturaleza sin tiranizarla, uniendo a la acción la contemplación, a ejemplo de hombres como san
Benito y san Francisco.
El respeto a la vida y, en primer lugar, a la dignidad de la persona humana deberá ser la norma
inspiradora de lodo progreso económico, industrial y científico, que desee ser auténticamente tal
para todos y para la gran casa del mundo. El desafío de la justicia y de la paz, en las relaciones entre
los individuos y los pueblos y con la entera creación, atañe a todos y nos interpela acerca de las raíces
éticas y los horizontes últimos de nuestro compromiso histórico. En este sentido, nos parece que
la mirada de la le -abierta a medirse conforme al juicio de Dios, Señor de lo creado, y a su
proyecto de bien para cada una de sus criaturas- puede constituir un estímulo y una ayuda para
todos.
V. EL DESAFÍO DE DIOS
Atraviesan nuestra existencia muchas preguntas inquietantes, personales y colectivas. Nos
hemos detenido en algunas de ellas: en la raíz de estos interrogantes, tanto los que nos abren hacia
la luz como los que nos dejan a oscuras, ¿podemos imaginar la presencia de un punto unificador,
una especie de horizonte, capaz de dar unidad al marasmo de toda aventura humana?
Nos parece que en la raíz de cada existencia hay una pregunta de sentido y de esperanza,
especialmente dramática hoy, porque se han infringido los procesos mediante los cuales el
contexto cultural y social proporcionaba con cierta facilidad el significado de la existencia en (pocas
anteriores. Nos hemos vuelto más maduros y, a la par, más solitarios. Permanece la necesidad de
organizar los fragmentos, como las teselas de un mosaico.
Muchos parecen resignados y viven al día, como si la cuestión del sentido de la vida y de un
horizonte unificador les resultase ya irrelevante. Otros redescubren la pregunta en situaciones
extremas y, luego, la abandonan sin excesivas preocupaciones. Los discípulos de Jesús, que creen en
la vida y la aman, se sienten interpelados a este nivel justamente acerca de su identidad. Eludir la
búsqueda de sentido o resignarse a una falta de esperanza implica empobrecer la calidad de la vida
de uno mismo y de los demás.
La posibilidad de la fe
«¡Aumenta nuestra fe!» A esta petición de los Apóstoles -voz de todos los que andan a la
búsqueda de Dios con humildad y auténtico deseo-, Jesús responde así: «Si tenéis fe como un
grano de mostaza, diréis a ese monte: 'desplázate de aquí allá', y se desplazará, y nada os será
imposible» (Mateo 17, 20).
Creer no consiste en asentir a una demostración clara o a un proyecto sin incógnitas: no se cree
en algo que puede poseerse y manejarse con personal seguridad y complacencia. Creer es fiarse
de alguien, asentir a la llamada del forastero que invita, poner la propia vida en manos de Otro, para
que Él sea el único y verdadero Señor.
Cree quien se deja hacer prisionero del Dios invisible, quien acepta ser poseído por Él, con escucha
obediente y docilidad desde lo más hondo de uno mismo. Fe es capitulación, entrega, abandono,
acogimiento de Dios, que nos busca en primer lugar y se da; no es posesión, garantía o seguridad
humanas. Creer, entonces, no consiste en evitar el escándalo, rehuir el riesgo, avanzar en la serena
luminosidad del día: no se cree a pesar del escándalo y del riesgo, sino justamente desafiados por
ellos y con ellos. «Creer viene a ser como estar al borde del abismo oscuro y oír una voz que grita:
¡arrójate, que te recogeré en mis brazos!» (Soren Kierkegaard).
Sin embargo, creer no es un acto irracional. Precisamente al borde de ese precipicio es cuando las
preguntas inquietantes comprometen el razonamiento: ¿y si, en lugar de brazos acogedores, solo
hay rocas mortíferas? ¿Y si, más allá de la oscuridad, no hay otra cosa que más oscuridad? Creer
entraña soportar el peso de estas preguntas: no pretender señales, sino ofrecer signos de amor al
amante invisible que llama.
En la primera parte de esta carta hemos intentado comprender las expectativas y las esperanzas
de las mujeres y de los hombres, nuestros compañeros de viaje, escogiendo como «hilo conductor»
la pregunta por el sentido de la vida y de la historia. Hemos tratado de interpretar eso que con
tanta frecuencia nos acontece: vivir espontáneamente o con excesiva prisa. Hemos descubierto
que todos estamos a la espera de alguien que nos acoja y dé razón a nuestra esperanza.
Quien tiene la experiencia de la fe reconoce que este 'alguien' capaz de comprender, acoger y
sostener existe. Tiene un nombre y un rostro: es el Dios que en Jesucristo está junto a cada ser
humano. La relación con Dios da sentido a nuestra vida en el mundo. Al igual que sucede con
toda experiencia realmente bella y positiva, sentimos la necesidad de comunicarla a los demás en
nombre de la fraternidad humana, a fin de que la posibilidad de encontrar a Dios por medio de
Jesucristo represente una esperanza para todos.
Jesús invita a cuantos lo han reconocido como Cristo y Señor a escuchar con atención y respeto
las preguntas que brotan del corazón de los hombres y de las mujeres: «¿Qué padre entre
vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará, en vez del pez, una serpiente? ¿O, si le pide un huevo,
le dará un escorpión? » (Lucas 11, 11-12). Si no hemos escuchado o no hemos interpretado bien las
expectativas de los que andan a la búsqueda de Dios, probablemente, eso ha sucedido por nuestra
excesiva seguridad o por las prisas por comunicar lo que llevamos en el corazón.
A tantos hombres y mujeres que andan en busca de una esperanza para su camino queremos
contarles ahora la experiencia que tenemos de Jesús, el único «nombre» que nos da esperanza y
vida. Además de provenir de nuestro contacto con Él, las palabras que proponemos son fruto de
la historia de muchas personas que, antes que nosotros, han encontrado a Dios en Jesucristo. Unas
son personas famosas y la mayoría, desconocidas, que componen la larga cadena de los testigos de
Jesús. Para todos sus testigos, Jesús es una persona que vivió, en la carne de su humanidad, las
incertidumbres y las inquietudes que descubrimos en nosotros, haciéndose cargo con gallardía de la
gente con que se topó.
No pretendemos comunicar todo lo que cabe decir de la fe cristiana. Para emprender un posible
itinerario de fe, la comunidad eclesial posee textos autorizados, bien elaborados y experimentados.
Resultaría inútil repetir aquí lo que puede leerse en ellos. En cambio, deseamos suscitar interés, o
al menos curiosidad, en toda persona que anda a la búsqueda de Dios, para que pueda
replantearse la figura y el mensaje de Jesús y profundizarlo en la escucha de los testimonios que
hablan de Él.
VI. JESÚS
La fe cristiana no es una de las tantas visiones del mundo o de las múltiples interpretaciones de
la historia, personal y colectiva. Para un cristiano, la fe es encuentro con Jesús de Nazaret,
condenado a muerte de cruz por los hombres, pero al que Dios resucitó de entre los muertos,
mutando la sentencia de condena.
El encuentro con Jesús, a quien los primeros discípulos confiesan y proclaman Mesías y Señor,
engendra y alimenta la fe en Él. El testimonio de todos los demás creyentes en Jesús nos sostiene
en el esfuerzo por aceptar el riesgo de una decisión que atraviesa la existencia. En la persona y en la
vida de Jesucristo, el Dios lejano e invisible se vuelve cercano a todo ser humano, con un inspirado y
gratuito gesto de amor. Contemplando el rostro de Jesús y escuchando sus palabras, descubrimos
quiénes somos, entrevemos cuál es la fuente última de nuestra existencia y hacia qué meta tiende
nuestro camino cotidiano.
Con fuerza, pero también con trepidación, recordamos nuestro convencimiento: las doctrinas
se explican, las personas se encuentran; las teorías se discuten, las personas se reconocen y se
eligen. También nosotros nos planteamos la pregunta: ¿podemos encontrar hoy a Jesús de Nazaret,
como les ocurrió, hace dos mil años, a las mujeres y a los hombres de las aldeas de Galilea o de
Jerusalen? ¿Cabe pensar seriamente que, en su existencia terrena, Jesús recorrió los senderos de
nuestra vida cotidiana? ¿Es posible entablar un contacto vital con Jesús, que vivió en una cultura y
en una trama de relaciones tan diferentes de las nuestras?
La novedad de Jesús
La colección de escritos que forman el Nuevo Testamento comienza con los cuatro Evangelios,
en los que se narra la vida de Jesús, que llega al culmen en los acontecimientos de su condena a
muerte y en su resurrección. La actividad y la enseñanza de Jesús habrían quedado circunscritas al
recuerdo de un pequeño círculo de parientes y amigos, si un evento extraordinario no hubiese roto
la pauta normal de una biografía humana, hecha de vida, muerte y sepultura. Conforme a esa
pauta es como se cuenta, por ejemplo, la historia de Juan, por sobrenombre el Bautista, mandado
ejecutar por Herodes Antipas, uno de los hijos de Herodes el Grande (37-4 a.C.). Ahora bien, la
novedad de Jesús, más que en un mensaje o en una serie de acciones que suscitan curiosidad y
asombro, estriba en la superación de la muerte. Los escritos cristianos denominan este evento con
varios términos: resurrección, glorificación, exaltación.
Obviamente, la condena de Jesús por parte de la suprema autoridad religiosa y política —el
sumo sacerdote Caifás y el gobernador romano Poncio Pilato— no se explicaría sin su actividad y su
enseñanza explosivas. Primero suscitaron sospechas y, luego, acusaciones en su contra, hasta la pena
capital. De ahí que sea legítimo preguntarse en qué consiste la novedad de la acción de Jesús, la
originalidad de su enseñanza, que lleva hasta el extremo de provocar su condena a la muerte de
cruz.
Jesús comienza su actividad pública en Galilea, después de abandonar la aldea de Nazaret,
donde había transcurrido gran parte de su vida. Sus paisanos lo conocen como el artesano y el
«hijo de María». Cuando, tras su primera actividad pública, regresa a su pueblo, la gente se
queda asombrada de la sabiduría de sus palabras y de los gestos extraordinarios que se
cuentan de Él. Y es que, conociendo a su familia y la formación recibida, no logran explicarse su
éxito como maestro y taumaturgo itinerante.
Jesús no asistió a cursos regulares impartidos por algún maestro de Séforis o de Tiberíades, las
dos ciudades más importantes de Galilea. Cuando habla en público, durante las reuniones en la
sinagoga, no hace referencia a ningún maestro autorizado o reconocido, como los demás
predicadores. Por otra parte, ni siquiera comenta les textos de la Biblia, como acontecía en las
escuelas judías. Jesús se dirige al encuentro de Juan el Bautista, al que muchos consideraban un
profeta reformador porque proponía la inmersión en el río Jordán como señal de cambio, a la
espera del Mesías. En las aldeas de Galilea, región que recorre a todo lo largo y lo ancho,
proclama que el «reino de Dios» ha llegado e invita a todos a acogerlo corrigiendo el modo de
pensar y de vivir.
Para corroborar este anuncio, que marca un vuelco en la historia de la expectativa bíblica, Jesús
acoge a la gente sencilla de los poblados, sana a las personas enfermas y acepta comer incluso con
los incumplidores o transgresores de las normas tradicionales. Sobre el trasfondo de su anuncio del
reino de Dios, que irrumpe en la historia humana con sus gestos y tomas de postura, Jesús relee la
tradición bíblica de la alianza, concentrando el contenido de las «diez palabras» —el
«Decálogo»— en el amor que abraza a Dios y al prójimo. Dios, creador del mundo y Señor de la
historia, cobra en Jesús el rostro de un Padre que cuida de los pequeños y socorre a todos sus
hijos, buenos o malos. Jesús amplía la categoría del prójimo hasta abarcar al enemigo personal y
social.
Para justificar sus decisiones y su estilo de vida, Jesús hace referencia al obrar libre y gratuito del
Padre. Habla de Dios y de su modo de obrar por medio de las «parábolas», breves narraciones
que utilizan de forma original las imágenes bíblicas y las metáforas populares de la siembra y la
cosecha, del vino y los banquetes, del pastor y el rebaño. Los pobladores de las aldeas de Galilea
acogen con grata sorpresa la manera de hacer y la enseñanza de Jesús.
VII. EL CRISTO
Según el testimonio de los Evangelios y de san Pablo en la primera carta a los Corintios (5, 7), la
condena de Jesús a morir en la cruz aconteció en la proximidad de la fiesta judía de la Pascua,
durante una primavera de los años treinta de la era cristiana. A partir de la muerte de Jesús, sus
discípulos dan un nuevo significado a la celebración pascual: ya no es la fiesta en que se revive la
liberación de Egipto por parte de los hijos de Israel, sino la celebración de la victoria de Jesús sobre
la muerte. Proclaman abiertamente que Jesús de Nazaret, condenado a morir en la cruz por el
prefecto romano Poncio Pilato, ha sido resucitado por Dios. Gracias a esta poderosa intervención
desde el Cielo, reconocen abiertamente que Jesús es el Cristo, a quien Dios ha «consagrado» y
elegido para liberar a su pueblo, el Señor de todos los seres humanos.
Desde el punto de vista histórico, la misión de Jesús resultó un fracaso, al haber sido mandado
ejecutar por el representante del emperador de Roma, que ocupaba militarmente la tierra de Israel. El
motivo de la condena de Jesús, escrita en el titulus de la cruz, afirma: «Jesús Nazareno, Rey de los
Judíos». Las autoridades judías entienden esta inscripción, querida por Pilato, como un insulto a la
identidad propia del pueblo libre y consagrado a Dios, su único rey. Los iniciadores del movimiento
de resistencia antirromana, que desembocará en la guerra de los años 66-70, se resistían a pagar
los impuestos a los ocupantes romanos, precisamente porque sostenían que no tenían otro rey,
sino solo a Dios. Para los discípulos, la crucifixión de Jesús representa una prueba terrible, un
escándalo ante el que la reacción natural era la fuga.
El encuentro con el Resucitado
Los discípulos superan el escándalo de la muerte de Jesús en una cruz, reservada a los rebeldes y
criminales, apelando a la iniciativa de Dios, que lo ha resucitado de entre los muertos. La fe en la
resurrección no resultaba extraña al modo de pensar de los judíos contemporáneos suyos. En
contacto con la cultura persa, a partir de la época del exilio en el siglo v a.C., habían elaborado la
idea de la resurrección de los justos, sobre todo, de los mártires ejecutados por su fidelidad a la
ley de Dios, ubicándola en el horizonte de su fe tradicional: Dios, que creó el mundo con la fuerza
de su palabra, hará resurgir del polvo de la tierra a los que han muerto, reintegrándoles a su
condición de vivientes.
Sin embargo, en el caso de Jesús, sus discípulos no afirman que Dios lo resucitará al fin del
mundo, como hará con los mártires y los justos. Aseveran que Dios ya lo ha resucitado, porque
Él se ha dejado ver y ha hablado con ellos como el Señor que pertenece al mundo de Dios. De
ahí que concluyan que Jesús no es solo el Mesías prometido por Dios para liberar a Israel, sino el
Mesías que desde siempre está en relación con Dios. Jesús no es otro Dios, concurrente con el de
la tradición bíblica, sino el Hijo de Dios en plena comunión de amor con el Padre.
¿Cómo es posible que los fugitivos del Viernes Santo se hayan convertido en los animosos testigos
del Resucitado, dispuestos a dar la vida por Él? ¿Qué ha ocurrido entre la hora del abandono de Jesús
en la cruz y el inicio sorprendente del impulso misionero de la Iglesia naciente? Según refieren los
relatos de las apariciones del Resucitado, Jesús se presentó a algunas mujeres y hombres,
mostrándoseles «vivo, después de su pasión » (Hechos de los Apóstoles 1, 3). Estos encuentros
tuvieron lugar en lugares y tiempos no fácilmente compatibles entre sí. No obstante, una secuencia
idéntica emerge en todas las narraciones, permitiéndonos reconocer las características propias del
encuentro con el Señor resucitado.
La iniciativa siempre corresponde al Resucitado: es Él quien se aparece. Al comienzo de la fe cristiana
no está la emotividad de una hora extrema, sino la acción de Dios que se ofrece al hombre. La fe
nace del anuncio; se nos otorga desde fuera, a través de la escucha de la Palabra que salva, en la que
nos alcanza el Verbo de la vida. El encuentro con el Resucitado no es algo que acontece en la intimidad
de los discípulos, sino algo que les sobreviene.
En todos los relatos de las apariciones se reitera, además, un proceso de reconocimiento por parte
de los discípulos, que les lleva desde la duda inicial a la confesión gozosa: «¡Es el Señor!». El
encuentro con el Cristo que cambia la vida se lleva a cabo a través de una maduración que respeta
la libertad del asentimiento e incluye el riesgo del rechazo y la derrota de la fe.
Finalmente, del trato con el Señor vivo nace la misión: las personas a las que se muestra el
Resucitado ya no son las mismas después de encontrarse con Él. Su vida ha cambiado: ahora son los
testigos, animosos y fieles, de Cristo Jesús, los enamorados apóstoles de la buena noticia. El
encuentro entraña una experiencia transformadora, que inaugura una vida nueva, llena de
implicación y de pasión.
Esta experiencia de los primeros discípulos, que desemboca en el reconocimiento y en la
proclamación fervorosa de que Jesús es el Cristo, el Señor, suscita tensiones y, a la postre, provoca la
ruptura con la tradición y la comunidad judía. Pablo de Tarso, un judío perseguidor de los
cristianos en la región siro-palestina de los años treinta, descubre, gracias a la iniciativa divina, que
Jesús crucificado es el Hijo de Dios. A través de esta experiencia de encuentro con Jesucristo
resucitado, Pablo se siente llamado a llevar el Evangelio a todos, sin distinción entre judíos y
griegos, invitando a cada uno a una elección decisiva. Se trata de una elección que nos atañe a
todos, también hoy, porque la calidad de nuestra vida se construye escogiendo entre una forma
egoísta de conducir la existencia o la entrega total de uno mismo al amor a Dios y a los demás,
que impulsa -en el horizonte del Reino de Dios- a entablar relaciones de solidaridad con los más
débiles.
La resurrección ilumina los orígenes de Jesús
En su actividad pública, a Jesús se le considera natural y habitante de Nazaret, donde vive su
familia. Nazaret es una aldea de la Galilea serrana, en la parte norte de la tierra de Israel. Aquí pasa
Jesús casi treinta años, continuando el trabajo artesano de José, al que en Nazaret todos conocen
como su padre. Cuando regresa a su pueblo, después de la primera actividad en la ciudad de
Cafarnaúm, a orillas del lago de Galilea, la gente lo reconoce como «el hijo de María». En
efecto, José solo comparece en el relato del nacimiento y en el único episodio de Jesús
adolescente, cuando, a los doce años, sube a Jerusalén para la fiesta de Pascua.
La narración de los orígenes de Jesús consta en los Evangelios de Mateo y de Lucas, que hablan
de su nacimiento en Belén de María, esposa de José. Jesús nace en tiempos del rey Herodes, es
decir, antes del año 4 a.C., cuando se sabe que murió. Mediante la narración del nacimiento de
Jesús, los evangelistas Mateo y Lucas expresan la fe de la comunidad cristiana, que lo reconoce
como el Mesías, descendiente de David, y el Hijo de Dios concebido «por obra del Espíritu Santo».
En esta perspectiva de fe, José es el justo, que se preocupa por cumplir la voluntad de Dios y
asegura a Jesús la descendencia davídica; y María es la creyente, que confía completamente en la
Palabra del Señor.
La comunidad de los discípulos
Desde el comienzo de su actividad pública en la zona del lago de Galilea, Jesús llama a algunas
personas a compartir su proyecto y su estilo de vida. A este núcleo inicial de discípulos se
agregan otros, hombres y mujeres, que lo siguen en sus desplazamientos de un poblado a otro y
lo acompañan en los viajes a Jerusalén con ocasión de las grandes fiestas. De entre los discípulos,
Jesús escoge un grupo de «doce», que representan a los hijos de Jacob, cabezas de las doce
tribus de Israel. A esos «doce» discípulos los denomina «apóstoles», o sea, «enviados», porque
comparten y prolongan la misión de Jesús. En la tradición de los Evangelios, los doce discípulos
constituyen el prototipo de la comunidad cristiana, que será llamada «iglesia» después de la
Pascua de Resurrección.
A los discípulos, Jesús les otorga un estatuto y les traza un programa de vida. Al estilo de los
profetas, Jesús proclama «bienaventurados», afortunados y dichosos a los pobres y
abandonados, porque Dios, rey justo y fiel, interviene en su favor. Invita a los discípulos a compartir
su destino, incluso a costa de perder la propia vida y los propios bienes, para participar en la vida
plena y definitiva prometida por Dios a cuantos cumplen su voluntad.
En contraste con el modo de pensar de su ambiente, Jesús propone una nueva manera de vivir la
relación matrimonial. La unión del hombre y la mujer para formar un solo ser vivo corresponde al
proyecto original de Dios creador. También vuelve del revés los roles dentro de la comunidad de
los discípulos, respecto al modo común de pensar. Quien es el mayor y el primero se convierte en el
servidor de todos y el último. En la comunidad de sus discípulos, Jesús se presenta como el que sirve
hasta la entrega de su vida.
En las bienaventuranzas, que abren el sermón de la montaña, Jesús inaugura el camino de los
discípulos y traza su programa de vida:
«Viendo a la muchedumbre, subió a un monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos. Comenzó
entonces a hablar y les enseñaba, diciendo:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.
Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque suyo es el reino de los cielos.
Bienaventurados seréis cuando os insulten, os persigan y, mintiendo, digan toda clase de maldad
contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos entonces, porque grande será vuestra
recompensa en los cielos. Así persiguieron a los profetas antes de vosotros» (Mateo 5, 1-12).
¿Qué esperanza suscita hoy en nosotros este anuncio, iluminado por la vida, la muerte y la
resurrección de Jesús?
Según la tradición recogida en el Evangelio de Lucas, la oración de Jesús, que bendice al Padre
por la elección de los pequeños, acontece bajo el impulso del Espíritu Santo. Con ocasión de su
bautismo en el río Jordán, el Espíritu de Dios desciende sobre Jesús y lo acompaña en su misión, que
se caracterizará por el «bautismo» en el Espíritu Santo. Juan el Bautista proclama: «El que me envió
a bautizar con agua me dijo: Sobre quien veas descender y posarse el Espíritu, ese es el que
bautiza en el Espíritu Santo'. Y yo lo he visto y doy testimonio de que este es el Hijo de Dios» (Juan
1, 33-34).
La tradición del cuarto Evangelio muestra a Jesús que, en la tarde de la Pascua, se presenta a
los discípulos como el Señor resucitado, encargándoles continuar la misión que Él había recibido del
Padre. Con un gesto, que evoca la creación del ser humano -hecho vivo por el soplo de Dios-, Jesús
comunica a los discípulos el Espíritu Santo, para la remisión de los pecados. El Resucitado
cumple así la promesa, formulada a los discípulos antes de su muerte, de enviar otro Paráclito
—«Consolador» y «Defensor»—, el Espíritu Santo, Espíritu de la verdad, a fin de llevar a cabo
su revelación y testimonio en el mundo. Según la tradición de los tres primeros Evangelios, a los
discípulos que compartan su proyecto y lo sigan en la persecución, Jesús les promete el don del
Espíritu Santo, que les dará fuerza y sabiduría para ser sus testigos ante los magistrados y las
autoridades.
A la luz de las palabras de Jesús, conservadas y transmitidas en los Evangelios, se intuye que Él vive
una relación profunda y única con Dios, el Padre, hasta el punto de que puede presentarse como
«el Hijo». Cuando habla del Espíritu Santo, Jesús reconoce que proviene de Dios, el Padre, al igual
que Él mismo ha sido enviado por el Padre. En esta experiencia de Jesús se enraíza la fe en Dios, Padre,
Hijo y Espíritu, de los primeros discípulos y de las comunidades cristianas, fundadas por san Pablo y los
demás apóstoles en las ciudades del Imperio romano.
Un solo Dios
En el diálogo con sus comunidades, san Pablo manifiesta la fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu, que
él ha recibido de la primera Iglesia y les ha transmitido. En el ambiente religioso greco-romano,
donde a nivel popular se cree en una pluralidad de dioses, san Pablo afirma la fe tradicional
cristiana: «Para nosotros hay un solo Dios Padre, de quien todo proviene y para quien somos
nosotros; y un solo Señor, Jesucristo, por quien existen todas las cosas y nosotros también» (1
Corintios 8, 6). En esta declaración, que se inspira en el lenguaje de la cultura griega, confluyen
tanto la fe tradicional judía como la cristiana: el único Dios es el Padre, que se da a conocer y obra
por medio del Señor Jesucristo.
A la fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu, apela san Pablo cuando habla de la experiencia bautismal y de
los dones espirituales, denominados «carismas». Por medio de la fe bautismal, los cristianos
participan de la vida de Jesucristo, el Hijo que el Padre envió para liberar a todos los creyentes. La
fuente y la garantía de la condición de libertad es el don del Espíritu, que inspira la oración filial de
los cristianos.
En la primera carta dirigida a los cristianos de Corinto, que provienen de una experiencia de
vida moralmente desordenada, san Pablo les recuerda que han sido purificados, hechos santos y
justos, gracias al baño bautismal en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de Dios. Ante el
riesgo de servirse de los carismas para oponerse unos a otros, Pablo recuerda a los cristianos que
los dones de Dios, diversos y múltiples, proceden del mismo Espíritu, del mismo Señor y de un
solo Dios, «que obra todo en todos» (12, 6).
La Trinidad, relación de amor
El Dios, que Jesús nos ha revelado, no es solitario ni cerrado en sí mismo: es el Dios que es don en
sí mismo y se nos da a nosotros, el Dios que es amor. Como asevera la primera carta de Juan, «en
esto se manifestó el amor de Dios por nosotros, en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito,
para que tengamos vida por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros
pecados... Y nosotros hemos conocido y creemos el amor que Dios nos tiene. Dios es amor; quien
permanece en el amor, permanece en Dios y Dios, en él» (1 Juan 4, 9-10. 16).
El amor es el conducto que nos lleva a conocer al Dios de Jesús: «Quien no ama no conoce a Dios,
porque Dios es amor» (1 Juan 4, 8). Desde siempre, Dios es amor: es aquel que ama; aquel
que es amado e intercambia el amor; es, en persona, el vínculo que une a quien ama y a quien es
amado. Escribe san Agustín: «Las personas divinas son tres: la primera, que ama a la que de ella nace;
la segunda, que ama a aquella de la que nace; y la tercera, que es el mismo amor» (De Trinitate 6, 5,
7). Estos tres son uno: no tres amores, sino un único, eterno e infinito amor, el único Dios que es
amor. Y san Agustín afirma todavía: «Ves a la Trinidad, si ves el amor» (ibíd., 8, 8, 12). Y añade de
este único Dios, que es amor: «Así que son tres: el Amante, el Amado y el Amor » (ibíd., 8, 10,
14), el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
La beata Isabel de la Trinidad testimonia en esta bellísima oración de qué modo puede la criatura
ser partícipe del diálogo de amor de los tres que son uno:
Dios mío, Trinidad que adoro,
ayúdame a olvidarme enteramente de mí
para establecerme en Ti,
en una inmóvil quietud
como si mi alma estuviera ya en la eternidad;
que nada pueda turbar mi paz
ni hacerme salir de Ti, mi Bien inmutable,
y cada instante me sumerja más
en las profundidades de tu Misterio.
Pacifica mi alma, haz de ella tu cielo,
tu morada preferida y el lugar de Tu descanso:
que jamás te deje solo,
sino que esté enteramente en Ti,
en todo vigilante en la fe, en total adoración,
en el completo abandono a tu acción creadora...
Oh mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza,
Soledad infinita, Inmensidad en que me pierdo,
me entrego a Vos como en prenda.
Cobijaos en mí para que yo me cobije en Vos,
a la espera de ir a contemplar en vuestra luz
el abismo de vuestras grandezas. Amén.
(Elevación a la Santísima Trinidad, 21 de noviembre de 1904)
Hemos intentado testimoniar la esperanza que habita en nosotros. Hemos presentado a Jesús, su
vida, muerte y resurrección. Hemos hablado del rostro de su Padre y del don de su Espíritu. Para
nosotros, cristianos, Jesús no es una doctrina abstracta. Es camino, es vida, es verdad que ilumina
nuestro corazón, anticipo y promesa de la vida eterna. Siguiéndole a Él, el más humano de los
hombres, el Hijo eterno venido a nosotros, nos sentimos ayudados a encarar la vida y sus desafíos
como hijos de Dios, hermanos y hermanas entre nosotros.
La tercera parte de nuestra «Carta» trata de ayudar al «buscador de Dios» a pensar, proyectar y
vivir experiencias concretas, para que logre encontrar al Dios vivo, tal como Jesús nos lo ha hecho
posible a nosotros. La presencia de tantos testigos en la historia de la Iglesia nos corrobora en esta
empresa. Ellos, conducidos por el Espíritu de Jesús y por la mano sabia de los pastores —los hermanos
a quienes el Espíritu mismo ha confiado la responsabilidad de guiarnos por el camino de la verdad
—, nos ayudan a captar e interpretar la verdad en la vida cotidiana y a abrirnos al don de Dios.
Deseamos que, entre líneas, cada cual vea aflorar el ostro de la comunidad, el rostro de la
Iglesia, madre de os creyentes, que sostiene y alienta el camino de todos. La Iglesia es la que nos
ha transmitido la buena noticia de Jesús el Señor y nos ayuda a interpretar las inquietudes que
traspasan nuestro corazón.
Intentamos, por tanto, repensar el camino cotidiano del cristiano, dejándonos llevar de la mano
por quienes lo tan experimentado antes que nosotros. El recuerdo de las exigencias a las que debemos
ser fieles, a fin de mantener una calidad de vida según el proyecto de Dios, responde también a ese
profundo interrogante que brota cuando tos dejamos interpelar por elevados compromisos.
En esta última parte, pues, intentamos proponer el <mapa» de una existencia vivida según el
Espíritu de Jesús, para devolver confianza en la vida cotidiana y recordar las condiciones para su
autenticidad. ¿Quién sostendrá nuestro esfuerzo? La respuesta brota justamente de la vivencia de
nuestros hermanos y hermanas en la fe: la oración, la palabra de Dios, los sacramentos, el
servicio, a esperanza de la casa futura representan las experiencias concretas en las que resulta
posible encontrar al Dios le Jesucristo.
Sin duda, nos vemos obligados a transcribir «palabras». Con todo, sabemos que tras ellas hay
personas y techos: los muchos discípulos de Jesús, testimonios de santidad, los innumerables
hombres y mujeres que han lado esperanza a otros en la historia. Están también nuestros
rostros, a los que las palabras interpretan y quizá... embellecen. Estás, asimismo, tú, que lees
estas páginas, estimulado a reexaminar más intensamente tu pida para volverte un «rostro» que se
hace «palabra», propuesta a todos.
XI. LA ORACIÓN
¿Para qué rezar? La respuesta es sencilla: para vivir. Sí, para vivir de veras, hay que rezar.
Porque vivir es amar: una vida sin amor no es vida. Es soledad vacía, es prisión y tristeza. Solo vive
realmente quien ama: y solo ama quien se siente amado, alcanzado y transformado por el amor.
Al igual que la planta no da su fruto, si no re-, cibe los rayos del sol, así el corazón humano no se
abre a la vida plena y verdadera, si no es tocado por el amor. Orando, nos dejamos amar por Dios
y nacemos al amor, siempre de nuevo. Por eso, quien reza vive realmente, en el tiempo y para la
eternidad.
¿Cómo rezar?
Muchos piensan que no saben rezar. Muchos preguntan cómo rezar. También en este caso, la
respuesta es inmediata: hay que dar algo de nuestro tiempo a Dios.
Al comienzo, lo importante no es que este tiempo sea mucho, sino que se le dé lealmente. Es
preciso fijar un tiempo que dedicar cada día al Señor, y dárselo con fidelidad, cuando tenemos
ganas y también cuando no las tenemos. Hay que buscar un lugar tranquilo, donde, a ser
posible, haya algún signo que reclame la presencia de Dios (una cruz, una imagen, la Biblia), o
entrar en una iglesia y plantarse delante del sagrario, donde Cristo está presente en la Eucaristía.
Basta recogerse en silencio e invocar al Espíritu Santo, a fin de que sea Él quien grite en nosotros:
«¡Abbá, Padre!». Elevamos a Dios nuestro corazón, aunque esté agitado. No debemos albergar
temor a decirle todo: no solo las dificultades y el dolor, el pecado y la incredulidad, sino también
la alegría y la esperanza, e incluso la rebelión y la protesta, si anidan en nosotros.
Todo hemos de ponerlo en las manos de Dios, alabándolo y agradeciéndole sus dones. Hay que
escuchar su silencio, sin pretender recibir enseguida respuestas. Es necesario perseverar, sin
pretender atenazar a Dios, sino dejándole penetrar en nuestra vida y en nuestro corazón,
tocándonos el alma. Hay que escuchar su Palabra, abriendo la Biblia, meditándola con cariño,
dejando que Jesús hable al corazón. En los Salmos hallaremos expresado todo lo que queremos decir
a Dios; escuchando a los apóstoles y a los profetas aprenderemos a amar la historia del pueblo
elegido y de la Iglesia primitiva, a la par que sacaremos experiencia de la vida vivida en el horizonte
de la alianza con Dios. Después de escuchar la Palabra de Dios, todavía tendremos que caminar un
largo trecho por los senderos del silencio, dejando que sea el Espíritu quien nos una a Cristo,
Palabra eterna del Padre. Dejamos que sea Dios Padre quien nos modele con sus dos manos, el
Verbo y el Espíritu Santo.
El camino de la oración
Al comienzo puede parecer que el tiempo para hacer todo esto resulta demasiado largo y no
acaba nunca: hay que perseverar con ánimo y disponibilidad, dedicando a Dios todo el tiempo
que estemos en condiciones de darle. De cita en cita, nuestra fidelidad será premiada, y poco a
poco veremos crecer en nosotros el gusto por la oración. Lo que al principio nos parecía
inalcanzable se hará cada vez más fácil y hermoso. Entenderemos entonces que lo que cuenta no
es obtener respuestas, sino ponerse a disposición de Dios: lo que llevemos a la oración será poco a
poco transfigurado.
Así, cuando nos pongamos a orar con el corazón agitado, si perseveramos, descubriremos que,
tras mucho rezar, no hemos recibido respuestas a nuestras preguntas, sino que las mismas
preguntas se han derretido como la nieve al sol. En nuestro corazón entrará la paz de quien se pone
confiadamente en las manos de Dios y se deja guiar con docilidad a donde Él quiere.
A lo largo de todo este proceso, no faltarán las dificultades: a veces, no lograremos acallar el ruido
que hay a nuestro alrededor y dentro de nosotros; a veces, sentiremos la fatiga y hasta el disgusto
de ponernos a orar; a veces, nuestra sensibilidad nos coceará y cualquier otro acto nos parecerá
preferible al de permanecer en oración delante de Dios, «perdiendo el tiempo>. En realidad, estas
han sido las pruebas de multitud de creyentes y hasta de muchos grandes santos. Tan solo hay que
tener fe: lo único que realmente podemos dar a Dios es la prueba de nuestra fidelidad. Con la
perseverancia salvaremos la oración y, sobre todo, nuestra vida.
No debemos temer las pruebas y las dificultades en la oración: Dios es fiel y nunca nos pondrá ante
una prueba sin darnos una vía de escape; nunca nos expondrá a una tentación sin proporcionarnos la
fuerza para soportarla y vencerla. Dejémonos amar por Dios: al igual que la gota de agua que se
evapora por los rayos del sol sube hacia arriba y regresa a la tierra como lluvia fecunda o rociada
consoladora, así permitimos que todo nuestro ser sea trabajado por Dios, plasmado por el amor del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, absorbido por ellos y devuelto a la historia como don fecundo.
Dejamos que la oración haga crecer en nosotros la liberación de todo temor, el ímpetu y la
audacia del amor, la fidelidad a las personas que Dios nos ha confiado y a las situaciones en que
nos ha situado, sin buscar evasiones o consolaciones baratas. Aprendemos, orando, a vivir la
paciencia de aguardar los tiempos de Dios, que no son nuestros tiempos, y a seguir los caminos de
Dios, que a menudo no son nuestros caminos.
En cada uno de nosotros, con frecuencia tan cautivos de nuestras soledades, hay una honda
necesidad de amor. Es la necesidad de una palabra de vida que venza nuestros temores y nos haga
sentirnos amados. El profeta Amós describe con eficacia esta situación: «He aquí que llegarán
días —oráculo del Señor Dios— en que enviaré el hambre al país; no hambre de pan ni sed de agua,
sino de escuchar las palabras del Señor» (Amós 8, 11). Y san Agustín, que halló esa Palabra, hasta
hacerla la razón de su vida entera, presenta así la respuesta del Dios vivo a nuestra necesidad:
«Desde esa ciudad, nuestro Padre nos ha enviado cartas, nos ha hecho llegar las Escrituras, con las que
enciende en nosotros el deseo de volver a casa» (Comentario a los Salmos 64, 2-3).
Si se llega a comprender —como les ha sucedido a tantos creyentes de ayer y de hoy— que la
Biblia es esta «carta de Dios», que habla directamente a nuestro corazón, entonces uno se acerca a
ella con la trepidación y el deseo con que un enamorado lee las palabras de la persona amada.
Entonces, Dios, que es a la vez paterno y materno en su amor, nos hablará justamente a cada uno de
nosotros, y la escucha fiel, inteligente y humilde de cuanto nos diga saciará poco a poco nuestra
necesidad de luz, tu sed de amor. Aprender a escuchar la voz de Dios que habla en la Sagrada
Escritura es aprender a amar: por eso, la escucha de las Escrituras es una escucha que libera y salva.
El Dios que habla
Solo Dios podía romper el silencio de los cielos e irrumpir en el silencio del corazón: solo Él
podía decirnos —como ningún otro— palabras de amor. Esto ha acaecido en su revelación,
primero, al pueblo elegido, Israel, y, luego, con Jesucristo, la Palabra eterna hecha carne. Dios
habla: a través de acontecimientos y palabras íntimamente vinculados, Él se comunica a Sí mismo a
los hombres. Estos textos, puestos por escrito bajo la inspiración de su Espíritu, constituyen la
Sagrada Escritura, la morada de la Palabra de Dios en las palabras de los hombres. El Señor dice
lo que hace y hace lo que dice. En el Antiguo Testamento anuncia a los hijos de Israel la venida del
Mesías y la instauración de una nueva alianza; en el Verbo hecho carne cumple sus promesas
más allá de toda expectativa.
El Antiguo y el Nuevo Testamento nos narran la historia de su amor por nosotros, conforme a un
itinerario mediante el cual Dios educa a su pueblo en el don de la alianza realizada: el Antiguo
Testamento se ilumina en el Muevo y el Nuevo se prepara en el Antiguo. Por eso, los discípulos de
Jesús aman las Escrituras que Él mismo amó, las que Dios confió al pueblo judío, y que ellos leen a
la luz de Cristo, crucificado y resucitado. En efecto, el cumplimiento de la revelación es
Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre por nosotros, la Palabra única, perfecta y definitiva del
Padre, el cual nos dice todo y nos da todo en Él. Alimentarse de la Escritura es alimentarse de Cristo:
«La ignorancia de las Escrituras —afirma san Jerónimo— es ignorancia de Cristo» (Comentario
al Profeta Isaías, PL 24, 17).
Quien quiere vivir de Jesús, debe, por tanto, escuchar incesantemente las divinas Escrituras. Ahí es
donde se revela el rostro del Amado. Y es el Espíritu Santo, que guió al pueblo elegido inspirando a
los autores de las Sagradas Escrituras, quien abre el corazón de los creyentes para entender cuanto
en ellas se contiene. Por eso, no se producirá ningún encuentro con la Palabra de Dios sin invocar
antes al Espíritu, que desvela el libro sellado, moviendo el corazón y dirigiéndolo a Dios,
abriendo los ojos de la mente y proporcionando dulzura al consentir y al creer en la verdad. El
Espíritu es quien nos hace penetrar en la verdad completa a través de la puerta de la Palabra de
Dios, haciéndonos activistas y testigos de la fuerza liberadora que Ella posee.
La casa de la Palabra
Con su Palabra, Dios mismo alcanza y transforma el corazón de quien cree: «La palabra de Dios es
viva, eficaz y más cortante que espada de doble tilo; penetra hasta la división del alma y del espíritu,
hasta las articulaciones y la médula, y discierne los sentimientos y pensamientos del corazón»
(Hebreos 4, 12). Entreguémonos, pues, a la Palabra: es eternamente fiel, como el Dios que la
pronuncia y la habita. Por eso, quien acoge con fe la Palabra, nunca estará solo: tanto en la vida
como en la muerte, entrará a través de ella en el corazón de Dios: «Aprende a conocer el corazón de
Dios en las palabras de Dios » (San Gregorio Magno).
Corresponde verdaderamente a la Palabra de Dios quien acepta entrar en esa escucha
acogedora que es la obediencia de la fe. El Dios que se comunica a nuestro corazón no nos llama a
ofrecerle algo de lo nuestro, sino a nosotros mismos. Esta escucha acogedora nos hace libres: «Si
permanecéis en mi palabra, seréis realmente mis discípulos; conoceréis la verdad y la verdad os hará
libres » (Juan 8, 31-32).
Para hacernos capaces de acoger fielmente la Palabra de Dios, el Señor Jesús quiso dejarnos —
junto con el don del Espíritu— el don de la Iglesia, fundada sobre los apóstoles. Estos acogieron la
palabra de salvación y la transmitieron a sus sucesores como una joya preciosa, custodiada en el
joyero seguro del pueblo de Dios peregrino en el tiempo. La Iglesia es la casa de la Palabra, la
comunidad de la interpretación, garantizada por la guía de los pastores a los que Dios quiso
confiar su rebaño. La lectura fiel de la Escritura no es obra de navegantes solitarios, sino que se
vive en la barca de Pedro.
Acoger la Palabra en el silencio y en la contemplación
El fruto que nace de la escucha de la Palabra es el amor: «Sed de esos que ponen en práctica la
Palabra, y no os conforméis solamente con oírla, engañándoos a vosotros mismos» (Santiago 1, 22).
Quien se deja iluminar por la Palabra, sabe que el sentido de la vida no consiste en replegarse en
uno mismo, sino en ese éxodo de sí sin retorno, que es el amor. La escucha constante de la Sagrada
Escritura nos lleva a sentirnos amados y nos vuelve capaces de amar, proporcionando gozo y
esperanza a nuestro corazón: si nos entregamos sin reservas al Dios que nos habla, será Él quien nos
entregue a los demás, enriqueciéndonos con todas las capacidades necesarias para ponernos a su
servicio.
La Palabra es guía segura porque —entre el griterío del mundo— nos lleva a comprometernos por
los demás siguiendo los pasos de Jesús, a reconocer en los demás su voz que dama: «Todo lo que
hagáis a uno solo de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo haréis» (Mateo 25, 40).
Quien ama la Palabra, sabe cuán necesario es el silencio, interior y exterior, para escucharla de
veras, y para dejar que su luz nos transforme mediante la oración, la reflexión y el discernimiento:
en el clima del silencio, a la luz de las Escrituras, aprendemos a reconocer las señales de Dios y a
reconducir nuestros problemas al plan de salvación que la Escritura nos testifica.
Ciertamente, el silencio necesario para la escucha no es mutismo, sino expresión de un amor
que supera toda palabra. Solo el amor abre al conocimiento del Amado, como le ocurrió al
discípulo que apoyó su cabeza en el pecho del Señor en la Última Cena: «Solo podía comprender el
sentido de las palabras de Jesús aquel que reposó sobre el pecho de Jesús» (Orígenes, In Ioannem, 1, 6:
PG 14, 31). También nosotros debemos apoyar la cabeza en el corazón de Cristo y escuchar sus
palabras, dejando que hablen a nuestro corazón y lo hagan arder en su amor.
XIV. EL SERVICIO
Una de las vías para vivir la memoria de Jesús y sentirse miembros de su cuerpo, que es la Iglesia,
consiste en poner en práctica por parte nuestra lo que Él realizó: servir y amar.
El destino final
Surge espontáneo plantearse qué nos ocurrirá a cada uno de nosotros después de la muerte.
¿Concluye con esta la aventura de la vida o nos abre a transformaciones de nuestro existir,
imprevisibles con los instrumentos de nuestra capacidad reflexiva? Los cristianos, cuando se
interrogan sobre el epílogo de la vida tras la muerte, hablan de tres posibilidades diferentes: el
infierno, el paraíso y el purgatorio. Hoy nos suena extraño utilizar estas expresiones, que parecen
superadas. No obstante, debemos redescubrirlas en su auténtico significado, para colmar de
esperanza y de responsabilidad nuestra existencia.
El destino final del hombre y de la historia coincide con la caridad infinita que está en su
origen: Dios, que «quiere que todos los hombre se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1
Timoteo 2, 4). Afirma san Pablo: «Estoy persuadido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni
los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni
criatura alguna podrá jamás separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro»
(Romanos 8, 38-39). Se colige de ahí que al infierno solo llega quien, de modo consciente y libre,
edifica su vida lejos de Dios.
El infierno implica la tristeza de no poder ya amar, el llanto infinito de ya no poder vivir la
gratitud, sin la cual se pierde el don mismo. La posibilidad del infierno es idéntica a la de nuestra
libertad: un Dios que nos ama y respeta nuestra libertad no puede salvarnos sin la aquiescencia de
nuestra voluntad. En caso contrario, ¡su amor sería una imposición y un engaño!
En la perspectiva de la pasión y muerte de Jesús se descubre también una luz acerca del
purgatorio. Entraña este la posibilidad de una purificación en la muerte y más allá de la muerte,
que nos permite completar lo que nos falta para la plena asimilación con Cristo y con la vida
divina que nos obtuvo. Rezar por los difuntos significa ayudarles en este camino que el amor del
Dios misericordioso ofrece a quien durante la vida no le ha cerrado del todo su corazón, pero
aún no se halla en perfecto estado para entrar en la belleza del amor infinito de la Trinidad.
La Pascua de Jesús nos ayuda a comprender, por último, algo de la realidad del paraíso, término
que significa «jardín» y tiene su modelo bíblico en el Edén original. La imagen, usada con agrado por
los profetas, la retorna Jesús: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23, 43), asevera al «buen»
ladrón, crucificado junto a Él. La persona que durante su existencia terrena procuró vivir en el amor,
en el cielo participa del diálogo eterno del amor de las tres personas divinas, dejándose amar por
el Padre en la acogida del Hijo, unido a Él en el Espíritu Santo.
El paraíso constituye una imagen, pues, que señala el cumplimento de nuestra existencia como
relación plena con Dios y con todas las personas a las que hemos amado y nos han amado. San
Agustín lo expresa de este modo: «Allí nadie será nuestro enemigo, allí nunca perderemos ningún
amigo» (Discurso 256). El anuncio cristiano del paraíso supone realmente una excelente
noticia: nos ayuda a vivir con esperanza y responsabilidad nuestra vida, porque no somos seres
vivos cuyo horizonte sea la muerte, sino seres mortales cuyo horizonte es la vida. La última palabra
no la tendrá la muerte, sino la vida: el Dios de la vida triunfará al fin e introducirá a los redimidos
en el esplendor de su gloria sin fin.