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Muriel Saville-Troike
INTRODUCING SECOND LANGUAGE
ACQUISITION
El inglés ha estado presente en mi vida desde que tengo dos años, cuando empecé
a ir a la guardería. Teniendo en cuenta que era tan joven, no he llegado a ser consciente
del proceso que hay detrás de aprenderse la lista de los verbos irregulares hasta hace
relativamente poco, cuando me mudé por un periodo de tres años y medio a un país
angloparlante. No solo no conocía cómo aprendía la que es hoy mi segunda lengua, sino
que tampoco sentía ninguna inquietud por saberlo; tuve que marcharme a Manchester y
sumergirme en una comunidad lingüística totalmente diferente a la mía para descubrir
cuán interesante puede ser el estudio de nuevas lenguas.
Una de las primeras preguntas que rondaban mi cabeza cuando el inglés se
convirtió en el idioma predominante en mi día a día fue cómo éramos capaces los
extranjeros de emplear formas gramaticales y palabras a pesar de no entenderlas o que
no tenían traducción en nuestro propio idioma. Estas normalmente las habíamos oído en
canciones, en la televisión o en conversaciones con hablantes nativos, que utilizan
expresiones y formas de hablar que no aparecen en los libros de texto. Un ejemplo en mi
caso fue la palabra though al final de una frase.
I can´t go out tonight, we should meet for a coffe one day, though.
Una de las primeras cosas que aprendí viviendo en Inglaterra fue que para llegar
a dominar de verdad un idioma debía preguntar siempre que no entendiera algo. Sin
vergüenza. Y ese conocimiento me llevó a una revelación que, a riesgo de pecar de
melodramática, marcaría un antes y un después en mi forma de ver el mundo: la capacidad
metalingüística de los hablantes es, por lo general, prácticamente nula. Sobre todo en el
caso de los angloparlantes, pues asumen que allá a donde vayan se podrán comunicar con
su lengua materna. En contadas ocasiones me podían dar una explicación clara sobre el
por qué decían lo que decían, pero en el caso de though fue especialmente difícil pues la
mayoría de ellos ni siquiera era consciente de que lo utilizaban con tanta frecuencia. Aun
así, un día me encontré utilizándola sin todavía comprender el significado concreto de
aquella palabra o la regla gramatical que regía su posición en la oración, pero habiéndola
escuchado repetidamente en el mismo contexto pude llegar a plantear una teoría propia
sobre ello e incluirla en el escaso vocabulario que en aquel tiempo poseía. A partir de
entonces empecé a fijarme en otros detalles y a plantearme otras dudas como, por
ejemplo, si la forma en la que yo estaba adquiriendo el idioma a los diecinueve años era
la misma que la de un niño a la hora de aprender su primera lengua o por qué los adultos
de mi vida repetían que para ellos era mucho más difícil aprender un idioma desde cero
a esa edad.
Asimismo, una vez el inglés empezó a tener sentido y a resultar fácil de entender,
no pude evitar recordar el infierno que esta lengua me hizo pasar hasta primero de la ESO
y cómo todo cambió después del verano que pasé de intercambio en Irlanda. ¿Qué fue lo
que pasó en mi cabeza? Ese verano pasé un mes viviendo con una familia irlandesa, pero
la mayor parte del tiempo estaba con otros compañeros españoles en la academia donde
sobre todo nos enseñaban vocabulario a través de actividades, es decir, no eran clases de
inglés propiamente dichas. A duras penas me entendía con la familia y no tenía trato con
nadie fuera de mi grupo de la academia pero, desde que volví de aquel viaje, el inglés
nunca volvió a ser un problema.
Estas dudas son solo algunas de las relacionadas con mi propia experiencia, pero
una vez estuve enganchada a los porqués y a los cómos de las lenguas ya no pude soltarlo.
Viviendo en Inglaterra me encontraba a mí misma intentando escuchar la diferencia entre
las palabras puppy y poppy, buscando en internet los tiempos verbales que había estado
viendo en clase desde que tenía uso de razón, traduciendo conversaciones imaginarias en
mi cabeza para prever, supongo, futuras situaciones y poder contestar bien o aprendiendo
nuevos fonemas, como el sonido /v/ en la palabra very para que los que me rodeaban no
creyeran que estaba hablando de bayas.
Así, tener que elegir una lectura para este trabajo fue simple para mí. Cuando se
leyeron en clase los títulos de la lista, vi este y fue como cuando la novia de los programas
de Divinity encuentra por fin el vestido blanco perfecto. El tema ya me interesaba de por
sí, pero el hecho de que no estuviera escrito en español fue lo que me decidió. Era el
siguiente paso en mi historia de amor particular: leer un texto académico en una lengua
de la que únicamente domino el aspecto coloquial. Sigue siendo hoy una frustración
constante el ser incapaz de mantener un conversación sobre temas como política o
literatura sin caer en expresiones de la calle, repeticiones o simplemente no ser capaz de
traducir palabras medianamente cultas que poseo en español al inglés y tener que caer en
un “like… you know what I mean?” cada poco rato porque en realidad ni siquiera yo
sabía lo que quería decir.
Debo admitir que cuando tuve el libro en mis manos por primera vez me daba un
poco de miedo abrirlo y descubrir que no entendía nada y que en realidad no estaba
preparada para el nivel académico, pero ha resultado ser la mejor elección posible.
Afirmaba la sinopsis (con la que yo estoy de acuerdo) que no está ideado para un público
proficiency, pues incluso la estructura general del libro -los avances al inicio de cada
capítulo, los resúmenes al final y los ejercicios para practicar- denota la intención de ser
útil y práctico, de servir como introducción al mundo de la adquisición de una segunda
lengua, sin más pretensiones.
No voy a mentir diciendo que ha sido tan fácil como si hubiera estado escrito en
español, pero el lenguaje en general no me ha parecido complicado, a lo que se suman
párrafos de extensión media, centrados en su título correspondiente, sin divagaciones,
(algo muy estadounidense de su parte) y con oraciones cortas, concisas, que no te obligan
a parar a la mitad porque se te ha olvidado lo que habías leído al principio. También ha
conseguido añadir nuevas palabras a mi pequeño diccionario y, por qué no, darme algo
de confianza para empezar a devorar más títulos en inglés a los que antes ni siquiera me
acercaba.
Sigo sin estar preparada para Dorian Gray, ya lo he intentado, pero poco a poco.
Me gustaría incidir también en el tono general que la autora mantiene durante todo
el libro, que me ha sorprendido y encantado a partes iguales; en ningún momento el texto
muestra prejuicios o comparaciones que destaquen a una lengua sobre otra. De hecho,
hace un comentario en uno de los primeros capítulos sobre lo lamentable que es la actitud
de algunos educadores en lo referente a las variedades de lenguas las cuales consideran
«inferiores», como el caso del Criollo Haitiano, llegando a afirmar, «con un fervor casi
religiosos» que son «una amenaza moral y que deben ser erradicas».
Al parecer las lenguas tampoco están exentas de la obsesión del ser humano por
buscar factores que creen niveles de desigualdad entre unos y otros.
Y puestos a exponer puntos fuertes de la lectura que ocupa este trabajo, me
gustaría comentar otra sección relacionada con lo que acabo de comentar y que me ha
llamado la atención, como es la falta de información lingüística oficial que ayude a las
investigaciones concretamente por motivos políticos y, por tanto, económicos. Nunca
había pensado que el lenguaje pudiera ser un arma política, en primer lugar, contra las
minorías lingüísticas: la falta de reconocimiento hacia estas por parte de un estado rebaja
la importancia que tienen y por tanto, se exenta de dirigir recursos a estas comunidades
más pequeñas, centrándose exclusivamente en la lengua mayoritaria creando una
«cohesión homogénea cultural y lingüística»; y en segundo lugar, por parte de las
minorías, que realzan el uso de sus lenguas «para obtener más reconocimiento, recursos
o servicios para los grupos a los que pertenecen».
Si todo se redujera a algo tan fácil como una simple imitación, nos ahorraríamos
mucha frustración como también muchas risas.
Debemos entonces asumir de momento, a falta de mejores hipótesis, que de hecho
trasmitimos en el ADN una especie de gen del lenguaje que nos permite aprender de la
misma manera y al mismo tiempo, independientemente de dónde nazcas; «dominar
operaciones gramaticales y fonéticas básicas sin importar la lengua que se esté
aprendiendo»; y crear nuevos enunciados, sin limitarnos a repetir lo que oímos.