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EL IMPERIO CRISTIANO
El rol de sostén del Estado encomendado al culto de los dioses en el Imperio romano,
había mantenido vivo durante siglos el conflicto con el cristianismo, el cual, con su fe en un
solo Dios, creó en la opinión pública pagana la convicción de que saboteaba los fundamentos
del bienestar general y seguridad del Imperio. Todas las aseveraciones de lealtad al emperador
y al Estado romano, comenzando por las afirmaciones del apóstol Pablo sobre la aceptación
del poder puesto por Dios (Rom 13,1-7), fueron incapaces de despejar las dudas acerca de la
fidelidad de los cristianos a Roma.
Las persecuciones emprendidas por los emperadores Severos no lograron destruir a la
Iglesia. A comienzos del siglo IV una nueva situación cambiará el curso de la historia del
Imperio y de la Iglesia. Dicho cambio de política religiosa romana se produjo no tanto porque
se hubiera llegado a ver manifiestamente la verdad del mensaje cristiano, sino desde el
tradicional planteamiento en el que se ponderaba la utilidad de la religión como sostén de la
salus publica del Estado romano.
La nueva orientación religiosa de Roma asumida desde inicios del siglo IV tuvo lugar
dentro del marco de las concepciones tradicionales, pues entonces la veneración del Dios de
los cristianos va a constituir una garantía para salvaguardar la salus publica. Como
consecuencia de la polémica mantenida con los gentiles, los creyentes no se habían cerrado
por completo a tal argumentación, de forma que el llamado giro constantiniano revela más
bien una continuidad con la política tradicional del Imperio respecto al papel del culto
religioso oficial.
A pesar de las persecuciones del siglo III, tal vez no sorprendió del todo a los
cristianos el cambio de política religiosa bajo Galerio y Constantino. Portavoces de los
cristianos habían demostrado desde hacía tiempo su lealtad al Imperio, e incluso habían
contemplado la posibilidad de una cooperación entre la Iglesia y el Estado romano. Además, a
pesar de las persecuciones del siglo III, que no fueron constantes en el tiempo, los cristianos
aprovecharon los largos periodos de tranquilidad para organizarse y crecer.
CONSTANTINO I EL GRANDE
embellecida con antiguas obras de arte griego. Además, Constantino construyó iglesias en
Tierra Santa, donde se supone que Elena, su madre, encontró la Vera Cruz en la que se
crucificó a Jesús. El Emperador fue bautizado poco antes de su muerte, el 22 de mayo del
337.
Constantino unificó un Imperio tambaleante, reorganizó el Estado romano y preparó el
terreno para la victoria final del cristianismo a finales del siglo IV. Muchos eruditos modernos
aceptan la sinceridad de su convicción religiosa. Su conversión fue gradual; en un principio es
probable que asociara a Cristo con el victorioso dios solar. Sin embargo, en la época del
Concilio de Nicea I (325), era un cristiano convencido, aunque aún toleró el paganismo entre
sus súbditos. Como primer emperador que gobernó en el nombre de Cristo, fue una de las
principales figuras en el inicio de la Europa cristiana a fines de la época imperial.
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Capitolio o Monte Capitolino, una de las Siete Colinas de Roma. Originalmente tenía dos cimas, y en la
antigüedad el Arx o Ciudadela ocupaba la cima septentrional y el gran templo de Júpiter la meridional. Júpiter
en la mitología romana era soberano de los dioses. Júpiter era venerado como dios de la lluvia, el rayo y el
relámpago. Como protector de Roma se lo llama Júpiter Optimus Maximus (el mejor y más alto) y se lo veneraba
en el templo del Capitolio. Con las diosas Juno y Minerva, Júpiter formaba la tríada que constituía el culto
central del Estado romano.
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Según Eusebio de Cesarea, Constantino mandó que a una estatua erigida en el Foro
romano en su honor se añadiera como atributo “la señal victoriosa de la pasión salvadora”.
Monedas de plata de esos años presentan al emperador con una inscripción cuya
interpretación es el monograma de Cristo (año 315). En los símbolos de las acuñaciones de
monedas se exterioriza el cambio que se ha producido en el Imperio. Con todo, esta
“cristianización” coexiste con el culto pagano. El año 324 el emperador permitió a la ciudad
de Hispellum la construcción de un templo para gloria de la familia imperial. Aunque
rechazaba el núcleo del antiguo culto imperial, el sacrificio, Constantino continuó
conservando el título y la función de pontifex maximus, y ejerció sus responsabilidades en este
ámbito religioso.
En el marco de la política imperial, se hizo cada vez más intensa la influencia
cristiana, que puso de manifiesto, sobre todo, rasgos humanizadores. Así, el año 315 se
promulgó un decreto que prohibía ultrajar el rostro de los condenados con marcas de fuego,
porque ese rostro ha sido formado a semejanza de la belleza celestial. En cuanto a los
esclavos, en una cuestión más grave para la sociedad y la economía antigua, un decreto del
año 316 permitió la manumisión (liberación) en la Iglesia.
Por otra parte, una ley del año 318, autorizaba a decidir las querellas ante un tribunal
episcopal. El reconocimiento general de una instancia jurídica eclesiástica, ilustra el alcance
de la lex christiana. El año 321 ordenó el Emperador que no se podía profanar el domingo
mediante acciones judiciales ni con trabajos manuales. Tenemos ahí una clara señal de que la
vida pública se vio sometida de forma creciente al principio configurador cristiano.
La dirección dada a la política religiosa imperial, se dirigía con toda claridad a la
alianza entre la Iglesia y el Estado, que garantizaba con creciente exclusividad el verdadero
cultus Dei. Por lo tanto, los cultos paganos perdieron importancia, si es que no padecieron
impedimentos directos, como le sucedió a la minoría judía.
Todas estas medidas confirman que Constantino no limitó el cristianismo a una
función meramente cultual, sino que dejó amplio espacio a sus impulsos éticos.
Esta panorámica rápida nos presenta la sorprendente implantación de una religión
extraña al Imperio y que acaba por atraer, dominar y convertirse en religión del Imperio. Una
religión muy exigente en su moral, complicada en su dogma que no duda en rechazar a
quienes no son capaces de vivir según sus preceptos o de conocer sus principios a través de
una ardua y larga preparación. Atraviesan el largo desierto de la persecución, se someten a la
penitencia pública, pasan años de catecumenado bajo la cariñosa pero vigilante observación
de la comunidad, que sentía el compromiso de ayudar, sí, pero seleccionar también al
candidato.
El fervor y el entusiasmo, la entrega sin límites y el compromiso hicieron maravillas.
A inicios del siglo IV, la mayoría de las personas interesantes en el Imperio eran cristianas.
Entonces se produjo la avalancha del siglo IV. ¿Puede una Iglesia masiva ser santa?
¿Puede la mediocridad omnipresente en la historia ser convertida por el Evangelio?
¿Puede un Imperio ser cristiano? Casi de la noche a la mañana el Imperio se despertó
cristiano, y poco más tarde, en el siglo V, los pueblos bárbaros aceptaron el cristianismo en
masa, aceptando así la “cultura” imperial. No sólo estaba de moda ser cristiano, sino que
resultaba impensable no serlo. Y ahora para ser cristiano no era necesario un largo proceso,
sino que bastaba casi con nacer. El catecumenado fue reduciendo sus exigencias diluyéndose
hasta casi desaparecer. Pero esto no siempre quería decir que fuese sustituida por una seria
preparación de los jóvenes.
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