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Fueron los pintores de la estética romántica desarrollada en los últimos años del siglo XVIII los

que optaron por conferir al arte un papel revolucionario luchando contra los estereotipos
impuestos por la estética realista y las normas racionalistas surgidas en el periodo de la
Ilustración. Para los pintores románticos, el hombre es sin lugar a dudas tan sólo un morador
más del universo, pequeño e insignificante ante la grandeza que nos rodea pero a su vez, con
las aspiraciones más grandes. En este sentido el pintor Gaspar Friedrich será uno de los
representantes más destacados de la nueva estética romántica.

Caspar David Friedrich (1774 - 1840) es uno de los pintores alemanes más destacados de todos
los tiempos, en sus óleos son famosas las escenas de paisajes naturales con pequeños
personajes que evidencian la pequeñez del hombre en el mundo que lo rodea. Nacido en la
pequeña localidad de Greifswald sus inicios en el campo pictórico fueron de la mano de un
pintor local aunque posteriormente se trasladaría a Copenhague para formarse en la Academia
de Bellas Artes. Finalmente el artista se estableció en la ciudad de Dresde desde donde
desarrolló la mayor parte de su actividad artística.

Durante los primeros años del siglo XIX, concretamente entre 1808 y 1810, el artista realizó
algunos viajes por la región norte de La Bohemia, fruto de estos viajes el artista realizó una
serie de lienzos entre los que podemos destacar este titulado por el artista como Arco iris en
un paisaje de montaña.

Se trata de un óleo sobre lienzo con formato horizontal que mide algo más de un metro de
anchura y unos setenta centímetros de altura. En la obra volvemos a encontrarnos ante una de
las típicas escenas paisajistas de Friedrich en las que el componente natural, envuelve de
manera desbordante a los pequeños personajes que a menudo pasan incluso desapercibidos.

En esta ocasión encontramos una dicotomía entre dos zonas distintas del lienzo: por un lado
en primer término encontramos la figura de un hombre, en este caso se trata de una
representación del propio artista que aparece vestido con unos llamativos pantalones blancos
y chaqueta roja. Su vestimenta urbanita contrasta claramente con el entorno natural en el que
se desarrolla la escena además, los colores llamativos de su ropa se contraponen con la
oscuridad reinante en el resto del lienzo. El pintor aparece apoyado en una roca mirando hacia
una especie de oscuro barranco en el que reina el vacío.

En mitad de ese abismo natural se levanta un elevado pico, el Rosenberg, un símbolo de unión
entre el hombre y la divinidad. Pero quizás sea el cielo de la composición el que más nos llame
la atención, se trata de una escena nocturna con grandes nubarrones que tan sólo nos dejan
intuir la luz de la luna y sin embargo la zona superior aparece surcada por un amplio arco iris;
un hecho irreal ya que este fenómeno no puede producirse con la luz de la luna y que el artista
incorporó una vez terminado el lienzo.

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