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Introducción
La filosofíía de la economíía trata de responder a las preguntas que
normalmente no se plantean en la exposicioí n de las teoríías econoí micas. Por
ejemplo: ¿por queí el hombre tiene economíía?, ¿por queí tiene propiedad?, ¿queí
sentido tiene la vida del hombre?, ¿por queí tiene que trabajar?, etc. Asíí se
desencadena una sucesioí n de preguntas que tienen que ver con los fundamentos de
la accioí n humana hasta llegar a preguntas que no son faí ciles de responder. Tratar
de responder a estas preguntas hacen posible un mejor y maí s hondo entendimiento
de la economíía aportando luces y criterios para juzgar y comparar los distintos
modelos que a lo largo de los dos uí ltimos siglos se han elaborado para tratar de
explicar la conducta econoí mica.
“Pararse a pensar”
Una buena víía para entender la vida humana es presentarla en contraste con
la vida animal.
Los animales estaí n como insertos en la naturaleza, son parte del plexo de
procesos vitales o no que la constituye. Asíí por ejemplo, las ranas, viven en
determinados humedales, donde se críían mosquitos que las alimentan, para lo cual
se requiere un reí gimen de lluvias determinado, asíí como de una determinada
estructura y calidad del suelo, etc. etc.
Se podríía decir que todos los procesos naturales estaí n estructurados de modo
sisteí mico, regidos por una legalidad que los mantiene en un equilibrio
homeostaí tico.
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En la vida de los animales lo que cuenta es la especie, no cuentan los
individuos que se limitan a reproducirse con vistas al mantenimiento de la especie.
Todos se comportan del mismo modo de acuerdo a unos instintos fijos e iguales. A
su vez la interaccioí n de las distintas especies tiene como finalidad el
mantenimiento del orden que gobierna la marcha de la naturaleza.
Todos los seres vivos tienen su propia naturaleza, una fuerza o íímpetu que les
lleva a su fin y perfeccioí n, como el que lleva al huevo a convertirse en una gallina, o
una bellota en un roble; siempre que no haya alguí n obstaí culo que lo impida. De tal
modo que se puede decir que el fin, la gallina o el roble, estaí n como en potencia en
el principio, en el huevo o la bellota.
El hombre se gobierna
La primera es que el hombre no esta totalmente gobernado desde fuera, sino
que puede gobernarse a síí mismo. Esto quiere decir que tiene intimidad, que no es
pura exterioridad como los otros animales. Una intimidad que le permite
“distanciarse” de lo natural o instintivo, sin que en ninguí n momento haya ruptura
separacioí n, porque el hombre no puede vivir fuera de la naturaleza.
Eso le permite conocer y amar, con su alma y con su cuerpo. Es duenñ o de síí
mismo, puede disponer de las cosas que le rodean, convertirlas en medios en orden
a unos fines que no dejan de planteaí rseles a traveí s de su propia existencia. Ese
continuo ascender por las cadena incesante de fines y medios le lleva a preguntarse
¿cuaí l es mi relacioí n con lo que me rodea? ¿Por queí existo? ¿Por queí me veo
obligado a disponer de mi mismo y del mundo?
Tener conciencia de síí mismo, quiere decir que el hombre tiene una identidad,
que puede proyectarse en un futuro que tambieí n depende de su libre eleccioí n.
Como de modo muy sugerente ha dicho Nietzsche “el hombre es el uí nico animal
que puede prometer”.
Los otros animales no se destinan, sino que maí s bien son destinados a un fin
externo, al que tiende de modo instintivo o no reflexivo. No cabe duda de que
disponen de una individualidad, de una “inmunidad” fisioloí gica, pero no de
identidad, no son duenñ os de síí mismos, no pueden gobernarse.
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Lo propio de la vida humana es que se proyecta hacíía un fin que parece
inalcanzable, que apunta maí s allaí del arco temporal de su vida bioloí gica. Un fin que
de alguí n modo expresoí Aristoí teles al inicio del libro A de la Metafíísica, cuando dijo
que “todos los hombres por naturaleza desean saber”, lo cual quiere decir que
apunta a la fuente misma de la verdad y del ser.
Como decíía Aristoí teles “el alma humana puede en cierto modo hacerse toda
las cosas”, indicando con la expresioí n “en cierto modo” que no es lo mismo el tener
la mano, o tener praí ctico-corporal, que tener en la mente.
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tienen, no pueden prever, ordenarlo, apuntar a fines que estaí n maí s allaí del
momento presente, que todavíía no existen.
Hay todavíía otro modo de habitar o tener maí s intríínseco al hombre que el
corporal y el intelectual, el que podrííamos llamar seguí n naturaleza. Esto es debido a
que el hombre al obrar no solo modifica su entorno, creando su mundo, sino que
modifica, para mejor o para peor el principio de su accioí n, dando lugar a haí bitos
buenos o malos, a virtudes o vicios, que vienen a constituir algo asíí como una
segunda naturaleza.
De todas maneras estaí forma tan intríínseca de tener que son las virtudes y los
vicios son esencialmente sociales, ya que son los virtuosos los que potencian la
accioí n de los demaí s.
Los tres modos de tener se implican mutuamente de forma ordenada. Asíí, por
ejemplo, el recto ejercicio del entendimiento y la voluntad, inducen, hacíía abajo, un
mejor modo de organizar la propiedad y el trabajo, y hacia arriba unas virtudes, una
mayor facilidad para actuar de modo cada vez maí s perfecto.
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En cuanto que preveí , en cuanto que organiza su futuro, en cuanto que trabaja,
el hombre puede hacer las cosas de muchas maneras, ordenando los medios y fines
de muchos modos posible, sin que sepa exactamente cuantos, pues siempre cabe la
posibilidad de la improvisacioí n y el descubrimiento.
En ese sentido se puede decir que el futuro del hombre es auteí ntico cuando
no se puede “desfuturizar”, lo cual no quiere decir que nunca se alcance, sino que
siempre que se alcanza se desvela como algo inesperado, mejor y maí s amplio de lo
que parecíía antes de alcanzarlo. El que trabaja bien, descubre que su futuro siempre
estaí maí s allaí , que nunca alcanza su fin, pues siempre descubre nuevos y maí s
amplios horizontes. Eso es lo que alguí n modo se quiere expresar cuando se dice
que hombre tiende a la felicidad, pero que en realidad no sabe en que consiste, pues
siempre es maí s de lo que parecíía, se desplaza maí s allaí . Lo cual por otro lado pone
de manifiesto que la felicidad es una mejor y mas gozosa actividad.
La libertad trascendental
En la libertad pragmaí tica el fin queda fuera de la eleccioí n. Si lo que trato, por
ejemplo, es buscar el mejor modo de ir a Paris, la eleccioí n se limita al medio, al
modo de hacerlo. Lo que cuenta es la eficiencia. En el momento en que un fin pasa a
ser objeto de eleccioí n queda inmediatamente convertido en medio. Si lo que
pretendíía era ir a Paris, como un medio para ir a Londres, ya no se trata
exactamente de un fin, por lo que puede ser cambiado.
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En ambos casos los fines pueden ser cambiados, pero se intuye que hay un fin
uí ltimo que no puede ser cambiado, que no es objeto de eleccioí n por parte del
hombre, pues en caso contrario no seríía el uí ltimo, el que hace posible toda la
cadena de medios y fines, sin el cual no habríía posibilidad de accioí n. Ahora bien,
por ser el uí ltimo, el hombre no lo conoce plenamente desde el principio, sino que lo
va descubriendo en la medida en que trabaja bien, en la medida que se hace mejor
como persona. Se puede decir por tanto que el hombre estaí como apuntado hacia
ese fin uí ltimo, que de alguí n modo estaí presente en toda la interminable cadena de
medios y fines con la que incesantemente se enfrenta el hombre, pero que de alguí n
modo le resulta inalcanzable.
El uí ltimo fin es una llamada, una vocacioí n, que puede ser respondida o no. Esa
es por tanto la esencia misma de la libertad trascendental, la aceptacioí n o el
rechazo de Dios. Es la aceptacioí n de la verdad, algo que supera al hombre, lo que le
hace libre de manera plena y definitiva.
Se puede decir que el hombre feliz es el que nunca repite la misma accioí n, el
que siempre avanza por un camino siempre nuevo. Al hombre la vida no le viene
dada, no se limita a la rutina de la vida animal, que guiada por los instintos es
siempre la misma, sino que la tiene que ir disenñ aí ndola libremente, al tiempo que
“aprende a vivir”, que es mejorase a síí mismo, hacerse maí s libre o lo que es lo
mismo maí s feliz.
El hombre tiene que trabajar porque no se adapta a las condiciones del medio,
como los animales, sino que dentro de la flexibilidad que le permite la legalidad de
la naturaleza, y aprovechaí ndose de ella, va creando su mundo, el aí mbito propio de
la vida humana.
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El mundo del hombre estaí compuesto por un plexo de artefactos, como la
lengua, las creencias, las costumbres, la casa, los utensilios, etc., que hacen
referencia los unos a los otros, seguí n un orden que el hombre ha anñ adido al de la
naturaleza. La unidad de ese plexo proviene del habitar humano, del espííritu del
hombre.
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ese modo se le inicia en el ejercicio de su libertad pragmaí tica, moral y
trascendental.
Ninguí n hombre pueda disenñ ar y realizar por síí solo y desde el principio el tipo
de vida que quiere llevar, sino que la recibe en el seno de una familia, donde es
educado. Es a partir de esa herencia cultural como cada uno puede hacer su propia
vida, definir su propia identidad, que en lo externo no seraí muy distinta a la de los
otros hombres de su misma cultura, pues sigue unos patrones comunes que se han
ido formando a lo largo de la historia.
No es muy correcto decir que el hombre viene al mundo tan quam tabula rasa,
ya que al nacer en el seno de una familia recibe tanto una herencia bioloí gica
implíícito en la estructura de su propio cuerpo, por ejemplo el tamanñ o del cerebro,
como una cultura. Hay una cierta interaccioí n entre corporalidad y cultura. Vivir en
una cultura atrasada o avanzada tiene consecuencias a corto como a largo plazo
sobre la corporalidad.
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tampoco es posible sin el resto de la naturaleza. En ese sentido el pensar humano,
aunque sea algo propio de cada uno, es al mismo tiempo una actividad social.
Cuando Descartes propuso un meí todo que asegurara que el hombre siempre
avanza con seguridad por el camino correcto, sustituyoí la verdad, que estaí en el
final, por la certeza que estaí en el presente, con lo que ahora seí . Seguí n ese meí todo
el conocimiento solo puede ser garantizado desde lo que ya se conoce, con lo que se
estaí negando saber maí s de lo que se sabe.
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Desde un enfoque realista el uí nico modo de avanzar hacia la verdad es
abrieí ndose a la realidad sensible a traveí s de su cuerpo, lo cual comienza por
enfrentarse con los problemas maí s praí cticos e inmediatos, los que constituyen el
aí mbito propio de la economíía: resolver las necesidades humanas maí s inmediatas.
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necesidades no puede hacerse contra la naturaleza. Nadie puede elegir alimentarse
sin tomar nada, ni pensar sin su cerebro, etc. Como todos los demaí s animales el
hombre mantiene un fuerte instinto de conservacioí n o supervivencia, una
tendencia a defenderse y protegerse de todo lo que amenace su vida bioloí gica, que
actuí a como un soí lido fundamento a partir del cual, con la ayuda de la razoí n, buscar
el mejor modo de satisfacer sus necesidades. No obstante, la libertad moral le
permite atentar contra ese instinto, puede dejarse morir de hambre, que no deja de
ser un modo negativo de reconocer la dependencia de lo bioloí gico.
Una postura que recibioí una contundente críítica por parte de Hegel, para
quien si lo que hay en el hombre es solo “natural”, si se prescinde de su espííritu, y
de la posibilidad de una cultura, solo queda pura bestialidad, una animalidad
anaí rquica ni siquiera regulada por los instintos.
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De alguí n modo las necesidades humanas se van configurando con el tiempo a
partir de una especie de circularidad entre su indefinicioí n y los modos maí s
convenientes de darles satisfaccioí n en cada momento. En ese sentido son
provisionales, abiertas a un modo mejor de darles satisfaccioí n, variables con cada
momento y circunstancia.
Aunque pueda parecer paradoí jico se podríía decir que las necesidades
humanas son “naturalmente artificiales”. Asíí por ejemplo, la necesidad de comer es
del hombre completo, unioí n de su espííritu con su cuerpo, de modo que aunque
brota de lo fisioloí gico de su organismo, en seguida es objetivada dando lugar a
conceptos como hambre y alimento, que hacen posible su satisfaccioí n cultural, y
que nunca sea satisfecha plenamente.
Como hemos visto esa insaciabilidad proviene sobre todo de su espííritu, del
deseo de saber que le lleva a experimentar nuevas sensaciones. Seríía un error
juzgar negativamente ese deseo de lo mejor, tomarlo como un impedimento a una
conducta eí tica, sino todo lo contrario, es lo que hace posible una verdadera
conducta eí tica, hacer lo bueno y lo mejor posible en cada momento.
Las técnicas
Vamos ahora detenernos en las teí cnicas, otro elemento esencial de la
economíía, que vienen a ser como el modo de enfocar las necesidades humanas
desde la libertad pragmaí tica, desde el trabajo.
Las teí cnicas son un tipo de saber praí ctico, adquirido por experiencia,
improvisando y resolviendo problemas, que permiten satisfacer, siempre de modo
provisional, las distintas necesidades humanas.
Hay tantas teí cnicas como necesidades se le plantean al hombre, cada una de
ellas definida por su propio objeto. Asíí, por ejemplo, la medicina tiene por objeto la
salud, o la arquitectura la casa. El objeto de cada teí cnica, aunque venga definido en
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cada momento histoí rico, nunca se acaba de conocer, por lo que siempre puede ser
realizado de muchas maneras, incluso por las que todavíía no se conocen.
Entre las necesidades y las teí cnicas hay una especie de circularidad, pues de
alguí n modo se configuran mutuamente. Ademaí s, tanto las teí cnicas como la
necesidades forman un plexo, un entramado de relaciones que hay que ordenar en
cada caso, aquíí y ahora.
Las teí cnicas son verdadero conocimiento, lo cual quiere decir que se conocen
las causas de lo que se hace, no como los animales que hacen cosas por instinto, sin
conocer sus causas. Hay animales que construyen nidos, colmenas, tuí neles, etc.,
pero no se pueden llamar artefactos, ya que se realizan por instinto o experiencia,
no por conocimiento de sus causas. El artesano, por el contrario, sabe desde el
principio lo que quiere hacer, tiene en su mente alguna idea del resultado final de
las operaciones que tiene que llevar a cabo. Para hacer un puente es necesario que
de alguí n modo esteí primero, como disenñ o, en la mente del que pretende
construirlo, uí nico modo de ordenar las operaciones de modo eficiente.
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Ese fundamentarse del saber hacer humano, de la teí cnica, la ciencia y en
general de la cultura, en esa actividad humana prerreflexiva y preteoí rica es a lo que
se referíía Aristoí teles cuando decíía que “lo que hemos de hacer despueí s de haber
aprendido, lo aprendemos hacieí ndolo” (Etica a Nicoí maco, II, 1-5) Lo cual viene a
decir que la apertura del hombre a la verdad, se inicia con la espontaneidad de la
vida, de la que se sigue la norma, y acaba en la reflexioí n teoí rica. Un modo de
proceder que pone de manifiesto que hay una cierta circularidad en el modo
humano de aprender, pues la reflexioí n se hace maí s penetrante cuanto mayor es la
experiencia acumulada, o lo que es lo mismo, entendida.
Aunque, como hemos dicho, en las teí cnicas el objeto estaí de alguí n modo en el
principio, en la mente del artesano, principio que ordena y gobierna, pero su fin o
realizacioí n solo se logra por medio de un proceso de operaciones sucesivas, abierto
a lo inesperado, a problemas que exige improvisar, buscar nuevos caminos. De
modo que toda realizacioí n es siempre una aproximacioí n provisional, de lo que el
artesano de alguí n modo tiene en la cabeza, y que le lleva juzgar sobre el eí xito o
fracaso en lo efectivamente logrado.
Esto quiere decir que toda teí cnica tiene por fin un objeto contingente, cuya
existencia no estaí dada desde el principio, sino que depende del saber hacer
operativo, de la praí ctica del oficio, de la habilidad para enfrentar lo inesperado. El
objeto de una teí cnica es una realidad que se va desvelando en la medida que se le
va dando forma, cosa no siempre posible, ni plenamente alcanzable, sino
meramente probable.
Los objetos de las teí cnicas, del mismo modo que las necesidades humanas con
las que se corresponden, nunca estaí n perfectamente definidas, ya que dependen del
proceso, del camino existencial que une el principio con el final, y es ahíí donde se
puede juzgar la perfeccioí n del objeto realizado. Asíí por ejemplo, todo arquitecto
tiene en su cabeza una cierta idea de lo que es una casa, y lo que construye es
siempre una aproximacioí n a esa idea, sin que en la realidad nunca acabe de conocer
que es una casa. La arquitectura, como toda teí cnica es por tanto una tarea
interminable, que permite la continua buí squeda de la “casa”.
La propiedad y el trabajo
Los animales ocupan un espacio que constituye su “nicho ecoloí gico”, su
“habitat”, que les viene determinado desde fuera, donde se reproducen y viven. De
este modo se someten a una ordenacioí n natural o impuesta desde fuera, donde a
cada ser vivo le corresponde su lugar, en el que se dan las condiciones propicias
para el desarrollo de su especie.
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social o comunalmente, en el tiempo y el espacio, mediante el trabajo que como ya
hemos dicho es una actividad social. Aunque el principio de posesioí n reside en cada
persona, su ejercicio efectivo constituye una actividad social.
Decir que todos los bienes estaí n destinados a todos los hombres, de modo que
puedan trabajar para ayudarse y perfeccionarse mutuamente, no significa que no
pueda existir la propiedad de las familias, sino todo lo contrario, asegura que sin
estaí uí ltima no seríía posible el destino universal de los bienes. En este sentido se
puede decir que la propiedad tiene una estructura circular, no hay oposicioí n entre
el tener y el compartir, entre el tener para míí y el tener para todos.
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No hay propiedad efectiva sin trabajo, el cual a su vez no es posible sin
lenguaje, sin costumbres, sin leyes, sin teí cnicas, etc. En otras palabras la propiedad
efectiva solo es posible en alguí n tipo de comunidad, que a su vez remite a la
totalidad de todos los hombres.
El personaje novelesco Robinson Crusoe, un naí ufrago que trabaja solo en una
isla desierta, no deja de ser maí s que una ficcioí n ideoloí gica para favorecer la tesis
capitalista del fundamento estrictamente individualista de la propiedad y el trabajo.
Ahora bien si ese personaje puede trabajar y sobrevivir en esas condiciones es
porque se trata de un oficial de marina que ha naufragado con su lengua, su cultura,
sus costumbres, y su caja de herramientas, por lo que a pesar de su aislamiento
sigue perteneciendo a una comunidad cultural. En cualquier caso, mientras
permanezca aislado no se le puede calificar de propietario de la isla.
La propiedad y el intercambio
La sociedad estaí compuesta por un conjunto de familias que se comprometen
a vivir juntas, a tener en comuí n, respetando la propiedad y el modo de trabajar de
cada una de ellas. Eso es posible por la doble dimensioí n interna y externa, cerrada y
abierta que como acabamos de ver tienen tanto la propiedad como el trabajo.
Ahora bien, ademaí s de esa utilidad interna o directa de las cosas que son
propiedad de una familia, tienen tambieí n lo que podrííamos llamar una utilidad
externa o indirecta, en cuanto pueden servir para conseguir, mediante intercambio
-apertura a los otros- lo que no puede lograr por ella misma.
Mediante esa objetivacioí n de las relaciones las cosas tienen como una doble
utilidad: una interna y directa ligada al tener corporal propio de la familia, y otra
externa e indirecta ligada al tener social de la ciudad, una manera maí s amplia y maí s
racional de tener.
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Esta segunda objetivacioí n hace posible una propiedad social o en comuí n, que
por estar fundada en la familia se hace efectiva mediante el intercambio y la
divisioí n del trabajo. Si las cosas que pertenecen al patrimonio de una familia no
proporcionaran utilidad directa y personalizada, tampoco podríían, en el seno de la
sociedad, proporcionar esa utilidad indirecta o externa, que constituye el valor
econoí mico de todas las cosas, el que hace posible el intercambio y la divisioí n del
trabajo, que es lo propio de la ciudad.
Aristoí teles ya se habíía dado cuenta del doble uso que tienen todas las cosas.
Senñ alaba que, por ejemplo, una sandalia tiene un uso directo ser calzada, puesta en
un pie concreto, y otro uso indirecto, ser intercambiada. El primero es un uso
directo o interno, propio de las familias. El segundo es un uso indirecto o externo,
propio de la ciudad. Una misma cosa cambia su condicioí n seguí n se contemple
desde la propiedad familiar -como bien concreto- o desde la propiedad social -como
bien abstracto o mercancíía-.
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La razoí n antropoloí gica maí s honda de la vida en sociedad es el don, que no se
situí a primariamente en el plano de los bienes, sino en el de las relaciones
personales, y maí s en concreta de la amistad, en la alegríía de compartir, de la que
como hemos visto se sigue una ampliacioí n de la libertad pragmaí tica y la utilidad.
El intercambio y la producción
La produccioí n es el trabajo realizado en la ciudad, es decir especializado o
dividido, con vistas a la necesidad comuí n, que por definicioí n no es perfectamente
conocida, lo que conlleva incertidumbre y riesgo.
La moneda y la producción
La utilidad indirecta o comuí n se refiere a todos los bienes respecto a toda la
sociedad, una relacioí n real pero sumamente abstracta, por lo que suele ser
representada por un síímbolo, que conocemos como la moneda.
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El hecho de que la moneda es la mayor abstraccioí n de la necesidad se
manifiesta en que no tiene utilidad directa o en síí misma, por eso su fin natural es
circular. De ese modo se trasciende a síí misma haciendo posible que las cosas llegan
a manos de quienes las necesitan en cada momento, en forma ordenada. La
circulacioí n de la moneda facilita el ahorro, la anticipacioí n o previsioí n de
necesidades. Dicho de otra manera, la moneda actualiza el ejercicio de la
reciprocidad en el espacio y en el tiempo.
Por uí ltimo la moneda tambieí n puede ser entendida como la promesa de pago
por un recurso que se necesite en un futuro
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Toda cultura se alimenta de una especie de bucle entre experiencia y reflexioí n,
que hace posible su continuo cambio. Da lugar a un entramado de saberes y
artefactos que no dejan de cambiar, en el que surgen nuevas necesidades y medios
al tiempo que desaparecen otras. Toda cultura viene a ser como una continuada
expansioí n de la naturaleza humana. No es algo permanente y fijo sino siempre
cambiante. Supone experiencia, buena o mala, que lleva a mejorar o empeorar en el
conocimiento praí ctico y teoí rico.
Cada palabra que un ninñ o aprende se convierte en un “toí pico”, un lugar comuí n
de socializacioí n, mediante el uso de esa palabra va descubriendo su significado, el
“sentido comuí n” que todos le otorgan. De modo parecido, cada instrumento que
aprende a utilizar, se convierte en otro “toí pico”, otro medio de socializacioí n, de
descubrir su “uso comuí n”, para el que todos lo emplean.
Los “toí picos”, o lugares comunes de socializacioí n, son ademaí s cauce para dar
salida a las capacidades y aspiraciones propias de cada hombre.
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Sin lo recibido por tradicioí n cada hombre tendríía que descubrir por síí mismo
los modos de comportarse, por ejemplo, que es conveniente saludarse los unos a los
otros, presentarse a los desconocidos, dar las gracias cuando se recibe un regalo,
disculparse cuando hemos hecho algo mal, etc. Unos comportamientos que se
asumen libremente pero que de ninguí n modo son creacioí n de cada uno de
nosotros. Ademaí s, de ese modo las energíías humanas se pueden dedicar a la
solucioí n de nuevos problemas.
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En toda tradicioí n hay un cierto misterio pues no todo lo que se transmite
tiene el mismo valor o importancia. En su seno, junto a lo cambiante y lo efíímero, lo
destinado a ser olvidado, se recibe lo perenne, lo que permanece para siempre. Eso
que permanece para siempre tiene que ver con la pregunta que todo hombre se
formula de modo inevitable: ¿si toda generacioí n es ensenñ ada por la anterior que
sucedioí en los inicios? ¿Quieí n ensenñ oí a los primeros hombres? ¿Hubo una entrega
de una sabiduríía que el hombre recibioí de su Creador y que de alguí n modo
permanece para siempre?
La ley
Lo que da unidad a esa asociacioí n de familias, sea la ciudad o el Estado, es la
ley. Es muy revelador que en su origen la palabra griega nomos servíía tanto para
designar los muros de la ciudad, que la defiende y la mantiene unida, como las
normas que regulan la vida en comuí n.
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El objeto de la ley es por tanto hacer posible el logro del bien comuí n, el tipo de
vida que entre todos pretende conseguir. Formalmente es un conjunto de
proposiciones universales ordenadas a impedir todo tipo de conductas que se
opongan abiertamente al logro del bien comuí n.
La ley, junto con los bienes y las virtudes, es uno de los tres elementos que
hacen posible la perfeccioí n del hombre. La ley establece el marco que hace posible
la ordenacioí n de los bienes, con referencia al cual cada uno juzga si su accioí n es
buena o mala, permitiendo que cada uno se haga mejor o peor, adquiera virtudes o
vicios.
La ley no es una teoríía a priori que cada hombre puede establecer por su
cuenta sino que surge del ejercicio de la razoí n praí ctica, algo que solo es posible en
la vida en comuí n, apoyaí ndose tanto en la tradicioí n como en el sentido comuí n.
Tiene que ver con el saber hacer, con la solucioí n que de forma consuetudinaria se
ha ido dando a los problemas concretos que han hecho posible la vida comuí n de
una determinada comunidad humana, sea una ciudad o un Estado, o de cualquier
otro tipo.
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Asíí en la tragedia Antíígona de Soí focles se habla de una ley no escrita, no
formalizable en palabras, que estaí por encima de la ley escrita, la promulgada por
palabras humanas, que viene a ser una de las posibles concreciones de los
principios que constituyen la ley natural. Tambieí n los juristas romanos
distinguieron entre la ley civil, el derecho romano, y la ley de gentes, al tiempo que
reconocíían que ambas remiten a unos principios comunes, los propios de la ley
natural.
La ley humana apunta al bien comuí n que cada comunidad, ciudad o sociedad,
alcanza a ver en cada momento. Eso quiere decir que solo esa comunidad,
asociacioí n de familias, puede legislar sobre ella misma.
Ademaí s, como el hombre tiende a un fin que le excede, necesita de algo que
vaya maí s allaí de la ley natural, otro modo de acceder a la sabiduríía divina. Ese otro
modo de acceso es la lo que Dios graciosamente ha revelado en la persona de Cristo,
como, por ejemplo el misterio de su naturaleza trinitaria, o el misterio de un
hombre que es al mismo tiempo el Hijo de Dios. Esto constituye lo que se llama ley
divina, que no solo proporciona conocimiento sino la ayuda necesaria para que el
hombre pueda efectivamente alcanzar su fin.
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