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Filosofíía de la Economíía 2013

Tema 1. El fundamento de lo económico en el hombre

Introducción
La filosofíía de la economíía trata de responder a las preguntas que
normalmente no se plantean en la exposicioí n de las teoríías econoí micas. Por
ejemplo: ¿por queí el hombre tiene economíía?, ¿por queí tiene propiedad?, ¿queí
sentido tiene la vida del hombre?, ¿por queí tiene que trabajar?, etc. Asíí se
desencadena una sucesioí n de preguntas que tienen que ver con los fundamentos de
la accioí n humana hasta llegar a preguntas que no son faí ciles de responder. Tratar
de responder a estas preguntas hacen posible un mejor y maí s hondo entendimiento
de la economíía aportando luces y criterios para juzgar y comparar los distintos
modelos que a lo largo de los dos uí ltimos siglos se han elaborado para tratar de
explicar la conducta econoí mica.

Para adentrarnos en esta investigacioí n filosoí fica es imprescindible una


primera definicioí n aproximada de la economíía. Comenzaremos por afirmar que se
trata de un conocimiento praí ctico, donde se combinan la experiencia y la reflexioí n,
adquirido con el paso del tiempo en el seno de una comunidad, que tiene como
objeto hacer frente a los problemas cotidianos de la vida humana, con vistas a
resolverlos de la mejor manera posible. A partir de esa definicioí n la primera tarea
con la que se debe enfrentar la filosofíía de la economíía es aclarar que se quiere
decir con “vida humana”.

Sobre el sentido de la vida humana

“Pararse a pensar”
Una buena víía para entender la vida humana es presentarla en contraste con
la vida animal.

Los animales estaí n como insertos en la naturaleza, son parte del plexo de
procesos vitales o no que la constituye. Asíí por ejemplo, las ranas, viven en
determinados humedales, donde se críían mosquitos que las alimentan, para lo cual
se requiere un reí gimen de lluvias determinado, asíí como de una determinada
estructura y calidad del suelo, etc. etc.

Se podríía decir que todos los procesos naturales estaí n estructurados de modo
sisteí mico, regidos por una legalidad que los mantiene en un equilibrio
homeostaí tico.

En el seno de la naturaleza los organismos vivos estaí n sometidos a una


compleja interaccioí n de movimiento causa efecto, que es lo que estaí detraí s de esos
que llamamos instintos, y que tambieí n podríía ser descrito como principio de
“adaptacioí n al medio”. Todos ellos movidos desde fuera, tienden a su perfeccioí n o
finalidad, a su perfecta adaptacioí n a finalidad de todo el sistema.

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En la vida de los animales lo que cuenta es la especie, no cuentan los
individuos que se limitan a reproducirse con vistas al mantenimiento de la especie.
Todos se comportan del mismo modo de acuerdo a unos instintos fijos e iguales. A
su vez la interaccioí n de las distintas especies tiene como finalidad el
mantenimiento del orden que gobierna la marcha de la naturaleza.

Todos los seres vivos tienen su propia naturaleza, una fuerza o íímpetu que les
lleva a su fin y perfeccioí n, como el que lleva al huevo a convertirse en una gallina, o
una bellota en un roble; siempre que no haya alguí n obstaí culo que lo impida. De tal
modo que se puede decir que el fin, la gallina o el roble, estaí n como en potencia en
el principio, en el huevo o la bellota.

Lo que distingue al hombre del animal es que su vida no estaí totalmente


determinada por los instintos, que tambieí n tiene, aunque muy amortiguados, sino
que para llevarla adelante tiene que “pararse a pensar”. De esto se siguen unas
importantes consecuencias que vamos a exponer a continuacioí n.

El hombre se gobierna
La primera es que el hombre no esta totalmente gobernado desde fuera, sino
que puede gobernarse a síí mismo. Esto quiere decir que tiene intimidad, que no es
pura exterioridad como los otros animales. Una intimidad que le permite
“distanciarse” de lo natural o instintivo, sin que en ninguí n momento haya ruptura
separacioí n, porque el hombre no puede vivir fuera de la naturaleza.

Eso es debido a que el hombre es un animal dotado de un principio que de


forma claí sica se llama espííritu, algo que no proviene de la naturaleza.

Eso le permite conocer y amar, con su alma y con su cuerpo. Es duenñ o de síí
mismo, puede disponer de las cosas que le rodean, convertirlas en medios en orden
a unos fines que no dejan de planteaí rseles a traveí s de su propia existencia. Ese
continuo ascender por las cadena incesante de fines y medios le lleva a preguntarse
¿cuaí l es mi relacioí n con lo que me rodea? ¿Por queí existo? ¿Por queí me veo
obligado a disponer de mi mismo y del mundo?

Tener conciencia de síí mismo, quiere decir que el hombre tiene una identidad,
que puede proyectarse en un futuro que tambieí n depende de su libre eleccioí n.
Como de modo muy sugerente ha dicho Nietzsche “el hombre es el uí nico animal
que puede prometer”.

Los otros animales no se destinan, sino que maí s bien son destinados a un fin
externo, al que tiende de modo instintivo o no reflexivo. No cabe duda de que
disponen de una individualidad, de una “inmunidad” fisioloí gica, pero no de
identidad, no son duenñ os de síí mismos, no pueden gobernarse.

El hombre tambieí n tiene una naturaleza, pero debida a la presencia del


espííritu, es distinta a la de los otros animales, ya que su fin y perfeccioí n no se agota
en la plenitud de lo corporal bioloí gico. Como superpuesta a la potencia natural que
lleva desde el embrioí n al ser humano adulto, estaí la potencia propia del espííritu,
que es mucho mayor, hasta el punto de parecer ilimitada. un movimiento.

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Lo propio de la vida humana es que se proyecta hacíía un fin que parece
inalcanzable, que apunta maí s allaí del arco temporal de su vida bioloí gica. Un fin que
de alguí n modo expresoí Aristoí teles al inicio del libro A de la Metafíísica, cuando dijo
que “todos los hombres por naturaleza desean saber”, lo cual quiere decir que
apunta a la fuente misma de la verdad y del ser.

Podemos concluir diciendo que debido a la presencia del espííritu, la


naturaleza humana es “mas que natural”, que trasciende y apunta maí s allaí de lo que
sucede en la naturaleza. Dicho de otra manera, que el hombre es persona.

El hombre el animal que habita


La presencia del espííritu permite al hombre conocer u “objetivar” los procesos
naturales, tenerlos como objetos. Porque los tiene primero en la mente, como
objeto, puede tener las cosas “en la mano”.

Un ejemplo puede ayudar a entender mejor lo que acabamos de decir. El


hombre puede disponer del agua porque la conoce como objeto, como concepto.
Porque sabe que es un lííquido, sin olor, ni sabor, ni color, puede disponer de ella,
destinarla a distintos fines: beber, regar, limpiar, apagar el fuego, etc. Un anima
desconoce el agua como objeto, se limita a tomarla cuando guiado por el instinto se
ve impulsado hacia ella.

Como decíía Aristoí teles “el alma humana puede en cierto modo hacerse toda
las cosas”, indicando con la expresioí n “en cierto modo” que no es lo mismo el tener
la mano, o tener praí ctico-corporal, que tener en la mente.

El tener seguí n el espííritu es maí s fuerte y permanente que el tener corporal o


externo, pues ni se pierde ni es excluyente, sino radicalmente participativo y social.
De todas maneras ninguna cosa se puede tener de modo praí ctico o corporal si
primero no se ha tenido en la mente como objeto o pensamiento.

El tener seguí n el espííritu, hace posible la ordenacioí n del tiempo, fundamento


del tener seguí n el cuerpo, que conlleva la ordenacioí n externa o del espacio. Si el
hombre no se “para a pensar”, que implica prever, ordenar seguí n el tiempo o fijar
fines, no puede proceder a ordenar seguí n el espacio, disponer de los medios, que
hace posible la organizacioí n de la propiedad y el trabajo, como luego veremos.

El hombre tambieí n objetiva o posee los procesos de su propio cuerpo. La


“sed”, por ejemplo, es una objetivacioí n de un estado orgaí nico, resultado de una
reflexioí n sobre lo que pasa en su cuerpo. La idea de sed permite dar solucioí n a esa
necesidad humana de muchos modos: bebiendo agua, tomando el jugo de una fruta,
con vino, etc. Lo cual le permite un cierto control sobre el impulso natural a beber,
ordenarlo en el tiempo, hacerlo ahora o maí s tarde, y en el espacio, en la fuente, en el
bar, en caso, con un vaso, con la mano, etc. , etc.

Podemos concluir que el hombre tiene tiempo y espacio, puede dilatar la


inmediatez del automatismo tíípico de lo instintivo. No vive en la inmediatez e
instantaneidad de los animales, que estaí n en el tiempo y el espacio pero no lo

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tienen, no pueden prever, ordenarlo, apuntar a fines que estaí n maí s allaí del
momento presente, que todavíía no existen.

En otras palabras, el hombre “tiene” futuro o capacidad de previsioí n, puede


fijarse fines que estaí n por venir, que por eso mismo pueden realizarse de muchos
modos. No se trata de algo pasivo, que sucederaí sin contar con eí l, como les ocurre a
los animales que estaí n a la espera de lo que suceda a su alrededor, sino que de
alguí n modo puede ir configurando su propio futuro.

Precisamente porque preveí el hombre es el uí nico animal que trabaja, que


ordena medios y fines con vistas a un futuro que en gran parte depende de su
propio esfuerzo. Los otros animales no trabajan porque no preveí n, no tienen futuro,
su perfeccioí n ya estaí dada en la dinaí mica de sus instintos.

Hay todavíía otro modo de habitar o tener maí s intríínseco al hombre que el
corporal y el intelectual, el que podrííamos llamar seguí n naturaleza. Esto es debido a
que el hombre al obrar no solo modifica su entorno, creando su mundo, sino que
modifica, para mejor o para peor el principio de su accioí n, dando lugar a haí bitos
buenos o malos, a virtudes o vicios, que vienen a constituir algo asíí como una
segunda naturaleza.

El virtuoso incrementa su futuro, su accioí n es cada vez mejor, mientras que el


vicioso lo disminuye, su accioí n se hace cada vez maí s torpe, con menos futuro. Este
modo de tener intríínseco, no se refiere a lo externo, a un aumento o disminucioí n de
recursos, que seríía situarse en el plano de los medios, sino a un aumento o
disminucioí n de libertad, de ampliar o cerrar las posibilidades de su accioí n.

De todas maneras estaí forma tan intríínseca de tener que son las virtudes y los
vicios son esencialmente sociales, ya que son los virtuosos los que potencian la
accioí n de los demaí s.

Esta forma maí s superior e intríínseca de tener pone de manifiesto que e


hombre es capaz de un crecimiento irrestricto, con la adquisicioí n de unos bienes
que no son externos, sino que le enriquecen en cuanto persona, en la raííz misma de
su accioí n.

Tambieí n pone de manifiesto que hombre es maí s de lo que es en cada


momento, pues dispone de unas potencias o facultades que le permiten mejorarse o
empeorarse con la accioí n, dando lugar a algo asíí como una segunda naturaleza, que
se anñ ade a la primera. Este dominio del hombre sobre su propio modo de ser es lo
que constituye su libertad moral.

Los tres modos de tener se implican mutuamente de forma ordenada. Asíí, por
ejemplo, el recto ejercicio del entendimiento y la voluntad, inducen, hacíía abajo, un
mejor modo de organizar la propiedad y el trabajo, y hacia arriba unas virtudes, una
mayor facilidad para actuar de modo cada vez maí s perfecto.

El hombre dispone de libertad pragmática

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En cuanto que preveí , en cuanto que organiza su futuro, en cuanto que trabaja,
el hombre puede hacer las cosas de muchas maneras, ordenando los medios y fines
de muchos modos posible, sin que sepa exactamente cuantos, pues siempre cabe la
posibilidad de la improvisacioí n y el descubrimiento.

Eso constituye la dimensioí n pragmaí tica o corporal de su libertad, la que se


manifiesta en el plano de los medios. Es el tipo de libertad de la que se ocupa maí s
directamente la economíía.

Los modos de organizar la cadena de medios fines que hacen posible la


libertad pragmaí tica es potencialmente interminable, no solo porque los medios
sean muchos, sino por que los fines, como el horizonte, se desplazan cuando se
avanza hacia ellos.

En ese sentido se puede decir que el futuro del hombre es auteí ntico cuando
no se puede “desfuturizar”, lo cual no quiere decir que nunca se alcance, sino que
siempre que se alcanza se desvela como algo inesperado, mejor y maí s amplio de lo
que parecíía antes de alcanzarlo. El que trabaja bien, descubre que su futuro siempre
estaí maí s allaí , que nunca alcanza su fin, pues siempre descubre nuevos y maí s
amplios horizontes. Eso es lo que alguí n modo se quiere expresar cuando se dice
que hombre tiende a la felicidad, pero que en realidad no sabe en que consiste, pues
siempre es maí s de lo que parecíía, se desplaza maí s allaí . Lo cual por otro lado pone
de manifiesto que la felicidad es una mejor y mas gozosa actividad.

El hombre dispone de libertad moral


El hombre cuando trabaja por un lado modifica su exterior, dando lugar al
artefacto, a lo construido, la poiesis, o el facere, pero tambieí n de modo inseparable
modifica su interior, su modo de ser, dando lugar a virtudes o vicios, a la praxis, o el
agere.

La libertad pragmaí tica se refiere al resultado externo, a lo poiético, la libertad


moral se refiere a lo práxico, al modo de llevar a cabo la accioí n de al manera que
mejore o empeore el principio de la accioí n, a la persona o sujeto de la accioí n. Se
desenvuelve por tanto en el plano de los fines, tiene que ver por tanto con la
ordenacioí n del tiempo.

La libertad trascendental
En la libertad pragmaí tica el fin queda fuera de la eleccioí n. Si lo que trato, por
ejemplo, es buscar el mejor modo de ir a Paris, la eleccioí n se limita al medio, al
modo de hacerlo. Lo que cuenta es la eficiencia. En el momento en que un fin pasa a
ser objeto de eleccioí n queda inmediatamente convertido en medio. Si lo que
pretendíía era ir a Paris, como un medio para ir a Londres, ya no se trata
exactamente de un fin, por lo que puede ser cambiado.

En la libertad moral la finalidad es maí s inamovible, pues todo hombre tiende


naturalmente al bien, por lo que la eleccioí n se plantea en que sea el bien aquíí y
ahora.

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En ambos casos los fines pueden ser cambiados, pero se intuye que hay un fin
uí ltimo que no puede ser cambiado, que no es objeto de eleccioí n por parte del
hombre, pues en caso contrario no seríía el uí ltimo, el que hace posible toda la
cadena de medios y fines, sin el cual no habríía posibilidad de accioí n. Ahora bien,
por ser el uí ltimo, el hombre no lo conoce plenamente desde el principio, sino que lo
va descubriendo en la medida en que trabaja bien, en la medida que se hace mejor
como persona. Se puede decir por tanto que el hombre estaí como apuntado hacia
ese fin uí ltimo, que de alguí n modo estaí presente en toda la interminable cadena de
medios y fines con la que incesantemente se enfrenta el hombre, pero que de alguí n
modo le resulta inalcanzable.

La libertad trascendental tiene que ver con la apertura o cerramiento hacia


ese fin uí ltimo. Tanto la libertad pragmaí tica como la moral no tendríían sentido sino
llevara al encuentro con ese fin uí ltimo, pues el crecimiento sin teí rmino de la
potencia natural por síí misma no tiene sentido. Ese fin puede ser descrito como la
realizacioí n como persona, el encuentro con Dios. En este sentido la libertad
trascendental, el encuentro con la fuente de la verdad y el ser, es un don, algo que
no consigue el hombre por sus propias fuerzas.

El uí ltimo fin es una llamada, una vocacioí n, que puede ser respondida o no. Esa
es por tanto la esencia misma de la libertad trascendental, la aceptacioí n o el
rechazo de Dios. Es la aceptacioí n de la verdad, algo que supera al hombre, lo que le
hace libre de manera plena y definitiva.

Se entiende ahora mejor que la felicidad no puede ser un estado, un


estancamiento, sino una actividad, un continuo avanzar en la mejora de la propia
accioí n, dando lugar a la apertura de nuevos horizontes de futuro. En este sentido
solo es libre el que continuamente avanza mejor y maí s faí cilmente, el que siempre
tiene camino por delante. Por contraste el que debido a los vicios se cierra los
caminos, se queda sin futuro, deja de ser libre para quedar estancado en su propia
miseria.

Se puede decir que el hombre feliz es el que nunca repite la misma accioí n, el
que siempre avanza por un camino siempre nuevo. Al hombre la vida no le viene
dada, no se limita a la rutina de la vida animal, que guiada por los instintos es
siempre la misma, sino que la tiene que ir disenñ aí ndola libremente, al tiempo que
“aprende a vivir”, que es mejorase a síí mismo, hacerse maí s libre o lo que es lo
mismo maí s feliz.

El hombre constructor del mundo


El hombre tiene que trabajar pues es el uí nico modo perfeccionarse, de poner
por obra las tres dimensiones de su libertad, de abrirse camino hacíía su uí ltimo fin.

El hombre tiene que trabajar porque no se adapta a las condiciones del medio,
como los animales, sino que dentro de la flexibilidad que le permite la legalidad de
la naturaleza, y aprovechaí ndose de ella, va creando su mundo, el aí mbito propio de
la vida humana.

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El mundo del hombre estaí compuesto por un plexo de artefactos, como la
lengua, las creencias, las costumbres, la casa, los utensilios, etc., que hacen
referencia los unos a los otros, seguí n un orden que el hombre ha anñ adido al de la
naturaleza. La unidad de ese plexo proviene del habitar humano, del espííritu del
hombre.

Al mismo tiempo que construye su “mundo exterior”, el de los artefactos que


constituyen su hogar, el hombre va realizando su “mundo interior”, el aí mbito propio
de los fines e intenciones, que le hacen mejor o peor en cuanto a su propia
intimidad, a su persona.

El mundo por tanto no es algo originario y espontaí neo, como la naturaleza,


sino resultado del continuado ejercicio del trabajo. Eso es patente cuando se
contemplan los restos de una antigua civilizacioí n en mitad de una selva que poco a
poco ha acabado por engullirla, por volverla a la naturaleza.

Podemos concluir diciendo que la economíía es el tipo de conocimiento que el


hombre necesita para llevar adelante su trabajo, para construir y mantener su
mundo, para dar expresioí n y sentido a su vida. Le permite descubrir el mejor modo,
aquíí y ahora, de administrar los recursos, de organizar los medios con vistas a una
vida que sea lo maí s lograda posible. Esto uí ltimo desvela que el saber econoí mico, se
poya en otros conocimientos como la religioí n, la eí tica, la políítica, el derecho, etc.

El hombre animal cultural


En el hombre no hay identidad entre su esencia y su existencia, como sucede
en Dios, sino que su esencia puede ser mejorada o empeorada seguí n el modo que
lleve a cabo su existencia.

Toda definicioí n del hombre que no de entrada a lo existencial es radicalmente


deficiente, pues lo que hay en el fondo de todo hombre es una anticipacioí n, que
necesita ser realizada, una llamada a la continua superacioí n de síí mismo.

Desde el punto de vista de la esencia, todos los hombres tienen la misma


dignidad, lo cual no quiere decir que sean iguales, solo a lo largo de su existencia,
cada uno, a traveí s de su libre obrar, va poniendo algo propio de síí mismo, dando
lugar a su identidad personal, al tiempo que contribuye a la continua construccioí n
del mundo al que se ha incorporado.

Cada hombre recibe una dotacioí n natural, de la que no es responsable, y otra


adquirida a lo largo de su vida de la que si es responsable, aunque no solo eí l, sino
tambieí n su proí jimo, aquellos con los que de modo maí s inmediato se ha relacionado.
El desarrollo de una persona depende por tanto de muchos factores que se
articulan de modo complejo, dejando a salvo su libertad, de modo especial la
trascendental o su condicioí n de persona.

Asíí como la semilla para crecer necesita de la tierra, la humedad, el calor, la


luz, etc., cada hombre para crecer necesita de un ambiente cultural, principalmente
de una familia, en la que con la crianza, el aprendizaje mimeí tico y de modo especial
con el lenguaje se le proporciona una visioí n del mundo, del hombre y de Dios. De

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ese modo se le inicia en el ejercicio de su libertad pragmaí tica, moral y
trascendental.

Poco a poco, va pasando desde un gobierno externo o despoí tico, que es el


propio de los instrumentos y de alguí n modo de los animales, a un gobierno interno
políítico, que supone que ha llegado al “uso de razoí n”, o lo que es lo mismo del
lenguaje. Solo entonces puede tomar sus propias decisiones, adquirir su identidad
frente al medio cultural en el que ha sido educado.

La palabra y el uso de la razoí n, esencia del gobierno políítico, permite al


hombre decir lo bueno y lo malo, argumentar a favor y en contra de lo que se debe
hacer y de lo que se debe evitar, algo que se llama políítico porque no es posible maí s
que en el seno de alguí n tipo de comunidad.

Ninguí n hombre pueda disenñ ar y realizar por síí solo y desde el principio el tipo
de vida que quiere llevar, sino que la recibe en el seno de una familia, donde es
educado. Es a partir de esa herencia cultural como cada uno puede hacer su propia
vida, definir su propia identidad, que en lo externo no seraí muy distinta a la de los
otros hombres de su misma cultura, pues sigue unos patrones comunes que se han
ido formando a lo largo de la historia.

A traveí s del propio cuerpo el espííritu humano establece conexioí n con el


espííritu de los otros hombres, dando lugar a lo externo, la cultura, comuí n a todos, y
a lo interno, la formacioí n del caraí cter, que es propio de cada uno. Es traveí s de esa
especie de ampliacioí n corporal que es la cultura como los hombres forman una
unidad, se hacen los unos responsables de los otros, al tiempo que se mejoran o se
empeoran mutuamente.

En este sentido el hombre es un animal social no tanto porque tenga espííritu,


que por síí mismo se quedaríía aislado, sino porque tiene cuerpo, con el que se une
tanto a la naturaleza como a los otros hombres.

El hombre nace de modo muy parecido a como lo hacen muchos animales


superiores, pero aunque enseguida se diferencia por la posibilidad de una cultura,
de una mejora sin teí rmino, de ninguí n modo puede prescindir de ese sustrato
animal que la hace posible. Dicho de otra manera el espííritu humano no podríía
hacer brotar la cultura sin ese apoyo en la corporalidad humana, surgida de la
animal.

No es muy correcto decir que el hombre viene al mundo tan quam tabula rasa,
ya que al nacer en el seno de una familia recibe tanto una herencia bioloí gica
implíícito en la estructura de su propio cuerpo, por ejemplo el tamanñ o del cerebro,
como una cultura. Hay una cierta interaccioí n entre corporalidad y cultura. Vivir en
una cultura atrasada o avanzada tiene consecuencias a corto como a largo plazo
sobre la corporalidad.

La mente no es posible sin el cerebro, ni este sin el resto de su cuerpo, y


todavíía maí s, sin el resto del mundo y la cultura en la que vive, la cual a su vez

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tampoco es posible sin el resto de la naturaleza. En ese sentido el pensar humano,
aunque sea algo propio de cada uno, es al mismo tiempo una actividad social.

Asíí como el fuego para mantenerse encendido, para seguir brillando y


quemando, necesita de la madera, el espííritu humano para dar luz, para seguir
brillando necesita de la corporalidad humana, de la cultura.

El hombre que conoce y ama es el hombre completo, con su cuerpo y su


espííritu, formando una unidad sustancial, pero todavíía maí s, unido a los demaí s
hombre en la cultura comuí n.

Mediante ese proceso de educacioí n o enculturacioí n el hombre se hace maí s


independiente de lo recibido, en la medida que conoce y juzga libremente sobre lo
recibido. Va tomando conciencia de su propia identidad y libertad. Hay una cierta
paradoja en que el hombre para singularizarse tenga previamente que ser
socializado.

La eí tica, la políítica, la economíía, y en general todo lo que ordena el trabajo que


el hombre lleva a cabo en la continua construccioí n de su mundo es imprescindible
para la aparicioí n del hombre completo, de eso que podrííamos llamar la humanidad
en toda su plenitud.

Los elementos de lo económico

La búsqueda de lo bueno y lo mejor


¿Si el hombre parece estar destinado a un continuo avanzar maí s allaí de lo que
es en cada momento, de una continua superacioí n, coí mo puede estar seguro de que
avanza en la buena direccioí n? La respuesta es que no estaí al alcance del hombre esa
seguridad. Todo intento de establecer desde el principio que sea la verdad, de saber
cual es su futuro, supondríía una contradiccioí n, resultaríía incompatible con la
libertad, con la posibilidad de seguir caminando.

Cuando Descartes propuso un meí todo que asegurara que el hombre siempre
avanza con seguridad por el camino correcto, sustituyoí la verdad, que estaí en el
final, por la certeza que estaí en el presente, con lo que ahora seí . Seguí n ese meí todo
el conocimiento solo puede ser garantizado desde lo que ya se conoce, con lo que se
estaí negando saber maí s de lo que se sabe.

De modo parecido a Platoí n, sosteníía Descartes que la perfeccioí n estaí desde el


principio en el mismo hombre. En consecuencia el hombre quedaríía reducido a su
esencia. Su existencia, la historia y el progreso no le anñ adiríían nada, se limitaríían a
descubrir lo que en el fondo ya sabíía.

Tanto Descartes como Platoí n desconfiaban de la naturaleza sensible y de la


corporalidad humana, razoí n por la que el espííritu humano a la hora de caminar
hacíía la verdad debíía cerrarse sobre síí mismo, apoyarse solo en las leyes de la
mente. Lo cual es un planteamiento espiritualista e individualista, donde se supone
que la vida de cada uno nada tiene que ver con la de los demaí s.

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Desde un enfoque realista el uí nico modo de avanzar hacia la verdad es
abrieí ndose a la realidad sensible a traveí s de su cuerpo, lo cual comienza por
enfrentarse con los problemas maí s praí cticos e inmediatos, los que constituyen el
aí mbito propio de la economíía: resolver las necesidades humanas maí s inmediatas.

El deseo humano de saber se apoya en ese íímpetu vital que le lleva a


comenzar por saber algo tan modesto como aprender a alimentarse. El saber
humano comienza por aprender a vivir como hombre, pues el fin de la vida humana
solo se puede descubrir desde dentro de ella misma. No se puede descubrir
pensando, sino viviendo rectamente.

La vida humana no puede enfocarse como autosuficiente, pues eso seríía


prescindir de su espííritu, de su apertura a lo infinito a traveí s de su corporalidad.
Esa es la críítica que hizo Hegel a la concepcioí n naturalista que teníía Rousseau del
hombre. Sin cultura, una tarea que nunca culmina, en el hombre solo quedaríía
animalidad anaí rquica y caoí tica, ni siquiera reglada por el orden de la naturaleza.

El uí nico modo de avanzar en el conocimiento de la verdad es en el seno de


una comunidad, formando parte de una tradicioí n, donde entre todos se trata de
establecer el modo recto de vivir.

El mundo con su innovacioí n y artificio, la cultura y la historia, no se pueden


desgajar del hombre, pues son su misma vida, el camino hacíía ese fin que como el
horizonte no deja de alejarse con el mismo avanzar hacia eí l.

Las necesidades humanas


Las necesidades humanas son por definicioí n “un medio”, es decir, abiertas e
indefinidas, apuntadas a un fin que siempre acaba por estar maí s allaí . Por eso no es
posible satisfacerlas de modo completo y definitivo. Nunca se llegaraí a un estado
donde las necesidades humanas queden definitivamente resueltas. Eso solo es
posible con los animales, que en realidad no tienen necesidades sino estados
orgaí nicos oscilantes.

Si las necesidades del hombre no fueran insaciable no tendríía posibilidad de


avanzar en su conocimiento, se quedaríía bloqueado y estabilizado alrededor de un
estado orgaí nico perfectamente definible, que vendríía a ser como su “atractor”. La
insaciabilidad de las necesidades humanas no es por síí mismo una imperfeccioí n
sino un reflejo de que el fin del hombre parece consistir en una misteriosa apertura
a una perfeccioí n sin teí rmino.

Las necesidades humanas son anfibias, brotan de un impulso no consciente,


de un instinto animal muy debilitado, que inmediatamente es acogido en plano de
lo consciente y racional, donde se manifiestan como problemaí tica, haciendo
necesario el ejercicio de la libertad pragmaí tica del hombre, para encontrarle la
mejor solucioí n.

La libertad pragmaí tica no es absoluta sino que se mueve entre la univocidad


de la naturaleza y la equivocidad de la razoí n. Por un lado la satisfaccioí n de esas

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necesidades no puede hacerse contra la naturaleza. Nadie puede elegir alimentarse
sin tomar nada, ni pensar sin su cerebro, etc. Como todos los demaí s animales el
hombre mantiene un fuerte instinto de conservacioí n o supervivencia, una
tendencia a defenderse y protegerse de todo lo que amenace su vida bioloí gica, que
actuí a como un soí lido fundamento a partir del cual, con la ayuda de la razoí n, buscar
el mejor modo de satisfacer sus necesidades. No obstante, la libertad moral le
permite atentar contra ese instinto, puede dejarse morir de hambre, que no deja de
ser un modo negativo de reconocer la dependencia de lo bioloí gico.

Al apoyarse en el conocimiento, que por naturaleza es social y cultural, las


necesidades humanas tambieí n estaí n constituidas social y culturalmente, a partir de
la experiencia acumulada por las generaciones anteriores. Como ya hemos dicho si
cada hombre, tuviera que descubrir por síí mismo y desde el principio el modo de
satisfacer sus necesidades, sino contase con la comunicacioí n y el lenguaje, no
habríía habido ninguí n avance en el saber, y desde el punto de vista bioloí gico el
hombre no habríía sido viable.

Por ser racional el hombre es omníívoro en el sentido maí s extenso de la


palabra, pero lo es porque es animal social. Si cada uno hubiera tenido que
descubrir por síí mismo lo que es un veneno, hace tiempo que no quedaríían
hombres sobre la tierra. Precisamente porque es racional el hombre necesita ser
ensenñ ado, aprender a vivir en una comunidad de experiencia compartida. No
podríía ser omníívoro de modo efectivo sino fuese tambieí n gastroí nomo, sino
compartiera un conocimiento, el arte culinario, parte de una cultura recibida por
tradicioí n, que le permite seguir ampliando su modo de satisfacer la necesidad de
comer, sin poner en peligro su propia subsistencia.

La ausencia de instintos, que hace al hombre tan inviable desde el punto de


vista bioloí gico, se ve compensada por la mediacioí n de una cultura, de una razoí n
compartida, de un mundo, que lo lleva siempre maí s allaí de síí mismo. La afirmacioí n
de Pascal de que el hombre supera infinitamente al hombre, tambieí n quiere decir
que el hombre en cuanto totalidad, unido por su espííritu a todos los hombre, supera
sus limitaciones individuales.

El hombre no puede vivir de modo “puramente natural”, como pensaba


Rousseau, -en parte como reaccioí n al racionalismo de Rousseau- pues implicaríía
una contradiccioí n. Desde su punto de vista, cuando el hombre abandonaba la
Naturaleza y entraba en la historia, se corrompíía, perdíía su bondad natural. Dando
a entender que existíía algo asíí como una naturaleza humana precultural
autosuficiente y cerrada sobre síí misma. Seríía negar su espííritu y por tanto su
dimensioí n cultural. Incluso auí n cuando quisiera vivir desnudo, no dejaríía de ser
una forma aberrante de cultural.

Una postura que recibioí una contundente críítica por parte de Hegel, para
quien si lo que hay en el hombre es solo “natural”, si se prescinde de su espííritu, y
de la posibilidad de una cultura, solo queda pura bestialidad, una animalidad
anaí rquica ni siquiera regulada por los instintos.

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De alguí n modo las necesidades humanas se van configurando con el tiempo a
partir de una especie de circularidad entre su indefinicioí n y los modos maí s
convenientes de darles satisfaccioí n en cada momento. En ese sentido son
provisionales, abiertas a un modo mejor de darles satisfaccioí n, variables con cada
momento y circunstancia.

No tiene “necesidades naturales” fijas y bien establecidas, como la de los


animales, y que satisfacen del mismo modo guiados por las conductas que les
imponen sus instintos.

Aunque pueda parecer paradoí jico se podríía decir que las necesidades
humanas son “naturalmente artificiales”. Asíí por ejemplo, la necesidad de comer es
del hombre completo, unioí n de su espííritu con su cuerpo, de modo que aunque
brota de lo fisioloí gico de su organismo, en seguida es objetivada dando lugar a
conceptos como hambre y alimento, que hacen posible su satisfaccioí n cultural, y
que nunca sea satisfecha plenamente.

Como hemos visto esa insaciabilidad proviene sobre todo de su espííritu, del
deseo de saber que le lleva a experimentar nuevas sensaciones. Seríía un error
juzgar negativamente ese deseo de lo mejor, tomarlo como un impedimento a una
conducta eí tica, sino todo lo contrario, es lo que hace posible una verdadera
conducta eí tica, hacer lo bueno y lo mejor posible en cada momento.

No se puede olvidar que precisamente a traveí s de esa continua redefinicioí n


cultural de sus necesidades como el hombre, al tiempo que va estableciendo su
identidad, se aproxima al sentido y finalidad uí ltima de su vida.

A partir de esa apertura o indefinicioí n de las necesidades humanas nunca


dejan de avanzar saberes praí cticos como la gastronomíía, por ejemplo, donde es
posible armonizar lo uí til con el buen gusto y el sentido de la esteí tica, que son como
la base y fundamento de la virtud de la sobriedad, que es a su vez la cumbre de la
gastronomíía. Quien de verdad sabe apreciar un buen vino es el hombre sobrio, el
que ha sido educado para apreciar no solo la bondad que hay en el vino, su sabor,
olor, color, etc., sino tambieí n el sentido profundo del banquete, de la vida buena en
companñ íía de familiares y amigos.

Las técnicas
Vamos ahora detenernos en las teí cnicas, otro elemento esencial de la
economíía, que vienen a ser como el modo de enfocar las necesidades humanas
desde la libertad pragmaí tica, desde el trabajo.

Las teí cnicas son un tipo de saber praí ctico, adquirido por experiencia,
improvisando y resolviendo problemas, que permiten satisfacer, siempre de modo
provisional, las distintas necesidades humanas.

Hay tantas teí cnicas como necesidades se le plantean al hombre, cada una de
ellas definida por su propio objeto. Asíí, por ejemplo, la medicina tiene por objeto la
salud, o la arquitectura la casa. El objeto de cada teí cnica, aunque venga definido en

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cada momento histoí rico, nunca se acaba de conocer, por lo que siempre puede ser
realizado de muchas maneras, incluso por las que todavíía no se conocen.

Entre las necesidades y las teí cnicas hay una especie de circularidad, pues de
alguí n modo se configuran mutuamente. Ademaí s, tanto las teí cnicas como la
necesidades forman un plexo, un entramado de relaciones que hay que ordenar en
cada caso, aquíí y ahora.

Las teí cnicas son verdadero conocimiento, lo cual quiere decir que se conocen
las causas de lo que se hace, no como los animales que hacen cosas por instinto, sin
conocer sus causas. Hay animales que construyen nidos, colmenas, tuí neles, etc.,
pero no se pueden llamar artefactos, ya que se realizan por instinto o experiencia,
no por conocimiento de sus causas. El artesano, por el contrario, sabe desde el
principio lo que quiere hacer, tiene en su mente alguna idea del resultado final de
las operaciones que tiene que llevar a cabo. Para hacer un puente es necesario que
de alguí n modo esteí primero, como disenñ o, en la mente del que pretende
construirlo, uí nico modo de ordenar las operaciones de modo eficiente.

En cualquier caso el origen de las teí cnicas no es la reflexioí n, que viene


despueí s, sino la experiencia. Se podríía decir que las teí cnicas surgieron de algo asíí
como el juego, de un modo de hacer irreflexivo o intuitivo. Solo mediante una
reflexioí n posterior sobre lo sucedido se descubrieron las causas de lo que aparecioí
como de improviso. Las teí cnicas maí s depuradas, las operaciones maí s complejas y
alejadas de los simples tanteos maí s primitivos, no dejan de ser como un desarrollo
de ese íímpetu natural al juego, que le hace poner en praí ctica sus capacidades
manuales y reflexivas. Todo lo dicho es una prueba maí s de que lo primero es
siempre el hacer y luego viene el pensar, que es el sentido correcto de la expresioí n
primum vivere deinde philosophare, primero es la vida, luego viene la reflexioí n sobre
el acontecer de las cosas.

Si el hombre no se aventurara, sino se arriesgara a resolver sus necesidades


con lo que en cada momento tiene a su disposicioí n, sino “improvisara”, sino se
atreviera adelantarse a la reflexioí n, al puro pensar, las teí cnicas nunca habríían
aparecido. Incluso cuando actuí a bajo las normas de una teí cnica bien desarrollada,
no se puede decir que proceda de una forma estrictamente determinada, pues como
hemos visto hay siempre una posibilidad de improvisacioí n, de buscar un modo de
seguir, de dar solucioí n. Las teí cnicas son consecuencia de la libertad pragmaí tica,
razoí n por lo que nada en ellas se hace de modo absoluto.

Cualquier improvisacioí n por afortunada que parezca, solo es posible cuando


previamente se han dado muchas otras, que se han ido acumulando poco a poco a lo
largo de la historia. Ninguí n desarrollo de una teí cnica puede considerarse definitivo,
pues las improvisaciones son resultado de esa conjuncioí n tan humana entre la
urgencia por vivir, que es lo propio del cuerpo, y la libertad de eleccioí n en el modo
de hacerlo, que es lo propio del espííritu. Por inconmovible que parezcan todas las
teí cnicas son en el sentido maí s radical de la expresioí n soluciones de emergencia,
siempre pendientes de una posible mejora. Eso es asíí el deseo humano de llegar a
saber, permanece siempre latente.

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Ese fundamentarse del saber hacer humano, de la teí cnica, la ciencia y en
general de la cultura, en esa actividad humana prerreflexiva y preteoí rica es a lo que
se referíía Aristoí teles cuando decíía que “lo que hemos de hacer despueí s de haber
aprendido, lo aprendemos hacieí ndolo” (Etica a Nicoí maco, II, 1-5) Lo cual viene a
decir que la apertura del hombre a la verdad, se inicia con la espontaneidad de la
vida, de la que se sigue la norma, y acaba en la reflexioí n teoí rica. Un modo de
proceder que pone de manifiesto que hay una cierta circularidad en el modo
humano de aprender, pues la reflexioí n se hace maí s penetrante cuanto mayor es la
experiencia acumulada, o lo que es lo mismo, entendida.

Aunque, como hemos dicho, en las teí cnicas el objeto estaí de alguí n modo en el
principio, en la mente del artesano, principio que ordena y gobierna, pero su fin o
realizacioí n solo se logra por medio de un proceso de operaciones sucesivas, abierto
a lo inesperado, a problemas que exige improvisar, buscar nuevos caminos. De
modo que toda realizacioí n es siempre una aproximacioí n provisional, de lo que el
artesano de alguí n modo tiene en la cabeza, y que le lleva juzgar sobre el eí xito o
fracaso en lo efectivamente logrado.

Esto quiere decir que toda teí cnica tiene por fin un objeto contingente, cuya
existencia no estaí dada desde el principio, sino que depende del saber hacer
operativo, de la praí ctica del oficio, de la habilidad para enfrentar lo inesperado. El
objeto de una teí cnica es una realidad que se va desvelando en la medida que se le
va dando forma, cosa no siempre posible, ni plenamente alcanzable, sino
meramente probable.

Los objetos de las teí cnicas, del mismo modo que las necesidades humanas con
las que se corresponden, nunca estaí n perfectamente definidas, ya que dependen del
proceso, del camino existencial que une el principio con el final, y es ahíí donde se
puede juzgar la perfeccioí n del objeto realizado. Asíí por ejemplo, todo arquitecto
tiene en su cabeza una cierta idea de lo que es una casa, y lo que construye es
siempre una aproximacioí n a esa idea, sin que en la realidad nunca acabe de conocer
que es una casa. La arquitectura, como toda teí cnica es por tanto una tarea
interminable, que permite la continua buí squeda de la “casa”.

La propiedad y el trabajo
Los animales ocupan un espacio que constituye su “nicho ecoloí gico”, su
“habitat”, que les viene determinado desde fuera, donde se reproducen y viven. De
este modo se someten a una ordenacioí n natural o impuesta desde fuera, donde a
cada ser vivo le corresponde su lugar, en el que se dan las condiciones propicias
para el desarrollo de su especie.

En el caso de los hombre, como sus necesidades no vienen establecidas ni


resueltas por sus instintos, el orden de “su mundo”, el lugar que ocupa cada uno en
la sociedad no es algo meramente natural, sino constituido culturalmente a partir
del concepto de propiedad, elemento baí sico de la economíía, dando lugar al orden
espacio-temporal que el hombre establece para hacer posible su vida.

Aunque el fundamento de la propiedad reside en la capacidad de habitar del


espííritu de cada hombre, solo se puede llevar a la praí ctica racionalmente, es decir

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social o comunalmente, en el tiempo y el espacio, mediante el trabajo que como ya
hemos dicho es una actividad social. Aunque el principio de posesioí n reside en cada
persona, su ejercicio efectivo constituye una actividad social.

La posesioí n efectiva de un campo, por ejemplo, supone saber como cultivarlo,


obtener una cosecha, para lo cual se requiere preveer, ordenar medios y fines. En
otras palabras la posesioí n efectiva no es posible sin el trabajo, lo cual implica la
posibilidad de convocar a otros, hacerles participes en el proyecto, comunicar y
convencer, organizar y realizar, asignar tareas, etc.

El sujeto de toda propiedad remite siempre alguí n tipo de comunidad,


normalmente una familia, que hace posible la posesioí n efectiva del conjunto de
recursos o artefactos que componen ese patrimonio o propiedad. Desde este punto
de vista no existe la propiedad estrictamente individual, ya que por principio se
funda en el reconocimiento mutuo. Lo cual no impide que si pueda existir desde el
punto de vista legal, pues sirve para ordenar la convivencia, pero no tiene sentido si
se prescinde de su dimensioí n social. La expropiacioí n por intereí s de todos confirma
tanto el fundamento comunal de toda propiedad, como la necesidad de que este
repartida entre las familias.

Decir que todos los bienes estaí n destinados a todos los hombres, de modo que
puedan trabajar para ayudarse y perfeccionarse mutuamente, no significa que no
pueda existir la propiedad de las familias, sino todo lo contrario, asegura que sin
estaí uí ltima no seríía posible el destino universal de los bienes. En este sentido se
puede decir que la propiedad tiene una estructura circular, no hay oposicioí n entre
el tener y el compartir, entre el tener para míí y el tener para todos.

Estructuralmente la propiedad de una familia estaí constituida por su


patrimonio, el conjunto de artefactos que hace posible su trabajo, mediante el cual
satisfacer sus necesidades, y hace posible una vida lo maí s dichosa posible.

En un sentido maí s amplio, la propiedad o capital de una sociedad, es el


conjunto ordenado del patrimonio de todas las familias que la componen. Algo que
es resultado del devenir histoí rico de cada una de ellas, de las peculiaridades de sus
culturas.

Mientras una comunidad ignore la existencia de un recurso no se puede decir


que es propietaria en el sentido estricto de la palabra, ya que sin conocimiento, sin
el saber hacer, no hay posesioí n efectiva. Una comunidad que viviese sobre una
inmensa bolsa subterraí nea de petroí leo no puede ser propietaria mientras no sepa
que es el petroí leo, ni conozca las teí cnicas que permiten extraerlo y utilizarlo. No
obstante, en cuanto que puede llegar a saberlo es propietaria potencial.

En el plano de los principios, todos los hombre son potenciales propietarios


de todas las cosas, ya que las pueden tener en su entendimiento, pero en la praí ctica,
en el plano de la existencia, la propiedad solo se hace efectiva mediante el trabajo,
lo cual solo es posible en el seno de alguí n tipo de comunidad, de una determinada
organizacioí n de derechos y deberes, bajo la ley y seguí n justicia.

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No hay propiedad efectiva sin trabajo, el cual a su vez no es posible sin
lenguaje, sin costumbres, sin leyes, sin teí cnicas, etc. En otras palabras la propiedad
efectiva solo es posible en alguí n tipo de comunidad, que a su vez remite a la
totalidad de todos los hombres.

El personaje novelesco Robinson Crusoe, un naí ufrago que trabaja solo en una
isla desierta, no deja de ser maí s que una ficcioí n ideoloí gica para favorecer la tesis
capitalista del fundamento estrictamente individualista de la propiedad y el trabajo.
Ahora bien si ese personaje puede trabajar y sobrevivir en esas condiciones es
porque se trata de un oficial de marina que ha naufragado con su lengua, su cultura,
sus costumbres, y su caja de herramientas, por lo que a pesar de su aislamiento
sigue perteneciendo a una comunidad cultural. En cualquier caso, mientras
permanezca aislado no se le puede calificar de propietario de la isla.

La propiedad y el intercambio
La sociedad estaí compuesta por un conjunto de familias que se comprometen
a vivir juntas, a tener en comuí n, respetando la propiedad y el modo de trabajar de
cada una de ellas. Eso es posible por la doble dimensioí n interna y externa, cerrada y
abierta que como acabamos de ver tienen tanto la propiedad como el trabajo.

La propiedad y el trabajo solo son posible a partir de esa comunidad natural o


baí sica que es la familia. No obstante como la familia no se basta a síí misma, tiene
que estar necesariamente abierta a la ayuda mutua, dando lugar a la sociedad. Eso
implica que hay en ella una dimensioí n privada o hacia dentro, y una dimensioí n
puí blica o hacia fuera, algo que se manifiesta en su trabajo y su propiedad.

El patrimonio o propiedad de la familia tiene un cierto orden y unidad que


proviene de la coopertenencia de las cosas que lo componen, en cuanto que forman
el conjunto de las cosas que una familia “tiene a la mano” para llevar adelante su
trabajo y remediar sus necesidades. Todas y cada una de esas cosas tiene una
utilidad directa, estaí n destinadas a satisfacer una necesidad interna, propia y bien
conocida. La idea de “tener a la mano” es lo que los griegos expresaban mediante le
vocablo chrémata, que suele traducirse por riqueza.

Ahora bien, ademaí s de esa utilidad interna o directa de las cosas que son
propiedad de una familia, tienen tambieí n lo que podrííamos llamar una utilidad
externa o indirecta, en cuanto pueden servir para conseguir, mediante intercambio
-apertura a los otros- lo que no puede lograr por ella misma.

Esto desvela la naturaleza dual -cerrada y abierta- de la propiedad familiar, y


en general de la propiedad humana. El fundamento de esta dualidad reside en la
capacidad humana de objetivar no solo los procesos y las cosas, sino tambieí n las
mismas relaciones que establecen entre ellos, en concreto de las dependencias
mutuas que establecen en cada momento y dan lugar a la ciudad.

Mediante esa objetivacioí n de las relaciones las cosas tienen como una doble
utilidad: una interna y directa ligada al tener corporal propio de la familia, y otra
externa e indirecta ligada al tener social de la ciudad, una manera maí s amplia y maí s
racional de tener.

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Esta segunda objetivacioí n hace posible una propiedad social o en comuí n, que
por estar fundada en la familia se hace efectiva mediante el intercambio y la
divisioí n del trabajo. Si las cosas que pertenecen al patrimonio de una familia no
proporcionaran utilidad directa y personalizada, tampoco podríían, en el seno de la
sociedad, proporcionar esa utilidad indirecta o externa, que constituye el valor
econoí mico de todas las cosas, el que hace posible el intercambio y la divisioí n del
trabajo, que es lo propio de la ciudad.

Es costumbre distinguir entre valor en uso y valor en cambio, el primero tiene


que ver con su uso aquíí y ahora, para esta persona concreta, el segundo tiene que
ver con su uso en general, para alguien en alguí n momento y circunstancia. En el
primer caso predomina lo presente y lo particular, en el segundo lo futuro y lo
general.

Esta segunda utilidad externa e indirecta que hace posible el intercambio y la


divisioí n de la familia se fundamenta en la reciprocidad, en la ayuda mutua,
imprescindible para el mantenimiento de la sociedad. Un tipo de relacioí n que solo
es posible a partir de la propiedad familiar.

Aristoí teles ya se habíía dado cuenta del doble uso que tienen todas las cosas.
Senñ alaba que, por ejemplo, una sandalia tiene un uso directo ser calzada, puesta en
un pie concreto, y otro uso indirecto, ser intercambiada. El primero es un uso
directo o interno, propio de las familias. El segundo es un uso indirecto o externo,
propio de la ciudad. Una misma cosa cambia su condicioí n seguí n se contemple
desde la propiedad familiar -como bien concreto- o desde la propiedad social -como
bien abstracto o mercancíía-.

El uso indirecto o externo, no radica solo en sus propiedades naturales, sino


en lo que podrííamos llamar sus propiedades sociales, en la capacidad de satisfacer
la necesidad comuí n. Esta segunda propiedad es artificial y solo es posible sobre la
base de una voluntad de reciprocidad por parte de todos, o de la mayoríía, de vivir la
virtud de la justicia, de dar a cada uno lo que le corresponde.

Surge entonces la posibilidad del intercambio, que amplia y potencia la


libertad pragmaí tica de las familias, haciendo posible una organizacioí n de la
propiedad y del trabajo mucho maí s flexible, maí s propia de una vida maí s humana.
Se hace posible ademaí s una mayor eficiencia en la satisfaccioí n de las necesidades, a
la vez que las mejora y las amplia. Esta ampliacioí n de la libertad pragmaí tica hace
posible la produccioí n o creacioí n de valor, que es un fenoí meno social.

La propiedad y el trabajo en el seno de las familias resultaríía agobiante si no


fuera por su apertura a la sociedad o propiedad en comuí n. Por eso la forma maí s
agobiante e inviable de propiedad y trabajo es aquella, como pretenden todos los
regíímenes totalitarios, en el que la sociedad entera seríía como una gran familia.
Aunque pueda parecer paradoí jico la supresioí n de la familia conlleva la supresioí n de
la sociedad.

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La razoí n antropoloí gica maí s honda de la vida en sociedad es el don, que no se
situí a primariamente en el plano de los bienes, sino en el de las relaciones
personales, y maí s en concreta de la amistad, en la alegríía de compartir, de la que
como hemos visto se sigue una ampliacioí n de la libertad pragmaí tica y la utilidad.

El intercambio y la divisioí n el trabajo estaí n estrechamente relacionados, se


puede decir que avanzan al mismo tiempo. La posibilidad de intercambiar hace
posible que la familia no trabaje solo para síí misma, sino para hacer frente a la
necesidad comuí n. Lo cual permite la especializacioí n y la mejora en una
determinada tarea. Asíí, por ejemplo, el panadero, satisface sus necesidades
intercambiando el pan por los otros recursos que no produce.

El intercambio y la producción
La produccioí n es el trabajo realizado en la ciudad, es decir especializado o
dividido, con vistas a la necesidad comuí n, que por definicioí n no es perfectamente
conocida, lo que conlleva incertidumbre y riesgo.

La produccioí n no es lo mismo que la fabricacioí n, pues solo alcanza su


acabamiento mediante el intercambio, cosa que en principio no estaí asegurada. Esa
diferencia es debida a la existencia de la incertidumbre y riesgo ligada a que la
necesidad comuí n puede que de momento no exista, ya que como hemos visto, las
necesidades humanas pueden surgir a la vista de un nuevo artefacto o de un nuevo
modo de producir. Por eso puede suceder que alguien fabrique un artefacto que
nadie o muy pocos desean con lo que no hay produccioí n. Los efectivamente
producido tiene valor cuando ha sido efectivamente intercambiado, cuando ha
contribuido de modo estable a satisfacer la necesidad comuí n.

La produccioí n estaí ligada a la innovacioí n y el descubrimiento, a la ampliacioí n


de la libertad pragmaí tica, impulsa a una continuacioí n reordenacioí n del trabajo y la
propiedad, que puede llevar a una mejor satisfaccioí n de las necesidades comunes.
Es decir, a un aumento la riqueza de todos. Cosa que solo sucede si efectivamente es
produccioí n, pues si no se convierte en peí rdida de recursos. En otras palabras la
produccioí n nunca estaí asegurada.

La moneda y la producción
La utilidad indirecta o comuí n se refiere a todos los bienes respecto a toda la
sociedad, una relacioí n real pero sumamente abstracta, por lo que suele ser
representada por un síímbolo, que conocemos como la moneda.

La moneda es por tanto la maí s abstracta objetivacioí n de las necesidades


humanas. La primera y maí s inmediata es la cosa, por ejemplo, este pan que como
aquíí y ahora. La segunda y menos inmediata es la mercancíía, por ejemplo, el trigo
que tengo para vender. La tercera y maí s abstracta es la moneda que representa de
todos los intercambios posibles entre todas las mercancíías existentes. Dicho de otra
manera, al artificio que son las cosas, se anñ ade el artificio de los intercambios, y
sobre estos el artificio de la moneda. Asíí como las cosas son lo maí s espacial seguro
e inmediato, la moneda es lo maí s temporal y mediato, con mayor o menor
seguridad.

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El hecho de que la moneda es la mayor abstraccioí n de la necesidad se
manifiesta en que no tiene utilidad directa o en síí misma, por eso su fin natural es
circular. De ese modo se trasciende a síí misma haciendo posible que las cosas llegan
a manos de quienes las necesitan en cada momento, en forma ordenada. La
circulacioí n de la moneda facilita el ahorro, la anticipacioí n o previsioí n de
necesidades. Dicho de otra manera, la moneda actualiza el ejercicio de la
reciprocidad en el espacio y en el tiempo.

La moneda es “medida universal”, patroí n de comparacioí n entre la necesidad


concreta y la necesidad comuí n, y expresa el grado de dificultad de los intercambios
posibles. Se trata de una medida convencional. La moneda, como el lenguaje, sirve
para expresar la necesidad propia en teí rminos de la necesidad comuí n.

Por uí ltimo la moneda tambieí n puede ser entendida como la promesa de pago
por un recurso que se necesite en un futuro

La moneda hace posible la produccioí n, que se inicia con la moneda y acaba en


la moneda. A partir de una cantidad de moneda se compran materiales, se pagan
salarios, se construyen artefactos o se proporcionan servicios, que una vez
vendidos, conllevan una vuelta a la moneda, con un cierto incremento sobre la
cantidad inicial. Sin la moneda no seríía posible salvar ese punte arriesgado hacíía la
necesidad futura que es la produccioí n.

La puesta en marcha de produccioí n crea un flujo monetario, que se difunde en


la sociedad y que en un tiempo maí s o menos corto, tendríía que dar lugar a un
reflujo monetario, capaz de generar un excedente, dando asíí por cerrado el proceso
de produccioí n. El problema es que ese retorno no estaí asegurado, y si no se
produce ese reflujo, se causa un desorden en el trabajo y la propiedad.

El origen de la moneda fue precisamente la produccioí n, un aumento de


riqueza. En el siglo V a de C. el rey de Lydia, una ciudad griega de la costa oriental
del Adriaí tico, se propuso conquistar unos territorios adyacentes. Con este fin,
elaboroí la primera moneda que se conoce, el electrón, mezcla de oro y plata, que
entregoí como promesa de pago a los guerreros que iban a llevar a cabo la conquista
de esos territorios. A su vez establecioí que los habitantes de esos territorios, una
vez conquistados, tendríían que pagara un tributo, pero solo empleando como
medio de pago el electrón que solo podíían comprar a los guerreros. La conquista
tuvo eí xito y el rey recuperoí su oro con creces.

La dimensión histórica de la economía

El desenvolverse económico de la cultura


Tanto las necesidades como la produccioí n son elementos centrales de toda
cultura. No surgen primariamente de la reflexioí n, sino de lo que los griegos
llamaban el Eros, esa especie de impulso vital a la accioí n, del que en un momento
posterior se sigue el descubrimiento y el asombro.

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Toda cultura se alimenta de una especie de bucle entre experiencia y reflexioí n,
que hace posible su continuo cambio. Da lugar a un entramado de saberes y
artefactos que no dejan de cambiar, en el que surgen nuevas necesidades y medios
al tiempo que desaparecen otras. Toda cultura viene a ser como una continuada
expansioí n de la naturaleza humana. No es algo permanente y fijo sino siempre
cambiante. Supone experiencia, buena o mala, que lleva a mejorar o empeorar en el
conocimiento praí ctico y teoí rico.

Expresioí n existencial de “la naturaleza humana”, toda cultura es camino tanto


hacia la verdad, el bien, la belleza y la unidad, como hacia sus contrarios, la
falsedad, el mal, lo aborrecible y el aislamiento. En cualquier caso ese continuo
desplazarse del horizonte cultural, hacíía adelante o hacíía atraí s, forma parte de lo
que llamamos la historia, en cuyo seno se desenvuelve lo que llamamos actividad
econoí mica.

Tradición, mimetismo, sociedad


El hombre es un ser cultural, que es maí s que social, ya que se proyecta en el
tiempo, se apoya en lo conseguido por las generaciones anteriores. En ese sentido el
hombre puede ser definido como el animal capaz de tradicioí n: de recibir y entregar,
de prender y ensenñ ar.

Algunos animales pueden aprender algunas habilidades, casi siempre con la


ayuda del hombre, pero en ninguí n caso pueden transmitirlas. No son capaces de
tradicioí n porque no son capaces de hacer suyo lo recibido, condicioí n
imprescindible para dar y entregar.

En la tradicioí n, en la capacidad de recibir, hay una parte no reflexiva que se


apoya en la míímesis, patente en los ninñ os muy pequenñ os, que tratan de reproducir
los sonidos y los gestos que oyen y ven. De ese modo son introducidos, por ejemplo,
en la praí ctica del lenguaje, y a traveí s de eí l, en la cultura.

Cada palabra que un ninñ o aprende se convierte en un “toí pico”, un lugar comuí n
de socializacioí n, mediante el uso de esa palabra va descubriendo su significado, el
“sentido comuí n” que todos le otorgan. De modo parecido, cada instrumento que
aprende a utilizar, se convierte en otro “toí pico”, otro medio de socializacioí n, de
descubrir su “uso comuí n”, para el que todos lo emplean.

Los “toí picos”, o lugares comunes de socializacioí n, son ademaí s cauce para dar
salida a las capacidades y aspiraciones propias de cada hombre.

A traveí s de la reflexioí n, lo aprendido por míímesis se convierte en algo propio,


aceptado o rechazado libremente. Lo que en principio habíía sido asumido por
imitacioí n, de modo intuitivo, pasa a ser regla propia de conducta.

De este modo, por imitacioí n y lenguaje se reciben conocimientos, costumbres,


canciones, habilidades, oraciones, fiestas, normas de conducta, etc. Una especie de
herencia cultural que resulta imprescindible para el desarrollo de la vida de cada
uno, pues sin ella no seríía posible la necesaria descarga y liberacioí n que la hace
posible.

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Sin lo recibido por tradicioí n cada hombre tendríía que descubrir por síí mismo
los modos de comportarse, por ejemplo, que es conveniente saludarse los unos a los
otros, presentarse a los desconocidos, dar las gracias cuando se recibe un regalo,
disculparse cuando hemos hecho algo mal, etc. Unos comportamientos que se
asumen libremente pero que de ninguí n modo son creacioí n de cada uno de
nosotros. Ademaí s, de ese modo las energíías humanas se pueden dedicar a la
solucioí n de nuevos problemas.

La tradicioí n no impide la libertad de cada hombre, sino que, al contrario, la


hace posible. En la medida en que aprende y objetiva lo recibido, la críítica de la
razoí n le permite juzgar que vale la pena mantener y rechazar de esa tradicioí n. No
se olvide que el Mundo no cesa de cambiar y lo que en una eí poca habíía tenido
sentido y utilidad, en otra deja de tenerlo y se convierte en un estorbo. Es posible
que una costumbre que surgioí para facilitar la convivencia se convierta en un
estorbo cuando cambian las condiciones que la hicieran necesaria.

La tradicioí n no se opone a la razoí n, como sostiene, por ejemplo, Adorno, sino


que es uno de sus elementos constitutivos. Solo a partir de una praí ctica adquirida
de modo mimeí tico y prerreflexivo, puede la razoí n formar juicio sobre el sentido y
utilidad de todo lo recibido, y libremente hacer suyos esos modos de vivir y pensar
en los que ha sido educado, rechazando o cambiando los que desde ese punto de
vista no deben permanecer en la corriente de la tradicioí n.

En este sentido, la racionalidad es algo que se aprende y se ejercita el seno de


una comunidad, donde cada uno es entrenado a hacer uso de su razoí n. Ninguí n
hombre puede llegar a ser racional fuera de una comunidad o sin un lenguaje, ya
que aunque disponga de razoí n desconoce el modo de ejercitarla, de tal modo que
esa capacidad suya quedaríía como abortada.

Entender y conocer solo es posible en el seno de una tradicioí n y de una


comunidad, se puede decir que, sin dejar de ser algo personal, se apoya y necesita
de esos “lugares comunes”, palabras y artefactos, en donde todos nos encontramos
y nos entendemos. Cuando un hombre piensa de alguí n modo es como si se hablara
a síí mismo, recurre a un lenguaje que no es suyo sino que lo ha recibido junto a toda
una visioí n del mundo. Hablar y entender son actividades que no se pueden separar
lo cual revela que solo son posibles en una tradicioí n y en una comunidad.

El entender se inicia con ocasioí n de problemas concretos, poniendo en accioí n


esa dimensioí n no reflexiva que hay en el juego, dando lugar a nuevas objetivaciones
que hacen posibles nuevos descubrimientos que se ocultan es esos “toí picos” que
son las palabras y las cosas que recibimos en toda tradicioí n.

Sin ese cuestionamiento críítico expreso de las normas de conducta, usos,


ideas, o instituciones que son recibidos de las generaciones anteriores no seríía
posible la tradicioí n, pues para transmitirlas es imprescindible objetivarlas
previamente, juzgarlas racionalmente, para de ese modo recibir o rechazarlas
libremente.

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En toda tradicioí n hay un cierto misterio pues no todo lo que se transmite
tiene el mismo valor o importancia. En su seno, junto a lo cambiante y lo efíímero, lo
destinado a ser olvidado, se recibe lo perenne, lo que permanece para siempre. Eso
que permanece para siempre tiene que ver con la pregunta que todo hombre se
formula de modo inevitable: ¿si toda generacioí n es ensenñ ada por la anterior que
sucedioí en los inicios? ¿Quieí n ensenñ oí a los primeros hombres? ¿Hubo una entrega
de una sabiduríía que el hombre recibioí de su Creador y que de alguí n modo
permanece para siempre?

La respuesta a estas preguntas no es sencilla ni evidente pero se puede


encontrar un intento de respuesta cuando se comprueba que en todas las
tradiciones, aunque sea de modo borroso, en forma de mitos, envueltas en
fantasíías, persiste como un eco maí s o menos claro de esa ensenñ anza divina, de una
tradicioí n sagrada cuyo contenido, como ya reconocíía Soí crates, no es susceptible de
una formulacioí n precisa. Es indudable que desde el comienzo de la historia humana
esa tradicioí n sagrada ha estado presente en la sabiduríía de lo pueblos y en la
doctrina de los filoí sofos. En todos ellos existen “representaciones” e “ideas
primigenias” que tiene como finalidad proporcionar orientaciones existenciales
como salvacioí n, condena, culpa, castigo, armoníía, felicidad, etc.

La tradicioí n sagrada es la recepcioí n y entrega de lo originariamente recibido


por al hombre de fuentes divinas, de lo que no es invencioí n suya. Constituye como
el elemento esencial de toda tradicioí n. Por eso hay que distinguir entre Tradicioí n,
en sentido propio, y tradiciones un sentido relativo u anaí logo. Una distincioí n
importante para no incurrir en la ceguera de los que se lamentan en demasíía por la
desaparicioí n de “tradiciones” que en muchas ocasiones, de mantenerse, no haríían
maí s que dificultar la transmisioí n de la auteí ntica Tradicioí n. Por paradoí jico que
pueda parecer la continua actualizacioí n de la Tradicioí n, resulta imprescindible para
que sus contenidos sean asumidos y transmitidos por cada generacioí n. Algo que
solo es posible si se admite ese algo divino que se esconce en el nuí cleo de toda
tradicioí n.

El avance continuado en el dominio de las fuerzas coí smicas, basadas en la


experiencia y la racionalidad, asíí como la posibilidad de superacioí n moral, no seríía
posible sin la presencia de esa tradicioí n de lo permanente, que sin dejar de ser
ideí ntica estaí continuamente sometida a reformulaciones, trabajadas, corregidas y
precisadas, en una especie de dialogo universal entre todos los hombres de todas
las generaciones. Un hecho que constituye uno de los rasgos maí s fascinantes de la
historia del pensamiento humano. En la tradicioí n se recibe una idea del mundo, que
nunca se ha dado por plenamente satisfactoria, sino que siempre ha sido objeto de
interrogacioí n y de reflexioí n metoí dica.

La ley
Lo que da unidad a esa asociacioí n de familias, sea la ciudad o el Estado, es la
ley. Es muy revelador que en su origen la palabra griega nomos servíía tanto para
designar los muros de la ciudad, que la defiende y la mantiene unida, como las
normas que regulan la vida en comuí n.

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El objeto de la ley es por tanto hacer posible el logro del bien comuí n, el tipo de
vida que entre todos pretende conseguir. Formalmente es un conjunto de
proposiciones universales ordenadas a impedir todo tipo de conductas que se
opongan abiertamente al logro del bien comuí n.

La ley, junto con los bienes y las virtudes, es uno de los tres elementos que
hacen posible la perfeccioí n del hombre. La ley establece el marco que hace posible
la ordenacioí n de los bienes, con referencia al cual cada uno juzga si su accioí n es
buena o mala, permitiendo que cada uno se haga mejor o peor, adquiera virtudes o
vicios.

La ley no es una teoríía a priori que cada hombre puede establecer por su
cuenta sino que surge del ejercicio de la razoí n praí ctica, algo que solo es posible en
la vida en comuí n, apoyaí ndose tanto en la tradicioí n como en el sentido comuí n.
Tiene que ver con el saber hacer, con la solucioí n que de forma consuetudinaria se
ha ido dando a los problemas concretos que han hecho posible la vida comuí n de
una determinada comunidad humana, sea una ciudad o un Estado, o de cualquier
otro tipo.

La ley tiene su fundamento en los principios mismos de la naturaleza humana,


los que hay dentro de ella que la impulsan hacia su perfeccioí n, a su fin uí ltimo. Un
fin no ha fijado el hombre mismo, ni viene impuesto por el resto de la creacioí n, sino
que viene de la sabiduríía del Creador, que asíí lo ha dispuesto. La sabiduríía divina es
por tanto el fundamento uí ltimo de la ley. Pero en cuanto tal, esa sabiduríía no es
accesible al hombre, que no puede conocer la razoí n uí ltima de porque Dios ha
creado el cosmos y el hombre.

De esa misteriosa e inaccesible sabiduríía divina lo uí nico que el hombre puede


conocer es de modo indirecto a traveí s de la creacioí n, del orden que Dios ha
establecido y que de alguí n modo Dios ha hecho accesible a la capacidad de la razoí n
humana. Esa capacidad para descubrir los reflejos de la sabiduríía divina en el orden
creado es lo que tradicionalmente se llama ley natural. El orden creado es que todas
las cosas tienden a su propio fin, que no es otro que su Creador. En el caso del
hombre esa tendencia hacia Dios es racional, pues le ha sido concedido una cierta
participacioí n en la sabiduríía divina, lo que Aristoí teles llamaba un deseo natural de
saber. En ese sentido solo tiene ley el hombre, pues la ley supone conocimiento y
palabra.

Los principios de la ley natural, que son indemostrables, se manifiestan en la


tendencia de todo hombre a hacer el bien y evitar el mal. Ahora bien, esos
principios por síí mismos no seríían suficiente ya que lo que es bueno en concreto,
aquíí y ahora, no lo puede determinar cada uno por síí mismo, sino que es resultado
del ejercicio en comuí n de la razoí n, en el seno de una tradicioí n, o lo que es lo mismo
en el seno de alguí n tipo de comunidad. Esa concrecioí n histoí rica y comunal de los
principios de la ley natural es lo que se llama ley humana, que propia e inseparable
de cada comunidad.

Desde antiguo se ha distinguido entre la ley natural y la ley humana, al tiempo


que se ha insistido en la estrecha dependencia de la uí ltima respecto de la primera.

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Asíí en la tragedia Antíígona de Soí focles se habla de una ley no escrita, no
formalizable en palabras, que estaí por encima de la ley escrita, la promulgada por
palabras humanas, que viene a ser una de las posibles concreciones de los
principios que constituyen la ley natural. Tambieí n los juristas romanos
distinguieron entre la ley civil, el derecho romano, y la ley de gentes, al tiempo que
reconocíían que ambas remiten a unos principios comunes, los propios de la ley
natural.

Las leyes humanas, aunque surgidas de los mismos principios de la ley


natural, del ejercicio en comuí n de la razoí n praí ctica, son distintas para cada
comunidad, e incluso a lo largo del tiempo para una misma comunidad. Asíí por
ejemplo hay leyes humanas que permiten o han permitido la esclavitud o el aborto,
lo cual es debido a la oscuridad que surge de los vicios de los hombres, que dificulta
reconocer el bien y el mal en cada momento histoí rico. Una sociedad acostumbrada
a vivir mal se le hace cada vez maí s difíícil juzgar con rectitud, se le oscurecen los
principios de la ley natural. Por eso, cuando se habla de recta razoí n no quiere decir
que lo sea por síí misma, sino que se refiere al continuo ejercicio de rectificacioí n de
la razoí n praí ctica que toda comunidad humana tiene que llevar a cabo para no
sucumbir a la corrupcioí n y acabar por desaparecer.

La ley humana apunta al bien comuí n que cada comunidad, ciudad o sociedad,
alcanza a ver en cada momento. Eso quiere decir que solo esa comunidad,
asociacioí n de familias, puede legislar sobre ella misma.

Ademaí s, como el hombre tiende a un fin que le excede, necesita de algo que
vaya maí s allaí de la ley natural, otro modo de acceder a la sabiduríía divina. Ese otro
modo de acceso es la lo que Dios graciosamente ha revelado en la persona de Cristo,
como, por ejemplo el misterio de su naturaleza trinitaria, o el misterio de un
hombre que es al mismo tiempo el Hijo de Dios. Esto constituye lo que se llama ley
divina, que no solo proporciona conocimiento sino la ayuda necesaria para que el
hombre pueda efectivamente alcanzar su fin.

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