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Seréis Verdaderamente Libres

Por ROSELLA GRIFFITH MARTIN

Nací el 22 de septiembre de 1924, en el centro del estado de Illinois.

Yo era hija única, y aunque mis padres no profesaran ser Cristianos en aquel tiempo, creían y ponían por obra en sí mismos las instrucciones de
Proverbios 22:

“Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él.”

En consecuencia, me enviaron a la Iglesia Metodista Libre, y cuando yo tenía seis años le entregue mi corazón a Jesús.

Durante toda la adolescencia seguí asistiendo activamente a nuestra iglesia, y hasta canté en el coro. Mis amigos eran todos jóvenes bien educados
y pasamos nuestro tiempo divirtiéndonos limpiamente. Pero reconocí que todavía algo hacía falta en mi vida, un vacío que no entendía. Hasta dónde
puedo recordar, yo siempre buscaba alegría, y por lo que me haría feliz. En la escuela dominical me habían enseñado historias acerca de Jesús, pero
siempre me preguntaba, “¿Dónde está Jesús?” Yo conocía las Escrituras, pero yo no lo conocía a Él.

Después de graduarnos de la secundaria, nos mudamos a Joliet, y comencé a trabajar en una oficina. Durante mis tardes libres, comencé a
encontrarme con varias muchachas del trabajo para ir a las cercanías de Chicago para comer y bailar. Nosotras pensábamos que realmente nos
divertíamos, y así sin darnos cuenta, ya estábamos pidiendo bebidas alcohólicas antes de nuestros alimentos.

Esto nunca pareció presentar un problema para las otras muchachas; al menos parecía que todas ellas podían dejar de beber cuando quisieran.
Pero no era mi caso. Así que me di cuenta que si yo llegaba a la mesa antes que todas ellas, yo podría obtener una ventaja sobre las demás habiendo
bebido varios tragos antes de que ellas llegasen. De esa manera, yo siempre consumía mayor cantidad de alcohol que ellas, pero ellas no lo sabían.
Las Escrituras nos dicen que “El vino es escarnecedor, la sidra alborotadora, y cualquiera que por ellos yerra no es sabio.” (Proverbios 20:1)
¡Oh, que tremenda verdad!

Yo no sé por qué me convertí adicta al alcohol. Ni mi madre, ni mi padre nunca bebieron. Papá solía decir, “¡Yo no bebería ni con el presidente!” Yo
sabía que él tenía razón y yo estaba equivocada, pero aún así me ponía mis anteojos color rosado y me iba en pos de mi propio infierno personal.

Aún cuando bebía en exceso nunca viví inmoralmente, pero reconocía que algo había tomado posesión de mi vida. Me molestaba el hecho que me
veía obligada a hacer algo más allá de mi propia voluntad, y aunque yo no entendiera qué era todo eso, yo sabía que allí estaba... y era terrible.

En el año 1949, a la edad de 25 años, yo sabía que era una alcohólica confirmada. Ni yo misma lo quería admitir, pero mi vida había sido reducida a
horas interminables de sed desesperante exigente y propagada, de la cual yo era incapaz de liberarme.

Comencé a perder peso, porque yo tenía muy poco apetito por los alimento. Los doctores me inyectaban vitaminas para mantenerme viva durante
aquellos días, pero aún así, yo era fui al hospital tantas veces que estoy segura que ellos se habían cansado de verme. En mi corazón yo quería ser
libre, e intenté de todo para dejar de pensar en la bebida, pero no conseguía eliminar la ansiedad…la terrible ansiedad.

Mi madre se había convertido en Cristiana y asistía a la iglesia Nazarena. Ella y mi padre trataron de ayudarme en todas las maneras que conocían.
Se sacrificaron económicamente para que yo fuera a un hospital especial para alcohólicos, pero cinco doctores de allí me desahuciaron por completo
alegando que dentro de seis meses yo estaría en un manicomio. Un ministro vino a mi casa y trató de razonar conmigo sobre las Escrituras, pero lo
que yo necesitaba era alguien que como los discípulos viniera a mí y expulsará al demonio de alcohol invocándole que se marchara en nombre de
Jesucristo.

Aún así, mi madre no se dio por vencida. Diariamente ella aprovechaba su hora de refrigerio del trabajo para ir a una iglesia cercana para ayunar y
orar, pidiéndole a Dios por mi bienestar. Mi papá finalmente le dijo que se rindiera, porque yo nunca cambiaría. “Tal vez ella no puede cambiar por si
misma,” le dijo mi mamá, “pero conozco un Dios que es capaz de cambiarla.”

Mamá me compró un abrigo de pieles para abrigarme, pensando que si yo me cayera borracha en la calle en alguna parte, al menos yo no me
moriría de frío durante los inviernos tan fríos de Chicago. Yo recuerdo que corté los bolsillos del abrigo y ponía botellas del alcohol dentro del forro para
esconderlas de ella y de mi padre.

Trabajé hasta que me puse tan débil que ya no pude trabajar más, y perdí mi trabajo. Un día me paré delante de un automóvil que venía hacia mí
aproximadamente a 80 millas por hora, con la esperanza de terminar con todo esto, y en mi mente hoy todavía puedo oír los chillidos de los
neumáticos cuando el auto resbaló alrededor de mí. Los vecinos se reían de mí, porque la tembladera que acompañan al alcoholismo era tan
incontrolable así como ridícula a simple vista. Yo temblaba tanto que era incapaz de llevarme un vaso a mis labios para beber, y tenía que beber de los
contornos del vaso como los perros.

Decidí tratar con Alcohólicos Anónimos, con la esperanza de que ellos pudieran ayudarme, y fui capaz de permanecer sobria durante nueve meses
en su programa. Pero cada mañana de aquellos nueve largos meses yo me arrodillaba al pie de mi cama y oraba, “Dios, por favor guárdame sobria
hoy.”

Él me mantenía sobria, pero yo no era feliz y definitivamente no era libre. La ansiedad todavía estaba allí. No estoy en contra Alcohólicos
Anónimos, ya que ellos son un buen grupo de gente que trata de ayudar a otros, pero una cosa que ellos admiten es que la persona tendrá
la ansiedad por el resto de su vida. Esta es una batalla para ellos y tienen que estar en guardia en todo momento contra la ansiedad. Ellos
seguirán siendo alcohólicos a pesar de que no beban, porque la ansiedad siempre estará allí. Sólo Cristo puede curar a un alcohólico.

Yo estoy tan contenta que mi madre me apoyó y se aferró a la Palabra de Dios aunque yo la deshonrara. Ella no entendía por qué yo hacia lo que
hacía, pero de todos modos ella me apoyaba. Cuando yo estaba de lo peor, mi madre me vio en una visión, y en su visión yo era salva y tenía una
Biblia en mis manos. Ella se aferró a esto y creyó.

En julio de 1952, yo estaba camino a mi casa, cuando el conductor del autobús, un amigo de mi madre, me dijo, “Rosella, se están llevando a cabo
reuniones en Hammond, Indiana, donde un hombre llamado William Branham ora por los enfermos. Los cojos andan, los ciegos ven, y hasta los
cancerosos son sanados.”

A pesar de que yo nunca había oído que sucediesen tales cosas, me aferré a sus palabras y pensé, “Si esta gente pudo ser sanada, entonces con
toda seguridad puedo ser sanada también.” Fue un rayo de luz en la hora más oscura de mi vida.

Esta es la parte que me gusta contar. Así como Pablo quien se mantuvo contando acerca de su experiencia Camino a Damasco, me gusta decir lo
que Jesús hizo por mí.

A los tres días después de oír por primera vez de William Branham, mi madre, una amiga suya y yo, nos dirigimos al Centro Cívico en Hammond,
Indiana (justo al otro lado de la línea estatal, un poco más de 64 kilómetros desde Joliet), para asistir al servicio de la tarde. Era el 11 de julio de 1952.

La reunión ya había comenzado cuando yo entre por la puerta y la gente estaba cantando y alabando a Dios. Yo pensé, “Ellos sin lugar a dudas son
un grupo muy ruidoso,” pero yo determiné que si esto era lo que se tenía que hacer entonces yo haría así como ellos. Durante la predicación, seguí
mirando a la gente alrededor de mí para ver como ellos actuaban, y debo confesar que ellos eran el grupo de gente más feliz que nunca antes había
visto. Para mí, sus caras parecían brillar.

Durante el servicio, se hizo hincapié una y otra vez que, “Jesucristo es el mismo de ayer, hoy y por los siglos.” Yo no conocía una sola Escritura para
la sanidad, pero pensé que si Dios hizo el universo y todas sus maravillas, y Él me hizo a mí, entonces sería una pequeña cosa para Él sanar mi
cuerpo. Incliné mi cabeza y le pedí a Dios que si la sanidad era Su voluntad, así bien por favor que proveyera una vía para mí. (Yo no sabía que la
Biblia dice, “Por Sus llagas fuimos sanados.”)

Después de haberse terminado el culto, Billy Paul Branham, el hijo del Hermano William Branham, pasó por allí con tarjetas de oración para la línea
de oración de aquella noche. Él preguntó si yo quería una, y dije, "Sí".

Entonces él me preguntó cuál era mi problema y yo le dije, “Soy alcohólica.”

Él lo escribió en la tarjeta y me la dio. El número en la tarjeta era J-27. Un pensamiento vino a mi mente, “Tú no quieres estar de pie delante de toda
esta congregación y dejarles saber lo que está mal contigo. Tú serás avergonzada y hecha ridículo ante el público.” Rápidamente lo rechacé, ya que
estaba dispuesta a ser libre y creía firmemente que Dios podría curarme.

Esa noche el sermón del Hermano Branham fue titulado “Venid, Ved A Un Hombre,” y yo nunca antes en mi vida había oído a alguien hablar tan
personalmente acerca de Jesús. Mientras él predicaba, yo sabía que si yo pudiera estar de pie delante de este hombre de Dios, yo sería sanada.

Después de la predica, el Hermano Branham comenzó a llamar las tarjetas de oración. Él comenzó con la J-25, lo que significaba que yo era la
tercera en la línea. Cuando vine delante de él, inmediatamente él dijo que me había visto en la oscuridad.

Él me preguntó, “¿Cree Ud. que yo soy el profeta de Dios?”

Yo respondí, “Sí, señor.”

Entonces él me preguntó, “Si Dios me revela qué anda mal con Ud., y si Jesús le sana, ¿Servirá Ud. a Jesús el resto de su vida?”

Una vez más, dije “Sí, señor.”

Él me miró por un momento, y luego dijo, “Usted es una alcohólica.”

Yo reconocí que esto era la verdad, y el Hermano Branham pidió a la congregación que inclinaran sus cabezas. Él colocó su mano en mi cabeza y
reprendió al diablo de alcoholismo de mi vida en el nombre del Señor Jesucristo.

Para todos los médicos, yo era un problema. Para todos los ministros de nuestra iglesia, yo era un problema. Pero sólo un minuto delante de un
hombre de Dios, que sabía dónde estaba parado, y fui sanada al instante y yo lo sabía. Yo era libre por primera vez en toda mi vida; mi esclavitud se
había terminado. “Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres.” (Juan 8:36) ¡Alabanzas sea Su Santo Nombre!

Yo estaba gozando de una reunión en mi misma mientras bajaba aquella plataforma. Oh, Señor, yo estaba muy feliz, porque yo tenía algo que había
añorado por toda mi vida en Cristo.

Una señora se acercó a mí, y yo podría decir que ella había estado gritando. Ella comenzó a decirme cuánta pena sentía por mí, pero rápidamente
le dije que ella no tenía porque, ya que Jesús acababa de sanar mi cuerpo y yo estaba bien. Entonces ella me preguntó si yo podía llamar a su hija y
hablar con ella por teléfono. Le pregunté si había algún problema, y ella finalmente me confesó que su hija era una drogadicta y que estaba trabajando
como bailarina en un club nocturno. Aquella mamá estaba desesperada, y ella me dio el nombre de su hija y el número de teléfono y me pidió que la
llamase al día siguiente.

De regreso a casa de la reunión, le dije a mi madre acerca del número de teléfono que me habían dado, y la petición que la mujer me había hecho.
Mi mamá estaba preocupada de que yo hiciera aquella llamada, tenía temor que yo pudiera caer en alguna situación que yo no fuera lo
suficientemente fuerte para manejar. Así que decidí esperar hasta la mañana para tomar alguna decisión sobre el asunto.

Esa noche, estando en mi cama, oré a Dios, pidiéndole perdón por cada pecado que yo había cometido contra Él, y que estaba muy arrepentida. Yo
sabía que había sido sanada, pero también quería ser salva y el Señor maravillosamente me reveló Su gracia salvadora esa noche.

A la mañana siguiente, fui capaz de comer un desayuno normal, y fue la primera vez que yo había tenido ganas de comer en mucho tiempo. El
mundo entero se veía distinto para mí, hasta el césped parecía más verde. Yo le dije a mi mamá que sentía un fuerte impulso de llamar a Helene
Proctor, la muchacha cuyo número de teléfono me habían dado. Así que fui al teléfono y hablé por 45 minutos con esta muchacha, y la invité a asistir a
los servicios en Hammond. Ella encontró cada excusa para no ir a la reunión, y ella me preguntó, “¿Cómo sabes que has sido sanada?”

Era algo que yo no podía explicar, pero le dije, “Helene, hemos probado todo lo demás, así que vamos a probar al Señor Jesús.”

Así que fui a la reunión esa noche y conocí a Helene por primera vez. Ella obtuvo una tarjeta de oración, y así como me pasó la noche anterior, su
número fue llamado. Ella me preguntó si yo podía ir con ella a la línea porque ella tenía mucho temor; y ella me preguntó qué era lo que ella debía
hacer. Yo le dije, “Olvídate de todo lo demás, y sólo cree a Jesús.”

¡Imagínense, yo había sido sanada justo la noche anterior y yo actuaba como sí ya supiera todo al respecto!

Ella era la última en la línea, y el Hermano Branham oró por ella. Jesús la sanó también, y que feliz éramos, había lágrimas corriendo por nuestras
mejillas, sabiendo que fue el poder de Dios que nos había puesto en libertad. ¡Cuán maravilloso es servir a Cristo! ¡El Señor es maravilloso!

Helene posteriormente se casó con un evangelista, y ella y su marido han viajado a través del país testificando y trayendo almas a Jesucristo.

No hay nada imposible para Dios. Tengo una nueva vida en Cristo.

“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.” (2 Corintios 5:17)

Déjeme decirle algo; Nunca más he ansiado el alcohol desde aquella noche, el 11 de julio de 1952. Al poco tiempo después de que fui salva y
sanada, yo estaba en el Tabernáculo Branham en Jeffersonville, Indiana, durante un servicio de santa cena. Yo había decidido que solamente tomaría
el pan, y no el vino. Pero cuando me acerqué al altar donde el Hermano Branham y el Hermano Neville, ministrando la santa cena, miré al Hermano
Branham y él me dijo, “Todo estará bien, Hermana Rosella.” Entonces tomé el pan y el vino y he tomado el vino en cada servicio de comunión desde
aquel tiempo. Eso demuestra que he sido sanada, soy capaz de beber el vino y no tengo ansiedad.

Jesús dijo, “Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos… hasta lo último de la tierra.” Yo no
podía dar un testimonio como este si yo estuviera en mi viejo yo. Pero ya no soy yo, es Cristo Jesús en mí, y amo dar testimonio de la gracia de Dios
que me fue mostrada en mis días oscuros de desánimo y desesperación mientras estaba en las garras del alcoholismo. Por más de 40 años, he
atestiguado en las cárceles, barrios de mal vivir, iglesias, hospitales, a mis vecinos y gente con la que me encuentro en la calle acerca de lo que Cristo
hizo por mí. Muy a menudo pienso en el Centro Cívico de Hammond, Indiana, donde mi vida en Cristo comenzó, y en mi corazón allí se ha levantado
un monumento, donde pasé de muerte a vida. Nunca olvidaré aquel lugar, y nunca olvidaré al Hermano Branham por haberme llevado a Jesús.

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