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El Monogenismo y el Pecado Original

en los Concilios Arausicano y Tridentino


Si consultamos los Manuales de Teología más recientes y bus­
camos la tesis sobre el Monogenismo, veremos que la nota teológica
mínima es teológicamente cierta, pero se puede y debe llamar de
fe divina (1). Otros, como decimos en la nota, oscilan entre doctrina
de fe definida y de fe implícita, o próxima a la fe.
Ante semejante censura o cualificación surge la pregunta: ¿Qué
interés de actualidad tiene un estudio sobre una doctrina ya cierta?

(1) Véase, por ejemplo, la minuciosa censura que da el P. J. Sagüés


S. J.: «La tesis [que todo el linaje humano procede de Adán y Eva] es
por lo menos próxima a la fe. Aunque no consta que esta tesis haya sido
nunca definida explícitamente por el Magisterio solemne de la Iglesia,
hay teólogos que expresa o equivalentemente la tienen más comúnmente
como de fe, ya simplemente (es decir, sin más), como Pesch, Flic'k, Ruf-
fini; o de fe divina (Lahousse, Minges); o también de fe católica (Janssens,
Van Noorth, Beraza, Hugon); o bien por lo menos implícitamente defi­
nida (Lercher, Pohle-Gummersbach, Muncunill, Daffara, Lennerz, Huarte,
Bozzola)».
«Lennerz dice: «Los teólogos, hasta nuestros días, consideran la cues­
tión del monogenismo... como doctrina que se halla en la revelación, o
que se deduce de la revelación. La Sagrada Escritura claramente enseña
el monogenismo... En una definición explícita de la Iglesia, el monoge­
nismo es fundamento de la doctrina del pecado original y de la reden­
ción».
«Otros empero sostienen la tesis como próxima a la fe (Tanquerey, Ga-
rrigou-Lagrange, Cuervo, Sainz), o por lo menos teológicamente cierta
(Rahner), o cierta (Ott).»
«Aun después de la Humani Generis, esta tesis es cualificada de fe
(Pohl-Gummersbach, Brinktrine); que es de tal certeza que su contraria
es error teológico o contra una verdad implícitamente definida (Boyer);
de fe implícitamente definida (Alberti); teológicamente cierta, pero que
puede llamarse de fe divina si consta con certeza que la Sagrada Escritura,
en este caso, ha de entenderse en sentido literal .propio (Flick).» Sacrae
Theologiae Summa, vol. 2, n. 545, Madrid, BAC, ed. 4.a De Deo Creante
et Elevante.
ESPIRITU 20 (1971) 101-133.
¿Es que vamos tras una definición dogmática; o pretendemos estu­
diar la manera de rebajar semejante cualificación y reducirla a una
doctrina probable?
No creo sea necesaria una definición dogmática de esta m ateria;
y, sin embargo, se trata de una cuestión «de actualidad» por las
discusiones que han surgido en nuestros días, y por la postura que
algunos católicos, ya laicos, ya sacerdotes, toman en este asunto im­
presionados por las afirmaciones de los científicos.
El punto de arranque ha sido la Encíclica Humani Generis, de
Pío XII. Antes de ella ningún católico se atrevía seriamente a de­
fender el poligenismo humano. Una nueva corriente evolucionista
parecía llevar necesariamente a la doctrina de la pluralidad de
parejas que habrían dado origen a las diversas razas humanas, o
simplemente a toda la humanidad. Se distingue también entre
monogenismo y monofiletismo (con sus «poli» correspondientes).
Pío XII, en su Encíclica de 12 de agosto de 1950, quiso fijar los prin­
cipios por los que debía regirse todo católico científico; y sobre
este punto habló así: «...el Magisterio de la Iglesia no pro­
híbe que en investigaciones y disputas entre hombres doctos de
entrambos campos se trate de la doctrina del evolucionismo, la
cual busca el origen del cuerpo humano en una materia viva pre­
existente... Mas algunos con temeraria audacia traspasan esta li­
bertad de discusión, obrando como si el origen mismo del cuerpo
humano de una materia preexistente fuese ya absolutamente cierta
y demostrada por -los indicios hasta el presente hallados y por los
raciocinios en ellos fundados; y cual si nada hubiese en las fuentes
de la revelación que exija una máxima moderación y cautela en
esta materia».
«Mas tratándose de otra hipótesis (2), es a saber, del poligenismo,
los hijos de la Iglesia no gozan de la misma libertad, pues los fíe­
les cristianos no pueden abrazar la teoría de que después de Adán
hubo en la tierra verdaderos hombres no procedentes del mismo
protoparente por natural generación, o bien de que Adán significa
el conjunto de los primeros padres, ya que no aparece en modo
alguno como tal sentencia pueda compaginare con lo que las fuentes
de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Igle-

(2) Cuando el Papa habla en esta Encíclica de «hipótesis», toma la


palabra en el sentido de doctrina propuesta por los científicos. Así, en
esta terminología, no se opone a «doctrina falsa». Dice el Papa: «...se
ha de admitir con cautela cuando se trata de hipótesis, aunque de algún
modo apoyadas por la ciencia humana, que rozan con la doctrina conte­
nida en la Sagrada Escritura o en la Tradición. Si tales conjeturas opi­
nables se oponen directa o inmediatamente a la doctrina que Dios ha
revelado, entonces tal postulado no puede admitirse en modo alguno».
Como se ve, el Papa puede llamar hipótesis a doctrinas totalmente falsasj
pero que algunos científicos sostienen o proponen. De este modo se ha­
blaría de la hipótesis de la eternidad de la materia, etc.
sia proponen acerca del pecado original, que procede del pecado
verdaderamente cometido por un solo Adán, y que, difundiéndose
a todos los hombres por la generación, es propio de cada uno de
ellos (3).
La distinción establecida por el Papa entre la «hipótesis evolu­
cionista» y la «otra hipótesis» del poligenismo, ha hecho que al
principio ningún católico se aventurase a dar certeza a esta se­
gunda doctrina, ni siquiera a propugnarla abiertamente como una
hipótesis más probable. Pero sí que se insistía en la frase «no gozan
de la misma libertad»; de la cual se saca la consecuencia de que
«se goza de alguna libertad» aun cuando no en el mismo grado que
en el evolucionismo. Siguiendo el raciocinio se concluía: luego no
se trata de una doctrina cierta, porque, de serlo, no se permitiría
en modo alguno la discusión. Ya hablaremos, al final, de este pa­
saje de Pío XII.
La postura que se ha tomado a causa de la Humani Generis justi­
fica la razón de este trabajo, que queda enmarcado en el ámbito
de la actualidad teológica y no se reduce a una mera especulación
escolástica o precisión teológica anquilosada (4).

I Cuestión de Método o principio


Y ante todo hemos de insinuar una cuestión de método, que
puede serlo también de principio. Conocida es de todos la contro­
versia que hace algunos años surgió, a propósito de cuestiones eu-
carísticas, sobre las relaciones entre la Teología y las Ciencias
experimentales o naturales. Unos sostenían que el teólogo no ha
de preocuparse por lo que dicen los científicos acerca de la sus­
tancia y los accidentes, sino que a él le corresponde únicamente in­
vestigar los datos de la revelación. Como entre la Fe y la Razón
no puede haber conflicto, no hay que preocuparse por los datos
de la ciencia ya que no pueden estar en oposición con los de la Fe.
Los otros, por el contrario, afirmaban que el filósofo y teólogo
católicos han de tener en cuenta los datos de la ciencia positiva o
experimental, en lo que tengan de cierto, porque le ayudarán a la
inteligencia de la Revelación, o a investigar una explicación cien­
tífica o filosófica de los datos revelados. En el caso concreto —ob­
jeto específico de la controversia— se trataba de la Eucaristía, en

(3) Pío XII, Humani Generis, nn. 36-37: AAS 42,1950, 575.
(4) Quien siga atentamente la evolución teológica actual compren­
derá cuán de actualidad es el presente estudio, pues se están haciendo
tentativas para estudiar cómo podría concillarse con el Poligenismo la
doctrina que la Iglesia ha definido sobre el pecado original. Y, natural­
mente, el camino más expedito y seguro es el de cambiar radicalmente el
concepto de pecado original que ha sostenido y enseñado siempre la Igle­
sia. No está, pues, de más, profundizar en el sentido de las definiciones de
la Iglesia en esta materia.
donde se manejan los conceptos de sustancia y accidente, masa,
conversión, materia, etc,, elementos que entran de lleno en el
campo de la Química y de la Física,
Ambos lados contendientes tienen su parte de razón; todo de­
pende del enfoque del problema. Tal vez es demasiado simplista
el que se coloca en el lado científico y dice: «Afirme el teólogo
qué dice la Fe», Pues si esto es fácil en materias estrictamente
dogmáticas, desconocidas al entendimiento humano (Trinidad,
Encarnación, infierno, etc.) no lo es en los puntos en que se rozan
la fe y la ciencia, si no es en casos bien contados, por ejemplo la
creación directa del alma humana. Porque la Fe no quiere dar lec­
ciones estrictamente científicas; pero tampoco puede evitar el em­
pleo de expresiones que pueden tener, y tienen ya, un sentido y
valor científico determinado, como cuando en la Eucaristía nos
afirma que no hay sustancia de pan y que, sin embargo, permanecen
las especies del pan.
La controversia creo que la había zanjado ya o dirimido —antes
de que surgiera— el Papa Pío XII al hablar del transformismo,
cuando dejó libertad de discusión, pero advirtiendo que la última
palabra sobre la formación del cuerpo humano la tenía la Iglesia,
puesto que a Ella, y sólo a Ella, le correspondía interpretar defini­
tivamente las Escrituras, que hablan, de esta formación.
Por otro lado los Papas más recientes han invitado, e invitan,
a los dedicados a profesar los estudios eclesiásticos, a que inves­
tiguen las fuentes científicas y traten con el rigor moderno de la
ciencia los puntos afines de la Revelación.
Sin embargo, creemos que interpretaría mal la mente de los
Papas el teólogo que se creyese en la obligación de revisar todos
los puntos ya ciertos en teología: por ejemplo, si quisiera inves­
tigar la posibilidad de un evolucionismo absoluto que incluyera
el de la misma alma humana. Eh este aspecto es conveniente que
el teólogo dé los datos ciertos de la F e ; y el científico ha de acep­
tarlos, aunque la ciencia experimental no se los compruebe clara­
mente o de ningún modo.
Por el contrario, en las materias en que la ciencia suministra
datos ciertos y la Fe no pretende enseñar, el teólogo y el exegeta
tendrán que aceptar estos datos ciertos. Así ningún teólogo ni exe­
geta podrá aferrarse hoy día en sostener que «térra stat». Porque es
evidentemente m uy poco científico no aceptar los datos ciertos que
sobre un objeto suministra otra ciencia. Así no se acreditaría de
científico el geólogo que no quisiera atender a los datos que con
certeza afirman los químicos y los físicos sobre las combinaciones
químicas de los elementos, cristalizaciones, etc.
Y a este propósito —y precisamente en el caso nuestro del mo-
nogenismo— formulamos una pregunta: Si el teólogo no es tenido
por científico cuando no tiene en cuenta las afirmaciones hipoté­
ticas de los geólogos, ¿habrá de ser considerado científico el geó-
logo que no quiere atender a las afirmaciones ciertas del teólogo?
Si quiere establecerse una distinción entre Teología y Geología,
iremos a parar a una separación absoluta de ambas ciencias; y
entonces no tilden de poco científico al teólogo que no quiera
atender a la Geología.
Quizá con un poco de comprensión por ambas partes el teólogo
y el científico católico pueden llegar perfectamente a un acuerdo.
Todo depende de que cada uno se mantenga en su posición. Pon­
gamos un caso: el astrónomo, que sostiene la teoría de la expan­
sión del Universo, supone que todo el sistema sideral o universal,
proviene de un núcleo densísimo que ha ido y va expansionán­
dose. Con esto explica él la formación de todos los astros y sus
leyes... Y él ha de quedarse aquí. Si quiere proceder más ade­
lante, y averiguar de dónde proviene este primer núcleo, o átomo,
o como quiera llamársele a esta primera materia, y, en último grado,
cómo comenzó a existir la materia, tiene que averiguar si alguna
otra ciencia ha resuelto ya satisfactoriamente este problema. Y
el teólogo le responderá con certeza: Dios la creó. Si el astrónomo
es católico no ha de intentar otras explicaciones, aunque parezcan
posibles, porque la Revelación es cierta en este punto.
A su vez el teólogo no ha de poner cortapisas en puntos estric­
tamente científicos, al investigador. No puede alegar textos o
pasajes escriturísticos que no hayan sido claramente explicados en
un sentido concreto por la Iglesia. Así no podrá rechazar la teoría
de expansión del Universo porque el Génesis habla de una «crea­
ción en seis días».
Y creemos que es de suma importancia —sobre todo en el caso
de quien haya de discutir con los geólogos, naturalistas, antropó­
logos, etc.— precisar ei sentido de la palabra «certeza». Los' teó­
logos estamos acostumbrados a oponer certeza a mera probabilidad,
hipótesis, falsedad, etc. Esta certeza podrá ser metafísica, física o
moral, según que se base en argumentos metafísicos, físicos o
morales; pero siempre será certeza filosófica. Si los datos vienen
de la Revelación o de una definición dogmática, la certeza será de
Fe.
Hasta hace poco, también los cientficos tenían los mismos prin­
cipios de certeza; pero ahora parece que han cambiado, por lo
menos los geólogos o cuantos se ocupan del evolucionismo, transfor­
mismo, etc. «Digamos también —y esto es fundamental— que la
ciencia no hace más que establecer unos presupuestos, unos grados
de certeza, por lo demás fluctuantes, a lo largo de las investigacio­
nes que se realizan en el curso de los años; pero no puede, en
modo alguno, construir argumentos. No esperemos obtener resul­
tados apodícticos, sino sólo pragmáticos. La ciencia no aduce de­
mostraciones irrefutables ni aun —y es mucho decir— dentro del
campo de la Matemática. De todos modos, para llegar a conclusio­
nes válidas, habremos de tasarlas mediante un análisis ponderal
y aprehenderlas dentro de la red más segura de las relaciones
numéricas con el objeto de consolidarlas de cara al futuro» (5).
Y el P. E, Aguirre, después de hacer algunas disquisiciones sobre
el concepto análogo de la certeza, afirma: «Tienen certeza cien­
tífico-natural las afirmaciones sobre objetos de las ciencias natu­
rales, a las que se llega por la confrontación de las evidencias con
los principios generales de estas ciencias, y que están por encima
de toda duda que de estas mismas pueda venir».
«En este sentido parece que debemos reconocer y entender la
noción de certeza en las alegaciones de muchos científicos cuando
aseguran el origen evolutivo del cuerpo humano por la razón de
que no cabe otra solución científica posible» (6).
Esta noción de certeza, aplicada a un dato científico, supone
necesariamente que este dato no puede ni podrá ser interpretado
de otra manera. Si, por el contrario, se supone que puede llegar el
momento en que nuevas teorías o explicaciones sugieran diversa in­
terpretación, será preciso dar a la palabra «certeza» un sentido no
sólo «relativo y análogo», sino también «subjetivo».
Ahora bien, la experiencia hasta nuestros días enseña que, en
nuestro caso, los datos científicos experimentales de ninguna ma­
nera han llegado a un grado tal de certeza «objetiva» en su expli­
cación, que se dé por definitiva. Por esto observamos con compla­
cencia que los verdaderos científicos son moderados en sus afir­
maciones, lanzan «hipótesis», proponen conclusiones, etc., pero se
guardan muchísimo de afirmar con aseveración apodíctica. Y, sin
embargo, cuando se trata del evolucionismo, a pesar de que nos
advierten que no esperemos «resultados apodícticos», nos dicen:
«La afirmación del hecho evolutivo ya no es una hipótesis, ya no
merece gastar tiempo en discutirse.,.» (7). Lo mismo decían cier­
tos escolásticos cuando discutían sobre el hilemorfismo, porque no
encontraban otra solución científica posible.

(5) M. C husafont , Problemática de la Evolución en las ciencias posi­


tivas: en La Evolución, BAC. Madrid, 1966, pág. 1-2.
(6) E, A guirre , Reflexiones sobre nuestro conocimiento de la Evolu­
ción humana: en Orígenes de la Vida y del hombre, BAC, Madrid, 1963,
388.
(7) Ibidem, 386. También es lamentable en este .punto, y anticientí­
fico, el califica'.' en bloque el «hecho evolutivo», y luego incluir en este
hecho, con la misma certeza, la transformación de las especies. Difícil­
mente habrá un auténtico científico que niegue el «hecho evolutivo», y,
sin embargo, son no pocos y de nota, los científicos que niegan el trans­
formismo, máxime humano, Además, una cosa es (y este es el verdadero
«hecho» o «hechos y realidades») que se posean huesos, fósiles, restos, etc.,
encontrados acá y allá en muy diversos lugares y pertenecientes a muy
distintas épocas, y que se pueda con ellos, agrupándolos, formar una
cierta escala que sugiera un evolucionismo; y otra cosa muy distinta es
Ict explicación o las hipótesis, que se vayan ensayando. Creemos que su­
pone cortedad de vista, en nuestros tiempos de avances científicos tán
espectaculares y que dejan tan atrás doctrinas que hace poco se tenían
Esta terminología la hemos de tener en cuenta al juzgar las
afirmaciones en este campo de la ciencia. El evolucionista, que ul­
trapase este modo de emplear la palabra «cierto» hablando del sis­
tema evolutivo respecto del hombre (entendido en sentido de
transformismo), y la use en el sentido de «certeza» de los escolás­
ticos y filósofos, se excede en su juicio y se opone a la doctrina
de Pío XII en la Humani Generts. Como hemos insinuado antes, el
evolucionista actual está en. posición muy parecida —y en parte,
aun desventajosa— a la del escolástico que defendía el hilemorfismo
como único sistema que explicaba los datos, que poseía, sobre la
constitución de los cuerpos, al mismo tiempo que demostraba la
falsedad de los sistemas contrarios. Y el escolástico a su sistema
10 calificaba de «probable» o de «verosímil».
Notemos, finalmente, que para que una doctrina científica se
pueda proponer como cierta, no basta que explique con aptitud los
hechos, ni que las otras hipótesis se rechacen como falsas, y por
tanto no haya otra explicación; es menester que ella en sí se
demuestre «objetivamente cierta». De lo contrario, no nos saldre­
mos del campo de las probabilidades y de las hipótesis. Ante el
actual relativismo científico, ¿nos atreveremos a afirmar categó­
ricamente el transformismo humano?
11 El Concilio Arausicano y el Monogenismo
Del Concilio Arausicano II no se conservan actas de las discusio­
nes o de la elaboración de los cánones; ni parece que las hubo.
En el año 529, con ocasión de la Consagración de la Basílica, que el
Patricio Liberio había erigido, se reunieron los Obispos y firma­
ron unos Cánones, sacados casi a la letra de algunos Concilios
Africanos, principalmente del Milevitano II. Con el Concilio Arau­
sicano terminaba prácticamente la lucha contra el Pelagianismo.
Esta es la causa de haberlo escogido; pero sus antecedentes hemos
de buscarlos un siglo antes.
a) La Herejía Pelagiana
Ha sido calificada justamente de «herejía camaleón» por la
habilidad con que sabía camuflarse y adaptarse para escurrirse
fácilmente. No nos interesa todo el desarrollo de su doctrina, sino
solamente el punto que tiene relación con el Monogenismo: el
pecado original.
La cuestión tomó cuerpo al bajar a la lucha S. Agustín y de­
mostrar la necesidad absoluta de la gracia. Los Pelagianos quisie-

por seguras en el campo de la ciencia, aferrarse hoy y dar por «evidente»


(«hechos son hechos», etc.) unas hipótesis y explicaciones que pueden
caer por tierra dentro de pocos decenios.
ron defenderse atacando. Una de sus objeciones era: «Luego tú
pones pecado' en los niños, que no tienen uso de razón, y por tanto
son incapaces de obrar el bien y el mal». Agustín replica con el
texto de S, Juan: «Quien no naciere de agua y Espíritu Santo,
no puede entrar en el reino de Dios» {Jo 3,5). Los pelagianos con­
testan distinguiendo entre Reino de Dios y Reino de los cielos:
el Bautismo es necesario, no para dar la gracia, cuyo premio es el
reino de los cielos, sino para entrar en el reino de Dios. Los niños,
pues, reciben el Bautismo sin tener ningún pecado.
S. Agustín no se detiene demasiado en desenmascarar la inútil
y equivocada distinción entre reino de Dios y reino' de los cielos,
sino que pasa a examinar a fondo la verdadera raíz de esos erro­
res pelagianos, Y asienta la doctrina del pecado original, que de­
muestra por S. Pablo (Rom 5,12s): «Por un hombre entró en el
mundo el pecado, y por el pecado la muerte, y así a todos los
hombres alcanzó la muerte porque todos en él [aquel uno] pe­
caron»... S. Pablo nos dice que éste uno fue Adán. S. Agustín in­
siste en que el pecado original se transmite por generación natu­
ral. (8) Todo aquél, y sólo aquél que nace «ex semine Adae» tiene
irremisiblemente el pecado original, Esta es la ley de la que nos
consta por la Revelación.
Los pelagianos —aquí será concretamente el agudo Juliano—
rearguyen aduciendo el caso de María Santísima y de tantas mu­
jeres santas que menciona la Escritura: ¿pondrás mancha en
ellas?, ¿dirás que María virgen pecó? S. Agustín se encuentra ante
un dilema: no puede admitir excepción a la ley enunciada tan
universalmente por S. Pablo; pero tampoco puede reconocer peca­
do en María. Su respuesta es conocida: «Cuando se trata de la
Madre de Dios no quiero oír hablar de pecado por respeto y honra
de aquel que fue concebido sin pecado y vino a redimirnos de
todo pecado».
Con esta respuesta mantenía firme su principio: el pecado pasa
a todos los que son concebidos por generación humana natural,
es decir, «ex semine Adae» (9).
El espíritu investigador de S. Agustín pasa más adelante y
busca las raíces o modo de esta transmisión. Es lo que llamamos, en
términos de escuela, la esencia del pecado original. La pone, al
parecer, en el «reato» de la concupiscencia.
(8) No ignora S. Agustín el doble sentido que puede tener la expre­
sión á(s’5ir¿vres ij/japra-v (en el cual, o, por cuanto que); pero apoyándose en
la. tradición —sobre todo de los Padres griegos, y en particular de S. Juan
Crisóstomo— se decanta por el primer sentido, que es el de la Vulgata
y el más corriente.
(9) S. Agustín trataba en este punto concretamente del pecado actual;
pero en la controversia pelagiana daba lo mismo, porque para S. Agustín
la secuela del pecado original es el actual, y nadie puede evitar el pecado
actual porque nadie ha estado exento del original. De aquí el valor in-
maculista de este texto.
Resumiendo: La lucha pelagiana ha puesto sobre el tapete una
serie de problemas que han tenido que conjugarse para despejar
todas las incógnitas. La solución ha sido descubrir armoniosamente
el plan de Dios, la «economía» divina, que S. Pablo había procla­
mado, pero sin tecnicismo ni plan sintético. Este plan es; Dios
formó un hombre, Adán, y lo elevó a un orden sobrenatural; en
este hombre estaba toda la hum anidad; y este hombre pecó; por
esto en él pecaron todos cuantos vienen de su descendencia. Sólo
Cristo, segundo Adán, nos restableció la gracia que Adán nos perdió.
Por esto todos necesitan de la gracia de Dios, que es un don gra­
tuito; aun los niños no pueden salvarse sin este don, que se les
confiere en el Bautismo.
Como se ve, la refutación de los errores pelagianos tiene por
base la doctrina de la unidad de la especie humana; y precisa­
mente la unidad no meramente morid, sino genética, como quiera
que el pecado original se transmite de unos a otros por generación
natural «ex semine Adae». Si la humanidad actual procediese de
diversos troncos o parejas, toda la doctrina de S. Agustín caería
por su propia base.
Además, entre las proposiciones pelagianas, que, en las discu­
siones de los Concilios Africanos se proponían al examen, una e ra :
«Adán, el primer hombre, era mortal, de suerte que si no hubiera
pecado, sin embargo, habría muerto». Y en el Cartaginense de 412,
Aurelio pregunta a Paulino, pelagiano, si los niños nacen en el
estado de Adán «antes de la transgresión [pecado], o después de
la transgresión». (10).
La herejía pelagiana mereció no pocas condenaciones. En 411
un Concilio de Cartago condena a Celestio; en 415 los Sínodos de
Jerusalén y de Dióspolis, y, al año siguiente, otro de Cartago
rechazan la doctrina pelagiana. Inocencio I, condena el Pelagianis-
mo. «Causa finita est» exclamará satisfecho S. Agustín. (11) Toda­
vía tendría que continuar luchando hasta el final de su vida.
En tiempo de Zósimo, sucesor de Inocencio I, un nuevo Conci­
lio de Cartago (418) interviene, y Zósimo, con su Epístola tractoria,
lo aprueba. Los cánones de este Concilio serán la base para las
nuevas decisiones antipelagianas.
Con la muerte de Pelagio (422) no desapareció su herejía, por­
que Nestorio dio acogida a Celestio, y Julián de Eclana con otros
18 Obispos se negó a firm ar la tractoña de Zósimo. Desde este
momento Agustín tiene un gran adversario que no le dejará en
paz con su argumentación aristotélica. El Santo Obispo de Hipona
morirá sin haber terminado su segunda obra adversus Iulianum.

(10) Mansi, Sacrorum Concüiorum nova et amplissima collectio, 4,


291.
(11) S, A güstín , Sermo 131, 10; ML 38, 734.
Juliano buscará asilo en Teodoro de Mopsuestia. El Concilio de
Efeso creerá por esto conveniente renovar la condenación del Pela-
gianismo.
Los escritos de S. Agustín, que insisten en que la gracia antecede
toda suerte de méritos, chocan a los monjes de Hadrum por pare-
cerles que la libertad humana pierde toda su eficacia si no puede
hacer obras salvíficas sin la gracia. S. Agustín responde (426-27) ;
y con esto la controversia toma un nuevo cariz al intervenir Casiano
con algunos célebres monjes de los Monasterios de S. Víctor en
Marsella y de Lerins.
Contra estos precursores del semipelagianismo luchan S. Agus­
tín (que muere en 430), S. Próspero de Aquitania, S. Hilario y el
Papa Celestino; La controversia sigue ya una dirección que no nos
interesa, por circunscribirse estrictamente a la gracia en la cues­
tión del llamado initium fidei, o principio del mérito. Los persona­
jes han cambiado necesariamente: son Fausto de Riez, antiguo
monje y Abad de Lerins, luego Obispo de Riez, fundador del ver­
dadero semipelagianismo; y sus adversarios Fulgencio de Ruspe
y S. Cesáreo de Arlés, Este, no obstante, su procedencia de Lerins,
es un auténtico agustiniano; y con ocasión de consagrar una Basí­
lica, prepara el segundo Concilio de Orange que con 8 cánones, 17
sentencias y un. Símbolo de Fe, condenará definitivamente el semi­
pelagianismo, Bonifacio II (531) aprueba el Concilio, cuyos cáno­
nes, con el nombre latino de Arausicano II, pasarán a formar parte
de las Colecciones Canónicas que contienen doctrina de Fe.
Dado que el fondo de la controversia era la doctrina de la gra­
cia, es natural que la mayoría de los cánones versen sobre ella.
Sin embargo, al igual que en el Concilio Cartaginés de 418, se
pondrá la doctrina del pecado original como base o punto de arran­
que. El Arausicano II depende a todas luces del Concilio de Cartago,
cuyos cánones copia casi a la letra. Confrontemos los que se re­
fieren a nuestro asunto.
Conc. Cart, XVI-Milevitano II
Can, 1 Plugo a todos los Obispos,,.: Que quienquiera que dije­
se que Adán primer hombre fue hecho mortal... Sea Anatema.
Can, 2 Igualmente plugo que: quienquiera que niegue que los
niños... han de ser bautizados, o diga que... de Adán nada traen
del pecado original... Sea Anatema. Porque lo que dice el Apóstol:
Por un solo hombre entró el pecado en el mundo... no de otro modo
ha de entenderse que como siempre lo entendió la Iglesia católica
por todo el mundo difundida. Porque .por esta regla de fe, aun los
niños pequeños que todavía no pudieron cometer ningún pecado
por sí mismos, son verdaderamente bautizados para la remisión
de los pecados a fin de que por la regeneración se limpie en ellos
lo que por la generación contrajeron.
Concilio Aurausicano II

Can. 1 Si alguno dice que por el pecado de prevaricación de


Adán no «fue mudado en peor» todo el hombre, es decir, según el
cuerpo y el alma engañado por el error de Pelagio, se opone a la
Escritura...
Can. 2 Si alguno afirma que a Adán sólo dañó su prevaricación,
pero no también a su descendencia, o que sólo pasó a todo el género
humano por un solo hombre la muerte que ciertamente es pena
del pecado, pero no también el pecado, que es la muerte del alma,
atribuirá a Dios injusticia, contradiciendo al Apóstol que dice:
Por un hombre el pecado entró en el mundo..,
Ya se ve que no pretendían los Padres Africanos, ni más tarde
los que acompañaban a S. Cesáreo de Arlés, definir la unidad de
la especie humana. Pero necesariamente la suponen, e implícita­
mente la definen. Porque toda su argumentación parte precisa­
mente de la solidaridad de la naturaleza humana, por cuanto pro­
viene de un solo hombre. Si Adán no es un hombre singular y con­
creto, si nuestra unión con Adán no es más que un vínculo moral
y se excluye una relación de origen de él por generación, toda la
argumentación pierde la base. Ni pelagianos ni católicos ponían
en duda el monogenismo humano. Era la tesis fundamental, De lo
contrario no habría habido discusión posible sin ponerse de acuerdo
en lo que constituía el punto de arranque del debate.
M ás; admitiendo unos y otros el relato del Génesis en lo sus­
tancial, en lo que todos hemos de admitir, discrepaban en las con­
secuencias reales. Los pelagianos reconocían la creación de Adán
como de un hombre singular que con Eva, maravillosamente for­
mada de él, daría y dio origen a toda la humanidad. Este Adán
estuvo dotado de ciertos dones y gracias personales; pecó él, pecó
Eva, y perdieron la gracia y los dones para sí. Sus descendientes
van naciendo como corresponde a la naturaleza humana, con los
dones o cualidades que les son propios, y también con sus defectos
e imperfecciones. De sus protoparentes la humanidad, nosotros, no
recibimos más que la naturaleza tal cual es, dotada de libertad por
la que puede obrar el bien y así recibir la gracia de Dios. Si el
hombre muere, también murió Adán y también habría muerto si
no hubiese pecado. El quebrantar el mandato divino no le acarreó
ningún trastorno y cambio en su naturaleza. Quedó cual estaba,
aunque perdió la gracia y algunos otros dones, no precisados; do­
nes, por lo demás, personales.
Como se ve, en este punto los pelagianos no miran más que al
Adán del Génesis, no el de San Pablo. Y es que, como hemos indi­
cado antes, la cuestión pelagiana tenía en sus principios otra tra­
yectoria. Iba directamente a la no necesidad de la gracia, o lo que
es lo mismo, exaltaba la naturaleza humana exagerando el ámbito
de su libertad. La doctrina sobre el pecado original fue una conse­
cuencia de la lucha. Los católicos, en efecto, alegaron el estado
de naturaleza caída para demostrar cómo existe una grande des­
proporción entre las obras del hombre caído y la gracia sobrena­
tural: es imposible al hombre, que no esté elevado, hacer un acto
digno de merecer lo sobrenatural, la gracia. Y precisamente el
estado de la humanidad es el de naturaleza caída a causa del
pecado original.
El pecado original es el punto clave para los católicos y la pie­
dra de escándalo para los pelagianos. Y S. Agustín tuvo la habilidad
de llevar los pelagianos a un terreno nuevo, pero punto verdade­
ramente de partida.
Los católicos no se preocuparon tanto del Adán del Génesis
cuanto del que nos describe S, Pablo en su carta a los Romanos:
«Por un hombre entró en el mundo el pecado y por el pecado la
muerte; y por esto la muerte va atacando a todos los hombres,
porque todos pecaron en aquel primero» (Rom 5,12). De aquí se
infiere: l.° el pecado fue la causa de la muerte en el primer hombre;
por consiguiente si no hubiese pecado no habría m uerto;
2° la muerte sigue atacando a todos los hombres, porque todos
pecaron en Adán, el primer hombre; de donde se siguen nuevas
consecuencias:
a) luego todos los hombres estábamos en é l;
b) en virtud de esta inclusión en Adán, pecamos;
c) luego Adán perdió para sí y para todos el don de la inmor­
talidad, la gracia y demás dones.
Ante la evidencia de la argumentación se esforzarán los pela­
gianos en buscar argumentos de razón más que escriturísticos: los
niños no tienen voluntad, no pueden pecar; luego el bautismo,
que se les confiere, no es para borrar pecados sino para obtener
otros fines.
Los católicos replican con la Escritura Santa y la Tradición, y
van probando más y mejor sus asertos, siempre sobre el funda­
mento de la singularidad de Adán y su carácter de Protoparente.
Más clara aparece aún la mente de los Padres Africanos al
afirmar que el pecado se transmite por generación. De aquí el
sentido más matizado que se da al axioma: pecado que se contrae
por generación, se limpia por regeneración; frase que es un eco
fidelísimo de la de Cristo: «Es menester que renazcáis si alguno
no renaciere.,.».
Si en la controversia pelagiana nos atenemos a la figura clave,
S. Agustín, su doctrina es clara respecto de Adán. Dos libros tiene
dedicados expresamente a comentar el Génesis: «De Genesi ad
litteram» y «De Genesi ad litteram imperfectus líber». En ambos
discute muy ampliamente el problema de la creación y su histo­
ria ; y con una visión que se adelantaba casi 15 siglos a los cien­
tíficos modernos, vislumbra las dificultades científicas que se
podrían suscitar al correr de los tiempos. Por esto se esfuerza en
descubrir el sentido verdaderamente literal, y el místico o alegó­
rico. El sentido literal, a su vez, puede ser doble: el que pretende
el Espíritu Santo, que ha inspirado al hagiógrafo, y el que suenan
las palabras tal como las entendía el autor o redactor del libro.
En todo caso Adán siempre es un hombre singular, el Proto-
parente de la humanidad. Discurrirá S. Agustín sobre los días de
la creación, sobre el modo cómo aparecieron las especies; propon­
drá una especie de evolución fixista —aceptada por no pocos cien­
tíficos modernos— ; hará largas disertaciones sobre el «del fango
de la tierra», «de la costilla de Adán», etc.; pero quedará siem­
pre en pie, como principio o verdad inamovible, que Adán es un
hombre, no es una colectividad; es el primer hombre, no un tipo
o símbolo de la humanidad. Y esto lo sostiene como doctrina cató­
lica, es decir—en su terminología— doctrina de fe.
A base de este hombre, Adán, principio de la humanidad toda,
explana S. Agustín la doctrina católica sobre el pecado original.
La frase más interesante del Concilio Arausicano, Milevitano y
demás Sínodos Africanos es: ex Adam trahere; quod generatione
traxerunt; in omne genus humamim traxis se...
No carecía de dificultad el condicionar el pecado original a la
generación humana, o acto de engendrar. Porque surgía inmedia­
tamente la pregunta: «Pase que los paganos, por tener una natu­
raleza viciada, la comuniquen así a sus proles, pero ¿cómo van a
transmitir una naturaleza viciada los padres bautizados ya, santi­
ficados?».
Hubiera sido muy sencillo aceptar la explicación pelagiana de
una influencia moral de A dán: dio a la humanidad el mal ejemplo
de la desobediencia. O bien escoger una mera unión moral con
Adán, no una unión o solidaridad también física o de naturaleza.
Y, sin embargo, se esforzará S. Agustín por dar con una solución
más o menos alambicada o difícil al problema. Nunca optará por la
solución radical de cortar el nudo gordiano. Esto sería para él
una traición a la doctrina católica. El sostendrá la existencia de
una solidaridad moral y jurídica de toda la humanidad con Adán,
pero sin que excluya, antes suponga, que el pecado original se
transmite por generación.
Aquí nos basta concluir que en la lucha antipelagiana se con­
sidera como doctrina de fe} doctrina explícita de la Iglesia católica,
que Adán fue un hombre, y que de este hombre singular se habla
en el Génesis y en San Pablo, y que todos los hombres descende­
mos de aquel protoparente, y que por esto contraemos el pecado
original. Él Monogenismo constituye la mayor (cierta, ole fe, uni­
versal) del silogismo antipelagiano, cuya conclusión se define;
es decir, se declara consecuencia también de fe : todos tenemos el
pecado original y necesitamos de la gracia.
En este sentido se mueve también el Papa Gelasio I, cuando
en 493, escribiendo a «todos los Obispos del Piceno» que se guar­
den principalmente de tres errores pelagianos, advierte: «... [Los
pelagianos] dicen que los niños son formados por obra divina
en los senos de sus m adres; por tanto creen parecer justo que una
obra de Dios, sin ningunas acciones propias, no sea engendrada
ligada a pecado alguno; y que por tanto se hace a Dios injusto
si se los hace reos antes de que nazcan. Este es el argumento que
sacan en favor de éste su agudísimo dogma; pero no advierten
que aquellos primeros padres del linaje humano, procreados no
de otros padres, sino de la materia inocente del fango, y formados
pura y sinceramente por el poder divino, y hechos racionales, ha­
biendo por propia voluntad seguido al diablo seductor, se vieron
infectos de malos deseos por causa de la grave prevaricación,.,».
«...Porque, si los mismos primeros hombres, nacidos, como he­
mos dicho, de ningunos padres, y formados sin contagio alguno...
pudieron depravarse a sí mismos... ¿qué maravilla es que ellos
mismos, depravados, hayan producido una generación deprava­
da?...»
«Así, pues, como todos, dice Pablo —los cuales ciertamente han
sido engendrados del progenitor Adán— [lo han sido] para conde­
nación, así solamente a aquellos todos viene la justificación de
vida, que han sido regenerados en el misterio de Cristo.» (12)
Y de igual manera, el Papa Pelagio I, de origen africano, en la
Profesión de fe, que el 3 de ferebro del 557 enviaba al Rey Childas-
berto I, incluía estas afirmaciones: «El cual [Cristo] creo y con­
fieso.., que como subió a los cielos, así vendrá a juzgar a vivos y
muertos. Porque todos los hombres, nacidos y muertos desde Adán
hasta la consumación de los siglos, confieso que han de resucitar
con el mismo Adán y su mujer, los cuales no nacieron de otros
padres, sino que el uno fue creado de la tierra y la otra de la cos­
tilla del varón». (13).
Este documento, (14) que se admite como de fe, en lo que hace
a nuestro propósito contiene dos verdades: la intervención inme­
diata de Dios en la formación del cuerpo de Adán y de Eva; y
la unión monogenética de la Humanidad. Tiene evidentemente
ante los ojos a los pelagianos (explícitamente Gelasio I) y Pelagio
principalmente a los maniqueos, contra los cuales el anatematismo
4 de San Próspero decía: «Quien cree que el primer hombre...
que se llamó Adán... no fue hecho por Dios, sea anatema». (15)

(12) G elasio, Epístola ad omnes Episcopos per Picenum: ML 59,


55-57.
(13) P elagio 1, Epístola 7 ad Regem Childebertum (ed. Gassó-Batlle),
Montserrat, 1966, pág. 24, 92-96.
(14) Se descubre con bastante claridad cierta dependencia de la
«Fides Pelagii» respecto del documento anterior de Gelasio; por esto los
comentamos juntos.
(15) M ansi ,Sacrorum Conciliorum... collectio, 8, 701-702,
Y hasta en el siglo xv, sin gran conexión con los pelagianos
ni con los maniqueos, Zanini y Solcia escribían: «Dios creó también
otro mundo distinto de éste, y en su tiempo existieron muchos otros
hombres y mujeres, y por tanto, Adán no fue el primer hombrea.
Esta proposición es el tercero de los errores condenados por Pío H
en el decreto del 14 de noviembre de 1459, y cualificados de «per­
niciosísimos errores... contra los dogmas de los Santos Padres». (16).
Sabido es que la Iglesia no condena la doctrina que afirme que
antes de Adán, existieran otros hombres en la tierra, con tal que
se admita: l.° que estos hombres fueron también creados por Dios
(directamente en cuanto al alm a); 2.° que, cuando comenzó a exis­
tir Adán, habían desaparecido aquellos preadamitas, de suerte
que toda la humanidad, de que nos habla la Escritura, provenga
de un solo Adán y una sola Eva. (Por lo demás, no hay cuestión
seria acerca del nombre de Adán y de Eva.)
Téngase también en cuenta que contra los pelagianos, se definió
. expresamente la inmortalidad de Adán antes de su prevaricación;
inmortalidad que perdió por el pecado. Esta consideración refuerza
la singularidad de Adán.

III El Concilio de Trento y el Monogenismo

Los Protestantes agrupaban, bajo un solo nombre de Reforma­


dores (Novatores, Reformatores), una gran variedad de doctrinas
no. pocas veces contradictorias. Por esto los católicos tenían que
juntar toda esa amalgama de sentencias, en proposiciones comple­
jas, que yuxtaponían —casi como sinónimas— herejías formal­
mente diversas. Y éste es fundamentalmente el estilo que presentan
los cánones del Concilio de Trento; cánones que, precisamente
por esto, habían de ser sometidos a minuciosa discusión antes de
ser aprobados. Pero nos ofrecen la ventaja de una mayor preci­
sión doctrinal, y por nuestra parte nos dan una mejor garantía de
interpretación.
La doctrina Protestante sobre la justificación se cimenta en una
antropología que proviene de un concepto falso del pecado original.
Prescindiendo de matices muy variables (según los diversos auto­
res), éste se identifica con la concupiscencia; y, puesto que el
Bautismo no la quita, la naturaleza humana continúa irrepara­
blemente y en su raíz, corrompida y pecadora. El hombre caído
es un pecador, y todas sus obras son pecado. La justificación
consistirá únicamente en que Dios no imputará como pecado estas
obras del pecador, precisamente porque el hombre no puede por
sí mismo hacer ni disponerse a nada bueno. La fe, la confianza
en la misericordia divina y en los méritos de Cristo serán la con-

(16) DENmrGER-ScHfiNMETZER, Enchiridion Symbolorwm, n. 1.363.


dición necesaria para que Dios no impute el pecado. Y esto es la
gracia.
Tal doctrina exige por necesidad una revisión de la naturaleza
del pecado original, tan contrahecho por los protestantes, Y a esto
se aplicó el Tridentino.
El día 24 de mayo de 1546 se presentaron a discusión de los
Padres dos artículos sobre el pecado original. En el l.“ se les inte­
rrogaba: «Den su parecer sobre ios testimonios, ya de la Escri­
tura, ya de las tradiciones apostólicas, que emplearon los Padres
antiguos, los Concilios y la misma Sede Apostólica contra los que
negaban que el pecado original existiese, Al mismo tiempo expli­
quen de qué principio se derive, cómo se contrae. Y en quiénes se
haya difundido».
El 2.° artículo versa sobre la naturaleza del pecado original. (17).
A continuación el Secretario lee el resumen de las respuestas
de los Teólogos:
«Este pecado se deriva de la prevaricación de A dán;
se contrae por propagación, no por imitación;
se difunde por todos los hombres y está en cada uno como propio.
Las cuales tres cosas se prueban por las palabras de S. Pablo a
los Romanos» (164-65).
Por lo que hace a la naturaleza del pecado original, cómo se
distingue de los otros pecados actuales, dice el resumen de las
sentencias de los teólogos: «Se distingue éste de los otros pecados,
porque éste se contrae por la naturaleza, de una carne infecta por
la prevaricación de Adán, en la misma generación» (166).
El 31 de mayo se da principio al examen de la doctrina sobre
el pecado original. La tónica general de los Padres es de que no
se dispute lo que ya está definido en el Concilio Arausicano. Es por
esto que las Congregaciones siguientes toman un tono poco vivo,
y los Padres, que lo creen oportuno, se limitan a contestar escue­
tamente a las preguntas propuestas, Veamos las respuestas que
hacen a nuestro propósito:
Aquel mismo día el célebre Armacano (ob. de Armagh) dice :
«El pecado original se hace (produce) en nosotros por la común
ley de la generación, porque todos estábamos en Adán cuando él
pecó» (172). De Nobilis era más explícito bajando al caso concreto
de los niños: «Los niños tienen un pecado propio, no por volun­
tad, sino por propagación [non ex volúntate, sed ex propagatione]...
todos nosotros pecamos en Adán...; tenemos una naturaleza vicia­
da... en Adán por el pecado original» (173). El Obispo de Castel-
mare explica: «Es un pecado voluntario, original en Adán, en
quien todos pecamos porque en él estábamos todos... Cómo pase

(17) C oncilium T riden tinum , ed, Goerresiana, 5, 163. En el texto, para


evitar continuas llamadas a las notas, vamos señalando, entre 'parénte­
sis, las páginas correspondientes a las Actas de este volumen 5.
a todos este pecado: se transmite ['traducida*] por naturaleza, al
faltar la gracia de Dios en el primer padre por su pecado; de este
modo Adán nos transmitió esta naturaleza porque él nada puede
transmitir fuera de la especie» (174). Y a continuación se pronun­
ció el Obispo de Fano en el mismo sentido: «Las gracias que fue­
ron concedidas a Adán no le fueron dadas para sí solo, sino para
la naturaleza, y por la desobediencia Adán las perdió, cuando
pecó; y las perdió no sólo en sí para sí, sino también para la natu­
raleza, es decir, para toda su posteridad1» (174).
Insisten en que el pecado original se transmite por generación
desde Adán, los Obispos de T'érmoli, Montpellier, Capra (175),
Bitonto, Canarias, Aosta y el General de los Ermitaños de S. Agus­
tín (176). El primero dice: «...Tampoco en Adán su pecado fue
personal sino natural [de naturaleza], en el cual estábamos todos
en cierta manera por comunicación. Confiesa también que se pro­
paga a todos» (174). Y el de Bitonto: ...«todos, antes de que na­
ciéramos, estábamos en Adán cuando él pecó; cuando nacemos
Adán está en nosotros. De la misma manera, cuando Cristo pade­
ció por nosotros, todos nosotros estábamos en El, y así los pecados
fueron por El quitados» (175).
En esta misma congregación del 31 de mayo de 1546 pronun­
ció un largo discurso el Arzobispo de Matera, el cual, entre otras
cosas decía: «Se le denomina original porque se contrae desde el
origen, a saber, cuando el alma es infundida al cuerpo; porque
entonces los niños reciben tres cosas: a saber, inclinación al pe­
cado ; y ésta proviene de la corrupción de la carne; porque por el
pecado de los primeros padres la carne humana quedó corrompi­
da» (175). Y añade más abajo: «Y que sea un pecado original,
propagado por el primer padre... podría probarse todavía más.
La prevaricación del primer padre a causa de su desobediencia,
es clara...» (177). Y continúa probándolo por S. Pablo y S. Agustín.
En esta línea se mantiene el Obispo de Cava: «Digo que Adán...
arrebató no sólo para sí sino para, toda la posteridad aquel don
principal de la justicia original. De aquí vino que todo el linaje
humano...» (178). Una explicación más pormenorizada ofrece el
Obispo de Bosa: «Por lo que toca a la propagación, digo: Todos
los hombres que nacen pecaron en Adán, al pecar éste; no es que
pecaron antes de que naciesen, sino que la naturaleza, que reciben
de Adán por propagación, fue viciada al pecar A dán; y así, el de­
cir ; ”Todos pecaron en Adán”, no significa que ellos hicieron algo
en Adán o con Adán,., ni'tampoco todos pecaron en Adán signi­
fica que ellos hicieron algo bueno o malo cuando fueron conce­
bidos en el seno materno. Sino que quiere decir que cada uno al
nacer reciben de Adán la naturaleza destituida de la inocencia
original y viciada por el vicio» (178).
Un poco aguda y singular es la manera cómo el Obispo Motulano
explica la naturaleza del pecado original; pero interesa sn exposi­
ción porque afirma tratarse de doctrina de fe, cuando se habla
de la propagación del pecado original: «En cuanto a lo segundo,
si el pecado del primer hombre se transmite por origen a todos
los hombres, digo que según la je católica hay que sostener firme­
mente que todos los hombres, a excepción de sólo Cristo, prove­
nientes de Adán, contraen de Adán el pecado original. Como razón
puede aducirse la siguiente: la culpa original pasa del primer
padre a la posteridad, de la misma manera que el pecado actual
partiendo de la voluntad del alma pasa, en virtud de la moción de
los miembros, a los miembros del cuerpo.,, Por tanto, también la
culpa original pasa a todos aquellos que son movidos por Adán
con el movimiento de la generación [en virtud de la vitalidad de
la generación que proviene de Adán], de suerte que, de la manera
que la carne de Adán fue infecta por el pecado del alma, y su per­
sona se sintió movida a la mala inclinación, de la misma suerte,
la carne propagada arrastra la infección y vicia el alma. Con esto
queda claro que el pecado original está en la carne y está en el
alma. En la carne está material y originariamente, en el alma for­
malmente y como en su sujeto... Por el pecado del primer hombre
fue corrompida la naturaleza humana; y la naturaleza, así corrom­
pida, corrompe a las demás personas... La corrupción de la natu­
raleza es infección de la carne en cuanto es principio de nueva
carne» (179-180). Y de este modo va continuando, siempre a base
de un mismo principio de la naturaleza humana: Adán.
Cuando hubieron terminado de hablar estos Obispos, todavía
en la misma Congregación del 31 de mayo se hizo un resumen de
cuanto habían propuesto los Padres conciliares acerca del pecado
original: «Están todos conformes en que no se dispute una doctrina
ya definida en otros Concilios. Se admite que Adán, después de su
prevaricación, perdió la justicia y santidad en que había sido cons­
tituido por Dios. Esta prevaricación no sólo le dañó a él sino a
todo el linaje humano, y mereció las penas del cuerpo y del alma.
Finalmente este pecado es propio para cada uno, y se nos transmite
por la generación, no por imitación» (181).
Si comparamos estas conclusiones de los Padres con las de los
teólogos, propuestas al principio de las discusiones, no descubrire­
mos a penas diferencia de importancia; lo único que los Padres
añaden explícitamente es: que este pecado o prevaricación de
Adán,^ no le dañó a él sólo, sino a todo el linaje hum ano; y lo
acentúan con esta frase: transfunditur in omnes ex carne infecta
ex generatione et natura (pasa a todos por causa de la infección
de la carne, por generación, y naturaleza).
Con esto terminaban las discusiones sobre los dos primeros
artículos. A partir del 4 de junio del mismo año de 1546 pasaban
a estudiar los remedios del pecado original, el primero de los
cuales es el Bautismo. Aquí se renuevan las afirmaciones de núes-
tra dependencia de Adán cuando los Padres insisten en que por
esta causa los niños han de ser bautizados.
El 7 de junio se entregaba ya a los Padres, para que lo exami­
nasen, el decreto sobre el pecado original; y el día 8 comenzaban
las discusiones. En el canon 2, la frase «pasó a todo el linaje hu­
mano, según la ley común...» dio pie a las famosas controversias
acerca de la Inmaculada Concepción. Así, el Obispo de Acqui
quería que se perfilase: «...También respondería yo a los argu­
mentos de algunos que parecen decir que la mala condición de
uno se quita por la de otro, es decir, a los descendientes de Adán
se les quita por el mismo Adán, manifestando así que este pecado
no se imputa a la posteridad» (204). De IVbbilis advertía: «La con­
cupiscencia innata es aquel mal que contraemos de Adán por el
origen viciado, por causa del cual nacemos hijos de ira» (206).
Resumamos las tareas tridentinas, P'revia discusión de los teó­
logos, el 24 de mayo de 1546 se presenta a los Padres la materia
sobre el pecado original, y se les pregunta:

l.° Puentes de la doctrina del pecado original;


2° de dónde proviene;
3,° cómo se contrae.

A esto responden los Padres como lo habían hecho los teólogos:


Proviene de la prevaricación de A dán; se contrae por generación;
pasa a todos los hombres.
En cuantó a las fuentes, insisten en San Pablo a los Romanos.
Pero ya el 28 de mayo, en la Congregación se leyeron los textos
básicos sobre el pecado original, que fueron: Concilios Milevitano-
Cartaginés del 418, Arausicano (can 1 y 2), Toledano XII (can 2),
Florentino, Inocencio I, León I (can 9,10) (18).
Pasadas las primeras discusiones se presentaron varias fór­
mulas de decretos, pero todas coinciden en el mismo punto de
partida: «Adán es cabeza física de la humanidad y así ha entendido
siempre la Iglesia el texto de San Pablo a los Rom 5,12» (198).
El 9 de junio el Secretario del Concilio lee 13 herejías que so­
mete a la discusión de los Padres. Las dos primeras se refieren
a la contracción del pecado original «esc nostma generatione esc
Adam» (por nuestra generación de Adán) (212).

(18) Por ser menos conocidos estos cánones, los transcribimos aquí:
Can 9. La Iglesia Católica confiesa que, permaneciendo ciertamente
aquel pecado, contagio de mortalidad, que pasa del primer padre a la
prole...
Can 10. Y porque, por la prevaricación del primer hombre quedó vi­
ciada toda la propagación del linaje humano, nadie puede librarse de la
condición del hombre viejo...
S. L eón I, ad Episeopum Aquileiae: ML 54, 677. C oncil T rident 5,
171-172.
El 14 de junio se presenta una nueva redacción del decreto en
que aparecen algunas fórmulas cambiadas. He aquí las dos re­
dacciones :
primera segunda
«Si alguien dijere que la enfer­ «Si alguien dijere que este peca­
medad de este pecado original, do de Adán, que por origen es
que es uno y que difundido en uno, y que trasfundido por pro­
nosotros por propagación, no por pagación, no por imitación, está
imitación, se halla en cada uno en todos, como propio en cada
como propio... uno...
Los cambios o retoques, en apariencia insignificantes, tienen
mucha fuerza para nuestro tema. «Enfermedad de este pecado ori­
ginal» se convierte en «Este pecado de Adán», en donde se especifica
más la sigularidad de Adán y su paternidad en orden al pecado.
«Difundido por propagación, no por imitación», se perfila con un
transfundido, que concreta más y mejor la manera de «difusión»
y «contracción» del pecado original; el frans-fundere, por contra­
posición o sustitución del cii-fundere, indica que va pasando de
unos a otros, desde Adán hasta nosotros.
Todos los Padres admiten el derecho. Surgen solamente dis­
crepancias acerca del canon sobre la Inmaculada, que se resuelven
favorablemente por la votación.
De este modo el 17 de junio de 1546 se somete a la votación
definitiva el Decretum de peccato originali, que comprende una
breve introducción, cinco cánones y una declaración sobre la Inma­
culada. Por lo que hace a nuestro propósito, los cánones interesan­
tes (sólo en sus palabras correspondientes) son:
can 1. Si alguien no confiesa que el primer hombre, Adán...
can 2. Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó
a él sólo y no a su descendencia...; o que manchado él por el pe­
cado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género humano
la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado ...Sea anatema.
can 3. Si alguien afirma que este pecado de Adán, que es por
su origen uno sólo, y, transmitido a todos por pi'opagación, no por
imitación, está como propio en cada uno...
Can 4. Si alguien dijere que los niños... no contraen de Adán
nada del pecado original... Sea anatema.
Vemos, pues, que en lo que se refiere a nuestro tema, el Tri-
denfino define:
1 ° "El primer hombre, Adán, perdió los dones...
2. ° La prevaricación de Adán dañó a su descendencia y se trans­
mite (transfunditur) a todo el linaje humano.
3. ° Este pecado de Adán, transmitido por generación, no por
imitación, es propio de cada hombre.
4.” Los niños recién nacidos han contraído también el pecado
original.
En estas proposiciones ¿se define el origen monogenético del
linaje humano? Este es el punto que nos interesa y vamos a
estudiar. De Fraine examina, como nosotros, los decretos triden-
tinos, y saca sus conclusiones. Para que no parezcamos parciales,
vamos a transcribir lo que el P. Emiliano de Aguirre, S. J,, cono­
cido transiórmista, aduce a este propósito: «D'e Fraine examina
con el método teológico positivo el objeto directo del dogma del
pecado original, haciendo exegesis sobre todo del decreto perti­
nente del Concilio de Trento. Es criterio fundamental en dogmática
que en toda definición de fe, cuya condenación se condena con
anatema, únicamente se tiene por infalible o verdad de fe definida,
aquel punto que aparece explícito y directo, esto es, la frase prin­
cipal gramaticalmente. En su análisis este autor admite que prác­
ticamente todos los Padres estaban persuadidos, antes de toda re­
flexión, de que el pecado original se transmite por generación
natural; pero demuestra que el Concilio ’no quiso establecer for­
malmente el carácter dogmático del modo corporal de la inclusión’,
y que por tanto la transmisión corporal ’no pertenece directamente
a los elementos del dogma’. Un análisis de los criterios dé creencia
común en la Iglesia ('enseñanzas del Magisterio ordinario’) le
llevan a igual conclusión: la unicidad de los primeros padres ’se
supone por doquier: pero en ninguna parte se impone propiamente
hablando’.
Y continúa el P, Aguirre: «En la misma línea R. Leys insiste
en el principio de que las expresiones adoptadas en dichas defi­
niciones, máxime en Trento, se toman directamente de la Escri­
tura; según esto deben entenderse o bien como citas, meramente,
o a los más como "explicación teológica" con valor descriptivo (De
Fraine) y de ninguna manera como una interpretación definida.
Al contrario, el sentido de la definición dogmática queda precisado
expresamente en la frase directa (in recto), y las demás expresio­
nes se emplean sin prejuzgar su interpretación, que queda abierta
a la investigación, si no se define formalmente» (19). La conclusión
de De Fraine a toda esta cuestión es: «No carecerá de interés el ha­
ber establecido preliminarmente una distinción neta entre el mono-
genismo y el núcleo mismo del dogma del pecado original... y...
haber llamado la atención sobre el hecho de que, según toda vero­
similitud, la propagación por la generación corporal no constituye
un elemento explícito de este artículo de fe» (20).

(19) E. A gtjihhe, Reflexiones sobre nuestro conocimiento de la Evo­


lución humana: en Orígenes de la Vida y del Hombre, BAC, Madrid, 1963,
pág. 404.
(20) Ibid. 405.
El P . Aguirre, por su parte, citando entre comillas las palabras
de De Fraine continúa: «El Papa calificó el poligenismo de doc­
trina 'aberrante e inmoderada’; por esto 'un hijo sumiso de la
Iglesia no se encargará de defenderlo’; pero esto no da derecho
a tratarla de herejía ni a tachar de ’desviaeión de la verdad cató­
lica’ todo examen que conduzca a una interpretación restrictiva de
los textos revelados o definidos o al estudio sereno de las razones
científicas en pro y en contra (sin exagerarlas)» (21).
Muchas son las afirmaciones contenidas en esta larga cita, que
tiende a demostrar que «la propagación por la generación corpo­
ral, no constituye un elemento explícito del artículo de fe sobre
el pecado original». Estas afirmaciones pueden reducirse a:
1. ° En la definición tridentina la transmisión del pecado por
la generación corporal no entra in recto, sino in obliquo, en la
definición.
2. ° Las fuentes son los textos de la Escritura.
3. ° Estos textos escriturísticos han de entenderse como meras
citas, o lo más como expresión teológica con valor descriptivo.
4. ° El poligenismo es doctrina «aberrante e inmoderada», y un
hijo de la Iglesia no se encargará de defenderlo.
5. ° Pero no es doctrina herética, y por tanto queda abierta a
la investigación.

Empecemos por los dos últimos puntos. Es cierto que, por ser
el poligenismo una doctrina «aberrante e inmoderada» no ha de
ser enseñada por ningún hijo fiel de la Iglesia. Es cierto también,
que si no está formal o explícitamente definido el Monogenismo,
no puede ser llamado hereje quien, sostenga la doctrina contraria,
Pero ya no es tan firme la consecuencia de que queda esta doctrina
abierta a la investigación, sin más, máxime si es «aberrante». Es
verdad que podemos investigar en cualquier terreno de la ciencia;
pero a veces las investigaciones son inútiles y no recomendables.
Aunque el Monogenismo no sea doctrina definida explícitamente,
es por lo menos cierto en Teología. ¿No es perder tiempo ponerse
a investigar sobre ella?
En cuanto a los textos de las Escrituras, advertimos que los
Padres Tridentinos citan solamente a San Pablo, pero ya hemos
dicho que se les leyeron los textos de los Concilios Milevitano,
Cartaginense del 418, Arausicano, Toledano XII, Florentino y los
Papas Inocencio I y León I. Y en realidad los cánones tridentinos
están calcados sobre los del Cartaginense XVI-Milevitano II, que
suelen reproducir a la letra en muchos fragmentos.
En cuanto al valor dogmático y exegético de estos textos de

(21) Ibid. 403.


San Pablo citados expresamente, creemos que no puede decirse
que se trate de meras citas, algo así como acomodaciones, ni siquie­
ra como «expresiones teológicas con valor descriptivo». Véase,
si no, el canon 4, que dice: «Quien quiera niegue que los niños
recién nacidos del seno de sus madres... nada del pecado original
traen de Adán, que haya de ser expiado por el lavatorio de la
regeneración... Sea Anatema. Porque lo que dice el Apóstol ’por
un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por el pecado la
muerte, y así a todos los hombres pasó, por cuando en él todos
pecaron’, no de otro modo ha de entenderse de como siempre lo
entendió la Iglesia Católica por todo el mundo difundida. Porque
por esta regla de fe ..
Estas expresiones —que no son raras en el Tridentino, como
ocurre en el caso de la presencia real de Cristo y la Transustancia-
ción en la Eucaristía— son verdaderas y auténticas interpreta­
ciones del sentido de la Escritura, como solamente lo puede hacer
el Magisterio de la Iglesia. Y tratándose aquí del Magisterio ex­
traordinario, no cabe la menor duda de su valor de interpretación
auténtica. Así lo reconocen los exegetas modernos, que prefieren
ver en el sentido literal de Rom 5,12s una referencia al pecado
actual.
Y pasemos a la 1." afirmación: En Trento la transmisión del
pecado por la generación corporal no entra in recto sino in obliquo,
y por tanto, no es objeto de definición (o de anatema su contra­
dictoria). El propio De Fraine se manifiesta moderado en su con­
clusión: «según toda verosimilitud, la propagación por la genera­
ción corporal no constituye un elemento explícito de este dogma de
fe».
El análisis gramatical de un decreto, o canon, no es el único
criterio para descubrir la certeza o grado de una definición. Aun
cuando se trata de un «anatema», no puede afirmarse, sin más,
que únicamente las frases que vienen in recto son objeto de conde­
nación. Hay que estudiar el origen del anatema o de los cánones.
Este es el sistema, que precisamente se viene empleando ahora
para dar a los cánones y decretos tridentinos un sentido restric­
tivo y aun diverso del que hasta ahora se les había concedido.
Al proponer la doctrina católica sobre el pecado original, que
los Padres tridentinos habían de examinar y sobre ella dictami­
nar, se fijan los puntos precisos, el tercero de los cuales es «quo~
modo contrakatur»; y el 2 “ ex quo principio derivetur. Al mismo
tiempo se presenta a los Padres el resumen de la doctrina de los
teólogos sobre estos puntos: Derivatur hoc peccatum ex praevari-
catione A dae; Contrahiíur per generationem, non per imitationem;
diffunditur in omnes homines; et inest unicuique proprium. Quae
tria probantur ex verbis Pauli ad Romanos.
Estos son, pues, los puntos de doctrina católica que se han de
examinar y definir. Como se ve luego, en los cánones definiti­
vos están casi a la letra estos tres puntos, que se han unido a veces,
para no multiplicar los anatemas o cánones.
Por lo que hace a la transmisión por generación corporal, cree­
mos, que aun redactada in obliquo, es una proposición de fe, pues
aparece marcada la intención de definirla, al querer que quedase
claro, contra la doctrina protestante, la naturaleza del pecado
original. Los protestantes aceptaban, sí, la existencia de este pe­
cado ; pero no la admitían en el sentido católico, Los Padres Afri­
canos ya habían sido bastante explícitos, pero este punto de la
transmisión por la generación no estaba tan expresamente decla­
rado en los Cánones del Cartaginense XVI ni del Milevitano II.
Era, pues, de todo punto necesario hacer constar que el pecado
original ha provenido de Adán y que va transmitiéndose a todas
las generaciones humanas por generación natural (ex quo prin­
cipio derivetur, quomodo contrahatur et in quos sit diffusum).
La doctrina católica se podía poner en forma positiva, en un solo
capítulo, o en forma negativa en tres anatemas. Se optó por un
término medio, claro, que contenía las tres proposiciones: «Si al­
guno afirma que este pecado de Adán que es por su origen uno
sólo y, transmitido a todos por propagación, no por imitación, está
como propio en cada uno..■,».
La forma redaccional coloca en plano explicativo, o in obliquo,
la manera de propagación del pecado original, y su universalidad
personal, no meramente colectiva. Pero bajo esta forma sintáctica
se expresa, dentro de un anatema, una doctrina directa y positiva,
que estaba en la intención del Concilio definir.
Además, la idea de Adán, individuo singular, no personifica­
ción de colectividad, y la doctrina de que todos los hombres descen­
demos de él por generación corporal, se expresa de diversas mane­
ras: «Si alguno no confiesa que el primer hombre Adán...; Si
alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él sólo y no
a su descendencia; que la santidad y justicia recibida de Dios
que él perdió, la perdió para sí solo y no también para nosotros; o
que, manchado por el pecado... transmitió a todo el género hu­
mano la muerte y las penas del cuerpo solamente... S.A.; Si
alguno afirma que este pecado de Adán, que es por su origen uno
solo y, transmitido a todos por propagación, no por imitación,
está como propio en cada uno.,,; .Si alguien afirma que los niños...
nada contraen del pecado original de Adán... S.A.».
Ante tales textos y la mente clara de los Padres tridentinos,
¿podrá decirse que el Monogenismo no entra como elemento en
el núcleo del pecado original? Sabemos muy bien que una conclu­
sión, basada en una premisa equivocadamente supuesta verdadera,
en cuanto se descubra la falsedad de la premisa base, desaparece
toda la fuerza de la conclusión, sin que por ello haya de ser tenida
por falsa la proposición, que puede ser verdadera por otras razones.
Es principio de Lógica que «es vero non sequitur nisi verum ;
ex falso sequitur quodlibet». Pero si toda la veracidad de una pro­
posición se funda en una premisa falsa, no podrá admitirse la tal
proposición. Y éste es el caso del Pecado original. El Monogenismo
no es sencillamente una proposición, sino un hecho en el que se
basan los Padres africanos y tridentinos (y todo el Magisterio de
la Iglesia) para descubrir en la Revelación la doctrina del pecado
original. Si esta base falla, toda la doctrina cae por tierra.
En conclusión, creemos que el Tridentino pretende también
definir la propagación del pecado original por generación cor­
poral, y que por tanto la teoría del Poligenismo no puede soste­
nerse en Teología.
Y, para terminar, notemos bien la doctrina de Pío XII, que
ha dado lugar a una pretendida libertad de discusión —aunque algo
restringida— acerca del Monogenismo o Poligenismo.
«Ya hemos insinuado —dice el P. Aguirre—■que esta cuestión
[del Poligenismo] presenta una verdadera dificultad teológica
para los católicos romanos, que nos obliga a tratarla con reflexión.
Pero es preciso tratarla y no confundir prudencia y sobriedad con
inacción y pereza.» Pío XII dijo del Poligenismo que «no aparece
en modo alguno como pueda compaginarse esta opinión con lo
que las fuentes de la verdad revelada y los hechos del magisterio
de la Iglesia proponen acerca del pecado original». Y añade el P.:
«Ahora bien, esta frase se redactó en sustitución de una del borra­
dor que decía: 'claramente aparece que esta opinión de ningún
modo puede compaginarse...’. El sentido del texto definitivo de la
encíclica en este punto está esencialmente determinado por la
corrección; esto es, precisamente no se quiso imponer a los fieles
el sentido de la frase tachada. Esta era categórica, negativa, uni­
versal, excluyendo toda composición posible. Tacharla equivale
a admitir la posibilidad de alguna explicación capaz de satisfacer
a ambos extremos» (23).
No vamos a detenernos en un examen de las dos frases, que
sin embargo queremos yuxtaponer para facilitar al lector su com­
paración :

V redacción redacción
claramente aparece que esta no aparece en modo alguno
opinión de ningún modo pue- cómo tal sentencia pueda
de compaginarse. compaginarse...

Ya se ve que en lo sustancial las dos redacciones son categó­


ricas, pues en ambas se afirma expresamente que no se ve cómo

(23) I'bid. 402.


puede compaginarse el Poligenismo con la doctrina de la Iglesia
sobre el pecado original; aunque la primera es ciertamente más
positiva.
Pero lo que más nos interesa es el texto íntegro de Pío XII;
porque no se limita a afirmar la incompatibilidad de doctrinas sim­
plemente, Es decir, no habla en bloque de la imposibilidad (que
por ahora, dice, no se ve) de compaginar el poligenismo con la
doctrina del pecado original, sino eon la doctrina, que proponen
las fuentes de la revelación y el Magisterio de la Iglesia, que es
una doctrina concreta y determinada, que el Papa especifica bien.
Veamos el texto íntegro, en el que subrayaremos las palabras que
hacen a nuestro propósito:
«Mas cuando se trata de otra opinión conjeturable, a saber, del
que llaman Poligenismo, entonces los hijos de la Iglesia no gozan
en modo alguno de esta Ubertad. Porque los fieles cristianos no
pueden abrazar aquella sentencia (por la cual) los que la sostienen
aseveran que; o después de Adán, aquí en la tierra, existieron
verdaderos hombres que no habrían tenido origen por generación
natural del mismo como profoparenfe; o que Adán significa una
cierta multitud de protopar entes; como quiera que en modo alguno
aparece cómo tal sentencia pueda compaginarse con lo que las
fuentes de la verdad revelada y las actas del magisterio de la
Iglesia proponen acerca del pecado original, el cual procede de
un pecado verdaderamente cometido por un solo hombre, y que
transmitido a todos por generación, es propio de cada uno (inest
unicuique proprium)» (24).
A nuestro juicio, nos encontramos ante una forma muy delicada
de condenación del Poligenismo. Ha dicho el Papa que los católicos
atiendan a las ciencias cuando se trate de hechos realmente demos­
trados ; pero que hay que proceder con cautela cuando se trata de
hipótesis o conjeturas, que rozan con la doctrina revelada. «Si tales
conjeturas opinables se oponen directa o indirectamente a la doc­
trina que Dios ha revelado (25), entonces tal postulado no puede
admitirse en modo alguno.» Tal sería el caso, por ejemplo, del
transformismo absoluto que negase la creación del alm a; o de un
materialismo que negase la intervención de Dios en la creación.
«Por esto —añade el Papa— el Magisterio de la Iglesia no prohíbe
que en investigaciones y disputas entre hombres doctos de entram­
bos campos se trate de la doctrina del evolucionismo... con tal
que todos estén dispuestos a obedecer el dictamen de la Iglesia a
quien Cristo confió el encargo de interpretar auténticamente las
Escrituras y de defender los dogmas de la fe.» Se queja luego el

(24) Pfo XII, Ilumani Generis, nn, 37: AAS 42, 1950, 575.
(25) Téngase en cuenta que hemos advertido antes (nota 2) que la
palabra «hipótesis» tiene diversos sentidos en Pío XII.
Papa de que algunos ”con temeraria audacia” den por cierta la
hipótesis evolucionista, ya que la última palabra corresponde a
la Iglesia en este asunto, que en último término depende de una
interpretación de la Escritura.
Pasa luego a otra «hipótesis», el Poligenismo. Pío XII evita
explícitamente formular una condenación, y se remite a una seria
advertencia, que viene a decir: Quien quiera investigar sobre el
origen mono o poligenético del hombre, que lo haga; pero si es
católico, no puede proceder igual que en el caso del evolucionismo
del cuerpo humano, pues aquí la doctrina explícita de la Iglesia
sobre el pecado original no aparece en modo alguno como pueda
compaginarse con el Poligenismo.
Ahora bien, si el cristiano no puede aceptar:

1. ° que hubo en la tierra, después de Adán, verdaderos hombres


que no proceden de él por natural generación;
2. ” que Adán signifique el conjunto de los primeros padres;
3. “ y ha de aceptar que el pecado original:
a) procede del pecado verdaderamente cometido por un
solo Adán
b) que se transfunde a todos los hombres por la generación
c) y que en cada uno está, como propio;

preguntamos: ¿qué libertad de discusión o de investigación le


queda al católico?
Pero además examinemos el sentido pleno de la frase de Pío XII,
que no siempre se traduce con exactitud. Después que ha admitido
libertad de discusión e investigación en el terreno del evolucionis­
mo corporeo, añade: «Cum vero de alia coniecturali opinione
agitur, videlicet de polygenismo, quem vocant, tum Ecclesiae
filii eiusmodi libertóte minime fruuntur».
Ya hemos explicado en la nota 25, qué sentido tienen en la
Humani Generis las palabras opimo, coniectura, hypothesis. No
quiere el Papa decir simplemente que se trate de opiniones dispu­
tables, sino de cuestiones que en el campo científico no son cier­
tas, y por tanto los científicos las pueden discutir. Pero si estas
coniecturales opiniones (en el terreno científico), son ya ciertas
(o sus contradictorias, falsas) en el terreno dogmático, entonces
el católico ya no puede discutir. Una de estas opiniones o hipótesis
en el terreno puramente científico es el Poligenismo. ¿Lo es tam­
bién en el terreno dogmático? Aquí es donde el Papa distingue
entre evolucionismo corpóreo y poligenismo. Para el primero admi­
te la opinabilidad aun en el terreno dogmático; queda a libre dis­
cusión ; el científico y el teólogo son libres para investigar,
Pero respecto del Poligenismo, el científico católico y el teó­
logo eiusmodi libértate minime fruuntur. El Papa no concede íi-
bertad. No están, pues, bien las traducciones que dicen: «no gozan
de la misma libertad»..., puesto que el «minime» («de ninguna
manera») es taxativo.
Al testimonio de Pío XII añadamos el no menos claro de Pau­
lo VI. El 15 de julio de 1966 se reunían unos cuantos teólogos (26)
en Roma para formar un Simpósion o reunión, que se proponía
estudiar el problema del pecado original a la luz de los adelantos
científicos, o atendiendo a las corrientes de la ciencia moderna. El
Papa recibió en audiencia especial a estos teólogos y en un dis­
curso sobre la materia, les dijo entre otras cosas:
«De esta manera [si atendéis a la Escritura, la Tradición y al
Magisterio de la Iglesia] estaréis vosotros seguros de respetar id
quod Ecclesia catholica ubique diffusa semper intellexit, es decir,
el sentido de la Iglesia Universal, docente y discente, que los Pa­
dres del II Concilio de Cartago, que se ocupó del pecado original,
consideraron regula fidei (Can 2).»
' «Por esto es evidente que os parecerán inconciliables con la ge­
nuino. doctrina católica las explicaciones que del pecado original
dan algunos autores modernos, los cuales, partiendo del presu­
puesto —que no ha estado demostrado— del poligenismo, niegan
más o menos claramente que el pecado original, del que han deri­
vado tantos torrentes de males en la humanidad, haya consistido
principalmente en la desobediencia de Adán ”primer hombre”,
figura de Aquel futuro, cometido al comienzo de la historia. Por
consiguiente, tales explicaciones ni siquiera se concilian con la en­
señanza de la Sagrada Escritura, de la Tradición y del Magisterio
de la Iglesia, según el cual el pecado del primer hombre se trans­
mite a todos sus descendientes, no por vía de imitación, sino de
propagación, inest unicuique proprium y es mors animae, es decir
privación, y no simple carencia, de santidad y de justicia, aun en
los niños apenas nacidos.»
«Pero también la teoría del evolucionismo, no os parecerá acep­
table mientras no esté conforme decididamente con la creación
inmediata de todas y cada una de las almas humanas por Dios,

(26) El Symposion lo había organizado el P. E. D h a n is S, J., Rector


de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma; asistieron los siguientes
teólogos y científicos: Monseñor Carlos M oellek , subsecretario del Santo
Oficio; Mns, Roberto M a si , Rector del Apollinaris (Roma); P. Roderic M ac
K enzie S. J„ Rector del Pontificio Instituto Bíblico (Roma); P. Pierre
B enoit o . P., Director de la Escuela Bíblica de Jerusalén; P. Eduardo
R oñe S. J., Rector de la Facultad de Teología de Namur; P. Zoltan A lzeghi
y P. Mauricio F l ic h , Profesores de Teología de la Pontificia Universidad
Gregoriana; P. Rosario G acnebet O. P., Profesor de la Universidad de
Sto. Tomás de Roma (Angelicum); P. KarI R ahneh , Profesor en München;
P. Miguel L abourdette O. P., Profesor del Estudio de Toulouse; P. Vitto-
n o M aecozzi S. J „ Prof. de Antropología en la Universidad Gregoriana,
y D, José R ugciebi, Secretario del Symposion.
y no tenga por decisiva la importancia que para la suerte de la
humanidad ha tenido la desobediencia de Adán, protoparente uni­
versal. La cual desobediencia no habrá de considerarse como si
no hubiera hecho perder a Adán la santidad y la justicia en que
fue constituido» (27).
Al leer este discurso nos parece estar escuchando a Pío XII del
que copia incluso el estilo de ciertas negaciones o circunloquios.
El Papa menciona textos de los Concilios que hemos estudiado, y
—esto hace mucho a nuestro propósito— resume la doctrina del
pecado original siguiendo los mismos puntos que el Tridentino defi­
nía:
1. ° Un pecado que consiste en la desobediencia de Adán, primer
hombre (subrayamos estas palabras ya que el Papa las pone entre
comillas);
2. ° este pecado se cometió en el comienzo de la historia;
3. ” se transmite a todos los descendientes, no por vía de imi­
tación, sino de propagación;
4. ° en cada individuo está en calidad de propio;
5. ° es muerte del alma, aun para los niños recién nacidos.
De aquí saca el Papa la conclusión de que a los teólogos y cien­
tíficos católicos es «evidente que les parecerá [esta doctrina] irre­
conciliable» con la hipótesis del poligenismo, Y más adelante toda­
vía recalcará que Adán fue el protoparente universal.
Las conclusiones de los teólogos y antropólogos del Sympósium
no nos interesan, ya que conocemos la mente del Papa; que ésta
sí que nos interesa. Bueno es que los teólogos discutan, pero sus
conclusiones no tienen valor alguno si no se conforman con los
criterios y verdades de la Iglesia.
Consta con certeza que se hicieron fuertes presiones para que
se mitigara la fuerza y tono de este discurso, al publicarlo. El
Papa no cedió. Apareció íntegro en el Osservatore Romano y
luego, a su tiempo, en A..A.S.
Las discusiones posteriores y los avances de la ciencia antro­
pológica, las tentativas de los teólogos sobre la esencia y naturaleza
del pecado original, etc., ¿habrán hecho mella en el ánimo de
Paulo VI? Los hechos no parecen estar en favor de un cambio en
su mente.
El 30 de junio de 1968 clausuraba el Papa el «año de la Fe»
como él mismo había calificado el del 19° centenario del Martirio
de los Apóstoles Pedro y Pablo, Y como recuerdo del «año de la
Fe» regaló a la Cristiandad el «Credo del Pueblo de Dios». Y ¿qué
nos dice el Papa, en este Credo o Símbolo de la Fe, acerca del pe­
cado original? He ahí sus palabras:
(27) P aulo VI, Alocución Sktmo particolarmente lieti, del 11 de julio
de 1966, a los componentes del Symposion acerca del pecado original:
AAS 58, 1966, 654 (publicada en el Osservatore Remano de 16 julio 1966).
«Creemos que todos pecaron en Adán; lo que significa que la
culpa original cometida por él hizo que la naturaleza, común a
todos los hombres, cayera en un estado tal, en el que padeciese
las consecuencias de aquella culpa. Este estado ya no es aquel
en que la naturaleza humana se encontraba al principio en nues­
tros primeros padres, ya que estaban constituidos en santidad y
justicia, y en el que el hombre estaba exento del mal y de la
muerte. Así, pues, esta naturaleza humana, caída de esta manera,
destituida del don de gracia del que antes estaba adornada, he­
rida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de
la muerte, es dada a todos los hombres; por tanto, en este sentido,
todo hombre nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo al Con­
cilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente
con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación, y
que se halla como propio en cada uno.»
«Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió, por el sa­
crificio de la Cruz, del pecado original y de todos los pecados
personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que se
mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: Donde abundó el
delito, sobreabundó la gracia.»
«Confesamos creyendo un solo bautismo instituido por Nuestro
Señor Jesucristo para el perdón de los pecados. Que el bautismo
hay que conferirlo también a los niños, que todavía no han podido
cometer por sí mismos ningún pecado, de modo que, privados de
la gracia sobrenatural en el nacimiento, nazcan de nuevo, del agua
y del Espíritu Santo, a la vida divina en Cristo Jesús» (28).
La cita es larga, pero no hemos querido omitir absolutamente
nada de las palabras del Papa, que contienen toda la doctrina
sobre el pecado original. Y, como se ve, reafirma todo lo expuesto
y asentado en el Concilio de Trento; explica al mismo tiempo la
esencia del pecado original, que consiste en la privación de la
gracia; su transmisión por propagación; que está también en los
niños que no pueden haber cometido ningún pecado personal;
que el bautismo perdona este pecado; y que por esto hay que
conferirlo también a los niños; que es un pecado cometido por el
primer hombre, y que todos pecamos en él.
¿Hay algo nuevo? ¿Ha cambiado la mente del Papa? ¿Ha cam­
biado, pues, la mente de la Iglesia al proponernos un c r e d o de la f e
que hemos de profesar? No lo vemos, ni lo puede ver quien abra
los ojos y no se empeñe en cegarse.
Por esto la postura de los modernos teólogos (si merecen este
nombre) es doble: o ignorar el Credo del pueblo de Dios; o decir
que no tiene valor de dogma definido.

(28) Tomamos la traducción del P. Cándido Pozo S. J .: Credo del


Pueblo de Dios, BAC, Madrid, 1968..
.
La primera postura es indigna de un teólogo que hace profesión
de estudiar y enseñar la doctrina católica. Lo primero que necesita
es apoyarse en los documentos del Magisterio de la Iglesia, tanto
más cuanto más solemnemente sean pronunciados. ¿Merecerá,
pues, confianza y aprecio un teólogo que haga caso omiso de un
documento tan importante como es una profesión de Fe?
La segunda postura —hacer caso omiso del documento porque
no es una definición dogmática— es absurda, hipócrita y falsa.
Es absurda. Porque todo teólogo ha de apreciar los documentos
del Magisterio, sea cual sea su valor. Lo único que podrá hacer
será calibrar su peso con sinceridad. Aun cuando no se tratase
de una Profesión de Fe, está en vigor lo que el Vaticano II ha
dicho sobre los documentos del Magisterio eclesiástico, que en
realidad no es otra cosa que la que afirmó Pío XII en la Humani
Generis. E‘l Vaticano II dice: «Esta religiosa sumisión de la volun­
tad y del entendimiento de modo particular se debe al magisterio
auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra;
de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio su­
premo, y con sinceridad se adhiera a las sentencias proferidas por
él, conforme a la mente y voluntad por él mismo manifestada, la
cual se manifiesta principalmente ya sea por la misma índole del
documento, ya sea por la insistencia con que repite una misma
doctrina, ya sea también por las fórmulas empleadas» (29).
Es hipócrita. Porque los teólogos modernos se oponen tenaz­
mente a toda definición dogmática, condenación de errores, etc.;
y luego apelan a que tal doctrina no está propuesta como dogma
de fe, que tal otra no está expresamente condenada, etc. Este pro­
cedimiento no es sincero. Es indigna de un científico cualquiera,
y mucho más de un teólogo cuyo objeto es el estudio de la Reve­
lación a través del Magisterio de la Iglesia. A este propósito enseña
el Vaticano II: «Las disciplinas teológicas han de enseñarse a la
luz de la fe y bajo la guía del Magisterio de la Iglesia» (30),

(29) Lumen Gentium n. 25 y Verbum Dei nn 9-10. Pío X II en la Hu­


mani Generis afirmaba: «Ni hay que creer que las enseñanzas de las
Encíclicas no exijan de suyo el asentimiento, por razón de que los Roma­
nos Pontífices no ejercen en ellas la suprema potestad de su Magisterio,
Pues son enseñanzas del Magisterio ordinario, del cual valen tam bién
aquellas palabras: ”E1 que a vosotros oye a Mí me oye” (Le 10, 16); y la
mayor parte de las veces, lo que se propone e inculca en. las Encíclicas
pertenece al patrimonio de la doctrina católica. Y si los Sumos. Pontífices,
en sus Constituciones, de propósito pronuncian una sentencia en materia
disputada, es evidente que, según la intención y voluntad de los mismos
Pontífices, esa cuestión no se puede tener ya como de libre discusión entre
teólogos». (AAS 42, 1950, 567). ¿Qué habrá, pues, que decir de las afirm a­
ciones de Paulo VI en escrito que no es sencillamente una Encíclica — acto
del Magisterio ordinario— sino de un Credo del Pueblo de Dios, Profe­
sión de Fe, que con tanta solemnidad se entrega a la Iglesia?
(30) Optatám totlus Ecclesiae n. 16.
Es falsa. Porque el Sumo Pontífice, en este caso, da gran impor­
tancia al documento que presenta. Oigamos sus palabras: «Juzga­
mos además que debemos cumplir el mandato confiado por Cristo
a Pedro, de quien,., somos sucesor: a saber, que confirmemos en la
fe a Eos hermanos. Por lo cual, aunque somos conscientes de nues­
tra pequenez, con aquella inmensa fuerza de ánimo con que to­
mamos el mandato que nos ha sido entregado, vamos a hacer una
profesión de Pe y a pronunciar una fórmula que comienza con la
palabra Creo, la cual aunque no haya que llamarla verdadera y
propiamente definición dogmática, sin embargo repite sustancial­
mente, con algunas explicaciones postuladas por las condiciones
espirituales de nuestra época, la fórmula Nicena: es decir la fór­
mula de la tradición inmortal de la santa Iglesia de Dios» (31),
Y el Papa añade unas consideraciones que centran mejor el
sentido de este Credo y su valor magisterial: «Bien sabemos, al
hacer esto, por qué perturbaciones están agitados, en lo tocante a
la fe, algunos grupos de hombres. Los cuales no escaparon al in­
flujo de un mundo que se está transformando enteramente, en el
que tantas verdades son o completamente negadas o puestas en
discusión, Más aún, vemos incluso a algunos católicos como cau­
tivos de cierto deseo de cambiar o de innovar. La Iglesia juzga que
es obligación suya no interrum pir los esfuerzos para penetrar más
y más en los misterios profundos de Dios, de los que tantos frutos
de salvación manan para todos, y, a la vez, proponerlos a los hom­
bres de las épocas sucesivas cada día de un modo más apto. Pero,
al mismo tiempo, hay que tener sumo cuidado para que, mientras
se realiza este necesario deber de investigación, no se derriben
verdades de la doctrina cristiana. Si esto sucediera —y vemos dolo-
rosamente que hoy sucede en realidad—, ello llevaría la pertur­
bación y la duda a los fieles ánimos de muchos».
Quiere también el Papa que «nos esforcemos por entender y
discernir el sentido contenido en el texto [de las Escrituras], pero
no innovar, en cierto modo, este sentido, según la arbitrariedad de
una conjetura».
Reafirma luego su posición de Pastor supremo de la Iglesia,
que como Pedro en Cesárea, quiere profesar la fe y «dar un testi­
monio firmísimo a l a "Verdad divina»; y continúa: «Queremos
que ésta nuestra profesión de fe sea lo bastante completa y explí­
cita para satisfacer, de modo apto, a la necesidad de luz que oprime
a tantos fieles... que buscan la Verdad». Y concluye con esta fór­
mula solemnísima: «Por tanto, para gloria de Dios omnipotente
y de Nuestro Señor Jesucristo, poniendo la confianza en el auxilio

(31) El texto íntegro, del que sacamos este fragmento y los que si­
guen, está en AAS 60,1968, 433-445.
de la Santísima Virgen María y de los bienaventurados Apóstoles
Pedro y Pablo, para utilidad espiritual y progreso de la Iglesia, en
nombre de todos los sagrados Pastores y fieles cristianos, y en ple­
na comunión con vosotros, hermanos e hijos queridísimos, pro­
nunciamos ahora esta profesión de fe».
Por lo que el Papa afirma en la presentación del «Credo del
Pueblo de Dios», no se trata de una corazonada, ni siquiera de un
catálogo orientador de la doctrina de la fe, sino de la Verdad ínte­
gra, expuesta de una manera «lo bastante completa y explícita...
para satisfacer a la necesidad de luz» que tenemos hoy todos los
fieles. Lo hace también para evitar las tergiversaciones y falsifica­
ciones de la Verdad revelada, como ocurriría —y por desgracia
ocurre— al explicar arbitrariamente los sagrados textos. Y lamenta
que haya fieles o teólogos que estén «como cautivos de cierto deseo
de innovar o cambiar».
Creemos, pues, que la mente de Paulo VI no ha cambiado, sino
que se ha reafirmado, y ha querido exponernos sobre el pecado
original la doctrina auténtica de la Iglesia, invariable, firme.

C onclusión

Por razones a todos fácilmente comprensibles, hemos excedido


un poco el ámbito de nuestro propósito al mencionar a los dos
Sumos Pontífices Pío XII y Paulo VI. Pero ya se ve que ellos no
han hecho más que confirmar la doctrina del Tridentino y hacerlo
actual. Fácil habría sido alegar que el Tridentino no sabía nada
del evolucionismo en el sentido científico, y que el valor de los Con­
cilios antiguos habría perdido fuerza delante de las personas —aun
católicas— que no están bien formadas en la fijeza de los dogmas.
No se podrá decir que Pío XII y que Paulo VI ignoren el estado
de la cuestión actual. Precisamente ellos han reafirmado la doc­
trina del pecado original porque han tenido en cuenta las falsas
explicaciones que hoy día se proponen acerca de esta doctrina de
la Iglesia por causa de los estudios sobre el evolucionismo.
A la luz de lo expuesto, nuestra conclusión e s:
l.° Que la doctrina del Monogenismo no está definida explícita
y directam ente; pero que en el Arausicano, Milevitano y Tridentino
está definida la doctrina que intrínsecamente postula el Monoge­
nismo ; el cual, por lo mismo, constituye una doctrina de fe implí­
cita, es decir, implícitamente definida.
2° Que los Sumos Pontífices Pío XII y Paulo VI incluyen en
el depósito de la Fe la doctrina del Monogenismo, al insistir
en que todo el linaje humano deriva de un solo Adán, el Protopa-
rente de la Humanidad.
F rancisco de P. S olá, S. J.
ESTUDIOS

La doctrina católica sobre el


Pecado Original
Hace muy poco publicábamos en esta misma Revista. (1) un tra­
bajo sobre el Monogenismo y el Pecado Original según la doctrina de
los Concilios Arausicano y Tridentino, Necesariamente tuvimos que
hablar del Pecado Original y de las definiciones de la Iglesia sobre
esta materia. Pero nuestro propósito era entonces solamente abordar
la cuestión del Monogenismo. Sin duda hubiera siclo más natural y
lógico comenzar por la doctrina del pecado original y sacar luego
las conclusiones acerca del Monogenismo. Sin embargo preferimos el
sistema u orden contrario, porque la doctrina directa del pecado ori­
ginal es hoy día objeto de mayores investigaciones y esfuerzos teo­
lógicos. Además, nos parece que se trata de una cuestión de mayor
trascendencia, como quiera que tiene repercusiones en gran parte
de la Teología y economía de la Salvación. Por esto queremos abor­
darla directamente.
Como he hecho en otras ocasiones, desde un principio advierto
que no es mi intención rechazar las opiniones de tal o cual teólogo
determinado. Por esto no citaré —sino muy raras veces— nombres
propios, aunque siempre que sea conveniente copiaré entre comillas
palabras textuales de algún autor. A mi juicio no importa qué dice
tal o cual persona, sino cuál es la corriente actual y cuál la de la
Iglesia manifestada en su Magisterio auténtico.
Leemos: «Si las formulaciones dogmáticas son perfectibles, si pue­
den incluso ser reemplazadas por otras encaminadas a explicar la
misma realidad en conceptos más asequibles a la mentalidad de cada
época, con mayor razón es legítimo, e incluso necesario, un esfuerzo
de renovación cuando sólo se trata de explicaciones teológicas.»

(1) E spíritu 20, 1971, 101-133: El monogenismo y él Pecado Original en


los Concilios Arausicano y Tridentino.
ESPIRITU XXI (1972) 5-45.
«Aplicando este principio tanto a la formulación dogmática sobre
el pecado original —formulación que data de los días del Concilio de
Trento— como a su desarrollo teológico, cabe, con todo derecho, ha­
cerse las siguientes reflexiones; siendo la teología del pecado original
ampliamente solidaria de una exegesis del Génesis hoy abandonada,
de una explicación de los orígenes humanos hoy periclitada, de ima
metafísica del ser hoy reemplazada por una metafísica de la persona,
nos es indispensable plantearnos una serie de cuestiones insospecha­
das para nuestros antepasados, aun los más geniales.»
Y otro autor nos dice: «Nosotros ya no leemos el Génesis como
lo hacían los teólogos postridentinos y medievales, siguiendo a los pa­
dres de la Iglesia, La interpretación historizante de los símbolos del
Génesis, propia del pasado, ha dejado el sitio a una exegesis crítica
fundada en la noción del "género literario”. Si los primeros capítu­
los del Génesis no dependen de la historia en el sentido moderno, sino
del género sapiencial y profético, si contienen una visión teológica
del comienzo de la historia de la salvación, y no un reportaje de
testigos oculares, ¿qué viene a ser la historicidad del estado paradi­
síaco, ese "antes” temporal de la caída, según la teología corriente?
Y eso no es todo. En otros tiempos se pedía a la Biblia la respuesta
a la pregunta de los orígenes humanos. En los siglos XIX y xx, la
prehistoria y la paleontología han hecho inmensos progresos. Ahora
bien, la representación de los orígenes humanos, a la que han llegado
estas ciencias, difiere radicalmente de la que era corriente en la tra­
dición patrística y escolástica. La antigua imagen del mundo, geo­
céntrica e inmovilista, ha sido reemplazada por la de un universo en
evolución. Si el hombre nace biológicamente a partir de formas ani­
males prehumanas, la misma cuestión que se planteaba hace un mo­
mento desde un punto de vista exegético se plantea ahora desde un
punto de vista científico. ¿Qué viene a ser, en esta perspectiva, la per­
fección maravillosa, sobrehumana, de los orígenes, la inmortalidad,
la ausencia de sufrimiento, la integridad o exención de la concupis­
cencia, la ciencia y la exención de error, todos estos privilegios de
los que habrían gozado los primeros hombres?»
Y sigamos todavía un poco más: «Según la teología corriente, este
pecado (el original) es la desobediencia cometida por una persona in­
dividual histórica, Adán, o por una pareja única que es la fuente bio­
lógica de todo el género humano. A causa de la perfección única de
estos primeros representantes de la especie humana, su pecado re­
vistió una gravedad excepcional en sí mismo y en las consecuencias
que acarreó para todos los descendientes. Así como esta pareja única
forma la base del inmenso edificio de la humanidad, asimismo su
culpa es el fundamento y la razón exclusiva de la solidaridad univer­
sal del mal. Pero, ¿cómo los primeros antepasados del hombre, que
apenas emergían de la animalidad, habrían podido ser capaces, psi­
cológica y moralmente, de cometer un pecado de tan excepcional gra­
vedad? ¿Cómo comprender que una culpa única, aun suponiendo que
haya podido se r excepcionalm ente grave, ha determ inado la suerte
esp iritu al de la h u m an id ad entera? Y, sobre todo, si es cierto que el
tran sfo rm ism o antropológico, que h a adquirido derechos de ciuda­
danía en teología, p arece difícilm ente disociable del poligenism o, ¿qué
se hace entonces con el m onogenism o, p ilar de la d o ctrin a trad icio ­
nal del pecado original?»
Y añadam os u n a ú ltim a objeción im portante: «A los duros golpes,
que h an asentado a la teología corriente la exegesis m oderna y la
peleontología, vienen a añadirse, m ás m ortíferos aún, al parecer, los
que le llegan del lado de las «afirm aciones de la conciencia m oderna»,
de las cuales u n a de las m ás im p o rtan tes (y p o r o tra p a rte au tén ti­
cam ente cristian a en su origen) es la de la noción de persona, de su
libertad , de su responsabilidad, fundam ento d e to d a m oral. La no­
ción de u n a “n atu raleza pecad o ra", to d a ella "cu lp ab le" sin ningún
consentim iento libre de las p ersonas e n las que esa " n atu ralez a” se
m ultiplica p o r la generación, sin som bra de responsabilidad indivi­
dual, excepto la de la p rim era y ú n ica p a re ja ancestral, es u n a noción
inadm isible, al parecer, p a ra cu alq u ier filosofía perso n alista y com u­
n itaria,.. Toda la cuestión es ésta: ¿cóm o com prender u n a solidaridad
en el m al, abstracción hecha de toda relación in terpersonal, excepto
aquella que consiste en en g en d rar ■—en el sentido estricta m e n te bio­
lógico del térm ino— u n nuevo se r hum ano? ¿Cómo deducir de la
solid arid ad biológica — sea esta m onogenista o poligenista— u n a so­
lid arid ad m oral y esp iritu al en el pecado, an te Dios? ¿Cómo puede
ser el hom bre, a la vez, ontológicam ente solidario de u n pecado que
él no h a com etido y sin em bargo responsable únicam ente de sus
actos personales? Un estado de caída y de pecado, que los hom bres
h an de su frir com o la consecuencia de u n a culpa ajena, ¿no es u n a
concepción que v a directam en te co n tra el sentido m oral, el senti­
m iento de la autonom ía de la persona, la noción de justicia.,.?»
E stas largas citas h an planteado el estado actual de la cuestión
respecto al dogm a del pecado original. Resum iendo, las red u ciría­
m os a las siguientes dificultades u objeciones:

1. La d o ctrina tradicional de la Iglesia se basa en u n a equivocada


in terp re tació n del Génesis.
2. E l tran sform ism o es d o ctrin a ya aceptada en la m ism a teología, y
no es com patible con la noción tradicional del pecado original.
3. La hipótesis del Poligenism o es indisociable del transform ism o,
y destruye en su base la d o ctrin a tradicional.
4. E n la d o ctrin a tra n sfo rm ista es im posible un estado prelapsario
con los dones excepcionales de que habla la Teología tradicional.
5. E s inconcebible u n pecado involuntario: se opone a la lib e rta d y
responsabilidad de la persona hum ana.
ó. P o r o tra p arte , es legítim a y necesaria una revisión de las form u­
laciones dogm áticas, sobre todo cuando sólo se tra ta de explica­
ciones teológicas.
I

Vamos, pues, a responder brevemente a estas objeciones; y luego


expondremos la doctrina tradicional de la Iglesia. Y antes de comen­
zar, quiero recalcar la misma insistencia con que los autores moder­
nos contraponen la doctrina tradicional de la Iglesia, o del Magisterio,
o de los Concilios, con las opiniones o doctrinas modernas.
Si exceptuamos las cuestiones más modernas del Monogenismo y
Evolución (que en cierta manera ya habían tratado algunos Padres,
sobre todo San Agustín), las demás objeciones ya eran bien conoci­
das y resueltas por la doctrina tradicional de la Iglesia y de los Con­
cilios. ¿Cómo, pues, ahora se quiere atacar la doctrina tradicional?
Admitimos que se discutan y ataquen las hipótesis y elucubraciones
meramente escolásticas o que afectan a puras disquisiciones teoló­
gicas; pero si se trata de doctrinas tradicionales de la Iglesia, que han
tomado carta de ciudadanía en ella por una conciencia eclesial de
más de 15 siglos (contamos a partir del pelagianismo) y aun de
20 siglos casi completos, que han sido objeto de deficiones dogmáti­
cas, y que estas definiciones han sido entendidas de una manera de­
terminada, y de esta manera propuestas como dogmas de fe por la
Iglesia, ¿es lícito volver a discutirlas o simplemente ponerlas en duda?
Que no hablen, pues, de doctrina tradicional, explicación tradicio­
nal, etc., (y no serán sinceros), o que acepten las doctrinas tradicio­
nales. Esta es la postura auténticamente católica. Si surgen dificul­
tades, provengan del campo de que provengan, hay que buscar las
soluciones de suerte que el dogma y la doctrina tradicional no sufran
mengua.
Por otra parte la doctrina del pecado original es de suma impor­
tancia, como hemos indicado al principio. Negar los dos estadios de
la humanidad; ante y postlapsario (antes y después de la caída), re­
chazar la noción de pecado propiamente dicho que se transmite a
todos los individuos humanos, etc., requiere una nueva noción de
gracia, de redención, de reparación, de bautismo, de salvación... Y,
sobre todo esto, una revolución exegética, tanto de la Escritura como
del Magisterio, que nos llevará necesariamente a un pleno escepticis­
mo dogmático, como veremos más adelante. Pasemos, pues, a las ob­
jeciones propuestas.

I La Narración del Génesis


«El hombre moderno, se dice, no lee hoy el Génesis como lo ha­
cían los santos padres y todos los cristianos hasta hace bien poco.»
Todo esto es muy cierto; y ha de ser así. No en vano pasan los siglos
y con ellos el auge de la cultura. Sin embargo, no todo ha cambiado
en la Biblia. Lo que sí ha cambiado es la postura del hombre moder-
no ante la Biblia. Desde los primeros siglos del cristianismo (ya no
hablamos del Judaismo) la Biblia, que había aumentado con el Nue­
vo Testamento, ha sido el libro sagrado, libro inspirado, cuyo autor es
el Espíritu Santo. No contaba tanto el hagiógrafo cuanto el verdadero
autor. Esta postura no impedía que se buscase la interpretación legí­
tima de los textos, pero se distinguía bien entre el sentido literal y el
sentido íntimo, pleno, que le daba el Espíritu Santo y que descubría
la Iglesia. El exegeta buscaba con ansia este sentido; él proponía sus
hipótesis (lo mismo que los teólogos), y luego el Magisterio de la
Iglesia corroboraba con su autoridad aquellos avances, o los recha­
zaba, o los permitía como probables. En este sentido van principal­
mente las Encíclicas de León XIII (Providentissimus Dominas) y
Pío XII (Divino affiante Spiritu), por no hablar de San Pío X en su
Encíclica Pascendi.
Ahora se aboga por una libertad completa de interpretación, apo­
yada en los nuevos estudios parabíblicos, es decir, de materias (len­
guas, historia,-cultura, etc.), que se relacionan con la Biblia. Y cuando
se lee a los exagetas modernos, se lleva uno la impresión de que no
toman en sus manos el examen de un libro inspirado, sino el de uno
de tantos libros que pasan por-religiosos, como el Korán, los Weda o
semejantes. Más aún, a veces con dificultad se podrá distinguir si el
exegeta es un racionalista, un protestante o un católico. Este es el
defecto de base; lo demás fluye por su consecuencia lógica.
Pero ateniéndonos a la narración de los tres primeros capítulos
del Génesis, ¿es cierto que no tienen sentido histórico? Se está abu­
sando desmesuradamente de la frase: «historia en el sentido moder­
no». Me gustaría poder perfectamente comprobar con minuciosidad
cuántas historias modernas (escritas con el criterio estrictamente his­
tórico según la crítica más hipercrítica) nos dan una visión exacta de
los hechos que narran. El historiador se encuentra ante un hecho
cierto: la. selección de documentos. Y, ¿qué criterio ha de seguir?
¿Y posee toda la documentación? ¿No procede nunca con aprioris-
mos? Como respuesta a estas preguntas me remito a una realidad:
continuamente aparecen artículos en revistas, historias, etc., que no
hacen más que corregir lo que había escrito sobre el mismo tema un
autor anterior. Continuamente se está revisando la. historia. ¡Cuidado,
pues, con pretender que los historiadores bíblicos quisieran escribir
una historia según los criterios modernos!
Pero sea lo que fuere de los criterios existentes en aquellos tiem­
pos, ¿por qué no podemos admitir, como cierto o histórico, un re­
lato bíblico si no lo encontramos corroborado por el de otro país?
¿Por qué, por ejemplo, no podemos admitir la realidad histórica de
Bethulia, Judith, Holofernes...? Si estos nombres apareciesen en al­
guna estela babilónica o siria, se aceptarían a ojos cerrados. ¿No hay
aquí un prejuicio malsano e injusto?
Y aceptando que el criterio antiguo de historia no fuera el actual,
no hemos de olvidar la sabia advertencia de Pío XII: «Del mismo
modo que en las ciencias biológicas y antropológicas, algunos hay
que también en las históricas taspasan audazmente los límites y las
cautelas establecidas por la Iglesia. Y de un modo particular es de­
plorable el criterio extraordinariamente Ubre de interpretar los libros
’históricos del Antiguo Testamento. Los fautores de esta tendencia,
para defender su causa, invocan indebidamente la carta que no hace
mucho tiempo la Comisión Pontificia para los Estudios Bíblicos envió
al Arzobispo de París. Porque esta carta advierte claramente, que los
once primeros capítulos del Génesis, aunque propiamente no conciten
den con el método histórico usado por eximios historiadores grecola-
tinos y modernos, no obstante pertenece al género histórico en un
sentido verdadero, que los exegetas han de investigar y precisar más;
y que los mismos capítulos, con estilo sencillo y figurado, acomodado
a la mente del pueblo poco culto, contienen las verdades principales
y fundamentales en que se apoya nuestra propia salvación, y tam­
bién una descripción popular del origen del género humano y del
pueblo escogido. Mas si los antiguos hagiógrafos tomaron algo de las
tradiciones populares— lo cual puede ciertamente concederse— nun­
ca hay que olvidar que ellos obraron ayudados por el soplo de la
divina inspiración, lo cual los hacía inmunes de todo error al elegir
y juzgar documentos.» (2)
Y añade el Papa: «Mas lo que se insertó en. la Sagrada Escritura
sacándolo de las narraciones populares, en modo alguno debe com­
pararse con las mitologías u otras narraciones de tal género, las cuales
más proceden de una desbordada imaginación que de aquel amor a
la simplicidad y a la verdad que tanto resplandecen aun en los libros
del Antiguo Testamento, hasta el punto que nuestros hagiógrafos de­
ben ser tenidos en este punto como claramente superiores a los an­
tiguos escritores profanos.» (3) Y estas palabras las dice el Papa des­
pués que ha hablado del pecado original, que ha afirmado que pro­
venía de un solo hombre, Adán, protoparente, que no significa una
colectividad de hombres.
El exegeta, pues, ha de examinar aquí, cómo ha entendido la Igle­
sia durante 20 siglos la narración genesíaca del origen de la huma­
nidad. La tradición y Magisterio ha sabido perfectamente desvestir
las narraciones de aquellos elementos «populares y sencillos» con
que se revisten y presentan las verdades históricas y las referentes a
nuestra salvación propia. Y el. resultado de esta discriminación ha
sido aceptar como núcleo histórico en el sentido propio y moderno
de la palabra:
La creación de todas las cosas por un único y verdadero Dios.
La formación de una primera pareja, de la que deriva toda la hu­
manidad (prescindiendo si fue por creación —que no lo dice la

(2) Pío X II, Encil. Humani Generls: AAS 42, 1950, 576-577.
(3) PÍO X II, Id. pág. 577.
biblia en el c. 2, aunque sí en el 1) o por evolución de otro animal
o ser anterior.
La creación directa e inmediata del alma humana (a lo que añade
la Iglesia la creación inmediata de cada una de las almas que
van viniendo a este mundo).
La elevación gratuita de aquella primera pareja, que así salieron de
las manos de Dios, dotados de la gracia sobrenatural.
La concesión de dones preternaturales, sobre todo la inmortalidad
(de fe), la inmunidad de la concupiscencia (próximo a la fe o
implícita), y otros.
Por consiguiente la situación de la primera pareja en un estado,
llamado de justicia original, anterior a la caída por el pecado.
Que Dios puso a esta pareja un precepto, y que ellos no lo cum­
plieron.
En consecuencia Dios los castigó a ellos y a toda su descendencia,
de manera que su pecado pasó a los descendientes.
Pero la bondad de Dios, prometió un Redentor.

Estas son las principales verdades doctrinales e históricas que


contienen estos capítulos del Génesis en que se narra la historia de
los orígenes de la humanidad y del pueblo elegido, como dice Pío XII,
Queda para el estilo popular la narración de la serpiente, los árboles
de la vida y de la ciencia, la manzana, etc. Pero quedará el núcleo
histórico del monogenismo, del estado prelapsario o de justicia ori­
ginal, de la creación de las almas, de un estado especial de la pri­
mera pareja humana, de la caída o pecado, de un estado posterior
de miseria moral o interna de la humanidad (a parte de las miserias
materiales y dolores o sufrimientos), que será reparado por el Re­
dentor, y de un Adán que no es una colectividad.
Aquí, en el Génesis, se nos habla directamente del pecado original
personal de nuestros primeros padres; sólo indirectamente y a la
luz de otros textos deduciremos el pecado original que pasa a todos
los demás hombres. Esta doctrina la ha sacado la Iglesia no del Gé­
nesis, sino de San Pablo en su carta a los Romanos 5,12 ss.
Y de este texto tenemos ya mucho más firme —si cabe— el tes­
timonio del Magisterio de la Iglesia, que en diversas ocasiones —Con­
cilios Milevitano y Tridentino— extraordinarias ha declarado firme­
mente el sentido de estos versículos paulinos. Nos remitimos a lo
que escribimos en nuestro artículo anterior, del que queremos trans­
cribir aquí las solemnes palabras de Paulo VI en el Symposion de
que allí hablamos: «De esta manera (si atendéis a la Escritura, la
Tradición y el Magisterio de la Iglesia) estaréis vosotros seguros de
respetar id quod Ecclesia cathoíica ubique diffusa semper inteltexit
(lo que la Iglesia Católica, extendida por todas partes, siempre en­
tendió), es decir, el sentido de la Iglesia universal, docente y discente,
que los Padres del II Concilio de Cartago, que se ocupó del pecado
m odo que en las ciencias biológicas y antropológicas, algunos hay
que tam bién en las históricas tasp asa n audazm ente los lím ites y las
cautelas establecidas p o r la Iglesia. Y de u n m odo p a rtic u la r es de­
plorable él criterio extraordinariamente libre de interpretar los libros
'históricos del Antiguo Testamento. Los fau to res de esta tendencia,
p a ra defender su causa, invocan indebidam ente la c a rta que no hace
m ucho tiem po la C om isión P ontificia p a r a los E studios B íblicos envió
al Arzobispo de P arís. P orque esta c a rta advierte claram ente, que los
once prim eros capítulos del Génesis, aunque pro p iam en te no concuer-
den con el m étodo histó rico u sado p o r eximios h isto riad o res grecola-
tinos y m odernos, no o b sta n te pertenece al género histórico e n u n
sentido verdadero, que los exegetas h an de investigar y p re c isa r m ás;
y que los m ism os capítulos, con estilo sencillo y figurado, acom odado
a la m ente del pueblo poco culto, contienen las verdades principales
y fundam entales en que se apoya n u e stra p ro p ia salvación, y tam ­
bién u n a descripción p o p u lar del origen del género hu m an o y del
pueblo escogido. Mas si los antiguos hagiógrafos to m aro n algo de las
tradiciones populares— lo cual puede ciertam en te concederse— nun­
ca hay que olvidar que ellos o b raro n ayudados p o r el soplo de la
divina inspiración, lo cual los hacía inm unes de todo e r ro r al elegir
y ju zg ar docum entos.» (2)
Y añade el Papa: «Mas lo que se in sertó en la S agrada E sc ritu ra
sacándolo de las narraciones populares, en m odo alguno debe com ­
p ararse con las m itologías u o tras narraciones de ta l género, las cuales
m ás proceden de u n a d esbordada im aginación que de aquel am o r a
la sim plicidad y a la verdad que tan to resplandecen a u n en los libros
del Antiguo Testam ento, h a sta el p u n to que n u estro s hagiógrafos de­
b en ser tenidos en este pu n to com o claram en te superiores a los an­
tiguos escritores profanos.» (3) Y estas palabras las dice el P apa des­
pués que ha h ablado del pecado original, que h a afirm ado que p ro ­
venía de u n solo hom bre, Adán, p ro to p aren te, que no significa u n a
colectividad de hom bres.
El exegeta, pues, h a de exam inar aquí, cóm o h a entendido la Igle­
sia d u ra n te 20 siglos la n arració n genesíaca del origen de la hu m a­
nidad. La trad ició n y M agisterio h a sabido p erfectam ente desvestir
las narraciones de aquellos elem entos «populares y sencillos» con
que se rev isten y p re sen tan las verdades históricas y las referentes a
n u e stra salvación propia. Y el re su ltad o de esta discrim inación ha
sido a c ep tar com o núcleo h istórico en el sentido p ro p io y m oderno
de la palabra:

La creación de todas las cosas p o r u n único y verdadero Dios.


La form ación de u n a p rim e ra pareja, de la que deriva toda la h u ­
m anidad (prescindiendo si fue p o r creación —que no lo dice la

(2) Pío XII, Encil. Humani Ge.ne.rls: AAS 42, 1950, 576-577.
(3) Pío XII, Id. pág. 577,
biblia en el c, 2, aunque sí en el 1) o por evolución de otro animal
o ser anterior.
La creación directa e inmediata del alma humana (a lo que añade
la Iglesia la creación inmediata de cada una de las almas que
van viniendo a este mundo).
La elevación gratuita de aquella primera pareja, que así salieron de
las manos de Dios, dotados de la gracia sobrenatural.
La concesión de dones preternaturales, sobre todo la inmortalidad
(de fe), la inmunidad de la concupiscencia (próximo a la fe o
implícita), y otros.
Por consiguiente la situación de la primera pareja en un estado,
llamado de justicia original, anterior a la caída por el pecado.
Que Dios puso a esta pareja un precepto, y que ellos no lo cum­
plieron.
En consecuencia Dios los castigó a ellos y a toda su descendencia,
de manera que su pecado pasó a los descendientes.
Pero la bondad de Dios, prometió un Redentor.

Estas son las principales verdades doctrinales e históricas que


contienen estos capítulos del Génesis en que se narra la historia de
los orígenes de la humanidad y del pueblo elegido, como dice Pío XII.
Queda para el estilo popular la narración de la serpiente, los árboles
de la vida y de la ciencia, la manzana, etc. Pero quedará el núcleo
histórico del monogenismo, del estado prelapsario o de justicia ori­
ginal, de la creación de las almas, de un estado especial de la pri­
mera pareja humana, de la caída o pecado, de un estado posterior
de miseria moral o interna de la humanidad (a parte de las miserias
materiales y dolores o sufrimientos), que será reparado por el Re­
dentor, y de un Adán que no es una colectividad.
Aquí, en el Génesis, se nos habla directamente del pecado original
personal de nuestros primeros padres; sólo indirectamente y a Ja
luz de otros textos deduciremos el pecado original que pasa a todos
los demás hombres. Esta doctrina la ha sacado la Iglesia no del Gé­
nesis, sino de San Pablo en su carta a los Romanos 5,12 ss,
Y de este texto tenemos ya mucho más firme —si cabe— el tes­
timonio del Magisterio de la Iglesia, que en diversas ocasiones —'Con­
cilios Milevitano y Tridentino— extraordinarias ha declarado firme­
mente el sentido de estos versículos paulinos. Nos remitimos a lo
que escribimos en nuestro artículo anterior, del que queremos trans­
cribir aquí las solemnes palabras de Paulo VI en el Symposion de
que allí hablamos: «De esta manera (si atendéis a la Escritura, la
Tradición y el Magisterio de la Iglesia) estaréis vosotros seguros de
respetar id quod Ecclesia cathotica ubique diffusa semper intellexit
(lo que la Iglesia Católica, extendida por todas partes, siempre en­
tendió), es decir, el sentido de la Iglesia universal, docente y discente,
que los Padres del II Concilio de Cartago, que se ocupó dei pecado
original, consideraron regula fidei (regla de fe) (4). Este, que el Papa
llama II Concilio de Cartago (5), es con evidencia el Milevitano, que
reza así; «Igualmente plugo que: quien quiera que niegue que los
niños han de ser bautizados, o diga que.., de Adán nada traen del
pecado original.,. Sea anatema. Porque lo que dice el Apóstol: por
un solo hombre entró el pecado en el mundo... NO DE OTRO MODO
HA DE ENTENDERSE DE COMO SIEMPRE LO ENTENDIO LA
IGLESIA CATOLICA POR TODO EL MUNDO DIFUNDIDA. Porque
por esta regía de fe...» (6). Estas palabras, en lo que respecta a la
interpretación del texto de San Pablo a los Romanos, las repite el
tridentino.
¿Es, pues, falsa la interpretación que los autores modernos quie­
ren dar a Rom 5,12 ss. asegurando que San Pablo no habla del pe­
cado original, sino del pecado actual? Ya hemos dicho que es lícito
el avanzar interpretaciones literales aplicando los recursos de la lla­
mada crítica interna o contexto; pero ello no impide que por encima
—o dentro— de este sentido material, exista un sentido íntimo, el
que el Espíritu Santo, autor de la Escritura, ha pretendido y que
únicamente la Iglesia, en su Magisterio infalible, puede auténtica­
mente declarar. Tal ocurre en este caso (suponiendo que sea verdad
que el contexto del lugar citado haya de entenderse necesariamente
del pecado actual). Y decimos «haya de entenderse necesariamente»
del pecado actual; porque para rechazar el sentido tradicional (si
no estuviera ya refrendado por la autoridad del Magisterio) sería me­
nester exegéticamente que la interpretación tradicional no era en
modo alguno posible. Ahora bien, 20 siglos de inteligencia de un texto
en un sentido determinado, y sancionado este sentido por dos gran­
des Concilios y por el Magisterio continuo de la Iglesia hasta el ac­
tual Sumo Pontífice, a cualquier católico ha de hacer más peso que
todas de las aserciones y ciencias de los más ilustres exegetas y es-
crituristas de nuestro tiempo.
Concluyamos —por no alargarnos indefinidamente en este asun­
to— que el Adán del Génesis no solamente no se demuestra que no
sea histórico, sino que el sentido de la Iglesia, docente y discente, ha
sido perennemente el mismo: Adán y Eva son una pareja individual,
constituida por Dios en un estado de justicia original excepcional.
Echar por tierra este principio, es destruir todo el valor de la tra­
dición y del Magisterio infalible de la Iglesia. La objeción que se

(4) P aulo VI, Alocución, Siamo particolarmente lieti, de 11 Julio 1966,


a los componentes del Symposion sobre el pecado original: AAS 58, 1966,
654.
(5) Los cánones del Concilio II de Milevi son los mismos que des­
pués aparecen en el XVI (otros creen que fue el XV) de Cartago; por esto
algunos autores piensan que no1existió' el tal concilio Milevitano II. Pero
esta disquisición de tipo histórico no quita nada del valor dogmático de
esos cánones aprobados por el Romano Pontífice como doctrina de fe.
(6) Concilio Milevitano II.
presenta, a saber, que se trata de formas y fórmulas variables, la
explicaremos después. Aquí rechazamos sencillamente el método exe-
gético que prescinde del Magisterio de la Iglesia.

II. El transformismo y el pecado original

No vamos a insistir en lo que ya dijimos en nuestro artículo an­


terior, antes mencionado. Solamente conviene recordar algunos con­
ceptos para perfilar las cuestiones. Ante todo se dice —como hemos
copiado— que «el transformismo es doctrina ya aceptada en Teología
y que no es compatible con la doctrina tradicional del pecado origi­
nal». Esta segunda parte la tocaremos al explanar el punto IV. Ahora
parémonos en la primera.
¿Es cierto que el Transformismo ha entrado ya por la puerta an­
cha en la Teología? Es de lamentar que tan frecuentemente se confun­
da el transformismo con el evolucionismo. Son dos conceptos diversos
que no se identifican: puede haber evolución sin transformación, aun­
que no al inverso. Quien acepte el transformismo, necesariamente ha
de admitir evolucionismo (como el género incluye la especie); pero
podrá aceptarse el evolucionismo mientras se niegue el transformismo.
Pues bien, el evolucionismo, hasta cierto punto, ha entrado en la
Teología; el transformismo, no, Y decimos no, porque la afirmación ro­
tunda, de que ha entrado en la Teología, ha de suponer una prueba
verdadera. No basta decir: «Todos los teólogos admiten el transfor­
mismo; luego ha entrado ya en la Teología». Hay que probar que to­
dos los teólogos sienten así; y que las razones que aducen en favor
del transformismo son tales que le conceden carta de ciudadanía en
la ciencia teológica. ¿Se cumplen estas condiciones?
La primera, ciertamente no se cumple: ni todos, ni la mayoría de
los teólogos modernos aceptan las doctrinas transformistas. Y aun
los que las admiten, necesariamente han de aceptar ciertas condicio­
nes o cortapisas que el dogma y la fe exigen, como la creación de las
almas.
En cuanto a lo segunda, ¿qué razones o pruebas se presentan en
favor del transformismo? Sencillamente: que así piensan hoy día to­
dos los científicos; que es una doctrina admitida por la ciencia po­
sitiva; que no podemos desentendemos de ella, etc. No aducen ma­
yores argumentos. Pues bien; ¿se pueden aceptar tan ligeramente
afirmaciones semejantes?
También aquí diremos que es falso que todos los científicos ad­
mitan el transformismo. Son muchos los científicos —sobre todo
biólogos y antropólogos— que no aceptan sin condiciones el trans­
formismo propiamente dicho (el único que podría oponerse a la doc­
trina del pecado original). Pero además ■—y esto es lo más impor­
tante— las razones, por más que se diga, no convencen. Y una vez
más hemos de insistir: en el campo científico no convence el nú-
mero de adeptos, sino el peso de las razones. Si en el campo exegó-
tico y religioso, no se quiere dar valor a los datos de un libro, inspira­
do, ¿habremos de dar valor científico a las hipótesis que se basan
solamente en la interpretación de hechos? En favor del transformis­
mo tenenos solamente un número exiguo de restos humanos (?), que
abarcan edades extremadamente distanciadas, sin que pueda afirmar­
se por vías ciertamente probativas, que unos restos procedan de otros
por vía de transformación. Por lo que toca a estos restos humanos (?),
lo más que se probaría es un evolucionismo, no transformismo: se
trata de individuos de la misma especie o phylum. No habrá incon­
veniente en aceptar una evolución somática de prehomínidos o pri­
mates a hombres, pero no se demuestra (ni por ahora hay datos cien­
tíficos suficientes para demostrar) que de un phylum se haya pa­
sado a otro. Y este es el verdadero transformismo. Mientras no se
pruebe con argumentos científicos (no con hipótesis de trabajo o con
suposiciones que no resisten una comprobación científica) que de un
phylum se ha pasado a otro, no aceptaremos el transformismo; ni
éste se puede proponer como una especie de dogma científico probado.
Y, puesto que se trata de una ciencia positiva, hay que probarlo con
argumentos positivos, a saber, presentando los términos intermedios
del tránsito de un phylum al otro. De lo contrario, solamente tenemos
dos individuos distintos, que el uno viene después del otro; pero esto
no quiere decir que el uno venga del otro (7), Y esto es lo que hay
que probar con argumentos positivos, no con disquisiciones o hipó­
tesis. Finalmente, notemos que los transformistas atienden únicamen­
te a las semejanzas entre los restos de dos individuos, y no en las
desemejanzas tal vez más profundas.
Por lo demás —volviendo a la Teología— recordemos de nuevo
las palabras autorizadas del Papa Paulo VI al Symposion sobre el
pecado original y la ciencia moderna: «Pero también la teoría del
evolucionismo, no os parecerá aceptable mientras no esté conforme
decididamente con la creación inmediata de todas y cada una de las
almas humanas por Dios y no tenga por decisiva la importancia que
para la suerte de la humanidad ha tenido la desobediencia de Adán,
protoparente universal. La cual desobediencia no habrá de conside­
rarse como si no hubiera hecho perder a Adán la santidad y la justicia
en que fue constituido.» (8)
Las palabras del Papa son tajantes, y precisamente cuando unos
cuantos teólogos van a discutir sobre el pecado original. Les dice el
Papa que si examinan los datos de la Revelación, de la Tradición y
del Magisterio de la Iglesia, no hallarán lugar en su Teología para

(7) Véase, sobre este punto particular, A. RoldAn S, J., Evolución. El


problema de la evolución y de la antropogénesis, Barcelona, 1950, pág. 177-
188, Esta obra es especialmente recomendable por su seriedad y compe­
tencia tanto filosófica como científica.
(8) Paulo VI, Alocución al Symposion...: AAS 58, 1966, 654.

±
las teorías modernas del Poligenismo y del Evolucionismo. ¿Qué diría
del Transformismo?
Y para terminar esta cuestión quisiéramos hacer una advertencia
práctica: estamos demasiado escarmentados ante la poca buena fe
de muchos científicos anticatólicos y de la excesiva tolerancia y can­
didez de muchos teólogos y científicos católicos. Los primeros, con
una audacia y malicia manifiesta, comienzan afirmando —como si
fuesen ciertas— hipótesis que más o menos pueden conciliarse con
el dogma católico; lugo dan un paso más adelante y ponen verda­
dero conflicto entre la ciencia y la Fe. Y los católicos caen en la
trampa. En lugar de exigir, desde un principio, argumentos claros
y decisivos en favor de las hipótesis, aceptan, sin más, aquellas opi­
niones porque les parece que con ello se hacen más científicos y en­
trarán más fácilmente en diálogo con los materialistas y anticatólicos
o simplemente indiferentes. Luego ya no pueden retroceder, y se ven
obligados a admitir las consecuencias de aquellas hipótesis —que
absurdamente han admitido como ciertas porque la mayoría de los
tales científicos las admiten— que en realidad pugnan con el dogma;
y necesariamente han de buscar nuevas explicaciones a la doctrina
de la Iglesia, hasta llegar al momento actual, en que tales explica­
ciones y tergiversaciones destrozan totalmente nuestra Fe y su de­
pósito. La postura clara y científica de un teólogo es exigir argumen­
tos ciertos, no meras afirmaciones, ya que se trata de una ciencia
positiva. Si el teólogo y exegeta moderno, que posee los datos de la
revelación, dice que no puede saber nada de los orígenes de la hu­
manidad, ¿podrá afirmamos algo, con certeza, el científico que no
puede comprobar las hipótesis, que asienta, con repetición de hechos
a la manera que lo hace el químico? No se afirme, pues, que el trans­
formismo ha entrado en la Teología, cuando el mismo Papa Paulo VI
saca de ella al Evolucionismo.

III. El poligenismo y el pecado original


Estos teólogos (?) científicos que admiten a pies juntillas cuanto
se les dice sobre el transformismo, concluyen con lógica consecuencia
que: «el Poligenismo es indisociable del Transformismo, y es la base
para la doctrina tradicional sobre el pecado original». ¿Qué verdad
o falsedad hay en este aserto?
Ante todo un antropólogo verdaderamente científico nos dirá que
no puede interesarle el monogenismo o poligenismo, como quiera que
él necesariamente ha de actuar con multitudes, no con ramas genea­
lógicas dentro de la misma especie. Y así ha de ser. Son tan pocos
los datos que se poseen! (9) Si cuando se trata de otras materias
(9) Uno de los más recientes estudios sobre el transformismo, nos da
este resumen: «Esbozo de la situación cronológica y relaciones filogené-
ticas de los Homínidos fósiles (se omiten muchos nombres de sitios con
—como, por ejemplo, descubrir el .texto original de un libro del s. i
del que poseemos muchísimos ejemplares manuscritos— resulta en
extremo difícil fijar la redacción original, ¿cuánto más ocurrirá en
una materia, como la antropología, que ha de basarse en rarísimos
ejemplares, diseminados por toda la redondez de la tierra y sin po­
sibilidad de fijar con precisión la edad?
Porque, para poder formar un árbol genealógico sería menester
que con precisión se determinaran las edades de los restos hallados
para ponerlos en rigurosa sucesión y procedencia o derivación unos
de otros. ¿Está la antropología y la peleontología capacitada para se­
mejante cotejo y ordenación? Ha de contentarse con datos oscilantes
con aproximaciones, no de años o de siglos, sino de centenares y mi­
les de siglos y aun milenios, Y por una incertidumbre tal, ¿vamos a
poner en litigio dogmas de nuestra Fe? ¿Creemos sinceramente que
la ciencia antropológica y paleontológica llegará a una prueba cierta
y segura, científicamente comprobable? Por ahora los mismos antro­
pólogos han de confesar que no. Y, a falta de datos, llevados de una
especie de complejo de inferioridad, respecto de los Químicos y Físi­
cos, han de ampararse en el escudo de la afirmación y aplomo.
Si admitimos, pues, un transformismo no llegaremos por necesi­
dad a un poligenismo; como quiera que no hay la menor repugnancia
en que la transformación fuera tan casual como la existencia del pri­
mer organismo o materia orgánica. Por lo demás son no pocos los
transformistas que admiten un cierto fixismo, por lo menos en gran
escala; y otros —no ya transformistas sino simplemente evolucionis­
tas— exigen un fixismo pleno en el macroevolucionismo.
Que la doctrina tradicional sobre el pecado original se opone al
poligenismo, es muy cierto; y es un argumento más que ha de tener
en cuenta el buen teólogo para mirar con recelos las teorías trans­
formistas y aun evolucionistas, y exigirles argumentos convincentes
en el mismo orden de ciencia a que pertenecen.
En conclusión: los argumentos en favor del poligenismo y evolu­
cionismo, no han de acobardarnos ni hacernos abandonar la doctrina
tradicional de la Iglesia. Ella es, y no los hombres de ciencia, la que
nos ha de hablar sobre los orígenes del linaje humano, como quiera
que es cuestión que entra en la revelación; y a la Iglesia le corres­
ponde interpretar auténticamente la Escritura.

H- sapiens). Los años en escala logarítmica: Se conocen unos 22 indivi­


duos de Australopítecos, repartidos en millón y medio de años, uno por
cada 68.000 años; 4 ó 5 del Homo habílis en un transcurso de medio mi­
llón de años, uno por cada 100.000 años; casi 35 homo erectas en millón
y medio de años, uno por casi 43.000 años; en 250.000 años (Mindel-Riss
y Riss), sólo cuatro representantes de homo sapiens primitivos de Euro­
pa, menos de uno por cada 60.000 años; cerca de 50 neandertalenses en
150.000 años, uno p o r cada 3.000 años; y en el mismo período, casi 20 pre­
cursores orientales de homo sapiens sapiens, uno por cada 7,500 años».
(La Evolución, Madrid, BAC, 1966, pág. 592.)
IV. El transformismo y el estado cmtelapsario
Difícil es a un transformista aceptar un Adán, primer hombre,
dotado de inteligencia perfecta, con un sentido pleno de responsabi­
lidad y libertad. El primer ser dotado de inteligencia, proveniente
de seres que todavía no la poseían, no pasaría de tener una capaci­
dad rudimentaria. En el ámbito de un transformismo, se iría reali­
zando la «cerebrización» o «noogénesis», de suerte que sucesivamen­
te, y a través de millones y millones de míos, se iría pasando de la
mera sensación al instinto, que cada vez se perfeccionaría más y
más hasta llegar un momento en que se convertiría en conciencia:
había surgido el primer hombre. Pero, ¡qué hombre! Una conciencia
rudimentaria que le permitiría articular algunos gritos menos irre­
gulares que los de sus antecesores, y que poquito a poco iría con­
virtiendo en lenguaje a medida que se iría perfeccionando su cere­
bro y con él su inteligencia. En sus primeros pasos hacia el hombre
sapiens perfecto, este hombrecillo —llamémosle así— se diferencia­
ría bien poco de sus padres. Casi se podría decir de él lo mismo que
solemos decir, comparando diversos perros: «Este perro es verdade­
ramente inteligente; lo comprende todo; ese otro en cambio es muy
tonto y no entiende nada». Y así pasarían siglos y siglos y milenios.
¿A qué transformista se le va a ocurrir, pues, imaginarse que el
primer hombre era capaz de una inteligencia privilegiada? ¡Absolu­
tamente imposible! Y también nosotros pensaríamos así si aceptá­
semos el transformismo. Pero notemos que semejante teoría solamen­
te la puede sostener un materialista. ¿Por qué?
Sencillamente, porque la fe nos enseña que el hombre posee un
alma espiritual creada inmediatamente por Dios. Ahora bien, en el
terreno estrictamente transformista no hay lugar para esa creación:
la conciencia e inteligencia no son sino un paso más en la evo­
lución de la materia a medida que el cerebro, con su materia gris y
complicada ordenación de células, va evolucionando. Y esta evolu­
ción no ha terminado aún. Véase el padre de los transformistas ca­
tólicos (?) modernos, Teilhard de Chardin, y a ver quién descubre esta
creación directa de Dios para el alma. Sin embargo, se encontrará
con que la evolución del hombre no ha terminado aún, sino que ha
de acabar en la unidad perfecta de una sola inteligencia y una sola
voluntad humana. Porque: la evolución ha de terminar en la unidad.
Pero dejémonos de sueños y fantasías. Vayamos a las realidades.
Es de fe que el primer hombre apareció cuando Dios infundió un
alma humana espiritual en un organismo determinado. Supongamos,
en la sentencia evolucionista—■que era un primate. Ahora nos pre­
guntamos: ¿Qué estado de evolución era necesario para que Dios ra­
zonablemente —permítasenos esta palabra— creara un alma y la in­
fundiera en un primate? ¿Por qué Dios había de infundirla en un ser
que durante siglos y siglos no había de tener conciencia perfecta de
su responsabilidad ni tampoco conocimiento del mismo Dios? ¿No
parece esto un auténtico contrasentido? ¿Infundirá Dios un alma es­
piritual en un cuerpo, formándose así una humanidad, que durante
milenios vivirá en la más completa ignorancia, incultura y anima­
lidad?
Y estos modernos teólogos habrán de explicamos cómo y por qué
ha venido Cristo al mundo; y cómo se explica el orden sobrenatural
y la elevación de la naturaleza humana. Y nos responderán: «Desele
el comienzo de la humanidad. Desde que en el término de una pri­
mera evolución, empezaron a darse seres personales, dotados, por
tanto, de conciencia y libertad... La humanidad, ya desde sus comien­
zos, tenía esta vida de Dios...» «El hombre antes de ninguna decisión
personal, estuvo llamado ya a una comunión sobrenatural con Dios
Trino... Se encontró el hombre en el estado de gracia antes de toda
posibilidad de una toma de posición personal. Esto no quiere decir
que desde el primer momento estuviese justificado... Un punto im­
portante que podemos sacar del primitivo estado es que la humani­
dad debió aceptar con su propia decisión la economía en que Dios
le había colocado.»
Ante estas hipótesis, tan exóticas en la Teología de 15 siglos y del
Magisterio de la Iglesia de 20 siglos, preguntamos •—y la pregunta la
dirigimos a los nuevos flamantes teólogos—, ¿cuánto tiempo fue ne­
cesario para que aquel primer estado de la humanidad, en que «se
encontró el hombre en estado de gracia sin posibilidad de una toma
de posición personal», llegara a poder tomar una posición personal y
responsable delante de Dios, para decir sí o no? Necesariamente con­
testarán que no lo saben, ni lo puede saber nadie; que no importa
saber el momento preciso, basta saber que así fue.
Y añadimos otra pregunta: Durante muchos milenios (o por lo
menos muchos siglos) éste fue el estado de la humanidad, ya que
habrían de pasar muchos miles de años para que la evolución y trans­
formación de aquellas primeras parejas llegase a la fase definitiva
de personalidad y responsabilidad personal; entonces, pues, ¿cuál era
la suerte de estos hombres en la ultratumba? ¿Qué más-allá les es­
peraba? Porque el que estuvieran en estado de gracia no «quiere de­
cir que estuvieran justificados desde el primer momento...» Por tanto
no podían obtener la bienaventuranza, que es exclusiva de los justi­
ficados. Si se quiere hacer una distinción —que la teología nunca
jamás ha entendido ni concebido— de estado de gracia (se entiende
habitual, de lo contrario no hay caso) y de justificación, habrá que
reservar la salvación eterna, es decir la visión beatífica, exclusivamen­
te a los que mueran en estado de justificación, es decir —según es­
tas teorías estrafalarias modernas— a los que hayan dado su sí per­
sonal a Dios. Los demás morirán o con un no, personal y responsable
(si son adultos), o sin pronunciar nada (los niños que no llegan a uso
de razón). A los que han contestado no, les aguarda el infierno eterno;
a los otros, ¿qué les espera? Habrá de ser el limbo o cosa parecida.
Pero es el caso que estos teólogos (?) no quieren oír hablar del limbo,
ni de la necesidad del bautismo para quitar el pecado original, ni
cosa semejante. Y resulta que han de poner un lugar o estado —llá­
menle o no limbo— a donde vayan, o en el que se encuentren, todas esas
innumerables generaciones de homúnculos que existieron desde que
Dios infundió la primera alma humana en una pareja de primates (o
monos, o chimpancés, o lo que cada uno desee o pretiera que haya
sido su antecesor) y toda esta caterva de niños que mueren sin bau­
tismo (y aun con bautismo) pero que no lian llegado a la capacidad
de un sí personal a Dios.
Hablemos, pues, en serio. ¿Puede concebirse en teología un esta­
do de gracia habitual sin justificación? ¿Resuelve de alguna manera
el problema del pecado original —que es un dogma de fe— la expli­
cación de un pecado colectivo o de inmersión del hombre en una
humanidad pecadora? ¿Qué responsabilidad le cabe al niño recién
nacido, de que haya nacido en un ambiente malo? Cuando él llegue
a poder pronunciar un sí o un no, responsable, comenzará a justifi­
carse o a pecar. Entre tanto, ¿qué?
Una cosa es evidente: que no quieren muchos teólogos modernos
aceptar aquel estado paradisiaco de que ha hablado la teología tra­
dicional y el Magisterio de la Iglesia. Nosotros —aun admitiendo un
evolucionismo— no vemos que haya contradicción ni improbabilidad
en poner este estado antelapsario. Por el contrario, nos parece muy
razonable. Partamos de la base de que no podemos meternos a es-
crudifiar los secretos de Dios, como dice San Pablo; pero sí que po­
demos discurrir razonablemente partiendo de ciertas bases naturales.
Prescindiendo de la revelación quizás no llegaríamos a suponer ra­
zonablemente los orígenes del hombre tal como nos los narra el Gé­
nesis; es posible. Pero partiendo del dato de la Revelación: la eco­
nomía de la Salvación por Cristo, que supone el estado de elevación
sobrenatural de la humanidad, el pecado de la humanidad, y el de­
creto divino de la Redención, podemos discurrir con toda razón.
Tomemos como base la formación del hombre de un primate. De­
termina Dios que existan en la tierra seres capaces de darle gloria
formal discurriendo y teniendo conciencia de su origen y responsa­
bilidad de sus obras. Dios quiere que el hombre, que va a formar, se
gane con méritos la visión beatífica a que le destina libremente.
Por otra parte Dios ha esperado a que los «primates» hayan evolu­
cionado suficientemente para que su cerebro sea capaz de discurso
y de acto personal responsable. Entonces es Dios mismo, quien en
un acto de su omnipotencia, dispone el cerebro de aquella pareja
privilegiada de primates y la sitúa en aquel estado en que puede ple­
namente admitir un alma espiritual, inteligente. Y así lo hace Dios
produciendo de esta manera la primera pareja humana. Este aconte­
cimiento es el principio de la historia de la humanidad, y merece,
por parte de Dios, una providencia especial. Si Dios exige conciencia
y responsabilidad, es menester que esta primera pareja estén en una
situación privilegiada. Ellos no pueden por sí mismos, si no se les
concede una ciencia infusa, tener conocimiento de Dios tan perfecto,
que puedan hacer un acto responsable. Además, si Dios quiere un
fin ha de poner los medios. Si estos hombres han sido formados para
glorificar a Dios y ganarse la bienaventuranza, es menester que Dios
les revele su fin, ya que por ser sobrenatural, es imposible que ellos
discurriendo lo descubran. Si, por otra parte, Dios quiere que este
fin se lo ganen con actos personales, ha de manifestarles el fin pro­
puesto y ha de someterles a una prueba o exigencia. Si así no fuera,
preguntamos; ¿cuándo el hombre vino al conocimiento del orden so­
brenatural, a que estaba elevado, y del fin sobrenatural, a que estaba
destinado? Porque vemos, que aun después de la revelación, gran
parte de la humanidad ignora esta elevación y destino sobrenatural.
Una revelación, que existió, ha ido esfumándose y aun desaparecien­
do fuera del pueblo escogido y del cristianismo, que es su continua­
ción y perfección.
Sí, pues, en un momento u otro hubo Dios de revelar al hombre
su destino, ¿por qué había de esperar siglos y siglos? ¿No era más
lógico que lo hiciera en el mismo aparecer de la Humanidad? Pues,
bien; esto es lo que nos dice el Génesis en .un lenguaje más sencillo
y popular.
¿Cómo, pues —se me podrá argüir—, la humanidad vivió tantos
siglos en el estado de abyección y animalidad que sabemos? La pre­
gunta supone una hipótesis o tesis, quizás falsa: a saber, que todos
los restos, llamados humanos, pertenecientes a milenios anteriores,
son verdaderamente de hombres, Dice muy bien Marcozzi al tratar
de los orígenes del cuerpo humano: «Limitamos nuestro estudio a
los problemas de los orígenes del organismo humano, prescindiendo
de los orígenes de las facultades que caracterizan al hombre y lo
diferencian netamente de todo otro viviente. Estas suponen en él un
principio del todo distinto del mundo material, que es objeto de
estudio del filósofo y no del antropólogo.» (10)
Efectivamente, los restos solamente nos permiten examinar es­
queletos sin cerebro ni afectos; hemos de juzgar solamente por las
apariencias o restos. Los sílices, objetos cortantes, etc., ¿son señales
evidentes de inteligencia? ¿No es más fácil a un mero instinto apro­
vechar cantos cortados o labrarlos por sí mismo para cortar, que
hacer un enjambre con las celdillas tan perfectas y adecuadas a su
finalidad? Por esto no faltan hoy día antropólogos, que suponen que
aquellos utensilios primitivos no se deben exclusivamente al hombre,
sino al llamado animal utile, anterior al homo sapiens, el verdadero
hombre.
Por lo demás, hoy día vemos al lado de las grandes civilizaciones
unas razas, auténticamente humanas, que viven en un estado primi­
tivo semejante al de la edad de piedra. ¿Cómo es que no han evolu-

(10) V. M arcozzi - F. .Selvaggi, Problemi delle origini. Roma, 1966,


pág. 159.
clonado? ¿No son razas, las más de ellas, degeneradas, que quizás en
otros siglos tuvieron culturas superiores? De hecho la Historia nos
enseña que las grandes civilizaciones antiguas se derrumbaron por
accidentes externos (invasiones, cataclismos...) o por desgaste inter­
no (molicie, pereza, sensualidad, etc.), al mismo tiempo que iban sur­
giendo nuevas culturas. No es, pues, nada de maravillar que nos que­
den pocos restos de civilizaciones muy primitivas, las primeras, y aun
que hayan desaparecido. Proviniendo los hombres de una sola pareja,
no era posible una expansión demasiado rápida de la humanidad, lo
que habría de suponer un avance lento de la cultura (ciencias y artes)
paralelamente con un descenso de orden moral o ciencia de la reve­
lación primitiva.
Por otra parte, el Adán de la Biblia no es un científico, ni un
artista, ni un personaje de cultura superior, sino sencillamente un
hombre que conoce a Dios y tiene conciencia de su misión de padre
del linaje humano. Esto, y solo esto, se deduce de los datos revelados
y de la doctrina del Magisterio de la Iglesia.. Si luego este estado pri­
vilegiado duró mucho o poco, no consta por la misma Sagrada Es­
critura. Se nos refieren los hechos sin determinación de fechas. Pudo
ser de poquísima duración; y como la ciencia de Adán no era más
que ciencia moral y religiosa o cultual, nada impidió que el hombre
—comenzando por el primero— viviera en una situación de rudi­
mentaria cultura: solamente tenía lo que su ingenio le hacía prever
y discurrir; ya que el instinto del hombre ha sido siempre muy in­
ferior al de los brutos, porque tiene, en su lugar, la inteligencia.
En resumen: Si el transformismo lo aceptamos plenamente, no
solo no podremos admitir un estado prelapsario o paradisíaco, sino
que habremos de ser consecuentes y negaremos el alma humana es­
piritual e inmortal. El Magisterio de la Iglesia y la Tradición, con
la Escritura, nos han enseñado siempre el estado prelapsario y el post-
lapsario, un paraíso privilegiado y una humanidad caída. Claro está,
que si los hombres del siglo xx «ya no leemos el Génesis como lo
hacían los teólogos postridentinos y medievales, siguiendo a los Pa­
dres de la Iglesia», no podremos comprender un estado prelapsario.
Pero, ¿es que hemos de leer así el Génesis? ¿No nos enseña el mismo
Vaticano II (no ya el Tridentino ni el medioevo) que «el oficio de
interpretar auténticamente la palabra de Dios, escrita o transmitida,
ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya
autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo»? (11) No caigamos
ridiculamente en el pedantismo del slogan de que «así piensa el hom­
bre moderno», o «todos los sabios opinan así», o «haremos el ridículo
si no admitimos las corrientes modernas». Tengamos el sentido de
ortodoxia; tengamos la suficiente personalidad para imponernos a las
corrientes falsas y peligrosas; tengamos la responsabilidad de nues­
tro oficio de teólogos en orden a enseñar no nuestras doctrinas, sino

(11) Constitución dogmática, Dei Verbunt, 10.


la revelación, Procuremos como católicos auténticos «sentir con la
Iglesia»; y no abandonemos, ni siquiera hipótesis, si la Iglesia no
nos lo recomienda, cuando estas hipótesis ponen en peligro el depósi­
to de la Fe, o cuando destruyen decididamente el dogma ya estable­
cido por la Iglesia y sostenido por ella durante siglos.

V. Es inconcebible un pecado involuntario


Hemos visto que se nos ponía una última objeción a la doctrina
del pecado original. Recordemos las palabras textuales: «A los duros
golpes que han asentado a la teología corriente, la exegesis y la pa­
leontología, vienen a añadirse más mortíferos aun al parecer, los que
le llegan del lado de las afirmaciones de la conciencia moderna, de
las cuales una de las más importantes(y por otra parte auténticamen­
te cristiana en su origen) es la de la noción de persona, de su liber­
tad, de su responsabilidad, fundamento de toda moral. La noción de
una naturaleza pecadora, toda ella culpable, sin ningún consentimien­
to libre.,, excepto la de la primera pareja, es una noción inadmisible,
al parecer, para cualquier filosofía personalista y comunitaria.»
Así será, sin duda, para cualquiera de esas filosofías, pero estamos
en el terreno teológico. Y aun en la filosofía cristiana no hubo difi­
cultad en lo que durante siglos ha enseñado la Iglesia. Para estas fi­
losofías modernas, el pecado original se opone a la libertad humana
y a la responsabilidad propia de toda persona.
¿Es posible que durante tantos siglos no haya visto la Teología
católica y el Magisterio de la Iglesia esta imposibilidad? Y, sin em­
bargo, durante 20 siglos la Iglesia ha hablado de este pecado, que
no viene de un acto personal de cada uno de los individuos, ¿Cómo es
que la mente humana ha tardado tanto tiempo en descubrir esta in­
compatibilidad e imposibilidad?
La explicación de este hecho está en que el hombre moderno no
acepta la revelación. En el fondo quiere pervertir toda noción de
pecado, y ha de comenzar por el original. La doctrina del pecado ori­
ginal depende de la noción de sobrenatural. Más; si no hay una ele­
vación al orden sobrenatural, ni es posible el pecado original ni lo
ha de ser la existencia de un estado prelapsario. Y aquí está la raíz
de las corrientes modernas. Se quiere montar una teología humanis­
ta. Ya ni se la llama «teología», sino antropología teológica. El hom­
bre ha echado a Dios del centro y se ha colocado él. En un mundo
materialista y egocéntrico no hay lugar para un orden sobrenatural
verdadero. Hasta hace pocos años los científicos (y con ellos los teó­
logos contemporizadores) se quejaban del geocentrismo de la Biblia.
Ahora, han caído en un centrismo peor: el homocentrismo, o antro-
pocentrismo. Quieren ignorar 20 siglos de literatura bíblica, patrísti­
ca y teológica; y escuchan a cuatro ateos o materialistas de fuste ni
siempre científico.
Saben muy bien estos teólogos que el pecado original es doble:
el personal, responsable, originante, de Adán y Eva (la primera pa­
reja); y el originado, que a cada hombre se transmite por la gene­
ración sin que se le exija ninguna aceptación o rechazo. No es libre
el hombre de aceptar o no tal estado en que se encuentra al venir
al mundo. De la misma manera que no se le ha preguntado si quiere
ser hijo de un rey o nacer en un tugurio, tampoco se le interroga
sobre de su voluntad acerca de Dios.
Oigamos a Paulo VI en su Credo del Pueblo de Dios: «Creemos
que todos pecaron en Adán; lo que significa que la culpa original,
cometida por él, hizo que la naturaleza, común a todos los hombres,
cayera en un estado tal, en el que padeciera las consecuencias de
aquella culpa. Este estado ya no es aquel en que la naturaleza hu­
mana se encontraba al principio en nuestros primeros padres, ya que
estaban constituidos en santidad y justicia, y en el que el hombre
estaba exento del mal y de la muerte. Así, pues, esta naturaleza hu­
mana, caída de esta manera, destituida del don de la gracia del que
antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y
sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres; por
tanto, en este sentido, todo hombre nace en pecado. Mantenemos,
pues, siguiendo al Concilio de Trento, que el pecado original se trans­
mite, juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por
imitación, y que se halla como propio en cada uno.» (12)
Con claridad expone el Papa la doctrina de la Iglesia sobre el pe­
cado original y nos dice que es pecado porque todo hombre nace sin
la gracia. Y así, ciertamente, lo han enseñado siempre los teólogos.
Y no comprendemos que los llamados teólogos modernos no entien­
dan lo que tan sencillamente se ha venido enseñando hasta ahora.
Y es que no quieren admitir el doble estado: ante y post lapsario.
Y así, todo va por el suelo. Por esto el Papa comienza por asentar
este doble estado (del que hemos tratado en el número anterior) y
nos dice que el hombre nace en el estado de naturaleza caída. La doc­
trina católica, sobre este punto, es esta:
a) La naturaleza humana, como tal no habría de tener un fin so­
brenatural de visión de Dios, sino natural de cierta felicidad
correspondiente a su alma inmortal.
b) Pero Dios quiso elevar esta naturaleza y destinarla a un fin-
sobrenatural, cuya conservación condicionó a la fidelidad del
primer hombre.
c) Este pecó, y perdió para sí y para todos este don sobrenatural
(que era la gracia), con lo cual todos los hombres nacen sin
esta gracia.
Ahora bien, en el plan salvífico de Dios, el hombre que no obtiene
el fin sobrenatural, es condenado; y solamente el que lo obtiene, es
(12) P aulo VI, Credo det Pueblo de Dios n. 16: AAS 60, 1969, 439,
salvado. Nadie puede salvarse si no tiene la gracia en la hora de la
muerte; y todo aquel que no tiene la gracia es pecador.
Si Adán no hubiese pecado, todos habríamos nacido en el estado
de gracia; que luego habríamos de haber conservado con actos per­
sonales;, solo un pecado personal, libre y responsable nos habría he­
cho perder la gracia: habríamos cometido un pecado libremente y
responsablemente.
Pero el caso fue que Adán pecó; y con su pecado nos perdió la
gracia. Cuando venimos al mundo, ya no poseemos la gracia; estamos
en estado de pecado, pero personalmente no hemos cometido ningún
acto responsable, ni libre. ¿Qué contradicción o imposibilidad hay en
esto? Lo que es imposible, hoy y siempre (no piensen estos teólogos,
que antes estaban todos en un error) es que se cometa un pecado gra­
ve involuntariamente, es decir sin libertad ni responsabilidad. Lo que
no es imposible es que se nazca en un estado que corresponde al de
pecado, y por tanto, que sin acción personal se contraiga un pecado.
Pero, por lo menos, se dice: «esto implica una injusticia de parte
de Dios. ¿Qué culpa tengo yo en lo que hizo Adán?» — Cierto es que
no tengo culpa; y por esto Dios no exige a nadie retractación del peca­
do original ni penitencia por él. Por esto me lo perdona con el bautis­
mo, sin preguntarme ni exigirme ningún acto de fe (cuando se trata de
infantes) ni de confesión. Si a un adulto se le exige arrepentimiento
antes de bautizarse, es de sus pecados personales, no del original.
Por esto al que muere con solo el pecado original no se le castigará
con penas positivas, sino simplemente con la privación inconsciente
de la visión de Dios. Teológicamente hablando, este tal estará conde­
nado porque no habrá llegado al estado de salvación (la visión bea­
tífica), pero no se le habrá privado de'nada que corresponda a su
naturaleza humana. No hay, pues, injusticia alguna de parte de Dios.
Se podría achacar a injusticia divina, si la visión de Dios (visión so­
brenatural) fuese debida o correspondiese a la naturaleza humana
como tal. Pero éste no el caso.
Y todo esto, ¿no lo saben de sobras estos teólogos modernos? ¿Poi­
qué al hombre de hoy no hay que enseñarle las verdades de la fe,
tal como son? ¿Por qué hay que quererlas acomodar a sus princi­
pios falsos?

VI. La revisión de las formulaciones dogmáticas


Sobre este punto nos remitimos al artículo que escribimos en esta
Revista hace un par de años (13), Solamente añadiremos o remarca­
remos algunas ideas,
Se dice que «es legítima y necesaria una revisión de las formu-

(13) E spír it u , 18, 1969, 121-133: ¿Invariabilidad de fórmulas dogmáti­


cas? ¿Revisionismo dogmático?
laciones dogmáticas, sobre todo cuando sólo se trata de explicaciones
teológicas». Observemos esta última frase, ¿Cuándo sabremos que se
trata solamente de explicaciones teológicas? ¿Cómo se separará el
dogma teológico de su formulación y explicación? En otras palabras
más claras: no hablemos con ambigüedad tomando la palabra «expli­
caciones» en sentido equívoco. Una formulación, un enunciado, siem­
pre es una «explicación», puesto que las palabras me explican o dicen
algo. Así con esta formulación: «En la eucaristía, el pan y el vino se
convierten en el cuerpo y en la sangre de N. S. Jesucristo», enuncio un
dogma y al mismo tiempo lo formulo y lo explico; porque con em­
plear la palabra «convierte» ya indico que no se trata de una mera
sustitución. Aquí «explicación» y «formulación» del dogma coinciden.
El teólogo habrá de ir con mucho cuidado al cambiar la formulación
o «explicación teológica» de este dogma,
Si empero digo: «En la eucaristía los accidentes no están en el
Cuerpo de Cristo como en sujeto de inhesión sino de sustentación»,
empleo una formulación que es una «explicación teológica» del dog­
ma. Pero es muy distinto esto de lo anterior: allí se trataba de una
formulación del dogma, aquí de una formulación de la manera de
explicar el dogma según una determinada filosofía.
Ya se ve con esto que ciertas formulaciones son cambiables y adap­
tables a las diversas filosofías o tecnicismos científicos. Si en lugar
de hablar de sustancia y accidentes prefiero emplear los términos de
«elementos, materia, pan», etc., podré libremente hablar de diversas
maneras diciendo siempre lo mismo. Es igual decir: sustancia del
pan, que materia del pan o elementos del pan; pero no serán equiva­
lentes estas dos fórmulas: «Después de la consagración el pan se ha
convertido en el Cuerpo de Cristo» y «después de la consagración el
pan significa el Cuerpo de Cristo». Ni se corresponden con sentido
igual estas palabras «convertirse» y «significar»; como tampoco
«transubstanciación» y «transfinalización, transignificación». En cam­
bio, sí serán equivalentes «transubstanciación» y «transelementación»;
porque «substancia» y «elemento» son sinónimos en esta materia.
Esto supuesto, ya se comprende hasta qué punto será posible y
lícita la mutación de formulaciones; Siempre que el sentido perse~
vere, no habrá dificultad en cambiar las palabras; cuando el sentido
es diverso, no podrá optarse por una fórmula distinta.
Más aún; puesto que el lenguaje es el medio de expresión corrien­
te, será admisible un cambio de fórmulas cuando unas, de lenguaje
arcaico, sean sustituidas por otras de lenguaje moderno, de la misma
manera que la palabra original griega (soma) la traduciremos por
corpus, cuerpo, corps, body, leib, etc.
Todo buen católico, máxime un verdadero teólogo, ha de mante­
nerse en la más perfecta ortodoxia y tener sumo cuidado en variar
aquellas expresiones que induzcan fácilmente al error o a la desfigu­
ración del dogma. Pío XII advertía: «En cuanto a la Teología, lo que
algunos pretenden es disminuir lo más posible el significado de los
dogmas y liberarlos de la manera de hablar tradicional ya en la Igle­
sia y de los conceptos filosóficos usados por los doctores católicos,
a fin de volver, en la exposición de la doctrina católica, a las expre­
siones empleadas por la Sagrada Escritura y por los Santos Padres.
Esperan que así el dogma, despojado de elementos, que llaman ex­
trínsecos a la revelación divina, se pueda comparar fructuosamente
con las opiniones dogmáticas de los que están separados de la unidad
de la Iglesia, y por este camino se llegue poco a poco a la asimilación
del dogma católico con las opiniones de los disidentes. Reduciendo
la doctrina católica a tales condiciones, creen que se abre también el
camino para obtener, según lo'exigen las necesidades modernas, que
el dogma sea formulado con tas categorías de la filosofía moder­
na...» (14) Este sistema, advierte luego el Papa, lleva a u n relativismo
dogmático, que es sumamente peligroso, y que va a desembocar al
escepticismo dogmático.
Y añade Pío XII: «Nadie ignora que los términos empleados (en
las formulaciones dogmáticas) tanto en la enseñanza de la Teología
como por el mismo Magisterio de la Iglesia, para expresar tales con­
ceptos, pueden ser perfeccionados y perfilados. Se sabe también que
la Iglesia no ha sido siempre constante en el uso de irnos mismos
términos. Es evidente además que la Iglesia no puede ligarse a cual­
quier efímero sistema filosófico; pero las nociones y los términos que
los doctores católicos, con general aprobación, han ido componiendo
durante el espacio de varios siglos para llegar a obtener alguna in­
teligencia del dogma, no se fundan, sin duda, en cimientos tan delez­
nables. Se fundan realmente en principios y nociones deducidas del
verdadero conocimiento de las cosas creadas; deducción realizada a
la luz de la verdad revelada, que, por medio de la Iglesia, iluminaba,
como una estrella, la mente humana. Por esto no hay que admirarse,
que algunas de estas nociones hayan sido no solo empleadas, sino
también sancionadas por los concilios ecuménicos; de suerte que no
es lícito apartarse de ellas.» (15)
Tal es, en verdad, el caso del pecado original. Las formulaciones
dogmáticas no parten de un sistema filosófico determinado, sino sen­
cillamente del verdadero conocimiento de las cosas creadas, y reali­
zadas a la luz de la revelación, que por medio de la Iglesia ilumina a
la mente humana. También el Papa Paulo VI advertía a los teólogos
del Symposion sobre el pecado original, que tuviesen cuidado con las
formulaciones dogmáticas; y no menos insistía en este punto al tratar
del dogma eucarístico (16). Ya examinaremos, más adelante, las va-
naciones de formulación sobre el pecado original, cuando expondre­
mos el magisterio de la Iglesia. Y con esto terminemos esta primera
parte.
(14) Pío XII, Encicl. Humani Generis AAS 42, 1950, 565-566.
(15) Pío XII, Id. pág. 566-567,
(16) P aulo VI, Alocución al Symposion...: AAS 58, 1966, 653; Encicl.
Mysierium fidei, AAS 57, 1965, 757-758.
rr
Q ué en seña la I gesia s o b r e el P ecado o r ig in a l

Hemos contestado brevemente a ciertas oblecciones modernas —las


más importantes— a la doctrina tradicional de la Iglesia sobre el pe­
cado original, Vamos ahora a exponer cuál es la verdadera doctrina
de la Iglesia. ¿Ha variado la formulación del dogma del pecado ori­
ginal? ¿Ha admitido la Iglesia una formulación nueva? Primeramente
copiaremos los documentos que hay en el Magisterio de la Iglesia, y
luego haremos un breve comentario. Queremos que el mismo lector
conozca los documentos en su mismo texto (17).

Concilios II de M ilevi (año 416) y xvi (ó xv) de Cartago (18) (418).


Can. 1 Plugo a todos los Obispos... congregados en el santo Con­
cilio de la Iglesia de Cartago: Quienquiera que dijere que el primer
hombre, Adán, fue creado mortal, de suerte que tanto si pecaba como
si no pecaba tenía que morir en el cuerpo, es decir, que saldría del
cuerpo no por castigo del pecado, sino por necesidad de la natura­
leza, sea anatema. (D 101).
Can, 2 Igualmente plugo, que quienquiera niegue que los niños
recién nacidos del seno de sus madres, no han de ser bautizados, o
dice que, efectivamente, son bautizados para remisión de los peca­
dos, pero que de Adán nada traen del pecado original que haya de
expiarse por el lavatorio de la regeneración; de donde consiguiente­
mente se sigue que en ellos la fórmula del bautismo «para la remisión
de los pecados» ha de entenderse no verdadera, sino falsa, sea anate­
ma. Porque lo que dice el Apóstol: «Por un solo hombre entró el pe­
cado en el mundo y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres
pasó, por cuanto en aquél todos pecaron» (Rom 5,12), no de otro modo
ha de entenderse de como siempre lo entendió la Iglesia católica por
el mundo difundida. Porque por esta regla de la fe, aun los niños
pequeños que todavía no pudieron cometer ningún pecado por si
mismos, son verdaderamente bautizados para la remisión de los pe­
cados, a fin de que por la regeneración se limpie en ellos lo que por
la generación contrajeron. (D 102).

(17) Muchos de estos textos se hallarán en D enzinger , Enchiriáíon


Symbolorutn, traducción castellana de la 31.* latina, con el título El Ma­
gisterio de la Iglesia, Barcelona 1963. AI final de cada texto ponemos en­
tre paréntesis el número correspondiente marginal de Denzinger; por
ejemplo (D 417).
(18) Véase nota 5.
P apa S. Z ó s im o . Carta tractatoria a las Iglesias orientales (Marzo 418)
Fiel es Dios en sus palabras (Salmo 144,13), y su bautismo en la
realidad y en las palabras, esto es, por obra, por confesión, por re­
misión de los pecados en todo sexo, edad y condición del género hu­
mano, conserva la misma plenitud. Nadie, en efecto, sino el que es
siervo del pecado, se hace libre y no puede decirse rescatado sino el
que verdaderamente hubiere antes sido cautivo por el pecado, como
está escrito: «Si el Hijo os liberare, seréis verdaderamente libres»
(Jo. 8,36). Por El, en efecto, renacemos espiritualmente, por El so­
mos crucificados al mundo. Por su muerte se rompe aquella cédula
de muerte, introducida en todos nosotros por Adán y transmitida a
toda alma; aquella cédula —decimos— cuya obligación contraemos
por descendencia, a la que no hay absolutamente nadie de los nacidos
que no esté ligado, antes de ser liberado por el bautismo. (D 109*).
S an C e l e s t in o I, Indiculo sobre la gracia de Dios (Mayo 431)
c. 1: En la prevaricación de Adán, todos los hombres perdieron
la natural posibilidad (de obrar sobrenaturalmente) e inocencia, y na­
die hubiese podido levantarse, por medio del libre albedrío, del abis­
mo de aqueña ruina, si no le hubiera levantado la gracia de Dios mi­
sericordioso... (D 130).
S. León M agno. Carta 15,10 a Turribio (año 447)

Las almas de lo s hombres, antes de que se infundieran en sus


cuerpos no existieron, ni otro les incorpora sino su hacedor Dios,
que es creador de ellas y de sus cuerpos; y porque por la prevarica­
ción del primer hombre fue viciada toda la propagación del linaje hu­
mano, nadie puede liberarse de la condición del hombre viejo, si no
es por el bautismo de Cristo (19).
Concilio de Arlés (475) (Confesión de fe de Lúcido)

Afirmo también que (los hombres) se han salvado, según la razón


y el orden de los siglos, unos por la ley de la gracia, otros por la ley
de Moisés, otros por la ley de la naturaleza que Dios escribió en los
corazones de todos...; sin embargo desde el principio del mundo no
se vieron libres de la atadura original, sino por intercesión de la sa­
grada sangre. (D 160b).
S. G ela sio I. Carta a los Obispos del Piceno (a , 493)
Dicen (los pelagianos) que los niños son formados por obra divina
en los senos de sus madres; por tanto creen parecer justo que una
(19) S an L eón M agno, Epist. 15, 10: ML 54, 685.
obra de Dios, sin ningunas acciones propias, no sea engendrada li­
gada a pecado alguno; y que por tanto se hace a Dios injusto si se
los hace reos antes de que nazcan...
Así, pues, como todos, dice Pablo —los cuales ciertamente han sido
engendrados del primogenitor Adán—■(lo han sido) para condenación,
así solamente a aquellos todos viene la justificación que han sido re­
generados en el misterio de Cristo (20).

S. A n a stasio II. Curta a los Obispos de Francia (23 Agosto 498)


En lo que acaso piensan (algunos herejes de Francia) que hablan
piadosa y exactamente, es decir, que con razón afirman que las almas
son transmitidas por los padres, como quiera que están enredadas en
pecados, deben con esta sabia separación distinguir: que ellos no
pueden transmitir otra cosa que lo que ellos con extraviada presun­
ción cometieron, esto es, la pena y culpa del pecado que pone bien
de manifiesto la descendencia que por transmisión se sigue, al nacer
los hombres malos y torcidos. Y claramente se ve que en esto solo
no tiene Dios parte ninguna, pues para que no cayeran en esta fatal
calamidad, se lo prohibió y predijo con el ingénito terror de la muer­
te. Así, pues, por la transmisión, aparece evidentemente lo que por
ios padres se entrega, y se muestra también qué es lo que desde el
principio hasta el fin haya obrado o siga obrando Dios. (D 170).

C o n c il io II db O range (Arausicano), año 529.


Can. 1: Si alguno dice que por el pecado de prevaricación de
Adán no «fue mudado» todo el hombre, es decir según el cuerpo y el
alma, en peor, sino que cree que quedando ilesa la libertad del alma,
sólo el cuerpo está sujeto a la corrupción, engañado por el error de
Pelagio, se opone a la Escritura que dice: El alma que pecare ésta
morirá (Ez 18,20) y: ¿No sabéis que si os entregáis a uno... (D 174).
Can 2: Si alguno afirma que a Adán solo dañó su prevaricación,
pero no también a su descendencia, o que sólo pasó a todo el género
humano por un solo hombre la muerte que ciertamente es pena del pe­
cado, pero no también el pecado, que es la muerte del alma, atribuirá
a Dios injusticia, contradiciendo al Apóstol que dice: Por un solo
hombre el pecado entró en el mundo y por el pecado la muerte, y
así a todos los hombres pasó la muerte por cuanto todos habían pe­
cado (Rom 5,12). (D 175).

C oncilio de Quieiísy (a. 853, contra Gottschalk)


c. 1: Dios omnipotente creó recto al hombre, sin pecado, con li­
bre albedrío y lo puso en el paraíso, y quiso que permaneciera en la
santidad y la justicia. El hombre usando mal de su libre albedrío,
pecó y cayó, y se convirtió en «masa de perdición» de todo el género
humano. (D 316).

S. N icol As I. Concilio Romano de 860


c. 9: Todos aquellos que dicen que los que creyendo en el Padre y
en el Hijo y en el Espíritu Santo renacen en la fuente del sacrosanto
Bautismo, no quedan igualmente lavados del pecado original, sean
anatema. (D 329).

S. León IX. Símbolo de la Fe (13 Abril 1053)


...Creo y predico que el alma no es parte de Dios, sino que fue
creada de la nada, y que sin el bautismo está sujeta al pecado ori­
ginal. (D 348).

I nocencio II. Condenación de algunos errores de Abelardo en él Con­


cilio de Sens (1140 ó 1141)
9. De Adán no contrajimos la culpa sino solamente la pena.
(D 376).
(Carta al Obispo de Cremona)
Presbítero (21), que como por tu carta me indicaste, concluyó su
día último sin el agua del bautismo, puesto que perseveró en la fe
de la santa madre Iglesia y en la confesión del nombre de Cristo,
afirmamos sin duda alguna que quedó libre del pecado original y
alcanzó el gozo de la vida eterna. (D 388).

I nocencio III. (Carta al Obispo de Arlés, 1201)


Afirman, en efecto, que el bautismo se confiere inútilmente a los
niños pequeños...’ Respondemos que el bautismo ha sucedido a la
circuncisión... Por el sacramento del bautismo, rubricado por la san­
gre de Cristo, se perdona la culpa y se llega también al reino de los
cielos... El pecado es doble: original y actual. Original es el que se
contrae sin consentimiento; actual, el que se eomete con consenti­
miento. El original, pues, que se contrae sin consentimiento, sin con­
sentimiento se perdona en virtud del Sacramento; el actual, empero,
que con consentimiento se contrae, sin consentimiento no se perdona
en manera alguna... La pena del pecado original es la carencia de la

(21) Como no se conserva la carta de consulta, sino solamente la res­


puesta, no se puede precisar si se trataba de una persona que se llamaba
Presbítero, o de un sacerdote que después de muerto se vino a dudar de
si había sido bautizado, aunque él, en vida, creía estarlo.
visión de Dios; la pena del pecado actual es el tormento del infierno
eterno. (D 410).
Profesión de fe impuesta a Durando de Huesca y valdenses
(18 Dic. 1208)
...Aprobamos, pues, el bautismo de los niños, los cuales, si murie­
ron después del bautismo, antes de cometer pecado, confesamos y
creemos que se salvan; y creemos que en el bautismo se perdonan
todos los pecados, tanto el pecado original contraído, como los que
voluntariamente lian sido cometidos. (D 424).
G r e g o r io X. Concilio de Lyon (1274)
Las almas, empero, de aquellos que mueren en pecado mortal o
con sólo el original, descienden inmediatamente al infierno para ser
castigadas, aunque con penas desiguales. (D 464).
J uan XXII. Carta a los armemos, 21 Nov. 1321
Enseña la Iglesia Romana que las almas de aquellos que salen del
mundo en pecado mortal o sólo con el pecado original, bajan inme­
diatamente al infierno, para ser, sin embargo, castigados con penas
distintas y en lugares distintos. (D 493 a).
B en ed icto XII. Errores de los Armenios (1341)

Igualmente lo que creen y dicen los armenios, que el pecado de


los primeros padres, personal en ellos, fue tan grave que todos los
hijos de ellos, propagados de su semilla hasta la Pasión de Cristo,
se condenaron por mérito de aquel pecado personal de ellos y fueron
arrojados al infierno después de la muerte, no porque ellos hubieran
contraído pecado original alguno de Adán, como quiera que dicen que
los niños no tienen absolutamente ningún pecado original, ni antes
ni después de la pasión de Cristo, sino que dicha condenación los
seguía, antes de la pasión de Cristo, por razón de la gravedad del
pecado personal que cometieron Adán y Eva traspasando el precepto
divino que les fue dado. Pero después de la pasión del Señor en que
fue borrado el pecado de los primeros padres, los niños que nacen de
los hijos de Adán no están destinados a la condenación ni han de ser
arrojados al infierno por razón de dicho pecado, porque Cristo, en su
pasión, borró totalmente el pecado de los primeros padres. (Este es
el n.° 4 de los 117 que se enumeran en este documento, Iam dudum;
todos, errores condenados por el Papa). (D 532).
El error 6. habla de los niños que mueren sin bautismo hijos de
padres cristianos o no cristianos; y de aquellos que dicen que van o
al paraíso de Adán o con sus padres. (D 534).
Error 18: Asimismo, lo que creen y mantienen los armemos que
Cristo descendió del cielo y se encarnó por la salvación de los hom-
bres, no porque los hijos propagados de Adán y Eva, después del pe­
cado de éstos, contraigan el pecado original..., como quiera que dicen
que no hay ningún pecado original en los hijos de Adán... (D 536).

Clemente VI, Carta a Consolador, Calólicon de los Armenios (1351)


Después de enumerar diversos errores, dice que se maravilla de
que haya suprimido el Catolicón, 14 capítulos de una carta que con­
tenía 53. Estos capítulos suprimidos por el Armenio trataban de diver­
sos dogmas, de los que nos interesan los capítulos tercero y duodéci­
mo, que trataban respectivamente de que «los niños contraen de los
primeros padres' el pecado original» y «que el bautismo borra el pe­
cado original y actual». (D 574a).

E ugenio IV. Concilio de Florencia. Decreto para los Griegos (1439)


Pero las almas de aquellos que mueren en pecado mortal actual
o con sólo el original, bajan inmediatamente al infierno, para ser cas­
tigadas, si bien con penas diferentes. (D 693).
Decreo para los Facobitas (1441)
Firmemente cree, profesa y enseña que nadie concebido de hom­
bre y de mujer fue jamás librado del dominio del diablo sino por me­
recimiento del que es mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo
Señor Nuestro; quien concebido sin pecado... (D 711).

C o n c il io T r t d e n t in o . Decreto sobre el pecado original (17 Jun. 1546)


Para que nuestra fe católica, sin la cual es imposible agradar a
Dios, limpiados los errores, permanezca íntegra e incorrupta en su
sinceridad, y el pueblo cristiano no sea llevado de acá para allá por
todo viento de doctrina; como quiera que aquella antigua serpiente,
enemiga perpetua del género humano, entre los muchos males con
que estos tiempos nuestros es perturbada la Iglesia de Dios, también
sobre el pecado original y su. remedio suscitó no sólo nuevas, sino
hasta viejas disensiones; el sacrosanto, ecuménico y universal Con­
cilio de Trento... queriendo ya de nuevo venir a llamar a los errantes
y confirmar a los vacilantes, siguiendo los testimonios de la Sagrada
Escritura, de los Santos Padres y de los más probados Concilios, y el
juicio y sentir de la misma Iglesia, establece, confiesa y declara lo
que sigue sobre el mismo pecado original. (D 787).
1. Si alguno no confiesa que el primer hombre Adán, al transgre­
dir el mandamiento de Dios, en el paraíso, perdió inmediatamente la
santidad y justicia en que había sido constituido, e incurrió por la
ofensa de esta prevaricación en la ira y la indignación de Dios, y,
por tanto, en la muerte con que Dios antes le había amenazado, y con
la muerte en el cautiverio bajo el poder de aquel que tiene el imperio
de la muerte, es decir, del diablo, y que toda la persona de Adán por
aquella ofrensa de prevaricación fue mudada en peor, según el cuer­
po y el alma: sea anatema. (D 788).
2. Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él
solo y no a su descendencia; que la santidad y justicia recibida de
Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y no también para nosotros;
o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió a
todo el género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el
pecado que es muerte del alma: sea anatema, pues contradice al
Apóstol, que dice: Por un solo hombre entró el pecado en el mundo,
y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte,
por cuanto todos habían pecado (Rom 5,12). (D 789).
3. Si alguno afirma que este pecado de Adán, que es por su ori­
gen uno y, transmitido a todos por propagación, no por imitación,
está como propio en cada uno, se quita por las fuerzas de la natura­
leza humana o por otro remedio que por el mérito del solo Media­
dor Cristo Señor, el cual, hecho para nosotros justicia, santificación
y redención, nos reconcilió' con el Padre en su sangre; o niega que
el mismo mérito de Jesucristo se aplique tanto a los adultos como a
los párvulos por el sacramento del Bautismo debidamente conferido
en la forma de la Iglesia: sea anatema... (D 790).
4. SI alguno niega que hayan de ser bautizados los niños recién
salidos del seno de su madre, aun cuando procedan de padres bauti­
zados, o dice que son bautizados para la remisión de los pecados, pero
que de Adán no contraen nada de pecado original que haya necesidad
de ser expiado en el lavatorio de la regeneración para conseguir la
vida eterna, de donde se sigue que la forma del bautismo para la
remisión de los pecados se entiende en ellos no como verdadera, sino
como falsa: sea anatema. Porque lo que dice el Apóstol; Por un solo
hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y
así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían peca­
do (Rom 5,12), no de otro modo ha de entenderse, sino como lo en­
tendió siempre la Iglesia Católica, difundida por todo el mundo. Pues
por esta regla de la Fe, procedente de la Tradición de los Apóstoles,
hasta los párvulos que ningún pecado pudieron cometer en sí mis­
mos, son bautizados verdaderamente para la remisión de los pecados,
para que en ellos por la regeneración se limpie lo que por la genera­
ción contrajeron. Porque si uno no renaciere del agua y del Espíritu
Santo, no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3,5). (D 791),
5. Si alguno dice que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo,
que se confiere en el bautismo, no se remite el reato del pecado ori­
ginal; o también si afirma que no se destruye todo aquello que tiene
verdadera y propia razón de pecado, sino que sólo se rae o no se
imputa: sea anatema... Ahora bien, que la concupiscencia o fornes
permanezca en los bautizados, este santo Concilio lo confiesa y sien­
te; la cual, como haya sido dejada para el combate, no puede dañar
a los que no la consienten y virilmente la resisten por la gracia de
Jesucristo... Esta concupiscencia, que el Apóstol alguna vez llama pe­
cado, declara el Santo Concilio que la Iglesia Católica nunca enten­
dió que se llame pecado porque sea verdadera y propiamente pecado
en los renacidos, sino porque del pecado procede y al pecado inclina.
Y si alguno sintiere lo contrario, sea anatema. (D 792).

Pío IV. Profesión trideníina de Fe (13 Nov. 1564)


.. .Abrazo y recibo todas y cada una de las cosas que han sido de­
finidas y declaradas en el sacrosanto Concilio de Trento acerca del
Pecado Original y de la justificación. (D 996).

S an Pío V. Condenación de los errores de Miguel de Bay (1 Oct. 1567)

47. El pecado de origen tiene verdaderamente naturaleza de pe­


cado, sin relación ni respecto alguno a la voluntad, de la que tuvo
origen. (D 1047).
48. El pecado de origen es voluntario por voluntad habitual del
niño y habitualmente domina al niño, por razón de ño ejercer éste
el albedrío contrario a la voluntad. (D 1048).
49. De la voluntad habitual dominante resulta que el niño que
muere sin el sacramento de la regeneración, cuando adquiere el uso
de razón, odia a Dios actualmente, blasfema de Dios y repugna a la
ley de Dios. (D 1049).
(Estos errores de Bayo, en número 79, están condenados por he­
réticos, erróneos, sospechosos, temerarios, escandalosos y ofensivos a
los piadosos oídos, respectivamente).

Pío VI. Condenación da los errores del Sínodo de Pistoya (28 Agos­
to 1794)
26. La doctrina que reprueba como fábula pelagiana el lugar de
los infiernos (al que corrientemente designan los fieles con el nombre
del limbo de los párvulos), en que las almas de los que mueren con
sólo la culpa original son castigados con pena de daño sin la pena de
fuego —como si los que suprimen de él la pena de fuego, por este mero
hecho introdujeran aquel lugar y estado carente de culpa y pena, como
intermedio entre el reino de Dios y la condenación eterna, como lo
imaginaban los pelagianos— es falsa, temeraria e injuriosa contra las
escuelas católicas. (D 1526).

Pío IX. (Pío IX recuerda la doctrina del Tridentino y el hecho del


pecado original, repetidas veces en la Constitución Apostólica Inef-
fabilis Deus en que proclamó dogma de fe, la Concepción Inmacu­
lada de María, en 8 Dic. 1854) (22).

Contra el racionalismo e indiferentismo (9 Dic. 1854).


Y estos seguidores, o por mejor decir adoradores, de la razón huma­
na... han olvidado ciertamente cuán grave y dolorosa herida fue in­
fligida a la naturaleza humana por la culpa del primer hombre...
(D 1643).
Ahora bien, cuando consta que la luz de la razón está extenuada
por la culpa de origen propagada a todos los descendientes de Adán,
y cuando el género humano ha caído misérrimamente de su primitivo
estado de justicia e inocencia... (D 1644).

Pío XI, Encíclica Casti connubii, sobre el matrimonio cristiano


(31 Dic. 1930)
(Los padres cristianos han de procurar el bautismo de sus hijos)
porque, si bien es cierto que los cónyuges cristianos, aunque santifi­
cados ellos, no son capaces de transmitir la santificación a la prole,
antes bien la natural generación de la vida se convirtió en camino de
la muerte, por el que pasa a la prole el pecado original; en algo, sin
embargo, participan de algún modo en aquel primitivo enlace del pa­
raíso, como quiera que a ellos les toca ofrecer su propia descendencia
a la Iglesia, a fin de que esta madre fecundísima de los hijos de Dios,
la regenere por el lavatorio del bautismo para la justicia sobrenatural,
y quede hecha miembro vivo de Cristo, participe de la vida inmortal
y heredera, finalmente, de la gloria eterna que todos de todo corazón
anhelamos. (D 2229).

Pío XII. Encíclica Humani Generis, sobre algunas falsas opiniones


que amenazan destruir los fundamentos de la doctrina oatólica
(12 Agosto 1950)
...Se pervierte el concepto de pecado original, sin atención alguna
a las definiciones tridentinas... (D 2318).
...Mas cuando se trata de otra opinión conjeturable, a saber, del
que llaman Poligenismo, entonces los hijos de la Iglesa no gozan en
modo alguno de esa libertad (como en el oaso del evolucionismo so­
mático). Porque los fíeles cristianos no pueden abrazar aquella sen­
tencia por la cual los que la sostienen aseveran que: después de Adán,
aquí en la tierra, existieron verdaderos hombres que no habrían tenido
origen por generación natural del mismo como protoparente; o que
Adán significa una cierta multitud de protoparentes; como quiera
(22) Véase Acta et Decreta sacrontm Conciliorum recentium... Cotlec-
tio Lacensis. Friburgo, 1870ss, vol. 6, pág. 842ss. O bien C. H. M arín SJ„
Documentos Marianos. Madrid, BAC, 1954, nn. 269-302.
que en modo alguno aparece cómo tal sentencia pueda compaginarse
con lo que las fuentes de la verdad revelada y las actas del Magisterio
de la Iglesia proponen acerca del pecado original, el cual procede de
un pecado verdaderamente cometido por un solo hombre y, que trans­
mitido a todos por generación, es propio de cada uno (inest unicuique
proprium). (D 2328).
Alocución a la Unión Católica italina de comadronas (29 Oct. 1951)
Si lo que hemos dicho hasta ahora se refiere a la defensa y cui­
dado de la vida material, tanto más debe valer de la vida sobrena­
tural, que recibe del bautismo el infante recién nacido. Porque en la
presente economía (= en el plan actual de Dios) no existe otra vía
para comunicar esta vida al niño que todavía no goza del uso ex­
pedido de la razón. Y, sin embargo, el estado de gracia en el instante
de la muerte, es absolutamente necesario para salvarse; sin esto no
es posible llegar a la felicidad sobrenatural, a la visión beatífica de
Dios. Es cierto que a un adulto puede bastarle un acto de amor para
conseguir la gracia santificante y suplir el bautismo; pero al niño to­
davía no nato, o al recién nacido, no le está abierto este camino (23).

C oncilio V aticano I I
(Directamente no ha hablado del pecado original, aunque se había
preparado un esquema sobre esta materia; pero tiene varias refe­
rencias a él).

Constitución Lumen Gentium


El Padre eterno, por una disposición libérrima y arcana de su
sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hom­
bres a participar de la vida divina, y como ellos hubieran pecado en
Adán, no los abandonó, antes bien Ies dispensó siempre los auxilios
para la salvación, en atención a Cristo Redentor... (24)

Constitución Gaudium et Spes


13. Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por
instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de
su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su pro­
pio fin al margen de Dios.
18. Mientras toda imaginación afirma que el hombre ha sido crea­
do por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de
la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal,
(23) Pío XII, Alocución a la Unión Católica Italiana de comadronas, 29
Oct. 1951: AAS 43, 1951, 481.
(24) V aticano II, Constitución dogmática, Lumen Gentium, introd.
que entró en la historia a consecuencia del pecado (Cfr. Sab 1,13;
2,23-24; Rom 5,21; 6,23; Santiago 1,15), será vencida cuando el Omni­
potente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salva­
ción perdida por el pecado.

P aulo VI. Alocución antes del Symposion sobre el Pecado Original


(11 Jul. 1966)
De esta manera (si atendéis a la Escritura, la Tradición y el Ma­
gisterio de la Iglesia) estaréis vosotros seguros de respetar id quod
ecclesia catholica ubique diffusa semper íntellexit, a saber, el sentido
de la Iglesia Universal, docente y discente, que los Padres del II Con­
cilio de Cartago (25), que se ocupó del pecado original, consideraron
regla de fe.
Por esto es evidente que os parecerán inconciliables con la genui-
na doctrina católica las explicaciones que del pecado original dan al­
gunos autores modernos, los cuales, partiendo del presupuesto —que
no ha estado demostrado— del poligenismo, niegan más o menos
claramente que el pecado original, del que han derivado tantos to­
rrentes de males en la humanidad, haya consistido principalmente en
la desobediencia de Adán «primer hombre», figura de Aquel futuro,
cometido al comienzo de la historia. Por consiguiente tales explica­
ciones ni siquiera se concilian con la enseñanza de la Sagrada Escri­
tura, de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia, según el cual el
pecado del primer hombre se transmite a todos sus descendientes,
no por vía de imitación, sino de propagación, inest unicuique pro-
prium, y es muerte del alma, es decir privación y no simplemente ca­
rencia de santidad y de justicia, aun en los niños apenas nacidos.
Pero también la teoría del evolucionismo, no os parecerá acepta­
ble mientras no esté conforme decididamente con la creación inme­
diata de cada una de las almas humanas por Dios, y no tenga por
decisiva la importancia que para la suerte de la humanidad ha te­
nido la desobediencia de Adán, protoparente universal. La cual des­
obediencia no habrá de considerarse como sí no hubiera hecho perder
a Adán la santidad y la justificación en que fue constituido (26).

Credo del Pueblo de Dios (30 Junio 1968)


Creemos que todos pecaron en Adán; lo que significa que la culpa
original, cometida por él, hizo que la naturaleza, común, a todos los '
hombres, cayera en un estado tal en el que padeciese las consecuencias
de aquella culpa. Este estado ya no es aquel en que la naturaleza hu­
mana se encontraba al principio en nuestros primeros padres, ya que

(25) Como hemos indicado antes, el Papa se refiere al Concilio de Car­


tago XVI (o XV), o Milevitano II.
(26) P aulo VI, Alocución al Symposion...: AAS 58, 1966, 654.
estaban constituidos en santidad y justicia, y en el que el hombre
estaba exento del mal y de la muerte. Así, pues, esta nauraleza humana
caída de esa manera, destituida del don de gracia de que antes estaba
adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al im­
perio de la muerte, es dada a todos los hombres; por tanto en este
sentido todo hombre nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo al
Concilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente
con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación, y que
se halla como propio en cada uno.
Creemos que Nuestro Señor Jesucristo nos redimió, por el sacri­
ficio de la Cruz, del pecado original y de todos los pecados personales
cometidos por cada uno de nosotros, de modo que se mantenga ver­
dadera la afirmación del Apóstol: Donde abundó el delito sobreabun­
dó la gracia.
Confesamos creyendo un solo bautismo instituido por Nuestro Se­
ñor Jesucristo para el perdón de los pecados. Que el bautismo hay
que conferirlo también a los niños, que todavía no han podido co­
meter por si mismos ningún pecado, de modo que privados de la
gracia sobrenatural en el nacimiento, nazcan de nuevo, del agua y
del Espíritu Santo, a la vida divina en Cristo Jesús (27).

III

R e f l e x io n e s s o b r e la d o c tr in a de la I glesia

De intento hemos omitido la doctrina de la Sagrada Escritura acer­


ca del pecado original, porque no aceptamos las innovaciones que
los exegetas y teólogos modernos hacen del Génesis y de San Pablo
sobre esta materia. Para nosotros el único criterio auténtico de in­
terpretación de las Sagradas Escrituras es el Magisterio de la Iglesia,
de lo contrario nos encontraremos con el confusionismo y el plura­
lismo (en mal sentido) de los Protestantes. Si nos apartamos del Ma­
gisterio, no vemos cómo haya de tener más autoridad un exegeta mo­
derno de moda que uno de los siglos anteriores. No habrá que juzgar
por la autoridad o fama del autor, sino por las razones y métodos
exegéticos. Y éstos no vemos que sean mejores hoy que ayer; antes
bien los juzgamos peores (28). Y nadie se escandalice por esta afir-

(27) P aulo VI, Credo del Pueblo de Dios, nn. 16-18: AAS 60, 1969, 439-
440. Tomamos la traducción del P. CAndido P ozo SJ. El Credo del Pueblo
de Dios, Madrid, BAC, 1968, pág. 134.
(28) Bueno será recordar las palabras de Pío XII: «Volviendo a las
nuevas teorías, que hemos tocado antes, algunos proponen o insinúan en los
ánimos muchas opiniones que disminuyen la autoridad divina de la Sa­
grada Escritura, pues se atreven a adulterar el sentido de las palabras con
que el Concilio Vaticano define que Dios es el autor de la Sagrada Escri-
mación. La razón es esta: toda ciencia tiene sus métodos propios y ha
de regirse también por unas leyes propias. Ahora bien, la Sagrada Es­
critura es un libro inspirado, cuyo autor —como hemos dicho ante­
riormente— es el Espíritu Santo. Por consiguiente, el método de in­
terpretación habrá de ser eminentemente divino, ya que sólo el Espí­
ritu Santo sabe lo que pretendió que se dijera en su obra. Y sabemos
que el Espíritu Santo se vale del Magisterio de la Iglesia como de
órgano de interpretación. Ni hay por qué insistir sobre este particular.

Hemos transcrito los principales documentos del Magisterio ecle­


siástico sobre el pecado original —aun a fuer de repeticiones-— para
que el mismo lector, por sí mismo vea la tradición del Magisterio
de la Iglesia. Siglo tras siglo se han repetido de una u otra manera,
por una u otra causa, los motivos de tocar el tema del pecado origi-
ginal; y la Iglesia se ha mantenido siempre en la misma línea: desde
los primeros tiempos, hasta nuestros días cuando sabe muy bien el
Pontífice actual Paulo VI —a quien nadie podrá tachar de inmovi-
lista— que las corrientes de los exegetas de moda y de los teólogos
de slogan van por caminos totalmente distintos.
Se habrá podido observar, con solo leer los textos, que hay dos
puntos de referencia o de arranque: los Concilios antipelagianos y
el Tridentino. Ya lo notamos en el artículo sobre Poligenismo y mo-
nogenismo a que hemos aludido repetidas veces. En el Concilio II
de Milevi se proponía su doctrina como regula fidei (regla de fe) ya
antigua y heredada de los Padres anteriores y como doctrina de toda
la Iglesia (ecdesia catholica ubique diffusa). El Concilio de Trento
propone asimismo la doctrina del pecado original como doctrina de
la Iglesia frente a los errores modernos, que quiere arrancar la raíz.
Autores nada sospechosos, como Z. Alszeghi y M. Flick, escriben:
«El Magisterio eclesiástico se pronunció sobre el pecado original, en
el Concilio de Cartago en el año 418, que condenó a los pelagianos,
y en el Concilio de Orange del año 529, que concluyó la controversia
semipelagiana. Estos dos concilios particulares, aprobados en su con­
junto por los Papas Zósimo y Bonifacio II respectivamente, pasaron
en el Magisterio ordinario de la Iglesia como expresión de la fe común,

tura y renuevan una teoría, ya muchas veces condenada, según la cual la


inerrancia de la Sagrada Escritura se extiende sólo a los textos que tra­
tan de Dios mismo, o de la religión, o de la moral. Más aún: sin razón
hablan de un sentido hum ano de la Biblia, bajo el cual se oculta el sen­
tido divino, que es, según ellos, el sólo infalible. En la interpretación de
la Sagrada Escritura no quieren tener en cuenta la analogía de la fe ni
la tradición de la Iglesia, de manera que la doctrina de los Santos Padres
y del sagrado Magisterio debe ser conmensurada con la de las Sagradas
Escrituras, explicadas por los exegetas de modo meram ente humano, más
bien que exponer la Sagrada Escritura según la mente de la Iglesia, que
ha sido constituida por Jesucristo, custodio e intérprete de todo el depó­
sito de las verdades reveladas. (Encicl. Humani Generis).
tentó que el texto de los cánones citados fue transcrito en las colec­
ciones medievales, aun cuando los concilios de donde manaron habían
sido olvidados».
«El concilio, empero, que constituye la base de la enseñanza actual
de la Iglesia sobre el pecado original, es el de Trento, el cual, en la
sesión 5.° del año 1546, reasumió las enseñanzas de los concilios an­
teriores, y las completó teniendo en cuenta las necesidades contem­
poráneas.»
«La enseñanza, que un Concilio General ha pronunciado, empeñan­
do totalmente su autoridad, tiene evidentemente un peso excepcio­
nal en el desarrollo del dogma. De hecho, los documentos más re­
cientes del Magisterio, que toman posición en la controversia actual
sobre el pecado original, citan los cánones tridentinos, e insisten so­
bre todo en la necesidad de ser fieles a su doctrina» (29),
Tienen toda la razón estos dos profesores de Teología de la Pon­
tificia Universidad Gregoriana de Roma. Hemos visto a Pío XII y
más recientemente a Paulo VI repetir machaconamente las frases tri-
dentinas, sabiendo, como saben, los intentos modernos de interpre­
taciones arbitrarias sobre materia tan importante. Queremos ahora
insistir o hacer notar la última frase que hemos transcrito; «insisten
sobre todo en la necesidad de ser fieles a su doctrina». Es decir, todo
católico, que quiera sentir rectamente sobre el pecado original ha de
ser fiel a la doctrina tridentina (30).
Pero la cuestión que se plantea el teólogo moderno —así lo hacen
los dos mencionados—■es revisar esta doctrina tridentina y ver si
puede ser entendida de otra manera de como se ha entendido hasta
ahora. La cuestión sobrepasa los límites y el fin de este artículo:
¿qué criterios de hermenéutica hay que seguir para leer los documen­
tos del Magisterio de la Iglesia? Es lo mismo que hemos advertido
antes al mencionar la cuestión de la revisión o fluctuación de las for­
mulaciones dogmáticas.
Aceptamos plenamente las palabras de estos dos teólogos mencio­
nados: «Conviene sobre todo recordar que el valor de una definición
no depende del proceso noético por el cual los Pastores de la Iglesia
han llegado a pronunciarla. La existencia del Espíritu Santo garantiza
no la exactitud de los procesos noéticos teológicos, sino el valor de
la persuasión que la Iglesia entera, durante siglos, acepta como con­
dición de la pertinencia viva a la comunidad de los fieles» (31). Estos
asertos podrán exigir una expresión lingüística mejor, pero nunca
podrán ser «falsos». Esto nos llevaría a negar la infabilidad de la

(29) Z. Alszegi-i i iS. J. - M, F lick S. J., II decreto tridentina sul peccalo


origínale: Gregorianum 52, 1971, 595.
(30) Repitamos las palabras de Pío XII: «,.,se pervierte el concepto
de pecado original, sin atención alguna a las definiciones trldentinas» (En-
cicl. Humani Generis).
(31) Z. Alsz eg h i -M. F lick , 1 c., pág. 625.
Iglesia. Y añaden acertadamente: «Aunque las opiniones exegéticas
y científicas dan ocasión al examen hermenéutico de los textos con­
ciliares, es sin embargo evidente que ellos no pueden constituirse en
normas de la recta interpretación» (32).
Luego los mismos Profesores hacen una exegética de los textos
conciliares queriendo distinguir entre el mensaje del Concilio y las
fórmulas del mensaje.
Sin embargo de estos principios tan sanos y evidentes, los autores
pasan a hacer una exégesis de los cánones tridentinos a la luz de sus
orígenes históricos y dogmáticos, para aplicar luego los principios de
la lingüística a fin de determinar exactamente el sentido del docu­
mento trldentino sin alterar el fondo o mensaje del mismo. Por esto
tienen en cuenta el siguiente principio, que enuncian así: «La in­
vestigación en pro de la interpretación dogmática de los cánones tri­
dentinos debe partir de la distinción fundamental, elaborada por él
análisis del lenguaje, de las dos funciones lingüísticas que una locu­
ción puede tener. La función constatativa afirma que un estado de
cosas existe, atribuyendo una propiedad a un objeto (denotación o
connotación). La función operativa provoca un efecto, en virtud de
la misma locución, como, por ejemplo, cuando la frase pronunciada
crea una nueva situación jurídica (p. e. una declaración de guerra),
cambia el estado del interlocutor (concesión de derechos o de obli­
gaciones), o determina el estado de aquel que habla (promesa, ex­
cusa, etc,). Esta segunda función es llamada también ejecutiva, o
—admitiendo una palabra inglesa— performativa» (33).
A base de estas distinciones, intentarán una explicación de las fra­
ses tridentinas, para concluir que el mensaje tridentino queda muy
difuso y vago, abierto a nuevas investigaciones, etc.
¿Qué hay que opinar sobre todo esto? Nuestra opinión es más
radical. Aceptamos plenamente todas estas distinciones entre las fun­
ciones constatativas y operativas de las frases, y todo cuanto quieran
explicar del significado filológico, analítico, filosófico, etc., del len­
guaje. -Pero creemos que por encima de todo está el sentido común.
Que todas estas distinciones se hagan cuando se trata de lenguaje
filosófico y jurídico o equivalente, nos parece muy bien; pero cuando
se trata de analizar la doctrina que la Iglesia ha defendido en un
momento determinado de la historia, basta y se debe, leer con cora­
zón recto, ojos puros y mente sin prejuicios. Es muy bueno exami­
nar los debates acerca de una definición para entender los límites de
la misma. Basta, para ello, analizar los textos en sus diversas va­
riantes y sacar la conclusión: esta frase ha querido tener tal sen­
tido. Y a esto podemos llegar examinando las actas de las sesiones.
Recientemente hemos vivido el Concilio Vaticano II; hemos conocido

(32) Id. 1 c. pág. 625.


(33) Id. 1 c„ pág. 626.
las controversias, el Papa ha hablado frecuentemente de su signifi­
cado y sentido en puntos determinados. Creo que no es menester que
apliquemos 'el principio de las dos funciones del lenguaje para saber
qué quisieron decir los Padres que votaron el decreto o decretos.
Y ¿quién conocerá mejor que nosotros el sentido del Vaticano II?
Es cierto que vemos interpretaciones falsas del mismo, Pero se pro­
testa contra ellas, y es el Papa quien da el verdadero sentido; y los
que estuvieron presentes e intervinieron en las elaboraciones de los
textos conocen más que nadie el sentido que ellos pretendieron. Pero
—adviértase bien— no quiere esto decir que aquel sentido pretendido
por ellos sea el verdadero. Recuérdese la cuestión de la Colegialidad
de los Obispos: los que habían redactado el texto, quizás pretendían
un sentido determinado, que quedó abolido con las notas que el Papa
mandó añadir. En resumen: No es tanto el sentido que los conciliar
res discutieron sobre el texto que ha de examinar el teólogo, cuanto
el sentido que la misma Iglesia —es decir el Magisterio— ha dado de
este texto.
Si somos sinceros, ¿no es cierto que no podremos opinar sobre la
mente de los Padres de Trento de la madera que se hace hoy? ¡Qué
dirían los teólogos y Obispos, que elaboraron y votaron los decretos
y cánones del Concilio de Trento, si leyeran las interpretaciones que
de ellos hacen P. Schoonenberg, A. Moscherosch, W. Koch, A. Lang,
P. Fransen, Labourdette, K. Rahner,.., etc.! No hay que dudar de que
negarían rotundamente que hubiesen jamás pensado en semejantes
«mensajes» ni doctrinas fundamentales.
Véase cómo piensa hoy el Papa Paulo VI, cuando habla de la Eu­
caristía. Sus palabras pueden y deben aplicarse exactamente igual
a la doctrina de la Iglesia sobre el pecado original. Por esto queremos
ponerlas como un buen colofón:
«Es lógico que al investigar este misterio, sigamos como una es­
trella al Magisterio de la Iglesia, al que el Divino Redentor ha con­
fiado la Palabra de Dios, escrita y transmitida oralmente para que la
custodie y la interprete, convencidos de que 'aunque no se indague
con la razón, aunque no se explique con la palabra, todavía es verdad,
sin embargo, lo que desde la antigua edad con fe católica veraz se
predica y se cree por toda la Iglesia' (S. A g u st ín , Contra lulianum, 4,
5, 11: ML 44, 829)».
«Pero esto no basta, Efectivamente, salva la integridad de la fe,
es también necesario atenerse a una manera apropiada de hablar (34),
para que no demos origen a falsas opiniones —lo que Dios no quie­
ra— acerca de la fe en los altos misterios, al usar palabras inexac­
tas. Esto advierte San Agustín claramente cuando considera el diver­
so modo de hablar de los filósofos y del cristiano: 'Los filósofos —es­
cribe— hablan libremente, y en las cosas difíciles de entender no
temen herir los oídos religiosos. Nosotros, en cambio, debemos hablar
(34) Los subrayados al texto pontificio son nuestros.
según una regla determinada para evitar que el abuso de las palabras
engendre alguna opinión impía acerca de las cosas que significan'
(De Civ. Dei 10, 23: ML 41, 300)».
«La norma, pues, de hablar que la Iglesia, con un prolongado tra­
bajo de siglos, no sin ayuda del Espíritu Santo, ha establecido, con­
firmándola con la autoridad de los Concilios, y que con frecuencia se
ha convertido en contrasella y bandera de la fe ortodoxa, debe ser
escrupulosamente observada y nadie, por su propio arbitrio, o con
pretexto de nueva ciencia, presuma cambiarla, ¿Quién jamás podrá
tolerar que las fórmulas dogmáticas usadas por los concilios ecumé­
nicos para los misterios de la Santísima Trinidad y de la Encarnación
se juzguen como inadecuadas a tos hombres de nuestro tiempo y que
en su lugar se empleen inconsideradamente otras nuevas? Del mismo
modo no se puede tolerar que cualquier persona privada pueda aten­
tar a su gusto contra las fórmulas con que el Concilio Tridentino ha
propuesto la fe del misterio eucarístico. Puesto que esas fórmulas,
como las demás de que la Iglesia se sirve para proponer los dogmas
de la fe, expresan conceptos que no están ligados a una determinada
forma de cultura, ni a una determinada fase de progreso científico,
ni a una u otra escuela teológica, sino que manifiestan lo que la mente
humana percibe de la realidad en la universal y necesaria experiencia,
y lo expresan con adecuadas y determinadas palabras tomadas del
lenguaje culto. Por eso resultan acomodadas a los hombres de todo
tiempo y lugar.»
«Verdad es que las fórmulas se pueden explicar más clara y más
ampliamente con mucho fruto, pero nunca en sentido diverso de aquel
en que fueron usadas, de modo que al progresar la inteligencia en la
fe, persevere intacta la verdad de la fe. Porque, según enseña el Con­
cilio Vaticano I, en los sagrados dogmas 'se debe siempre retener el
sentido que la santa Madre Iglesia ha declarado una vez para siempre
y nunca es lícito alejarse de este sentido bajo el especioso pretexto
de más profunda inteligencia' (Const. Dogm. De Fide Cathol. c. 4)» (35).
Las nuevas formulaciones sobre el dogma del pecado original ¿cum­
plen con las condiciones puestas por Paulo VI? Afirma éste —con to­
dos los Papas y Magisterio— que las nuevas formulaciones han de ser
más claras, más amplias... pero «de modo que al progresar la inteli­
gencia de la fe, persevere intacta la verdad de la fe». Ahora bien, com­
paremos las formulaciones del Tridentino y las nuevas:

(35) Paulo VI, Encicl. Mysterium fiéei: AAS 57, 1965, 757-758.
Tridentino Modernos

1. Existió una primera pareja: 1. Adán y Eva no son personajes


Adán y Eva. históricos.
2. Hubo un estado paradisíaco 2. No existió un estado paradi­
antelapsario y otro postlapsa- síaco antes del pecado.
rio.
3. Adán y Eva gozaron de la in­ 3. No existieron tales dones pre­
mortalidad. naturales de inmortalidad, in­
munidad.
4. El pecado original originado 4. Un pecado verdadero que no
es un verdadero pecado. sea personal, voluntario y li­
bre, repugna.
5. Adán y Eva no son una colec­ 5. Adán y Eva significan una co­
tividad. lectividad o la humanidad pe­
cadora.
Ni hay para qué seguir. Creemos que basta leer cualquiera de las
elucubraciones, artículos de revistas, divulgaciones teológicas en pe­
riódicos, libros, etc., sobre el pecado original, para que se vea que
no exageramos, sino que nos quedamos cortos. Y volvemos a pregun­
tar ¿es ésta la doctrina de la Iglesia católica, la regula fidei, que todo
católico ha de seguir?

C o n clusió n

Nuestra opinión es que no hay que cambiar nada acerca de la doc­


trina tradicional sobre el pecado original. Razones:
1. La Iglesia no ha cambiado nada, y no ignora las controversias
actuales.
2. Las razones en que se basa la nueva interpretación, no son
convincentes y provienen de un miedo exagerado de hacer el ridícu­
lo. Ya lo decía Pío XII: «Nos consta que no faltan hoy quienes, como
en los tiempos apostólicos, amando la novedad más de lo debido, y
también temiendo que los tengan por ignorantes de los progresos de
la ciencia, intentan sustraerse a la dirección del sagrado Magisterio
y por este motivo están en peligro de apartarse insensiblemente de
la verdad revelada y hacer caer con ellos a otros en el error» (36).
Estas razones pueden quizás resumirse en el miedo de profesar doc­
trinas contrarias al transformismo y poligenismo, que —como dicen
los últimos Pontífices, y es claro— no se lian probado. Y añadimos sin
miedo, que no se llegarán a probar, ya que se trata de hechos que no
son constatables ni repetibles.

(36) Pío XII, Encicl. Humani Generis: AAS 42, 1950, 562.
3. La exegesis está pasando por una crisis de autoridad y de va­
lor, que no merece se la tome como norma y base de argumentación
teológica seria. Véase solamente cómo cada día cambian las hipóte­
sis; y se niega hoy lo que se decía el día anterior,
4. Lo mismo diríamos de los teólogos modernos, que parten de
la base falsa de querer hablar al hombre moderno con un lenguaje
estrictamente natural, cuando el mensaje es espiritual y de misterios,
que exigirán necesariamente un lenguaje analógico que solamente po­
drá comprender el hombre que se ponga con corazón puro y mente
humilde de cara a Dios. Por tanto el teólogo ha de comprender bien
su misión: no es la de convertir al mundo (esto corresponde al mi­
sionero, al sacerdote como tal), sino estudiar científicamente los da­
tos de la revelación a fin de que el Sacerdote y el misionero puedan
crear el ambiente de buena voluntad. Y el teólogo en su estudio, ha
de emplear el método que le corresponde como propio, no olvidando
—antes tomando como hilo conductor— la Tradición y el Magisterio.
Los puntos, pues, básicos de la Iglesia sobre el pecado original son:
a. Dios formó la primera pareja de la humanidad y creó su alma
dotándola de la gracia santificante con un destino sobrenatural;
b. les concedió el don de la inmortalidad y amenazó con la muerte
(o sea pérdida de este don) si transgredían un mandato;
c. no fueron fieles al mandato de Dios, y pecaron;
d. con aquel pecado (original originante) perdieron para sí y para
sus descendientes la gracia y los dones sobrenaturales y preternatura­
les recibidos;
e. por esto todos los descendientes, por generación humana, de
aquella primera pareja, vienen al mundo sin la gracia sobrenatural,
lo cual es un estado de pecado (original originado);
f. este pecado lo contraen todos los. hombres, les priva de la gra­
cia y está en cada uno de ellos como propio;
g. aun los niños, que no pueden cometer pecado alguno personal,
contraen este pecado original;
h. por esto no pueden obtener la visión beatífica de Dios, si no
son regenerados con las aguas del Bautismo;
i. ya que solamente la redención de Cristo ha podido liberar a la
humanidad de este pecado;
k. en consecuencia, la muerte y la concupiscencia, que de suyo
corresponden a la naturaleza humana, son consecuencias del pecado
de la primera pareja.
Esta es la doctrina que durante veinte siglos la Iglesia Católica
semper intellexit y la propuesta como regula fidei. A ésta nos adhe­
rimos mientras la Iglesia, por su Magisterio, no determine otra expli­
cación, que cierto, no podrá contradecir a la plurisecular y tradi­
cional.
F r a n cisco de P, S oló, S. J.
Facultad Teológica
S, Cugat del Vallés (Barcelona)

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