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"El contexto histórico de Beato de Liébana"

José Luis Berruguete

Pocas veces se habrá dado un contraste tan paradójico entre lo


poco que sabemos de un autor y la enorme difusión de su obra
como en el caso del clérigo conocido como Beato de Liébana y a
quien se atribuye la autoría de unos “Comentarios al Apocalipsis”
que en su tiempo circularon como anónimos, y el de los bellísimos
códices que los reproducen y que conocemos como “Beatos”.
Pues, en efecto, del personaje así llamado no tenemos
prácticamente ningún dato seguro —ni siquiera si así se llamaba,
ni si es el verdadero autor de la obra-, todo en torno a él son
conjeturas más o menos fundadas, en tanto que los códices que la
copian e ilustran de manera tan magnífica vieron la luz en un
tiempo tan dilatado como el que transcurre entre los siglos X y XIII
y tuvieron una difusión tan extensa que, desde su cuna en los
territorios del reino leonés, franqueando la barrera de los Pirineos,
como en una especie de vuelta del camino jacobeo, los llevó hasta
Francia, Italia y Alemania.

Durante mucho tiempo se postularon otros autores, como Apringio,


obispo de Beja en el siglo IV, que es citado al comienzo de la obra
como una de sus fuentes. La atribución a Beato procede del
humanista Ambrosio de Morales que fue encargado en 1578 por
Felipe II de inventariar reliquias y obras de arte. En la catedral de
Oviedo, en la colegiata de san Isidoro de León y en el monasterio
de Valcavado, cerca de Saldaña, pudo ver varios “beatos”. En el de
Valcavado leyó la dedicatoria a “sancte pater Etheri” y pensó en
Beato, aunque en el de León se omitía el nombre propio.

La actividad de Beato se desarrolla durante la segunda mitad del


siglo VIII. Su vida transcurriría entre la etapa final del reinado de
Alfonso I (739-757) y el de Alfonso II (791-842), es decir, un medio
siglo largo en el que alternaron en el embrión de reino asturiano
períodos de calma con otros de inestabilidad a causa de los
conflictos en la sucesión de la jefatura del pequeño núcleo rebelde
y de la amenaza de las algaras o expediciones de castigo del
nuevo poder que había sustituído al reino visigodo, el emirato
musulmán de al-Andalus.

Además de los “Comentarios”, se le atribuyen otras dos obras. La


primera es el “Tratado Apologético”, escrito por Beato y su amigo
Eterio de Osma contra la cristología adopcionista de Elipando,
arzobispo de Toledo y cabeza de la Iglesia hispanovisigoda en
territorio musulmán, y la segunda es el discutido himno litúrgico
“O Dei Verbum”, cuya autoría es muy controvertida —el fervor con
que Sánchez Albornoz afirmaba que Beato era su autor no es
compartido hoy por ningún historiador solvente-, pero cuyo interés
radica en que en él se declara por vez primera al apóstol Santiago
el Mayor patrón de Spania (en los “Comentarios” ya se había hecho
la primera mención de su apostolado en Hispania). Ambas
menciones parecen ser la razón para que se atribuyera el himno a
Beato. Desde luego, el “descubrimiento” de la tumba del Hijo del
Trueno en el “Campus Stellae” es posterior a la existencia terrena
de nuestro impulsivo monje.

Según la opinión tradicional, Beato fue un presbítero y monje


lebaniego —se le supuso también abad de un monasterio y,
llegando mucho más lejos, que fue elevado a los altares y
venerado como santo en la región… Parece que estas fantasías
arrancan de los escritos del hagiógrafo del siglo XVII Tamayo de
Salazar-. Pero aquí radica la primera incógnita. ¿Era un cántabro o
astur —él mismo habla siempre de Asturias, nunca de la Liébana- o
era uno de esos habitantes de alguna ciudad del sur que
marcharon al refugio que ofrecían las montañas del Norte en
ocasión de alguna de las cabalgadas de Alfonso I? La primera
opción plantea el problema de la densidad de cenobios y de
bibliotecas en los valles norteños en fechas tan tempranas. Si
Alvaro de Córdoba le llama “libanensis presbiter”, ello no significa
necesariamente que naciese allí, al margen de que su
conocimiento de Beato pudiera proceder de Elipando. Pero también
es cierto que un lebaniego pudo formarse teológicamente en la
segunda mitad del siglo con los libros llevados consigo por los
inmigrantes, como supone Sánchez Albornoz. Pero en esta época
sólo se conocen algunos casos de poca cuantía. Las emigraciones
masivas se producen después del motín del arrabal de Córdoba en
814.

¿Podían tener los modestos cenobios de Liébana los muchos e


importantes libros que requiere la elaboración del “Comentario”?
Sánchez Belda dice que hasta 790 la documentación lebaniega no
menciona ningún cenobio, el primero que aparece es el de Caldas,
a la entrada del desfiladero de la Hermida, aunque puede ser más
antiguo el de san Salvador de Vileña. De su unión nacerá el de
santa María de Cosgaya. Hay quien aventura la posibilidad de que
todos los valles estaban uniformemente poblados y articulados por
comunidades monásticas, pero reconoce que la Liébana tan sólo
alcanza su madurez en el siglo X. Debemos pensar que al llegar el
siglo VIII sólo tenía algunos centros de poca entidad. Será a lo
largo de los siglos VIII y IX cuando se produzca la eclosión del
monacato lebaniego: se citan en las fuentes, además de san Martín
de Turieno con sus ermitas, santa María de Cosgaya, santa María
de Baró, san Esteban de Mieses, san Cristóbal de Cesera, santos
Adrián y Natalia de Sionda, san Pedro de Viñón, san Salvador de
Vileña, santos Pedro y Pablo de Narobe, san Salvador de Osina…
San Martín de Turieno aglutinará más tarde a los demás cenobios
de la comarca. Poseía una venerada reliquia de la Vera Cruz que la
tradición local pondrá en relación con santo Toribio, quien habría
estado en Tierra Santa y traido de allí el “Lignum Crucis” que tanto
prestigio daba al cenobio. En la montaña de La Viorna, en cuya
falda se asienta el monasterio, hay una antiquísima ermita
semirrupestre a la que llaman la “Cueva Santa” y a la que dicen se
retiraba el santo para hacer penitencia.

¿Cómo eran estos cenobios? Para hacerse una idea de la vida


monástica de la época no hay que pensar en las grandes abadías
benedictinas de los siglos XI y XII, con sus iglesias y
construcciones monumentales y sus extensos dominios agrícolas.
La realidad era entonces muchísimo más modesta en lo tocante a
lo material, el número de monjes, los medios de que disponían, la
importancia y monumentalidad de sus construcciones, y, al mismo
tiempo, más variada en lo institucional, en las modalidades de la
vida monástica, muy lejos tanto del primitivo aislamiento
ascético cuanto del complejo organismo que representarán las
mencionadas abadías. Con la libertad de la Iglesia en el siglo IV, la
experiencia monástica se despliega en un amplio abanico de
formas, que van desde el cenobio propiamente dicho, que en el
Occidente romano se organizará según las pautas traídas del
Oriente por Juan Casiano, hasta la experiencia urbana de un
pequeño grupo de discípulos en torno a un maestro, como es el
caso, por ejemplo, de aquellas matronas de la aristocracia romana
reunidas en torno a san Jerónimo y que le acompañarán a
Palestina para vivir en la Tierra del Señor su aventura espiritual. El
desierto de los primeros padres egipcios se ha transformado en un
desierto interior, en una retirada de los placeres mundanos, para
concentrarse en la vía de la salvación.

Los documentos del Cartulario de santo Toribio de Liébana nos


permiten conocer algunos detalles de estos cenobios: son
pequeños, habitados por unos quince a veinte monjes de promedio;
viven de unas tierras constituidas por heredades dispersas que por
lo general son las propiedades que cada monje ha entregado al
cenobio al profesar, ordenadas según los cultivos en “terrae”
(cereal), “vinae” (viñedos) y “pomares” (frutales), agentes o
resultado de la colonización agrícola y pastoril, nudos de la
articulación —hoy diríamos ordenación- del territorio; poseen
algunos libros, que alcanzan un alto valor (tres vacas preñadas);
algunos son “dúplices”, es decir, mixtos, de mujeres y hombres,
otros pertenecen al tipo de “monasterio familiar” que se da cuando
una familia que explota su granja dice entregarse a la vida
religiosa aceptando la regla monacal, lo cual podía deberse tanto a
un verdadero anhelo de vida espiritual como a un mero y craso
interés, una argucia para obtener ventajas materiales. En todo
caso, el destino normal de estos “cenobios” era el de integrarse en
un monasterio mayor.

Se trata, pues, de un tipo que corresponde a una fase arcaica de la


vida monástica en la cual los abundantes monasterios son de poca
entidad y en ellos los monjes no son ordenados ni se celebra la
misa a diario, siendo frecuente que el único sacerdote fuera el
abad (y ni siquiera eso en el caso de los monasterios familiares)
Se trataba de pequeñas construcciones en las que vivían en
común bajo la autoridad de un abad (padre) unos quince monjes,
con los talleres y corrales anejos y una hospedería que, al acoger a
los viajeros, constituía su único contacto con el mundo exterior.
Eran como los miembros de una gran familia que llevaban una vida
alejada voluntariamente del mundo (“que olvidaban el mundo, por
el mundo olvidados”), compartiendo oración, mesa y trabajo, con el
único fin de servir a Dios y lograr la salvación de sus almas, sin
ningún afán de redimir o de ordenar el mundo, un santo egoísmo,
podríamos decir.

En el aspecto institucional, estos monasterios se rigen por la


tradición hispano-visigoda, ajena a la expansión por todo el
Occidente romano de la regla benedictina, en competencia con la
regla irlandesa de san Columbano. Ambas corrientes monásticas
coincidían en seguir una regla bien delineada bajo la autoridad
absoluta del abad, más ascética, penitencial y rigurosa la
irlandesa, más práctica, armónica y benévola la de san Benito,
pues, en vez de incitar a la competencia en la santa heroicidad
individual, con tremendas penitencias y castigos, como hacía la
regla de Columbano, subraya sobre todo la caridad y la armonía de
la vida en común, siendo inflexible en lo espiritual pero moderada y
tolerante en lo material, adaptable a cualquier edad y
circunstancia. Su éxito se debe además a que es la única regla
monástica que contiene un tesoro de sabiduría espiritual,
expresado en cláusulas breves y sencillas. Todo ello explica la
progresiva benedictinización de Europa occidental entre los siglos
VII y IX, porque, como resume bien Dom Knowles “el monasterio
benedictino no es ni una penitenciaría ni una escuela para ascetas
montaraces, sino una familia, un hogar formado por aquellos que
buscan a Dios”.

La Península Ibérica se mantuvo al margen de esa difusión, aunque


no del influjo positivo de determinados elementos de la regla de
Benito de Nursia, con la excepción del Noreste, que formaba parte
del reino franco como Marca Hispánica y estaba, por tanto,
abierto a la influencia ultrapirenaica. En la mayor parte de la
Península la adopción general de la la regla benedictina
comenzará cuando Sancho el Mayor de Navarra llame a los monjes
de Cluny. En la Hispania visigótica el régimen dominante era el del
“Codex regularum” o “Liber regularum” que consistía en que el
abad determinaba la regla a observar en un manuscrito, la cual
solía ser un compendio o síntesis de elementos de las numerosas
reglas preexistentes —valgan como ejemplo las de san Leandro,
san Isidoro o san Fructuoso-, aunque muchas veces las cláusulas
de variada procedencia eran incompatibles entre sí. Por ello, esa
regla, que era la regla del abad, era designada también como
“Regula mixta”. Otra peculiaridad peninsular era la relación entre
los monasterios y la jerarquía episcopal: sometidos a su
jurisdicción en lo canónico, pero totalmente independientes en lo
económico. Y, a la inversa, la influencia del monacato en la
jerarquía, con numerosos monjes llamados al episcopado, como
los dos hermanos Leandro e Isidoro en la sede de Sevilla. Este
fenómeno de capilaridad en la cumbre de las dos formas integrales
de vida eclesial, la regular y la secular, se daba también en la base
pues, como muestra el propio caso de Beato, era frecuente la
doble experiencia o el paso de la situación de presbítero a la de
monje. Recordemos el caso ejemplar de san Gregorio Magno, el
gran papa de comienzos del siglo VI promotor de la actividad
misionera monacal y maestro espiritual, quien siempre se
consideró a sí mismo fundamentalmente como un monje.

En el Noroeste, en Galicia, existía un fenómeno original, el llamado


monacato pactual, que consistía en la firma de un pacto monástico
entre la comunidad y el abad, un pacto bilateral en el momento de
la elección de éste que estipulaba estrictamente las relaciones
entre ambas partes, lo cual no quiere decir que se excluyera la
obediencia al abad, sino que, y esto es lo original, se establecían
las garantías ante un posible abuso o desviación de la autoridad
del abad. ¿A qué se debe esta institución del pacto monástico? La
interpretación tradicional se basaba en la analogía jurídica: las
relaciones pactadas entre los monjes y el abad no serían sino el
reflejo de aquellas otras entabladas entre los súbditos y el rey en
una monarquía electiva como era la visigoda. Pero cabe la
posibilidad de que su causa radicase, como apunta Linage Conde,
en la excesiva proliferación de vocaciones monásticas, no todas
de buena ley. En el reino visigodo abundaban los eremitas y los
monjes, muchos de ellos errantes, cuyos abusos eran reprimidos
por los cánones de los concilios toledanos.

El concepto de “pactum” puede interpretarse también como una


consagración cristiana, y Dom Herwegen ha buscado sus huellas
en la primitiva doctrina del bautismo, aplicable al cenobitismo
como un segundo bautismo, en Clemente de Alejandría para el voto
de castidad, o en la gran figura del monaquismo oriental, san
Basilio, quien asimila a un “pactum” la “professio virginitatis”…
Vemos, pues, cómo un concepto o institución antiguos podían ser
aplicados con otro matiz a un ámbito muy distinto.

Desde su Galicia originaria el pacto se extendió hacia el este


desde que Alfonso I incorporara la región a sus dominios. Bishko
apuntó que monjes pactuales gallegos serían los que llevaron esa
costumbre a las tierras repobladas por el monarca, en especial la
Liébana y la Trasmiera. Así, se encuentran pactos en Liébana,
Santillana, la pimitiva Castilla, y puede que en León y en la Rioja,
mientras que en Asturias no son pactos propiamente dichos pues
carecen del elemento contractual.

La primitiva parvedad del medio monástico iba a la par con la del


medio político. Hablar de un Reino de Asturias fundado por Pelayo,
llamar batalla a la refriega habida en Covadonga entre los
montañeses y una pequeña tropa musulmana sólo es posible con la
fértil imaginación del fervor nacionalista. Pero si la magnitud física
de ese incidente —no registrado en las crónicas andalusíes- es
insignificante, su repercusión simbólica debió de ser grande, pues,
además de ser el primer acto de resistencia activa de los afligidos
hispanovisigodos, la leyenda asignó a la intervención divina el
desastre de los restos de la tropa musulmana que huían por la
Liébana y fueron sepultados unos por un desprendimiento de rocas
y el resto se ahogó en el rio en Cosgaya. Señal evidente de que
Dios estaba con ellos.

Este pequeño núcleo de resistencia fue consolidado por Alfonso I


en el segundo tercio del siglo, quien aprovechó la guerra civil entre
árabes y bereberes para realizar las expediciones citadas hasta la
línea del Duero y para dilatar su dominio hacia el oeste —Galicia- y
hacia el este —Bardulia, Alava-. Después de él, en la segunda
mitad del siglo se unen la inestabilidad interna —“usurpación” de
Mauregato- y la restauración de la autoridad en al-Andalus con la
constitución del emirato independiente con la llegada del omeya
Abd al-Rahman I. La algara musulmana llega en una ocasión hasta
el mismo mar. Tiempo de peligro y de conflictos, tiempo de
aflicción, decisivo para comprender la actitud de Beato y el por
qué de escoger precisamente el Apocalipsis como obra de
combate en estas tierras y la razón de su difusión en el reino
leonés en las tierras llanas al sur de la cordillera un siglo después.

El afianzamiento definitivo llegó con el largo reinado de Alfonso II


“el Casto” —Sánchez Albornoz llegó a escribir que “Alfonso II salva
a a la España cristiana”-, el primer verdadero rey de Asturias,
quien trasladó la capital a Oviedo y restauró en su corte y en las
iglesias que hizo construir o restaurar, como la de Santullano, las
instituciones y el ceremonial de la antigua corte de Toledo, como
signo de una voluntad de continuidad de la monarquía
hispano-visigoda, como si la legitimidad del reino se
fundamentase, no en sí mismo, sino en un pasado
irremediablemente perdido. Lo dicho no quiere decir que el reino
estuviese completamente a salvo del peligro de las aceifas
musulmanas. Alfonso tuvo que guerrear denodadamente, con
desigual fortuna —en una ocasión escapó de milagro de ser
capturado tras una derrota refugiándose en una cueva en la
montaña-, lo que le movió a enviar una petición de ayuda al reino
franco: Carlomagno recibió a una embajada astur en su palacio de
Herrstahl en 797. Así, el pequeño reino asturiano salía de su
aislamiento y entablaba relaciones con el poder carolingio,
dominante en el corazón de Europa. Más tarde, Alfonso III, que
reina hasta 910, llevará la capital a León, señal de una mayor
sensación de seguridad frente a los musulmanes, aunque en el
último tercio de este siglo X todos los cristianos temblarán ante
las expediciones de Almanzor. Y así enlazamos con un mismo
clima de angustia la época en que se redactó el “Comentario al
Apocalipsis” y aquélla otra de la gran difusión de los códices que
lo reproducían. La misma causa -en el siglo X los ejércitos de los
califas de Córdoba, y en el último tramo del siglo el terrible
Almanzor- para idénticas sensaciones.

La elección de la obra no fue gratuita ni casual. De raigambre


literaria judía, el Apocalipsis es una obra muy controvertida, sobre
todo en Oriente, donde las iglesias de Siria y Palestina no la
incluyeron en el Canon. Un autor romano la atribuyó a Cerinto, un
heresiarca enemigo de san Pablo. Los grandes padres griegos del
siglo VI no lo incluían entre los libros revelados. Aunque escrito en
griego, su carácter es claramente hebraico tanto en su forma como
en su espíritu lleno de misterio, lo que le conecta más con el
medio judío que con el cristiano del Nuevo Testamento.
Apocalipsis es una revelación: su autor es un vidente que nos
cuenta lo que ha visto, acontecimientos que sucederán en el
futuro, pero no sólo en el inmediato —tarea del oráculo- sino sobre
todo en el más remoto, entrando así en el terreno de lo
escatológico, en el anuncio del fin del mundo y de lo que sucederá
después de la muerte. Es, pues, la culminación de las creencias en
una retribución o castigo de las acciones humanas después de la
vida terrena. Es un género surgido en épocas de derrota,
deportación o persecución del pueblo judío como consuelo y
sostén en las desgracias presentes, un canto de esperanza que
anuncia el triunfo final de los ahora perseguidos y humillados.

Libro de combate, o mejor dicho, de resistencia en tiempos de


peligro para las nacientes comunidades cristianas. Está escrito
para alentar la perseverancia en la fe, para dar consuelo y
esperanzas a los perseguidos por el poder. De ahí su tono
visionario, profético y escatológico: anuncia la caída de la Bestia
(Roma, la nueva Babilonia, la ramera) y el triunfo de los creyentes
que vivirán eternamente en la Gloria resplandeciente de la
majestad divina, descrita con los rasgos fastuosos de una corte
oriental, en tanto que los malvados sufrirán un tormento sin fin.
Las serenas imágenes del mundo esplendoroso en que vivirán
eternamente los elegidos contrastan con las violentas y terribles
descripciones de los castigos de los malvados. Ello explica que
adopte una forma simbólica y esotérica que sólo pueden
comprender los iniciados, escapando su mensaje político al poder
público que los persigue.

El libro comienza con las Epístola a las Siete Iglesias y el autor


dice que se llama Juan y se menciona Patmos como el lugar en
que fue escrito. Pero este autor no puede ser el mismo de la parte
profética del libro. Desde luego no puede tratarse de san Juan
Evangelista pues aquí no aparecen las enseñanzas de Jesús y el
Dios del amor, la caridad y el perdón no se ve por parte alguna,
sino que se trata del Dios terrible y vengador del Antiguo
Testamento y de un Cristo que “viste un manto empapado en
sangre (…), [que] pisa el lagar del vino de la furiosa ira de Dios”…
El Apocalipsis, como dice Henri Stierlin, está directamente
relacionado con las persecuciones en tiempos de Nerón y de
Domiciano y va dirigido a los afligidos cristianos de Roma, a los
que conforta anunciando el milenio en el que los mártires reinarán
con Cristo sobre la tierra antes de que presida el Juicio Final, tras
el cual aparecerán un nuevo cielo y una nueva tierra, la Jerusalén
celestial que desciende de Dios para los elegidos.

Si el Oriente cristiano se mostró renuente a aceptar este libro sin


paralelo en el Nuevo Testamento, el Occidente lo asimiló y
comentó desde muy pronto. El primer comentario es el de
Victorino hacia el año 300, que circuló en la versión aligerada de
san Jerónimo y a él atribuído. Le siguieron el fundamental
comentario de Ticonio, un africano donatista, que lo interpreta en
clave alegórica y analiza los cálculos milenaristas que cifraban la
duración del mundo en seis mil años, y los de san Agustín —quien
respetaba tanto el saber de Ticonio, aunque fuera un “hereje”
donatista, que después de leerlo atemperó su originario
milenarismo-, Apringio, Primasio, Casiodoro, Cesáreo de
Arles…También era traducido en imágenes, al principio de forma
dispersa, y luego, en el siglo V, como uno de los grandes ciclos
teofánicos del arte monumental italiano. En Italia contrasta la
abundancia de ilustraciones apocalípticas en el arte con la escasa
difusión del texto. Se especula con que el comentario de Ticonio
circulara ilustrado, dando lugar a un arquetipo figurativo africano
que sería para algunos la fuente de la que deriva la iconografía de
los beatos.

La obra de Beato no es, pues, original, surge de una larga


tradición, se alimenta de ella, de ella es prácticamente toda su
carne, toda su letra. Pertenece al género de los “centones”, de las
“summas”, de las “catenas”, género de raigambre helenística —la
“ektesis”- y característico de esa larga época de transición entre
la Antigüedad y la Edad Media, tomados ambos conceptos en
sentido tradicional. Es el fruto de las épocas poco o nada
creadoras y, por ende, compiladoras, enciclopedistas y
manualistas, abundante y definitorio de la Antigüedad Tardía y de
los varios “renacimientos culturales” de la Alta Edad Media (la
cultura isidoriana visigótica, la carolingia regida en su primera
fase por Alcuino de York…). El procedimiento consiste en
apoyarse en la autoridad de los viejos maestros —de los Padres de
la Iglesia, en la cultura cristiana-, citándolos “in extenso” y
añadiendo tan sólo los nexos y breves apostillas.

Al utilizar este método, enhebrando textos de unos once autores,


Beato demuestra su continuidad con la cultura hispanovisigoda,
una de cuyas características es la influencia en ella de los Padres
africanos. Y precisamente es uno de ellos, Ticonio, la fuente
fundamental de Beato (de él procede la mayor parte del texto del
lebaniego; y precisamente, como si se tratase de una cortés
devolución de favores, hoy los eruditos reconstruyen con el texto
de los beatos fragmentos desaparecidos de las obras de Ticonio, lo
que nos muestra cuán fiel debió de ser la copia de la obra del
africano). Beato —o quien fuese el autor- muestra su erudición y no
la oculta; al comienzo de la obra detalla sus fuentes y nos dice que
utilizó textos de san Ireneo de Lyon, san Jerónimo, san Ambrosio
de Milán, san Agustín, Ticonio, Fulgencio de Ruspe, Gregorio de
Elvira, Apringio de Beja, san Isidoro de Sevilla. El texto varía de un
códice a otro. Sanders estableció tres redacciones diferentes de
mano de Beato: en 776, 778 y 786, y una cuarta hecha después de
su muerte, pero esta opinión no es unánime, Klein sólo admite las
dos primeras. Y hay quien, como Neuss, opina que hubo una sola
redacción, un solo arquetipo, así que las variaciones serían fruto
de las interpolaciones o añadidos posteriores.

La estructura del libro es también muy compleja. Manuel C. Díaz y


Díaz nos advierte que los beatos actuales se componen de
diversos materiales. Vemos así:
1.Un prólogo general en el que se exponen la intención, el método
y las fuentes.
2.Un prefacio o resumen del libro (aquí hay contradicciones con el
texto del “Comentario”; se trata propiamente de una interpretación
alegórica de tipo escolar, y Díaz especula con que se trate de un
resumen de Ticonio hecho en Hispania antes de Beato y que éste
lo introduce como prólogo.
3.Los XII libros que lo componen, con el siguiente esquema: texto
(Storia) — explicación (Explanatio) con las distintas
interpretaciones.
4.El comentario de san Jerónimo al Libro de Daniel (muy dudoso
que lo introdujera el propio Beato)
Hay además varios excursos, variables en los diversos códices: el
“De Ecclesia et Synagoga”, un texto sobre el Anticristo tomado de
la “Ciudad de Dios”, el “De las afinidades y grados de parentesco”
tomado de las “Etimologías”, unas genealogías bíblicas (que no
son de Beato y faltan em nuchos códices).

Podríamos decir que la tècnica de “collage” de Beato es muy


refinada, aunque pudiera no parecerlo a primera vista. S. Alvarez
Campos nos dice que Beato copia literalmente incluso lo superfluo,
pero que también omite, cambia sinónimos, invierte el orden de las
cláusulas, soldando todo disimuladamente… por lo que su obra no
puede ser contada ni entre las cadenas exegéticas ni entre los
centones; afirma que todo lo que pudiera ser de la mano de Beato
no pasaría de una sola página (conjunciones, brevísimas glosas
—que pueden ser de otro autor-, vocativos, títulos…), que para las
digresiones morales copia a san Gregorio Magno y en menor
medida a Gregorio de Elvira, san Agustín o san Fulgencio, y a san
Isidoro ´las “Etimologías” y la exégesis del Antiguo Testamento
para lo que podemos llamar cultura general. Pero Díaz y Díaz
menciona casos de ensamblaje perfecto de textos diversos,
pasándose con naturalidad de las frases de un autor a las de otro,
de una interpretación moral a otra alegórica o a una explicación
histórica sin que se noten los puntos de sutura. Y este gran erudito
se pregunta si esas citas son coherentes dentro del texto o no.

Esa pregunta nos lleva de la mano a valorar la cuestión de la


originalidad de Beato y a aquella otra verdaderamente crucial de
cuáles fueron sus intenciones al redactar su obra, cuestiones
ambas tan íntimamente enlazadas que en realidad son la misma
cosa. J. Fontaine y J. Gil han escrito sobre ello. Hoy se valoran las
obras de tipo centónico pensando que la combinación de extractos
no impide la expresión de un pensamiento original o personal a
través de ese nuevo lenguaje formado sacado de obras ajenas.
Para comprender la actitud de Beato y la índole de su obra, su
funcionalidad, su situación en el panorama general de la escritura,
hay que pasar de un análisis meramente estático (determinar con
precisión los materiales que usa: bíblicos, exegéticos, patrísticos,
monásticos) a otro de tipo dinámico, a intentar reconstruir la
dinámica propia del discurso, la cual nos mostrará la intención del
autor y, por tanto, el “sentido” de su obra.
La originalidad de Beato, su potencia intelectual, su inteligencia
de escritor no es cosa que resalte a primera vista, con una simple
lectura de su obra. Lo que primero se ve es una prosa bárbara que
retraería, según dice Umberto Eco, “incluso a quien esté
acostumbrado a las más suculentas corrupciones del latín
medieval”. Esa prosa parece estar al servicio de una mera labor de
compilación de textos, una especie de “olla podrida patrística”,
como alguien dijo (aunque “cocido montañés” hubiera sido más
apropiado). Pero si se tienen a la vista los textos originales y se
los compara con las transcripciones que de ellos hace Beato, esa
primera impresión desaparece. El propio Eco se da cuenta de que
al cambiar levemente en algo el texto que copia, su sentido
original cambia por completo. No se trata, pues, de un mero
enhebrador de collares, ni de un gallo que picotea el grano en
corrales ajenos, sino de un hábil manipulador de textos que
combinando y alterando levemente fragmentos de las obras
legadas por la tradición canónica y patrística consigue
sagazmente expresar sus propias ideas, habiendo en ocasiones
una gran distancia entre lo que dice y el sentido original del texto.

Beato no se limita a mezclar pasajes de los comentarios anteriores


de que dispone, cual si se tratara de un caleidoscopio erudito,
sino que los ordena según un plan y una intención, menos
intelectual que espiritual. La perspectiva en la que se sitúa Beato
y que dicta la concreta ordenación de los materiales que maneja
es la de la “lectio divina” de estirpe gregoriana, un programa de
oración y contemplación, una pedagogía del diálogo del alma con
Dios, desarrollada en dos momentos: el íntimo de la lectura
meditada y espiritual de la Biblia del monje en su celda, y el
comunitario de la lectura litúrgica y comentada en las iglesias,
sean monásticas o seculares. Recordemos el precepto del concilio
de Toledo antes mencionado (la obligación de leer el Apocalipsis
de Pascua a Pentecostés). Esta funcionalidad de la obra se
alteraba o enriquecía con el uso que de ella hacían las
comunidades concretas que la copiaron y utilizaron en los tiempos
posteriores, y ello lo podemos atisbar en los propios códices que
conocemos, en sus variantes y adiciones y en las ilustraciones de
cada uno.

Los “Comentarios” proponen, pues, un método espiritual a través


de dos lenguajes, el escrito y el pictórico, funcionalmente unidos,
pero, si observamos las raras introducciones a las miniaturas en el
texto, concluiremos que en realidad comentario e ilustración se
yuxtaponen como dos interpretaciones del mismo texto. La función
de estas miniaturas va mucho más allá de la mera y tópica
ilustración para iletrados. Este es un aspecto muy interesante. No
están hechas para ser “miradas” superficialmente, sino para ser
“contempladas”. Contemplar es ver detenida, morosamente
(amorosamente), con atención reconcentrada, y sólo entonces
puede que lleguemos a “ver”. El Apocalipsis es la narración de una
visión que sólo es otorgada tras una larga prognosis de ascetismo
y contemplación. Esta función contemplativa está reservada a los
monjes, quienes por ella “empiezan aquí abajo a gustar de la vida
eterna”, nos dice Beato, cuya orientación contemplativa se remite
a Juan (“cuanto hemos contemplado…se lo anunciamos”) y a
Casiodoro, quien recomendaba a sus monjes del Vivarium:
“…fiijemos nuestras mentes en la contemplación de aquello que no
suene tan sólo en nuestros oídos, sino que alumbra ante nuestros
ojos interiores”.

Claro ejemplo de la orientación monástica: la lectura meditada de


las Escrituras alumbra la experiencia interior. Al hacer la exégesis
del Tetramorfos, Beato dibuja el perfil del “hombre interior que, por
la fe, siempre está contemplando a Dios con corazón puro”. La
actividad mundana, simbolizada por los tres primeros animales del
Tetramorfos, no le sirve de nada al hombre si no tuviere como el
cuarto, el águila, los ojos siempre fijos en el cielo. El águila es
Cristo, y el hombre es águila por la contemplación. Beato hace una
exégesis de la Iglesia como Sión, esto es, consideración
contemplativa, porque aspira a las cosas celestiales. Sólo
escaparán del Anticristo los que gusten de la contemplación y de
la soledad que florecen en el silencio (imagen del “silencio del
cielo”), y éste, a su vez, en el apartamiento del mundo, en busca
del camino interior que es fruto de uana “conversión”. El converso
es como un muerto que ha resurgido por la penitencia y entonces
“es arrebatado de la vida activa a la contemplación, y con los ojos
del corazón, sin pestañear, como el águila frente a los rayos del
sol, ya no aparta la mirada ante las cosas celestiales, y entonces
se dice que ha sido arrebatado ante el trono de Dios”.

Mirar al sol es mirar a Dios cara a cara, pero a Dios “nadie jamás lo
ha visto”, como dice la Escritura, y, como advirtió Apringio, “en
Dios se divisan los misterios sagrados, no se contempla la cara”.
El instrumento de la contemplación es el “ojo del corazón” de san
Pablo (versión cristiana más cálida del platónico “ojo del espíritu”).

Todo esto no indica en Beato una actitud realmente mística, sino


el germen de un método espiritual, en el cual, ya sea de forma real
o metafórica, la visión tiene un papel esencial. Beato parece
apuntar una simbólica de la visión como mediadora entre el
hombre y las realidades espirituales invisibles con su teoría de la
imagen, en la que el alma es “imago Dei” y el cuerpo “imago
corporis Christi”.

La hipótesis de J. Fontaine es muy sugerente: Beato es deudor de


una teología espiritual de la contemplación, desarrollada a lo
largo de los siglos desde Orígenes hasta Isidoro, e ilustra la
función de la lectura del Apocalipsis que Casiodoro definía como
“llevar las almas a la “contemplatio” superior, haciéndolas
discernir mentalmente aquello cuya “visión” hace dichosos a los
ángeles”. Este método espiritual contemplativo quizá permita
enfocar mejor la relación entre el texto y la imagen. Gregorio
Magno había escrito: “La Sabiduría está escondida a los ojos de
todos los vivos pero ha podido dejarse ver por medio de ciertas
imágenes limitadas”. Werckmeister nos precisa que las imágenes
no son en esa época un equivalente de la contemplación, sino un
recurso del método de la lectura espiritual: leído y releído el texto
en voz alta, memorizado e interiorizado, se tiene ya conciencia de
su contenido, esto es, de su sentido, pudiendo ya prescindir de las
palabras, y es entonces cuando prosigue el proceso apoyándose en
las imágenes, hasta que sobreviene la iluminación, que ya no
necesita nada, ni palabras ni imágenes.

Mas todo esto no debe hacernos olvidar la dimensión histórica y


vital de la empresa de Beato. Algunos eruditos subrayan este
aspecto, y se llega a decir, como lo hace H. Stierlin, que toda su
actividad tiende hacia la resistencia y la Reconquista (sic) y que
cada uno de sus actos está polarizado por un fin altamente
político. Puede que fuera así. Pero lo más significativo es que
Beato entiende la realidad histórica de su tiempo en clave
religiosa —por cierto, al igual que Muhammad, sin saberlo-. Lo que
le interesa es el destino de la Iglesia en sus días y en su tierra —el
“nunc in ecclesia”-, y de ahí su preocupación por los “hermanos
falsos”, presbíteros y, sobre todo, obispos, aunque no falten
tampoco monjes entre ellos. Esta es una herencia muy antigua: la
crítica al clero secular y a sus pastores es constante en la
literatura monástica. De ahí también que su enfoque no sea el de
la tradición erudita, que su intención no sea el mero rigor
exegético, sino que haga una lectura de tipo gregoriano, espiritual,
monástica y pastoral, dirigida a la elevación espiritual del lector.
Añadamos que el escatologismo reflexivo de Beato le da un valor
intemporal, adecuado a cada época, y pudo así el “Comentario” ser
tomado como una especie de breviario espiritual de la vida
monástica. De ahí su éxito continuado, y el carácter de las
imágenes, que acompañan el imaginario de la visión con detalles
realistas en la arquitectura y en la vestimenta, correlato
iconográfico del “nunc in ecclesia”. Fontaine nos da la clave: el
espiritualismo cristiano no es cosa de trasmundo, sino que se trata
de contemplar lo divino dentro de la realidad visible.

La situación de la Península en el siglo VIII explica por sí sola el


éxito del Apocalipsis entre los hispanovisigodos que han
permanecido fieles a su fe, tanto entre los que serán llamados
mozárabes como entre los resistentes del Norte. El islam es
tolerante con las religiones del Libro cuyos fieles forman parte de
la comunidad (la umma) con el estatuto de protegidos (dimmíes) a
cambio del pago de una capitación como signo visible de su
sometimiento a ella. Tienen libertad de culto en sus iglesias o
sinagogas, pero no pueden hacer manifestaciones públicas de él
ni, por supuesto, hacer proselitismo. Pero la aplicación concreta
de este marco general puede variar según las circunstancias de
cada caso en un sentido o en otro. Los conquistadores de
al-Andalus destruyeron iglesias, convirtieron otras en mezquitas, a
veces se dio el curioso caso de que los dos cultos compartían un
mismo templo, prohibieron el uso de las campanas, el salir en
procesión, la construcción de nuevas iglesias o monasterios, la
jerarquía estaba sometida a presiones, la elección de obispos
dependía de la autoridad… Gran parte de la población se convirtió,
bien por conveniencia, bien por afinidad de fondo entre el antiguo
arrianismo y el monoteismo radical que representaba la nueva fe,
con lo que el paso de una a otra se hacía de forma bastante
natural. Incluso puede que el adopcionismo de Elipando fuera un
intento de acercamiento. Pero el clima general entre los cristianos
que vivían bajo el dominio muusulmán sería el de abatimiento ante
la nueva situación de sometimiento y dependencia ,un clima
propicio a la efervescencia de las emociones y que explicaría la
gran acogida que tuvo la obra de Beato entre los mozárabes, los
cuales verían de nuevo el Apocalipsis como un libro de resistencia
y de esperanza, amén de un aval de ortodoxia en lo tocante a la
consustancialidad de Padre e Hijo. Y no hay que olvidar que el IV
concilio de Toledo de la iglesia hispano-visigoda había dictaminado
que se lo considerase como libro canónico y que debía leerse en el
Oficio, bajo pena de excomunión, entre Pascua y Pentecostés,
como arma contra los residuos de arrianismo, pues es el libro del
Nuevo Testamento que insiste más en la divinidad de Jesús.

Que el ambiente del Norte resultaba igualmente propicio es obvio y


ello por varias razones. La primera y más evidente es el hecho de
la resistencia ante un enemigo infinitamente superior en todo,la
situación de precariedad, la sensación del peligro que acecha con
la constante amenaza de las expediciones de castigo o en busca
de botín de los musulmanes, la nostalgia del pasado perdido, el
dolorido sentir por la circunstancia vivida, por lo que los escritores
clericales llamarán más tarde la “pérdida de España”. En segundo
lugar, los problemas internos de los que ya hemos hablado. En
tercero las posibles tensiones que pudieran existir entre la
jerarquía de la iglesia mozárabe, continuadora de la visigoda, que
debía vivir bajo dominio musulmán, y esos cristianos del norte que
no tenían ningún obispado en su territorio. Y por último el clima
milenarista que se avivaba a medida que se aproximaba el final de
la octava centuria, el terror del año 800 en definitiva, y que tanto
lugar parece ocupar en las preocupaciones de Beato.

Puede decirse que los hombres del siglo VIII viven a la espera del
fin del mundo y que la abundancia de comentarios del Apocalipsis
lo prueba. El milenarismo seguía vivo en el seno de la cristiandad,
pues de no ser así ¿qué sentido tendría el que tantos y eminentes
autores pierdan su tiempo refutándolo? Beda el Venerable nos dice
que “suelo indignarme cuando los rústicos me preguntan cuántos
años quedan del último milenario, siendo así que el Señor no da
testimonio en el Evangelio de que el tiempo de su llegada esté
cerca o lejos”, y Ambrosio Autperto: “los que dicen: `Cuando se
acaben los seis mil años entonces vendrá la consumación del
mundo´, ¿qué otra cosa hacen sino jactarse de conocer el tiempo
contra la expresa prohibición del Señor?”. Aludía a la respuesta
que Jesús dio a sus discípulos: “No os incumbe conocer los
tiempos que el Padre puso en su poder”. Y después precisaba: “La
Escritura no nos enseña a calcular los seis mil años, sino a creer
que todo el tiempo de la vida presente se encierra en las seis
edades del mundo”.

El milenarismo viene a ser como la concreción histórica de la


escatología cristiana, el conocimiento del destino del mundo
humano. El Apocalipsis comienza así: “Revelación de Jesucristo;
se la concedió Dios para manifestar a sus siervos lo que ha de
suceder pronto”. Umberto Eco concluye: “El Apocalipsis plantea,
en primer lugar, el problema de la historia”. Como se trata de una
historia sagrada cuyo desenlace está anunciado, pero no precisado
con claridad en el tiempo, los autores cristianos y los cronistas se
lanzan a la tarea de calcular con exactitud la edad del mundo, el
tiempo transcurrido desde la creación, y el que falta para su
consumación, la fecha en que sucederán los acontecimientos
anunciados, cuándo llegará el temido año 6.000, pues el curso de
la historia tiene que durar seis milenios en correspondencia con
los seis días de la creación del mundo. Así, por ejemplo, san
Jerónimo había fechado el nacimiento de Jesús en el año 5.199 del
mundo, y san Julián de Toledo afirmó en el siglo VII que “desde el
comienzo del mundo hasta la Pasión de Nuestro Señor han
transcurrido 5.228 años”. En la Hispania del siglo VIII se precisó
que Cristo nació el año 5.200 de la creación, con lo que el sexto
milenio acabaría el año 800 y se entraría en el Sábado Celestial, lo
que significaba el fin de la carne. Y según Díaz y Díaz en el
ambiente mozárabe corría una pseudoprofecía en que se
interpretaban pasajes bíblicos en relación con los árabes,
haciendo cuentas sobre los años que quedaban para su expulsión
de la Península y la llegada del Reino de Cristo.

Beato es un milenarista convencido, cuya angustia ante la fecha


cercana se confirma y robustece con las dificultades y catástrofes
premonitorias que sufre su país. Los hechos parecían confirmar los
más amargos presentimientos: sobre Hispania se habían abatido
todas las plagas bíblicas —la pérdida del país, la tiranía extranjera,
las hambres, las discordias internas, la permanente zozobra en que
viven los cristianos del norte… La agonía existencial preside su
vida, pero su actitud, de ser ciertos los datos de que disponemos,
oscila entre una cierta prudencia al valorar las fechas que se
manejaban y un craso e impulsivo convencimiento de que el
tiempo ha llegado. También pudiera ser, como insinúa Juan Gil,
que la dicha prudencia fuera tan sólo una cortina de humo para
asegurar su ortodoxia: En el Comentario escribe:

“…aunque sepáis en verdad que el mundo se ha de acabar en el


año seis mil, sólo Dios sabe si los años han de cumplirse o
acortarse. Pero no puede ser lo mismo del séptimo milenario, ya
que no lo encontramos escrito. El Señor trabajó durante seis días,
que encontramos se cumplieron desde la mañana al anochecer. En
el séptimo no leemos sino que descansó, para mostrar por los seis
días la figura de los seis mil años, durante los cuales se desarrolla
la edad de este siglo, e indicar en el séptimo la resurrección de
todos los santos”

En consonancia con esto afirma rotundamente: “Creemos que en el


sexto milenario, haya o no acabado, vendrá el día de la
resurrección".”Hace a continuación sus cálculos cronológicos y
concluye: "Por tanto, quedan catorce años del sexto milenario. La
sexta edad terminará en la era 838 (año 800)"
Pero “sólo el Señor sabe si abreviará estos catorce años”, con lo
que se debe “pensar, esperar y temer y considerar estos catorce
años como una hora” puesto que Cristo había dicho: “Y si no se
acortaran aquellos días, no se salvará hombre viviente, pero en
atención a los elegidos serán acortados aquellos días”.

Beato, pues, se cura en salud afirmando que la fecha sólo la


conoce Dios, pero parece estar convencido de la proximidad del fin
y puede que sea cierta la anécdota esgrimida contra él por
Elipando de que, reunido el pueblo para la vigilia de Pascua,
anunció el fin del mundo, así que lo esperan velando en ayunas,
pues según una antigua tradición —que Beato confirma en su
Comentario- la resurrección de los santos sucedería en el mismo
día en que resucitó el Señor, pero llegada la hora nona del domingo
un tal Ordoño se sacudió el miedo y dijo a voces: “Comamos y
bebamos. Si hemos de morir, muramos al menos con el vientre
lleno”. No se trata de un caso extemporáneo. Alcuino de York
escribía por las mismas fechas: “Es tradición de los apóstoles y de
los judíos que Cristo vendrá a media noche… (y de ahí) la tradición
apostólica de que en el día de la vigilia de Pascua no esté
permitido dejar partir al pueblo antes de medianoche, en espera de
la venida del Señor…”. La anécdota de Ordoño no es original,
corresponde a un “topos”, a un tópico literario muy antiguo, pero
esto no significa que no pudiera suceder tal y como se nos cuenta.

La mención de Elipando nos lleva al esencial tema apocalíptico de


la figura del Anticristo y al otro de la violenta polémica entre el
arzobispo de Toledo y el monje lebaniego que se tradujo en la
redacción de su segunda gran obra, el Apologético.

En octubre de 785 Elipando escribe a Fidel, un abad asturiano: “Ya


que he oído que ha aparecido entre vosotros un precursor del
Anticristo, que anuncia que aquél ya ha nacido, te ruego que le
preguntes en dónde, cómo o cuándo ha nacido”. Beato conocería
esa carta cuando asiste en la corte de Pravia a la toma del velo
monjil de la reina Adosinda —único dato documentado de que
disponemos- y al leerla se da por aludido y su indignación le mueve
a componer, junto con su amigo Eterio, el “Tratado Apologético”
donde afirma que el arzobispo es un verdadero Anticristo puesto
que niega a Cristo. El tema del Anticristo y el del momento de su
nacimiento es un argumento recurrente a todo lo largo de la época
medieval. Valgan estos ejemplos: san Martín de Tours en el siglo
IV (“no es dudoso que ya ha nacido, concebido por un mal espíritu,
y ha llegado a la pubertad, para alcanzar el imperio a su madurez”);
Joaquín de Fiore dice que ha nacido en Roma en 1175; san Vicente
Ferrer dice que ha nacido en 1403…

Esta figura procede de la literatura apocalíptica judía, que la


elabora a partir de la profecía del libro de Daniel (Dan 7, 12) sobre
“el hombre de iniquidad que se crecerá contra todo dios y
pronunciará palabras contra el Altísimo”. El autor de ese libro
aludía veladamente, bajo la figura de “pequeño cuerno”, al rey
seléucida Antíoco Epifanes, quien tomó Jerusalén, profanó el
Templo y prohibió la práctica de la religión judía: no es de
extrañar, pues, que el libro profético asimilara la figura del
malvado rey con el tirano de los últimos días que luchará contra
los ángeles y contra el mismo Dios. La figura, perdido su contexto
histórico, pasó a la leyenda apocalíptica que anuncia su reinado de
terror demoníaco que habrá de durar tres años y medio, pero de su
existencia anterior no se dice prácticmente nada (se decía que
nacería de la tribu de Dan, algunos afirmaban que se educaría en
Corozaim y Betsaida).

Los cristianos reelaborarán esa figura del Tirano del final de los
tiempos como el símbolo más potente de las postrimerías: su
reinado estará signado por todas las catástrofes naturales y
humanas, calamidades, pestes, guerras, hambrunas, rapiñas,
asesinatos...los cuatro jinetes esparciendo su simiente de terror
sobre la tierra. En Juan, el “pequeño cuerno” se ha convertido en
la Bestia con cuernos, el dragón monstruoso que simboliza a
Roma, el imperio del mal, como para los coetáneos de Beato
simbolizará el emirato cordobés. Y esa bestia es el Anticristo. El
vulgo cristiano establecerá un correlato antitético entre las dos
figuras, extrapolando datos de la vida de Cristo a su contrafigura el
Anticristo, como, por ejemplo, que habrá de nacer de una virgen.
Las obras cultas no suelen recoger estas creencias populares,
pero en Romano el Melodo encontramos su refutación y por lo
tanto su existencia: “Una raíz amarga encontrará el Anticristo y de
ella nacerá, queriendo imitar la encarnación de Cristo,, el terrible y
el infame, el que odia la verdad. Tomará el órgano de un cuerpo
digno de su maldad. De una mujer impura por magia es
engendrado, pero hará creer engañosamente a los impíos que una
virgen lo ha parido”.

En la imaginación popular, la figura demoníaca fue cobrando los


rasgos de su antagonista divino pues los datos de la tradición
parecían insinuarlo: se sentaría en el Templo en Jesrusalén, haría
prodigios para embaucar y tentar incluso a los elegidos, su reinado
duraría tres años y medio, esto es, casi idéntico tiempo al de la
vida pública de Jesús, moriría para resucitar después, viviría
oculto treinta años, como Jesús, y como él sólo se revelaría como
tal al final de su vida... Esta idea está expresada en un ritmo
carolingio: “Estará oculto treinta años, desconocido para el pueblo.
Entonces reinará dos años y uno y medio”.

El ambiente milenarista producía como fruto natural las


especulaciones sobre la fecha en que habría de nacer el Anticristo.
Si el mundo llegaría a su fin el año 800 de la era cristiana, su
nacimiento debía tener lugar 33 años antes, esto es, en 767. Así
pues, Beato estaría convencido de que ya se había producido y se
dedicaría a advertir a los fieles del acontecimiento y de sus
funestas consecuencias, de las calamidades que se iban a desatar
sobre el pueblo cristiano, idea que la situación de la época -el
pequeño reino acosado, las discordias internas...- parecía abonar.
Juan Gil apunta una interesante coincidencia: los judíos vivían con
euforia los años 68 de cada siglo porque en ellos aguardaban la
llegada del Mesías (en ellos se conmemora la destrucción del
segundo Templo). Y así coinciden las dos tradiciones, la judía y la
cristiana: en 767/768 se espera el nacimiento del Anticristo, que no
es otro que el Mesías de los judíos.

La figura del Anticristo será la catapulta que tanto Elipando como


Beato emplearán para demoler la posición del adversario o para
injuriarlo. Se había convertido en un lugar común identificar a los
herejes con el Anticristo. Si el arzobispo preguntaba con sorna a
su corresponsal el abad Fidel sobre ese precursor que afirmaba
que la Bestia ya había nacido, sin mencionar nombre concreto, lo
que indica que no conocía las opiniones de Beato, éste,
sintiéndose aludido, retuerce el argumento a su favor y acusa a su
adversario de ser él ese precursor por su doctrina herética del
adopcionismo. Más aún, de ser el Anticristo mismo. El argumento
se lo proporciona Juan: “¿Quién es el mentiroso, sino el que niega
que Jesús es el Cristo? Ese es el Anticristo, el que niega al Padre y
al Hijo”. Por lo tanto, Elipando, que afirma que Cristo en cuanto
hombre sólo es hijo adoptivo de Dios, es él mismo un Anticristo,
que niega a Cristo, aunque no sea “el” Anticristo. Pues el
Anticristo tiene “muchos Anticristos”.

Estamos ante la segunda gran empresa en la vida de Beato, que se


alza contra la postura
del arzobispo de Toledo, erigiéndose en portavoz y defensor de la
ortodoxia trinitaria en su “Apologético”. Se trata de la contienda
sobre el adopcionismo, nombre con el que se conoce la doctrina de
Elipando y de Félix de Urgel sobre el problema cristológico que
necesariamente tenía que plantear la concepción trinitaria de la
divinidad. Parece que fue el metropolitano de Toledo quien expuso
originalmente esa doctrina y que el obispo de Urgel, de mayor
competencia teológica, fue quien la elaboró definitivamente. Viene
a ser como una nueva versión del “monarquianismo dinámico” de
los siglos II y III. Deseando distinguir bien cuanto afecta a las dos
naturalezas de Cristo, la divina y la humana, Elipando expone que
por la primera Cristo es Hijo de Dios, pero que por la segunda sólo
es hijo adoptivo de Dios. Escribe una carta a su amigo Félix y éste
se adhiere a esa fórmula. Los adopcionistas distinguían en Cristo
dos filiaciones respecto a Dios, la de hijo natural, aquel por quien
Dios creó el universo, y la de hijo adoptivo, con las cualidades y
defectos del hombre. R. Silva dice que incurrían en un error
filosófico, pues la filiación es propiedad ontológica de la persona y
no de la naturaleza. A la persona del Verbo corresponde una sola
filiación, y además la formulación adopcionista incurría en
contradicción: ¿cómo iba a ser hijo adoptivo si ya lo era por
naturaleza?

Se ha aducido que en el origen de esta doctrina se encuentran las


circunstancias históricas concretas de Elipando, un mozárabe de
origen godo que trataría con ella de acercarse o pactar con los
musulmanes, monoteístas radicales para quienes la Trinidad
significaba un puro politeísmo. Que Félix de Urgel trataría de
explicar con sencillez lógica el misterio de la Trinidad a cristianos
y a musulmanes. También podemos evocar el antiguo arrianismo
que constituyó una verdadera “fe germánica”. Y recordar, de paso,
que para Duncan MacDonald el islam era “una herejía arriana de
segundo grado”. Se trataría, pues, de un intento de adaptación a
las circunstancias concretas del medio político y cultural en que
vivían los mozárabes, un intento de formulación del misterio
trinitario que pudiera conciliarse con el concepto islámico de la
unicidad divina. ¿Podemos verlo como la fórmula de fe mozárabe,
como la posición doctrinal de la Iglesia visigoda sometida al poder
musulmán y aislada del resto de la cristiandad occidental? En todo
caso, esa posición no era unánime, pues al difundirse por la
Península el adopcionismo suscitó respuestas airadas como la del
arzobispo de Sevilla (“la peste de Elipando se extiende por nuestra
provincia y atormenta más cruelmente a las almas que el acero de
los bárbaros”), quien declaró anatema a todo el que afirme que
Cristo es hijo adoptivo del Padre.

El adopcionismo se difundió también por el reino astur y puede que


incluso el mismo Beato compartiera por algún tiempo su doctrina,
como parece indicar el siguiente fragmento, que suena a
rectificación: “Aunque nos equivoquemos como Pedro, ya con él
hemos llorado nuestros errores y públicamente confesamos que
Jesús es Cristo Hijo de Dios”. Esta posibilidad sumaría un
argumento psicológico que añadir a la usual contundencia
vitriólica de las disputas teológicas

La refutación de Beato se expresaba a menudo en términos no ya


duros, sino ofensivos y soeces. Elipando no le iba a la zaga en su
respuesta. El cruce de insultos y de lindezas es muy significativo
del tono que los teólogos cristianos adoptaban en sus
controversias. Era algo completamente normal, pese a que algún
erudito se escandalizase púdicamente —como Menéndez y Pelayo-
por el lenguaje salaz que empleaban los dos contendientes. Beato
llama a Elipando “testículo del Anticristo” —lo que para Sánchez
Albornoz era una prueba de la rahez del carácter del “homo
hispanus”; pero J. Gil encuentra la misma expresión en el gran
papa san Gregorio Magno…-, y el arzobispo le responde llamándole
“Antiphasius Beatus”, “Inbeatus”, “fetidus Beatus”, le acusa de ser
dado “a la lascivia de la carne”, de que “constantemente se
acuesta con prostitutas, de ser “hediondo por la inmundicia de la
carne, ajeno al altar de Dios, pseudocristo y pseudo profeta”…
Elipando califica a Beato y a Eterio de “siervos del Anticristo”,
acusándoles de “herejes, ignorantes de la fe y discípulos del
Anticristo”. El docto metropolitano no puede admitir que unos
clérigos montaraces se atrevan a discutir con él: “Pero nunca se
ha oído que los lebaniegos hayan enseñado a los de Toledo”. A
este desprecio, Beato responde sin complejos: “¿Acaso no emite
sonido desde Toledo Elipando, a modo de címbalo, y es un
insensato porque no se da cuenta de las palabras nuevas que
emite? … Demasiado soberbio y vanidoso se manifiesta este que
afirma de sí mismo que es Cristo como Cristo”.

El adopcionismo fue condenado como una herejía. Félix de Urgel


hubo de acudir a la corte de Carlomagno y a Roma y obligado a
retractarse. Elipando, en cambio, fuera de la jurisdicción imperial,
se mantuvo firme hasta su muerte. Su doctrina no le sobrevivió.
Quedó en el recuerdo como una herejía anómala en el conjunto del
Occidente romano. Pero ya es hora de que nos preguntemos qué
significaba en ese momento histórico la herejía, cuáles eran las
consecuencias de la definición como tal de una posición doctrinal.

La palabra herejía viene del griego “airesis”, opinión. En los


primeros tiempos del cristianismo era simplemente eso. Las
primeras iglesias o comunidades cristianas profesaban la fe
pascual y la “parusía”, esto es, creían en el Cristo resucitado y en
su segunda venida. Vivían a la espera de este acontecimiento
escatológico que creían inminente. Pero como éste no llegaba
comenzaron en el siglo II a desarrollar su doctrina, a elaborar
intelectualmente los contenidos de su fe. Como se trataba de
griegos o de personas de cultura helenística, gente muy dada a la
especulación, no es de extrañar que “florecieran
mil flores” doctrinales, teniendo en cuenta además que la nueva
religión era producto de una síntesis de elementos judíos y
griegos. El fenómeno era alentado por la inexistencia de una
autoridad central que definiera la doctrina. Durante sus tres
primeros siglos la “Iglesia” no era papal, sino episcopal y sinodal,
esto es, que no se trataba de una estructura vertical o piramidal,
sino de un magma horizontal de comunidades cuyo contacto se
efectuaba a través de cartas y mensajeros, siendo el sínodo de
diversa amplitud geográfica el medio de ventilar discrepancias y
de aunar criterios.

La cosa cambió radicalmente en el siglo IV con la Iglesia


constantiniana, esto es, con la alianza del poder imperial y la
jerarquía eclesiástica. Ahora la discrepancia doctrinal puede ser
considerada como un problema de orden público que el poder no
podía tolerar (no hay que olvidar que el Imperio estaba a la
defensiva en todas partes), al tiempo que la jerarquía se
acostumbró a recurrir al poder político para solventar sus
diferencias de opinión. Así ocurrió con la cuestión de los
irreductibles donatistas africanos. Y más aún con la arriana,
dirimida en el concilio de Nicea, el primer concilio ecuménico,
convocado y financiado por el emperador Constantino. Así se
producía una corriente osmótica entre los dos polos: la autoridad
imperial intervenía en los asuntos de la Iglesia y ésta se hacía
autoritaria y jerárquica. Los emperadores de Constantinopla se
consideraban de hecho como jefes de la Iglesia —Justiniano es la
figura paradigmática a este respecto-, en tanto que el obispo de
Roma, que llenó el vacío político dejado por el ausente poder
imperial, pretendió ser la cabeza de toda la cristiandad y, por
tanto, la máxima autoridad en la definición de la doctrina recta, la
ortodoxia.

A partir de entonces la cuestión se hace mucho más compleja.


Hablar de las herejías es hablar del combate contra ellas. San
Agustín es el primer Padre que justifica el recurso a la violencia
para acabar con el mal. Y como la historia siempre la escriben los
vencedores, la noticia o la verdad de la herejía nos llega a través
del filtro del vencedor en la contienda. Una abrumadora mayoría de
las doctrinas rechazadas como heréticas las conocemos tan sólo
por los escritos de sus refutadores, y reclamarles imparcialidad
sería una ingenuidad. Por tanto, para la posteridad, el hereje no
tiene voz. No habla él, sino su enemigo, su vencedor, su
exterminador. Pero aquí conviene que establezcamos una frontera,
que podemos situar aproximadamente en el siglo XI, cuando
muchos movimientos considerados heréticos pueden ser en
realidad movimientos sociales que expresan su disidencia en
lenguaje religioso, el único posible entonces, y la Iglesia —tan
lejano ya su espíritu pacífico original- se lanza no sólo a perseguir
sino a exterminar toda posible disidencia o desviación, sea
religiosa o social o étnica, y para ello acabará creando el Santo
Oficio de la Inquisición. Las hogueras de la intolerancia crepitarán
por toda Europa.

Antes de esa frontera temporal, y este es el caso de nuestra


historia, los casos de eliminación física son excepcionales —valga
el ejemplo del hispano Prisciliano, ejecutado en su corte de
Tréveris por un usurpador del trono imperial-. En la Antigüedad
Tardía y en la Alta Edad Media las herejías tienen en general un
ámbito más limitado, el del mundo eclesiástico, y la dificultad de
comprensión de refinados argumentos teológicos las alejaban de
poder constituir movimientos de masas, salvo en el caso de que se
produjera una colusión con lo étnico. Se trata de “herejías
clericales”, como las definió Le Goff para distinguirlas de los
poderosos movimientos sociales de plena época medieval
(valdenses, cátaros, etc).

El adopcionismo se encuadra perfectamente en esa


caracterización: una contienda entre teólogos en un plano
puramente doctrinal. Su aspecto social deriva del puro hecho
geográfico de la separación o incomunicación entre la mayoría de
la iglesia visigoda bajo el poder musulmán y la minoría resistente
en el lejano norte. Se trata, pues, más bien de un aspecto político:
la dura y agria polémica entre Elipando y Beato ¿no recubre con el
manto de la religión las dos opciones políticas del momento, la
sumisión al nuevo poder o el enfrentamiento con éste? ¿No
aprovecha Beato la querella teológica para romper con la cabeza
de la iglesia visigoda, que seguía siendo el metropolitano de
Toledo, y crear o afianzar una nueva iglesia independiente, que ya
no mira conservadoramente hacia el pasado, sino que apunta hacia
el entonces problemático porvenir? De ser cierto el carácter
fuertemente político de la actitud de Beato, su resuelta postura de
independencia frente al poder de los “infieles” del sur, ello
explicaría tanto su terco protagonismo en la contienda doctrinal
como su apuntada posible invención del mito jacobeo. De lo que no
cabe duda es que su fe —religiosa, “nacional”, política, pues todo
es uno y lo mismo- es el motor que le inspira y le da las fuerzas
para actuar.

Un siglo después de extinguida la vida material de ese Beato, cuyo


exacto perfil permanecerá para siempre en el reino de las
incógnitas, su obra espiritual parece convertirse en uno de los
principales apoyos del pueblo que él contribuyó a fortalecer en
tiempo de aflicción. Consolidado el reino, pasada la coyuntura
pesimista del 800, la sociedad cristiana de las montañas del norte
emprende resueltamente la tarea de su expansión.

El hecho determinante es el de la repoblación y colonización de los


territorios capturados o abandonados. No es lugar éste para entrar
en la polémica de la amplitud de la despoblación del valle del
Duero. Lo que nos interesa es constatar cómo, en buena medida, la
repoblación adopta o acaba adoptando la forma monástica como
un patrón adecuado para la colonización material y espiritual de
los nuevosa territorios. Linage Conde afirma que “la intensa
religiosidad de la época imponía a la colonización un signo sacro, y
el que mejor permitía tomar una vestidura a la vez jurídica y
sobrenatural era el monasterio”. Da lo mismo que se tratase de
“religiosidad” más o menos interiorizada o de estímulos míticos o
ideológicos para la inmensa tarea que aquellos hombres pioneros
tenían ante sí y ante lo problemático e incierto de su aventura. Es
natural que su desconfianza o su angustia ante el porvenir
encontrase alivio en remedios sobrenaturales como la invención
mítica de la ayuda divina proporcionada por el jinete celestial, el
Santiago Matamoros que acudiría siempre en su ayuda en los más
acuciantes y comprometedores momentos de peligro. En épocas
de precariedad material, política y cultural, la intervención
sobrenatural es el mejor bálsamo para las heridas del tiempo y el
mayor acicate para no flaquear. Sea como fuere, el hecho es que la
nueva geografía cristiana ganada al Islam o a la naturaleza —sea
bosque o yermo- se fue poblando de presuras cenobíticas.

Nada tiene de extraño, pues, que la repoblación y colonización de


la meseta superior se fuera articulando fundamentalmente por
medio de una extensa red de monasterios —(¿acaso el “go West”,
la conquista del Oeste no se hizo nueve o diez siglos después con
un rifle en una mano y una Biblia en la otra, como hemos visto en
tantas películas?)-, monasterios cuya abundancia y varia condición
son consecuencia directa de aquella coyuntura. El aislamiento de
Europa y las circunstancias socioeconómicas explican la
supervivencia de formas monásticas de la época hispanovisigoda
que llenan el vacío del retraso en la adopción del patrón
benedicitno de la vida monasterial, es decir, que no se trata de que
el apego a una tradición propia frene la benedictinización, pues los
girones del antiguo esplendor espiritual y cultural no bastaban por
sí mismos para avivar los espíritus y superar la rusticidad cultural
del presente ni para encarar el futuro con ánimo promisorio.

El talante vital de los hombres de la frontera encajaba


perfectamente en la fórmula pactual: una delimitación precisa de
derechos y deberes mutuos entre los componentes de la
comunidad y el abad prevalecía lógicamente sobre la actitud de
entrega incondicional y unilateral a la obediencia, aunque pudiera
resentirse la pura espiritualidad. Igualmente resulta natural la
proliferación de formas pseudomonásticas, como los monasterios
familiares, dúplices casi siempre, o los monasterios clericales
erigidos sin ningún control canónico. Bien la espiritualidad de la
época, bien las ventajas económicas como la exención del pago
del diezmo, o una suma de ambas razones, explican la frecuencia
con la que células familiares repobladoras hiciesen profesión
monástica, o a la inversa, que entre los monjes repobladores
hubiese lazos familiares, con un solo clérigo al frente de la
comunidad monástica. En este fenómeno no hay una relación
directa con la época visigoda. Si entoonces se tratata a menudo de
abusos de la disciplina canónica, ahora se nos aparece como una
adaptación a las circunstancias concretas de la época.

La “aprissio” o presura de las tierras no se traducía siempre en la


inmediata fundación de un monasterio, la cual podía ser muy
posterior. E igual sucedía con la entrega de los patrimonios
particulares, que podía soslayarse hasta el momento en que se
sintiese la proximidad de la muerte. Las doonaciones de bienes
convertían al monasterio en centro de una explotación agraria y, a
la inversa, la primitiva comunidad campesina convertida en
monacal podía ver aumentado su patrimonio por la recepción de
bienes donados por particulares o por la autoridad condal o real.

Pero debemos ver el panorama monástico de la época con ciertas


precauciones. Amén de cierto carácter intermitente de la vida
monástica, de la posible conducta laxa de aquellos campesinos
convertidos en monjes y ajenos en la mayoría de los casos a la
disciplina canónica, hay que tener en cuenta que el nombre de
“monasterio” no significa siempre en las fuentes escritas un
cenobio regular y duradero, que hay documentos en que el
propietario traspasa los bienes a otros monasterios y que su
destino fiinal podía ser el de su absorción por uno de los de mayor
prestigio, sólidos y más o menos grandes, cuyo número era aún
escaso. Esta subordinación no era necesariamente total. A veces
se traducía sólo en ciertas prestaciones económicas. Puede
también que significase una especie de pacto de hermandad, a
imagen de la “traditio corporis et animae” por la que una persona
quedaba vinculada a un monasterio sin por eso convertirse en
monje. Esta institución o costumbre, que sólo afectaba a gente de
alcurnia y a los grandes monasterios, operaba como una especie
de urdimbre monacal en la sociedad.

¿A qué se debe esa proliferación de monasterios? Esa especie de


sanción sacra de la empresa colonizadora, por qué revistió
precisamente la forma monástica y no la episcopal o secular? Se
pueden aducir algunas razones para ello. La simplicidad de su
fundación, la independencia respecto a los demás e incluso a la
autoridad canónica, pues el control episcopal de ellos era escaso y
a veces nulo, la ventaja de poder encuadrar en ese marco
espiritual a todos los que lo deseasen —mujeres, hombres, niños,
familias, grupos comunales- en una época en la que la organización
eclesiástica diocesana era aún incipiente, su función de centros de
cristianización de los nuevos espacios rurales y la no menos
importante de células básicas de la repoblación y colonización. A
todo ello hay que añadir el estatus privilegiado de las instituciones
sacras, que se cifraba económicamente en la exención de
diezmos, exención que afectaba también a los grupos familiares
que llevaban una vida pseudomonástica.. Los miembros de los
linajes profesaban en su casa para evitar el reparto y dispersión de
los bienes. Liinage Conde afirma que “el factor determinante
radica en la independencia patrimonial de los monasterios
heredada de la tradición visigótica”. Hay que concluir que no se
trataba en general de un ideal monástico —alejarse del mundo-, o
que éste, en todo caso, jugó un papel menor, lo que no supone,
claro está, que esas gentes careciesen de un espíritu o ideal
religioso en el sentido general de la expresión.

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