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El fin de la persona no es el bienestar, sino Dios mismo”

Hoy durante el rezo del Ángelus

CIUDAD DEL VATICANO, domingo 7 de febrero de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras
que dirigió Benedicto XVI este domingo al rezar desde la ventana de su estudio del Palacio
Apostólico Vaticano la oración mariana del Ángelus junto a varios miles de peregrinos
congregados en la plaza de San Pedro del Vaticano.

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Queridos hermanos y hermanas,

La liturgia de este quinto domingo del tiempo ordinario nos presenta el tema de la llamada divina.
En una visión majestuosa, Isaías se encuentra en presencia del Señor tres veces Santo y es preso de
un gran temor y del sentimiento profundo de la propia indignidad. Pero un serafín purifica sus
labios con una brasa y quita su pecado, y él, sintiéndose preparado para responder a la llamada,
exclama: "Heme aquí: envíame” (cf Is 6,1-2.3-8). La misma sucesión de sentimientos está presente
en el episodio de la pesca milagrosa, de la que nos habla el pasaje evangélico de hoy. Invitados por
Jesús a echar las redes, a pesar de una noche infructuosa, Simón Pedro y los otros discípulos,
fiándose de su palabra, obtienen una pesca superabundante. Ante tal prodigio, Simón Pedro no se
echa al cuello de Jesús para expresar la alegría de aquella pesca inesperada, sino que, como explica
el Evangelista Lucas, se le echa a las rodillas diciendo: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre
pecador”. Jesús, entonces, le asegura: “No temas. De ahora en adelante serás pescador de hombres
(cf Lc 5,10); y él, dejándolo todo, le sigue.

Incluso Pablo, recordando haber sido un perseguidor de la Iglesia, se profesa indigno de ser
llamado apóstol, pero reconoce que la gracia de Dios ha hecho en él maravillas y, a pesar de los
propios límites, le ha confiado la tarea y el honor de predicar el Evangelio (cf Cor 15, 8-10). En
estas tres experiencias vemos cómo el encuentro auténtico con Dios lleva a la persona a reconocer
la propia pobreza e insuficiencia, el propio límite y el propio pecado. Pero, a pesar de esta
fragilidad, el Señor, rico en misericordia y en perdón, transforma la vida de la persona y la llama a
seguirle. La humildad de la que dan testimonio Isaías, Pedro y Pablo invita a los que han recibido
el don de la vocación divina a no concentrarse en sus propios límites, sino a tener la mirada fija en
el Señor y en su sorprendente misericordia, para convertir el corazón, y continuar, con alegría, para
“dejarlo todo” por Él. Él, de hecho, no mira lo que es importante para los hombres: “El hombre
mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón” (1 Sam 16,7), y hace a las personas pobres y
débiles, pero con fe en Él, intrépidas apóstoles y predicadoras de la salvación.
En este Año Sacerdotal, roguemos al Señor de la mies, para que envíe operarios a su mies y para
que los que sientan la invitación del Señor a seguirlo, después del necesario discernimiento, sepan
responderle con generosidad, no confiando en sus propias fuerzas, sino abriéndose a la acción de
su gracia. En particular, invito a todos los sacerdotes a reavivar su generosa disponibilidad para
responder cada día a la llamada del Señor con la misma humildad y fe de Isaías, Pedro y Pablo.

A la Virgen Santa confiamos todas las vocaciones, particularmente las vocaciones a la vida
religiosa y sacerdotal. María suscite en cada uno el deseo de pronunciar el propio “sí” al Señor con
alegría y dedicación plena. San José María Escrivá de Balaguer (1902-1975),
presbítero y fundador
Homilía en Amigos de Dios

«Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8)

Cuando Jesús se hizo mar adentro con sus discípulos, no pensaba sólo en
esta pesca. Por eso... respondió a Pedro: «No temas: desde ahora serás
pescador de hombres». Y la eficacia divina no va a fallar en esta nueva pesca:
los apóstoles serán instrumentos de grandes prodigios a pesar de su miseria
personal.

También nosotros si luchamos todos los días para alcanzar la santidad en


nuestra vida ordinaria, cada uno según su propia condición en medio del
mundo y en el ejercicio de su profesión, me atrevo a afirmar que el Señor
hará de nosotros unos instrumentos capaces de realizar milagros, y más
extraordinarios aún si es necesario. Daremos luz a los ciegos. ¿Quién no
podrá narrar mil ejemplos del modo como un ciego casi de nacimiento recobra
la vista y recibe todo el resplandor de la luz de Cristo? Otro era sordo, otro
mudo no pudiendo oír ni articular una sola palabra en cuanto hijos de Dios...;
ahora oyen y se expresan como verdaderos hombres... «En el nombre de
Jesús » los apóstoles restituyen las fuerzas a un enfermo incapaz de cualquier
acto útil... «En el nombre del Señor, ¡levántate y anda! » (Hch 3,6). Otro, un
muerto que ya olía mal, escuchó la voz de Dios igual que en el milagro del
hijo de la viuda de Naím: «Joven, yo te lo mando, levántate» (Lc 7,14; Hch
9,40).

Haremos milagros como Cristo, milagros como los primeros apóstoles. Es


posible que estos prodigios se hayan realizado en ti, en mí: es posible que
fuéramos ciegos, o sordos, o enfermos, o se olía ya nuestra muerte, cuando la
Palabra de Dios nos arrancó de nuestra postración. Si amamos a Cristo, si le
seguimos de veras, si sólo le buscamos a él y no a nosotros mismos, en su
nombre podremos transmitir gratuitamente lo que hemos recibido
gratuitamente.

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