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Bipartidismo y configuración del clientelismo en Colombia

(Segunda parte)
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Francisco Leal Buitrago

El bipartidismo acabó siendo víctima del clientelismo y de


sus propias mañas. Pero la agonía de este sistema político
fue muy larga y todavía vivimos de sus secuelas.
Francisco Leal Buitrago**

Una camisa de fuerza


El régimen político del Frente Nacional (1958-1974) se estableció para acabar con la
confrontación social estimulada por la caótica modernización de la sociedad y canalizada a
través del bipartidismo absorbente. Este régimen puso fin al sectarismo cuasi-religioso de los
partidos, pero los compensó mediante el monopolio de la administración estatal legitimada por
las elecciones.

Al mismo tiempo, sin embargo, el monopolio del bipartidismo inhibió la asimilación política de
las fuerzas sociales emergentes e impidió que el Estado se fortaleciera aunque por entonces
el aparato estatal estuviera creciendo y diversificándose.

No todas las fuerzas emergentes se sometieron a la estrechez bipartidista para expresarse


políticamente, lo cual privó al régimen de la legitimidad que esas fuerzas hubieran podido
brindarle si se hubiesen sentido partícipes de la construcción de nuevos espacios políticos.

Se desató así un proceso que combinó la participación política obligada a través de los
partidos con frecuentes disidencias y ensayos de nuevos movimientos. Todas las relaciones
de poder tendieron en sus inicios a canalizarse en forma partidista alimentando el
clientelismo.

Pero a medida que se frustraron ensayos y experiencias, la fuerza centrífuga de la


participación política creó expresiones que buscaron independizarse de los patrones
permitidos.

Pronto el régimen se sintió amenazado y aplicó contra toda fuerza que cuestionara los
estrechos medios de expresión permitidos las mismas herramientas usadas cuando la
violencia era parte de la competencia entre los dos partidos.

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Ilegalidad y subversión fueron los calificativos iniciales más usados para las díscolas fuerzas
sociales emergentes. La represión se convirtió en la respuesta más socorrida en caso de
conflicto.

Con esta manera de operar y con el recurso permanente del ‘estado de sitio'
-‘desinstitucionalización legal' en la Constitución de 1886-, el bipartidismo se apuntaló en la
administración del Estado.

Los profesionales de la política se transformaron en una casta dedicada a reproducir sus


privilegios. Una sorprendente estabilidad económica refrendó la legitimidad de esta realidad
política, a costa de dosificar las oportunidades de trabajo y frenar la redistribución del ingreso
y la riqueza.

La ausencia constitucional de espacios de oposición democrática sirvió de caldo de cultivo


para que de los rezagos de ‘La Violencia' y los estímulos de la Guerra Fría permitieran el
surgimiento de grupos de guerrillas radicalizadas, a mediados de los años sesenta.

También contribuyeron a ello las limitaciones de integración social y equidad del régimen. El
surgimiento de esos grupos fue señal de debilidad política del Estado, pero la continuidad de
la formalidad institucional de la democracia representativa la disimulaba.

Sin embargo, la multiplicación y permanencia de estos grupos -motivada por la incompetencia


oficial para tratarlos y la incapacidad militar para enfrentarlos- contribuyó a que el régimen
proyectara, por varios años, un sistema político excluyente. Esta situación castró la posibilidad
de formación de una izquierda democrática.

El sistema político del clientelismo induce la crisis en el


bipartidismo
La preponderancia que alcanzó el clientelismo en el sistema político derivado del Frente
Nacional lo proyectó al primer plano político del país. Pero el bipartidismo perdió presencia en
la sociedad a medida que se agotaba el sectarismo que había caracterizado su relativa
fortaleza.

Esta expresión ideológica premoderna fue sustituida por el clientelismo en su papel de


reproducción del liberalismo y el conservatismo.

Durante este proceso, una clase política emergente de carácter regional sustituyó el papel
coordinador que cumplía la cúpula nacional de la antigua oligarquía en el bipartidismo.

Esos nuevos profesionales de la política en las regiones se convirtieron en el sostén de la


actividad partidista, apoyados en las relaciones de clientela que les permitieron articularse con
el Estado.

El microcosmos local del municipio, mediado por uno más amplio en las regiones, se convirtió
entonces en el fundamento a partir del cual se construyó el edificio político del nuevo sistema.

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Y la corrupción fue el corolario natural del clientelismo, alimentado por la expansión
burocrática y presupuestal del Estado.

Pero ‘el sistema político del clientelismo' no fortaleció al Estado, ya que varió poco su escasa
capacidad para mediar institucionalmente en los conflictos sociales.

De esta manera, renació la ausencia de confianza y credibilidad en la manera oficial como se


manejan las relaciones de poder, disimuladas en parte por la acción incluyente pero limitada
del clientelismo.

La tradicional sustitución privada de funciones estatales, como la administración de justicia y


el uso legítimo de la violencia, dejaron al desnudo la fragilidad política del Estado y aceleraron
el desarrollo de la crisis de legitimidad del sistema heredado del Frente Nacional.

Un caldo de cultivo para el narcotráfico


Este contexto fue propicio para que el fenómeno internacional del tráfico de drogas se
incubara en la sociedad colombiana con patrones de limitada participación política.

Penetró en medio de transformaciones aceleradas de urbanización, producción y


comercialización de viejos y nuevos productos, creación de clases emergentes y
modernización de costumbres, articulado todo ello por la consolidación de una organización
de corte capitalista con muy pocas restricciones y controles institucionales.

El narcotráfico se integró así a un proceso social que estaba en marcha y que lo aceptaba
porque era compatible con la creación de nuevas oportunidades generadas por la caótica
modernización del ‘capitalismo salvaje'.

El narcotráfico entró por el campo de las necesidades y oportunidades. Se cruzó con lo


económico y lo político. Penetró en diversos sectores de las clases sociales: campesinos
colonos, indígenas, inmigrantes urbanos de la informalidad económica, inestables grupos
emergentes de las clases medias y grupos de la burguesía emergente.

El entronque institucional de estos grupos, estratos y clases con las relaciones de poder en la
sociedad le dieron al narcotráfico la medida de sus posibilidades políticas. La inagotable
multiplicación de los dividendos económicos del tráfico de cocaína se reflejó en la velocidad
de su ramificación social, particularmente en la movilidad social.

El fenómeno no buscó mucho más allá de lo que la sociedad le brindó.

Narcotráfico y política: simbiosis funcional


La penetración económica del narcotráfico en la sociedad llegó pronto a la política, en
particular a las actividades clientelistas. En sus inicios, dadas las complicidades sociales, pudo
operar con representaciones políticas personales, pero cuando creció y sus crímenes

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alcanzaron a personajes destacados del Estado y la empresa privada comenzaron a ocultarse
sus nexos con la política partidista mediante subterfugios.

Pero lo que no pudo ocultarse fue la inflación de costos de las campañas electorales, dando
paso al aumento de la corrupción ya que esas ‘inversiones' había que recuperarlas con
creces.

La inoperancia del Congreso con relación al narcotráfico y sus delitos mostró sus afinidades
con las actividades económicas y políticas de sus miembros.

En su afán e incapacidad institucional de eliminar la ya arraigada subversión, en los años


ochenta el Ejército auspició la organización de grupos de ‘autodefensa campesina'. Dada la
inercia del poder latifundista, las autodefensas se orientaron a defender los intereses de
ganaderos y terratenientes antes que los de los campesinos.

Tales intereses resultaron mezclados con los del narcotráfico, puesto que de tiempo atrás la
compra de tierras había sido la actividad de legitimación social más utilizada por quienes
habían allegado capitales de manera rápida.

Las autodefensas adquirieron entonces sofisticadas armas, entrenamiento con mercenarios


extranjeros e ideología anticomunista.

Las que se modernizaron iniciaron una ofensiva criminal contra supuestos auxiliadores de la
subversión, como campesinos de zonas guerrilleras, organizaciones sindicales y populares, y
dirigentes de movimientos políticos de izquierda.

El paramilitarismo pasó de esta manera a ser un grave problema adicional de orden público y
su entronque con el clientelismo consolidó la autonomía de los grupos políticos regionales
frente a las directrices nacionales de la democracia.

Intento de ‘captura del Estado' mediante clientelismo


narcotizado
Cuando el narcotráfico entró a disputar espacios políticos y sociales con métodos agresivos
propios de su gran capacidad económica, el Estado se enfrentó al problema con muy pocos
recursos políticos.

La misma extradición hacia los Estados Unidos era un indicador a priori de su debilidad.

A medida que se presentaron acciones criminales, el Estado dejó al descubierto su


vulnerabilidad y su impotencia.

Los gobiernos actuaron ambiguamente, sólo por reacción, combinando cortas respuestas
represivas luego de cada golpe, con la aceptación irreflexiva del acicate de los organismos
oficiales estadounidenses, que han pretendido, utópicamente, limpiar un problema interno de
drogadicción con el sacrificio de otras naciones. La consecuencia fue el escalamiento de los
conflictos.
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Como fuerza emergente, el narcotráfico buscó exhibir su poder ante la sociedad y tras
asesinar a Luis Carlos Galán, en 1989, el Gobierno amplió de manera improvisada la
represión contra el narcotráfico.

Lo hizo solitario y sin más armas que la voluntad de algunos funcionarios que asumieron
como suya la tarea de empujar a "la guerra" a instituciones infiltradas también por el
problema. Como recurso efectivo de fácil manipulación, la respuesta al Gobierno fue el
terrorismo.

La crisis política que se desató hasta la promulgación de la Constitución de 1991 mostró que
el terrorismo y la ‘guerra sucia' que lo acompañó, no podían atribuirse sólo al narcotráfico o a
una organización todopoderosa.

La condescendencia con el narcotráfico alentó a sectores de la sociedad y del Estado a


promover acciones criminales, con miras a defender de manera reaccionaria los valores más
caros de la tradición premoderna.

Esta confluencia se dio por la superposición de la inoperancia del Estado, la vulnerabilidad de


las autoridades y la visión de penetración de ideologías comunistas en las instituciones.

El narcotráfico sirvió de acelerador de esa crisis política porque mostró la debilidad estatal, la
involucró con la de los gobiernos y creó confusión en la apreciación del problema.

Las relaciones de clientela fueron el catalizador principal de este proceso, pues si bien
sirvieron para proyectar una estabilidad formal de la democracia, lo hicieron a costa de
neutralizar las posibilidades de fortalecimiento político del Estado, al limitarle su capacidad
institucional de mediación en conflictos sin violencia.

Además, el clientelismo fue funcional para la difusión política del narcotráfico dada la
necesaria contraprestación extrainstitucional de ‘servicios' que incorpora el ejercicio de ambos
fenómenos.

Y aunque fue un factor de la crisis, su expresión no estuvo en crisis, porque nunca antes
había tenido mayor sustentación.

La muerte, sin dolientes, del bipartidismo


La Constitución de 1991 planteó una supuesta solución a esta crisis, exacerbada en la crítica
coyuntura de 1989 a 1991.

Pero lo que en realidad ocurrió mediante distintos acontecimientos -reformas constitucionales,


reforma política, persistencia ‘disimulada' del narcotráfico, ‘procesos de paz', entre otros- fue
la prolongación de la larga agonía del bipartidismo, que llegó finalmente hasta las elecciones
de 2002, cuando, por primera vez, un candidato disidente de uno de los dos partidos
tradicionales alcanzó la Presidencia en la primera vuelta electoral.

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La diversificación de las violencias, incluidas la guerrillera, la del narcotráfico, la paramilitar, la
de las prácticas políticas y la del Estado, rubricaron este proceso que dio fin al bipartidismo
surgido a mediados del siglo XIX.

Durante más de siglo y medio, el bipartidismo liberal conservador operó en medio de


disidencias, coaliciones y ensayos de nuevos partidos, lo que hace dudar de la existencia de
un bipartidismo como tal.

Sin embargo, las divisas roja y azul, aunque desteñidas en las décadas finales del proceso
señalado, permanecieron como insignias de los distintos regímenes y sistemas políticos que
se configuraron.

En suma, el sistema político del clientelismo facilitó la consolidación y reproducción de un


‘capitalismo salvaje', que incubó su propia racionalidad con costos económicos crecientes que
contrastan con los beneficios políticos en descenso.

Igualmente, rescató la formalidad democrática del viejo régimen, pero no trascendió la mera
legitimidad de la representación electoral.

Así mismo, construyó su estabilidad, pero no la extendió al conjunto de la sociedad.

Finalmente, alentó el fortalecimiento del Estado, pero lo castró al usarlo como compensación
al debilitamiento del bipartidismo. El clientelismo alimentó al sistema, desprestigió al régimen
y debilitó al Estado.

Un triste epílogo
A partir de 2002, el lánguido sistema de partidos políticos fue declinando su limitada
capacidad de aglutinar los intereses de la sociedad y tramitarlos al Estado.

Este proceso fue acicateado además por los comportamientos caudillistas del Presidente de la
República, inéditos en el país.

Sin embargo, continuó operando ‘el sistema político del clientelismo', con un accionar más
autoritario, así como la permanencia de la violencia en las prácticas políticas y la disgregación
clientelista, dada la tendencia de individualización de las relaciones políticas.

Esta disgregación fue contrarrestada en parte por la reforma constitucional de reelección


presidencial inmediata, ya que los partidos de la coalición oficial tendieron a mantener su
fuerza, alimentados por las dádivas clientelistas.

En este panorama, la corrupción llegó a su cenit, alimentada por la necesidad política oficial
de mantener un presupuesto en expansión. En estas circunstancias y con un nuevo gobierno
que busca deslindarse de su pesada herencia, ¿hasta dónde llegará la vitalidad que ha
exhibido este sistema?

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* Este artículo se apoya en mi libro (coautoría con Andrés Dávila), Clientelismo: El
sistema político y su expresión regional, Bogotá, Universidad de los Andes (edición de
conmemoración de los 60 años de la Universidad), 2010 (primera edición, Bogotá,
Tercer Mundo Editores-Iepri, Universidad Nacional de Colombia, 1990).

** Profesor Honorario de las universidades Nacional de Colombia y de Los Andes.

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