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(Segunda parte)
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Francisco Leal Buitrago
Al mismo tiempo, sin embargo, el monopolio del bipartidismo inhibió la asimilación política de
las fuerzas sociales emergentes e impidió que el Estado se fortaleciera aunque por entonces
el aparato estatal estuviera creciendo y diversificándose.
Se desató así un proceso que combinó la participación política obligada a través de los
partidos con frecuentes disidencias y ensayos de nuevos movimientos. Todas las relaciones
de poder tendieron en sus inicios a canalizarse en forma partidista alimentando el
clientelismo.
Pronto el régimen se sintió amenazado y aplicó contra toda fuerza que cuestionara los
estrechos medios de expresión permitidos las mismas herramientas usadas cuando la
violencia era parte de la competencia entre los dos partidos.
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Ilegalidad y subversión fueron los calificativos iniciales más usados para las díscolas fuerzas
sociales emergentes. La represión se convirtió en la respuesta más socorrida en caso de
conflicto.
Con esta manera de operar y con el recurso permanente del ‘estado de sitio'
-‘desinstitucionalización legal' en la Constitución de 1886-, el bipartidismo se apuntaló en la
administración del Estado.
También contribuyeron a ello las limitaciones de integración social y equidad del régimen. El
surgimiento de esos grupos fue señal de debilidad política del Estado, pero la continuidad de
la formalidad institucional de la democracia representativa la disimulaba.
Durante este proceso, una clase política emergente de carácter regional sustituyó el papel
coordinador que cumplía la cúpula nacional de la antigua oligarquía en el bipartidismo.
El microcosmos local del municipio, mediado por uno más amplio en las regiones, se convirtió
entonces en el fundamento a partir del cual se construyó el edificio político del nuevo sistema.
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Y la corrupción fue el corolario natural del clientelismo, alimentado por la expansión
burocrática y presupuestal del Estado.
Pero ‘el sistema político del clientelismo' no fortaleció al Estado, ya que varió poco su escasa
capacidad para mediar institucionalmente en los conflictos sociales.
El narcotráfico se integró así a un proceso social que estaba en marcha y que lo aceptaba
porque era compatible con la creación de nuevas oportunidades generadas por la caótica
modernización del ‘capitalismo salvaje'.
El entronque institucional de estos grupos, estratos y clases con las relaciones de poder en la
sociedad le dieron al narcotráfico la medida de sus posibilidades políticas. La inagotable
multiplicación de los dividendos económicos del tráfico de cocaína se reflejó en la velocidad
de su ramificación social, particularmente en la movilidad social.
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alcanzaron a personajes destacados del Estado y la empresa privada comenzaron a ocultarse
sus nexos con la política partidista mediante subterfugios.
Pero lo que no pudo ocultarse fue la inflación de costos de las campañas electorales, dando
paso al aumento de la corrupción ya que esas ‘inversiones' había que recuperarlas con
creces.
La inoperancia del Congreso con relación al narcotráfico y sus delitos mostró sus afinidades
con las actividades económicas y políticas de sus miembros.
Tales intereses resultaron mezclados con los del narcotráfico, puesto que de tiempo atrás la
compra de tierras había sido la actividad de legitimación social más utilizada por quienes
habían allegado capitales de manera rápida.
Las que se modernizaron iniciaron una ofensiva criminal contra supuestos auxiliadores de la
subversión, como campesinos de zonas guerrilleras, organizaciones sindicales y populares, y
dirigentes de movimientos políticos de izquierda.
El paramilitarismo pasó de esta manera a ser un grave problema adicional de orden público y
su entronque con el clientelismo consolidó la autonomía de los grupos políticos regionales
frente a las directrices nacionales de la democracia.
La misma extradición hacia los Estados Unidos era un indicador a priori de su debilidad.
Los gobiernos actuaron ambiguamente, sólo por reacción, combinando cortas respuestas
represivas luego de cada golpe, con la aceptación irreflexiva del acicate de los organismos
oficiales estadounidenses, que han pretendido, utópicamente, limpiar un problema interno de
drogadicción con el sacrificio de otras naciones. La consecuencia fue el escalamiento de los
conflictos.
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Como fuerza emergente, el narcotráfico buscó exhibir su poder ante la sociedad y tras
asesinar a Luis Carlos Galán, en 1989, el Gobierno amplió de manera improvisada la
represión contra el narcotráfico.
Lo hizo solitario y sin más armas que la voluntad de algunos funcionarios que asumieron
como suya la tarea de empujar a "la guerra" a instituciones infiltradas también por el
problema. Como recurso efectivo de fácil manipulación, la respuesta al Gobierno fue el
terrorismo.
La crisis política que se desató hasta la promulgación de la Constitución de 1991 mostró que
el terrorismo y la ‘guerra sucia' que lo acompañó, no podían atribuirse sólo al narcotráfico o a
una organización todopoderosa.
El narcotráfico sirvió de acelerador de esa crisis política porque mostró la debilidad estatal, la
involucró con la de los gobiernos y creó confusión en la apreciación del problema.
Las relaciones de clientela fueron el catalizador principal de este proceso, pues si bien
sirvieron para proyectar una estabilidad formal de la democracia, lo hicieron a costa de
neutralizar las posibilidades de fortalecimiento político del Estado, al limitarle su capacidad
institucional de mediación en conflictos sin violencia.
Además, el clientelismo fue funcional para la difusión política del narcotráfico dada la
necesaria contraprestación extrainstitucional de ‘servicios' que incorpora el ejercicio de ambos
fenómenos.
Y aunque fue un factor de la crisis, su expresión no estuvo en crisis, porque nunca antes
había tenido mayor sustentación.
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La diversificación de las violencias, incluidas la guerrillera, la del narcotráfico, la paramilitar, la
de las prácticas políticas y la del Estado, rubricaron este proceso que dio fin al bipartidismo
surgido a mediados del siglo XIX.
Sin embargo, las divisas roja y azul, aunque desteñidas en las décadas finales del proceso
señalado, permanecieron como insignias de los distintos regímenes y sistemas políticos que
se configuraron.
Igualmente, rescató la formalidad democrática del viejo régimen, pero no trascendió la mera
legitimidad de la representación electoral.
Finalmente, alentó el fortalecimiento del Estado, pero lo castró al usarlo como compensación
al debilitamiento del bipartidismo. El clientelismo alimentó al sistema, desprestigió al régimen
y debilitó al Estado.
Un triste epílogo
A partir de 2002, el lánguido sistema de partidos políticos fue declinando su limitada
capacidad de aglutinar los intereses de la sociedad y tramitarlos al Estado.
Este proceso fue acicateado además por los comportamientos caudillistas del Presidente de la
República, inéditos en el país.
Sin embargo, continuó operando ‘el sistema político del clientelismo', con un accionar más
autoritario, así como la permanencia de la violencia en las prácticas políticas y la disgregación
clientelista, dada la tendencia de individualización de las relaciones políticas.
En este panorama, la corrupción llegó a su cenit, alimentada por la necesidad política oficial
de mantener un presupuesto en expansión. En estas circunstancias y con un nuevo gobierno
que busca deslindarse de su pesada herencia, ¿hasta dónde llegará la vitalidad que ha
exhibido este sistema?
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* Este artículo se apoya en mi libro (coautoría con Andrés Dávila), Clientelismo: El
sistema político y su expresión regional, Bogotá, Universidad de los Andes (edición de
conmemoración de los 60 años de la Universidad), 2010 (primera edición, Bogotá,
Tercer Mundo Editores-Iepri, Universidad Nacional de Colombia, 1990).
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