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Una obra maestra de

ineptitud política y
borrachera ideológica
Loris Zanatta
PARA LA NACION
MIÉRCOLES 01 DE NOVIEMBRE DE 2017

Bolonia.- La crisis catalana parece el teatro del absurdo. Tiene razón


quien, refiriéndose al ya famoso Procés, evocó otro, que le cae como
anillo al dedo, el de Kafka. Si nos abstraemos por un momento de las
convulsiones que atraen nuestra atención y observamos el conjunto, se
tiene la impresión de una mala broma, de una farsa terminada en
tragedia; o incluso peor: de una tragedia terminada en farsa. No lo digo
para tomar a la ligera el problema, que es muy serio, sino para enfocar
su sustancia: ¿quién que tenga apenas un poco de familiaridad con
Cataluña puede sin sonreír afirmar que su nacionalidad es esclavizada;
su libertad, conculcada; su pueblo, exprimido? La mayoría de las
regiones europeas pagarían para disfrutar de la autonomía política,
económica, fiscal y lingüística de que disfruta Cataluña. Y su
prosperidad.

¿No hay problema, entonces? ¿Estamos frente al ardid de un


despreciable ilusionista, el improbable Puigdemont? La crisis catalana
sigue de una manera tan pedante la trama típica de las crisis que
conducen al surgimiento de regímenes populistas que parece copiarla.
En este sentido, ve lejos y resulta muy lúcido Juan Luis Cebrián cuando
escribe que la pandilla de los cuatro catalanes, con su estilo "bananero
y churrigueresco", es más que una amenaza a la unidad territorial de
España: es una amenaza para la democracia. De eso se trata,
justamente.

Durante años, aquellos que señalamos en los populismos


latinoamericanos fenómenos antiliberales de raigambre hispana,
intolerantes del pluralismo y la Constitución, partidarios de una idea
plebiscitaria del pueblo y de la democracia, fuimos reprendidos: ¿por
qué entonces no hay populismo en España?, se nos preguntaba. Desde
entonces, la antigua madre patria ha producido populismos para todos
los gustos, a menudo inspirados en sus hijos legítimos de América
latina.

Todo comienza, como en cada populismo que se respete, con una crisis
de disgregración. O con la percepción de disgregación: la percepción,
en la historia, a menudo pesa más que la realidad; alguien la llama
posverdad. La grave crisis económica que puso fin al largo ciclo de
crecimiento español, los efectos perturbadores de las grandes
migraciones, el debilitamiento de la soberanía del Estado debida a la
globalización: todo esto abrió sin duda profundas grietas en el pacto
democrático garantizado por la Constitución de 1978. Sucede en todas
partes y España no es una excepción.

Frente a estos cambios, el tradicional nacionalismo catalán fue


cambiando su piel, creó un nuevo relato histórico: ya no era una forma
peculiar de ciudadanía, sino una identidad rígida; no expresaba respeto
por la legalidad y la racionalidad, sino nostalgia por una cultura y una
espiritualidad unívocas. El pueblo de la Constitución se convirtió así en
pueblo romántico, guardián de una identidad primigenia que alguien o
algo amenazaba. El victimismo, en estos procesos, es un arma poderosa
y diabólica: el pueblo sería feliz y unido si un agente externo, el chivo
expiatorio, no lo contaminara.

¿Y quién, a la luz de la historia, se presta mejor a este papel sino


España, Madrid, el rey, el sistema constitucional, la "partidocracia"?
Sobre ellos vuela, superior, etéreo e inalcanzable, el pueblo catalán; un
pueblo especial, virtuoso, homogéneo, un pueblo elegido que ha sufrido
y espera el redentor que lo libere de la esclavitud y lo conduzca a la
tierra prometida. ¿Puigdemont? Sólo pensarlo hace reír, pero éstos son
los personajes históricos de nuestros días. Y ahí tenemos a ese pueblo
parcial erigirse en todo el pueblo. No importa que sea minoritario,
verdadero o inventado: como encarnación de esa identidad imaginada,
el pueblo catalán, investido de una misión providencial, se transfigura
en pueblo sagrado. Los otros, los no catalanes, los catalanes tibios, los
catalanes españoles, son por eso mismo vendepatrias, traidores,
enemigos. Está así servido el menú habitual de todos los populismos:
adiós al pluralismo, adiós a la convivencia; se impone el esquema
maniqueo que al pueblo sacrificado de la pobre Cataluña opone el cruel
y poderoso satanás español.

Parece increíble que se siga empleando un esquema tan vetusto, que


todavía funcione en un país moderno en el corazón de Europa: es el
mismo de todos los regímenes antiliberales desde hace un siglo, pero
nunca pasa de moda. Sus efectos son siempre los mismos, son funestos
y son los que vemos hoy frente a nosotros: el reclamo de la unanimidad
causa fracturas, la imposición de la identidad destruye las
instituciones, el amor por un pueblo mítico genera odio en el pueblo
real. Una obra maestra de ineptitud política y de borrachera ideológica.
Demoler, se sabe, es más fácil y más rápido que construir. ¿Y ahora?
Alguien deberá rearmar las piezas: el daño es enorme y llevará mucho
tiempo, paciencia, compromiso, para volver a poner los problemas en
el carril donde siempre deberían permanecer: el de la legalidad, la
racionalidad, la Constitución.

Es muy probable que el mundo, de aquí a un siglo, sea muy diferente


del mundo que conocemos hoy. Tal como hoy es muy diferente de lo
que era hace un siglo. Mi generación, que creció durante la Guerra Fría,
pensó que ese orden sería eterno; para mis alumnos, nacidos después
de su final, parece prehistoria. España podría no ser la misma en un
siglo; ni Gran Bretaña, ni Italia o muchos otros Estados. No es un tabú
hablar de eso. Pero el punto no es éste. El punto es cómo se manejan
estas transformaciones: si dentro de la ley y las instituciones,
negociando y mediando, respetando a todos y sobre todo la
democracia, o invocando el espíritu, la etnicidad, la cultura, el idioma,
la historia. Está asegurado que las separaciones serán violentas y
sembrarán el odio, que caerá sobre nuestros hijos y nietos. Ése es
justamente el camino, simplista, retrógrado y peligroso, tomado por los
nacionalistas catalanes.

No sé cómo terminará todo esto; ni cuándo. Nadie sabe si la burbuja


catalana se desinflará o explotará, produciendo efectos en cadena. Por
ahora, Puigdemont y sus compañeros no lograron mucho: querían más
recursos, pero han causado la fuga de corporaciones y capitales;
querían la simpatía del mundo, pero nadie quiere reconocerlos;
querían independencia y despertaron el nacionalismo español. No
parece una gran visión estratégica. Me gusta pensar que su resultado
confirmará la madurez de nuestras sociedades, la solidez de nuestras
democracias; que la crisis catalana pronto será recordada como otro
fracaso populista y Puigdemont, como un Maduro cualquiera. Pero qué
amargura para Cataluña.

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