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Juan Manuel de Prada PREVERDAD

(ABC, 21 de noviembre de 2016)

Anda el progresismo mundialista llorando por las esquinas, incapaz de


explicarse los sobresaltos últimos que le han deparado las urnas. Y, en su
desconcierto y confusión, han creado un palabro nuevo, "post-truth" o
“posverdad”, con el que pretenden nombrar “circunstancias en que los hechos
objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los
llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Vemos en esta definición
grotesca cómo el mundialismo confunde “hechos objetivos” con su particular
cosmovisión, que ha logrado imponer sobre las masas cretinizadas mediante el
control de los medios de comunicación y la propaganda sistémica. Pero que el
mundialismo haya logrado apacentar a tal multitud de cretinos no significa
que sus falsos dogmas sean “hechos objetivos”. La cosmovisión mundialista
no es, en realidad, sino una elaboración delicuescente del “Non Serviam”,
cuyo fin último es la negación de la naturaleza humana; y, para lograr ese fin,
el mundialismo enuncia diversos “dogmas”, que se despliegan al modo de una
niebla, oscureciendo la realidad de las cosas y borrando de las conciencias
todo atisbo de sentido común (que, a fin de cuentas, es una impronta divina).
Para lograr más plenamente este objetivo, el mundialismo ha establecido la
dictadura de lo “políticamente correcto”; y, como último recurso disuasorio,
ha establecido también delitos de opinión en materias especialmente sensibles
(homosexualismo, teorías de género, etcétera) que intimiden al díscolo. Y, en
verdad, la intimidación ha logrado resultados espectaculares.

Tan espectaculares que el mundialismo ha logrado imponer sus “dogmas”


dementes como si, en efecto, fuesen “hechos objetivos”, tanto entre los ufanos
progres de izquierdas como entre los genuflexos progres de derechas. Y,
ganada la batalla cultural, el mundialismo se ha dormido en los laureles del
triunfo, conformándose con estigmatizar a los díscolos ruidosos, a los que
caracterizó como palurdos sin estudios universitarios, destripaterrones, carcas
nostálgicos de la Edad Media, etcétera; gentuza, en fin, “deplorable” (la bruja
Hilaria dixit) que poco a poco se irá extinguiendo. En cambio, el mundialismo
descuidó a los díscolos silenciosos, sin entender que su prepotencia estaban
generando una reacción subterránea entre muchas gentes que callan por temor
a ser estigmatizadas, pero que no están dispuestas a comulgar con las ruedas
de molino de la llamada “opinión pública”, que se mantienen leales a una
verdad hostigada y perseguida, que se aferran clandestinamente a los vestigios
del prohibido sentido común. Gentes hartas de libertades excéntricas que
añoran cosas tan sencillas y elementales como formar una familia, educar a
sus hijos sin perversas colonizaciones ideológicas o alcanzar una paz fundada
en la justicia.

Y estas gentes que callan, por prudencia o cobardía, ante el matonismo de la


propaganda sistémica, que fingen adherirse a los falsos “dogmas” impuestos a
través de leyes inicuas, que se refugian mohínas en sus casas cuando suenan
las fanfarrias orgullosas del mundialismo, todavía no se atreven a salir del
armario; pero ya se atreven a expresar su queja ante una urna. No responden a
“llamamientos a la emoción y a la creencia personal”, como pretende el
palabro progre, sino al llamamiento de la naturaleza y del sentido común, que
el mundialismo ha pretendido en vano borrar de sus conciencias. Son hombres
y mujeres corrientes que se resisten a entregar su alma y a dimitir de su
raciocinio; son portadores de una “preverdad” que es la única esperanza que le
resta a este podrido mundo.

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