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Dialéctica del Contrato Social

Análisis histórico y filosófico del contractualismo

Adrià Porta Caballé

Tutor: Sr. Leguizamón

Aula Escola Europea


Bachillerato II, Xina E
Trabajo de Investigación
30 de enero del 2012

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Gracias al Sr. Leguizamón, tutor de este trabajo, por toda su dedicación entusiasta. Sin su
ayuda y apoyo nunca hubiera llegado tan lejos: ha convertido un concepto en una pasión,
algo abstracto en una auténtica realidad y finalmente una idea en un trabajo.

Gracias al Profesor Chomsky por haber tenido la gentileza de recibirme y de responder a


unas pocas preguntas mias sobre este trabajo. Aunque no tuvimos demasiado tiempo, creo
firmemente que son la generosidad y la entrega de intelectuales como él los que estimulan,
con sus pequeñas acciones, las motivaciones que luego mostramos los alumnos.

Gracias a mi tío, Paco Fernández Buey, auténtico erudito de la filosofía política y a quien
admiro inmensamente por ello, por el interés que ha demostrado en los últimos años por
mis preocupaciones filosóficas así como por mi futuro político. Conversar con él es
siempre un placer y le debo a su inspiración muchas de las páginas escritas en este trabajo.

Gracias a mi familia por su apoyo. En especial, mi trabajo no se podría leer con la misma
fluidez si no hubiera sido por las oportunas correcciones de mi madre, Ana Caballé.
Tampoco este trabajo gozaría de más de doscientas citas si no hubiera sido por la generosa
ayuda de mi hermana Nora en la transcripción de las referencias bibliográficas.

Gracias por último, pero no menos importante, a mis buenos amigos Víctor i Dani, por
haberme ayudado psicológicamente cuando el trabajo parecía interminable o cuando el
cansancio parecía sobreponérseme. Su apoyo vale más que la mejor de las correcciones.

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Introducción .........................................................................................................................5
1. Historia del contractualismo
1.1. Orígenes: El contractualismo avant la lettre
1.1.1. La Antigüedad del contrato social ..............................................11
1.1.2. El Medievo y el pacto con Dios .................................................15
1.1.3. El Renacimiento del contractualismo ........................................18
1.2. Clásicos: Los filósofos del contrato social
1.2.1. Thomas Hobbes ...........................................................................21
1.2.2. Baruch Spinoza .............................................................................24
1.2.3. John Locke .....................................................................................27
1.2.4. Jean-Jacques Rousseau .................................................................31
1.2.5. Adam Smith ...................................................................................38
1.2.6. Immanuel Kant .............................................................................41
1.3. Modernos: El contractualismo contemporáneo
1.3.1. La alienación del contrato social ................................................49
1.3.2. Neocontractualismo .....................................................................55
2. Dialéctica del contrato social
2.1. Tesis: Teoría del contrato social
2.1.1. El problema de la definición .......................................................65
2.1.2. Discurso del método ....................................................................67
2.1.3. Lieux communs ................................................................................70
2.1.4. Ideología y Revolución ................................................................73
2.2. Antítesis: Crítica a la razón contractualista
2.2.1. La crítica filosófica .......................................................................82
2.2.2. La crítica política
2.2.2.1. El motín anarquista ......................................................85
2.2.2.2. La trinchera comunista ................................................89
2.3. Síntesis: Nuevo contrato social
2.3.1. Apología del contrato social .......................................................93
2.3.2. La naturaleza humana ..................................................................95
2.3.3. Nuevo contrato social ................................................................101
Conclusión ........................................................................................................................121
Bibliografía ........................................................................................................................129
Notas ..................................................................................................................................138

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Introducción
“L’homme est né libre, et partout il est dans les fers. Tel se croit le maître des autres, qui ne laisse
pas d’être plus esclave qu’eux. Comment ce changement s’est-il fait ? Je l’ignore. Qu’est-ce qui peut le rendre
légitime ? Je crois pouvoir résoudre cette question. Si je ne considérais que la force et l’effet qui en dérive, je
dirais : « Tant qu’un peuple est contraint d’obéir et qu’il obéit, il fait bien ; sitôt qu’il peut secouer le joug,
et qu’il le secoue, il fait encore mieux : car, recouvrant sa liberté par le même droit qui la lui a ravie, ou il
est fondé à la reprendre, ou on ne l’était point à la lui ôter ». Mais l’ordre social est un droit sacré qui sert
de base à tous les autres. Cependant, ce droit ne vient point de la nature ; il est donc fondé sur des
conventions. Il s’agit de savoir quelles sont ces conventions”1.

Jean-Jacques Rousseau

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Mentiría si empezara diciendo que este trabajo de investigación es el fruto exclusivo
de los dos últimos años de Bachillerato. No, todo esto viene de mucho más lejos. Me
empezó a rondar la cabeza por primera vez el día que descubrí la filosofía política, de la
mano de La República de Platón, cuatro años atrás. Con este libro en concreto no sólo entré
de lleno en el terreno de la reflexión humana y social, sino que descubrí una pasión que
tendría que acompañarme –espero- toda mi vida. En efecto, hoy sé que mi verdadera
vocación es la política, y que cuando sea mayor me voy a dedicar por completo a su práctica.
Sin embargo, hasta que ese momento llegue, he considerado oportuno estos últimos cuatro
años centrarme en la filosofía, y en especial dentro de la filosofía política, con la esperanza
de que esta me proporcione primero los ideales por los que tendré que luchar después.
Durante todo este tiempo he estado leyendo los clásicos de la historia de la filosofía
política. La bibliografía que se esconde al final de este trabajo es tan sólo una muestra
representativa de mis lecturas que, lejos de haber sido exhaustivas, han sido sobre todo de
una gran variedad. Sin embargo, cualquier persona que se ponga en mi piel por un
momento reconocerá el enorme problema de leer tantas obras y tan diferentes en tan poco
tiempo, y más si uno es joven. Lejos de solucionarme viejos problemas, lo que hacían estas
lecturas era crearme nuevas preguntas sin respuesta. Llegó un punto en el que ya no podía
más: era completamente incapaz de posicionarme sobre la cuestión más simple, teniendo
por seguro la absoluta complejidad que entrañaba. A esta marea de preguntas sin respuesta
vino El contrato social de Rousseau a poner paz en mi cabeza.
Para dar una primera definición, podemos comenzar por afirmar que la idea de
contrato social consiste pura y simplemente en abordar los mayores problemas de la
filosofía política desde una cierta perspectiva originaria. No hay más. Todo lo que hace el
contractualismo es trasladar las grandes cuestiones del pensamiento social a una hipotético

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inicio en el que es más fácil observar qué pasa exactamente. Y ya se puede intuir lo atractiva
que podía resultar una tal filosofía para un joven perdido entre una marea de preguntas sin
respuesta como yo me encontraba ahora hace dos años. Así pues, con la esperanza de que
adentrándome por completo en esta idea, hallaría algo de estable, universal y cierto, escogí
como tema del trabajo de investigación la idea de contrato social.
Había en especial una pregunta que englobaba a todas las demás y que me parecía
no sólo el punto de partida sino el objetivo final al que debía de tender mi trabajo: ¿qué es
política? Consciente de que no se puede formular una cuestión más amplia que esta de
buen principio, pero confiado también del enorme potencial que guarda el contractualismo
a la hora de resolverla, me adentro a partir de aquí a la búsqueda de la idea de contrato
social. La solución de esta cuestión me tendría que proponer, al final, no sólo una cierta
visión sobre el Estado, sino también una determinada perspectiva sobre la política en
general, así como una base sólida para responder cualquier tipo de cuestión social de
actualidad sobre la base de la situación originaria. Como vemos, el premio que promete el
contrato social es demasiado suculento como para dejarlo escapar.
Pero antes de empezar necesito sin duda un método. Y parece ser que frente a toda
la filosofía, no existen en general más que dos grupos de pensadores: los metafísicos y los
dialécticos. Así, los primeros entienden la realidad como un ente absolutamente monolítico
que en el fondo no cambia en esencia, sino tan sólo en apariencia. Por el contrario, los
segundos comprenden la realidad como un ente dinámico, cambiante y en constante
contradicción, por medio de la cual consigue evolucionar siempre hacia algo diferente. A
nosotros, por nuestra parte, nos ha parecido que la dialéctica estaba mucho más cargada de
razón que su opositora, de tal modo que ya desde el principio reconocemos nuestra
afiliación más militante a la metodología dialéctica y a su maestro más preeminente: Hegel.
En efecto, el hegelianismo es el corazón que configura el cuerpo de este trabajo, que rega
con su sangre todas y cada una de sus arterias y que latirá con fuerza hasta el final.
Pero todo esto ya se verá. No queremos adelantar nada en una introducción
demasiado exhaustiva y que reste trascendencia al trabajo en sí. Por lo pronto identificados
el tema, la pregunta inicial, el objetivo final y la metodología, nos valdremos de esta última
para dividir este trabajo en dos grandes partes: la Historia del contractualismo y la Dialéctica del
contrato social. Una primera parte histórica y una segunda de más filosófica tendrían que dar,
en fin, una visión de conjunto sobre el tema que nos hemos propuesto analizar. Sabiendo
todo esto, no hay más que entrar en materia de una vez. Comencemos primero por la
Historia del contractualismo, a ver hacia dónde nos conduce.

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1. Historia
“La historia de la filosofía es la exposición del espíritu, de cómo el espíritu labora por llegar a saber lo que
es en sí. (...) La historia de la filosofía representa la evolución de la conciencia que el espíritu tiene de su
libertad y también la evolución de la realización que ésta obtiene por medio de su conciencia”2.

Georg Wilhelm Friedrich Hegel

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1.1. Orígenes
“En la edad infantil de la historia de la filosofía la liberación toma su curso y se manifiesta en su intento de
llegar al fondo de las cosas o detrás de las cosas. (...) Y cuanto más se sienten a sí mismos los antiguos, más
pequeño nos parece a nosotros el mundo social que antes nos parecía insuperable ”3.

Johann Caspar Schmidt (Max Stirner)

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1.1. El contractualismo avant la lettre

La historia es la materia de la filosofía. El pensamiento no es sino una dinámica


intelectual cuyo sustrato yace en el paso del tiempo, de las civilizaciones y de los hombres.
De este modo, saber de la historia del contractualismo es ya, en gran medida, comprender
su esencia. Pero: ¿por dónde empezar? Afirmar con toda seguridad que el contractualismo
tiene una fecha de nacimiento exacta dentro del marco de la Edad Moderna es estar ciego a
una tendencia que lleva evolucionando desde los orígenes de la filosofía política. Por ello,
aquí vamos a mostrar los precedentes del contractualismo propiamente dicho, dibujando
los albores de lo que más tarde cristalizará en la teoría moderna del contrato social.

1.1.1. La antigüedad del contrato social


Al contrario de lo que la caricatura de la historia ha promulgado, el nacimiento del
contractualismo avant la lettre debemos situarlo, con toda seguridad, dentro de la Atenas
clásica del siglo V a.C., cuando Platón (427-347 a.C.) escribe La República (370 a.C.). En este
diálogo se afronta la necesidad de remediar las enfermedades que sufrían los estados
conocidos por Platón, a fin de utopizar sobre una idealizada República en la que los
llamados filósofos reyes gobiernan con sabiduría. Platón encuentra en la aristocracia el mejor
de los pactos políticos, y por esto en La República encontramos también los cimientos del
contractualismo avant la lettre, con el que damos comienzo a nuestro trabajo.
Todo empieza cuando, cesadas las discusiones preliminares de Glaucón, Trasímaco
y Adimanto sobre la naturaleza de la justicia y de la injusticia, Sócrates se propone abordar,
sistemáticamente, la constitución del Estado. Lo importante para nosotros es que Platón se
da cuenta de que no se puede hablar de política sin antes abordar su necesidad. En este
sentido Sócrates empieza aquí con Adimanto una reflexión en la que se puede leer entre
líneas una ante-sala del contractualismo moderno:
“-Pues bien –dije-, según estimo, el Estado nace cuando cada uno de nosotros no se autoabastece,
sino que necesita de muchas cosas. ¿O piensas que es otro el origen de la fundación del Estado?
-No.
-En tal caso, cuando un hombre se asocia con uno por una necesidad, con otro por otra necesidad,
habiendo necesidad de muchas cosas, llegan a congregarse en una morada muchos hombres para asociarse y
auxiliarse. ¿No daremos a este alojamiento común el nombre de ‘Estado’?
-Claro que sí.

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-Ahora bien; cuando alguien intercambia algo con otro, ya sé dando o tomando, lo hace pensando
que es lo mejor para él mismo.
-Es cierto.
-Vamos, pues –dije-, y forjaremos en teoría el estado desde su comienzo; aunque, según parece lo
forjaran nuestras necesidades”.4
En este pasaje del diálogo, queriendo averiguar Sócrates “el origen de la fundación del
Estado”, encontramos una clara explicación de lo que es la voluntad contractualista
primigenia. A partir de aquí, la discusión sigue y Sócrates se propone repasar todas y cada
una de las necesidades que asaltarán a un tal Estado, y por tanto, todos los trabajos que
serán necesarios para que los ciudadanos puedan abastecer sus muchas necesidades 5 .
Llegados a este punto es cuando perdemos el hilo del contractualismo –pues falla la
metodología- y entramos en la lógica más puramente socrática.
Sin embargo, nada quita a Platón el mérito de haber intuido la voluntad
contractualista en un estado primitivo. Según Platón, pues, los hombres forjan al Estado
según un propósito por todos conocido de antemano, que es el de satisfacer sus
necesidades. Sea este principio cierto o no, esta forma de pensar es esencialmente
contractualista, lo que convierte a Platón en el primero en expresar la idea de un contrato
indeterminado que da origen a la constitución del Estado. Sin embargo, pese a la
importancia histórica de esta intuición platónica, debemos admitir que fue su discípulo
Aristóteles (384-322 a.C.) quien la dotó de un cuerpo filosófico más prolífico.
En su Política (330 a.C.), el estagirita empieza del siguiente modo: “ya que vemos que
cualquier ciudad es una cierta comunidad, también que toda comunidad está constituida con miras a algún
bien es evidente. Así que todas las comunidades pretenden como fin algún bien; pero sobre todo pretende el
bien superior la que es superior y comprende a las demás. Esta es la que llamamos ciudad y comunidad
cívica” 6 . En estas palabras de Aristóteles encontramos algo que no hallábamos en la
intuición platónica. Aristóteles comprende que para entender la realidad política debe
situarse a priori de su constitución para así poder llamar a ésta ciudad cívica.
Este planteamiento es nuevo. Como hemos dicho, la intuición es la misma que en
Platón, pero lo que ha cambiado es la conciencia. Aristóteles tiene conciencia de estar
situándose antes que la constitución política misma, y es consciente de estar haciéndolo
para explicar la constitución de la polis. En este sentido, es significativo que Aristóteles
dedique los dos primeros capítulos de la Política al estudio de El fin de la comunidad y el origen
de la ciudad. Esta es una voluntad en esencia contractualista, y de ella sacará Aristóteles sus

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conclusiones preliminares sobre el Estado, lo que le otorga al contrato social naciente un
poder más que significativo entre los clásicos de la filosofía política.
Dice así: “la ciudad es la comunidad, procedente de varias aldeas, perfecta, ya que posee, para
decirlo de una vez, la conclusión de la autosuficiencia total, y que tiene su origen en la urgencia del vivir pero
subsiste para el vivir bien. Así que toda ciudad existe por naturaleza, del mismo modo que las
comunidades originarias. Ella es la finalidad de aquellas, y la naturaleza es finalidad. Además, la causa
final y la perfección es lo mejor. Y la autosuficiencia es la perfección. Por lo tanto, está claro que la ciudad es
una cosa natural y que el hombre es un animal político”7.
Esta última frase, con la que Aristóteles cierra el capítulo, se ha convertido hoy en
un tópico de la filosofía política. Sin embargo, lo sorprendente para nosotros ahora es que
el punto álgido del pensamiento social aristotélico se deba precisamente a su tendencia pre-
contractualista. En efecto, Aristóteles hará posible el contractualismo al buscar la política
en lo que es a priori, en lo que es en sí y por sí, y en definitiva, en la propia naturaleza
humana. Es una nueva forma de pensar política y creará tendencia entre las diferentes
escuelas filosóficas con el paso del tiempo.
Así, cuando Aristóteles murió en el año 322 a.C., y dejando a un lado el caso
excepcional de los cínicos, la filosofía se dividió en dos grandes escuelas: la de los epicúreos
y la de los estoicos. Ambos representaban, en su justa medida, la continuación de la
tradición aristotélica, aunque de modos diferentes. Por esta razón, cada una de estas
escuelas profirió también su propia lectura hacia el contractualismo avant la lettre. Veamos si
no un ejemplo del primer caso, Epicuro (341-270 a.C.), en sus Máximas capitales.
“31. Lo justo según la naturaleza es lo que lleva a no hacerse daño unos a otros.
32. En relación a todos aquellos animales que no pudieron hacer pactos de no dañarse unos a
otros, nada fue justo ni injusto. Y de la misma manera también, de todos aquellos pueblos que no pudieron
o no quisieron hacer los pactos de no dañar ni ser dañados.
33. No es nada en sí misma la justicia, sino cierto pacto de no dañar ni ser dañado en las
relaciones de unos con otros en un cierto tiempo”8.
Las dos primeras de estas máximas vienen a decir más o menos lo mismo; sin
embargo, la tercera es de una gran profundidad e incisión y representa sin duda un avance
visionario para el contractualismo naciente. Epicuro atribuye un carácter cambiante a
relaciones sociales, tales como la justicia, que hasta el momento habían sido monolitos del
pensamiento. La justicia ha dejado de ser algo en sí mismo, y pasar a ser algo sujeto al pacto
que determinadas gentes hacen en un momento determinado. Todo esto es de un gran
modernidad. Mas no debemos descuidar tampoco a nuestros vecinos estoicos.

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De entre todos los estoicos que teorizaron sobre política, sólo uno nos es ahora de
especial interés, pues fue el único en mantener viva la llama del pre-contractualismo. Marco
Tulio Cicerón (106-43 a.C.) supuso un paso de gigante para la gestación histórica del
contrato social. En su libro La República (45 a.C.) escribió un tratado sobre filosofía política
la vez que quiso también dar al comienzo de su obra, su propia explicación sobre la
fundación del Estado. En este intento prefirió seguir los pasos de su maestro Aristóteles;
sin embargo, se acabó distanciando de él tanto que dio un giro copernicano a la historia del
contractualismo avant la lettre. La grandeza de esta auténtica revolución se halla en estas
palabras: “Pues bien -dijo el Africano-, república significa “cosa del pueblo” siendo el pueblo no cualquier
conjunto de hombres reunidos de cualquier manera, sino una asociación numerosa de individuos, agrupados
en virtud de un derecho por todos aceptado y de una comunidad de intereses”9.
Estas pocas líneas constituyen el nacimiento del contrato social en filosofía. La
importancia se halla en que Cicerón se desvía por primera vez del determinismo, ya sea
divino como en Platón, o metafísico como en Aristóteles, en materia de política. Los
clásicos griegos –lo hemos visto más arriba- reconocían una necesidad natural de los
hombres a unirse en sociedad. Cicerón es el primero en romper con este determinismo.
Para él, el Estado aparece cuando los individuos se agrupan en virtud de un derecho por todos
aceptado. ¿Y qué significa esto sino un contrato?
Después de esto, el Africano continúa con su relato sobre la fundación de la
república y empieza aquí una narración10 sobre las distintas fases prehistóricas por las que
pasa el poder antes de constituirse como res publica. Con este propósito intenta seguir
fielmente a su maestro Platón, y con él también a su falta de metodología. De tal modo que
finalmente su relato contractualista termina siendo más propio de la literatura fantástica que
de la auténtica filosofía. Nosotros sin embargo, debemos quedarnos con lo primero, con su
idea desdibujada de un contrato entre hombres: pues esta es sin duda la culminación de la
intuición antigua por el contrato social y el nacimiento del contractualismo avant la lettre.
Finalmente, mientras estas maravillosas ideas se generaban en el pensamiento del
filósofo, en la realidad todo un sistema de gobierno se estaba desmoronando. No sólo
presenció Cicerón una de las batallas por el poder más sangrientas que la humanidad haya
visto jamás y que terminó por poner fin a la República romana, sino que también fue un
espectador privilegiado de la crisis de valores en la que estaba sumida la civilización romana
y de la que emergería una nueva mentalidad que arrasaría con todo. Es este el nacimiento
del cristianismo, y las páginas que siguen una apretada síntesis de su influencia en el
pensamiento político contractualista durante la Edad Media.

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1.1.2. El Medievo y el pacto con Dios
Cuando el último emperador romano, Rómulo Augústulo es depuesto por los
hérulos en el año 476 d.C. y cae definitivamente en Occidente el Imperio Romano, los
futuros acontecimientos estarán determinados en buena parte por la emergencia de un
nuevo fenómeno social revolucionario: el cristianismo. La Iglesia Católica extendería por
toda Europa las enseñanzas de Jesús, y con ello la reflexión política se elevaría desde la
simple preocupación por el hombre hasta la inalcanzable ambición de hablar con Dios.
Las raíces de este cambio de mentalidad pueden explicarse según la misma
tendencia histórica del contractualismo que venimos señalando. Durante la Antigüedad, la
filosofía situó al hombre en el centro de la reflexión política. Hemos visto que tanto para
Platón, Aristóteles, Epicuro o Cicerón, el punto de partida de cualquier reflexión es el
hombre en sí mismo, y de él, únicamente, emana el derecho del Estado. Con el cristianismo
este esquema se invierte. Ahora es Dios el que establece las leyes, el que crea la necesidad
de un Estado y el que gobierna a todo ser humano por mandamiento divino.
La razón de este cambio debemos buscarla en la tradición hebrea y en cómo esta
cambia la concepción del contrato social clásico por la de pacto original. El hebraísmo
establece un contrato directamente con Dios, lo que esclaviza a la política humana. Giner lo
explica muy bien: “¿Cuál es el vínculo que une la fe en un Dios que es la expresión completa del ser y la
fe en que ese Dios preside sobre la vida histórica en el pueblo de Israel? El vínculo es la creencia en un pacto
o alianza entre Dios y el pueblo judío. El pacto está plasmado en los Mandamientos, en los cuales Dios
promete misericordia a los que los amen y los guarden, mientras que se proclama fuerte y celoso contra
quienes los aborrezcan. La ley de Jehová puede ser inflexible, pero para el judío es además un pacto entre la
tribu y Dios. Toda su concepción de la ley, por tanto, manará de esta idea de contrato”11.
No sólo esto, sino que en general todo el libro del Génesis respeta la pauta marcada
por la teoría del contrato social. En efecto, leído desde la perspectiva adecuada, ¿qué
encontramos en las primeras páginas de la Biblia? Una elucubración mitológica sobre los
supuestos orígenes del hombre. Adán es expulsado del paraíso, del Edén, para pasar a vivir
de forma muy primitiva en una especie de infierno creado de la nada por Dios. Allí Adán
fundará, con sufrimiento, junto a Eva, que parirá con dolor, una familia, la primera de la
historia, que con el tiempo constituirá una sociedad y, en última instancia, nacerán de ella la
política y el Estado12. Todo está en la Biblia y es sorprendente como esta se avanza a los
tópicos del contractualismo, no sólo clásico, sino también moderno.

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Filósofos como Locke o Kant estarán enormemente influidos por esta forma de
contractualismo avant la lettre, no sólo por su excelencia formal, sino también por su
interpretación. Tomando la lectura que hemos hecho del Génesis como base, lo lógico sería
pensar que, metafóricamente, el Edén equivale al estado de naturaleza del mismo modo que
el pacto original queda recogido en el fruto. La Biblia entera puede leerse en esta clave, y de
hecho, los filósofos posteriores lo harán, conscientemente o no. Así pues, aunque la
intelectualidad contractualista más bien brillará por su ausencia en los primeros siglos de
catolicismo, los esquemas clásicos de contrato social conseguirán sobrevivir en cierto
sentido gracias precisamente a la difusión del Génesis.
Dicho esto, lo que es del todo indudable es que con el cristianismo el contrato
original deja de ser un contrato entre hombres para pasar a ser un contrato con Dios. Y
Dios también suscribe en el Génesis un pacto con los hombres. Cuando la Tierra ha
quedado inundada por una lluvia pertinaz de la que sólo se ha salvado Noé y su familia,
Dios reconsidera su comportamiento y el castigo ejemplar que ha enviado a los hombres y
dice: “Sabed que yo voy a establecer mi pacto con vosotros, y con vuestra descendencia después de
vosotros”13. El contractualismo se suscribe entre una instancia divina y otra humana, y con
ello pierde toda su esencia antropocéntrica de la que antes gozaba.
La filosofía política queda relegada a un segundo plano por causa de la alienación
humana sufrida en el Medievo, y así, el progreso del contractualismo queda silenciado por
varios siglos de teología y escolástica. En este sentido, la Edad Media supone un largo
letargo intelectual para la filosofía política y un alto en el camino del desarrollo histórico del
contractualismo. La consolidación de la escolástica en el terreno intelectual no deja sitio al
cuestionamiento filosófico, y menos al político. Sólo en los comienzos de la Baja Edad
Media encontramos los gérmenes de un cambio, de sucesivas aperturas gracias a la cual
podrá surgir el contractualismo moderno.
La primera de esas aperturas la simbolizará Juan de Salusbury (1115-1180) y su
polémico Policraticus (1159). En pocas palabras, el sociólogo Giner define su aportación: “el
Policraticus es un tratado sobre la naturaleza de la política en el que se establece que la sociedad es una
comunidad organizada legalmente por el acuerdo general acerca de lo que es el derecho en sí”14. Con lo
cual perecemos recuperar la estela perdida de un cierto contractualismo a primera vista
antropocéntrico. Es en el momento en que Salusbury habla de acuerdo general, es cuando se
recupera la intuición antigua sobre una política creada por contrato social y con ello se
destruye en parte el cielo político medieval.

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Es un tímido intento de reafirmación histórica del contractualismo en plena época
de obscurantismo religioso, y sin embargo es también el eslabón necesario para llegar al
gran rehabilitador de la teoría del contrato social medieval: santo Tomás de Aquino (1224-
1274). En su libro La monarquía (1265) se propuso justificar filosóficamente la monarquía
como mejor sistema de gobierno posible. Gran conocedor de la obra de Aristóteles, santo
Tomás también dedicó el primer capítulo de su análisis a la consideración contractualista -
sin saberlo- de la necesidad del poder. Es este ya un razonamiento mucho más elaborado y
una narración metodológicamente mucho más atractiva.
Escribe santo Tomás: “puesto que todo cuanto se ordena a un fin puede ser conducido por
diferentes caminos, se precisa un dirigente por medio del cual llegue directamente a su fin todo lo destinado a
él. (...) Si en verdad le conviniera al hombre vivir individualmente, no precisaría de nadie que le dirigiera a
su fin, sino que él mismo sería su propio rey, porque a través de la luz de la razón que le otorga Dios él
mismo dirigiría sus propias acciones. Mas corresponde a la naturaleza del hombre ser un animal político
que vive en sociedad (...) porque un sólo hombre por sí mismo no puede bastarse en su existencia. (...) El
hombre necesita vivir en sociedad, ayudarse el uno a otro, de manera que cada uno haga una cosa, uno esto,
otro aquello. (...) Luego si la naturaleza del hombre exige que viva en una sociedad plural, es preciso que
haya en los hombres algo por lo que se rija la mayoría. Pues, al existir muchos hombres y preocuparse cada
uno de aquello que le beneficia, la multitud se dispersaría en diversos núcleos a no ser que hubiese alguien en
ella que cuidase del bien de la sociedad. (...) Luego conviene que, además de lo que mueve a cada uno hacia
su propio bien, haya algo que mueva al bien común de muchos. (...) El Rey es, por tanto, aquél que dirige
una sociedad hacia el bien común por la gracia del Dios único y verdadero”15.
En estas líneas se encierra un salto cualitativo deslumbrante. Santo Tomás ha
dotado lo que era una simple intuición en los clásicos, en doctrina total. Con él hemos dado
el salto desde una simple introducción hasta la verdadera filosofía. La grandeza de este giro
copernicano se halla en el hecho de que en su pensamiento no sólo culmine la intuición
pre-contractualista de los clásicos sino también el cielo pactista del subconsciente cristiano
medieval. Se ha restaurado la continuidad y con ella se resquebrajan los cimientos ya casi
obsoletos de la larga Edad Media.
Con santo Tomás, aunque no lo parezca bajo su argumentación escolástica, el
hombre vuelve a ser el protagonista. Con esto, el salto que ha dado el filósofo no es sólo en
favor del contractualismo, sino también hacia el humanismo, y por tanto, hacia el
Renacimiento. Como veremos a continuación, el Renacimiento no supone tan sólo la
resurrección del hombre como “medida de todas las cosas” ni el florecimiento de la política
como ciencia de autoconocimiento, sino también: el renacimiento del contrato social.

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1.1.3. El renacimiento del contrato social
El Renacimiento será la época en la que el hombre se observará de nuevo a sí
mismo con ojos jóvenes y esperanzados. Los llamados humanistas partirán en la búsqueda de
una forma de autoconocimiento, y la verdad es que, llevándolo al tema que nos ocupa, nada
servirá mejor a este propósito que la senda marcada por el pre-contractualismo tomista.
Los nuevos filósofos renacentistas tomarán como punto de partida de la reflexión política
las enseñanzas del moderno santo Tomás, y con ello contribuirán -a veces sin ser
plenamente conscientes- al nacimiento de algo mucho más grande, de una doctrina que les
sobrepasa: el contractualismo moderno.
Mas este movimiento aun no ha conseguido desarrollar todo su potencial, si bien se
encuentra en plena infancia intelectual. Por esto, en sus primeros pasos, va a necesitar
apoyarse en otro primo hermano suyo que, sin embargo, terminará por brillar con luz
propia: el iusnaturalismo. Para nosotros esta doctrina filosófica no es sino una expresión
inmadura del verdadero contractualismo aún por llegar. El iusnaturalismo se fundamenta
en la creencia tomista de que existe un derecho natural que legitima la fundación del Estado.
En palabras de Giner: “no es sino la creencia de que es el derecho inherente a la existencia el que origina
la comunidad política, y el que debe regular las relaciones entre las organizaciones políticas”16.
Todo empieza en la España del siglo XVI, quiero decir, en la Europa cristiana,
sacudida por la Reforma luterana primero y la Contrarreforma católica después. En este
estado de cosas, los teólogos de la época buscan un sustento filosófico sobre el que apoyar
su línea ideológica. A este propósito servirá la Summa Teológica (1273) de santo Tomás
cuando el sacerdote dominico Francisco de Vitoria (1486-1546) funda, en las clases que
imparte en la Universidad de Salamanca, el iusnaturalismo. Con la definición “lo que la razón
natural ha establecido entre todos los hombres se llama derecho de gentes”17 que se desprende de su
libro Relecciones sobre los indios (1532), Francisco de Vitoria pone límites al poder eclesiástico
y desautoriza el pacto religioso desarrollando el moderno derecho natural.
Es el comienzo de la teoría iusnaturalista española. La puerta se ha abierto con
Francisco de Vitoria, sin embargo, su culminación no llegará sino con la obra del teólogo,
jurista y filósofo Francisco Suárez (1548-1617) llamada Tratado de las leyes humanas y del Dios
legislador (1612). Como señala Touchard, Suárez acepta por vez primera que “el Estado existe
por el acuerdo de los ciudadanos que reconocen libremente, a través de la razón, una necesidad a priori”18.
Es decir, que la constitución de la política es una elección racional. Con esta premisa se
afirma la voluntad humana respecto a la política divina por vez primera. El que se

17
considere el Estado como un corolario racional para el hombre lo hace sencillamente posible:
Puede ser y puede no ser. La decisión está en el hombre, y esto es fundamental para la
afirmación humanista que precisa el contractualismo después de la larga Edad Media.
Resumiendo de nuevo con las palabras de Giner: “lo que Vitoria, Suárez y los
pensadores que les siguieron en las universidades de Coimbra, Alcalá y Salamanca estaban haciendo
consistía en la construcción de un sistema de teoría política basado en la ley de la razón, ley que ellos
consideraban natural” 19 . Era esto el comienzo del iusnaturalismo. Con el tiempo, muchos
vieron en él un fundamento fecundo para sus propias batallas ideológicas, y poco a poco se
fue extendiendo a lo largo y ancho de Europa. Así, el primer pensador europeo en aplicar
esta doctrina más allá de los Pirineos fue Jean Bodin (1530-1596) y su obra llamada La
République bien ordonnée (1576). Bodin establece en su obra que “el recto gobierno es aquel que
sigue las leyes de la naturaleza, y no existe, por tanto, república bien ordenada que haga caso omiso de tales
leyes”20. Con lo que el hombre deviene mera ciencia. Ahora está sujeto a las mismas leyes de
la naturaleza que los demás seres existentes. Es la ciencia renacentista, la confianza en la
razón característica de la Edad Moderna, las que se expresan en estas palabras de Bodin.
Sin embargo, no le corresponde a él el haber fijado las bases imperecederas del
derecho natural, sino a su contemporáneo Samuel Pufendorf (1632-1694), el último
eslabón de la evolución iusnaturalista en el Renacimiento. Fue este filósofo luterano el
símbolo del iusnaturalismo de la época por haber sido capaz de aunar magistralmente la
teoría del derecho natural con la defensa del absolutismo. Sus libros Del derecho de la
naturaleza o de gentes (1672) y De los deberes del hombre y el ciudadano (1673) son un gran ejemplo
de cómo una lucha particular por el conservadurismo monárquico puede llegar a
convertirse en un corpus filosófico. Las razones de tal hazaña nos las explica Giner: “la obra
de Samuel Pufendorf es una clara respuesta a los horrores de la guerra de los Treinta Años que busca un
ámbito jurídico neutral y aconfesional, aunque respetuoso ante la divinidad y de una moral mínima, basada
en el derecho de todos los seres humanos a su preservación y bienestar”21.
Es ya una filosofía por primera vez individualizada, y con ello, plenamente
moderna. Estamos ante un pensamiento que no tan sólo ensalza al hombre como tal, sino
que por encima de él empieza a vislumbrar las razones egoístas que mueven al individuo.
Este paso es culminante, pues marca el trayecto que llevará del iusnaturalismo renacentista
al nuevo contractualismo. La obra que representará este tránsito será sin duda Sobre la Ley de
Guerra y de Paz (1625) de Hugo Grocio (1583-1645). Lo que el libro dice exactamente no es
en nada revolucionario a juzgar por lo que hemos dicho ya de Vitoria, Suárez y Bodin, sin
embargo su importancia yace en haber dejado la puerta abierta al gran Hobbes.

18
1.2. Clásicos
“Nos mantenemos unidos y protegemos en el otro al ser humano, entonces encontramos la necesaria
protección en nuestra unión, y en nosotros, los unidos, una comunidad de quienes conocen su dignidad
humana y se mantienen como hombres. Nuestra cohesión es el Estado; nosotros, los mantenidos unidos,
somos la nación. (...) ¡El Hombre os otorga sus derechos! Así suena el discurso de los clásicos burgueses”22.

Johann Caspar Schmidt (Max Stirner)

19
1.1. Los filósofos del contrato social

Llegados a la Edad Moderna, la historia del contractualismo deviene simplemente la


evolución de la filosofía de sus pensadores. Esto significa el origen del contrato social
como tal, pues su teoría ya no es una tímida intuición de los clásicos, ni una larga tendencia
histórica. Lejos de toda vaguedad, podemos afirmar por primera vez con rotundidad que ha
nacido el contractualismo. En este capítulo, caminaremos junto a las grandes cabezas
pensantes del contrato social moderno. Esperemos que la esencia del contractualismo se
nos aparezca de la mano de los fundadores del contrato social.

1.2.1. Thomas Hobbes (1588-1679)


De nuevo, si tuviéramos que fijar una fecha y un lugar concretos para el
alumbramiento del contrato social estos serían, sin lugar a dudas, la Inglaterra de 1651. Fue
cuando Thomas Hobbes se dio a conocer por primera vez como filósofo político con la
publicación de su Leviatán (1651). Para entonces, Gran Bretaña sufría uno de sus mayores
cismas ideológicos, al borde de la guerra civil, entre dos grandes bandos enfrentados:
monárquicos y parlamentarios. Mientras que los unos abogaban por el absolutismo del
poder real, los otros matizaban que este debía ser también compartido por el pueblo.
En este estado de cosas escribe Hobbes su Leviatán, queriendo posicionarse a favor
de los monárquicos absolutistas. Sin embargo, el resultado quedó muy lejos de sus
intenciones: su publicación ocasionó una gran polémica, y tuvo que exiliarse. La razón de la
incomprensión que despertó su obra debemos encontrarla no en las conclusiones que se
extraían del Leviatán, sino en la forma en que las expresaba. Hobbes partía de un a priori
muy al uso en la Europa intelectual post-renacentista, pero muy mal vista por la Iglesia y la
Monarquía conservadoras. Y es que el Leviatán parte de dos supuestos ideológicos
tremendamente rebeldes para la época: el materialismo y el individualismo23.
Hobbes estaba convencido de la verdad de ambos. Por un lado, creía firmemente en
que el mundo se explicaba por sí solo, atendiendo a las condiciones físicas que lo
predisponían, y así creía también poder explicar el mundo social. Por el otro lado, Hobbes
afirmaba sin tapujos que no existe ninguna acción humana que no sea desinteresada.
Ambos principios herederos de la tradición renacentista que hemos visto más arriba,
materialismo e individualismo configurarán en este filósofo la base fundamental del
contractualismo. No hay contrato social sin humanismo, y este no existe sin la total

20
afirmación del hombre, que no es más que la negación del Dios alienador, y sin la creencia
en la libertad y racionalidad de este. Este es, pues, el a priori del Leviatán.
Adentrémonos ahora entre sus páginas. Para empezar, el índice mismo ya es una
toma de posición revolucionaria. La obra consta de dos grandes partes: una primera
dedicada a El Hombre, y una segunda a La República. Vemos nada más empezar que el
esquema filosófico de Hobbes es completamente diferente de los anteriores intentos de
contractualismo. En primera instancia, porque hay en él una estructura general, no sólo
interna, que crea una metodología, una lógica y una visión filosóficas nunca vistas hasta
entonces. En segunda instancia, porque Hobbes es también el primero en situar al hombre
en el centro de todo y esto se refleja convenientemente en su estructura contractualista.
De este modo, la primera parte del Leviatán empieza con una reflexión sobre la
condición humana. El Hombre es tomado como la base material incuestionable de la
sociedad, y por ello es tratado como un objeto de estudio científico. Se analiza primero la
mente, luego la razón, entonces la virtud, y por último la condición humanas. Esto ofrece
una visión absoluta y total del hombre en todas sus dimensiones, lo cual constituye una
ante-sala necesaria para llegar donde quiere Hobbes. Pues lo que este busca en el Hombre
es el principio fundamental que rige la condición humana, su ley absoluta.
En su bosquejo de todas las dimensiones que configuran la condición humana, una
sólo sitúa Hobbes como principio fundamental de su naturaleza: la pasión24. En efecto, en
el Leviatán, las pasiones siempre se imponen a la razón; y como se descubre más adelante
que las pasiones son necesariamente insaciables y que la capacidad de saciarlas es lo que
solemos llamar poder, la ambición de poder es necesariamente el principio fundamental que
mueve el interior de todos los hombres. Hobbes escribe: “Por maneras me refiero a aquellas
cualidades de la humanidad que interesan al problema de vivir en común dentro de la paz y la unidad. A
este fin hemos de considerar que la felicidad no consiste en el reposo de una mente satisfecha, porque no
existe ni ese finis ultimus ni ese summum bonum que resulta mencionado en los libros de los filósofos
de la vieja moral, pues no puede vivir un hombre sin deseos. La felicidad es un continuo progreso del deseo
desde un objeto a otro, donde la obtención del anterior no es sino camino hacia el siguiente. La causa de ello
está en que el objeto del deseo humano no es solo disfrutar una vez y por un solo instante, sino asegurar
para siempre el camino de su deseo futuro. Por eso mismo sitúo en primer lugar, como inclinación general de
toda la humanidad, un deseo insaciable de poder tras poder, que sólo cesa con la muerte”25.
En este poderoso fragmento reside toda la fuerza del Leviatán. Hobbes ha levantado
al hombre sobre una base sólida, sobre un principio universal, y esto significa, sin lugar a
dudas, el comienzo de la travesía contractualista en la Edad Moderna. Hobbes ha rastreado

21
en el hombre el principio pasional, lo que le ha llevado al deseo, y con ello ha descubierto la
forma de su realización: el poder. Más que el razonamiento sea cierto o no, esta reflexión
de Hobbes es revolucionaria porque ha insertado en el sino de la condición humana la
facultad del Poder. Aquí lo político y lo humano se han convertido en un todo. Hasta aquí
la primera parte estricta del Leviatán dedicada a El Hombre. Encontrado el principio de la
condición humana, Hobbes se propone en sus últimos capítulos desentrañar la naturaleza
de la sociedad. Para ello, veremos aquí reaparecer en todo su esplendor la lógica
contractualista. En el salto que lleva del Hombre a la República, Hobbes se imaginará una
sociedad en estado de naturaleza, es decir sin política, para observar como de esta fase
primigenia se ocasionaría el Estado partiendo del supuesto sobre el Hombre que ha
quedado sentado más arriba.
En primer lugar, en el estado de naturaleza identifica Hobbes una igualdad de
poderes. “De esta igualdad de capacidades surge la igualdad en la esperanza de alcanzar nuestros fines.
Y por lo tanto, si dos hombres cualesquiera desean la misma cosa que, sin embargo, no pueden ambos gozar,
devienen enemigos; y en su camino hacia la auto-conservación de sus respectivos poderes se esfuerzan en
subyugarse o destruirse. (...) Así pues, encontramos tres causas principales de riña en la naturaleza del
hombre. Primero, competición; segundo, inseguridad; tercero, gloria. (...) Es por ello manifiesto que durante
el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que les obligue a todos al respeto, están en guerra, y
particularmente en una guerra de todos contra todos”26. De aquí la necesidad del Estado y por ende
también es aquí que encontramos el fundamento moderno de contractualismo.
En segundo lugar, una vez explicada la necesidad de la política, Hobbes debe
analizar su constitución. En ella identifica el filósofo la aparición del contrato social como
fundamento político. ¿Por qué hombres libres en estado de naturaleza se someten a la
voluntad política?. El contrato social, según Hobbes, toma de todos y cada uno de los
individuos de la sociedad una parte de su libertad personal, en beneficio de la conservación
de su poder. Con esto la guerra de todos contra todos se calma y aparece la paz como
resultado del pacto. Esta es la aparición del Estado, y de su líder, el Soberano.
Con esto llegamos al tercer estadio: la constitución de la república, fase final de la
reflexión contractualista que ya se desarrolla plenamente en la segunda parte del Leviatán.
Hobbes es consciente que nada de esta elucubración sobre el contrato social sirve de nada
si esto no sirve, en primera instancia, para defender un régimen político en concreto.
Particularmente, la reflexión hobbesiana culmina en la defensa fervorosa del absolutismo,
que reza así: “El único modo de erigir un poder común que pueda defendernos de la invasión de extraños
y de las injurias entre nosotros mismos, dándonos una seguridad que nos permita alimentarnos con el fruto

22
de nuestro trabajo y con los productos de la tierra y llevar así una vida satisfecha, es el de conferir todo
nuestro poder y toda nuestra fuerza individuales a un solo hombre que puedan reducir las voluntades de los
súbditos a un sola voluntad. O lo que es lo mismo, nombrar a un individuo para que nos represente a todos
y responsabilizarse a cada uno como autor de todo aquello que haga o promueva quien ostente esa
representación en asuntos que afecten la paz y la seguridad comunes; y, consecuentemente, someter sus
voluntades a la voluntad de ese representante, y sus juicios respectivos, a su juicio. Esto es algo más que
consentimiento o concordia; es una verdadera unidad de todos en una y la misma persona, unidad a la que
se llega mediante un acuerdo de cada hombre con cada hombre, como si cada uno estuviera diciendo al otro:
Autorizo y concedo el derecho de gobernarme a mí mismo, dando esa autoridad a este hombre o a esta
asamblea de hombres; con la condición de que tú también le concedas tu propio derecho de igual manera, y
les des esa autoridad en todas sus acciones. Una vez hecho esto, una multitud así unida en una persona es lo
que llamamos Estado. De este modo se genera ese gran Leviatán, o para hablar con mayor reverencia, ese
Dios mortal a quien debemos nuestra paz y seguridad”27.
Con estas palabras de unión y gloria abandonamos a Hobbes. Su apuesta por el
absolutismo no debe ser vista tanto como un defecto filosófico como un simple error
contextual. Lo que sí debemos recordar es que Thomas Hobbes ha dotado al
contractualismo moderno de una lógica, un vocabulario y unos objetivos específicos.

1.2.2. Baruch Spinoza (1632-1677)


La influencia de Hobbes no tardaría mucho en hacerse notar en la Europa
intelectual del siglo XVII. En medio de la Guerra de los Treinta Años, las monarquías
absolutistas europeas se habían enfrentado encarnizadamente dejando atrás un panorama
humano y político desolador. Como veremos, muchos filósofos modernos encontrarían en
el descubrimiento del contrato social promovido por Hobbes una arma definitiva para
garantizar la paz política. Este es el caso del filósofo neerlandés Baruch Spinoza, al que se
considera, en el aspecto político, precursor de Rousseau .
Si bien hemos dicho más arriba que de hecho la filosofía de Thomas Hobbes era en
realidad un posicionamiento ideológico frente a la guerra civil inglesa, en el caso de Spinoza
tampoco su pensamiento político estará desprovisto de particularidades. Como señala
Giner, “muchos pensadores del tiempo de Spinoza reaccionaron desfavorablemente ante la heterodoxia de
sus ideas, en especial contra las más panteístas de ellas. Los insultos se acumularon sobre su cabeza: impío,
ateo, demente, monstruo” 28 . Eran malos tiempos para la libertad de pensamiento. El
absolutismo y la Inquisición no dejaron de atormentar las ansias de libertad del joven
Spinoza, y parece ser que estas encontraron la forma de su lucha en el contrato social. El

23
contractualismo spinozista será por tanto una reacción a la opresión ejercida por el
absolutismo sobre la libertad individual. Es así como el contrato social se vinculará por
primera vez, y gracias a Spinoza como su principal precursor, con el liberalismo político.
Así pues, con la mirada puesta en este objetivo, Spinoza desarrollará una filosofía
política propia compleja y, al mismo tiempo, rebelde. En su trayectoria general, seguirá la
visión contractualista de su maestro Hobbes; pero en lo específico, puesto que donde
quiere llegar es en sí diferente, creará también una filosofía distinta. En particular, la línea
de diferencia la marcará el a priori humano, es decir, el supuesto sobre el hombre que Spinoza
aceptará de entrada. Este lo encontraremos en su Ética demostrada según el principio geométrico
(1675), una demostración hercúlea sobre el determinismo moral del ser humano. Según
Spinoza: “no hay en el alma ninguna voluntad libre, sino que el alma es determinada a querer esto o
aquello por una causa, que también es determinada por otra, y esta a su vez por otra ad infinitum”29. Es
decir, en sus propias palabras, que: “todos nos imaginamos ser libres, puesto que somos conscientes de
nuestra voluntad, y ni soñando llegamos a pensar las causas que nos disponen a apetecer y a querer, pero
debemos ser conscientes que esto es solo porque las ignoramos”30.
Así pues, para Spinoza el hombre es un ente más de la Naturaleza, una afección
más de la Sustancia, otro atributo de la esencia infinita de Dios. Esto lo convierte en una
marioneta de sus pasiones, negando así, aparentemente, cualquier ápice de libre albedrío. La
libertad, dirá Spinoza, aparece cuando el ser humano acepta que todo está determinado. Sin
embargo, sólo un principio debe permanecer en la base de la condición humana, y este es el
que buscará asiduamente Spinoza en su Ética. Llegado el momento, anunciará que este no
es sino el principio de auto-conservación, el conatus sese conservandi, pues: “el alma se esfuerza
siempre por preservar en su ser con una duración indefinida, y ella es consciente de tal esfuerzo”31. De esta
manera, el hombre spinoziano es un animal encaminado fundamentalmente hacia la auto-
conservación de su ser. Este es el a priori humano que propone Spinoza en su Ética, ahora
pasemos a ver como esto funciona en el contractualismo político.
El libro cumbre de esta su filosofía social no será otro que su Tratado teológico-político
(1670). En él Spinoza culminará todo el potencial contractualista latente en la Ética.
Partamos del principio humano descubierto en esta última obra, esto es, que la auto-
conservación es la pasión más fundamental por la que se mueve la voluntad humana.
Imaginemos ahora, tal y como se hace al empezar el Tratado teológico-político, un estado de
naturaleza constituido por hombres que así actúan. Spinoza nos explica rápidamente el
paso desde este estado al de contrato social: “primero de todo, en lo que respecta a los medios de
vivir en seguridad y de conservar la salud del cuerpo, corresponde a la naturaleza exterior, esto es, la

24
relación de los seres humanos entre sí, la fortuna o desgracia del individuo. (...) Para esto el medio que
aconsejan la razón y la experiencia es formar una sociedad fundada sobre leyes y establecerse en una región
determinada y concentrar todas las fuerzas individuales en un solo cuerpo, el cuerpo social”32.
En pocas líneas, Spinoza ha sintetizado la nueva tendencia hobbesiana
contractualista sin con esto perder un ápice de originalidad. El hombre de Spinoza no es un
hombre político con una ambición infinita de poder intrínseca a su naturaleza como lo es el
de Hobbes, sino que es simplemente un animal que sigue sus afecciones pasionales y las
solventa de forma racional. Este salto es importante, pues no está en la visión hobbesiana
donde el hombre siempre es lobo para el hombre: en Spinoza el hombre cambia al pasar del
estado de naturaleza a la constitución social, el contrato le humaniza porque es un ejemplo
de la confianza que es capaz de depositar en la razón. Lo explica el mismo Spinoza: “cuando
los hombres ceden, o se ven obligados a ceder una parte de su derecho natural, y se imponen un género de
vida determinado, esto depende completamente de la voluntad humana”33.
Vemos aquí algo sorprendente: el mismo Spinoza para el que toda acción del ser
humano estaba determinada por la ley de su conatus, al tocar el tema político, se retracta y
explica su constitución directamente desde la voluntad humana34. Este es, sin lugar a dudas, el
origen del liberalismo y, más importante aún para nosotros, de su vínculo inquebrantable
con el contractualismo moderno. Sus corolarios no tardarán en salir a la luz de la mano de
un discurso liberal pionero: “puesto que la potencia universal de toda la naturaleza no es sino la
potencia de todos los individuos reunidos, se sigue necesariamente que cada individuo tiene un derecho
supremo sobre todas las cosas que puede alcanzar, es decir, que el derecho de cada uno se extiende hasta
donde se extiende su poder. (...) Se deduce de esto que cada individuo posee un derecho soberano a existir y a
obrar según está determinado por su naturaleza”35.
Esta es la originalidad de Spinoza. Por un lado, en él culmina el iusnaturalismo; y
por el otro, en él empieza el contractualismo. La muerte de uno, pero sobre todo, el
nacimiento del otro es lo que dará origen al liberalismo político a lo largo de la Modernidad.
La intuición individualista de Hobbes se ha materializado en Spinoza: de ahora en adelante
el contractualismo será el arma filosófica del liberalismo. Y como no existe ideología sin
política, no es sorprendente que sea también Spinoza el primero, tal y como es también el
primer liberal, aún sin saberlo, en defender el régimen democrático frente al absolutista. Sus
palabras son luminosas: “en los Estados democráticos son menos de temer los absurdos, porque es casi
imposible que la mayor parte de una asamblea, especialmente si es numerosa, convenga en un absurdo.
Además, hay que tener en cuenta su fin, que no es otro que evitar apetitos desbordados y contener a los

25
hombres en los límites de la razón, en tanto que puede hacerse que para que vivan pacífica y concordemente,
cuyo fundamento, si se destruye, fácilmente arruina todo el edificio”36.
Parece ser, para acabar con este complejo e interesante filósofo, que en Spinoza ha
culminado el latido ideológico que yacía bajo el contractualismo. Con él hemos dejado
definitivamente el iusnaturalismo y hemos entrado de lleno en el terreno del contrato social,
de él es evidente que se ha concluido un corolario fundamentalmente liberal e in fine, a
partir de él hemos llegado a su principio político cumbre: la democracia. Parece ser que no
estamos exagerando, por tanto, si afirmamos que todo estuvo ya en Spinoza.

1.2.3. John Locke (1632-1704)


Si bien en Spinoza el liberalismo latía tímidamente tras la lógica contractualista, es
en John Locke donde tanto la ideología como la filosofía política culminarán una primera
fase de conciencia histórica. El Segundo tratado sobre el Gobierno civil (1689) es la realización de
este doble apogeo del contractualismo. Por un lado, filosóficamente, veremos alcanzar una
excelencia formal que jamás se repetirá en la historia. Y por el otro, del punto de vista
ideológico, Locke abrirá explícitamente la puerta al liberalismo naciente.
Todo a su tiempo, empecemos por introducir la obra en su a priori filosófico.
Primero de todo, hay que notar la advertencia que Carlos Mellizo nos subraya en su Prólogo
al Segundo tratado sobre el Gobierno civil: “cualquier lector que observe con atención los fundamentos en los
que Locke se apoya para construir su hipótesis acerca del origen del contrato social tendrá por fuerza que
reparar en una cierta ambigüedad de base” 37 . La razón de esta aparente vaguedad apriorística
debemos buscarla en la ausencia de un tratado ético sobre el hombre anterior a la obra
misma. Veíamos hace un momento en los pensamientos políticos de Hobbes y de Spinoza
como estos se constituían a partir de una determinada teoría sobre el hombre, desde la cual
se llegaba al contrato social. En la obra de Locke, sin embargo, se produce un cambio
asombroso: sencillamente no hay un a priori humano, el mismo contractualismo sirve de a
priori en su concepción del hombre.
Lo que el editor de Locke en castellano, Carlos Mellizo, cree que es una ambigüedad
de base representa, en mi opinión, el más alto valor de la obra política de Locke. El Segundo
tratado sobre el Gobierno civil es un libro orientado completamente desde y para el
contractualismo. El contrato social es aquí a la vez base, forma y resultado de su misma
filosofía. La prueba empírica de ello es su Índice, el cual representa el primer, y seguramente
también el más excelente ejercicio de conceptualización, sistematización y descripción del
contrato social. Vemos, por ejemplo, como el tratado empieza con un capítulo titulado Del

26
estado de naturaleza y analiza cada una de sus ramificaciones hasta llegar al capítulo octavo
donde se trata Del origen de la sociedad política, esto es, del contrato social.
Aquí el contractualismo es a la vez el punto de partida, el centro de la reflexión y la
conclusión final. Es la primera culminación del contrato social moderno, y la verdad es que
esta consolidación teórica brindará a Locke la oportunidad perfecta para elaborar un
sistema filosófico muy original. El Segundo tratado sobre el Gobierno civil se desmarca tanto de
Hobbes como de Spinoza para dar pie a una visión contractualista completamente diferente.
Como ya hemos dicho, la obra empieza con el característico estado de naturaleza, donde
Locke se imagina una sociedad entera sin Estado político. Puesto que en él no existe
ningún tipo de a priori sobre el hombre, las tornas se invierten y en vez de partir de una
determinada consideración sobre el ser humano para luego poder observarle en el estado
de naturaleza, Locke sacará aquí su interpretación de la condición humana desde lo que él
imagina que sería el hombre en estado de naturaleza. Nada debe salir del contractualismo.
Comienza pues el Segundo Tratado sobre el Gobierno civil en un imaginario estado de
naturaleza. Locke destaca dos cualidades en especial como fundamentales a esta primera
fase del contractualismo. Por un lado, “es el estado de naturaleza una etapa de perfecta libertad para
que cada uno ordene sus acciones y disponga de posesiones y personas como juzgue oportuno sin pedir
permiso ni depender de la voluntad de ningún otro hombre”. Por el otro lado, “es también un estado de
igualdad, en el que todo poder y jurisdicción son recíprocos, y donde nadie los disfruta en mayor medida que
los demás” 38 . Libertad e igualdad, pues, fundamentan la vida del hombre en este estado
primitivo de la sociedad según la visión de Locke. No es un estado tenebroso como el de
Hobbes, ni peligroso como el de Spinoza, sino todo lo contrario, un ideal de convivencia y
de respeto en el que cada hombre es plenamente autónomo respecto de sí mismo.
Como el punto de partida es diferente, la conclusión a la que vamos a llegar va a ser
también diferente. Locke se ha desmarcado de sus maestros y ha querido ver en el estado
de naturaleza un paraíso idílico en vez de un mare tenebrum. Esto es porque Locke sostiene la
moralidad del hombre incluso fuera de la sociedad política. Esta creencia le conducirá al
descubrimiento de su verdadera condición, esto es: la ley de naturaleza. En palabras del
mismo Locke: “el estado de naturaleza tiene una ley de naturaleza que lo gobierna y que obliga a todos;
y la razón, que es esa ley, enseña a toda la humanidad que siendo todos los hombres iguales, ninguno debe
dañar a otro en lo que atañe a su vida, salud, libertad o propiedad”39.
Es decir, que incluso lejos del Estado, el hombre tiene, en estado natural, el
conocimiento de lo que es moral y por tanto de cómo debe comportarse. La guerra
hobbesiana de todos contra todos no existe por tanto en la visión de Locke. Existe la ley de

27
naturaleza que obliga a todos a actuar con respecto a la razón. Sólo aquellos, por tanto, que
no sigan la senda marcada por la naturaleza entrarán en lo que Locke llama el estado de guerra.
Esta segunda fase contractualista representa la ante-sala inmediata a la fundación del
contrato social. Así como en cualquier sociedad existen criminales que no cumplen con la
ley establecida, Locke considera que en el estado de naturaleza sucede algo parecido, y que
es así como empieza el estado de guerra.
“El estado de guerra es un estado de enemistad y cuando se declara con una premeditada y
establecida intención contra la vida de otro hombre, pone a este en un estado de guerra contra quien ha
declarado dicha intención. Y de este modo expone su vida al riesgo de que sea tomada por aquél o por
cualquier otro que se le una en su defensa y haga con él causa común en el combate. Pues es justo que yo
tenga el derecho de destruir a quien amenaza con destruirme a mí. Según la ley de naturaleza, un hombre
debe conservarse a sí mismo hasta donde pueda. (...) Estar libre de la coacción es lo único que puede
asegurar mi conservación; y la razón me aconseja considerar a un hombre tal como a un enemigo de mi
conservación al que se presente capaz de privarme de mi libertad. Aquél que, por tanto, en el estado de
naturaleza, arrebatase la libertad de algún otro debe ser considerado, necesariamente, como alguien contrario
a la ley de naturaleza por estar en contra de la libertad, siendo esta el fundamento de todas las cosas”40.
La justicia es posible, pues, también en el estado de naturaleza. Y considerando el
contrato social desde esta visión, lo único que aporta el Estado es la sustitución de la vieja
ley de naturaleza por la nueva ley social. En efecto, todo parece indicar que aunque el estado
de guerra de Locke no es tan peligroso como la guerra universal hobbesiana, el hombre en
estado de naturaleza adquirirá progresivamente un temor más que justificado a sus
semejantes. Inseguridad que le conducirá, como en el Leviatán, a acordar con ellos un pacto.
Con él, la inefable ley de naturaleza se materializará en la forma del Estado, y a partir de él
se realizará en la llamada ley social. Es pues la visión de Locke una visión en la que el
hombre cambia: la ley le humaniza y le saca de las tinieblas de su animalidad.
“El hombre nace con un título a la perfecta libertad y al disfrute ilimitado de todos los derechos y
privilegios de la ley natural. Tiene, pues, por naturaleza, al igual que cualquier otro hombre o de cualquier
número de hombres que haya en el mundo, no solo el poder de defender su propiedad, es decir, su vida, su
libertad y sus bienes, contra los atropellos y acometidas de los demás; tiene también el poder de juzgar y de
castigar los quebrantamientos de esa ley cometidos por otros, en el grado que en su convencimiento merece la
culpa cometida, pudiendo, incluso, castigarla con la muerte cuando lo odioso de los crímenes cometidos lo
exija, en opinión suya. Ahora bien: no pudiendo existir ni subsistir una sociedad política sin poseer en sí
misma el poder necesario para la defensa de la propiedad, y para castigar los atropellos cometidos contra la
misma por cualquiera de los miembros de dicha sociedad, resulta que solo existe sociedad política allí, y allí

28
exclusivamente, donde cada uno de los miembros ha hecho renuncia de ese poder natural, entregándolo en
manos de la comunidad para todos aquellos casos que no le impiden acudir a esa sociedad en demanda de
protección para la defensa de la ley que ella estableció”41.
Este es el fundamento del Estado, según Locke. Partiendo del contractualismo se
demuestra, en primera instancia, la necesidad de la política. Mas como ya hemos visto en
otros autores, esta reflexión tan sólo es el punto de partida en realidad, de todas los
corolarios filosóficos que de él pueden desprenderse. El primero en aparecer siempre es,
cómo no, la elección del régimen de gobierno más adecuado. Es por esta razón que
seguidamente Locke pasa a defender el sistema político que él considera mejor, que en su
caso será también el régimen democrático. No nos equivocábamos en decir que este es el
filósofo pionero en vincular contractualismo y liberalismo, pues obsérvese el alegato que
defiende a continuación: “una vez que, gracias al consentimiento de cada individuo, ha constituido
cierto número de hombres una comunidad, han formado, por ese hecho, un cuerpo con dicha comunidad, con
poder para actuar como un solo cuerpo, lo que se consigue por la voluntad y la decisión de la mayoría. De
otra forma es imposible actuar y formar verdaderamente un solo cuerpo, una sola comunidad, que es a lo
que cada individuo ha dado su consentimiento al ingresar en la misma. El cuerpo se mueve hacia donde lo
impulsa la fuerza mayor, y esa fuerza es el consentimiento de la mayoría; por esa razón quedan todos
obligados por la resolución a que llegue la mayoría”42. Normalmente a este punto de la reflexión
concluiría cualquier otro contractualista anterior. Una vez solucionado el problema de los
tres estados, cualquier filósofo clásico empezaría ya su conclusión.
No sucede así con Locke. El ir tan lejos en su contractualismo le brindará también
la posibilidad de abrir una última puerta al conocimiento político: esta será la de la
ideología. No sólo es capaz de hacer apología de la democracia, sino que además este
nuevo contractualismo llega a desenmascarar los límites y fines del Estado gobernante. Así
se pueden resumir sus conclusiones más avanzadas: “primero de todo, el Gobierno no debe estar
dirigido para otro fin que no sea el de lograr la paz, la seguridad y el bien del pueblo. (...) Además, puesto
que el fin sumo de los hombres al entrar en sociedad es el goce de sus propiedades en seguridad y paz, y el
medio para ello son las leyes en tal sociedad establecidas, es evidente que debe establecerse un poder legislativo
de acuerdo con la primera y fundamental ley de naturaleza, a saber: la preservación de la sociedad toda”43.
Con este fragmento que podría haberse extraído de cualquier manifiesto liberal,
dejamos la filosofía política de Locke. Tiene éste el orgullo de ser el primero en introducir
las ideas liberales a partir de una visión contractualista sublime, mas también es verdad que
su contractualismo está dominado por una voluntad de aburguesamiento universal que
traerá mucha cola en los siglos venideros.

29
1.2.4. Jean-Jacques Rousseau (1712-1778)
El contractualismo alcanzará su culminación formal, sin lugar a dudas, en la obra
filosófica de John Locke. Sin embargo, ocurre normalmente que al hablar de contrato social,
el nombre de Rousseau es el que se impone con más vehemencia a los demás. Esta
intuición, debemos reconocerlo, no carece en modo alguno de verdad. La razón es que
Jean-Jacques Rousseau no aportó realmente ningún progreso conceptual, metodológico o
puramente formal al contractualismo; en su lugar, le dotó de algo mucho más importante
para su desarrollo histórico: un contenido revolucionario.
En efecto, Jean-Jacques Rousseau no se parece en modo alguno a los filósofos que
hemos descrito hasta ahora. Huérfano desde muy pequeño, desclasado en una sociedad que
le incomprendía y con la que él se mostraba tirante, apátrida, hors-scène, Rousseau se sintió
siempre fuera de lugar, como viviendo en un tiempo que no era el suyo. Estaba tan fuera de
los movimientos burgueses ilustrados como del calor del pueblo llano que ansiaba un
cambio social. Vivió y escribió desde el distanciamiento hacia una época a la que miraba
con recelo. De ahí que su filosofía fuera más un arma contra la sociedad que lo marginaba
que un simple instrumento intelectual con el que soñar una utopía irrealizable. La prueba
de ello la encontramos en la Revolución Francesa, a la que Giner se atreve a alegorizar
como la “simple apoteosis de Rousseau”44.
En definitiva, este es un filósofo verdaderamente inclasificable. Pensador, sí, pero
con un bagaje literario impresionante que se refleja en todas sus obras; ilustrado, también,
mas con unos tintes románticos que serán entendidos mucho más tarde; y por último,
liberal, es cierto, sin embargo poseía también una sensibilidad hacia los oprimidos con la
que se aventuraban movimientos sociales muy posteriores a su tiempo. Esta poderosa
actitud ante el mundo es la que configura la obra política de Rousseau. Primero en su
Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité parmi les hommes (1754), y luego en su
maravilloso Politique du contrat social ou Principes du droit politique (1762), Rousseau sintetiza su
pensamiento político y crea algo que no existía del mismo modo antes que él. Las
afirmaciones que vierte en esta obra rebasan el alcance de las meras palabras y se sitúan
muy por encima del discurso filosófico. Esto es política. Rousseau convierte el contrato
social en una lucha ideológica, en una arma revolucionaria, una herramienta pensada para
transformar la sociedad. Y toda su fuerza la dirigirá contra la cabeza del absolutismo. Un
nuevo contrato social está a punto de nacer.

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Rousseau desenvaina el contractualismo como la única espada de su lucha
revolucionaria. En su caso es una ferviente convicción y esta es su fuerza. Por esta razón
nos adentraremos en el pensamiento de este filósofo, ante todo, con el alegato ideológico
que pronuncia en favor del contractualismo al comienzo de su Discours: “O homme, de quelque
contrée que tu sois, quelques que soient tes opinions, écoute. Voici ton histoire telle que j'ai cru la lire, non
dans les livres de tes semblables qui sont menteurs, mais dans la nature qui ne me ment pas. Tout ce qui
sera d'elle sera vrai. Il n'y aura de faux que ce que j'y aurais mêlé du mien sans le vouloir. Les temps dont
je vais parler sont bien éloignés. Combien tu as changé de ce que tu étais! C'est pour ainsi dire la vie de ton
espèce que je te vais décrire d'après les qualités que tu as reçues, que ton éducation ont pu dépraver, mais
qu'elles n'ont pu pas détruire. Il y a, je le sens, un âge auquel l'homme individuel voudrait s'arrèter; tu
chercheras l'âge auquel tu désirerais que ton espèce se fùt arrêtée. Mécontent de ton état présent, par des
raisons qui annoncent à ta posterité malheureuse de plus grand mécontentements encore, peut-être voudrais-
tu pouvoir rétrograder; et ce sentiment doit faire l'éloge de tes premiers aïeux et l'effroi de ceux qui auront le
malheur de vivre après toi”45.
En este bellísimo alegato que Rousseau pronuncia en favor del contrato social está
la esencia de su filosofía. El contractualismo reside en la voluntad que propone de
retroceder en el tiempo para poder encontrarse a uno mismo en un estado de naturaleza del
que el hombre se alejó y que lamenta. Porque ¿qué es el hombre en esencia?. Es lógico que
Rousseau se plantee comprender el fundamento de la condición humana. Curiosamente,
ninguna de las dos obras que hemos mencionado como representativas del pensamiento
político de Rousseau son, de facto, el punto de partida real de la visión contractualista del
pensador. En su lugar, y paradójicamente es en una de sus últimas obras, donde consigue
sintetizar su característica visión sobre el hombre. El libro en cuestión lleva por título Émile
ou De l'éducation (1762) y constituye la base de su pensamiento antropológico. Oigamos los
deseos que tiene Rousseau para con su hijo ficticio Émile: “Qu’il sache que l’homme est
naturellement bon, qu’il le sente, qu’il juge de son prochain par lui-même ; mais, qu’il voie comment la
société déprave et pervertit les hommes ; qu’il trouve dans leurs préjugés la source de tous leurs vices ; qu’il
soit porté à estimer chaque individu, mais qu’il méprise la multitude ; qu’il voie que tous les hommes
portent à peu près le même masque, mais qu’il sache aussi qu’il y a des visages plus beaux que le masque
qui les couvre”46.
El hombre, pues, es bueno por naturaleza. Esta es la máxima que se desprende de
todos los consejos dados al joven Émile. Rousseau cree que el hombre en estado de
naturaleza no es sino un ser perfecto más de la creación divina. ¿Cómo entonces explicar y
resolver la corrupción en que se vive? El mismo Rousseau es consciente del enorme

31
problema que tiene frente a sí al afirmar la bondad natural del hombre y por ello sostiene
sin rodeos al principio de una de sus obras que “même si l'homme est naît libre, il est partout dans
les fers”47. Esta constatación empírica le lleva a considerar el problema de la corrupción de la
sociedad en un libro aparte: el Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité parmi les hommes.
La pretensión de esta obra primogénita en la mente de su autor no es otra que la de
adentrarse en el estado de naturaleza para desentrañar los orígenes de la corrupción y la
injusticia de la sociedad con la que Rousseau se indignaba continuamente.
El libro es pues la narración filosófica del estado de naturaleza. Rousseau empieza
su historia con la visión de un estado primitivo del hombre, algo parecido al período
cazador-recolector, en que la sociedad empieza a desarrollarse 48 . El hombre es, en la
imaginación del autor, bueno en dicho estado. No existe ni propiedad, ni opresión, ni
Estado. Los hombres viven en paz y con la plena conciencia de que son iguales a sus
semejantes. Sin embargo, pronto descubre Rousseau en su Discours que este estado natural
no podía durar debido al advenimiento del progreso tecnológico. Es decir, con la llegada de
la agricultura. Según el filósofo, la agricultura precisa de la propiedad, y con ello, destruye el
convencimiento natural al hombre de que todo es de todos y nada es de nadie. Con sus
propias palabras: “le premier qui, ayant enclos un terrain, s'avisa de dire : 'ceci est à moi', et trouva des
gens assez simples pour le croire, fut le vrai fondateur de la société civile. Que de crimes et de guerres, que de
misères n'eût point épargnés aux genre humain celui qui, arrachant les pieux ou comblant le fossé, eût crié à
ses semblables : Gardez-vous d'écouter cet imposteur ; vous êtes perdus si vous oubliez que les fruits sont à
tous et que la terre n'est à personne”49.
De esta forma explica Rousseau en su Discours la destrucción del idílico estado de
naturaleza y el surgimiento de la desigualdad y la corrupción. El principio de propiedad
parece haber sido el principal causante de este importante cambio, así como también lo era
en el contractualismo de Locke. Pero este principio originario de la sociedad en general
despierta en Rousseau las más duras críticas. Parece sentirse reflejado en los gritos de este
último hombre que, tras asistir a la proclamación de la propiedad privada, se levanta y
recuerda que tal razonamiento no tiene razón de ser porque todo es de todos y nada es de
nadie. A lo largo de las páginas siguientes del Discours, Rousseau halla la manera de
desarrollar esta crítica bajo un cuerpo filosófico total. Según él, con la constitución del
derecho a la propiedad el hombre da un salto desde el estado de naturaleza hacia la
sociedad civil. De este modo, explica Rousseau, no sólo se transforma el sistema social,
sino que el hombre mismo cambia con él.

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Este es el principio de la socialización del hombre, y por tanto, el comienzo
también de su corrupción: “de libre et indépendant qu'était auparavant l'homme, le voilà par une
multitude de nouveaux besoins assujetti à toute nature et surtout à ses semblables dont il devient l'esclave en
un sens, même en devenant leur maître ; riche, il a besoin de leur services ; pauvre, il a besoin de leur secours
et la médiocrité ne le met point en état de se passer d'eux. Il faut donc qu'il cherche sans cesse à les intéresser
à son sort et à leur faire trouver en effet ou en apparence leur profit à travailler pour le sien : ce qui le rend
fourbe et artificieux avec les uns, impérieux et dur avec les autres, et le met dans la nécessité d'abuser tous
ceux dont il a besoin, quand il en peut se'n faire craindre, et qu'il en trouve pas son intérêt à les servire
utilement. Enfin l'ambition dévorante, l'ardeur d'élever sa fortune relative, moins par un véritable besoin
que pour se mettre au-dessus des autres, inspire à tous les hommes un noir penchant à se nuire
mutuellement, une jalousie secrète d'autant plus dangereuse que, pour faire son coup plus en sûreté, elle
prend souvent le masque de la bienveillance ; en un mot, concurrence et rivalité d'une part, de l'autre
opposition d'intérêt, et toujours le désir caché de faire son profit aux dépens des autres, tous ces maux sont le
premier effet de la propriété et le cortège inséparable de l'inégalité naissante”50.
Dicho de otro modo: la propiedad enfrenta a los hombres entre sí; la rivalidad que
de ella se deriva convierte inevitablemente a unos en vencedores, la clase privilegiada, y a
otros en perdedores, los oprimidos. Un planteamiento novedoso acogido por un espíritu
completamente revolucionario. Estamos delante de la antesala contractualista al
proudhonismo y al marxismo decimonónicos. Lo que ha hecho Rousseau en este pasaje es
la anticipación de los movimientos románticos desde la mera base que Locke proponía en
su obra. Es el principio de una nueva visión sobre la sociedad, el Discours es, de hecho, la
semilla de la sociología conflictivista. Sin embargo, no debemos olvidar que lo más
importante para Rousseau en toda su reflexión sigue siendo el desarrollo del individuo, el
progreso hacia su humanización. En efecto, lo crucial en su concepto del contractualismo es
que el hombre cambia de un estado a otro. Primero, bondadoso en plena naturaleza; luego,
maquiavélico en el seno de la sociedad. El hombre acaba por corromperse tal y como
profetizaba Rousseau y con ello ha traído la desigualdad a toda la humanidad51.
El estado de naturaleza que dejó atrás el Discours sur l'origine et les fondements de
l'inégalité parmi les hommes fue un panorama desolador en el que mucha gente de la época se
sintió lamentablemente reflejada. La crítica a la desigualdad, la injusticia y la maldad
humanas plantó una semilla en los corazones insurrectos de aquellos que sentían que algo
muy importante fallaba en el sistema de gobierno absolutista. Pero la identificación del
problema no era más que la primera parte de lo que Rousseau tenía en mente. En realidad
preparaba secretamente un segundo libro, la cumbre del contractualismo y de toda la

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filosofía política moderna: Le contrat social. Escrito desde y para la lucha ideológica, este
manifiesto liberal instiga a la revolución desde la primera página: “L’homme est né libre, et
partout il est dans les fers. Tel se croit le maître des autres, qui ne laisse pas d’être plus esclave qu’eux.
Comment ce changement s’est-il fait ? Je l’ignore. Qu’est-ce qui peut le rendre légitime ? Je crois pouvoir
résoudre cette question. Si je ne considérais que la force et l’effet qui en dérive, je dirais : « Tant qu’un
peuple est contraint d’obéir et qu’il obéit, il fait bien ; sitôt qu’il peut secouer le joug, et qu’il le secoue, il fait
encore mieux : car, recouvrant sa liberté par le même droit qui la lui a ravie, ou il est fondé à la reprendre,
ou on ne l’était point à la lui ôter ». Mais l’ordre social est un droit sacré qui sert de base à tous les autres.
Cependant, ce droit ne vient point de la nature ; il est donc fondé sur des conventions. Il s’agit de savoir
quelles sont ces conventions”52.
Rousseau dibuja aquí el plan de su obra: ¿sobre qué convenciones se funda el
orden social? Pero también se dan los primeros pasos de la Edad Moderna: existe una
utopía, la libertad, que todos podemos alcanzar, mediante la revolución, y su fundamento
se halla a nuestro alcance, en el contrato social. Es hora pues de adentrarnos en el sentido
del estado de naturaleza descrito en el Discours para observar cómo de sus desigualdades
emana la sociedad política legítima. Si teníamos al final de ese primer libro el desdibujado
relieve de una sociedad enfrentada entre sí por unas insuperables desigualdades que
convertían a unos en amos y a otros en esclavos, pues bien, frente a este panorama
hobbesiano, la primera voluntad de Rousseau será la de demostrar la ilegitimidad del poder
absoluto. Leíamos en Hobbes que la monarquía autoritaria se sustentaba sobre dos pilares
jurídicos inquebrantables: el derecho del esclavo por una parte, y el derecho del más fuerte
por la otra. De este modo, Rousseau apuntará las miras de los primeros capítulos de Le
contrat social a la crítica feroz de estos dos principios conservadores que cortan las alas a la
liberación de su sociedad.
Primero de todo, el filósofo revolucionario atacará la idea común aceptada de la
moralidad de la esclavitud. Consciente de que el fundamento filosófico de todo esclavista
de la época hallaba su primera expresión en Aristóteles, Rousseau tomará a éste como
metonimia de de su crítica: “Aristote avait dit que les hommes ne sont point naturellement égaux,
mais que les uns naissent pour l’esclavage et les autres pour la domination. Aristote avait raison ; mais il
prenait l’effet pour la cause. Tout homme né dans l’esclavage, naît pour l’esclavage, rien n’est plus certain.
Les esclaves perdent tout dans leurs fers, jusqu’au désir d’en sortir. S’il y a donc, des esclaves par nature,
c’est parce qu’il y a eu des esclaves contre nature. La force a fait les premiers esclaves, leur lâcheté les a
perpétués” 53 . Con estas insurrectas palabras Rousseau dirige la crítica más feroz al
absolutismo que encontraremos en todo Le contrat social.

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Destruido así el principio de la esclavitud con las mismas armas contractualistas que
permitieron a Hobbes su defensa, Rousseau prepara la segunda parte de su crítica al
absolutismo: el supuesto derecho del más fuerte. Sobre él cargará la misma lógica que
destruyó en el capítulo anterior todo el esclavismo ideológico. De este modo, las siguientes
afirmaciones representan la muerte de la tradición absolutista de raíz hobbesiana: “le plus
fort n’est jamais assez fort pour être toujours le maître, s’il ne transforme sa force en droit, et l’obéissance en
devoir. De là le droit du plus fort ; droit pris ironiquement en apparence, et réellement établi en principe.
Mais ne nous expliquera-t-on jamais ce mot ? La force est une puissance physique ; je ne vois point quelle
moralité peut résulter de ses effets. Céder à la force est un acte de nécessité, non de volonté ; c’est tout au plus
un acte de prudence. En quel sens pourra-ce être un devoir ? Supposons un moment ce prétendu droit. Je dis
qu’il n’en résulte qu’un galimatias inexplicable ; car, sitôt que c’est la force qui fait le droit, l’effet change
avec la cause : toute force qui surmonte la première succède à son droit. Sitôt qu’on peut désobéir
impunément, on le peut légitimement ; et, puisque le plus fort a toujours raison, il ne s’agit que de faire en
sorte qu’on soit le plus fort. Or, qu’est-ce qu’un droit qui périt quand la force cesse ? S’il faut obéir par
force, on n’a pas besoin d’obéir par devoir ; et si l’on n’est plus forcé d’obéir, on n’y est plus obligé. On voit
donc que ce mot de droit n’ajoute rien à la force ; il ne signifie ici rien du tout. Convenons donc que force ne
fait pas droit, et qu’on n’est obligé d’obéir qu’aux puissances légitimes”54.
Aceptada su impugnación al absolutismo del Antiguo Régimen, el camino está
dispuesto para la nueva reflexión contractualista liberal que defenderá Rousseau en los
capítulos siguientes. No quedan argumentos para defender a la monarquía autoritaria. Pero,
por si fuera poco, Rousseau demuestra que incluso si la esclavitud y el derecho de que el
más fuerte debe imponerse sobre el más débil fueran aceptados como premisas reales de
funcionamiento, nada impediría demostrar asimismo la ilegitimidad del absolutismo: “quand
j’accorderais tout ce que j’ai réfuté jusqu’ici, les fauteurs du despotisme n’en seraient pas plus avancés. Il y
aura toujours une grande différence entre soumettre une multitude et régir une société. Que des hommes
épars soient successivement asservis à un seul, en quelque nombre qu’ils puissent être, je ne vois là qu’un
maître et des esclaves, je n’y vois point un peuple et son chef : c’est, si l’on veut, une agrégation, mais non
pas une association ; il n’y a là ni bien public, ni corps politique. Cet homme, eût-il asservi la moitié du
monde, n’est toujours qu’un particulier ; son intérêt, séparé de celui des autres, n’est toujours qu’un intérêt
privé. Si ce même homme vient à périr, -son empire, après lui, reste épars et sans liaison, comme un chêne se
dissout et tombe en un tas de cendres, après que le feu l’a consumé”55.
Someter a una multitud o gobernar una sociedad. Rousseau demuestra que no es
legítimo un estado fundado en el miedo y en el régimen de servidumbre que de él
necesariamente se deriva. Cabe, por tanto, preguntarse en qué tipo de estado el poder sería

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legítimo y los hombres consecuentemente libres. A este respecto escribe Rousseau: “puisque
aucun homme n’a une autorité naturelle sur son semblable, et puisque la force ne produit aucun droit,
restent donc les conventions pour base de toute autorité légitime parmi les hommes”56. El contrato, pues,
aparece aquí por vez primera como la única forma legítima a través de la cual puedan los
hombres aspirar a restaurar su libertad, una vez sacados de su estado de naturaleza.
Recordemos que al final del Discours, Rousseau dibujaba un panorama social desolador en la
que los hombres entraban en guerra los unos contra los otros empujados por un
sentimiento de esclavitud y de desigualdad imperantes en ese estado de naturaleza original.
¿Qué hará la sociedad para resolver esta desafortunada situación? Descartada la
opción hobbesiana del absolutismo, Jean-Jacques Rousseau propone en Le contrat social una
nueva vía completamente diferente a las consideradas hasta ahora: “Je suppose les hommes
parvenus à ce point où les obstacles qui nuisent à leur conservation dans l’état de nature l’emportent, par
leur résistance, sur les forces que chaque individu peut employer pour se maintenir dans cet état. Alors cet
état primitif ne peut plus subsister ; et le genre humain périrait s’il ne changeait de manière d’être. Or,
comme les hommes ne peuvent engendrer de nouvelles forces, mais seulement unir et diriger celles qui existent,
ils n’ont plus d’autre moyen, pour se conserver, que de former par agrégation une somme de forces qui puisse
l’emporter sur la résistance, de les mettre en jeu par un seul mobile et de les faire agir de concert. C'est de
cette façon que le contrat social s'institue parmi les hommes avec une seule volonté : « trouver une forme
d’association qui défende et protège de toute la force commune, la personne et les biens de chaque associé, et
par laquelle chacun, s’unissant à tous, n’obéisse pourtant qu’à lui-même, et reste aussi libre qu’avant»”57.
Hay que encontrar una forma de asociación que proteja tanto el bien individual
como el colectivo adquirido por la adhesión de todos. Le contrat social se gana con estas
frases la razón de su título al definir la esencia más pura de la legitimidad de la política. Del
estado de naturaleza hemos pasado a la guerra consecuencia del homo homini lupus, y cuando
ya todo parecía perdido para la Humanidad, surge el concepto de contrato social que puede
liberarla de sus cadenas con la defensa de una justicia democrática. Por si no hubieran
quedado claros los términos en que se suscribe el contrato, Rousseau matiza lo dicho en
términos más contundentes: “Si donc on écarte du pacte social ce qui n’est pas de son essence, on
trouvera qu’il se réduit aux termes suivants : «Chacun de nous met en commun sa personne et toute sa
puissance sous la suprême direction de la volonté générale ; et nous recevons encore chaque membre comme
partie indivisible du tout»”58. Aparece aquí, al final de la obra, un nuevo concepto que, sin
embargo, parece haber guiado todo Le contrat social desde la sombra. En efecto, la
proclamación de la volonté générale como única y legítima expresión de la fuerza por todos
reunida implica un giro político radical. La materialización de este sueño ideado por

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Rousseau concluirá en un movimiento de masas: la Revolución Francesa de 1789, cuyos
fundamentos fueron un intento de transformar la utopía trazada en el contrato social en
una ferviente realidad. Se puede decir que todas las Constituciones actuales guardan como
pilares indiscutibles los descubrimientos que Rousseau hizo en Le contrat social. Espero que
se entienda ahora mejor que nunca la actualidad del tema que estamos tratando y la
importancia que tuvo para el desarrollo de las ideas y de la historia en su momento.

1.2.5. Adam Smith (1723-1770)


Volviendo al hilo de nuestra exposición, podemos decir que Rousseau es un
paréntesis en el desarrollo ideológico del liberalismo. Al principio estaba Hobbes y su
individualismo, luego llegó Spinoza con su defensa de la tolerancia, y por último, Locke
expresa su amor por la propiedad. Con Rousseau perdimos el hilo de esta vida gemela que
forman liberalismo y contrato social, desorientados entre lo complejo de su filosofía. Sin
embargo, la culminación del liberalismo contractualista está ahora más cerca que nunca y
llegará de la mano de uno de los últimos filósofos de la Modernidad: sir. Adam Smith.
Más que filósofo, estamos ante el primer economista de la historia. Su libro La
riqueza de las naciones (1776) es, en palabras de Giner: “el primer libro de economía que aísla su
estudio de toda consideración ética. Aunque en este sentido haya que considerarlo como la piedra
fundacional de la economía como ciencia, la verdad es que el célebre texto explica mucho más que los
primeros pasos de la micro-economía”59. En efecto, la obra de Adam Smith puede leerse como un
ensayo contractualista. Sin embargo, el contrato social expresado en La riqueza de las naciones
parte de un fundamento puramente económico y, en este sentido, es diametralmente
diferente a todos los que hemos visto hasta ahora. Frente al viejo contractualismo político
que situaba al estado como origen de la constitución de la sociedad, Adam Smith opuso un
nuevo contractualismo económico en el que los cambios de la micro-economía
determinaban el estado social.
De este modo se acuñaba por primera vez la visión del hombre como homo
economicus, esto es, como animal únicamente movido por las necesidades económicas. Adam
Smith lo deja bien claro al comenzar La riqueza de las naciones: “la economía, de la que se derivan
tantos beneficios no es el efecto de ninguna sabiduría humana que prevea y procure la riqueza general que
dicho conocimiento ocasiona. Es la consecuencia necesaria, aunque muy lenta y gradual, de una cierta
propensión humana, que no persigue beneficios elevados; es la propensión a trocar, permutar, y cambiar una
cosa por otra”60. En el sino de la naturaleza humana se encuentra, pues, la economía. Un
planteamiento novedoso que supera el ya obsoleto materialismo mecanicista hobbesiano y

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que encierra al hombre, por primera vez, en la más ferviente contemporaneidad. De este
modo, en su forma de concebir el contrato social encontramos una toma de conciencia: el
hombre se rige por necesidades económicas.
Adentrémonos pues en el nuevo contractualismo inspirado en La riqueza de las
naciones. Lo primero que nos sorprende al comenzar la obra es la particularidad de la visión
sobre el hombre que se propone como base fundamental de su tratado. En efecto, “las
corrientes intelectuales del siglo XVIII acentuaban cada vez más el individualismo y la libertad de cada
cual para perseguir sus propios intereses”61 pero nadie se atrevió a reconocer que el hombre fuera
egoísta por naturaleza. Así lo hizo en cambio Adam Smith, pues como escribe en un
célebre pasaje: “no es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo que nos procura nuestra
cena sino el cuidado que ellos ponen en su propio beneficio. No nos dirigimos a su humanidad sino a su
propio interés, y jamás les hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas”62. El individuo es el
átomo irreductible de la sociedad y lo que empuja su relación con los demás tiene un
nombre: beneficio.
Del individuo parte Adam Smith hasta elaborar una teoría económica completa. En
primera instancia, este se halla en un estado de naturaleza parecido al descrito siglos antes
por Hobbes o Locke. Sin embargo, la imaginación de Smith va más allá de la inquietud
política y se pregunta por el desarrollo económico en esta fase original de la humanidad.
¿Cómo debiera ser la economía en el estado de naturaleza? Pues bien, el mismo Adam
Smith responde a esta pregunta por primera vez expresada en la historia contractualista: “en
el estado primitivo de la sociedad, cada ser humano se procura cuanto necesita, por su propio esfuerzo. Cada
hombre procura satisfacer sus necesidades en la medida que se presentan, poniendo en juego su propia
laboriosidad. Cuando está hambriento, sale a cazar al bosque; cuando su vestimenta está deteriorada, cubre
su cuerpo con la piel del primer animal grande al que da muerte; y cuando la choza amenaza ruina, la
repara con los arboles y la tierra de las inmediaciones”63. Se deduce de esto que en el estado de
naturaleza la economía es de subsistencia.
De este modo la producción es individual y sirve tan sólo al propio consumo. Sin
embargo, al no existir capital, no hay tampoco patronos; y esto explica porque en el estado
de naturaleza reina la perfecta igualdad. “En el estado original de cosas el producto del trabajo
pertenece al trabajador. (…) Y el producto del trabajo constituye su propia recompensa natural o salario”64.
De este modo, en un estado primitivo todo el mundo permanece asalariado. La producción
se centra en la supervivencia con lo que, una vez producidos los bienes, se consumen
inmediatamente. En este estado de cosas es imposible la existencia de cualquier tipo de
acumulación y la propiedad privada queda descartada. Sin la posibilidad de la propiedad no

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existe nada con lo que dividir a la especie humana, nada con lo que enfrentar a los unos
contra los otros, nada con lo que crear conflicto. La paz reina en este estado de naturaleza.
Sin embargo, “este estado original de cosas en donde el trabajador disfrutaba de todo el producto
de su propio trabajo no podía durar una vez que empezó a desarrollarse la progresiva división social del
trabajo”65. En efecto, fue el fenómeno de la especialización laboral el que arrancó al hombre
de su Edén económico. La historia que siguió a partir de aquí la dejamos en manos de
Adam Smith: “una vez establecida en gran escala la división del trabajo, el producto de la tarea
individual no alcanza a cubrir sino una parte muy pequeña de sus necesidades eventuales. La mayoría de
las gentes recurren al producto del trabajo de otras personas, que compra o adquiere con el producto del
trabajo propio, o lo que es igual, con el precio de este. Pero como dicha adquisición no puede hacerse hasta
que el producto del trabajo individual propio no solamente esté terminado, sino vendido, es necesario
acumular diferentes bienes en cantidad suficiente para mantenerlo con los materiales e instrumentos propios
de su labor, hasta el instante mismo en que ambas circunstancias acaezcan”66.
Con lo que nace la necesidad de acumulación y con ella el capital. Sea en monedas,
en tierras o en productos, la aparición del capital marca un verdadero punto de inflexión.
Emanarán del capital los antagonismos de clase surgidos de las desigualdades, las injusticias,
y como resultado de todo esto: el conflicto social. Por un lado o por el otro, al fin y al cabo
hemos terminado en la misma encrucijada que une a pensadores tan diferentes como lo
son Hobbes, Spinoza, Locke y Rousseau, esto es: la guerra de todos contra todos. A decir
verdad, tanto en Rousseau como en Smith no sucede del todo una guerra en la que todos
participen, sino más bien una guerra de clases. Intentando no caer en el anacronismo, lo
cierto es que existe en estos dos autores una intuición del marxismo. La razón es que
ambos se valen de la economía para desarrollar sus teorías contractualistas, y esto les lleva
inevitablemente al descubrimiento de que es el origen de la propiedad privada el causante
de la desigualdad entre los hombres, y por ende, de la primitiva guerra de clases.
Dejemos ahora esto de lado, pues será importante sólo más adelante, y atendamos
en este momento a como la narración contractualista progresa en la imaginación de Adam
Smith. ¿Cómo evolucionará la sociedad en estado de guerra hacia la nueva organización
política justa? La riqueza de las naciones concede la respuesta a esta pregunta en su quinto
tomo: “los seres humanos pueden vivir en sociedad con un grado aceptable de seguridad aunque no haya un
magistrado civil que los proteja de la injusticia derivada de sus pasiones. Pero la avaricia y la ambición en
los ricos, y el odio al trabajo y el amor a la tranquilidad y los goces del momento en los pobres, son pasiones
que impulsan a invadir la propiedad, y son pasiones mucho más firmes en su actuación y mucho más
universales en su influencia. Cuando hay grandes propiedades hay grandes desigualdades. Por cada hombres

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muy rico debe haber al menos quinientos pobres, y la opulencia de unos pocos supone la indigencia de
muchos. La abundancia de los ricos aviva la indignación de los pobres, que son conducidos por la necesidad
y alentados por la envidia a atropellar sus posesiones. El dueño de una propiedad valiosa no puede dormir
seguro ni una sola noche si no se halla bajo la protección de un magistrado civil. Todo el tiempo se ve
rodeado por enemigos desconocidos a quienes nunca ha provocado pero a quienes tampoco puede apaciguar
jamás, y de cuya injusticia solo puede ser protegido mediante el brazo poderoso del magistrado civil, siempre
en alto para castigarla. La adquisición de propiedades valiosas, por lo tanto, inevitablemente requiere el
establecimiento de un gobierno civil. Cuando no hay propiedad el gobierno civil no es tan necesario”67.
De nuevo la propiedad se nos aparece como la principal causa del desorden
humano, y por tanto, responsable de una institución reaccionaria: el Estado. Es una tesis
que hemos visto primero expresada en Locke, y luego reformulada sociológicamente en la
obra de Rousseau, mas debemos reconocer que no es sino en La riqueza de las naciones de
Adam Smith donde alcanza su mayor justificación. La razón es que, siendo la propiedad un
principio fundamentalmente económico, sólo puede encontrar su plena expresión en un
discurso económico. Adam Smith ha proporcionado por primera vez este sustento y ha
fundado así el contrato social económico. Con ello no sólo ha despejado el camino al
contractualismo materialista naciente, que alcanzará su culminación formal en el marxismo
decimonónico, sino que también ha abierto la puerta definitivamente al liberalismo. La vida
gemela que han llevado desde sus comienzos contractualismo y liberalismo llega con Smith
a sus últimos coletazos.
La riqueza de las naciones ha abierto la posibilidad de una nueva forma de concebir el
contrato social. Considerada la obra posteriormente como la Biblia de la economía, Adam
Smith ha profetizado en ella una visión imprescindible del funcionamiento social. Y esta
nueva forma marcará profundamente a los nuevos contractualistas que están por llegar.

1.2.6. Immanuel Kant (1724-1804)


Hasta el momento, todos los filósofos con los que nos hemos enfrentado sentían
una clara preferencia por la ideología liberal. Es curioso, sin embargo, que tratándose de la
Edad Moderna, la Ilustración no haya influido en ninguno de estos autores más que su
deuda política con el liberalismo. Quizás Rousseau ha sido el único en el que hemos notado
unas leves trazas ilustradas, pero ya reconocíamos en su momento que incluso estas
formaban un todo confuso con formas pre-románticas de expresión. Pues bien, ha llegado
la hora de recordar al último filósofo de la Edad Moderna con el cual esta gemelidad se
romperá, el representante de la culminación contractualista moderna: Immanuel Kant.

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Decimos que es un filósofo heredero fundamentalmente de la Ilustración y no
tanto del liberalismo por una simple cuestión de énfasis. Si bien es cierto que toda su obra
política es afín en cierta medida a lo segundo, lo que marca la piedra de toque de su
filosofía es sin duda el movimiento ilustrado. En efecto, con la culminación smithiana del
liberalismo, este ya no precisa -o al menos así lo parece en la época- de mayor sustento
filosófico para su defensa. Por el contrario, lo que buscará el contractualismo es el
descubrimiento de una base más sólida, por no decir compacta, sobre la que edificar el
sueño del contrato social. En este sentido a Kant le servirá a la perfección la ideología
ilustrada, y se convertirá, de este modo, en palabras de Karl Marx en “la esencia de la filosofía
alemana en la Revolución francesa”68.
Sin embargo, debemos rebajar el tono marxista: Kant no era un filósofo político. Su
vocación estuvo siempre encaminada a resolver los problemas epistemológicos y
metafísicos de la Realidad. Así, en el libro cumbre de esta inspiración, la Crítica de la razón
pura (1781), Kant descubre que el hombre es incapaz de formarse una idea del objeto-en-sí
(Objekt an sich) en la plenitud, realidad y perfección de su esencia, determinado como está
por los apriorismos de su capacidad estética a posteriori, mayormente el espacio y el tiempo
tal y como demuestra en la ardua Estética trascendental69. Kant saca de esto la conclusión de
que la única idea a priori que está al alcance del sujeto es la del objeto-para-mí (Objekt für
mich), o más generalmente, el objeto-para-el-hombre (Objekt für das Mensch)70.
En cualquier otro filósofo moderno, las divagaciones de su sistema metafísico no
guardarían relación con su posterior reflexión política, y por esto, serían de poca
importancia a la hora de comprender su pensamiento social. Nótese que hasta el momento
no se han explicado ninguna de las bases filosóficas que sustentan las reflexiones
contractualistas de cada pensador. Sin embargo, en Kant esto es crucial. Lo que vendría a
ser llamado el giro copernicano de la filosofía cambiaría de una vez por todas la relación
que el pensador mantenía con la realidad social. El hombre, pues, ya no es cognoscible en sí,
como soñaban todos los filósofos anteriores, pero se puede llegar a un conocimiento
certero de su naturaleza a base de la experimentación.
Con esta voluntad, Kant escribe la segunda parte de su hercúlea empresa filosófica:
la Crítica de la razón pura práctica (1788). Este libro, junto a su homólogo, la Fundamentación de
la metafísica de las costumbres (1785), constituirá la base ética sobre la que se apoyará toda la
reflexión política kantiana. En ambas obras se propone una misma visión del hombre que
es clave para entender el pensamiento del autor. Kant está convencido tanto de la exclusiva
individualidad del juicio moral como del racionalismo que en él interviene. Es por esta

41
convicción que Kant demuestra en la defensa de estos dos principios, individualismo y
racionalismo, que se convierte en un verdadero filósofo ilustrado. Es este el punto de
originalidad más sólido que incorpora la filosofía kantiana, y lo que la distinguirá de todas
las demás presentadas hasta el momento.
Aparte de esto, su propia teoría ética es revolucionaria. Kant afirma que los
principios que determinan los objetos de la voluntad, es decir, los fines de la ética, son
enteramente subjetivos y cambian según el tiempo y las circunstancias 71 . Negada así la
posibilidad de una moral de los fines, la Crítica de la razón pura práctica erige en su lugar una
ética de los medios, es decir, donde lo que determina la moralidad del acto es la voluntad
del sujeto tomada en sí misma y no el principio según el que actúa. Así es como se nos
aparece el célebre imperativo categórico que reza: “obra de modo que tú máxima pueda valer
siempre al mismo tiempo como principio de una legislación universal”72. Es este el descubrimiento del
principio que hace morales nuestras acciones, la verdad ética fundamental.
Sin embargo, pese al supuesto individualismo de su moral, el imperativo categórico
ya toma en consideración a los demás. Es el comienzo de su transición hacia el terreno
político. Para explicar como Kant hace el salto desde su concepción meramente ética del
hombre hacia su filosofía política, seguiremos aquí la explicación de Giner: “con la elaboración
del imperativo categórico, la filosofía moral alcanza un hito de desarrollo; por lo pronto, se llega a una
concepción extremadamente individualista y racional de la conducta, y ello dentro de la tradición
iusnaturalista. Por eso, al pensar en la libertad civil, Kant piensa en términos contractualistas”73. Y así
llegamos a la necesidad de Kant de construir un sistema de contrato social. Su concepción
limitadamente ilustrada del hombre le obliga a pensar en un presupuesto contractualista, y
de este modo Kant pasa del imperativo categórico a la paz perpetua.
Hablemos ya de política. La obra fundamental que da pie a la concepción kantiana
del mundo social es una antología, un tanto confusa en apariencia pero de una
deslumbrante coherencia interna, que se conoce con el título Ensayos sobre la paz, el progreso y
el ideal cosmopolita (1795). Nótese ya en dicho título la novedad revolucionaria de los
términos empleados, de clara connotación ilustrada, por otra parte. La materia de esta obra,
pues, la guiarán las intuiciones de la Ilustración. Principios tales como el progreso, el
cosmopolitismo y la paz serán los objetivos del escrutinio kantiano. Sin embargo, frente a la
envergadura de los horizontes que Immanuel Kant afronta en su obra filosófica, aquí se
dará cuenta de la necesidad de un medio unificador, un hilo conductor que vertebre sus
reflexiones. Es así como llegamos a la importancia central que ocupa el contractualismo en
los Ensayos sobre la paz, el progreso y el ideal cosmopolita.

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En efecto, el contracto social es, en la obra política de Kant, el mínimo común
denominador que une todas sus reflexiones dispersas bajo una perspectiva unitaria. Con
todo, no por esto deja de presentarse el contractualismo en unos capítulos mejor que en
otros. En la mayoría de ellos, el contrato social es un nota al pie, una cita o un prólogo,
pero nunca una reflexión de principio a fin. No ocurre así, en cambio, en los ensayos Sobre
el probable inicio de la historia y Sobre la paz perpetua. Aquí el concepto de contractualismo se
desarrolla con la intensidad que acostumbraba el filósofo. En el primero, como en el
discurso de Rousseau, Kant describe una panorámica imaginaria de su concepción del
estado de naturaleza. Despejado el camino para la reflexión contractualista, en su segundo
ensayo de importancia, Kant desarrollará su sistema.
Su primer ensayo contractualista lo escribe en 1786, y su título reza: Sobre el probable
inicio de la historia. Como ya hemos dicho, este breve tratado es una síntesis de la visión
kantiana sobre el estado de naturaleza. Sin embargo, cabe preguntarse cómo es que el
mismo filósofo que al escribir sus tres Críticas, somete al más duro juicio los conceptos más
simples de la metafísica, al entrar en el terreno político, abandona sus razones y se entrega a
una reflexión tan imaginaria y especulativa como es la del estado de naturaleza. Pues bien,
Kant se defiende de una posible acusación, que sería sumamente grave para una mente tan
ilustrada como la suya alegando que “es perfectamente lícito insertar conjeturas en el decurso de una
historia con el fin de rellenar las lagunas informativas, pues lo antecedente, en cuanto causa remota, y lo
consecuente, como efecto, pueden suministrar una guía bastante segura para el análisis del presente. Ahora
bien, hacer que una historia resulte única y exclusivamente a partir de suposiciones no parece distinguirse
mucho de proyectar una novela. Ni eso: la verdad es que más bien parece una simple fábula. No obstante,
lo que no cabe aventurar en el desarrollo de la historia puede muy bien ensayarse mediante suposiciones
respecto de su inicio, siempre que lo establezca la Naturaleza”74.
En estas líneas el contrato social ha dado un nuevo giro tan trascendental para su
historia como la Crítica de la razón pura lo fue para el decurso de la metafísica. Son un
ejemplo de humildad filosófica ya que, por primera vez hasta ahora el contractualismo ha
recibido una crítica. Crítica constructiva, es cierto, pero una crítica al fin y al cabo. Kant se
ha enfrentado al dogma contractualista conservador y lo ha definido como una simple
fábula, un ejercicio novelesco, una ficción, si este no se basa a su vez sobre principios más
amplios y fundamentales que los de la imaginación subjetiva del filósofo que los sueña. La
Naturaleza, pues, se nos aparece como la única simiente lo suficientemente sólida como
para escapar a la crítica kantiana al contractualismo.

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Así es como Kant da pie al inicio de su reflexión Sobre el probable inicio de la historia.
El título ya es elocuente, así que el mismo filósofo pronto deja de lado las críticas
preambulatorias y pasa al meollo de la cuestión. En el inicio de los tiempos, dice Kant, “el
instinto, esa voz de Dios que obedecen todos los animales, era lo único que podía guiar al ser humano
inexperto”75. El hombre era entonces esclavo de sus pasiones cual animal en la naturaleza.
No poseía ni raciocinio ni sentimientos, lo que le impedía agruparse en sociedad o,
simplemente, llevar una vida humana. Sin embargo explica Kant que: “mientras el hombre
inexperto obedeció esta llamada de la naturaleza, se encontró a gusto con ello. Pero en seguida la razón
comenzó a despertarse dentro de él y, mediante la comparación de lo ya saboreado con aquello que otro
sentido no tan ligado al instinto le presentaba como similar a lo ya degustado, el hombre trató de ampliar su
conocimiento más allá de los límites del instinto”76.
De este modo, fue la llamada de la razón lo que apaciguó el instinto animal que
reinaba en el corazón del hombre durante sus primeros pasos y que lo arrancó, poco a
poco, de su estado de naturaleza hacia la civilización. “Y así se colocó el hombre en pie de igualdad
con todos los seres racionales” 77 añade más tarde Kant. Y es que como sucedía con sus
predecesores, este estado de naturaleza es una época gloriosa e idílica para la especia
humana. Aunque como también solía pasar con ellos, los Adanes del contractualismo no
tardan mucho en ser expulsados del divino Edén. En efecto, “el siguiente período en la historia
de la humanidad comenzó al pasar el hombre de una época de paz y tranquilidad a otra de trabajo y
discordia, como preludio de su agrupación en sociedad”78.
Comienza de este modo el descensus ad inferos de la especie humana. La caída no será
tan dolorosa como en Hobbes o Rousseau, pero la verdad es que tampoco será tan ingenua
como en Locke. Decíamos al principio que el contractualismo de Kant es más bien una
síntesis que una revolución, y aquí encontramos la prueba: “en primer lugar, tuvo que surgir la
cultura y dio sus primeros pasos el arte, tanto el del ocio como el del negocio, pero -y esto es mucho más
importante- también surgió cierta disposición para la constitución civil y la justicia pública, en principio con
las miras puestas únicamente en la enorme violencia cuya venganza ya no queda en manos del individuo,
como ocurría en el estado salvaje, sino en las de un poder legal que se ve respaldado por el conjunto de la
sociedad, constituyéndose una especie de gobierno sobre el que no cabe ejercer violencia alguna. A partir de
estas primera y tosca disposición pudo desarrollarse paulatinamente todo el arte humano, cuyos exponentes
más beneficiosos son la sociabilidad y la seguridad civil, pudo multiplicarse el género humano y extenderse
por todas partes como en las colmenas, enviando desde el punto central colonizadores ya experimentados. En
esta época también hizo su aparición la desigualdad entre los hombres, ese rico manantial de tantos males,
pero asimismo de todo bien, desigualdad que se fue acrecentando en lo sucesivo”79.

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El universo humano ha sido creado de la nada, con todos sus pros y sus contras.
Por un lado, de la civilización ha salido la cultura, el arte y el ocio; el Estado, la sociabilidad
y la seguridad son consecuencias necesarias de este proceso cultural. Por el otro lado, sin
embargo, es culpa de la civilización el haber traído al estado ingenuo de la naturaleza la
desigualdad entre los hombres. Lo positivo y lo negativo, pues, parecen anularse con la
llegada de la civilización. Sus aportaciones no llegan a superar sus inherentes defectos y
fracasos. Y no obstante, un principio que para Kant es fundamental ha conseguido
sobrevivir al pulso de estas fuerzas contrapuestas. Es la razón. En efecto, la conclusión
reside en el hecho que la razón es la clave del progreso humano. En otras palabras, que: “se
hace patente de todo lo dicho sobre la historia primitiva que la salida del hombre del paraíso no consistió
sino en el tránsito de la rudeza propia de una simple criatura animal a la humanidad, de las andaderas del
instinto a la guía de la razón, en una palabra, de la tutela de la naturaleza al estado de libertad”80.
El tránsito de la naturaleza animal, primitiva e individual del hombre hacia su estado
de humanidad lleva consigo la progresiva afirmación de la razón. Una visión muy
característica de la Ilustración que Kant recoge y culmina. Mas, ¿dónde queda la influencia
de la sociedad en todo esto? Giner nos ayudará a comprender sus efectos: “las disposiciones
naturales de los seres vivos se realizan siempre todas completamente. En el hombre, estas disposiciones se
realizan en la especie, no en cada individuo, pues cada uno usa de su libertad. El egoísmo de cada hombre
haría que la vida humana fuera completamente mezquina, si no existieran antagonismos entre los
individuos que son la fuerza de la vida civilizada, y no su amenaza. En efecto, gracias a dichos
antagonismos salen los hombres de su aislamiento y se socializan”81.
Así pues Kant reconoce que es precisamente la desigualdad y no cualquier otro
principio primitivo el causante de la unión social. Cada hombre es diferente de sus
semejantes, ergo, los necesita. Kant está fundando aquí, aun sin saberlo, el materialismo
dialéctico que tanto revolucionará la cultura venidera. Sin embargo, a él lo que parece
importarle ahora no es sino el descubrimiento de un principio último y fundamental en su
contractualismo, esto es: la paz perpetua. En un ensayo titulado con el mismo nombre,
Kant propondrá este término a la historia de las ideas políticas. La paz perpetua es la fase
superior de civilización a la que llega la humanidad una vez superado el estado de
naturaleza: “el estado de paz perpetua entre hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza, que
es más bien un estado de guerra, es decir, un estado en el que, si bien las hostilidades no se han declarado, sí
existe una constante amenaza. El estado de paz perpetua debe ser, por tanto, instaurado, pues la omisión
de hostilidades no es todavía garantía de paz y si un vecino no da seguridad a otro, cada uno puede
considerar como enemigo a quien le haya exigido esa seguridad”82.

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La humanidad pues marcha hacia esta paz perpetua que preconiza Kant como la
última de las utopías sociales. Los hombres se unen llevados por el amor mutuo y forman
pequeñas sociedades en cuyo centro se institucionaliza el Estado como materialización de
este vínculo original. A lo largo y ancho del mundo sucede el mismo proceso, y poco a
poco la humanidad se extiende por todo el planeta. Es la descripción real del estado en que
se encontraba la historia durante la época de Kant, e incluso ahora esta narración encierra
algo de verdad. Normalmente aquí acabaría cualquier otro contractualismo: un Locke o un
Rousseau estarían más que satisfechos con la justificación filosófica del Estado. Sin
embargo, el presente de Kant es diferente, y por ello su filosofía aspira a una voluntad más
elevada. En efecto, el mundo de la Ilustración no se puede reducir a la historia de un sólo
Estado, sino que, mejor dicho, parece más un estado de anarquía entre Estados. La paz que
reina en Francia, en Inglaterra o en Alemania contrasta completamente con la guerra que
sume a todos estos Estados entre sí. Kant se dará cuenta de esta aparente contradicción y
verá en su resolución un evidente paralelismo con el antiguamente llamado por los
iusnaturalistas el “derecho de gentes”.
Kant eleva el contrato social suscrito entre individuos a un nuevo contrato político
entre Estados. ¿Por qué el Estado tendría que tener un comportamiento diferente al del
hombre en estado de naturaleza? Partiendo de esta base, Kant edifica un nuevo
contractualismo que, no sólo explica la razón de las asociaciones particulares de los Estados,
sino que, en última instancia, explica el mundo político globalizado. Así pues, Kant razona:
“los pueblos pueden considerarse, en cuanto Estados, como individuos que en su estado de naturaleza se
perjudican unos a otros por su mera coexistencia y cada uno, en aras de su seguridad, puede y debe exigir
del otro que entre con él en una constitución semejante a la constitución civil, en la que se pueda garantizar
a cada uno su derecho, esto es: la paz perpetua definitiva entre Estados”83.
Es así como se nos aparece finalmente el concepto de paz perpetua que cierra la
concepción ilustrada del contractualismo en la Edad Moderna. Kant es el último eslabón
en esta cadena de aportaciones que han ido configurando, desde el Renacimiento hasta la
Revolución Francesa, la idea moderna de contrato social. Racionalismo, idealismo y
liberalismo han guiado los prejuicios de todos los filósofos que hemos analizado a lo largo
de la Edad Moderna, aun si sus mentes pretendieron permanecer frías, neutrales y objetivas.
Alguien tendrá que poner de manifiesto esta contradicción. ¿No es acaso posible que estos
filósofos del contrato social moderno estuvieran defendiendo principios mucho más
subjetivos que lo que ellos creían: intereses de clase, por ejemplo? Pues bien, siguiendo la
expresión de Paul Ricoeur, ha llegado la hora de los filósofos de la sospecha.

46
1.3. Modernos
“Si se pudiera comparar el espíritu de nuestro tiempo con el individuo, habría que llamar a nuestra época la
senectud del espíritu. Es lo peculiar de la senectud el vivir solo en el recuerdo, en el pasado, no en el presente.
El individuo, por su aspecto negativo, pertenece al elemento, a la materia y perece; mas el espíritu vuelve
sobre sí mismo, sobre sus conceptos. Esta es la conciliación del espíritu subjetivo con el objetivo. El espíritu
se ha reconciliado, se ha hecho uno con su concepto, del cual se había separado al constituir la subjetividad,
saliendo para ello del estado de naturaleza. De aquí, por ejemplo, que recientemente algunos contemporáneos
nuestros se hayan preguntado por el pacto original ”84.

Georg Wilhelm Friedrich Wilhelm Hegel

47
1.3. El contractualismo contemporáneo

Para decirlo de algún modo, los aquí llamados filósofos del contrato social que ahora
dejamos atrás, fueron a su vez los creadores, desarrolladores y finalizadores del apogeo de
la tradición contractualista. Sí que existió un testimonio avant la lettre así como una prórroga
a lo largo de toda la Edad Contemporánea. Sin embargo, ya no es lo mismo. La historia del
contractualismo, vista cronológicamente, dibujaría una alta montaña, en cuya cumbre se
situaría Rousseau, con Locke a un lado y Kant en el otro. Siguiendo la metáfora, a cada
extremo de su cronología se dibujarían dos extensísimas valles: una, la del contractualismo
avant la lettre, y la otra la del contractualismo contemporáneo. En este momento del trabajo
nos encontramos en la valle final del contractualismo que es también su desenlace.

1.3.1. La alienación del contrato social


Bautizamos un tanto literariamente con el título de la alienación del contrato social el
período que va del 1795, año en que culmina el contractualismo moderno con los Ensayos
sobre la paz, el progreso y el ideal cosmopolita de Kant, hasta el 1971, fecha de la publicación de A
theory of justice por John Rawls. Es esta una época del contractualismo que se define por su
negación, que se identifica por su ausencia y que, por tanto, recibe el nombre de su propia
enajenación. No es para menos, la verdad, ya que en el fondo, su proceso histórico en estos
dos siglos que vienen podría muy bien equipararse al proceso individual de alienación de
una persona cualquiera.
Cojamos como ejemplo las fases por las que tendrá que pasar el contractualismo
desde principios del s. XIX hasta finales del s. XX. Como en cualquier proceso de
alienación normal, lo primero de todo es perderse a uno mismo, dejar de llamar las cosas
por su nombre y refugiarse en un vacío interior. Esto es precisamente lo que le sucederá al
contrato social a lo largo del s. XIX. La segunda fase, ya más seria, corresponde a la del
vacío absoluto, la nada. Y qué casualidad que, otra vez, el devenir del contractualismo
durante todo el s. XX guarde relación con este símil psicológico. Por todas estas razones,
hemos bautizado a este período histórico del contractualismo como la alienación del contrato
social. Además, con el aliciente de que fue precisamente el fundador del término, Marx, uno
de los principales causantes de la enajenación del contractualismo. Advertencia hecha,
adentrémonos en la primera fase del proceso de alienación del contrato social.

48
,Repetimos que el s. XIX encarna esta primera fase de la alienación contractualista
primero porque apenas somos capaces de encontrar tres ejemplares de contrato social en
todo este tiempo. Citaremos dos obras capitales, pero que el lector no se piense, sobre todo,
que vienen a modo de ejemplo o de representación de algo mucho más amplio. No, es que
sólo hay dos libros con un ápice de contractualismo en todo el s. XIX y ya está, esto es
todo. Da la casualidad, sin embargo, de que cada una de estas dos obras se afilia a una
ideología política concreta, lo que da un carácter como mínimo bastante heterogéneo,
dentro de lo que cabe. Sin más reserva, los dos libros en cuestión son: Qu’est-ce que la
propriété? (1840) del anarquista mutualista Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865) y El capital
(1864) de Karl Marx (1818-1883), el fundador del comunismo contemporáneo.
Pero también hay una segunda razón para llamar alienado a esta período de la
historia contractualista. Y es que dejando a un lado las cifras, el mayor problema del
contrato social a lo largo del s. XIX no tuvo nada que ver con la cantidad de escritos que
recibió, sino más bien en su calidad. Y no era porque estos dos libros estuvieran mal
escritos, sino porque incluso ellos, los únicos que mantenían viva la llama del
contractualismo decimonónico, renegaban sobre el papel de una tal influencia. Estoy
convencido de que si hubiéramos preguntado a Proudhon o a Marx en su momento si se
consideraban o no contractualistas, muy seguramente se hubieran reído en nuestra cara o
nos hubieran insultado, dependiendo del caso. Más tarde ya se relatará el caso, por otra
parte extremo, de que fue Marx quien planteó la crítica comunista al contractualismo, el
mismo autor justamente en el que nosotros vemos la más clara influencia de Rousseau.
Y no existe contradicción en esto. Muchas veces sucede en Historia que los
individuos permanecen ignorantes al proceso que están encauzando. Puede ser que ni
Proudhon, ni Marx, tuvieran idea de que estaban avivando la llama del contractualismo con
sus escritos. Pero lo que sí es seguro es que nosotros, desde la perspectiva histórica y como
investigadores del contrato social que somos, debemos tener la valentía de afirma que eso,
lo dijeran o no sus autores, sí era contractualismo. En esto consiste la primera fase de la
alienación contractualista a lo largo del s. XIX: en que, no sólo se redujo cuantitativamente
el número de seguidores y adeptos, pero también, aquellos que quedaron, no se
reconocieron como a tales. Y no conozco otra palabra que explique este proceso mejor que
la de alienación. Así pues, porque fue una verdadera enajenación lo que sufrió el
contractualismo en los escritos de Proudhon y de Marx, vamos a intentar rastrear en sus
obras cumbres alguna clase de explicación. Nuestro primer ataque irá dirigido, siguiendo el
orden cronológico, hacia el Qu’est-ce que la propriété? de Proudhon.

49
Siempre se suele completar la pregunta abierta que deja el título de Qu’est-ce que la
propriété? con su homólogo proudhoniano: “c’est le vol!” 85 . En efecto, para Proudhon, el
fundador del anarquismo mutualista, la propiedad no es más que el robo por parte de
individuos de aquello que, en teoría, debería de pertenecer a todos o a nadie. Esta no es
para nada una cuestión menor. Proudhon es el primero en defender un cierto materialismo
histórico, es decir, que son los hechos económicos los que determinan, en última instancia,
las superestructuras sociales. Por ende, al situar el robo como pecado original de la
economía, Proudhon está criticando, a su vez, la civilización toda tal y como la conocemos.
Como parece natural, un principio tan polémico de defender como este necesitaba
en la época la mejor de las argumentaciones posibles para que no fuera atacado desde todos
los frentes de la intelectualidad burguesa conservadora. Es quizás por esta razón que
Proudhon se sirvió de los caminos ya marcados por el contrato social para formular sus
revolucionarias tesis. ¿Era por ello contractualista? Proudhon nos hubiera dicho que no,
pero la verdad es que sí. Cómo sino explicar este pasaje en el que, en un descuido, se atreve
a interpelar a Rousseau en su propio lenguaje: “qu’est-ce que le contrat social ? L’accord du citoyen
avec le Gouvernement ? non ; ce serait tourner toujours dans la même idée. Le contrat social est l’accord de
l’homme avec l’homme, accord duquel doit résulter ce que nous appelons la société”86.
Así pues, Proudhon, en su Qu’est-ce que la propriété? formula su original
contractualismo, esta vez sí, de acuerdo con su propia personalidad: anarquista, materialista,
individualista y mutualista. Como no podía ser de otro modo, su historia acaba siendo más
económica que social, y es el primero en establecer un principio económico tan material
como lo es la agricultura a la base del contrato original: “l’agriculture fut le fondement de la
possession territoriale, et la cause occasionnelle de la propriété. Ce n’était rien d’assurer au laboureur le fruit
de son travail, si on ne lui assurait en même temps le moyen de produire: pour premunir le faible contre les
envahisseaments du fort, pour supprimer les spoliations et les fraudes, on sentit la necéssité d’établir entre les
possesseurs des lignes de démacration permanentes, des obstacles infranchissables. (...) Ainsi le sol fut
approprié par un besoin d’égalité nécessaire à la sécurité publique et à la paisible jouissance de chacun. (...)
L’égalité avait consacré la possession, l’égalité consacra la propriété”87.
De este modo, según Proudhon, fue la agricultura la caja de Pandora que abrió
todos los males de la civilización. La agricultura obligó a los hombres a establecer un
principio de propiedad, no basado en el trabajo, que era hasta entonces la fuente natural del
derecho de posesión, sino en los medios de producción –perdónenme el anacronismo
marxista del término- y esto lo trastocó todo. Proudhon parece un tanto utópico -no cabe
olvidar que él mismo pertenecía a la corriente del socialismo utópico- al reconocer que, en el

50
momento de la repartición de las tierras y creación del término propiedad se estableció un
contrato social basado en el criterio de la igualdad. Y es con esto que debemos retroceder
hasta la cita 86, donde, recordemos que Proudhon ya hablaba por entonces de “l’accord de
l’homme avec l’homme, non pas avec le Gouvernement”. Es en este punto donde el contractualismo
proudhoniano se separa de todos los que hemos visto hasta ahora.
Proudhon concibe un contrato social entre hombres con el propósito, no de
establecer un poder, sino precisamente de negar completamente su ejercicio. En citas que
ahora no vienen al caso podríamos mostrar su vena más anarquista, donde establece un
paralelismo nítido entre poder y dominación, subyugación y opresión. El contrato social
dibujado por Proudhon estaría, entonces, destinado a acabar con todo esto. Prueba de ello
es su refutación tajante del contractualismo que él considera absolutista de Rousseau. No
sólo dice que está equivocado, sino que además se atreve a afirmar que, en el caso de que
estuviera en lo cierto, sería del todo ilegal y el pueblo debería levantarse contra él. Léase:
“quoi qu’il en soit, les hommes pouvaient-ils légitimer la propriété par leur mutuel acquiescement? Je le nie.
Un tel contrat eût-il pour rédacteur Rousseau, fût-il revêtu des signatures du genre humain, serait nul de
plein droit, et l’acte qui en aurait été dressé, illégal. L’homme ne peut pas plus renoncer au travail qu’à la
liberté ; or, reconnaître le droit de propriété territoriale, c’est renoncer au travail, puisque c’est en abdiquer le
moyen, c’est transiger sur un droit naturel et se dépouiller de la qualité d’homme”88.
Con esta afirmación del trabajador por encima de la voluntad general terminamos
con el contractualismo de Proudhon. La jugarreta nos ha salido bien porque así podremos
enlazar ahora con el otro contractualismo decimonónico por excelencia, el de Marx. No es
casualidad que hayamos terminado justo en punto de unión entre estos dos autores, puesto
que parece de lo más natural considerando las muchas semblanzas que ambos sistemas
respectan. Diga lo que diga Marx, ambos son materialistas, ambos guardan un carácter
revolucionario y ambos, lo que es más importante, sufren el mismo proceso de alienación
contractualista. El capital de Marx es quizás el ejemplo más sistemático de contractualismo
que se haya visto hasta le fecha. Diluido todo lo que se quiera y nunca nombrado, la
filosofía del contrato social no deja de estar, por esto, muy presente en El capital. Y es que
su método induccionista (que más tarde diremos que es uno de los más grandes rasgos del
contrato social) que va desde la acumulación primitiva del capital hasta la creación de todo
el sistema económico capitalista no tiene otro nombre que el de contractualismo.
En particular, se puede decir que todo el contractualismo de El capital está
contenido en una sección que tiene ya reminiscencias smithianas: La acumulación primitiva.
Está última sección del primer libro de El capital no recoge, ni mucho menos, todos los

51
apuntes, notas y manuscritos redactados por Marx a lo largo de sus 15 años de estudio en
Londres. La llamada Sección octava se complementa de forma perfecta con un capítulo
encontrado en los Grundrisse o Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (1858)
que lleva por título Formaciones económicas precapitalistas. En ambos textos Marx demuestra
una preocupación puramente contractualista al preguntarse por un supuesto estado de
naturaleza, al que le cambia el nombre por cierto, así como por el origen de todo, por el
contrato social original. Contrato que, por su parte, tenía la misión de servir de palanca de
Arquímedes para explicar toda la hecatombe del capitalismo contemporáneo.
Grosso modo, el contractualismo de Marx comienza al establecer, él también un
estado de naturaleza. Lo que pasa, tal y como ya hemos adelantado, es que le cambia el
nombre. Marx consideraba el término estado de naturaleza propio de las robinsonadas del siglo
XVIII, además de poco científico, así que en sus escritos prefirió llamar a esta fase original
de la Historia de la humanidad con el nombre de comunismo grosero o primitivo. El título
cambia dependiendo de a qué escritos nos refiramos. Si cogemos como ejemplo al Marx
joven, el de sus Manuscritos de economía y filosofía de (1844), encontraremos definido su propio
estado de naturaleza de la forma que sigue: “la ante-sala de la propiedad privada, el comunismo
grosero, no es por tanto más que una forma de mostrarse la vileza de la propiedad privada que se quiere
instaurar como comunidad positiva”89. Por el contrario, si vamos a buscar el Marx ya más maduro,
el que es fruto de estos 15 años de estudios económicos en Londres, encontraremos citas al
respecto del estado de naturaleza como esta: “la colectividad tribal o, si se quiere, la horda es el
primer supuesto de la apropiación de las condiciones objetivas de su vida y de la actividad de
autorreproducción y de objetivación de ésta (actividad como pastores, cazadores o agricultores). (...) Cada
individuo se comporta como propietario sólo en tanto miembro de esta comunidad. (...) El plusproducto –
que además se ve determinado legalmente como consecuencia de la apropiación efectiva a través del trabajo-
pertenece entonces de por sí a esta unidad suprema”90. Todos estos términos técnicos y escritura
barroca tan característicos del Marx de los Grudrisse para venir a decir una sola cosa: que en
el origen de todo, en el supuesto estado de naturaleza, no existía ya capitalismo como
prefiguraba Smith, sino que lejos de esto, había un comunismo primitivo, en el cual todos
los hombres eran iguales y donde su plustrabajo pertenecía a la comunidad.
Esta es para Marx la descripción materialista del estado de naturaleza. Nótese la
alienación del contractualismo que indicábamos en la introducción en el hecho de que el
filósofo comunista, por razones políticas bien entendu, no menciona ni por un momento, el
término estado de naturaleza. Sea como fuere, este llamado comunismo grosero o primitivo
no significa para él nada más que una ante-sala para lo que de verdad le importa: explicar

52
los orígenes del capitalismo. Como no podría ser de otra forma, pues, leemos tal
explicación en El capital: “hemos visto cómo el dinero se convierte en capital, el capital en origen de
plusvalía y la plusvalía, en origen de un nuevo capital. Pero la acumulación capitalista supone la presencia
de la plusvalía, y ésta el modo de producción capitalista, el cual, a su vez, depende de la acumulación ya
operada de capitales bastante considerables. Todo este movimiento, por consiguiente, parece que gira en un
circulo vicioso del que no podría salirse sin admitir una acumulación primitiva, que sirva de punto de
partida a la producción capitalista, en vez de proceder de ella. ¿cuál es el origen de esta acumulación
primitiva? Según la historia real y verdadera, la conquista, la servidumbre, el robo a mano armada, el
reinado de la fuerza bruta, son los que siempre han triunfado. Por contra en los manuales de economía es el
idilio el que siempre ha florecido, jamás ha habido otros medios de enriquecerse que el trabajo y el derecho.
En realidad los métodos de la acumulación primitiva son todo lo que se quiera, excepto materia de idilio.
El escamoteo de los bienes de las iglesias y hospitales, la enajenación fraudulenta de los dominios del Estado,
el robo de las tierras comunales, la transformación terrorista de la propiedad feudal en propiedad moderna
privada, son los origines idílicos de la acumulación primitiva. Si en la relación entre capitalista y asalariado
el primero desempeña el papel de dueño y el de servidor el segundo, es por un contrato mediante el cual no
solo se pone el asalariado al servicio, y por lo tanto bajo la dependencia del capitalista, sino que hasta ha
renunciado a todo derecho de propiedad sobre su propio producto. El asalariado hace semejante convenio
porque no posee más que su fuerza personal, el trabajo en estado de potencia, mientras que todas las
condiciones exteriores requeridas para dar cuerpo a esa potencia, la materia y los instrumentos necesarios
para el ejercicio útil de trabajo, la facultad de disponer de las subsistencias indispensables para la vida, se
encuentran en el lado opuesto. (...) El movimiento histórico que da por resultado al divorcio entre el trabajo
y los medios de producción, tal es el significado de la acumulación primitiva”91.
Este es el quid del contractualismo marxista. Para Marx, el equivalente al estado de
naturaleza clásico, es decir, el comunismo grosero, vino superado por una fase de
acumulación primitiva en la que algunos individuos se apropiaron progresivamente de los
medios de producción. Esta apropiación, para utilizar términos proudhonianos, describe
Marx que fue acometida mediante el robo, la enajenación y la conquista. Así, entre la sangre
y el fuego poco a poco se fue consumando el divorcio entre trabajo y capital, que
finalmente tendría que materializarse en la superestructura como antagonismo entre la clase
asalariada y la capitalista. La sociedad fue de este modo saliendo de ese comunismo
primitivo y abrazando el nuevo sistema capitalista. Este cambio, sin embargo, en términos
superestructurales, llegó a producirse por medio de un contrato social que trabó la clase
asalariada, completamente desposeída ya por entonces de los medios de producción, con la
clase capitalista, que empezó a utilizar su capital como medio de opresión infraestructural.

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Llegados a este punto, conviene pararse a reflexionar, por un momento, sobre lo
que acaba de suceder aquí en términos contractualistas. Vamos a ver: Marx ha analizado en
primera instancia la raíz de la acumulación primitiva, y luego se ha valido de los términos
contrato y convenio, consciente de todas sus connotaciones, para describir el acuerdo al que
llegan, en última instancia, el capitalista y el asalariado. ¿Y luego dice Marx que no es un
contractualista? Esto dirá él, porque para cualquier intelectual que se precie, lo que esta
haciendo Marx aquí es dar su opinión sobre la eterna cuestión del contrato original. El
hecho de que reemplace los términos clásicos de estado de naturaleza y contrato social, por
unos de más modernos como comunismo primitivo y convenio económico, no le convierte
en menos contractualista que un Rousseau, por ejemplo.
Y con la descripción de El capital llegamos al punto y final de esta primera fase de
alienación del contractualismo contemporáneo. Marcada por la inventiva de apodos
originales que pretendían evadir la necesidad de llamar al contrato social por su nombre y
por la capacidad excepcional de algunos autores de romper con la tradición contractualista
que en verdad les influenciaba, esta primera fase de enajenación filosófica terminará, a la
muerte Marx en 1883, con todo el orgullo que los ilustrados le habían dado al buen nombre
de contractualismo. A continuación le seguirá una segunda fase de alienación, mucho más
dura, marcada por el silencio absoluto. Si como mínimo, a lo largo del s. XIX, un Marx o
un Proudhon decían los términos del contractualismo pese a perpetuar su tradición,
durante el s. XX no habrá ni esto segundo. Nada, absolutamente nada.
Y es que muchos han dicho que el s. XX pone en práctica las teorías del s. XIX.
Quizás por esta razón, los autores de este tiempo estuvieron más por la labor de participar
en el movimiento histórico real, que de volver al intelectualismo pasado. Sea como fuere el
caso es que, hasta finales del s. XX no hubo para nada un renacimiento del contractualismo,
ni desde la afiliación militante ni desde la crítica más constructiva.

1.3.2. Neocontractualismo
A principios de los años 70 del s. XX, el olvido del pensamiento contractualista
había llegado a límites inimaginables para una filosofía de su talla y envergadura. Es más, la
mayoría de los intelectuales europeos de la época daban esta teoría por obsoleta. ¿Podía
pensarse en una posible recuperación?. Fue entonces cuando, al otro lado del Atlántico,
cuando un prometedor profesor de filosofía política en Harvard, John Rawls (1921-2002),
publicó A Theory of Justice (1971). Todavía inconsciente por entonces, como más tarde
reconoció, de las increíbles repercusiones, ramificaciones y consecuencias que esta

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publicación alcanzaría en las décadas siguientes, John Rawls abrió las puertas al
renacimiento contemporáneo del contractualismo. Como iremos viendo a lo largo de este
capítulo, A Theory of Justice construyó los cimientos sobre los que se sustentaría un nuevo y
revolucionario movimiento filosófico llamado neocontractualismo.
Pero antes, hablemos por un momento a título personal. John Rawls es el único
filósofo contemporáneo frecuentemente citado por las Cortes de los Estados Unidos, tal y
como demuestran las estadísticas, así como uno de los pocos galardonados con la National
Humanities Medal. En la ceremonia, Bill Clinton le reconoció nada menos que el mérito de:
“helped a whole generation of learned Americans revive their faith in democracy itself”92. La pregunta
que nos asalta ante este reconocimiento intelectual es bastante obvia: ¿qué tiene la obra de
Rawls que no se haya visto antes y a su vez que conecte tanto con la idiosincrasia de los
nuevos tiempos? Pues bien, para responder a esta pregunta tenemos que acercarnos A
Theory of Justice, para descubrir como ya en los primeros pasos Rawls consiguió superar la
larga postración del contractualismo y reflotar su vigencia hasta nuestros días.
Grosso modo, A Theory of Justice es una demostración de la justicia distributiva,
también llamada justicia como equidad (justice as fairness), según dos famosos principios: el
de la libertad y el de la diferencia. El libro en sí es un largo tratado que versa sobre este
tema, pero a nosotros lo que nos interesa es lo que tiene de contractualista. Concretamente
en el capítulo III, titulado The Original Position. El título ya es revelador de la inspiración
contractualista de la que procede Rawls, pero de todos modos, hace falta algo más para
comprender su originalidad.
Ya en el capítulo I, Rawls recuerda que: “I have already said that the original position is the
appropiate initial status quo which insures that the fundamental agreements reached in it are fair. This fact
yields the name of justice as fairness. It is clear, then, that I want to say that one conception of justice is
more reasonable than another or justifiable with respect to it, if rational persons in the initial situation
would choose each principles overthose of the other for the role of justice. Conception of justice are to be
wrong by the acceptability to persons so circumstansed. Understood in this way the question of justification
is seattled by working out a problema of delibiration: we have to ascertain which principles it would be
rational to adobt given the contractual situation. (...) The concept of the original position, as I shall refer to
it, is that of the most philosophically favored interpretation of this initial choice situation for the porpouses
of a theory of justice” 93 . La cita termina con la referencia que da título al libro pero es
significativa del contractualismo de Rawls.
Recordemos que los primeros contractualistas, tales como Hobbes o Spinoza,
creían no sólo en la filosofía, también en la realidad misma del estado de naturaleza y del

55
pacto original. Sin embargo, vemos aquí en Rawls, influido por el formalismo de Kant, tal y
como revela el mismo autor en otro lugar94, que no considera el contrato social como un
fin en sí mismo, sino como un medio para una demostración mucho más amplia. Este giro
que da Rawls aquí en favor del formalismo, y en detrimento de su opuesto, el materialismo
bien entendu, marcará profundamente el neocontractualismo posterior. Conceptos como el
estado de naturaleza, la posición original o el contrato social serán vistas desde ahora como
elementos puramente formales que el filósofo utiliza con una finalidad discursiva.
A partir de aquí, A Theory of Justice construye un contractualismo propio. En el
capítulo 22 que lleva como título The Circumstances of Justice, Rawls escribe: “the circumstances
of justice may be described as the normal conditions under which human cooperation is both posible and
necessary. (...) [Mainly] there is the condition of moderate scarcity understood to cover a wide range of
situations. Natural and other resources are not so abundant that schemes of cooperation become superfluous,
nor are conditions so harsh that fruitful ventures must inevitably break down. While mutually
advantageous arrangements are feasible, the benefits they yield fall short of the demands men put forward”95.
Nada nuevo, por tanto, en este contractualismo en cuanto a contenido. El final de esta cita
casi recuerda incluso a la de Platón. Sin embargo, lejos de caer en el adoctrinamiento, Rawls
ha construido un contractualismo original cuyo peso indiscutible recae en la preocupación
por los desequilibrios, las desigualdades y, en definitiva, las injusticias.
Sí cabe subrayar una última originalidad, un concepto clave, que se desarrolla a lo
largo de A Theory of Justice y que demuestra un cierto progreso con respecto a las filosofías
del contrato social anteriores: el término veil of ignorance, un velo de ignorancia. ¿Respecto a
qué? El mismo Rawls lo explica de la siguiente manera: “I assume that the parties are situated
behind a veil of ignorance. They do not know how the various alternatives will affect their own particular
case and they are obliged to evaluate principles solely on the basis of general considerations”96. Es decir,
que “un velo de ignorancia” hace que los individuos se acojan a principios racionales, y por
tanto, justos, porque no son conscientes, no pueden serlo, de cómo esos principios
racionales pueden llegar a afectarlos personalmente. Por medio de esta sutil argumentación,
cargada de sentido, Rawls lanza el contractualismo fuera de sus dominios para sostener con
él los fundamentos de la justicia. Es entonces cuando descubre los principios de libertad y
de diferencia, sobre los que demuestra la validez de la justicia distributiva.
Precisamente su último libro, Justice as Fairness: a Restatement (2001), lleva como título
esta importante concepción ideológica: la justicia como equidad, una reformulación. En
esta obra Rawls responde a sus críticos y elabora argumentos adicionales en torno al tema
de la justicia distributiva. También contiene una reformulación mucho más sólida en

56
términos formales de su posición original ya expuesta en A Theory of Justice. Baste con citar
sólo una de dichas reformulaciones, quizás la más exacta, sobre la historia del contrato
social: “we start with the organizing idea of society as a fair system of cooperation between free and equal
persons. Immediately the question arises as to how the fair terms of cooperation are specified. (...) The fair
terms of social cooperation are to be given by am agreement entered into by those engaged in it. (...) What
better alternative is there than an agreement between citizens reached under conditions that are fair for
all?”97. En efecto, ¿qué mejor alternativa hay que un acuerdo alcanzado entre los ciudadanos,
en condiciones que sean lo más justas para todos?
Y esto nos conduce hasta otra de las ideas claves que guía la filosofía contractualista
de Rawls: la idea de public reason. Él mismo nos llevará hasta ella: “one ground for introducing
public reason is this: while political power is always coercitive in a democratic regime it is also the power of
the public, that is, the power of free and equal citizens as a corporate body. But if each citizen has an
equal share in political power, then, so far as possible, political power should be exercised in ways that all
citizens can publicly endorse in the light of their own reason. This is the principle of political legitimacy
that justice as fairness is to satisfy ” 98 . Bien, esta es la simple argumentación que legitima la
razón pública, es decir, la idea de que el Estado democrático tiene derecho legítimo a
intervenir en los asuntos particulares que causen un estorbo para el logro del bien común.
Pero vayamos aun más lejos: cojamos esta idea de filosofía política nacional y
extrapolémosla a la esfera internacional. El resultado es: The Law of Peoples (1999).
Si los dos libros anteriores de Rawls se enmarcaban perfectamente dentro de la
historia del contractualismo, The Law of Peoples está enfocado más bien a su proyección
internacional: el derecho de gentes. Recordando tal vez a Francisco de Vitoria y su escuela
iusnaturalista del Renacimiento español, lo que hace Rawls aquí es trasladar los principios
de la justicia distributiva sostenidos por el contractualismo al contexto internacional. The
Law of Peoples puede leerse como su testamento filosófico, y quizás por esta razón Rawls se
muestra a lo largo de todo el libro más utópico de lo que es habitual en él. Y es que él
mismo se refiere a su The Law of Peoples como una Ideal Theory. Una teoría idealista que le
sirve para defender el pluralismo liberal dentro de la esfera internacional: “putting people’s
comprehensive doctrines behind the veil of ignorance enables us to find a political conception of justice that
can be the focus of an overlapping consensus and thereby serve as a public basis of justification in a society
marked by the fact of reasonable pluralism”99. Y es que la prórroga contractualista que representa
el derecho de gentes aparecerá para los neocontractualistas como el corolario necesario
después del pacto original. Este camino, como los anteriores, lo ha marcado Rawls, pero sin
embargo tocará a los jóvenes neocontractualistas recorrerlo.

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Ya está, con estos tres sólidos títulos de la obra de Rawls damos por terminado su
análisis como dinamizador de una nueva era del contractualismo. Me permito citar el
recientemente editado Lectures on the History of Political Philosophy (2007), una antología de de
textos publicada póstumamente recogiendo los principales escritos del contractualismo
histórico. Sin embargo, este texto tiene un interés pedagógico y divulgativo y su énfasis más
importante ya lo hemos puesto en la cita 94, donde recalcábamos la influencia que el
mismo Rawls reconocía con el formalismo de Kant. Más allá, cabe preguntarse por las
nuevas tendencias neocontractualistas que sin duda Rawls ha inspirado e inspirará.
Para ello hay que traer de nuevo aquí A Theory of Justice. El libro, ya lo hemos
señalado, ocasionó un gran revuelo en las esferas intelectuales americanas sobre todo.
Rawls, al situarse en un bien medido centro ideológico, no esperaba más que críticas desde
ambos extremos de la filosofía política. Por parte de la derecha republicana, la crítica no se
hizo esperar. Robert Nozick, un minarquista o anarcocapitalista de la misma universidad
que Rawls (Harvard), no tardó mucho en publicar Anarchy, State and Utopia (1975) como
respuesta. Y aunque él, ya bien entrado en la reflexión del libro, se jacta con ironía de la
llamada posición original con la que A Theory of Justice defiende la justicia distributiva
alegando que “a procedure that founds principles of distributive justice on what rational persons who
know nothing about themselves would agree to guarantees that end-state principles of justice will be taken
as fundamental”100, el caso es que el mismo Nozick reconoce que es un neocontractualista.
Y esto se ve mucho ya en los títulos que acompañan los dos primeros capítulos de
la primera parte, respectivamente: Why State-of-Nature Theory? y The State of Nature. Hacia la
conclusión del primero, por poner un ejemplo, Nozick se enmarca explícitamente dentro de
la corriente contractualista: “since the considerations both of political philosophy and explanatory
political theory converge Locke’s state of nature, we shall begin with that. More accurately, we shall begin
with individuals in something sufficiently similar to Locke’s state of nature so that many of the otherwise
important differences may be ignored here. (...) A lifetime? The task is so crucial, the gap left without its
accomplishment so yawning, that it is only a minor confort to note that we here are following the respectable
tradition of Locke, who does not provide anything remotely resembling a satisfactory explanation of the
status and basis of the law of nature in his Second Treatise of Civil Government”101.
Entre tanta expresión retórica a Nozick se le ha escapado, en un descuido, “that we
here are following the respectable tradition of Locke”. Así pues, en las primeras páginas de Anarchy,
State and Utopia se seguirá muy de cerca “la respetable tradición de Locke” en la descripción del
estado de naturaleza. Rebasado este punto, Nozick cogerá de la mano a Smith para
demostrar, siempre desde el contractualismo, que, cuando la anarquía reina, la mano

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invisible se impone de motu propio como sistema económico. Apuntado ya el anarco-
capitalismo, Nozick se distancia de esta corriente filosófica al afirmar que, aunque Grosso
modo el capitalismo de mercado es el sistema económico más eficaz entre los posibles,
siempre habrá un terreno en el que será necesario recurrir el Estado: la justicia. Y es aquí
donde Anarchy, State and Utopia da un poco la razón a Rawls, aunque por sendas distintas:
“There are at least two ways in which the scheme of private protective associations might be thought to
differ from a minimal state, might fail to satisfy a minimal conception of a state: 1) it appears to allow
some people to enforce their own rights, and 2) it appears not to protect all individuals within its domain”102.
Estas son las dos razones principales sobre las que Nozick justifica el Minarquismo
o Estado mínimo. El contractualismo ha servido ámpliamente a esta empresa, y ha
finalmente contribuido, por su parte, a la crítica del mismo Rawls. La discusión más
intelectualista entre estos dos sentidos de la justicia tendrá lugar a lo largo de la segunda
parte del libro: Beyond Minimal State?, pero ya no tiene cabida aquí porque está muy lejos de
enmarcarse dentro del contractualismo. Por la parte del contrato social en Nozick, basta
sólo con recordar su demostración del Minarquismo desde el estado de naturaleza.
Pasemos ahora a la otra crítica al contractualismo de Rawls expresada desde el otro
extremo de la filosofía política: esta vez, desde el marxismo. Es en el seno de la Escuela de
Francfort, asimismo llamada Teoría Crítica, donde también A Theory of Justice causará un
gran revuelo. Aunque ya hemos indicado más arriba que Rawls se situó en un bien medido
centro ideológico que muchas veces presentaba influencias de Marx incluso, se puede decir
que los grandes trazos de su justicia liberal van en contra del radicalismo marxista. Es
quizás con esta intención de salvaguardar el marxismo del contractualismo liberal que,
Jürgen Habermas escribió su famosa Teoría de la acción comunicativa (1981). Lo que es
interesante de ver, sin embargo, es que, como Nozick, Habermas también tomó al
contractualismo como medio de refutación de la filosofía del contrato social de Rawls. Otra
vez tenemos a un contractualismo frente a otro.
Pero el contractualismo de Habermas, como pasaba con el de Marx, no tiene nada
que ver con todos los demás que hemos visto hasta ahora. De hecho, a la Teoría Crítica no
se la llama así porque sí, sino que se ha ganado el nombre a base de criticar a todo el
mundo, no dejando títere con cabeza. Por esta razón, si Habermas tiene que comenzar a
criticar a alguien, empieza por los de dentro, por los suyos, en definitiva: por Marx. Una de
sus tesis fundamentales es que en el trabajo, el hombre no sólo se realiza él mismo, sino que
se realiza socialmente. Corolario de esto es que la sociedad no sea entendida aquí sino
como la proyección, cristalización y objetivación de la forma en que la sociedad entiende el

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trabajo. Podríamos valernos de muchas citas para ejemplificar la tesis de Marx, pero baste
con mencionar esta, quizás una de las más representativas: “[el trabajo], la producción práctica de
un mundo objetivo es la afirmación del hombre como ser genérico consciente. (...) La producción es su vida
genérica activa. Mediante ella aparece la naturaleza como su obra y su realidad. El objeto del trabajo es por
esto la objetivación de la vida genérica del hombre, pues éste se desdobla no sólo intelectualmente, como en la
conciencia, sino activa y realmente, y se contempla a sí mismo en un mundo creado por él”103.
Pues bien, ¿dónde está la originalidad de Habermas ante todo esto? El autor de la
Teoría de la acción comunicativa se muestra receptivo hacia el sentir marxista donde es la
sociedad quien determina los quehaceres individuales y no al revés, pero repudia de base la
importancia desmesurada que Marx da al trabajo en este proceso de construcción social.
No es el trabajo, sino la “acción comunicativa”, el lenguaje, lo que es dable reconocer como
pilar indiscutible de una sociedad. Siguiendo a Humboldt es el lenguaje el configurador del
pensamiento. Consecuencia es que Habermas vea en el lenguaje no sólo un pilar social, sino
también una explicación de la duda de Marx ante su consideración como superestructura.
Este giro del trabajo a la comunicación como centro vital y sociológico de la
filosofía marxista tiene repercusiones bien entendu, en la reconstrucción por parte de
Habermas de un nuevo contractualismo comunista. Si bien para Marx el trabajo era la raíz
de toda la infraestructura y eso se materilizaba en las superestructuras generadas mediante
un contrato social entre la clase asalariada y la capitalista, en Habermas, al partir del
lenguaje como la base de toda cultura, este contrato social se desarrolla en términos
puramente lingüísticos. Los hombres, libres e iguales, pactan en el estado de naturaleza
unos universales que son imprescindibles para la acción comunicativa. El mismo Habermas
nos cita los cuatro hacia la mitad de su Teoría de la acción comunicativa en una recapitulación
un tanto resumida: “uno, inteligibilidad, porque la comunicación resulta imposible si lo que se dice es
incomprensible para los demás; dos, verdad, ya que debe de existir siempre una necesaria relación entre lo
que se dice y lo que es realmente; tres, rectitud, es decir, relación con el contexto normativo; y cuatro y más
importante, veracidad, de modo que cuando alguien miente, la comunicación se rompe de inmediato”104.
Estos son los cuatro universales del habla que todos los hombres aceptamos por
consenso tácito antes de abrir la boca y que configuran, dentro de la Teoría de la acción
comunicativa, lo que Habermas llama la situación ideal del habla. Dicha situación se asemeja en
gran medida a la original position de Rawls o al state of nature de Nozick y no representa más
que otra forma de ver al contractualismo, esta vez, desde la lingüística. En la mente de
Habermas, los hombres libres e iguales del estado de naturaleza proclaman estos cuatro
universales, ante todo, bajo la forma de un contrato social. De este modo, la sociedad,

60
fundamentada por primera vez sobre un pacto original intelectual, sitúa a la racionalidad
como monopolio de la fuerza, el dominio y el poder. Así es como Habermas termina su
filosofía donde la había empezado, rebatiendo a Marx: “la desigualdad de poder económico se
enmascara y legitima desde abajo, ya no utilizando criterios religiosos-culturales (dominio político de clase),
sino por la aparente racionalidad” 105 . Y es que para Habermas, en conclusión, la economía
determina el conflicto social, que se resuelve por consenso en un pacto original donde se
fundamenta la sociedad según el criterio de racionalidad.
Los tres grandes neocontractualistas han sido ya expuestos. Rawls en el centro,
Nozick a la extrema derecha y Habermas a la extrema izquierda, lo que ha unido a estos
tres autores tan dispares ha sido ni más ni menos una misma vocación por el contrato
social. La puerta abierta que dejó tras de sí la publicación de A Theory of Justice en 1971 ha
causado todo este revuelo. Posteriormente Anarchy, State and Utopia y Teoría de la acción
comunicativa configuraron las dos grandes ramificaciones a partir de las cuales el
neocontractualismo pudo abarcar todo el abanico ideológico de la filosofía política. Ahora
estamos en uno de esos momentos de apogeo en la Historia.
Baste con citar otros dos libros de tendencia contractualista y de publicación
reciente aunque no alcancen la misma talla que los que hemos expuesto con más
detenimiento. Siguiendo el orden cronológico la primera de estas obras es una de David
Gauthier titulada Morals by Agreement (1986), la cual propone una aplicación muy concreta
del contractualismo en el terreno de la ética según los modelos lógicos de la teoría de
juegos. La segunda, Republicanism (1997) de Philip Pettit, tiene un sentido más práctico: el
demostrar a partir del estado de naturaleza que el fundamento de toda ley reside en el
principio de no dominación, y por ende, también en el de igualdad política.
Estos son dos ejemplos bastante representativos de este apogeo histórico que
venimos señalando en el contractualismo contemporáneo. Después de un largo proceso de
confusión durante los s. XIX y XX es natural que el naciente neocontractualismo se nos
aparezca en nuestro trabajo como la respuesta a todas las preguntas, la solución para todo.
Sin embargo, cabe ser precavidos frente a un auge coyuntural del contrato social en
nuestros tiempos. Que sea la última no quiere decir forzosamente que sea la definitiva. La
Historia no es autosuficiente a la hora de observar procesos porque los ve como continuos
y no como estables. Finalmente, es por esta razón que ahora debemos dejar a un lado la
historia y centrarnos en construir filosóficamente nuestra propia teoría del contrato social.

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2. Dialéctica
“La dualidad trae consigo la necesidad de la unión; porque el espíritu es uno. Y es vivo y bastante
fuerte para producir la unidad. La oposición en que el espíritu entra con el principio inferior, la
contradicción, conduce al principio superior. (...) El proceso por el que el espíritu deja de permanecer en
medio de la oposición, busca la unión y su ser mismo, su concepto es la dialéctica ”106.

Georg Wilhelm Friedrich Hegel

62
2.1. Tesis
“es perfectamente lícito insertar conjeturas en el decurso de una historia con el fin de rellenar las lagunas
informativas, pues lo antecedente, en cuanto causa remota, y lo consecuente, como efecto, pueden suministrar
una guía bastante segura para el análisis del presente. (...) Lo que no cabe aventurar en el desarrollo de la
historia puede muy bien ensayarse mediante suposiciones respecto de su inicio, siempre que lo establezca la
Naturaleza”107.

Immanuel Kant

63
2.1. El contractualismo contemporáneo

Hemos visto el contractualismo como un proceso histórico, desde los albores de la


filosofía griega hasta nuestro presente. Es hora ya de proponer una teoría sobre la idea de
contrato social por medio de la dialéctica. Como sugiere la cita de Hegel que da pié a esta
parte del trabajo, en la historia las ideas entran en contradicción consigo mismas. A partir
de esta dialéctica, dan forma a su esencia. Y en este proceso, el contrato social no se
encuentra en ningún tipo de desventaja. Aquí haremos frente a la primera fase de la
dialéctica: la tesis. Con este propósito, analizaremos primero su forma, que se repite en
todos los autores estudiados, y luego pasaremos a juzgar los rasgos más generales que se
pueden extraer de su contenido. Enfrentémonos, pues, al problema de la definición.

2.1.1. El problema de la definición


Proponer una definición en filosofía es una cuestión siempre difícil. Más que nada
porque las ideas son ante todo una entidad dinámica, fruto de los cambios vitales de un
pensador en concreto o incluso de la propia síntesis de la evolución histórica. Este carácter
dinámico que hemos venido señalando sobre la idea de contrato social a lo largo de su
historia en el capítulo precedente se opone, como resulta evidente, con el carácter estático
propio de una definición. Es por esta razón que se dice siempre en filosofía que las
definiciones son más un problema que una solución. Dicho esto, los problemas existen
para ser superados así que, siguiendo el espíritu científico con el que comenzábamos,
vamos a intentar proponer aquí una definición del contrato social.
Empecemos por dar una ojeada a los dos diccionarios de referencia en materia de
filosofía. Por un lado, The Oxford Companion to Philosophy promete una definición, aunque
corta, muy sugerente del contrato social: “the imaginary device through which equally imaginary
individuals, living in solitude, without government, without a stable division of labour or dependable
exchange relations, without parties, leagues, congregations, assemblies, or associations of any sort, come
together to form a society, accepting obligations of some minimal kind to one another and immediately or
very soon thereafter binding themselves to a political sovereign who can enforce those obligations”108. Esta
definición del contrato social es interesante precisamente porque lo que intenta es obviar el
término que tiene que definir. The Oxford Companion to Philosophy propone un enfoque según
el cual el contrato social no tiene valor en sí mismo, sino que es concebido como un medio
que lleva desde el estado original de naturaleza hacia la sociedad plenamente establecida.

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Es una forma de verlo. Por el otro lado, sin embargo, tenemos un enfoque
completamente distinto. The Cambridge Dictionnary of Philosophy define el contrato social
como: “an agreement either between the people and their ruler, or among the people in a community. The
idea of social contract has been used in arguments that differ in what they aim to justify or explain (e.g. the
state, justice or morality), what they take the problem of justification to be, and whether or not they
presuppose a moral theory or purport to be a moral theory” 109 . Vemos en esta cita que es el
contractualismo el protagonista, el que se erige por sí sólo sin necesidad alguna de un
principio o fin determinados. Así como en la otra cita veíamos una finalidad en todo esto,
The Cambridge Dictionnary of Philosophy apuesta por una definición central, donde todo lo que
es más o menos superficial resulta también prescindible.
La elección de estas dos definiciones no es arbitraria. Cada una de ellas representa
una forma diferente de definir el contrato social, y vale la pena decir que estas dos visiones
se oponen diametralmente. La cita de The Oxford Companion to Philosophy pone
marcadamente su énfasis en la forma del contractualismo, en todo lo que le envuelve, en su
principio y en su fin; mientras que The Cambridge Dictionnary of Philosophy intenta definir el
contrato social por su contenido y, en definitiva, la materia de su filosofía. Estas dos visiones
son antitéticas y se niegan la una a la otra. Por esta razón, es de gran importancia elegir una
de entre ambas, pues del camino escogido depende el enfoque contractualista que
adoptemos a lo largo de todo el trabajo. No hay lugar para las medias tintas aquí, sino que
es preciso encararse a este problema con valentía, con el convencimiento expreso de que la
idea de contrato social no representa un gris entre colores, sino la luz que los irradia a todos.
Por lo que vemos, el conflicto es bien simple: forma o contenido. Hay que escoger
entre si el contractualismo es una manera de hacer, una forma de entender la filosofía y una
metodología en concreto, o si por el contrario representa más bien la preocupación por el
contrato social. Para que nuestra elección tenga una base sólida, sin embargo, debemos
reflejarnos en la historia. Cogiendo a los clásicos, ¿qué es lo que unía exactamente a
pensadores tan distintos como Hobbes, Locke y Rousseau? No era para nada su contenido.
El uno defendía el absolutismo desde una filosofía mecanicista, el otro proponía un
contrato liberal sustentado sobre los preceptos de la propiedad privada burguesa y el último
cogía como fundamento de su sistema al pueblo mismo y su idea de la voluntad general.
No hay tres filosofías más diferentes, y todas se oponían precisamente por su contenido.
Sin embargo, había algo que las unía: no eran las páginas de sus tratados sino que más bien
era la estructura de sus índices. En efecto, el punto de contacto es sin duda la forma, y no el
contenido, tal como propone The Oxford Companion to Philosophy.

65
2.1.2. Discurso del método
El contractualismo es por encima de todo un método. Sí que es verdad que hay
temas que se repiten, pero al fin y al cabo cada filósofo acaba valiéndose de los conceptos
que quiere, Locke el de la propiedad burguesa y Rousseau el de la voluntad general, por
ejemplo. De hecho, que el punto de unión sea la forma y no el contenido es precisamente
lo que nos permite hablar de contractualismo como corriente histórica y no sólo de la idea de
contrato social. Además, la razón de que su historia se pueda analizar, como nosotros
hemos hecho, da a entender lo mismo: que el contractualismo significa antes una forma de
ver el mundo, la política y el hombre, que una tesis concreta sobre estos tres temas. Por
todas estas razones que ensalzan la forma por encima del contenido, defenderemos aquí
que el contractualismo es por encima de todo un método.
Todas las ciencias tienen su propio método. El llamado método científico dota a la
física, la química y la biología de una forma con la que poder teorizar, es decir manejar
abstracciones. Existe una especie de necesidad connatural a toda ciencia de establecerse
como metodología. Por ello, las relativamente jóvenes ciencias sociales han terminado por
adoptar, también, un método científico, en su caso: el historicismo. La filosofía, entendida
como ciencia, y dentro de ella la filosofía política, no forma un caso aparte del resto de
disciplinas, sino que ella también precisa, como es natural, de un método determinado110.
Es en este sentido que se puede decir sin riesgo a exagerar que el contractualismo es y ha
sido siempre el método vertebrador de la filosofía política a lo largo de toda su historia.
Las ciencias sociales guardan, junto con todas las ciencias, una importante
limitación: la inducción. En efecto, la antropología, la sociología, o la ciencia política no
pueden formular ninguna teoría si no consiguen, antes que nada, reflejarla en la Historia.
Esto tiene evidentemente sus ventajas, pero con respecto a la filosofía tiene un inmenso
problema de alcance. La servidumbre científica para con los hechos concretos les impide
hablar en general, universalmente. Siguiendo este razonamiento, la filosofía política ha
huido siempre del espejo de la Historia como método, y ha buscado su propio camino.
Para entender esto bien, situémonos por un momento en el descubrimiento de la
teoría de la gravedad. Newton, mediante la inducción, observó que los objetos eran
irremediablemente atraídos hacia el centro de la Tierra impelidos por una fuerza exterior.
Tirando varios objetos de diferente masa al suelo, pronto descubrió con sorprendente
exactitud la aceleración que sería necesaria para que guardaran un tiempo y una velocidad
equivalentes. Dedujo de todos sus cálculos que 9,8 m/s*s debía de ser la medida de la

66
gravedad terrestre. Bien, ahora veamos qué sucedería si intentáramos aplicar el mismo
procedimiento a las ciencias sociales. La antropología, la sociología o la ciencia política,
como hemos dicho más arriba, no pueden experimentar cuantas veces quieran, sino que se
ven obligadas a jugar con la única medida a mano que poseen, que es evidentemente la
Historia. Es por esto que se las puede llamar con razón ciencias de un solo experimento.
Dicho esto, ahora imaginemos qué pasaría si un sociólogo, digamos Marx, intentase
hacer con su teoría de la lucha de clases lo mismo que Newton con su gravedad. Al contar
con un solo dato, la Historia, Marx no está en las mismas condiciones que Newton, que
poseía todas las mediciones que él quisiera. Hemos visto como este último utilizaba varias,
quizás miles, de mediciones para extrapolar el resultado exacto de lo que buscaba. Esto lo
hacía para, experimento tras experimento, ir restando todas las variables que, como el aire o
la fricción, le impedían concentrarse en lo esencial. Sin embargo, aunque Marx descubriese
una especie de tendencia en la Historia que reflejase su teoría de la lucha de clases, nunca
jamás podría demostrar que esto no se debe a las peculiaridades variables de nuestra Historia.
Y es que la Historia, para entendernos, no significa más que uno sólo de los
infinitos experimentos posibles que podrían haber sido y que finalmente no fueron. Puede
que exista, como decía Marx, una fuerza social que, como la gravedad, determine el
transcurso de la Historia. Pero esto nunca lo sabremos con total exactitud si nos valemos
de las ciencias sociales, ya que sería como querer inferir la gravedad de un solo tiro de
piedra. La cantidad de variables que no estaríamos teniendo en cuenta restaría todo el peso
al descubrimiento. La Historia hubiera sido completamente distinta sólo habiendo
cambiado pequeños detalles coyunturales, y por desgracia las ciencias sociales no pueden
hacer abstracción de ellos sino que todo lo contrario, se ven obligadas a incluirlos.
En resumen podemos decir que la Historia no es un elemento fiable a la hora de
formular teorías que aspiren a ser universales sobre el hombre o sobre la sociedad. Por esta
razón, históricamente la filosofía política ha ido apostando por un método opuesto que
como decíamos encuentra plenamente su lugar en el contractualismo. Lo que hace este
precisamente es negar e intentar superar los problemas derivados del historicismo científico,
al negar de raíz cualquier metodología induccionista. En efecto, el contrato social no
intenta explicar la Historia pasada, que como hemos visto no sería más que una de entre
todas las posibles, sino que ahonda mucho más y persigue el objetivo de desentrañar la
Historia esencial, desprovista de todas las variables, entendida en sí y por sí.
El método contractualista entonces, que nosotros decíamos más arriba que
representa la sustancia misma de su filosofía, intenta desentrañar la esencia de la Historia.

67
Lo que es imposible que hubiese pasado de otra forma, aquello que es ley, que es
connatural al hombre, que está escrito por así decirlo, todo esto es sujeto del contractualismo.
Mientras que la Historia tan sólo nos muestra una trayectoria, la filosofía política, y el
contrato social por excelencia, es capaz de enlazar un principio y un fin inequívocos. La
conclusión de todo esto es que el método contractualista debe de basarse precisamente en
mostrar el transcurso que lleva desde un supuesto comienzo de toda la humanidad hasta la
utopía final en la que todos deberíamos terminar, o al menos, aspirar a ello.
Esto es así porque de hecho el contractualismo moderno es en gran medida
heredero de la corriente economicista liberal e ilustrada del siglo XVIII, tal y como hemos
explicado más arriba. Lo que no habíamos dicho hasta ahora es que la metodología del
contrato social se inspiró en gran medida de una utilizada en economía, y que empezó a
coger fuerza a lo largo de esos siglos, llamada estática comparativa. Esta consistía simplemente
en la comparación de dos estadios escogidos de antemano (vamos a suponer, una economía
sin y luego con un impuesto tributario) despreciando los cambios coyunturales que se podían
haber dado entre medio111. El espíritu que se funda en esta metodología, la de acogerse a lo
esencial, confluyó a la perfección con la búsqueda del contractualismo de un método
propio y acabó este también por adoptarlo.
Porque es verdad que, en términos simplistas, lo que intenta hacer el método
contractualista es una explicación del cambio entre un supuesto estado original de las cosas,
hasta la realidad presente o incluso en la mayoría de los casos, hacia una utopía futura.
Veíamos que si algo guardaban todos los clásicos en común era precisamente esta
preocupación por el comienzo de la Historia, cuando empezó todo. Esta creencia de que en
el principio está la solución es un fundamento puramente contractualista. Entre todo esto,
el contrato social no constituía más que un vínculo de unión entre este supuesto comienzo
y lo que verdaderamente importaba a los filósofos contemporáneos, la crítica del mundo
presente. Como vemos, el método contractualista es también profundamente dialéctico,
aunque esto sea tan sólo en gran medida avant la lletre, pues encara dos estados
contrapuestos del desarrollo histórico humano (el original y el presente) y los explica
teniendo en cuenta la síntesis que les da forma: el contrato social.
Ya poniendo nombre propio a cada una de estas fases, el método contractualista
clásico nos quedaría dividido principalmente en estos tres puntos:
1. Estado de naturaleza
2. Contrato social
3. Estado de civilización

68
2.1.3. Lieux communs
Pero es evidente que el contractualismo no es tan sólo un método concreto, sino
que también mantiene una serie de tópicos, o de lieux communs como los llamamos aquí, que
se reiteran. Existen ciertas preocupaciones comunes, ciertos sentires característicos y
ciertos conceptos que se repiten a lo largo de la historia contractualista que merecen, por
esto, un aparte. Esto es para mostrar que no tan sólo el método es lo que otorga identidad a
la filosofía del contrato social, sino que su contenido también la homogeneíza.
El estado de naturaleza o estado original, primero, es quizá uno de los términos
más característicos del contractualismo. Utilizado ya desde el comienzo por Hobbes y
conservado a lo largo de toda la historia hasta llegar a Nozick, es uno de los conceptos que
mejor aguanta el paso del tiempo. Recordemos que Kant lo explica muy bien: “es
perfectamente lícito insertar conjeturas en el decurso de una historia con el fin de rellenar las lagunas
informativas, pues lo antecedente, en cuanto causa remota, y lo consecuente, como efecto, pueden suministrar
una guía bastante segura para el análisis del presente. (...) Lo que no cabe aventurar en el desarrollo de la
historia puede muy bien ensayarse mediante suposiciones respecto de su inicio, siempre que lo establezca la
Naturaleza”112. El estado de naturaleza es pues el estado original de la humanidad en el que
los hombres vivían individualmente en perfecta libertad y en comunión con la naturaleza,
cuando aún no había ningún tipo de socialización ni de civilización.
La guerra de todos contra todos o estado de guerra fueron dos términos muy
recurrentes durante el contractualismo moderno. El primero de ellos fue razonado la
primera vez por Hobbes: “es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder
común que les obligue a todos al respeto, están en aquella condición que se llama guerra; y una guerra como
de todo hombre contra todo hombre”113. El estado de guerra, sin embargo, como estado posterior
al estado de naturaleza e independiente de él, fue contribución única de Locke: “El estado de
guerra es un estado de enemistad y cuando se declara con una premeditada y establecida intención contra la
vida de otro hombre, pone a este en un estado de guerra contra quien ha declarado dicha intención”114. Así,
ya fuere la propia definición del estado de naturaleza o bien una edad separada de la
historia, es evidente que la guerra de todos contra todos caló muy hondo en el contractualismo.
El contrato social, por supuesto, representa el pilar indiscutible sobre el que se
sustenta toda la filosofía contractualista. Término también inventado por Hobbes fue sólo
utilizado propiamente por los clásicos modernos, mientras que, como hemos explicado más
arriba, ya anteriormente se utilizaba avant la lettre y, durante la Edad Contemporánea, la gran
mayoría de pensadores prefirió aludir a él sin necesidad de explicarlo. En términos

69
puramente contractualistas, el contrato social es el medio a través del cual las sociedades
pasan del estado de naturaleza hacia el nuevo estado de civilización. En palabras del mismo
Hobbes el contrato social es: “la transferencia mutua de los derechos naturales entre todos los
individuos integrantes de una sociedad”115. Evidentemente es mucho más que esto y entraña una
complejidad filosófica y política más grande, pero en términos puramente legales (con los
que quizás es más fácil definir conceptos) el contrato social sería esto: un acuerdo entre
individuos libres e iguales para preservar sus derechos naturales y fundar una sociedad.
El estado de civilización es el tercer estado característico del contractualismo.
Vale la pena decir que el término es nuestro, extraído del reiterado uso del vocablo
civilización entre contractualistas. Ningún filósofo utiliza nunca una sola expresión para
referirse al estado que supera el contrato social. Algunos lo llaman sencillamente presente,
pero lo que es claro es que significa el retorno al mundo que conocemos. Si el estado de
naturaleza era, de principio a fin, una entelequia, el estado de civilización tendría que ser
más bien el fiel retrato de nuestra realidad social. Este es una parte que ha ido ganando
importancia con el paso del tiempo respecto de su otro extremo, el estado de naturaleza.
Sobre todo después de Kant, los filósofos contemporáneos consideraron más importante
la crítica del presente que la explicación del origen, y por esto merece un aparte.
El hombre o la naturaleza humana centra la mayor de las preocupaciones
filosóficas del contractualismo. Más tarde ya abordaremos este tema con más calma, pero el
hecho es que toda teoría sobre el contrato social parte siempre de una determinada lectura
sobre la naturaleza humana. Baste con citar dos ejemplos tan famosos y elocuentes como
estos: Rousseau dice en el Émile que “l’homme est naturellement bon”116 mientras que Hobbes
asegura en el Leviatán que “homo homini lupus” 117 . Y estas proposiciones no salen de sus
respectivas filosofías contractualistas sino que, todo lo contrario, se sitúan antes y por
encima de ellas. La discusión, pues, sobre el a priori humano es uno de los tópicos más
característicos en la historia del pensamiento del contrato social.
Los tres regímenes es un tema que se remonta a Platón y que jamás dejó de tener
vigencia hasta la Revolución Francesa. Resulta que el discípulo de Sócrates identificaba en
su tiempo hasta cinco tipos diferentes de regímenes: timocracia, aristocracia, oligarquía,
democracia y tiranía 118 . Al no ser esta una distinción demasiado científica, luego vino
Aristóteles y la matizó, reduciéndolos a tres: monarquía para el gobierno de uno,
aristocracia para el de unos pocos y democracia para el de todos119. Porque con el tiempo
Aristóteles se convirtió en el filósofo de referencia, desde Cicerón hasta Santo Tomás se
adoptó la cuestión del sistema político como el problema de los tres regímenes. A partir de

70
aquí, y a excepción hecha de Hobbes, que defendió el absolutismo monárquico, el resto de
contractualistas modernos tomaron partido más o menos fervorosamente por la causa
democrática. Sin embargo, el problema de los tres regímenes permaneció siempre presente
al final de sus tratados y nunca perdió un ápice de vigencia.
La tiranía forma un caso aparte dentro del problema de los tres estados que
tantísimo preocupaba a las cabezas pensantes del contractualismo desde sus comienzos
avant la lettre hasta la culminación clásica moderna. Es interesante como esta cuestión
aparecía a lo largo de toda la Edad Media bajo el nombre del tiranicidio. Vemos, por
ejemplo, como el mismo santo Tomás, fiel defensor de la realeza, se atreve a poner como
título del capítulo III de su obra La monarquía lo siguiente: “el dominio de uno solo es el mejor,
cuando es justo, y no siéndolo es el peor”120. La cuestión de la tiranía no sería solucionada hasta la
llegada de la Ilustración. Y dentro de esta, aunque Le contrat social de Rousseau hizo mucho
en este aspecto, hay que reconocer todo el mérito a la sangre versada en la Revolución
Francesa, que puso punto y final para siempre jamás a esta pregunta abierta.
La esclavitud es quizás el tema sobre el cual el contractualismo más ha contribuido
políticamente, aparte de la democracia, como es evidente. Hablamos, por supuesto, sólo del
contractualismo moderno, aunque de todos modos la contribución a la historia de las ideas
no fue para nada menor. Y es que los filósofos de la Edad Moderna, en su Ilustración
revolucionaria, pronto tomaron partido en contra de la esclavitud. El ejemplo más radical
lo encontramos sin duda en las páginas ya citadas más arriba de Rousseau121. No obstante,
un ejemplo no menos valiente lo podemos encontrar también en la obra de Locke122. Es
evidente, en tanto que conclusión, que la afirmación ilustrada propia del contractualismo de
que todos los hombres nacen libres e iguales, lleva consigo la condena del esclavismo.
La propiedad, finalmente, es el último elemento que nos queda por señalar,
aunque es quizás uno de los más intrigantes. Siempre se había tratado este problema como
de pasada hasta que, al llegar a Locke, este le dedica un capítulo entero. La idea liberal de la
propiedad contractualista y el auge de la clase burguesa correrán desde entonces sendas
paralelas, trazando un vínculo indisoluble desde entonces entre contrato social y derecho a
la propiedad privada que se perpetrará hasta la Revolución Francesa de 1789. A partir de
aquí, las críticas de Proudhon y Marx se opondrán por primera vez a la forma burguesa de
tratar este problema, y es entonces cuando la propiedad se convertirá en el elemento clave
que aislará ideológicamente los diferentes contractualismos. Hoy en día no puede existir
ningún contractualismo que se precie que no pretenda tocar, aunque sea de la forma más
ligera (véase Rawls o Nozick) el problema de la propiedad.

71
2.1.4. Ideología y revolución
Hemos concluido nuestro recorrido por los lugares comunes del contractualismo
hablando de propiedad. La irrupción de un término económico tan material como el de la
propiedad descoloca lo que parecía hasta ahora un sistema filosófico mucho más amplio.
Esta herida abierta plantea una cuestión durante mucho tiempo debatida: ¿hasta qué punto
los hechos materiales determinan históricamente los pensamientos de las filosofías?
Nosotros no vamos a responder aquí esta cuestión in abstracto, sin embargo sí que vamos a
rastrear lo que esta implica para la el contrato social. Y al afrontar esta arma de doble filo
vamos a tener que prestar mucha atención a lo que la historia tiene que decirnos, primero,
en la índole de la ideología, y luego, en el de la revolución.
Empezando por la ideología, vamos a partir del materialismo histórico para explicar
hasta qué punto encarna la filosofía del contrato social una ideología concreta. En primer
lugar, vale la pena remarcar el carácter déclassé del contractualismo avant la lettre. Si partimos
del hecho, como nosotros hemos hecho, que la filosofía del contrato social representa un
proceso histórico que se remonta a Platón y que culmina en la Edad Moderna, cualquier
carácter propiamente de clase parece difuminarse en esta marabunta de títulos diferentes.
Platón era un aristócrata al igual que lo era Cicerón, santo Tomás formaba parte de la élite
clerical y la mayoría de filósofos de la Edad Moderna eran burgueses. En cuanto a
Rousseau, ya dijimos que él mejor que nadie encarnaba la figura del déclassé. Por no hablar
del carácter inclasificable de la mayoría de contractualistas de la Edad Contemporánea.
En definitiva, el materialismo histórico no parece encontrar rastros de carácter de
clase entre los filósofos del contrato social a lo largo de la historia. La insinuación reiterada
por parte de Marx de que el contractualismo era un instrumento burgués del s. XVIII123
nos parece infundada. Sí es verdad que la tendencia que se dibuja desde Locke hasta Smith
es de marcada orientación burguesa, pero no se puede hacer tampoco del ejemplo una
máxima. No se pueden tomar los capítulos más liberales, en el pleno sentido de la palabra,
de estos dos autores y generalizar una sociología del contractualismo. Rousseau, por
ejemplo, sería entonces una clara excepción a esta regla. Y es que Marx estaba ciego con
respecto al desarrollo milenario del contractualismo y no veía la complejidad sociológica
que entrañaba su perfeccionamiento histórico.
Queda pues en entredicho el carácter de clase del contractualismo. En la misma
línea añadiremos algo sobre su supuesta afiliación ideológica. ¿Cómo iba a tener una
ideología definida el contractualismo si lo han defendido a la vez filósofos tan diferentes

72
como Hobbes, Locke y Proudhon? Uno absolutista, otro liberal y el último anarquista.
¿Vale la pena repasarlos todos ahora uno por uno y recordar otra vez que santo Tomás
vivía en un monasterio, mientras que Smith era un burgués adinerado y Marx vivía en un
apartamento, mantenido por Engels, en uno de los barrios más pobres de Londres? Y sin
embargo todos eran igual de contractualistas aunque buscaran en su filosofía cosas
diferentes. Esto respalda aun más nuestra hipótesis inicial de que el contractualismo es por
encima de todo un método. Si esto no fuera así no se podría entender como filósofos tan
diferentes, a veces con ideologías políticas tan opuestas, han podido sumarse todos al
mismo caballo de Troya.
El contractualismo es amorfo en cuanto a clase social e ideología política. Es un
método que puede engullir ideologías dispares, porque no hace distinción en el contenido
de las palabras, sino más bien en su forma. El contractualismo no es lo qué dice sino cómo
lo dice. Por esta razón todo lo que le falta de ideológico, lo tiene de revolucionario. En
efecto, como su estilo importa mucho más que su significado, la filosofía del contrato social
se puede reconocer antes por el tono revolucionario que por el ideario que esconde. Y es
que si un papel ha jugado el contractualismo a lo largo de la historia este ha sido el de
ejercer de principal fuerza revolucionaria que tirara del carro de las ideas en todo el mundo.
Otra cosa no será, pero el contrato social está siempre del lado del pensamiento más
progresista. Por ello es más acertado decir que el contractualismo ha sido históricamente la
filosofía de la clase revolucionaria, fuese cual fuese en cada edad, que el instrumento de una
ideología en particular en un momento determinado.
Está escrito en el dorso de El contrato social, y también en el Estudio introductorio de
María José Villaverde a El contrato social lo siguiente: “el contrato social es un libro mítico. Un libro
impulsor de revoluciones –la de 1789- y de revolucionarios –de Robespierre a Simón Bolívar y Fidel
Castro-. Se ha dicho que era el libro de cabecera de Castro, y Bolívar, en su testamento, legó su ejemplar a
la Universidad de Caracas”124. Efectivamente, si existe un libro capaz de agitar conciencias, de
insurreccionar al pueblo y de hacer estallar una revolución, este es El contrato social de
Rousseau. A lo largo de la historia, sin embargo, el contractualismo ha ido cambiando su
ropaje, por así decirlo, según las personas que lo hayan empuñado.
Comenzando por la Edad Antigua, vale decir que tanto Platón, como Aristóteles
como Cicerón, los pioneros del contractualismo avant la lettre, formaron parte de la clase
dominante de su época. En un sistema esclavista ellos ocupaban puestos entre la
aristocracia, la clase revolucionaria por ese tiempo. Más tarde, en la Edad Media los
ejemplos también se sucedieron. En este caso, sin embargo, era el clero el que constituía la

73
clase más influyente. Baste seguramente con aludir los ejemplos ya citados más arriba, y me
refiero naturalmente a Juan de Salusbury y Santo Tomás de Aquino, pues fueron los
máximos exponentes de la herencia revolucionaria del contractualismo.
A partir del Renacimiento, todo esto cambió. La protoburguesía naciente en los
albores del capitalismo mercantil a lo largo del s. XVI fagocitó, ya desde un principio, el
contractualismo como ideología propia. Dejando a Hobbes a un lado, la línea trazada entre
Spinoza, Locke, Smith y Kant mostró un desarrollo paralelo a la progresión de la propia
burguesía. Es durante estos siglos de entronización de la clase burguesa, del s. XVI al
XVIII, que contractualistas de todas partes de Europa dejaron ver su identificación con el
liberalismo. Y todo ello no porque, como insinuaba Marx, el contractualismo fuera la
ideología de la burguesía, sino porque, como solía apuntar él mismo: “la burguesía desempeñó
un papel altamente revolucionario [a lo largo de toda la Edad Moderna]” 125 . Puesto que el
contractualismo se ha puesto siempre de parte de la clase revolucionaria en cuestión, todo
apuntaba a que ahora había llegado el momento de la burguesía.
Y sus primeras victorias no se hicieron esperar. Ya The Cambridge Dictionnary of
Philosophy insinúa en su segunda parte de la definición de contrato social el enorme papel
que la burguesía liberal relegó al contractualismo en el terreno de lo político: “despite
controversies surrounding their interpretation, social contract arguments have been important to the
development of modern democratic states: the idea of the government as the creation of the people, which
they can and should judge and which they have the right to overthrow if they find it wanting, contributed to
the development of democratic forms of policy in the eighteenth centuries. American and French
revolutionaries explicitly acknowledged their debts to social contract theorists such as Locke and Rousseau.
In the twentieth century, the social contract idea has been used as a device for defining various moral
conceptions by those who find its focus on individuals useful in the development of theories that argue
against views -as utilitarism- that allows individuals to be sacrificed for the benefit of the group”126. En
otras palabras, es la idea de contrato social la que ha fundado intelectualmente el mundo
contemporáneo, sobre sus cimientos de democracia y liberalismo. Por primera vez en la
historia una filosofía se ha materializado políticamente, de modo que vale la pena apuntarlo.
Las primeras rebeliones contra el absolutismo monárquico tuvieron lugar tanto en
Cataluña como en los Países Bajos a lo largo de todo el s. XVII. Ambas fueron contra la
Corona de Castilla y no es de extrañar que esto sucediera precisamente en territorio
hispánico pues ya señalamos más arriba las profundas raíces que había trazado para
entonces el iusnaturalismo entre la intelectualidad española y la de sus colonias. Basta con
señalar esto, ya que el verdadero origen de las rebeliones liberales de la Edad Moderna lo

74
encontramos, seguramente, más al norte y un poco más adelante en el tiempo, esto es: la
revolución inglesa de 1642 a 1688. Este levantamiento marcó un antes y un después, como
veremos, en la importancia política revolucionaria del contractualismo.
Todo empezó en 1628 cuando el rey Carlos I aprobó unos impuestos no-
parlamentarios para sufragar la enorme deuda que estaba dejando tras de sí la Guerra de los
Treina Años (1618-48). El Parlamento, viendo que el rey pasaba por encima suyo sin
importarle siquiera, le escribió la famosa Petition of Right en la cual daba un toque de
atención al monarca de no extra-limitarse en sus funciones. Nada de esto podría haber sido
posible si el iusnaturalismo no hubiera, mucho antes, invertido la relación de servidumbre
del pueblo hacia el rey en una dependencia del rey para con su pueblo: “and whereas also by
the statute called 'The Great Charter of the Liberties of England,' it is declared and enacted, that no
freeman may be taken or imprisoned or be disseized of his freehold or liberties, or his free customs, or be
outlawedor exiled, or in any manner destroyed, but by the lawful judgment of his peers”127.
Pero si ha existido alguna vez un rey absolutista este ha sido Carlos I de Inglaterra
cuya personalidad orgullosa se cerró en banda a las peticiones parlamentarias a partir de
1628. Con esto se llegó a la guerra civil (1642-1649), tras la cual Oliver Cromwell declaró la
República y decapitó al monarca. Este fue el punto de inflexión. Por primera vez en la
historia el contractualismo se materializó en un hecho práctico de gran envergadura. La
sociedad se fundamenta a partir de un pacto original y si este se rompe, incluso si es el
mismo Rey el que lo incumple, el pueblo se alza, coge las armas y lo condena. Las
consecuencias de tales actos no los conocía bien ni el propio Oliver Cromwell. La
decapitación de Carlos I en 1649 no sólo significó la primera de las victorias de la burguesía,
la primera entronización de la ideología liberal y la primera revolución, por decirlo de algún
modo, del contrato social. Para nosotros, estos actos tienen también la importancia de ser
los primeros que emanan directamente de una filosofía de la razón, de una forma de
pensamiento libre. Es por esto, que las materializaciones políticas que iremos viendo a
partir de ahora vendrán acompañadas de su correspondiente avance intelectual.
En primera instancia, el 1679 el Parlamento británico aprobó el Habeas Corpus. En
él se aventuraba toda la teoría de la justicia que sería desarrollada por el contractualismo en
los siglos venideros. Máximas como la de que todo hombre es inocente hasta que se
demuestre lo contrario se dejan traslucir en ejemplos como este: “and because many times
persons charged with petty treason or felony, or as accessaries thereunto, are committed upon suspicion only,
whereupon they are bailable, or not, according as the circumstances making out that suspicion are more or
less weighty, which are best known to the justices of peace that committed the persons, and have the

75
examinations before them, or to other justices of the peace in the county; be it therefore enacted, that where
any person shall appear to be committed by any judge or justice of the peace and charged as accessary before
the fact, to any petty treason or felony, or upon suspicion thereof, or with suspicion of petty treason or felony,
which petty treason or felony shall be plainly and specially expressed in the warrant of commitment, that
such person shall not be removed or bailed by virtue of this act”128.
En segunda instancia, el menos conocido pero aun más importante Bill of Rights de
1689 influyó sobremanera en los documentos constitucionales de tintes contractualistas
que le habían de seguir. La finalidad principal de este escrito era el de fijar y concretar
aquellos puntos en los que el Rey no podía bajo ningún concepto sobrepasarse en sus
funciones. El punto más importante es aquel que explicita que es imposible que el Rey cree
o elimine leyes promulgadas por el Parlamento. Un ejemplo: “[Lords Spiritual and Temporal
and Commons declare] that the pretended power of suspending the laws or the execution of laws by regal
authority without consent of Parliament is illegal”129. Como se puede ver, la ideología propia del
Bill of Rights es decididamente el liberalismo, con unos tenues ecos de Spinoza, por ejemplo,
dentro del marco de la intelectualidad de la época.
Grosso modo, lo que hizo la revolución inglesa fue pavimentar el camino a la
burguesía en el terreno de lo político para que luego el contractualismo pudiera construir
sus cimientos en lo que atañía a su ideología liberal. Como ya hemos dicho que la filosofía
del contrato social se siente cómoda siempre al ponerse del lado de la clase revolucionaria,
después de la revolución inglesa quedó claro que ahora le tocaba a la burguesía. Prueba de
ello fue que tan sólo un año después de la Gloriosa de 1688 Locke publicara su Segundo
Tratado sobre el Gobierno civil. Desde entonces, se hará patente la filiación del contractualismo
tanto con la ideología liberal como con las revoluciones burguesas. La primera de estas la
acabamos de desgranar ahora a partir de sus tres documentos principales. Es hora, pues, de
convocar aquí dos revoluciones decisivas: la americana y la francesa.
Por orden cronológico la primera que vamos a tratar es la americana. Touchard nos
advierte que: “la revolución americana se realizó a la luz de los hechos; ni estuvo precedida de una larga
maduración ideológica, ni fue el producto ni el crisol de doctrinas originales”130. Giner, por el contrario,
no parece estar de acuerdo con esta tesis131. Sea como fuere, lo que es indiscutible y cabe
resumir es que las élites americanas, burguesas y WASP bien entendu, sí habían leído a Locke
y estaban al corriente de las nuevas tendencias contractualistas llegadas desde Francia e
Inglaterra. Y, cómo no, parece lógico que intentaran aplicar lo aprendido en la práctica de
su propia revolución. Hay que subrayar en este sentido el enorme papel, aunque de relativa
originalidad, del Common Sense (1776) de Thomas Paine (1737-1809).

76
Todo empezó en 1763 cuando, al finalizar la Guerra de los Siete Años, el
Parlamento británico fijó una serie de impuestos sobre las colonias para cubrir la deuda
bélica. Vemos como la historia nos recuerda profundamente la Revolución Inglesa y, en
este caso, la Petition of Right de 1628. De todos modos, lo que nos interesa ahora es que,
como entonces, las colonias americanas también se sublevaron contra el famoso Tea Act de
1773 bajo el lema de “no taxation without representation”. Había estallado la Guerra de
Independencia de los Estados Unidos (1775-83). Durante este periodo, sin embargo, se
escribió uno de los documentos más fundamentales del contractualismo aplicado al ámbito
político: The Declaration of Independence of the United States (1781).
Escribe Thomas Jefferson: “we hold these truths to be self-evident, that all men are created
equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life,
Liberty and the pursuit of Happiness. — That to secure these rights, Governments are instituted among
Men, deriving their just powers from the consent of the governed, — That whenever any Form of
Government becomes destructive of these ends, it is the Right of the People to alter or to abolish it, and to
institute new Government, laying its foundation on such principles and organizing its powers in such form,
as to them shall seem most likely to effect their Safety and Happiness”132. Esta es seguramente una de
las mejores definiciones del contractualismo que jamás se hayan escrito. Thomas Jefferson
comprende a la perfección no sólo la esencia del contrato social, sino también su forma y
espíritu. Aun así, basta de halagos y vayamos a lo que es importante ahora para nosotros: la
pervivencia en el discurso de las reminiscencias contractualistas modernas. Como señala
Giner, “una lectura atenta de este texto nos hará ver que en él están plasmados los principios políticos más
destacados que se habían ido gestando a partir del Renacimiento y en especial los contractualistas”133.
The Declaration of Independence of the United States representa, pues, la plena
interiorización por parte de la clase burguesa como “truths to be self-evident” los principios
fundamentales del contractualismo. Es una buena señal que aquellas polémicas que causaba
Locke entre la aristocracia absolutista de su época, poco menos de cien años después sean
mantenidas como, repito, “truths to be self-evident”. Este es un punto crucial y de no retorno.
Simboliza una vez más la victoria de la burguesía en el terreno intelectual, su fagocitación
progresiva de la filosofía contractualista y su consecuente esclavitud al servicio de la
ideología liberal. Es curioso que sea del otro lado del Atlántico donde por primera vez se
vean indicios, no sólo de victoria, sino de entronización de la clase burguesa.
En este sentido Giner escribe en algún lugar uno de sus pasajes más lúcidos: “la
Constitución americana es la entronización política del contractualismo liberal” 134 . En efecto, The
Constitution of the United States (1787) es el documento fundamental para subrayar esta

77
victoria de la burguesía de la que hablábamos. Primero de todo, ya la famosa cabecera “we
the people” nos indica todo lo que necesitamos saber acerca de su atrevimiento democrático,
liberal, y en última instancia, de influencia contractualista. Aunque posiblemente no haya
existido nunca un pasaje tan hipócrita como este, a título puramente literario se entiende
que hay una mínima comprensión de lo que el contrato social entre pueblo y gobernantes
significa. La Constitución pasa a partir del preámbulo a jurisprudencias de un orden más
detallado que no tienen cabida aquí; lo esencial, sin embargo, es su intención.
La plena materialización del ideario llegaría con la Revolución Francesa. Su
principal aportación, sin embargo, fue en el mundo de los hechos, no en el de las ideas.
Creo que cualquier historiador estaría de acuerdo en que la Revolución Francesa no
incorpora ningún salto innovador, original o revelador digno de mención en una historia
del contractualismo. La Revolución Francesa es ya, en sí misma, la materialización del
contrato social. Quizás también por culpa de su escasa producción literaria, el único
documento que podemos analizar es la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen (1789).
En palabras del propio Giner, “la Déclaration representa la consolidación de la primera gran
victoria burguesa contra el antiguo régimen, así como la materialización legal de los principios teóricos
elaborados por los filósofos del contrato social y por los fundadores del liberalismo” 135 . Es decir,
contractualistas todos. Y es que ciñéndonos a los efectos puramente literarios ya
encontramos una reminiscencia a la “voluntad general” de Rousseau en el artículo 6. Más,
Danton también incorpora, como lo hacía Jefferson, su profunda concepción
contracualista al escrito. Un ejemplo lo representa el artículo 1, donde resuenan los ecos del
Discours sur l’origine de l’inegalité parmi les hommes de Rousseau: “Les hommes naissent et demeurent
libres et égaux en droits. Les distinctions sociales ne peuvent être fondées que sur l'utilité commune” 136 .
Otro ejemplo, este ya más explícito y de mayor importancia para el contractualismo en
general, es el que se puede leer en el artículo 2: “Le but de toute association politique est la
conservation des droits naturels et imprescriptibles de l'Homme”137. En definitiva, la Déclaration des
droits de l’homme et du citoyen representa la victoria final del contractualismo liberal y burgués
ante toda la Edad Moderna.
La Edad Contemporánea es otra historia. A lo largo del s. XIX la burguesía se
entronizará en el poder y perderá así su carácter de clase revolucionaria. De ser la clase
progresista por excelencia pasa a convertirse en la nueva clase conservadora. Por el
contrario, una nueva clase antagónica se erige ante ella para presentar batalla: el proletariado.
El ojo infalible de Marx señala, ante todo esto, que: “de todas las clases que se hallan hoy frente a
la burguesía, únicamente el proletariado es una clase verdaderamente revolucionaria”138. Si recordamos

78
nuestra tesis tantas veces repetida en este capítulo, que el contractualismo se encuentra
históricamente siempre del lado de la clase revolucionaria, podremos comprender como,
después de tanto tiempo a favor de la burguesía y del liberalismo, la filosofía del contrato
social se donará, a partir del s. XIX, al proletariado y al socialismo.
Esto explica lo que ya hemos relatado más arriba. Sin embargo, deja una herida
abierta, puesto que el proletariado no ha alcanzado todavía una victoria de clase. La Edad
Contemporánea no nos brinda ningún ejemplo de revolución contractualista socialista. Se
podría rastrear en la Constitución Rusa de 1918, la Constitución Cubana de 1976 o la Constitución
China de 1982, tal y como hemos hecho con las burguesas, indicios de un nuevo contrato
social práctico de la clase proletaria. Sin embargo, en este trabajo abandonaremos esta
difícil empresa por una razón estrictamente metodológica. En algunos casos, la aplicación
de las leyes está tan alejada de lo que planteaban sus respectivas teorías, y las revoluciones
en las que se materializaron tenían causas a su vez tan complejas que sería inútil ponerlo
todo en el mismo saco. Mucho mejor es observar un hecho: nunca se ha producido una
victoria del proletariado que promulgase un nuevo contrato social de facto.
Así pues, con esto terminamos el bosquejo histórico sobre la revolucionariedad del
contractualismo. En efecto, cuando empezábamos este capítulo, decíamos que nuestro
propósito era estudiar la relación práctica que guardaba el contrato social con dos premisas
del materialismo histórico: la ideología y la revolución. A lo largo de nuestro escrutinio
hemos podido comprobar como el contractualismo no presenta en ningún caso una
ideología que le sea propia, sino que más bien cambia de ropajes con el tiempo siguiendo a
la clase más revolucionaria. Esto es lo único que podemos decir con total seguridad: que el
contractualismo a lo largo de su historia se manifiesta siempre del lado de la revolución.
Nunca es una fuerza reaccionaria. Y esto se debe a que no es un contenido en sí mismo,
sino más bien una forma. Por lo cual no puede, ni podrá nunca, mantener un carácter de
clase impasible al paso del tiempo, sino que se ve obligado a transmutarlo.
Con esta apreciación de carácter más práctico cerramos el círculo de la tesis, en el
que hemos intentado definir la esencia del contractualismo. Sin embargo, del mismo modo
que no hay dos sin tres, tampoco puede existir una definición sin su correspondiente crítica.
De esto se deduce necesariamente que toda dialéctica queda vacía de contenido si carece de
antítesis. En la oposición, las ideas se superan, se subliman, hasta llegar al
perfeccionamiento. No es por tanto una etapa menos importante, la antítesis. De tal modo,
que todo lo que acabamos de decir merece ahora que se le presente la mirada crítica de las
grandes cabezas pensantes de la historia del contractualismo.

79
2.2. Antítesis
“La situación original no explica nada, simplemente traslada la cuestión a una lejanía nebulosa y
grisácea. Supone como hecho, como acontecimiento lo que debería deducir. (...) Así es también como la
teología explica el mal por el pecado original: dando por supuesto como hecho, como historia, aquello que
debe explicar”139.

Karl Marx

80
2.2. Crítica de la razón contractualista

Proseguiremos esta segunda parte del trabajo tratando las diferentes críticas que ha
sufrido el contractualismo a lo largo de su historia. Son tantas y tan desiguales que no
hemos podido sino hacer distinciones, separarlas por grupos y tratarlas aisladamente. En
primera instancia, por ejemplo, trataremos las críticas más filosóficas, planteadas siempre
desde el mundo de las ideas y solucionadas estrictamente por la intelectualidad. Por último,
nos fijaremos en como anarquistas y comunistas formularon, también, una crítica al
contractualismo, esta vez desde lo político.

2.2.1. La crítica filosófica


Vale decir que las críticas filosóficas que se le han hecho al contractualismo son
muy fáciles de explicar ya que siempre ha sido una y la misma. Apareció por primera vez en
la Inglaterra del s. XVIII de la mano de David Hume (1711-1776) y desde entonces, ha
perdurado en el corazón de la intelectualidad como una herida abierta hasta nuestros días.
Dicha crítica consiste en subrayar el carácter imaginario, ilusorio, inmaterial, falso, ficticio,
irreal, artificioso, inventado, delirado, fabuloso, soñado, quimérico, ideal, perfecto y utópico
de la propuesta contractualista.
La verdad es que son muchos los sinónimos que utilizan Hume y sus seguidores a la
hora de criticar lo que ellos veían del contrato social. Sin embargo, todo puede explicarse
con una consideración: Hume era un empirista. En efecto, vamos a rastrear por un
momento, de donde vienen históricamente tantos afanes suyos en criticar la filosofía del
contrato social. Resulta que Hume es el máximo exponente de la filosofía empirista
anglosajona, la cual venía manifestándose ya desde finales del s. XVII junto con Locke, en
su querer apartarse del racionalismo continental de Descartes, Spinoza y Leibniz. Hume fue
más extremista que ningún otro e intentó llevar el empirismo todo lo lejos que le fuera
posible. No contento con criticar las mismas bases de la metafísica racionalista -es famosa
su negación del principio de causalidad, por ejemplo- en sus últimos tiempos se pasó
también a la crítica política, que intentó someter también a la filosofía empirista. El
resultado fue la crítica absoluta de toda la tradición contractualista.
Una cosa es evidente: Hume fue mucho más consecuente con el empirismo que
Locke en lo que a política se refiere. El mismo Hume era consciente de esto y se indignaba
al notar, por decirlo así, las dos caras de su maestro Locke: una, la que admiraba

81
profundamente como fundador del empirismo y de la epistemología moderna, y la otra,
más conservadora, sometida a la tradición iusnaturalista. Quizás fruto de esta contradicción
que veía en su maestro escribe sus Ensayos políticos (1758). En ellos Hume intentará sacar al
empirismo del pozo de contradicciones internas en el que le había sumido su predecesor. Y
su consecuencia será el repudio de la tradición contractualista.
En un ensayo precisamente titulado Del contrato original es donde Hume expone su
más dura crítica: “cuando consideramos cuán parecidos son todos los hombres en lo general, e incluso en
sus potencias y facultades mentales, hasta que la educación las cultiva, hemos de conceder que sólo su
consentimiento pudo en un principio asociarlos y sujetarlos a una autoridad. Si recorremos el gobierno hasta
su primer origen en bosques y desiertos, la fuente de todo poder y jurisdicción resulta ser el pueblo, que
voluntariamente, en aras de la paz y el orden, abandonó su libertad nativa y recibió leyes de quien era su
igual. (...) Si es esto lo que se quiere significar por contrato original, no puede negarse que el gobierno se
funda en sus comienzos sobre un contrato, y que los grupos humanos más antiguos y rudos se fundaron con
arreglo a este principio. En vano se nos pregunta en qué libros o actas está registrada esta carta de nuestras
libertades. No fue escrita sobre pergamino ni siquiera sobre hojas o cortezas de árbol. Fue anterior al uso de
la escritura y a todas las demás artes civilizadas; pero claramente la descubrimos en la naturaleza del
hombre, y en la igualdad, o algo que a ella se aproxima, presente en todos los individuos de la especie. El
poder que hoy impera, basado en flotas y ejércitos, es claramente político, y se deriva de la autoridad, efecto
del gobierno establecido. La fuerza natural de un hombre reside sólo en el vigor de sus miembros y lo firme
de su valor y nunca bastaría para sujetar a la multitud al mando de uno solo. Sólo el consentimiento y la
conciencia de los beneficios resultantes de la paz y el orden pudieron lograr esos efectos. Pero incluso este
consentimiento fue durante mucho tiempo imperfecto y no pudo servir de base a una administración regular.
(...) Es evidente que no hubo formulación expresa de un pacto o acuerdo para la sumisión general, por ser
idea que excedía en mucho a la comprensión de los salvajes. (...) La evidente utilidad de su intervención [del
jefe] hizo que fuese cada día más frecuente, y esta frecuencia determinó en el pueblo una aquiescencia
habitual y, si se quiere, voluntaria, y, por tanto, precaria”140.
Nótese ante todo el tono sarcástico del que se vale Hume para referirse al contrato
social y la mordacidad con que se refiere a los “bosques y desiertos” con los que se evoca el
estado de naturaleza. Hume se burla de este contrato original supuestamente escrito en
“pergaminos, hojas y cortezas de árbol” y lo compara con “el poder que hoy impera, basado en flotas y
ejércitos”. En otras palabras, lo que está intentando oponer Hume aquí es el pensamiento
racionalista del contrato social con la filosofía empirista que él propone. Una dialéctica que
resuelve en pocas páginas argumentando que el contractualismo no se ramifica en nada que

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sea real, sino que, todo lo contrario, crea mundos paralelos, imaginarios y utópicos que no
guardan ningún contacto expreso con la política de verdad, empírica y práctica.
Si esta crítica está equivocada o no ya lo discutiremos más adelante. Lo que es
importante notar ahora es que la esencia del ataque empirista al contractualismo perduraría
durante siglos, hasta la actualidad. Es una especie de crítica conservadora que se le ha
achacado siempre a la filosofía del contrato social desde el ala empirista, científica y práctica
de las ciencias políticas. Como el contractualismo, esta crítica también sufrió un proceso de
alienación a lo largo del s. XIX, aunque esto no quiera decir que dejara de existir para la
intelectualidad de la época. La guerra abierta que se presentaba durante la Ilustración entre
Hume y Rousseau, pasó a ser una guerra encubierta, una batalla invisible, entre los dos
bandos eternos de contractualistas y empiristas que esta vez no se llamaban por su nombre.
No hay más que ver la disputa entre Durkheim, un sociólogo empirista del lado de
Hume, y Marx, un contractualista que calla su nombre. Pues bien, Durkheim proclama que:
“no puede haber socialismo científico. Para que tal socialismo fuese posible sería menester contar con
conocimientos científicos que no existen y que no pueden improvisarse. Frente a tales problemas, la única
actitud que la ciencia puede mantener es la de la reserva y la de la circunspección, y el socialismo no puede,
so pena de traicionarse, comportarse de esa manera. De hecho, no se ha comportado. Considérese la obra
más rica, más vigorosa, más sistemática que ha producido: El capital, de Marx. ¡Cuántos datos estadísticos,
cuántas comparaciones históricas, cuántos estudios serían necesarios para solucionar científicamente
cualquiera de las innumerables cuestiones que trata!”141.
Es exactamente la misma crítica que Hume le hacía a Rousseau, exactamente el
mismo tono de burla, exactamente la misma demanda de cientificidad. Lo que demuestra
que la crítica filosófica al contractualismo hecha desde su ala más conservadora y empirista
perduró en el tiempo hasta día de hoy. Lo que pasó al final es que, ya en el presente, con la
emergencia de las ciencias sociales, esta guerra se extendió hasta ser un conflicto entre
filosofía política y sociología. Es algo que ya se hace más o menos patente en el hecho de
que la crítica de Durkheim viniera precisamente de un sociólogo. Sea como fuere, la
primera permaneció fiel al contractualismo y la segunda la repudió de base, y aun hoy
sufrimos las consecuencias de tal división.

83
2.2.2. La crítica política
Aparte de la crítica filosófica, más clásica intelectualmente hablando, el
contractualismo ha sufrido también el ataque desde otro frente de reflexión: la política. Las
críticas anarquista y comunista merecen, por su raíz exclusivamente política, un capítulo
separado. Por otra parte, el lector notará también en este capítulo el carácter más o menos
literario de sus títulos. El aquí llamado motín anarquista, así como la trinchera comunista no son
para nada dos términos arbitrarios. Ambos intentan recoger el carácter particular de sus
críticas: una en el sentido de abdicar de lo establecido, y la otra por su carácter unitario y
guerrero, ideológicamente.

2.2.2.1. El motín anarquista


Los libros que tratan sobre el anarquismo suelen empezar siempre con una
mención a la magnífica Introducción de Rudolf Rocker a su Anarquismo y Anarcosindicalismo
(1949). En ella el historiador subraya por primera vez el carácter heterogéneo de la
tradición anarquista. Sí que hay una ideología más o menos común, como mínimo una
utopía conjunta y por lo menos dos o tres principios con los que estaría de acuerdo
cualquier anarquista. Si bien los movimientos anarquistas van desde el individualismo hasta
el comunismo y configuran así un todo precisamente muy anárquico. Es por esta razón que
hablaremos aquí de motín anarquista. En principio no había ninguna razón por la cual
anarquismo y contractualismo no pudiesen llevarse bien, pero el hecho es que algunos
pensadores libertarios terminaron por amotinarse contra él.
Todo empieza con el cambio de mentalidad después de la Revolución Francesa. El
año 1789 fue el punto de inflexión a partir del cual la burguesía se entronizó como clase
conservadora, y su progresismo pasó a manos de los nuevos oprimidos: el proletariado.
Esta nueva clase revolucionaria conllevó el replanteamiento de las viejas ideas burguesas, la
mayoría sacadas del contractualismo, así como la idealización de nuevas soluciones. En este
marco dialéctico de crítica de lo viejo y superación por lo nuevo se encuadra el anarquismo,
que ya a finales del s. XVIII daba sus primeros pasos. Por desgracia, ignorantes de todo su
proceso sociológico, muchos vieron en el contractualismo la encarnación de la filosofía de
la burguesía, y en su crítica de lo viejo también se llevaron por delante al contrato social.
El primer anarquista en tomarla con el contractualismo fue William Godwin (1756-
1836). Es considerado el fundador de la tradición anarquista, si bien en ningún momento él
se identificó como libertario ni nada parecido. Y es que forma parte de los primeros pasos

84
del anarquismo avant la lettre de finales del s. XVIII, por entonces aún lleno de
contradicciones internas, imprecisiones formales y con una falta completa de ideología
propia. Sea como fuere, lo que es evidente es que en 1793, con su Investigación acerca de la
justicia política, abrió la puerta a la crítica anarquista del contractualismo.
En el libro III, Godwin se propone someter a un escrutinio minucioso los mismos
pilares del Gobierno. Esto le impele a identificar, en primera instancia, Los diversos sistemas
políticos. Dentro de este capítulo, Godwin establece: el absolutista, el teocrático y el
democrático. Los primeros dos los descarta rápidamente como contrarios a la justicia por
su arbitrariedad, sinrazón y carácter tiránico. Sin embargo, reconoce Godwin que “el tercer
sistema es el que ha sido comúnmente aceptado y mantenido por los amigos de la igualdad y la justicia; el
que supone que los miembros de la sociedad han constituido un contrato con sus gobernantes y funda la
autoridad de estos en el consentimiento de los gobernados”142. Por esta razón, y a semblanza de Hume,
Gowin dedicará un capítulo entero a desarrollar sus tres grandes críticas al contractualismo.
Dos de ellas no las citaremos aquí por su escaso interés intelectual. Decir que
ninguna teoría del contrato social especifica por cuánto tiempo son válidos sus pactos no
debe ser considerado ni una crítica. Sin embargo, la cuestión central sí que guarda algo de
razón y merece ser mencionada: “¿cuál es la naturaleza del consentimiento que me obliga a
considerarme súbdito de determinado gobierno? Se afirma generalmente que basta para ello la aquiescencia
tácita que se deriva del hecho de vivir en paz, bajo la protección de las leyes. Si esto fuera cierto, estaría de
más toda ciencia política, toda discriminación entre buena y mala forma de gobierno, aún cuando se trate de
un sistema inventado por el más vil de los sicofantes. (...) La aquiescencia no es generalmente otra cosa que
la elección, por parte del individuo de lo que considera un mal menor. (...) Así pues la aquiescencia
difícilmente puede convertirse en consentimiento expreso, en tanto los individuos afectados no tengan el
conocimiento preciso de las autoridades a quienes deben hacer manifestación de lealtad”143.
Su argumento es bueno, la verdad, y revolucionario también. Tanto es así, que a
partir de aquí esta demostración de Godwin se convertirá en la insignia del anarquismo.
Reductio ad absurdum, su argumentación es facilísima: no es lo mismo que algo sea legal a que
sea bueno. Esta afirmación casi tautológica, dentro de su simplicidad, no sólo abrirá la
puerta a todo el pensamiento libertario posterior, sino que también representará, Grosso
modo, a la crítica contemporánea. Crítica que, por otra parte, el mismo Godwin reformula a
base de intelectualismos como el siguiente: “El principio básico de la idea del contrato original
consiste en la obligación de cumplir nuestras promesas. Equivale en este caso al razonamiento de que si
hemos prometido obediencia a un gobierno, estamos obligados a obedecer efectivamente. (...) [Pero] si
descubrimos que una acción es injusta, debemos abstenernos de realizarla”144.

85
Después de Godwin, el tiempo pasará y el anarquismo se irá consolidando no sólo
como ideología política, sino como filosofía también. Aunque el nacimiento del
pensamiento libertario propiamente llegará con el joven Proudhon, se puede decir que, de
cara a los de fuera, el anarquismo entrará en sociedad junto a las otras ideologías del s. XIX,
por decirlo de algún modo, cuando Anselme Bellegarrigue (1825-1900) publicó su Manifeste
de l’anarchie (1850). Es el primer manifiesto anarquista y simboliza su nacimiento como
ideología política. No es casualidad que un tal acontecimiento se desarrollara paralelamente
a la destrucción del contractualismo. En efecto, Manifeste de l’anarchie de Bellegarrigue tiene
muchos enemigos: el Estado, en lo político; los capitalistas, en lo económico; y el contrato
social en lo intelectual.
Tanto es así que Bellegarrigue le dedica un capítulo expreso titulado: Que le contrat
social est une monstruosité. Con descalificaciones de este tipo el anarquista ataca a los
seguidores de Rousseau y formula su crítica. En un preludio de lo que luego veremos que
configurará la crítica marxista, Bellegarrigue despotrica ya avant la lettre contra el contrato
social: “il n’y a pas, il ne peut pas y avoir de contrat social, d’abord parce que la société n’est pas un
artífice, un fait scientifique, une combinaison de la mécanique. La société est un phénomène providentiel et
indestructible ; les hommes, comme tous les animaux de moeurs douces, sont en société par nature. L’état de
nature est déjà l’état de société ; il est donc absurde, quand il n’est pas infâme, de vouloir consituer, par un
contrat, ce qui est constitué de soi et a titre fatal”145.
El estado de naturaleza es ya una forma de sociedad. No le falta razón a
Bellegarrigue. El contractualismo burgués partía de individuos autónomos que, a posteriori,
se asociaban en sociedad. Bellegarrigue, como es natural, ataca esta falta completa de
materialismo en Rousseau, al que hace diana de sus insultos constantes. Junto con Godwin,
se dibuja ahora una línea de crítica anarquista que se mantendrá hasta finales del s. XIX. Se
acusa al contractualismo de carecer de legitimidad moral por un lado, y de una completa
falta de materialismo por el otro. Tendrá que llegar Mijaíl Bakunin (1814-1876), el llamado
profeta del anarquismo, para juntar estos dos contra-argumentos en una especie de crítica
sistemática del contractualismo. Demos una ojeada ahora a Dios y el Estado (1871).
Es el libro anarquista que quizás más sistemáticamente expone su crítica al
contractualismo. Su contrapunto es el mismo que encontrábamos ya en Bellegarrigue, pero
esta vez, hecho filosofía, sistema e ideología. De igual modo que su antecesor, sin embargo,
Bakunin se mete con los contractualistas: “la libertad individual no es, según ellos, una creación, un
producto histórico de la sociedad. Pretenden que es anterior a toda sociedad, y que todo hombre la trae al
nacer, con su alma inmortal, como un don divino. De donde resulta que el hombre es algo, que no es

86
siquiera completamente él mismo, un ser entero y en cierto modo absoluto, más que fuera de la sociedad.
Siendo libre anteriormente y fuera de la sociedad, forma necesariamente esta ultima por tu acto voluntario y
por una especie de contrato, sea instintivo o tácito, sea reflexivo o formal. En una palabra, en esta teoría no
es son los individuos los creados por la sociedad, son ellos, al contrario, la que la crean, impulsados por
alguna necesidad exterior, tales como el trabajo y la guerra. Se ve que, en esta teoría, la sociedad
propiamente dicha no existe; la sociedad humana natural, el punto de partida real de toda civilización
humana, el único ambiente en el cual puede nacer realmente y desarrollarse la personalidad y la libertad de
los hombres, le es perfectamente desconocida. No reconoce de un lado más que a los individuos, seres
existentes por si mismos y libres de si mismos, y por otro, a esa sociedad convencional, formada
arbitrariamente por esos individuos y formada por un contrario, formal o tácito, es decir, al Estado. (Saben
muy bien que ningún Estado histórico ha tenido jamás un contrario por base y que todos han sido fundados
por la violencia, por la conquista. Pero esa ficción del contrato libre, base del Estado, les es necesaria, y se la
conceden sin más ceremonias)”146.
El problema central que plantea Bakunin en estas líneas es precisamente la línea
divisoria que le separa de sus antiguos camaradas liberales, esto es: la libertad. Es una crítica
otra vez al contractualismo burgués que Bakunin, tal y como había hecho anteriormente
Bellegarrigue y tal y como veremos próximamente en Marx, extrapola a toda la filosofía del
contrato social en general. El problema es la visión que los contractualistas liberales tienen
del individuo: “los individuos humanos, cuya masa convencionalmente reunida forma el Estado, aparecen,
en esta teoría, como seres llenos de contradicciones” 147 . No se entiende entonces, en la ideología
liberal, porque siendo “el individuo de una libertad completa en el estado natural, es decir, antes de que
se haya hecho miembro de ninguna sociedad, sacrifica al entrar en esta última, una parte de esta libertad, a
fin de que la sociedad le garantice todo lo demás”148. El contrato social es visto como un sacrificio
según los contractualistas liberales, y esto Bakunin no lo puede soportar, ya que equivale a
decir que la sociedad la crean los individuos autónomos más que la propia naturaleza
material de la especia humana.
Después del adoctrinamiento de Bakunin -lo quieran o no los anarquistas, el sentido
de su obra no tiene otro nombre- el anarquismo sufrió un desequilibrio histórico. Bakunin
había cerrado tantos problemas, tantas preguntas, tantas heridas abiertas, que la
intelectualidad anarquista no supo por un tiempo, tras la muerte del profeta, qué hacer,
cómo seguir. Al empezar el s. XX, sin embargo, hubo otro auge del anarquismo
contemporáneo promovido por las nuevas preguntas que el siglo venidero acarreaba.
Fueron los tiempos de Piotr Kropotkin (1842-1921), Errico Malatesta (1853-1932), Emma
Goldman (1869-1940) Alexander Berkman (1870-1936) y Émile Armand (1872-1962), los

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herederos de la tradición anarquista. En su mayoría llevaron la ideología libertaria hacia
nuevos cauces de reflexión (por ejemplo, Kropotkin se interesó en definir el
anarcosindicalismo, Malatesta en proponer la revolución violenta y Armand en observar los
corolarios del librepensamiento en lo que respecta al amor), pero lo que pareció natural fue
abandonar las antiguas discusiones que Bakunin había zanjado ya.
La polémica contractualista era una de ellas. Fue así como la “bestia anarquista” se
olvidó de la filosofía del contrato social hasta el día de hoy. Como ya se vio más arriba, la
obra anarquista más reciente es de Robert Nozick, y precisamente veíamos en ella, al modo
de Proudhon, su afiliación al contractualismo. Hechas las paces, pues, con el anarquismo, es
hora de mirar atrás y recoger de nuevo la perspectiva histórica. Como se verá, aquellos
anarquistas que se amotinaron –ahora se entiende el término en toda su dimensión- no
formaron más que un reducido grupo de filósofos en un momento dado de la Historia.
Fue esto, un motín. Con el tiempo se apaciguó, se pusieron las cosas en su sitio y en el
presente no existe conflicto alguno. La Historia nos demuestra cómo, finalmente, el
contractualismo se libró del motín anarquista.

2.2.2.2. La trinchera comunista


La crítica comunista al contractualismo lleva, como casi todo en esta ideología, el
nombre propio de Karl Marx. Su sello indiscutible se puede encontrar, no sólo en una obra
concreta, pero también en una parte determinada de la misma. Hablamos evidentemente
del famoso Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política (1859). En él Marx
construirá su crítica a toda la ciencia burguesa, muro que, luego, los comunistas levantarán
como un trinchera frente al contractualismo. Porque un comunista no es un anarquista. Un
comunista no se amotina, se atrinchera; un comunista actúa siempre en bloque y no es
individualista. Y si con el anarquismo empezábamos con la heterogeneidad de Rocker, aquí
debemos hablar del blanquismo de Marx.
En efecto, hablar de la crítica marxista al contractualismo en el Prólogo a la
Contribución a la crítica de la economía política equivale en gran medida a hablar de toda la crítica
comunista posterior sobre el tema del contrato social. Y es que resulta que este Prólogo en
cuestión ha pasado a la Historia de las ideas políticas, no sólo como la formulación más
exacta, minuciosa e intelectualista del materialismo histórico, sino también como la
superación de los conceptos de la Ilustración, y dentro de ellos, del contractualismo. Marx,
al preguntarse en el Prólogo por el concepto de producción general, no sólo va en contra de
las ideas económicas de Smith sino también de su contractualismo, y esto es importante.

88
A caballo entre la burla y la descalificación, Marx formula su crítica: “El cazador o
pescador individual y aislado, por el cual comienzan Smith y Ricardo, pertenece a las triviales imaginaciones
del siglo XVIII. Son robinsonadas que no expresan de ningún modo, como se figuran los historiadores de
la civilización, una simple reacción contra un excesivo refinamiento y el retorno a una vida primitiva mal
comprendida. Asimismo el contrato social de Rousseau, que por medio de una convención relaciona y
comunica a sujetos independientes por naturaleza, tampoco reposa sobre semejante naturalismo. Esa es la
apariencia, y la apariencia estética solamente, de las pequeñas y grandes robinsonadas”149. La palabra es
robinsonada. Para Marx, en efecto, los contractualismos liberales, que partían de individuos
autónomos que posteriormente se asociaban en sociedad, aparte de no tener ninguna base
materialista para sustentarlo, eran pretenciosos.
Como dice él: “los profetas del siglo XVIII, en cuyos hombros gravitan Smith y Ricardo, este
individuo del siglo XVIII –por una parte productor de la disolución de las formas de sociedad feudales, por
otra resultado de las fuerzas productivas nuevamente desarrolladas a partir del siglo XVI- aparece como
un ideal cuya existencia pertenece al pasado. No como un resultado histórico, sino como un punto de partida
de la historia. Como este individuo parecía conforme a la naturaleza y [respondía] a su concepción de la
naturaleza humana, [no se presentaba] como producto histórico, sino como puesto por la naturaleza. Toda
época nueva ha compartido hasta ahora esta ilusión” 150 . Y aquí reside la crítica marxista a los
contractualistas liberales: toman como punto de partida el ideal de hombre burgués, fruto
de un desarrollo histórico determinado y de unas condiciones materiales dadas. Pero ellos
hacen abstracción de todo esto y, sin saberlo, proyectan al burgués en el pasado, como ser
primitivo por excelencia. Grosso modo, esta es la principal crítica que Marx les lanzaba a
Smith y Ricardo en lo económico y a Locke y a Rousseau en lo político: su arrogancia,
pedantería y engreimiento –términos que él mismo utiliza- al presentar la utopía burguesa
justo como estado de naturaleza, primitivo y original.
En otro lugar, en sus Manuscritos de economía y filosofía (1844) lo explica muy bien: “No
nos coloquemos como el economista cuando quiere explicar algo, en una imaginaria situación primitiva. Tal
situación primitiva no explica nada, simplemente traslada la cuestión a una lejanía nebulosa y grisácea.
Supone como hecho, como acontecimiento lo que debería deducir. (...) Así es también como la teología
explica el mal por el pecado original: dando por supuesto como hecho, como historia, aquello que debe
explicar”151. Y esta es la gran cosa, que para Marx los economistas liberales, partiendo de
raíces contractualistas, caen en la teología al situar como naturaleza del ser humano lo que
no es sino resultado del aburguesamiento moderno, o como origen del estado lo que no es
sino un proceso histórico, un materialismo dialéctico.

89
Pero Marx no sólo se metió con los contractualistas liberales, sino que también
sentía una especial manía al contrato social disfrazado de Qu’est-ce que la propriété?: “para
Proudhon y algunos otros resulta agradable recurrir a la mitología con el pretexto de dar explicaciones
histórica-filosóficas de una relación económica cuya génesis ignoran”152. En conclusión, nos quedamos
con la idea de que el fundador del comunismo contemporáneo definió su teoría económica,
histórica, filosófica, social y política por oposición al contractualismo burgués de sus ante-
pasados. Ya hemos señalado suficientemente más arriba la visible contradicción en la que
cae El capital al formular un contractualismo camuflado. Sea como fuere, es evidente que
puertas afuera, de cara al exterior y delante de los menos eruditos, Marx se desenvolvió
como quizás el mayor crítico del contrato social de toda la historia.
Tras la muerte de Marx, al comunismo le pasó lo mismo que al anarquismo después
de Bakunin. Hubo unos años de desbarajuste hasta que los nuevos jóvenes comunistas se
dieron cuenta de que su maestro no había dejado títere con cabeza, y que casi todos los
temas más o menos polémicos estaban para entonces zanjados. Hubo que buscar nuevos
cauces de reflexión. Pueba de ello la tenemos en Vladimir Ilich Lenin (1870-1924) que,
junto con Rosa Luxemburg (1871-1919) o León Trotsky (1879-1940) se preocuparon
intelectualmente por la construcción del marxismo en la práctica, así como por la
problemática del imperialismo. Otro patrón de conducta lo constituyó Eduard Bernstein
(1850-1932) quien fue el primero en edificar los principios y tareas de la socialdemocracia
contemporánea. El caso es que podríamos citar un centenar de ejemplos sin por ello
encontrar ningún comunista que se preocupara por reabrir el viejo problema del
contractualismo. El único que más o menos lo intentó, el ya citado más arriba Habermas,
se vinculó directamente a la filosofía del contrato social. Todos los demás siguieron
doctrinariamente la crítica marxista al contractualismo hasta el presente.

90
2.3. Síntesis
“O homme, de quelque contrée que tu sois, quelques que soient tes opinions, écoute. Voici ton histoire telle
que j'ai cru la lire, non dans les livres de tes semblables qui sont menteurs, mais dans la nature qui ne me
ment pas. Tout ce qui sera d'elle sera vrai. Il n'y aura de faux que ce que j'y aurais mêlé du mien sans le
vouloir. Les temps dont je vais parler sont bien éloignés. Combien tu as changé de ce que tu étais! C'est pour
ainsi dire la vie de ton espèce que je te vais décrire d'après les qualités que tu as reçues, que ton éducation
ont pu dépraver, mais qu'elles n'ont pu pas détruire. Il y a, je le sens, un âge auquel l'homme individuel
voudrait s'arrèter; tu chercheras l'âge auquel tu désirerais que ton espèce se fùt arrêtée. Mécontent de ton
état présent, par des raisons qui annoncent à ta posterité malheureuse de plus grand mécontentements encore,
peut-être voudrais-tu pouvoir rétrograder; et ce sentiment doit faire l'éloge de tes premiers aïeux et l'effroi de
ceux qui auront le malheur de vivre après toi”153.

Jean-Jacques Rousseau

91
2.3. Nuevo contrato social

Nos encontramos en el momento crucial de nuestro trabajo. Hasta ahora nos


hemos centrado en exponer la dialéctica intrínseca del contractualismo. Lo hemos afirmado
primero en la tesis para luego rechazarlo en la antítesis. Esperamos, sin embargo, que el
contrato social tenga aun fuerza suficiente para renacer como un ave Fénix en este capítulo.
Dentro de la dialéctica, ha llegado el momento de la síntesis. Es la cumbre de toda la
investigación filosófica que hemos promovido en esta parte siguiendo las directrices del
llamado hegelianismo. Ahora ha pasado el tiempo de ser académico y nos adentramos en
las puertas de la construcción de algo propio, personal y novedoso. Por fin ha llegado el
momento de redactar el nuevo contrato social.

2.3.1. Apología del contrato social


Antes que nada, parece razonable que nos surgen algunas dudas sobre los criterios
de validez, corrección y legitimidad del contrato social. Y es que acabamos de recorrer
poco menos de tres siglos de críticas que no dejan a nadie indiferente. Mas no debemos
tener miedo. La antítesis no tiene porqué engullir a la tesis que la originó. Puede hacerla
más fuerte y sentar las bases para una nueva síntesis. Antes que esto, sin embargo, he creído
conveniente dedicar unas primeras páginas a la apología del contrato social. El salto que
conduce desde la antítesis hasta la síntesis es demasiado duro como para llevarse a cabo de
forma drástica. Veamos si algunas de estas dudas razonables tienen solución.
Hemos visto que los mayores críticos al contrato social convergían en atacar su
filosofía por un mismo flanco: el idealismo. Se suele decir que la llamada posición original
no existió nunca, que el estado de naturaleza es una invención y que por tanto el
contractualismo no representa sino una mera fantasía intelectual. Lo sabemos. Toca ahora
intentar demostrar que Hume estaba equivocado. El contractualismo tiene toda la
legitimidad del mundo para presentarse como el método por antonomasia de la filosofía
política. Para ello será necesario combatir a los empiristas en su propio terreno, esto es: no
el de las ideas, sino el de los hechos. Ganaremos a Hume incluso con la misma arma que él
utiliza precisamente para luchar contra el contractualismo, esto es: el ejemplo.
Imagínese el lector la siguiente situación. Dos hombres, vamos a decir para hacerlo
más interesante, uno de izquierdas y el otro de derechas, entablan una viva discusión
política sobre cuál puede ser la mejor forma de organizar los recursos. La discusión pasa

92
poco a poco de lo concreto a lo general y, si ninguno de los dos se rinde, parece razonable
que al final lleguen al nivel filosófico. En este proceso, el de izquierdas podría afirmar, por
ejemplo, que la mejor economía posible es la planificada mientras que el de derechas,
llevándose las manos a la cabeza, defiende la necesidad de la economía de mercado. ¡Pero
qué! ¿Es acaso la economía la primera de las cuestiones de la filosofía política? No, y al
darse cuenta, pronto cambiarían de tema de conversación. Se preguntarían entonces por
una cuestión anterior, por ejemplo, la justicia. Mas esta tampoco constituye el meollo de la
filosofía política, y para cuando se percataran de ello, volverían a buscar otra pregunta.
Vemos en este ejemplo la misma legitimación filosófica del contractualismo. Suele
suceder en filosofía que una pregunta te lleve a otra y así ad infinitum. Para superar este
problema intrínseco, la filosofía ha ido desarrollando a través del tiempo unos mecanismos
de autodefensa que la saquen del bucle infinito de preguntas sin respuesta. El
contractualismo es uno de estos mecanismos. Más concretamente, es el mecanismo de la
filosofía política par excellence. Consiste, como ya hemos venido señalando, en plantearse un
contrato original que legitime todos los siguientes. ¡Cuán fácil habría sido entonces para
estos dos hombres que discutían hallar una respuesta si hubieran empezado por el principio
y no por el final! Habrían descubierto que todas sus opiniones políticas partían de un
posicionamiento inicial con el contractualismo que ellos mismos desconocían, esto es: que
el de izquierdas cree en un contrato social socialista mientras que el de derechas cree en
uno individualista. Pero ya llegaremos a este punto. Por ahora lo único que debe
importarnos es que el contractualismo tiene legitimidad de preguntarse por cosas como la
posición original, el estado de naturaleza o el contrato social pues de él parte todo lo demás.
Kant ya hizo una breve demostración de la legitimidad epistemológica del
contractualismo. En un fragmento dos veces citado en este trabajo dice: “es perfectamente lícito
insertar conjeturas en el decurso de una historia con el fin de rellenar las lagunas informativas, pues lo
antecedente, en cuanto causa remota, y lo consecuente, como efecto, pueden suministrar una guía bastante
segura para el análisis del presente. Ahora bien, hacer que una historia resulte única y exclusivamente a
partir de suposiciones no parece distinguirse mucho de proyectar una novela. Ni eso: la verdad es que más
bien parece una simple fábula. No obstante, lo que no cabe aventurar en el desarrollo de la historia puede
muy bien ensayarse mediante suposiciones respecto de su inicio, siempre que lo establezca la Naturaleza”154.
Si ya es la tercera vez que citamos este fragmento es precisamente porque su trascendencia
sobrepasa con mucho la mera significación de sus palabras. El hecho de que el filósofo de
las tres Críticas de su visto bueno al contractualismo, demuestra históricamente que no
existe en esta filosofía ningún error epistemológico.

93
2.3.2. La naturaleza humana
Es difícil encontrar en toda la historia del contractualismo un solo libro que no
dedique gran parte de su introducción a tratar de los problemas que plantea la llamada
naturaleza humana. Y si a los clásicos les preocupaba tantísimo esta cuestión sería por algo.
Todos los contractualistas pre-contemporáneos han partido de la naturaleza humana en sus
respectivas filosofías políticas. Nosotros también lo haremos. Esperemos que la resolución
de este tema nos sirva de puente para la construcción de una filosofía política más amplia.
Todos los contractualismos pre-contemporáneos han fracasado en su empeño por
culpa de su creencia en lo que ellos llaman naturaleza humana. Siento tener que decirlo así
pero es la verdad. Recuérdese que Platón, en La República, equipara el individuo al Estado,
que Hobbes, en el Leviatán, dedica la mitad de su libro a demostrar que el hombre es un
lobo para el hombre y Rousseau, en el Émile, afirma sin reservas que el hombre es bueno
por naturaleza. Son apriorismos que caen en el mismo error que es creer en la existencia de
una supuesta naturaleza humana responsable de la naturaleza que adquiera el contrato
social consiguiente. El hombre no es irremediablemente egoísta como lo ve Hobbes, ni
angélicamente bueno como pretende Rousseau. Porque la mera observación del mundo real
nos dice que es imposible inferir un solo carácter moral del ser humano155.
Y si bien el hombre no existió nunca con ese planteamiento esencial, es cierto que
algunos pensadores lo necesitaron. El contractualismo requiere de un punto de partida a
partir del cual poder argumentar. Sin este punto de partida el contrato social no habría sido
nada y los filósofos modernos eran conscientes de ello. Por esta razón proyectaron su
propia experiencia de lo humano tomándola como referencia en las introducciones de sus
tratados. La cosa tenía su sentido ya que el hombre es a la sociedad, lo que el átomo a la
molécula, su unidad indivisible. La creencia burguesa de que la sociedad es la suma de sus
individuos hizo más necesario pensar la naturaleza humana en términos unívocos. Los
argumentos sobre ella terminaron, en fin, por converger en un único sentido: la creación
histórica del concepto de humanidad. Sin embargo, esta creación no dejó nunca de ser
artificial, la antinomia social más equívoca que jamás haya existido.
Como explica Marx en algún lugar, y en esto le damos toda la razón a su crítica al
contractualismo moderno: “como el individuo burgués parecía [en la Edad Moderna] conforme a la
naturaleza, no se les presentaba [a los filósofos contractualistas de la época] como producto histórico, sino
más bien como la naturaleza humana misma” 156 . Es siguiendo este razonamiento que se creó
históricamente una determinada idea de humanidad, para justificar filosóficamente el
individualismo económico. Los contractualistas modernos se dieron cuenta de la necesidad

94
de un punto de partida indiscutible para la filosofía política e, imbuidos por su propia clase
social, apostaron a favor del caballo ganador propio de su época: el burgués. Sería
conveniente distanciarse de ese error. Nuestra tesis es que todos los contractualismos pre-
contemporáneos han fracasado por culpa de su creencia en la naturaleza humana.
Para Marx esto es una robinsonada. Todas las clases dominantes hasta el día de hoy
han aspirado a presentar su propia forma de ser -fruto sin duda del desarrollo histórico-
como si fuera extraído de la naturaleza. El contractualismo de Platón hizo esto mismo con
la aristocracia y el de Locke con la burguesía, por poner dos ejemplos. Pero debemos ver en
esta afirmación de la naturaleza humana como premisa de la filosofía política un hecho más
sociológico que filosófico. El hombre no ha vivido nunca aisladamente, sino que lo ha
hecho en sociedad. ¿Por qué presentar entonces la naturaleza humana como individualista?
En otras palabras, el individuo no es el punto de partida del contractualismo, o no debería
serlo. Lo es la sociedad. “El hombre, en el sentido más literal, es un zoon politikon, no solamente un
animal sociable, sino también un animal que no puede aislarse sino dentro de la sociedad. (...) Cuanto más
nos remontamos en la historia, mejor se delimita el individuo como dependiente y formando parte de un todo
más grande”157. No compartimos la crítica que Marx dirige al proto-contractualismo porque
le sirve para impugnarlo en su conjunto, pero tiene su sentido si se entiende como una
crítica al contrato social burgués. Lo que no puede hacer la burguesía es convertir su propia
forma de ser histórica en el espejo de la naturaleza humana. Cuando Marx asegura que “todo
individuo es un individuo social”158 nos dice todo lo que necesitamos oir a este respecto.
Debemos pues despojarnos de una idea de humanidad falseada por los intereses de
uno cualquiera de los colectivos que la integran. No podemos decir del ser humano lo que
es y lo que no es. Lo que es, es. Su horizonte es él mismo y no cabe generalizar en cuanto a
su estructura moral. Y en lo que respecta a lo intelectual, sucede lo mismo: no existe un a
priori capaz de limitar al hombre, de igualarlo a sus semejantes o de reducirlo a un espacio
concreto. Un hombre nacido en una punta del planeta en un momento histórico
determinado y una mujer nacida en la otra punta en otro momento concreto de la historia
¿qué pueden tener en común en su forma de ver el mundo, de pensar, de sentir, incluso de
amar, aparte unas pocas similitudes casuales?
Robert Legros lo explica muy bien en un libro precisamente titulado L’idée
d’humanité: “l’homme n’est rien para nature, telle qu’elle prend naissence au cours du XVIIIème siècle, (...)
ni par une éssence préalable qu’il s’agirait d’imiter, ni par une inclination à laquelle il conviendrait de faire
droit”159. Pero supongamos por un momento que aquello a lo que los clásicos se refieren
como naturaleza humana existiera realmente. Incluso en ese caso no se podría justificar que

95
Hobbes, por poner un ejemplo, definiese al hombre a partir de su propia observación.
Conoció algunos hombres. Nada más. Le podemos perdonar este craso error por haber
tenido la desgracia de haber nacido antes que Kant. Pero incluso esta evasiva no le
excusaría de que le preguntáramos: aceptando la naturaleza humana como punto de partida
del contractualismo, ¿cuál es el punto de partida de la naturaleza humana? Es una
condición que se ha tratado ex nihilo. Y claro, si la naturaleza humana es un a priori
indemostrable, la filosofía contractualista es fácilmente impugnable.
Es fácil pensar que ha sido esta conjeturable premisa la que, históricamente,
condujo a la crisis del contrato social. Todo el contractualismo pre-contemporáneo fracasó
por su creencia en la naturaleza humana. Debemos recordar que, pues esta es nuestra tesis,
el contrato social representa el método de la filosofía política par excellence y que, como en el
caso del ser humano, su horizonte es él mismo. La abolición de este concepto puede
conducirnos al nuevo contrato social que estamos buscando. La conclusión a la que
llegamos con el rechazo conceptual de la naturaleza humana es, una vez más, la afirmación
del contractualismo. Que nadie piense que ese rechazo es un acto de nihilismo. Todo lo
contrario: la ruptura es en sí misma un acto de construcción.
Llegados a este punto, debe notarse la enorme trascendencia que han ido tomando
las citas de Marx a lo largo de todo el trabajo. No es un hecho irreflexivo, sino que expresa
el gran descubrimiento que nos ha supuesto la lectura de la obra de Marx. Somos deudores
de ella pues nos ha permitido vislumbrar un futuro para el contractualismo. Marx sostuvo
que la naturaleza humana egoísta que los burgueses atribuyen a todo el mundo es un
proceso sociológico como cualquier otro. La burguesía en esto no se diferencia de cualquier
otra clase dominante que se haya hecho con el poder a lo largo de la historia. Tiene la
esperanza de conseguir que los demás crean que su propia forma de ser es la única
conforme a la naturaleza. Compartimos la idea expresada en el tantas veces citado Prólogo a
la Contribución a la crítica de la economía política donde sostiene que la naturaleza humana es un
flujo continuo, maleable, cambiante. Y admiramos el enorme potencial contractualista del
llamado materialismo dialéctico. Esta y no otra debe de ser por tanto la base, en nuestra
humilde opinión, del nuevo contrato social que postulamos.
El materialismo dialéctico es la síntesis de dos filosofías clave en la historia de la
humanidad: el materialismo y la dialéctica. El materialismo tiene una expresión jovencísima
en el 18 Brumario de Luís Bonaparte (1852) de Marx cuando dice que: “sobre las distintas formas
de la propiedad, sobre las condiciones sociales de vida, se erige toda una superestructura de sentimientos,
ilusiones, modos de pensar y visiones del mundo diferentes y configuradas de modo específico. La clase, en su

96
totalidad, los crea y los conforma a partir de sus bases materiales y las correspondientes situaciones sociales.
El individuo particular, que los adquiere a través de la tradición y la educación, puede creer que
representan los verdaderos motivos determinantes y el punto de partida de sus acciones”160.
Más tarde, en uno de sus primeros textos económicos, Marx consiguió dar un corpus
mucho más económico a su idea inicialmente filosófica del materialismo. En Trabajo
asalariado y capital (1855), Marx dice que: “las relaciones sociales que contraen los productores entre sí,
las condiciones en que intercambian sus actividades y toman parte en el proceso conjunto de la producción
variarán, naturalmente, según el carácter de los medios de producción. (...) Las relaciones sociales en las que
los individuos producen, las relaciones sociales de producción cambian, por tanto, se transforman, al
cambiar y desarrollarse los medios materiales de producción, las fuerzas productivas. Las relaciones de
producción forman en conjunto lo que se llaman las relaciones sociales, la sociedad, y concretamente, una
sociedad con un determinado grado de desarrollo histórico, una sociedad de carácter peculiar. La sociedad
antigua, la sociedad feudal y la sociedad burguesa son otros tantos conjuntos de relaciones de producción,
cada uno de los cuales representa, a la vez, un grado especial de desarrollo”161.
Por último, en la Contribución a la crítica de la economía política es donde el materialismo
de Marx alcanza su formulación más madura. En el muchas veces olvidado Prefacio a esta
obra, el autor se atribuye el descubrimiento del materialismo: “En la producción social de su
existencia, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias e independientes de su voluntad, en
relaciones de producción que corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas
materiales. El conjunto de estas relaciones constituye la estructura económica de la sociedad, o sea, la base
real sobre la cual se alza una superestructura jurídica y política y a la cual corresponden formas
determinadas de la conciencia social. En general, el modo de producción de la vida material condiciona el
proceso social, político y espiritual de la vida. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser,
sino al contrario, su ser social es el que determina su conciencia”162. Aparece aquí la tesis tantas veces
repetida de que son las condiciones materiales las que definen la infraestructura económica
sobre la cual se construye todo el demás sistema superestructural.
Sin embargo, la mejor definición del materialismo no pertenece a la mente dispersa
de Marx. Y es que, en el Discurso ante la tumba de Marx, Engels sintetizó mucho mejor lo que
representa el materialismo: “el hecho, tan sencillo, pero oculto bajo la maleza ideológica, de que el
hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, ciencia,
arte, religión, etc.; que, por tanto, la producción de los medios de vida inmediatos, materiales, y por
consiguiente, la correspondiente fase económica de desarrollo de un pueblo o una época es la base a partir de
la cual se han desarrollado las instituciones políticas, las concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso
las ideas religiosas de los hombres y con arreglo a la cual deben, explicarse, y no al revés”163.

97
Por otra parte, no debemos olvidar tampoco la dialéctica, que fue inventada
primero por Hegel, y posteriormente adoptada por la corriente marxista. A la muerte de
Marx, Engels vio en la dialéctica una forma de sintetizar la diáspora intelectual que había
dejado tras de sí su camarada y amigo de tantos años. En un libro titulado Del socialismo
utópico al socialismo científico (1880) Engels reconoce la dialéctica hegeliana como una de las
mayores influencias del marxismo: “la dialéctica enfoca las cosas sustancialmente en sus conexiones,
en su concatenación, en su dinámica, en su proceso de génesis y caducidad. (...) Se concibe toda la naturaleza
como un proceso, es decir, en constante movimiento, cambio, transformación y desarrollo, intentando, además
poner de relieve la íntima conexión que preside este proceso de movimiento y desarrollo”164.
Marx se valió de la dialéctica para entender el desarrollo de la historia. En la
continuación del fragmento de la Contribución a la crítica de la economía política su autor añade
que: “en un determinado estadio de su desarrollo las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran
en contradicción con las relaciones de producción existentes o, por usar la equivalente expresión jurídica, con
las relaciones de propiedad dentro de las cuales se habían movido hasta entonces. De formas de desarrollo
que eran las fuerzas productivas, esas relaciones se convierten en trabas de las mismas. Empieza entonces
una época de revolución social” 165 . La visión de la historia de Marx como una sucesión de
revoluciones tiene una inspiración clara en la síntesis hegeliana. La dialéctica está presente
en el conflictivismo marxista de tal manera que la historia se explica siempre como
oposición de fuerzas antagónicas y su posterior superación.
El objetivo del ex cursus sobre el materialismo dialéctico en el problema de la
naturaleza humana es dar argumentos a la afirmación de su maleabilidad. ¡Pero qué! ¿Cómo
se puede entender que la naturaleza de algo sea cambiante a lo largo del tiempo, que no
tenga ningún tipo de apriorismo ni tampoco predestinación alguna? Es difícil de entender si
no tenemos en cuenta que maleabilidad es sinónimo de Libertad. En efecto, cuando
alegamos por encima de todo la maleabilidad de la naturaleza humana lo que estamos
afirmando es la libertad del hombre para convertirse en lo que quiera. Ya veremos que el
hombre no siempre está en condiciones de elegir aquello que desea ser. Nuestra convicción
procede del romanticismo, anterior pues al materialismo dialéctico al que nos hemos
adscrito. Propiamente es del maestro Hegel, quien ya dejó claro, en su Filosofía de la historia
universal (1840) su postura al respecto de la naturaleza humana: “el espíritu, según su naturaleza,
es libre. La libertad es la sustancia del espíritu. La libertad es la única cosa que tiene verdad en el espíritu.
El espíritu consiste justamente en tener el centro en sí. Tiende también hacia el centro; pero el centro es él
mismo. No tiene la unidad fuera de sí, si no que la encuentra continuamente en sí; es y reside en sí mismo.
Soy libre cuando estoy en mí mismo. La libertad no consiste en un ser inmóvil, si no en una continua

98
negación de lo que amenaza anular la libertad. Producirse, hacerse objeto de sí mismo, saber de sí, es la
tarea del espíritu. En fin el espíritu existe para sí mismo”166.
La importancia de este bellísimo fragmento es crucial en la gestación de la idea que
aquí propondremos sobre el ser humano. Lo que Hegel llama el espíritu es para nosotros el
hombre. Y afirmar por encima de todo su libertad es una consigna revolucionaria. Quiere
decir que el hombre es un camaleón con capacidad de adaptación a cualquier medio que se
le presente. Pero el hombre es también un ser racional. Homo sapiens sapiens en latín quiere
decir el que sabe que sabe. Esta conciencia de sí es su rasgo característico y, aunque de ahora
en adelante hablaremos de los condicionantes, nosotros creemos firmemente en la
capacidad del hombre de decidir lo que quiere ser en la vida. Que muchos hombres hayan
sido esclavos a lo largo de la historia no quiere decir que algún día no puedan liberarse.
Pero hay más. Por el materialismo dialéctico sabemos que el hombre es fruto de la
naturaleza. No sólo esto, sino que la naturaleza determina en gran medida muchas de sus
condiciones. La forma según la cual el hombre se apropia de los medios materiales para la
supervivencia es determinante para su forma de ser. La relación que el hombre mantiene
con la naturaleza es la misma que mantiene consigo mismo. Pero el hombre es ante todo un
ser social, y no es él aisladamente, sino la sociedad quien decide qué forma productiva
establecer con la naturaleza. Esta interposición de la sociedad en la dialéctica entre el
hombre y la naturaleza traspasa, como parece lógico, la dependencia que antes mantenía
con la naturaleza solamente, y que ahora (con el materialismo dialéctico) es con la sociedad.
Los medios materiales de la naturaleza determinan la forma de producción social, lo que
comúnmente se denomina como economía, y esta a su vez, condiciona al hombre en su
desarrollo. La correlación ontológica de esta tríada -naturaleza, sociedad, hombre- es un
paso crucial en la déconstruction derridiana de la naturaleza humana.
Por último, somos conscientes del componente animal en lo humano. Gracias al
darwinismo sabemos que los animales tienden a adaptarse al medio en el cual viven. Por su
parte, la sociedad es la que determina el medio de vida del hombre. La sociedad, y más
concretamente su infraestructura económica, determina en que forma va a desarrollarse el
ser humano, quien, dada su maleabilidad procurará adaptarse a las condiciones impuestas.
Aristóteles decía que existen esclavos por naturaleza, los burgueses aseguran que el hombre
es egoísta por naturaleza. ¡Nada de esto! El hombre se adapta a la sociedad en la que vive.
Y creemos que un contractualismo que parta de este principio tiene que ser invencible.

99
2.3.3. Nuevo contrato social
El ave Fénix acaba de despegar. Nos encontramos en el punto álgido de la síntesis
de la dialéctica contractualista. Armados con una nueva visión sobre la naturaleza humana
podemos ahora encarar el camino hacia el nuevo contrato social. Llegados a este punto
final del trabajo, es nuestra misión reafirmar con hechos la apología del contractualismo
que hacíamos al principio de este capítulo. El contrato social no sólo tiene toda la
legitimidad de presentarse aun como el método por antonomasia de la filosofía política,
sino que el mundo necesita, ahora más que nunca, de su reinterpretación. Cojamos por fin
el camino que nos conducirá hacia el nuevo contrato social.
La primera parada se encuentra en medio del estado de naturaleza. Según el con-
tractualismo clásico, este estado de naturaleza es ni más ni menos que el origen de la histo-
ria de la humanidad. Ya Kant reconocía le legitimidad de insertar conjeturas a fin de relle-
nar las lagunas de información que tenemos sobre nuestro propio origen como especie.
Nosotros nos valemos pues de la idea de estado de naturaleza, pero queremos aplicarle el
mismo criterio materialista que Marx aplica al estado de civilización. Sobre este giro del
individualismo al socialismo en el estado de naturaleza léase al casi siempre lúcido Bakunin:
“el hombre, al menos desde que dio su primer paso hacia la humanidad, desde que ha comenzado a ser un
ente humano, es decir un ser que habla y piensa más o menos, nace en la sociedad como la hormiga nace en
el hormiguero y como la abeja en su colmena; no la elige, al contrario, es producto de ella, y está fatalmente
sometido a las leyes naturales que presiden sus desenvolvimientos necesarios. La sociedad es anterior y a la
vez sobrevive a cada individuo humano, como la naturaleza misma; es eterna como la naturaleza, o más
bien, nacida sobre la tierra, durará tanto como dure nuestra tierra”167.
Bien, ahora sabemos que en el origen, al principio de todo, en los mismos albores
de la historia de la humanidad, había algo que se llama sociedad. Es un buen comienzo, mu-
cho más importante de lo que pueda parecer la mera tautología, pues nos prohíbe imaginar,
cual contractualista burgués, el estado de naturaleza como una suma de individuos aislados.
¡Esto no sería más que caer en la robinsonada! Al contrario, debemos imaginar primero de
todo –y con los ojos cerrados, a poder ser- la más pequeña población primitiva en el medio
de una naturaleza completamente virgen. En esta situación original conviven sobre todo
hombres y mujeres prehistóricos de edad bastante joven, con algún que otro sabio anciano
de no más de cuarenta años y una absoluta aglomeración de chicos y chicas que de él
aprenden lo más básico. Tal es en primera instancia el estado de naturaleza: una pequeña
sociedad primitiva que vive por ahora ciega a la enorme historia que va a dar lugar.

100
¡Pero somos materialistas! Y por ende, antes de hacer ningún tipo de juicio de valor
acerca de los ritos, hábitos o costumbres que una tal sociedad primitiva debía de profesar
en sus primeros pasos, debemos preguntarnos por cómo comían. En efecto, lo primero es
la infraestructura, su organización económica, la forma que tenían de producir, distribuir y
hacer circular los recursos. Y en esta dificultad nos puede ayudar Engels, quien, según el
nombre de salvajismo, bautizó el “período en que predomina la apropiación de productos que la natura-
leza da ya hechos; las producciones artificiales del hombre están destinadas, sobre todo, a facilitar esta apro-
piación”168. Esta definición se corresponde con nuestro estado de naturaleza. En particular,
es el hincapié que pone en la apropiación primitiva de los regalos de la naturaleza lo que
ahora nos interesa. Dicha apropiación más tarde aparecerá como trabajo, pero el mismo
Marx nota que: “estamos ante la unidad del trabajo con sus supuestos materiales. En consecuencia, el
trabajador tiene una existencia objetiva, independientemente del trabajo. El individuo se comporta consigo
mismo como propietario, como señor de las condiciones de su realidad”169.
Incluso Smith parece estar de acuerdo con la apreciación de que “en el estado original
de cosas el producto del trabajo pertenece al trabajador. (…) Y el producto del trabajo constituye su propia
recompensa natural o salario”170. Todo esto es de gran importancia. La apropiación primitiva
que cabe inferir en el estado de naturaleza es imposible que pueda crear ningún tipo de
propiedad privada. La economía es de subsistencia. El hombre se apropia de los medios
materiales para la vida según sus necesidades. No produce, ni acumula, ni trueca: las tres
condiciones económicas indispensables para la aparición de la propiedad privada capitalista.
Marx define aquella forma de economía imperante como comunismo grosero (joven) o
comunismo primitivo (maduro). Para él, al principio de los tiempos no existía la propiedad pri-
vada, al contrario de lo que asegura la economía clásica de Smith. En uno de sus primeros
textos al respecto, Marx dice que “la ante-sala de la propiedad privada, el comunismo grosero, no es
por tanto más que una forma de mostrar la vileza de la propiedad privada que se quiere instaurar como
comunidad positiva”171. Es, por decirlo así, el capitalismo a gran escala, donde mientras los
individuos comparten por sí mismos los frutos de la naturaleza, la sociedad toda se apropia
de lo que sobra. Dentro de la historia, este comunismo grosero del estado de naturaleza es
equiparable a la caza-recolección del Paleolítico172.
Por el materialismo dialéctico al que nos hemos adscrito al principio de esta diserta-
ción sabemos que la infraestructura económica siempre determina la superestructura social.
En el caso del estado de naturaleza, el elemento más importante a tener en cuenta dentro
de los que afloran, desde el sistema económico del comunismo primitivo hasta la superficie
social de la colectividad tribal, es sin lugar a dudas el principio de igualdad. En el apartado

101
anterior hablamos ya del principio de libertad referente a lo individual, toca ahora sin em-
bargo mostrar la aparición del principio de igualdad en lo tocante a lo social. Una vez iden-
tificados estos dos principios, el de libertad y el de igualdad, como intrínsecos al estado de
naturaleza, nos será más fácil encaminarnos hacia el nuevo contrato social, disponiendo de
dos posiciones ante él, una individualista y otra socialista, que nos servirán para nuestra
conclusión final. Pero esto ya se verá, por ahora centrémonos en lo que toca.
En realidad, no nos desviamos demasiado del contractualismo más clásico. Ya
Locke identificaba la libertad y la igualdad como los dos principales rasgos del estado de
naturaleza: “es el estado de naturaleza una etapa de perfecta libertad para que cada uno ordene sus accio-
nes y disponga de posesiones y personas como juzgue oportuno sin pedir permiso ni depender de la voluntad
de ningún otro hombre. (...) Es también un estado de igualdad, en el que todo poder y jurisdicción son recí-
procos, y donde nadie los disfruta en mayor medida que los demás”173. Por tanto, si nos apoyamos en
Marx para defender que la infraestructura del estado de naturaleza se define por su comu-
nismo grosero, es de lógica que su subsiguiente principio de igualdad primitiva nos sirve de
puente hacia los elementos más importantes de la superestructura.
Lo primero que debemos observar es cómo influye el modo de organizarse econó-
micamente en las relaciones sociales, en los vínculos afectivos que los hombres trazan con
sus semejantes. Todo esto tiene una palabra que lo engloba: y es la solidaridad. El tipo de
solidaridad de una determinada sociedad en un punto concreto de su historia es caracterís-
tica de su infraestructura económica especial a la vez que representa el carácter distintivo de
toda su superestructura. En este sentido, debemos recordar que de la obra de Durkheim se
deduce que: “cuanto más primitivas son las sociedades, más semejanzas existen entre los individuos que
las componen”174. A partir de una afirmación de este tipo podemos concluir que la solidaridad
que existía en el estado de naturaleza no era más que una solidaridad mecánica, es decir: basa-
da en la semejanza absoluta de los individuos, ya que todos trabajan en lo mismo y no se
dejaba lugar por tanto a la división del trabajo (como mucho, por sexos)
Lo que nos lleva a un segundo elemento superestructural de gran importancia en lo
tocante a la moral. Evidentemente, de un determinado tipo de solidaridad se deriva una
determinada moral e, in fine, una determinada legalidad (aunque aún es pronto para hablar
de esto). Pues bien, Durkheim llama moral restrictiva a la una y derecho represivo a la otra. En
sus propias palabras, “el lazo de solidaridad social a que corresponde el derecho represivo es aquel cuya
ruptura constituye el crimen”175 y se puede mantener en el estado de naturaleza tanto en cuanto
la igualdad de personalidades da pie a la igualdad moral de la gente. Como todo el mundo
es igual y todos hacen las mismas cosas, no puede existir libertad para el individuo.

102
El tercer elemento superestructural hace referencia a la religión, corolario necesario
de un determinado grado de solidaridad y por tanto de moral. Parece razonable pensar que
en una sociedad tan poco desarrollada y donde prima una igualdad tan ferviente, las mentes
de sus individuos hayan sido hasta el momento poco desarrolladas. Como consecuencia de
esto, no han alcanzado aun el grado de abstracción necesario para formular con palabras su
religiosidad. Siguiendo la sociología atea de la religión de Feuerbach, debemos reconocer
por tanto en el estado de naturaleza un pobre animismo que aun no se asemeja ni al menos
desarrollado de los politeísmos176. Y consecuencia de esto, a su vez, que el religioso no esté
aun en alto grado considerado –como pasará más tarde- sino relegado a simple chamán.
Habiendo hablando de todos los vínculos sociales, nos falta hablar del más impor-
tante de todos, a saber: el amor. Como dice Marx en algún lugar: “la relación del hombre con la
mujer es la relación más natural del hombre con el hombre”177, es decir, la relación amorosa como
ejemplificación perfecta de la solidaridad dentro una determinada sociedad e incluso como
metonomia de la dialéctica del ser humano consigo mismo Y esto es así, de tal modo que
un tipo de infraestructura económica determina una cierta visión sobre el amor. En el caso
que nos ocupa, el estado de naturaleza vendría marcado por el matriarcado, fruto de la fa-
milia endogámica tribal, lo que nos hace pensar en que si no hubiera sido por el desarrollo
del capitalismo patriarcal, la herencia la hubiera determinado la madre y no el padre178.
Y con esto terminamos la panorámica general sobre el estado de naturaleza. Muy le-
jos de lo que hacían los filósofos modernos en las introducciones de sus tratados, nosotros
no hemos dejado volar libremente la imaginación, suspirando acerca de seres primitivos
que corrían en medio de selvas utópicas vestidos con taparrabos. Esto volverían a ser no
más que robinsonadas. Lo que nosotros hemos hecho, al contrario, está mucho más cerca de
la pura lógica que de la literatura de ficción. Nosotros hemos sabido hallar la infraestructura
económica determinante en el estado de naturaleza (el comunismo grosero) y a partir de
aquí tan sólo hemos tenido que trazar las conclusiones necesarias acerca de su superestruc-
tura. Pues en el estado de naturaleza no había instituciones, hemos analizado el tipo de
solidaridad, moral, religiosidad y amor que unía a los hombres en este estado original de
cosas. De este modo ponemos punto y final al primer estadio dentro del largo camino hacia
el contrato social y empezamos a mirar con vistas a la segunda fase: el estado de transición.
Debemos reconocer primero de todo que hasta ahora nos hemos servido tan sólo
del materialismo. Sin embargo, guardamos otro as en la manga. Sirvámonos, llegados a este
punto, de la dialéctica para observar el cambio histórico del estado de naturaleza al estado
de civilización. La pregunta que nos hacemos es ¿qué elemento infraestructural pudo des-

103
encadenar la salida del estado de naturaleza?. Y sabemos la respuesta: la agricultura. El des-
cubrimiento que se hizo del cultivo de la tierra supuso el primer paso hacia el estado de
civilización, la marcha hacia el sedentarismo económico y la entrada de lleno en el Neolíti-
co179. Baste con una cita de apoyo de Proudhon: “l’agriculture fut le fondement de la possession
territoriale, et la cause occasionnelle de la propriété. Ce n’était rien d’assurer au laboureur le fruit de son
travail, si on ne lui assurait en même temps le moyen de produire: pour premunir le faible contre les envahis-
seaments du fort, pour supprimer les spoliations et les fraudes, on sentit la necéssité d’établir entre les posses-
seurs des lignes de démacration permanentes, des obstacles infranchissables. (...) Ainsi le sol fut approprié
par un besoin d’égalité nécessaire à la sécurité publique et à la paisible jouissance de chacun. (...) L’égalité
avait consacré la possession, l’égalité consacra la propriété”180.
Para nosotros el descubrimiento de la agricultura es mucho más que un punto de
inflexión: es la línea divisoria que separa el estado de naturaleza de la civilización naciente.
Nada fue más civilizador que la hoz. La agricultura generó la propiedad. Pero no como lo
explica Rousseau a partir del descubrimiento de una persona en particular: “le premier qui,
ayant enclos un terrain, s'avisa de dire : 'ceci est à moi', et trouva des gens assez simples pour le croire, fut le
vrai fondateur de la société civile. Que de crimes et de guerres, que de misères n'eût point épargnés aux genre
humain celui qui, arrachant les pieux ou comblant le fossé, eût crié à ses semblables : Gardez-vous d'écouter
cet imposteur ; vous êtes perdus si vous oubliez que les fruits sont à tous et que la terre n'est à personne”181.
Nos parece que Rousseau está equivocado en el planteamiento, si bien tiene razón, por
supuesto, sobre la dimensión civilizadora de la agricultura. Los hechos que se producen a
un nivel infraestructural, en el sentido marxista, no son setas que brotan en los bosques de
la razón. Son procesos materiales y desarrollos históricos que se explican por sí mismos.
Pero claro, Rousseau no podía saber esto en el momento que escribió su Discours.
Proudhon tiene mucha más razón en lo que dice. Si a algo obliga la agricultura es al
sedentarismo. Parece razonable que cuando las sociedades cazadoras-recolectoras que an-
taño se encontraban en el estado de naturaleza descubrieron una forma de alimentarse mu-
cho más fácil, cómoda y productiva, esto es, la agricultura, renegaran del nomadismo y
abrazaran al sedentarismo. Esto conllevó, como es lógico, la conversión de lo que antaño
era posesión, en propiedad. El que iba a la guerra necesitaba algún tipo de ley que le garan-
tizase que, cuando volviera, las tierras que siempre había conreado seguirían siendo suyas.
Los hombres en general querían tener la certeza de que sus mejores tierras pasarían a ser
propiedad de sus hijos legítimos algún día, cuando murieran. Y por último, la sociedad ne-
cesitaba un instrumento que dividiese ahora la producción, pues los individuos se encon-
traban por culpa de la agricultura aislados los unos de los otros.

104
Para describir este paso necesitamos a Engels: “la aparición de la propiedad privada sobre
los rebaños y los objetos de lujo condujo al cambio entre los individuos, a la transformación de los productos
en mercancías. Y este fue el germen de la revolución siguiente. En cuanto los productores dejaron de consu-
mir directamente ellos mismos sus productos, deshaciéndose de ellos por medio del cambio, dejaron de ser
dueños de los mismos. Ignoraban ya qué iba a ser de ellos, y surgió la posibilidad de que el producto llegara
a emplearse contra el productor para explotarlo y oprimirlo”182.
La apropiación dio paso a la producción y así, los productos se convirtieron en
mercancías. Lo que antes tenía un valor de uso se convirtió ahora en valor de cambio.
Añade Marx que: “supuesto el valor de uso de la mercancía, se supone también la utilidad particular, el
fin determinado que ha absorbido: el valor de cambio”183. Los diferentes agricultores y ganaderos
que entonces poblaban la tierra ya no podían vivir solamente de lo que producían. Nadie se
aliementa únicamente de leche, de trigo o de carne. Es por esta razón que los individuos
empezaron a necesitarse los unos a los otros, no sólo mecánicamente como pasaba en el
estado de naturaleza, sino orgánicamente. Así surgió el mercado: “el trueque directo, forma
primitiva del proceso de cambio, representa la transformación inicial de los valores de uso en mercancías”184.
Mas para trocar es necesario tener en mente una unidad de medida. Y “¿cuál es la sus-
tancia social común a todas las mercancías? Es el trabajo. (...) Una mercancía tiene valor de cambio por ser
cristalización de un trabajo social”185. Es de esta forma que el trabajo pasó a ser visto como
mercancía y viceversa, la mercancía como trabajo. Llegados a este punto, el estado de natu-
raleza se transforma ya en una sociedad de pequeños propietarios agricultores que de tanto
en tanto cambian sus mercancías en lo que ellos llaman mercado. Esto implica primero una
acumulación de mercancías, pero aun no es propiamente capital por el hecho de que el
trabajador acaba gastándoselo todo en la compra de otros bienes para vivir.
No, para la aparición del capital es necesario otro cambio infraestructural: la alfarer-
ía. Puede parecer ridículo que un objeto tan sencillo como una vasija represente la entrada
en la historia de la más problemática idea que ha existido nunca, pero es así. Además coin-
cide con lo que, históricamente, también sucedió a finales del Neolítico186. Y es que su des-
cubrimiento con el progreso que significó en el terreno de la conserva, permitió la acumu-
lación de alimentos. Y ésta había de significar la gestación en potencia del capital.
Pero aun falta algo más. El descubrimiento de la alfarería era indispensable pero no
suficiente para la aparición del capital. En una palabra: el dinero. Marx relata como “las
relaciones progresivas de unas mercancías con otras cristalizan en determinaciones distintas del equivalente
general, y de este modo el proceso de cambio es al mismo tiempo el proceso de formación del dinero. El con-
junto de este proceso, que se manifiesta como el movimiento de diferentes procesos, es la circulación”187. Y es

105
que el poder de circulación es la gran victoria del dinero por encima del trueque. Este últi-
mo sólo consigue el cambio puntual de bienes entre un comprador y un vendedor. Sin em-
bargo, el dinero hace posible el cambio no sólo una vez, sino infinitas veces. La moneda se
convierte así no en la encarnación de los bienes de subsistencia que el trabajador necesita
para seguir viviendo, sino en algo más: en la compra potencial de todas las mercancías.
La aparición del dinero cambia, por tanto, la faz de la mercancía. En un muy reve-
lador fragmento de Marx se dice que “la utilidad de la mercancía comienza al salir de la circulación
mientras que la utilidad del dinero, como instrumento de la circulación, estriba en su circulación”188. Los
hombres, sin apenas darse cuenta, han creado una economía de mercado que hasta el mo-
mento es justa, pero que no tardará mucho en corromperse. Y es que la circulación consi-
derada únicamente en su vertiente D-M-D es el origen del capital189. Comprar barato para
vender caro, para decirlo fácilmente, crea una especie de plusvalía en el comerciante inter-
mediario que, junto con el plusplusproducto que ahora también tiene el propio agricultor,
disgrega la idea latente en potencia del capital por todo el estado de naturaleza.
Ya hace mucho que los hombres han abandonado el comunismo primitivo al que tan
asiduamente abrazaban en el estado de naturaleza. Sin embargo, lo han hecho con la pre-
tensión de crear un libre mercado entre pequeños propietarios. Sin saberlo, esta infraestruc-
tura aparentemente justa lleva todo un monstruo en su interior y que poco a poco va ga-
nando terreno: el capital. Y con él podemos decir que aparece plenamente el estado de civi-
lización. Pero no la civilización en el sentido más burgués de la palabra, entendida como el
florecimiento de las artes y las ciencias, en un sentido completamente naif, sino más bien –y
como nos iremos dando cuenta a lo largo de las páginas que nos faltan- como pozo de su-
cesivas contradicciones en las que se irá enzarzando paulatinamente la humanidad. Pero no
confundamos la causa con el efecto, lo importante aquí es seguir el hilo del capital.
Marx de nuevo: “la investigación de aquello que los economistas denominan acumulación origi-
naria debería llamarse propiamente expropiación originaria. Y veríamos entonces que esta llamada acumu-
lación originaria no es sino una serie de procesos históricos que acabaron destruyendo la unidad originaria
que existía entre el hombre trabajador y sus medios de trabajo”190. En efecto, para los economistas
burgueses la acumulación primitiva no es otra cosa que una acumulación de mercancías que
todo hombre podría hacer si quisiera. “Pero, si todo capital es una suma de mercancías, de valores de
cambio, no toda suma de mercancías, de valores de cambio, es capital. (...) Por el hecho de que, en cuanto
fuerza social independiente, es decir, en cuanto poder de una parte de la sociedad, se conserva y aumenta por
medio del intercambio con la fuerza de trabajo viva. La existencia de una clase que no posee nada más que
su fuerza de trabajo es una premisa necesaria para que exista capital”191.

106
El capital es ante todo una creación social, como otra cualquiera. Y por tanto su
origen, es decir, la llamada acumulación primitiva, tiene que responder también a una expli-
cación social. Esta no es otra que: “todo capital es trabajo acumulado”192. Algo tan tautológico
como esto, los economistas burgueses no lo pueden aceptar. Para ellos la acumulación pri-
mitiva es simplemente una acumulación individual de mercancías. Pero la mercancía no es
otra cosa que la materialización del trabajo y que, por tanto, el capital no es capital por
cuanto es una acumulación de mercancías sino en tanto que es la acumulación de trabajo.
De esta forma, la división que encontramos en el estado de civilización entre clase
trabajadora y clase capitalista no es la consecuencia de la acumulación primitiva, sino, todo
lo contrario, su propia causa. Parece razonable pensar que en un principio no todos los
iguales propietarios que competían en el libre mercado primitivo sacaban el mismo rendi-
miento a sus tierras. Algunos sin duda poseían más o mejores que los otros, y sólo esta
pequeña diferencia promovió que los primeros pudieran acumular dinero, mientras que los
otros no. Por lo que la mercancía es el reflejo de un trabajo realizado, tiene la posibilidad de
comprar más trabajo. A la llegada de las crisis de subsistencia, una inmensa parte de la po-
blación seguramente se vio obligada a vender sus tierras, sus posesiones o sus propios
hijos. Así es como pudo originarse la esclavitud. Aparte de esto, lo que es importante notar
es como una clase de la sociedad se fue poco a poco desposeyendo de lo que antaño tenía,
mientras otra iba acumulando cosas. Llegó un momento en que esa clase desposeída ya no
tenía nada que vender más que su fuerza de trabajo. Fue así como apareció propiamente la
clase capitalista en medio de la acumulación primitiva.
“Todo el capitalismo parece que gira en un círculo vicioso del que no podría salirse sin admitir
una acumulación primitiva, que sirva de punto de partida a la producción capitalista, en vez de proceder de
ella. ¿Cuál es el origen de esta acumulación primitiva? Según la historia real y verdadera, la conquista, la
servidumbre, el robo a mano armada, el reinado de la fuerza bruta, son los que siempre han triunfado. Por
el contrario en los manuales de economía política es el idilio el que siempre ha florecido, jamás ha habido de
enriquecerse que el trabajo y el derecho. En realidad los métodos de la acumulación primitiva son todo lo
que se quiera, excepto materia de idilio. El escamoteo de los bienes de las iglesias y hospitales, la enajena-
ción fraudulenta de los dominios del Estado, el robo de las tierras comunales, la transformación terrorista de
la propiedad feudal en propiedad moderna privada, son los origines idílicos de la acumulación primitiva. Si
en la relación entre capitalista y asalariado el primero desempeña el papel de dueño y el de servidor el segun-
do, es por un contrato mediante el cual no solo se pone el asalariado al servicio, y por lo tanto bajo la depen-
dencia del capitalista, sino que hasta ha renunciado a todo derecho de propiedad sobre su propio producto.
El asalariado hace semejante convenio porque no posee más que su fuerza personal, el trabajo en estado de

107
potencia, mientras que todas las condiciones exteriores requeridas para dar cuerpo a esa potencia, la materia
y los instrumentos necesarios para el ejercicio útil de trabajo, la facultad de disponer de las subsistencias
indispensables para la vida, se encuentran en el lado opuesto” 193.
El final de esta tendencia histórica finaliza cuando el capitalista posee los medios de
producción mientras que el trabajador no conserva más que su propia fuerza de trabajo. Es
así como se crea entonces un contrato entre asalariado y capitalista en el que el primero
vende su fuerza de trabajo y el segundo presta sus medios de producción. Y este contrato
económico que aparece sacado de la historia, los burgueses lo atribuyen a su origen. No: “el
capital es una relación social de producción como otra cualquiera. En particular, es una relación burguesa
de producción. Los medios de vida, los instrumentos de trabajo, las materias primas que componen el capi-
tal, ¿no han sido producidos y acumulados bajo condiciones sociales dadas? ¿No se emplean para un nuevo
proceso de producción en determinadas relaciones sociales? ¿Y no es precisamente este carácter social deter-
minado el que convierte en capital los productos destinados a la producción?”194.
El sistema económico que ha sido impuesto a las puertas del estado de naturaleza,
tal y como vemos aquí, es el capitalismo. Pero “el capitalismo no aparece originariamente en el seno
de las comunidades primitivas, tal y como proponen los economistas, sino donde estas terminan: en las fron-
teras, en los raros puntos de contacto”195. El capitalismo no es lo natural, sino más bien lo históri-
co hasta día de hoy. Pero seríamos poco rigurosos si terminásemos aquí. Hemos descrito
por ahora la infraestructura propia del estado de civilización. Toca en este momento, sin
embargo y como buenos materialistas, aplicar lo aprendido a la superestructura que se des-
arrollará. Veamos las consecuencias superestructurales del capitalismo en el mundo.
Para poder explicar este cambio necesitamos de la dialéctica. Recordemos que en
los albores del estado de naturaleza es presumible que el hombre viviera en armonía con su
entorno, con la sociedad y consigo mismo. El comunismo primitivo, pese a todas sus ca-
rencias, podía facilitarlo. No existía entonces ningún tipo de dialéctica entre el hombre y la
naturaleza. Pues bien, con la aparición del capitalismo esto cambia. Por lo pronto, mucho
antes de la entrada en el estado de civilización, cuando el hombre descubrió la agricultura,
la sociedad cambió la apropiación por la producción. Como hemos visto, este cambio fue
el primero de una série de cambios infraestructurales, pero también tiene su rinconcito en
el propio cambio de la superestructura.
La aparición de la producción frente a la apropiación en la economía de las prime-
ras sociedades arrancó al hombre de su comunión con la naturaleza. Por esto a partir de
aquí llamamos a este tiempo estado de civilización y no estado de naturaleza. Y es que la
producción no es una apropiación armónica de la naturaleza por una parte de sí misma,

108
como pasa, por ejemplo, cuando un animal herbívoro se come la hierba de un prado. No,
la producción implica oposición. Sólo puede producir el que está fuera de su propio pro-
ducto, el que se aleja del objeto al que está dando forma y el que lucha a cada suspiro por
cambiar aquello que la naturaleza le había dado ya hecho. Esto es precisamente lo que em-
pieza a sucederle al hombre civilizado con el descubrimiento de la agricultura.
Es así como el hombre entra en una dialéctica con la naturaleza. Ya en el anterior
apartado mostramos la dependencia que el primero muestra siempre respecto de la segun-
da, y de cómo la sociedad se interpone en esta relación como si de un intermediario se tra-
tase. Pues bien: si el hombre entra en dialéctica con la naturaleza parece razonable que la
naturaleza termine por entrar también en dialéctica con la sociedad toda. Y las repercusio-
nes de esto son enormes. Si la naturaleza se aliena para el hombre, si se objetiva, si sale de
ella para ponerse en frente el hombre necesariamente se transforma.
Esto es lo que sucede a gran escala con la llegada del capitalismo. El hombre indivi-
dual pasa de apropiarse de cosas a producirlas por él mismo. Así entra en dialéctica con la
naturaleza. Porque él forma irremediablemente parte de la naturaleza y ahora pasa a trans-
formarla, perdiéndose la comunión anterior. Esta negación de la libertad personal recibe
por nombre, dentro de la filosofía hegeliana con la que tenemos tantísima afinidad, el
nombre de alienación. En efecto, el hombre se encuentra alienado en tanto que trabajador en
el estado de civilización. Y por ser este concepto el origen individual de nuestra forma de
vida hasta hoy, más vale que sepamos de qué estamos hablando.
En un fragmento un poco largo, Marx resume su consideración de la alienación en
toda su dimensión: “la alienación del trabajador se muestra en dos aspectos: 1) la relación del trabaja-
dor con el producto de su trabajo como con un objeto ajeno y que lo domina. Esta relación es, al mismo
tiempo, la relación con el mundo exterior sensible, con los objetos naturales, como con mundo extraño para
él y que se le enfrenta con hostilidad. 2) La relación del trabajo con el acto de producción dentro del trabajo.
Esta relación es la relación del trabajador con su propia actividad, como con una actividad extraña, que no
le pertenece, la acción como pasión, la fuerza como impotencia, la generación como castración, la propia
energía física y espiritual del trabajador, su propia vida personal, como una actividad que no le pertenece,
independiente de él, dirigida contra él. (...) 3) Hace del ser genérico del hombre, tanto de la naturaleza como
de sus facultades espirituales genéricas, un ser ajeno para él, un medio de existencia individual. Hace extra-
ños al hombre de su propio cuerpo, la naturaleza fuera de él, su esencia espiritual, su esencia humana”196.
Así pues, el hombre se aliena a sí mismo hasta de tres formas diferentes dentro del
estado de civilización. Muy bien, pero todo esto es sólo sobre el individuo. Veamos ahora
qué pasa exactamente con el conjunto de la sociedad. Primero de todo hay que reconocer

109
que la dialéctica del hombre contra la naturaleza tiene una interpretación social muy clara,
ya que “en la producción, los hombres no actúan solamente sobre la naturaleza, sino que actúan también
los unos sobre los otros”197. Esto nos conduce a la tautología que muchas veces ha sido olvida-
da de que “si el hombre se enfrenta a sí mismo, se enfrenta también con el otro”198. Por tanto, en tanto
que el hombre se encuentra fuera de sí mismo se traduce en que está alejado de su humani-
dad, es decir, de todos sus hermanos, amigos y semejantes.
Todo lo que sucedió de hecho en la vida de las propias gentes que vivieron a las
puertas del estado de civilización termina por traducirse simplemente en que: “el trabajador
es más pobre cuanta más riqueza produce. (...) El trabajador se convierte en una mercancía tanto más
barata cuantas más mercancías produce” 199 . A esto se puede reducir, de hecho, la alienación
económica que sufre el trabajador en el capitalismo. Sin embargo, nada más importante.
Este que puede parecer a primera vista pequeñísimo cambio en los individuos de la huma-
nidad poco a poco gana terreno dentro de la infraestructura social y termina por asentarse
en ella. Y como sabemos, todo cambio en la infraestructura se trasluce, al final en un cam-
bio en la superestructura. Así pues, parece lógico que la dialéctica infraestructural en la que
el hombre entra en contra de la naturaleza se traduzca finalmente en una dialéctica superes-
tructural de toda la humanidad consigo misma.
De modo que vemos cómo de pequeños cambios económicos en el seno de la so-
ciedad primitiva tales como la agricultura, la alfarería o el capital nació una alienación de la
humanidad consigo misma. Esto, como es evidente, va a suponer un cambio de tamaño
inconmensurable dentro de lo que conocíamos por el estado de naturaleza. Al alienarse la
humanidad de sí misma, se somete al cambio dialéctico de la superestructura. En concreto,
debe recordarse aquí la segunda ley de la dialéctica, según Engels. Recuérdese que dice que
todo cambio cuantitativo de una cosa genera un cambio cualitativo en su ser. Veamos
cómo se aplica esto en nuestro contractualismo.
El descubrimiento de la agricultura conllevó, además de lo que hemos descrito has-
ta ahora, muchísimos más recursos para la población. De esto se sigue un aumento impor-
tante de la natalidad. Filosofía al margen, esto es lo que sucedió en la revolución neolítica200.
Sin embargo, debemos recordar la teoría de Malthus a este respecto: “la población, si no en-
cuentra obstáculos, aumenta en progresión geométrica. Los alimentos tan sólo aumentan en progresión
aritmética. Basta con poseer las más elementales nociones de números para poder apreciar la inmensa dife-
rencia a favor de la primera de estas dos fuerzas”201. Parece ser que la población no puede enton-
ces crecer indefinidamente, sino que tarde o temprano tiene que tocar con lo que se suele
llamar en ciencias sociales el techo malthusiano.

110
Cuando el crecimiento demográfico llegue al techo malthusiano, no habrá suficien-
tes recursos para alimentar toda la acrecentada población. Como consecuencia se pasará
una crisis de subsistencia. Por el darwinismo social sabemos que, cuando esto suceda, habrá
mucha más competencia por la vida. Lo que no habríamos sabido si no fuera por Dur-
kheim es que ésta es la causa principal del cambio más sustancial en la superestructura de
toda la humanidad. Empecemos por escuchar su simple, que no sencillo, razonamiento: “si
el trabajo se divide más a medida que las sociedades se hacen más voluminosas y más densas, no es porque
las circunstancias exteriores sean más variadas, es que la lucha por la vida es más ardua. Darwin ha ob-
servado muy justamente que la concurrencia entre dos organismos es tanto más viva cuanto son más análo-
gos. Teniendo las mismas necesidades y persiguiendo los mismos objetos, en todas partes se encuentran en
rivalidad. En tanto poseen más recursos de los que les hacen falta aún pueden vivir uno al lado de otro;
pero, si el número de aquellos aumenta en tales proporciones que todos los apetitos no pueden ser ya satisfe-
chos de modo suficiente, la guerra estalla y es tanto más violenta cuanto más señalada es esta insuficiencia,
es decir, cuanto más elevado es el número de concurrentes”202.
Como aventurábamos al principio, la infraestructura cambia la superestructura y la
cantidad cambia la cualidad. El primero, un principio del materialismo, y el segundo, una
ley de la dialéctica, nos han ayudado a comprender lo que sucede. En efecto, el descubri-
miento de la agricultura conduce a un crecimiento demográfico, que se traduce socialmente
en una mayor competencia por la vida, lo que lleva a la división del trabajo. Esta es sin du-
da la causa de la alienación individual de la que hablábamos antes, además de representar
también el cambio de la solidaridad mecánica a la solidaridad orgánica. Como dice Dur-
kheim: “constituye una ley histórica el que la solidaridad mecánica, que en un principio se encuentra sola,
pierda progresivamente terreno, y que la solidaridad orgánica se haga poco a poco preponderante. Es ahora
la división del trabajo la que llena cada vez más la función que antes desempeñaba la conciencia común, ella
es principalmente la que sostiene unidos los agregados sociales de los tipos superiores. Más cuando la manera
de ser solidarios los hombres se modifica, la estructura de las sociedades no puede dejar de cambiar”203.
El cambio hacia la solidaridad orgánica es sin duda algo bueno. No así la conse-
cuencia alienadora de la división del trabajo. Lo que sí es indiscutible es que la especializa-
ción eliminaría lo que pudiera quedar del comunismo primitivo. Smith ya observó eso
mismo: “este estado original de cosas en donde el trabajador disfrutaba de todo el producto de su propio
trabajo no podía durar una vez que empezó a desarrollarse la progresiva división social del trabajo”204. No
sólo esto, si no que de ahora en adelante el estado de civilización se definirá por la presen-
cia del capitalismo. Y mientras “la división del trabajo varíe en razón directa al volumen y a la densi-
dad de las sociedades”205 este estado de cosas se mantendrá. Pero la división del trabajo no es

111
más que una de las dos consecuencias del cambio en la infraestructura económica promo-
vido por el descubrimiento de la agricultura.
La segunda hay que buscarla en la misma línea que nos ha llevado a la especializa-
ción. Hemos visto cómo, en materia de trabajo, el crecimiento de población activa genera
dialécticamente la división del mismo. Pues sucede igual dentro de la propiedad. El creci-
miento de potenciales propietarios hace inviable otra vez la comunidad de intereses, lo que
promueve una cierta división de la propiedad. Es así, junto a la explicación que hemos dado
más arriba sobre la acumulación primitiva, que se crea históricamente la propiedad privada.
La consecuencia superestructural de todo esto es una: la guerra de todos contra todos.
Hobbes tenía mucha razón al pensar que: “de esta igualdad de capacidades surge la igualdad en la
esperanza de alcanzar nuestros fines. Y por lo tanto, si dos hombres cualesquiera desean la misma cosa que,
sin embargo, no pueden ambos gozar, devienen enemigos; y en su camino hacia la auto-conservación de sus
respectivos poderes se esfuerzan en subyugarse”206.
Sin embargo en dos cosas pensamos que Hobbes estaba equivocado: primero, en
sostener que en el estado de naturaleza fue cuando se originó la guerra de todos contra
todos; y segundo en no ver que la guerra que se origina no es un hecho individual, sino más
bien una lucha de clases. Sobre lo primero, creo que ya hemos demostrado suficientemente
que el conflicto nace con el capitalismo, no antes. Y sobre lo segundo, solicitamos ayuda a
Smith: “los seres humanos pueden vivir en sociedad con un grado aceptable de seguridad aunque no haya
un magistrado civil que los proteja de la injusticia derivada de sus pasiones. Pero la avaricia y la ambición
en los ricos, y el odio al trabajo y el amor a la tranquilidad y los goces del momento en los pobres, son pa-
siones que impulsan a invadir la propiedad, y son pasiones mucho más firmes en su actuación y mucho más
universales en su influencia. Cuando hay grandes propiedades hay grandes desigualdades. Por cada hombre
muy rico debe haber al menos quinientos pobres, y la opulencia de unos pocos supone la indigencia de mu-
chos. La abundancia de los ricos aviva la indignación de los pobres, que son conducidos por la necesidad y
alentados por la envidia a atropellar sus posesiones. El dueño de una propiedad valiosa no puede dormir
seguro ni una sola noche si no se halla debajo de la protección de un magistrado civil. Todo el tiempo se ve
rodeado por enemigos desconocidos a quienes nunca ha provocado pero a quienes tampoco puede apaciguar
jamás, y de cuya injusticia solo puede ser protegido mediante el brazo poderoso del magistrado civil, siempre
en alto para castigarla. La adquisición de propiedades valiosas, por lo tanto, inevitablemente requiere el
establecimiento de un gobierno civil. Cuando no hay propiedad el gobierno no es tan necesario”207.
Es un anacronismo hablar de lucha de clases en Smith y sin embargo: ¡qué visiona-
rias son sus palabras de lo que habría de reconocer Marx un siglo después! En efecto, que
la propia economía clásica liberal reconozca que habría lucha de clases en el estado de natu-

112
raleza es representativo de mucho. Lo más importante es que muestra hasta qué punto el
origen del capitalismo y la necesidad de la política configuran dos historias paralelas con un
mismo destino. Smith afirma, sin pelos en la lengua, que cuando no hay propiedad el go-
bierno no es tan necesario y con esto parece adentrarse en el terreno de lo político partien-
do exclusivamente de lo económico. ¡Justo lo que nosotros mismos hemos intentado!
Así pues, poco a poco nos vamos dando cuenta de que, habiendo cogido de la ma-
no a Smith, Rousseau y Marx, el nacimiento del Estado se acerca. Y no es para menos, pues
no debemos olvidar que el describir este simple hecho es el verdadero propósito de este
trabajo. En efecto, el Estado está a punto de aparecer. Y lo hará motivado por la lucha de
clases que el origen del capital ha propiciado en el seno de la humanidad. Si algo ha queda-
do suficientemente demostrado en estas últimas páginas es que en historia, los cambios
infraestructurales acaban siempre por desencadenar auténticas revoluciones en la superes-
tructura. Esto sí: de qué modo se produce un tal efecto, qué correlación exacta guardan
ambos elementos y qué resultado final nos espera de todo esto, son cuestiones que aun nos
quedan por analizar. Pero cada cosa a su debido tiempo. Primero hay que explicar debida-
mente y con paciencia de dónde sale el papel del Estado.
Y en este sentido, el personaje que más nos va a ayudar será Engels. Es quizás el
fragmento más revelador – y por ello lo he dejado para el final- de todos los citados a lo
largo del trabajo. Engels nos muestra el camino a seguir en el nuevo contrato social. Escri-
be: “el Estado es el producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado; es la confe-
sión de que esa sociedad se ha enredado en una irremediable contradicción consigo misma y está dividida por
antagonismos irreconciliables, que es impotente para conjurar. Pero a fin de que estos antagonismos, estas
clases con intereses económicos en pugna, no se devoren a sí mismas y no consuman a la sociedad en una
lucha estéril, se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amor-
tiguar el choque, a mantenerlo en los límites del orden. Y ese poder, nacido de la sociedad, pero que se pone
por encima de ella y se divorcia de ella más y más es el Estado”208.
Lo que sugiere Engels abre las puertas a la justificación del Estado. Según Engels, y
nosotros lo suscribimos, vale la pena decirlo, el Estado aparece como la síntesis material de
la lucha de clases. En el marco que hemos ido configurando en que la clase capitalista es la
tesis y la clase trabajadora es la antítesis del estado de civilización, el Estado se erige delante
nuestro como la prometida síntesis histórica que resuelve el conflicto. El Estado es la reen-
carnación de las contradicciones intrínsecas al capitalismo que se materializan en un ente
social. La afirmación, por tanto, de que el Estado aparece como la síntesis material de
la lucha de clases representa la primera de nuestras conclusiones en este trabajo.

113
Pero sigamos: cuando la sociedad, a las puertas del estado de civilización, se da
cuenta de que no puede estar siempre en medio de una guerra de clases, de que esta mise-
rable lucha no es vida para los seres humanos y de que es mucho mejor resolver las cosas
desde dentro antes que enfrentarse a muerte en el campo de batalla, cuando la sociedad se
da cuenta de esto, digo, se crea el Estado. Y no se crea que lo hace de cualquier modo, sino
gracias a un contrato social suscrito por todas las partes. Llegados al punto aquí descrito,
cuando los hombres, cansados de librar batalla día tras día, se reúnen en asamblea para
discutir cómo solucionar la alienación individual y los antagonismos sociales, la sociedad
vuelve en sí misma, deja de estar enajenada y toma conciencia de sí por un contrato social.
Sin saber todo lo que nosotros hemos descubierto, ya decía Rousseau que: “les hom-
mes parvenus à ce point où les obstacles qui nuisent à leur conservation dans l’état de nature l’emportent,
par leur résistance, sur les forces que chaque individu peut employer pour se maintenir dans cet état. Alors
cet état primitif ne peut plus subsister ; et le genre humain périrait s’il ne changeait de manière d’être. Or,
comme les hommes ne peuvent engendrer de nouvelles forces, mais seulement unir et diriger celles qui existent,
ils n’ont plus d’autre moyen, pour se conserver, que de former par agrégation une somme de forces qui puisse
l’emporter sur la résistance, de les mettre en jeu par un seul mobile et de les faire agir de concert. C'est de
cette façon que le contrat social s'institue parmi les hommes avec une seule volonté : « trouver une forme
d’association qui défende et protège de toute la force commune la personne et les biens de chaque associé, et
par laquelle chacun, s’unissant à tous, n’obéisse pourtant qu’à lui-même, et reste aussi libre qu’avant»”209.
Mas en cualquier contrato siempre hay algo que se intercambia. ¿Cuál puede ser la
moneda de cambio cuando de lo que se trata es de la felicidad de la vida humana? Pues
recuérdese que en el anterior apartado defendíamos que, por encima de todo, el hombre es
en esencia libertad. Conscientes de que el lector pueda pensar que lo dicho queda muy bien
sobre el papel, pero que en la práctica tiene muy pocas aplicaciones reales, nosotros vamos
a seguir nuestras convicciones hasta sus últimas consecuencias. Y es que del hecho que la
esencia del hombre sea su libertad se sigue que ésta debe de ser necesariamente la moneda
de cambio del contrato social. El hombre compromete parte de su libertad y la deposita en
manos de la superestructura por antonomasia: el Estado.
Visto así, el Estado objetiva la libertad de la humanidad por medio de un
contrato social. Esta es nuestra segunda conclusión. De aquí procede la libertad del Esta-
do: cuanto más libre es el individuo para hacer lo que quiera, en menos se convierte el Es-
tado y viceversa. Así como la visión puramente libertaria de la naturaleza humana la saca-
mos en su momento de Hegel, este énfasis en la libertad del Estado también es una reinter-
pretación del maestro: “en el Estado la libertad se hace objetiva y se realiza positivamente. Sólo en el

114
Estado tiene el hombre existencia racional. El hombre debe cuanto es al Estado. Sólo en éste tiene su esen-
cia. Todo el valor que el hombre tiene, toda su realidad espiritual, la tiene mediante el Estado. Sólo así es el
hombre una conciencia; sólo así participa en la costumbre, en la vida jurídica y moral del Estado. Lo uni-
versal está en las leyes del Estado. El Estado es la unidad de la voluntad universal y esencial con la subje-
tiva, y esto es la moralidad. Lo divino del Estado es la idea, tal como existe sobre la tierra”210.
Así pues, de momento hemos dicho sobre el Estado que aparece en sus comienzos
como síntesis material de la lucha de clases entre opresores y oprimidos (primera conclu-
sión) y también que se objetiva a partir de la entrega de la libertad de la humanidad por
medio de un contrato social (segunda conclusión). De este modo, podemos decir que te-
mos por ahora tanto la causa eficiente como la formal y material del Estado. Pero sin em-
bargo, aun un Aristóteles podría señalarnos que tales conocimientos no son en nada sufi-
cientes para figurarnos en nuestra mente una idea clara y distinta de lo que es verdadera-
mente algo. De hecho, falta lo más importante: la causa final. Y es que las cosas no son
pura y simplemente lo que son, siempre representan algo más, siempre emana de ellas algo
superior. El hegelianismo así nos lo demuestra. Los diferentes seres que existen en medio
de la naturaleza no se describen estrictamente por su materia, sino que de todos ellos se
sublima una especie de espíritu. Lo misma pasa en el caso del Estado.
El Estado, al materializarse como objetivación de la libertad de la humanidad, pro-
duce algo que excede con mucho la simple síntesis material de la lucha de clases. Llámeselo
espíritu, llámeselo intelecto, llámeselo idea o, en definitiva: ¡llámeselo como se quiera! Lo
importante es reconocer como este espíritu, por su propia constitución, necesita también
erigirse como síntesis de algo. ¿Y de qué va a ser si no de los mismos principios que se sub-
liman a partir de la lucha de clases más material? Es aquí cuando debemos volver sobre
nuestros pasos y preguntarnos dónde exactamente descubrimos la contradicción espiritual,
que emanaba por cierto de antagonismos sociales irreconciliables de clase, de la propia
humanidad. Pues es de recordar que fue justo en el tránsito del estado de naturaleza al de
civilización, esto es, en el desarrollo infraestructural del capitalismo. Debe recordarse cómo
el capital arrancó al hombre de su igualdad originaria y lo sumió dentro del antagonismo
libertad/esclavitud. El resultado fue la contradicción del hombre.
En este salto mortal –nunca mejor dicho- fue justo cuando el corazón de la huma-
nidad se partió, entró en dialéctica consigo mismo, fomando dos principios antagónicos:
libertad e igualdad. Cada clase social en pugna se apropió de uno en concreto, la burguesía
de uno y el proletariado del otro, dejando al Estado la difícil labor de mediar entre los dos.
Pero en tanto que el Estado no es la toma de partido deliberada en favor de uno, o de otro,

115
sino más bien la síntesis histórica de lo que parece razonablemente más justo para todos, él
debe de hallar la solución salomónica que ponga fin a la contradicción en la que la humani-
dad ha caído desgraciadamente. De lo que se deduce una conclusión final: el Estado es la
síntesis espiritual de la dialéctica entre libertad e igualdad.
Esta tercera tesis, por ser también la última, es la más original e importante de nues-
tro trabajo. Haber descubierto que el Estado, intelectualmente hablando, no es más que la
resolución de una contradicción entre dos principios antagónicos, que son la libertad y la
igualdad, resuelve una infinidad innumerable de problemas. Vemos, al final, como el con-
tractualismo acaba por devolver lo prometido: una explicación universal sobre el hombre,
la sociedad y la política. El Estado sintetiza todo esto. Y si no, véase los bellísimos destellos
de genialidad de otro natural del hegelianismo, Feuerbach, quien proclama a los cuatro
vientos: “el hombre es la esencia del Estado. El Estado es la totalidad realizada, desarrollada y explici-
tada de la esencia humana. En el Estado se realizan las cualidades o actividades esenciales del hombre en
estamentos particulares; pero son reducidas de nuevo a la identidad de la persona en el jefe del Estado, El
jefe del Estado tiene que representar a todos los estamentos sin distinción; ante él, todos son necesarios por
igual e igualmente legítimos. El jefe del Estado es el representante del hombre universal”211.
¡Este es el Estado, y no otro! Ni es un nuevo dios todopoderoso como asegura el
fascismo, ni estrictamente un instrumento para el buen funcionamiento moral de la socie-
dad como dice el conservadurismo, ni una amalgama indefinida de ideologías como pre-
tende el centro, ni tampoco un medio para armonizar la lucha clases cual socialista mode-
rado, ni mucho menos exclusivamente un instrumento de opresión de la clase dominante
según los marxistas más ortodoxos, ni, por último, un lastre histórico que debe combatirse
como los anarquistas. ¡Nada de esto! Partiendo de la base de que el materialismo dialéctico
es la síntesis final y más perfecta posible de toda la historia de la filosofía universal, noso-
tros hemos demostrado como el Estado sólo puede erigirse según esta visión como la más
pura síntesis de la dialéctica espiritual entre los principios de igualdad y libertad.
Se me criticará seguramente que esta es una conclusión muy teórica, que hay dema-
siadas connotaciones filosóficas como para que diga algo concreto y que es muy difícil que
una idea que ha llegado a materializarse a través de páginas y páginas de escrito encuentre
su lugar en la realidad más actual. Pero que se sepa que mis conclusiones no son para nada
palabras en el vacío. Lejos de todo esto, llevar hasta las últimas consecuencias mis tres tesis
finales conduce inexorablemente a la defensa de todo un sistema: la socialdemocracia. En
efecto, el nuevo contrato social, como todos los que se han escrito a lo largo de la historia,
no tiene otra pretensión que mostrar la forma social y política que aun está por llegar. Si

116
nos fijamos bien, la consecuencia más práctica de reconocer el Estado como síntesis espiri-
tual de la dialéctica entre igualdad y libertad es la formación de un sistema democrático que
alterne entre partidos de izquierda (garantes de la igualdad del estado de naturaleza) y parti-
dos de derecha (guardianes de la libertad capitalista). El resultado del juego democrático
entre estas dos fuerzas tiene que ser necesariamente la síntesis de la dialéctica espiritual
entre igualdad y libertad, es decir, la afirmación del Estado y, por tanto, en última instancia,
la defensa encarnizada por parte de la humanidad toda de la socialdemocracia.
Mas todo sistema tiene sus límites y gracias al nuevo contrato social ahora podemos
expresar una opinión firme que no rehúya entre relativismos pseudo-democráticos. El
hecho es que todos sabemos que la socialdemocracia constriñe dos peligrosísimos extre-
mos en su interior. Por la derecha, el fascismo y por la izquierda, el anarquismo. Sabiendo
todo lo que ahora ya sabemos, esto es, que el Estado es la síntesis espiritual de la dialéctica
entre igualdad y libertad, nos parece razonable que desde un punto de vista sociológico
aparezcan partidos que aboguen o bien por la negación absoluta de toda libertad o bien por
su afirmación de la noche a la mañana. Sin embargo, según el nuevo contrato social esto no
parece de ningún modo aceptable. De dicho modo, la nueva socialdemocracia debería
ilegalizar en el juego democrático el anarquismo y el fascismo ya que quien no
acepta el nuevo contrato social democrático no merece beber de su cáliz.
Presentemos nuestras razones. Hemos demostrado que el Estado es la objetivación
de la libertad de la humanidad por medio de un contrato social, de lo que se desprende que
el hombre no puede alienar absolutamente toda su libertad en el Estado, ya que hay que
tener siempre bien presente que el segundo sale del primero. Hay que recordar a Rousseau
cuando decía, con otras palabras, que no es lo mismo una dictadura de esclavos que un
gobierno de hombres libres. Con lo cual el fascismo queda completamente fuera del juego
contractualista democrático, y por tanto, no merece formar parte de él. Por otra parte, el
Estado aparece en el mismo momento en que aparecen el capitalismo, las desigualdades
sociales y consecuentemente la lucha de clases. Por tanto, la voluntad anarquista, como dice
Lenin, de destruir el Estado de la noche a la mañana, sin haberse cargado primero las perver-
sas causas que le han dado origen es sencillamente una estupidez.
Y no hay lugar ni para estúpidos ni para dictadores en el nuevo contrato social. Sólo
pueden participar en él las fuerzas políticas que encarnen uno de los dos principios de la
dialéctica espiritual del Estado (la igualdad o la libertad) y que por tanto estén abiertamente
participando en la síntesis histórica, en la emancipación progresiva del hombre y en la libe-
ración in fine de toda la humanidad. A esto es a lo que nos referimos por socialdemocracia.

117
Así pues, ahora ya conocemos el sistema y sus propios límites. Establecido el marco final
del nuevo contrato social, esto debería bastar como conclusión de nuestro trabajo. Sin em-
bargo, se ha expresado más de una vez a lo largo de todo este escrito, siguiendo a Popper,
que ninguna reflexión social vale lo más mínimo si no permite un leve pronóstico de lo que
va a suceder. Nosotros no somos ni pretendemos ser falsos profetas, pero si que sabría mal
haber construido todo un sistema de la nada sin dar ninguna opinión sobre el futuro.
Por lo pronto, hemos identificado en el futuro más próximo una auténtica revolu-
ción socialdemócrata con sus límites puestos en los extremos, fascismo y anarquismo. Co-
nocida la forma, hay que adentrarse ahora en su materia. ¿Cuál será el contenido de este
nuevo contrato social in fine? Lo que nos estamos preguntando en realidad es cuál es la
síntesis final de la dialéctica espiritual entre igualdad y libertad, cesados años y años de jue-
go democrático entre unos y otros. Pues bien, hay que tener en cuenta que todo contrac-
tualismo se realiza en un solo objeto, una única cuestión con nombre propio: la justicia. En
efecto, en la visión sobre la justicia cualquier contrato social demuestra su verdadera cara.
La cuestión se encuentra ahora, por tanto, en hallar a qué visión sobre la justicia
conduce inevitablemente el nuevo contrato social. Por un lado, la derecha clama: “¡libertad
para todos, qué cada uno haga lo que quiera, qué el Estado no se inbiscuya!”. Pero nosotros sabemos
que la libertad significa también libertad para oprimir a los demás, por lo que conocemos el
enorme peligro que corre dar rienda suelta al capitalismo. Por el otro lado, la izquierda
grita: “¡todos somos iguales, nadie está por encima de nadie, el Estado nos puede ayudar!”. Evidente-
mente según todo lo que hemos dicho, parece razonable pensar ahora que en la actualidad
de neoliberalismo desenfrenado que vivimos la dialéctica espiritual está de parte de la iz-
quierda. Pero esta necesita a su vez de la derecha para que le ponga freno, para no caer en
el extremo, para ir paso a paso y no helarse, por ejemplo en el peor de los estalinismos. Por
Hegel, la solución aparecerá inexorablemente de la síntesis.
El principio de justicia del nuevo contrato social es la igualdad de libertades.
Ni tanto ni tan poco: no se exige despiadadamente la imposición de una igualdad mediocre
a todo el mundo, pero tampoco se reclama la libertad individual absoluta para oprimir a los
demás. Para que una sociedad funcione correctamente, es necesario tan sólo que todo el
mundo tenga la misma libertad. Esto es lo que comprende el nuevo contrato social, de la-
tente corazón socialista aunque no se explicite, que no ha comprendido ningún otro con-
tractualismo a lo largo de la historia. En nuestra actualidad la inmensa mayoría de libertades
políticas han sido conquistadas. El propio desarrollo del capitalismo, que al principio se
mostraba con una virulencia desde el Estado demasiado brutal, se ha ido apaciguando a

118
través de los siglos. Hoy en día, el capitalismo parece una bestia completamente adormida
en lo político (todos tenemos derecho a voto, por ejemplo) pero se muestra con la forma
más agresiva posible en lo económico. Como vemos, las contradicciones inherentes al na-
cimiento del capitalismo que aquí hemos narrado, se han vuelto más puras que nunca. En
la actualidad, el capitalismo nos enseña su verdadera cara.
Frente a esto, el nuevo contrato social, y toda la síntesis espiritual de la socialdemo-
cracia, reclama la igualdad de libertades. Sin ella, no tan sólo en lo político y sobre el papel,
como decía Marx, sino en lo económico y de facto, no nos será posible salir de esta. En un
momento de crisis económica la dialéctica intrínseca al Estado y a la humanidad toda se
polariza, radicaliza y se muestra en todo su esplendor. Las contradicciones salen a la luz y
por tanto es el momento de actuar. Ninguna crisis del capitalismo queda históricamente sin
suscitar un nuevo contrato social, y del mismo modo el de estas páginas representa el resul-
tado de la actual. Viendo como van las cosas, parece evidente que podamos salir de la si-
tuación actual sin cobrarnos la vida de una nueva revolución. No de modo violento como
suscitan los extremos... sino dentro de la misma democracia y por medio de ella.
El nuevo contrato social avanza con paso firme, y con cada paso se hace más y más
inminente. Todo el trabajo escrito debe servirnos para reconocer en el presente la necesi-
dad de un movimiento que se han perpetrado por los siglos de los siglos: la revolución con-
tractualista. En efecto, una nueva revolución del contrato social está al tocar que lleva por
estandarte –nosotros lo hemos descubierto aquí- la consigna de la igualdad de libertades.
De esto se desprende que, al igual que sucede con el marxismo del que bebe este trabajo, la
filosofía que aquí hemos expuesto no puede entenderse sin actuar. Llegamos así a la con-
clusión de lo que nos preguntábamos en la introducción: ¿qué es política? Pues bien, políti-
ca es el nuevo contrato social y, a su vez, el nuevo contrato social es política.
Política es pensar y actuar, teoría y práctica. En este trabajo no hemos expuesto si-
no una idea de justicia: un nuevo contrato social en el marco de una socialdemocracia que
vele por la igualdad de libertades entre todos los hombres. Pero la constatación de esta
utopía no se puede entender realmente sin luchar por ella. Y es aquí donde topamos con el
corazón de la política. Lejos de toda duda, el contractualismo nos ha conducido finalmente
a la verdadera esencia de la política. Y nuestras conclusiones finales no vienen sino a mos-
trar el contenido de lo que ha de venir. El cambio de conciencia lo acabamos de hacer,
queda pues el cambio de la realidad. A este respecto, la cita de Marx a la conclusión no
tiene otra pretensión que la demostrar la inminencia de la revolución del nuevo contrato
social. Pongamos pues de una vez por todas el punto y final a este trabajo.

119
Conclusión
“Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se trata es de
transformarlo”212.

Karl Marx

120
Nuestro trabajo no es ni ha pretendido nunca ser científico. Lo que caracteriza a los
trabajos de ciencias es seguramente su linealidad. Por el contrario, un trabajo filosófico se
define, antes que nada, por su ciclicidad. Lo que se ha intentado aquí es volver una y otra
vez sobre un mismo concepto, el de contrato social, para proferir la imagen más completa
posible sobre este tema en concreto. Llegados al final, no se trata tanto de afirmar una
conclusión reveladora sacada de todo lo que hemos dicho hasta el momento, sino de
recorrer el camino trazado en busca de una cierta visión de conjunto. Nuestro trabajo ha
ido exponiendo ya de por sí sus diversas tesis a medida que se trataban, justificaban y
demostraban. Toca ahora simplemente reseguir, como Hansel y Gretel, las migas de pan.
Para ello, vamos a valernos aquí de una forma muy utilizada en filosofía: las tesis.
Consiste en hacer una especie de resumen desarrollado y por puntos de lo que ya se ha
tratado con más profundidad en la obra. Podemos decir que esta forma de escribir la
inventó Feuerbach en sus Tesis provisionales para la reforma de la filosofía. Y porque nosotros,
aunque mucho más humildemente que el gran Feuerbach, también planteamos aquí una
cierta reforma del contractualismo, nos parece razonable hacer lo mismo que él. A
continuación resumiremos, sintetizaremos y esquematizaremos las tesis sobre el contrato
social que hemos ido encontrando a lo largo del trabajo. Al final de este proceso, dichas
tesis nos tendrían que servir para plantear las conclusiones del nuevo contrato social.

121
Hablar de la idea de contrato social significa pensarla primero históricamente y luego
dialécticamente.

1. La historia del contractualismo consta de tres grandes fases

1.1. En la Antigüedad del contractualismo, el contrato social era visto por los clásicos
tan sólo como un medio para demostrar la necesidad de la política. Más tarde,
durante la Edad Media, la escolástica convirtió esta necesidad de la política en una
explicación metafísica y al contrato social en una alianza con Dios. El
Renacimiento, por su parte, recuperó la intuición antropocéntrica del
contractualismo antiguo y haciendo una curiosa mezcla con la escolástica medieval
creó el iusnaturalismo.

1.2. El iusnaturalismo renacentista abrió las puertas a Hobbes como fundador del
contractualismo moderno. Sobre las bases del materialismo mecanicista y del
individualismo egoísta Hobbes ideó un supuesto contrato original a partir del cual
los hombres en estado de naturaleza, por miedo a caer en la guerra de todos contra
todos, depositaban su libertad individual en las manos de un leviatán absoluto que
salvaguardaba el orden en toda la sociedad. Spinoza, por su parte, siguió
filosóficamente las directrices de su maestro Hobbes, pero se distinguió por ser el
primero en aventurar la afiliación ideológica del contractualismo moderno al
liberalismo. Afiliación que más tarde Locke materializaría en su idea del contrato
social hecho por pequeños burgueses que no buscan sino legitimar su propiedad
individual en el estado de naturaleza. A continuación, Rousseau presentó una
síntesis culminante del contractualismo moderno que se balanceaba entre el
liberalismo y una especie de democratismo naciente, ambos situados al filo de lo
que él llamaba voluntad general. Después de la cúspide rousseauniana, llegó Smith,
el cual, por su parte, continuó la línea burguesa del contractualismo de Locke, esta
vez sí, desde el economicismo clásico de la famosa mano invisible. Por último,
Kant sintetizó todo el contractualismo moderno en un contrato social
marcadamente ilustrado.

122
1.3. Hasta aquí la historia del contractualismo moderno. A partir del s. XIX y a la
entrada de la Edad Contemporánea, los cimientos burgueses, liberales e ilustrados
empezaron a resquebrajarse y terminaron por llevarse por delante al
contractualismo moderno. El contrato social decimonónico comenzó así, en las
filosofías de Proudhon o de Marx, un largo proceso de alienación que se agravó
hasta finales del s. XX. En 1971, sin embargo, Rawls comenzó una corriente
filosófica que cogería el nombre más tarde de neocontractualismo. Y es que el
contrato social centrista que planteaba causó un intenso debate en los dos
extremos de la ideología política: con Nozick a la derecha y Habermas a la
izquierda. Finalmente, empujados por la vigencia del neocontractualismo, la
historia del contrato social llega hasta nuestros días.

2. Como se puede ver, a lo largo de su historia el contractualismo ha entrado en dialéctica


consigo mismo metamorfoseándose en: tesis, antítesis y síntesis.

2.1. Tesis. En tanto que filosofía, el contractualismo debe entenderse en toda su


dimensión de forma, contenido y práctica.
2.1.1.Primero, tomando a la historia del contractualismo en su conjunto, nos damos
cuenta que el contrato social se define antes por su forma que por su materia.
2.1.2.No sólo esto, lejos de representar una aguja en un pajar, el contractualismo es
el método por antonomasia de la filosofía política.
2.1.3.En tanto que método, el contractualismo entra en dialéctica históricamente
contra las ciencias sociales, son su antítesis intelectual.
2.1.4.Por otra parte, en el mundo material, el contractualismo no demuestra tener
ningún carácter de clase per se.
2.1.5.Esto no quita que, históricamente, el contractualismo se encuentre siempre
del lado de la clase revolucionaria par excellence.
2.1.6.Por el materialismo histórico sabemos que si una filosofía no tiene carácter de
clase, tampoco puede tener ideología.
2.1.7.Sin embargo, porque el contrato social ha sido siempre la filosofía de los
revolucionarios, el contractualismo puede adoptar históricamente la ideología
de la clase revolucionaria.

123
2.2. Antítesis. La crítica al contractualismo tiene tres grandes flancos: el empirismo, el
anarquismo y el comunismo.
2.2.1.Crítica empirista: el contractualismo es preeminentemente idealista y, como tal,
cae en la falacia de hablar sobre estados de naturaleza que nunca han existido
realmente y contratos originales que no tuvieron nunca lugar en la práctica.
2.2.1.1. Refutación: primero, la historia demuestra que ha habido
contractualismos materialistas (cojamos como ejemplo a Marx), por lo
que no es cierto que el contrato social sea una filosofía idealista; y
segundo, suponiendo que fuera verdad lo de que el contractualismo se
inventa cosas que no han existido nunca, lo cierto es que a su filosofía le
da igual, pues debería bastarle el ser una teoría puramente formal, y no
material como la conciben los empiristas (véase a Rawls).
2.2.2.Crítica anarquista: el contractualismo ha estado siempre de parte de la casta
política y su teoría no hace sino servir a los intereses del Estado.
2.2.2.1. Refutación: el contrato social no sirve únicamente para explicar la
fundación del Estado, también se utiliza para relatar la creación de la
moral, por ejemplo, lo que hace visible que no sea un instrumento
exclusivo del Estado; por otra parte, no es cierto que el contractualismo
esté siempre del lado de la casta política, ya que Proudhon, como
mínimo, ya nos da un contra-ejemplo para esta hipótesis.
2.2.3.Crítica comunista: el contractualismo es la filosofía de la burguesía que, por un
lado, concibe a los hombres como individuos libres en un supuesto estado de
naturaleza, y por el otro, entiende su asociación social como una relación
meramente burguesa, esto es, por medio de un contrato.
2.2.3.1. Refutación: el contractualismo no tiene más carácter de clase ni
ideológico que el que la misma historia le ha otorgado y por esto no
puede ser entendido a priori como una filosofía burguesa; por otra parte,
el que el contractualismo ponga en el centro de toda su teoría filosófica
un elemento económico no sería por esta regla de tres más burgués que
lo que hace Marx a propósito de la infraestructura y la superestructura.

124
2.3. Síntesis. Se hace necesario un nuevo contrato social que salve las tesis esenciales del
contractualismo así como que supere sus antítesis más profundas.
2.3.1.Para empezar, el contrato social tiene toda la legitimidad del mundo de
presentarse aun como el método por antonomasia de la filosofía política, pues
representa la única salvación epistemológica posible del pensamiento social.
En efecto, presuponer una posición original al desarrollo de toda la
humanidad, tal y como la llama Rawls, es la única forma posible de no caer en
un círculo vicioso de pregunta tras pregunta. La síntesis del nuevo contrato
social debería tener como objetivo último el salvar a la filosofía política de una
falta de apriorismo epistemológico.
2.3.2.La gran antinomia de toda la historia del contractualismo, el mayor noúmeno
por el que todas las filosofías políticas pre-contemporáneas han fracasado
estrepitosamente en su empeño y la carga más pesada de la que el contrato
social debe sin duda desembarazarse cuanto antes es: la falsa idea de
naturaleza humana. No existe lo que los clásicos burgueses aseguran como
naturaleza humana, refiriéndose a una base moral que es para todos los
hombres la misma, de la que nadie puede desembarazarse y que -casualidades
de la vida- suele coincidir con el egoísmo burgués. Todo esto no son más que
robinsonadas. Lo que sucede en realidad es que no existe naturaleza humana y
que el hombre es por definición maleable. Más concretamente, el hombre
siempre se adapta, por regla general, al medio social en el cual vive. Esta es sin
duda la tesis del materialismo dialéctico que, por ser el único en reconocer la
maleabilidad de la naturaleza humana, debe de representar indudablemente la
única ideología sobre la que basar un nuevo contrato social.
2.3.3. El nuevo contrato social, pese a pretender ser revolucionario en su contenido,
debe conservar su forma característica dividida en tres fases: el estado de
naturaleza, el contrato social y el estado de civilización.
2.3.3.1. El estado de naturaleza. Porque la sociedad antecede al individuo, en
el origen de todo, había una especie de comunismo primitivo. La
sociedad, y el hombre dentro de ella, no constituían un organismo aparte
de la naturaleza, sino que formaban parte de ella. No había ni rastro de
dialéctica por entonces entre la humanidad y la naturaleza. La sociedad,
organizada por un comunismo grosero que obligaba a todos por

125
solidaridad mecánica a ser exactamente iguales, no permitía aun la
libertad del individuo. Los hombres, simplemente, se apropiaban de los
medios naturales para la supervivencia en común, siguiendo el sistema
de caza-recolección del Paleolítico.
2.3.3.2. El estado de civilización. El descubrimiento de la agricultura lo
cambia todo: lo que antes era naturaleza se convierte en propiedad, de la
apropiación se pasa a la producción y lo que antes eran productos
devienen ahora mercancías. La sociedad funda así el mercado,
descubrimiento que acaba por completo con el comunismo primitivo. A
estos avances hay que sumarle el descubrimiento de la alfarería, que
permite la acumulación de alimentos, para poder explicar el origen del
capital. La llamada acumulación capitalista que algunos individuos
pudieron acometer mediante el robo, la expropiación y la enajenación de
bienes ajenos dio pié al sistema de producción capitalista. Es el
comienzo también de la alienación del hombre de su madre naturaleza,
hecho que coincide con la progresiva división de la sociedad entre una
clase trabajadora y una clase capitalista. Pese a sus defectos, el caso es
que el descubrimiento de la agricultura ocasionó un crecimiento
demográfico que se tradujo socialmente en una mayor competencia. El
resultado: división del trabajo y división de la propiedad.
2.3.3.3. Contrato social. Llegados a este punto, la sociedad entró en una
lucha de clases entre la capitalista y la trabajadora. Se declaró la guerra de
todos contra todos. Pero porque esta situación no podía continuar así, la
dialéctica material entre clases dio pié a su síntesis material: el Estado.
Todo el pueblo, cansado de tanta sangre, se reunió en asamblea y firmó
el contrato social que tenía por fin la fundación del Estado. En él, la
humanidad entera se comprometió a objetivar su propia libertad
individual en aras de una cierta igualdad social. De este modo apareció el
Estado también como la síntesis espiritual de la dialéctica entre libertad e
igualdad. A lo largo de su historia, la realización del Estado tendría por
fin la solución de las contradicciones irreconciliables en las que había
caído la humanidad en los albores de la civilización.

126
Las conclusiones finales del nuevo contrato social son:
I. Estado es la objetivación de la libertad de la humanidad por contrato social.
II. Estado es la síntesis material de la lucha de clases.
III. Estado es la síntesis espiritual de la dialéctica entre libertad e igualdad.

Las aportaciones del nuevo contrato social al terreno de la política son:


I. La ilegitimidad del fascismo y del anarquismo.
II. La legitimidad de la socialdemocracia.

El principio de justicia del nuevo contrato social: la igualdad de libertades.

Llegados al punto final de nuestro trabajo, creemos haber respondido lo que nos
preguntábamos al principio. Recuérdese que todo este gran ex cursus que representa el
contrato social viene a preguntarse, en el fondo, por algo bien simple: ¿qué es política? Pues
bien, por lo visto, política es participar en la emancipación del hombre y en la liberación
final de toda la humanidad por la afirmación del Estado; política es luchar dentro de la
dialéctica histórica material y espiritual de las sociedades por un principio de justicia;
política es, en fin, ir proponiendo nuevos contratos sociales que solucionen mediante
revoluciones sucesivas las nuevas contradicciones internas en las que vaya cayendo por
desgracia la humanidad. En definitiva: el nuevo contrato social es política.

Para llevar nuestro trabajo a la más ferviente actualidad, se desprende de todo lo


dicho que política es luchar por la realización del nuevo contrato social. En un momento de
crisis económica del capitalismo como el que vivimos es más necesario que nunca que
todos tomemos partido por la socialdemocracia y luchemos por un principio de justicia
supremo: “la igualdad de libertades”. No se trata de que todos seamos iguales, pero de que
todos tengamos exactamente la misma libertad de escoger, vivir y ser felices. Esto no es así
en el estado actual de cosas y por esto debemos rebelarnos. El 15-M, el movimiento
Occupy, las distintas primaveras sociales alrededor del mundo, no son más que formas
imperfectas de la revolución que ha de venir y que he intentado reflejar en estas páginas.
Hoy en día y para siempre más: política es el nuevo contrato social.

127
Bibliografía

128
En este trabajo no se pueden encontrar ni imágenes, ni estadísticas, ni encuestas.
Este trabajo parte del convencimiento de que la filosofía se explica por sí misma, sin
necesidad de recurrir a otras ciencias vecinas. Lejos de esto, el peso científico de cualquier
trabajo filosófico recae en su bibliografía. La bibliografía que aquí presentamos es extensa y
por tanto, nos ha parecido oprtuno clasificarla en categorías. Que no sorprenda, por
ejemplo, que hayamos separado la Bibliografía clásica de la Bibliografía de consulta. Y es que
mientras que a los primeros libros los he leído desde la primera hasta la última página, y
representan el cuerpo más propiamente filosófico sobre el que se ha escrito este trabajo, los
segundos me han servido más bien para una consulta puntual, ya que en su mayoría son
tratados, manuales o diccionarios de ciencias sociales. Me pareció honesto hacer esta
distinción. Por lo demás se encontrarán las habituales: webgafía, filmografía y artículos.

Bibliografía clásica:

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2. BAKUNIN, Mijaíl (2009). Dios y Estado. Barcelona, El viejo topo.

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132
Filmografia:

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70. HERZOG, Werner (1974). El enigma de Kaspar Hauser o Cada uno para sí y Dios contra
todos. Alemania. 108 min.

71. ANNAUD, Jean-Jacques (1981). En busca del fuego. Francia. 96 min.

72. MALATERRE, Jacques (2002). La odisea de la especie. Francia. 144 min.

73. PUNSET, Eduard (13 de octubre de 2008). Aquí quien manda. Redes 15. 28 min.
http://www.redesparalaciencia.com/103/redes/redes-15-aqui-quien-manda-28-
min

74. ———. (3 de noviembre de 2008). Todo por la tribu. Redes 18. 28 min.
http://www.redesparalaciencia.com/116/redes/redes-18-todo-por-la-tribu-28-
minutos

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http://www3.planalfa.es/santaceciliaca/filosof%C3%ADa/segundo%20trimestre/
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http://blogs.ua.es/jjrousseau/2010/05/23/el-contractualismo (Consulta en junio
del 2011).

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sulta en julio del 2011).

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79. «IUSNATURALISMO». http://www.mercaba.org/Rialp/I/iusnaturalismo.htm
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80. «Francisco de Vitoria - Sobre Los Indios».


http://es.scribd.com/doc/6547547/Francisco-de-Vitoria-Sobre-Los-Indios (Con-
sulta en julio del 2011).

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http://www.monografias.com/trabajos10/teopol/teopol.shtml (Consulta en agos-
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http://clinton4.nara.gov/WH/New/html/19990929.html (Consulta en noviembre
del 2011).

83. «ESTÁTICA COMPARATIVA - Enciclopedia de Economía».


http://www.economia48.com/spa/d/estatica-comparativa/estatica-
comparativa.htm (Consulta en noviembre del 2011).

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http://www.filosofiafacil.com/Tema%2011.Origen%20y%20legitimidad%20del%2
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ratura antropológica. Claves 19.

91. DELGADO-GAL, Álvaro (noviembre de 1993). Rawls después de Rawls. Claves 37.

92. VALLESPÍN, Fernando (septiembre de 1995). Diálogo entre gigantes: Rawls y Haber-
mas. Claves 55.

93. SOTELO, Ignacio (noviembre de 1995). Las ideas políticas de Habermas. Claves 57.

94. ARENDT, Hannah (septiembre de 1996). ¿Qué es la libertad?. Claves 65.

95. AGUILAR, Juan Fernando López (abril de 1998). Leviatán & Co. Fantasía y realidad
de una resurrección. Claves 81.

96. ZAPATA-BARRERO, Ricard (julio/agosto de 2001). Estados, naciones y ciudadanos.


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una pérdida irreparable. Claves 123.

98. BRASAS, Juan Antonio Herrero (octubre de 2002). Hannah Arendt y la condición
humana. Claves 126.

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101. VALLESPÍN, Fernando (enero/febrero de 2011). Thomas Hobbes. Claves 209.

102. PETTIT, Philip, VALLESPÍN, Fernando y AGUILAR, Juan Fernando López


(septiembre de 2011). Sobre el movimiento 15-M. Claves 215.

103. VV. A.A. (mayo de 2003). El derecho a la paz. El Ciervo 626.

104. VV. A.A. (abril de 2005). La hoja de ruta de la solidaridad. El Ciervo 649.

105. VV. A.A. (noviembre de 2006). Qué justicia tenemos. El Ciervo 668.

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106. VV. A.A. (noviembre de 2007) ¿Y si la política no fuera tan mala?. El Ciervo 680.

107. VV. A.A. (junio de 2009). ¿Qué es la libertad hoy?. El Ciervo 699.

108. VV. A.A. (mayo de 2010). Los límites de la solidaridad. El Ciervo 710.

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111. SENNETT, Richard (verano 2011). Humanism. The Hedgehog Review 13.2.

112. ZIMMERMAN, Michael (verano 2011). Last Man or Overman? Thanshuman Appro-
priations of a Nietzschean Theme. The Hedgehog Review 13.2.

113. VV. AA. (noviembre/diciembre 2008). Les textes fonamentaux de l’ésperit français. Le
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115. VV. AA. (septiembre de 2011). Les révolutions dans l’histoire. Manière de voir 118.

136
Notas

137
Como se ha podido ver a lo largo del escrito, las notas, las referencias y la
bibliografía han constituido una parte muy importante de nuestro trabajo. Sobre todo en un
ensayo de filosofía las notas adquieren una dimension mucho más transcendental, quizás,
que en otro tipo de trabajos. Por eso que decía Ortega y Gasset de que la claridad es la
cortesía del filósofo hemos condesado todas las referencias en esta apartado final. Con la
voluntad de facilitar las cosas al lector no nos hemos valido en ningún momento del Opus
Cit. Por otra parte, quien leyere verá que en cada nota hay: primero, el nombre de autor,
segundo, el título de la obra, luego al lado un pequeño paréntesis con su numérica
correspondencia en la bibliografía (por si se quiere consultar toda la información) y por
último, una série de coordenadas en números romanos que no tienen por finalidad más que
informar del capítulo en el que se encuantran las páginas citadas. Pese a haber representado
más trabajo, creemos que estas pequeñas aportaciones le facilitarán la referencia al lector.

1 ROUSSEAU, Le contrat social (48), I, I, pág. 41-42.


2 HEGEL, Filosofía de la historia universal (15), I, I, I-III, pág. 57-170.
3 STIRNER, El único y su propiedad (55), I, I, pág. 38-9.
4 PLATÓN, La República (38), II, 369b-c, pág. 121-122.
5 Íbidem, II, 370a-373a, pág. 123-127.
6 ARISTÓTELES, Política (1), I, I, 1252a, pág. 45.
7 Íbidem, I, II, 1252b-1253a, pág. 47.
8
EPICURO, Máximas capitales, 31-33.
9 CICERÓN, La República (7), I, XXV, XXXIX, pág. 62.
10 Íbidem, I, XXVI, XLI, pág. 63.
11 GINER, Historia del pensamiento social (65), II, I, II, pág. 109.
12 Antiguo Testamento, Génesis, I, I-IV.
13 Íbidem, I, IX.
14 GINER, Historia del pensamiento social (65), II, IV, II, pág. 145.
15 SANTO TOMÁS, La monarquía (51), I, I, pág. 5-11.
16 GINER, Historia del pensamiento social (65), III, V, V, pág. 220.
17VITORIA, Relecciones sobre los indios (74), III, II, pág. 27:
http://es.scribd.com/doc/6547547/Francisco-de-Vitoria-Sobre-Los-Indios.
18 TOUCHARD, Historia de las ideas políticas (67), VI, V, pág. 236.
19 GINER, Historia del pensamiento social (65), III, V, VI, pág. 220.
20 Íbidem, III, V, VIII, pág. 225.
21 Íbidem, III, VI, VI, pág. 237.
22 STIRNER, El único y su propiedad (55), I, II, III, pág. 138-9.
23 GINER, Historia del pensamiento social (65), III, VIII, I, pág. 264-265.

138
24 HOBBES, Leviatán (16), I, VI, pág. 73-83.
25 Íbidem, I, XI, pág. 108-109.
26 Íbidem, I, XIII, pág. 128-129.
27 Íbidem, II, I, pág. 166-167.
28 GINER, Historia del pensamiento social (65), III, VI, VIII, pág. 242.
29 SPINOZA, Ética, II, XLVIII, pág. 176.
30 Íbidem, I, Apéndice, pág. 104-105.
31 Íbidem, III, IX, pág. 205.
32 SPINOZA, Tratado teológico-político (54), III, pág. 9-10.
33 Íbidem, IV, pág. 19.
34 GINER, Historia del pensamiento social (65), III, VI, IX, pág. 243.
35 SPINOZA, Tratado teológico-político (54), XVI, pág. 68.
36 Íbidem, XVI, pág. 76.
37 LOCKE, Segundo tratado sobre el Gobierno civil (19), Prólogo, pág. 13.
38 Íbidem, II, IV, pág. 36.
39 Íbidem, II, VI, pág. 38.
40 Íbidem, III, XVI-XVII, pág. 46-47.
41 Íbidem, VII, LXXXVII, pág.102-103.
42 Íbidem, VIII, XCVI, pág. 111-112.
43 Íbidem, IX-XI, CXXXI-CXXXIV, pág. 138-141.
44 GINER, Historia del pensamiento social (65), III, XII, I, pág. 323.
45 ROUSSEAU, Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité entre les hommes (47), pág. 79.
46 ROUSSEAU, Émile ou de l’éducation (49), pág. 308.
47 ROUSSEAU, Le contrat social (48), I, I, pág. 41.
48 ROUSSEAU, Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité entre les hommes (47), I, pág. 81-106.
49 Íbidem, II, pág. 107.
50 Íbidem, II, pág. 116.
51 Íbidem, II, pág. 117-118.
52 ROUSSEAU, Le contrat social (48), I, I, pág. 41-42.
53 Íbidem, I, II, pág. 44.
54 Íbidem, I, III, pág. 47.
55 Íbidem, I, V, pág. 53.
56 Íbidem, I, IV, pág. 49.
57 Íbidem, I, VI, pág. 55.
58 Íbidem, I, VI, pág. 56.
59 GINER, Historia del pensamiento social (65), III, X, VII, pág. 303.
60 SMITH, La riqueza de las naciones (52), I, II, pág. 44.
61 GINER, Historia del pensamiento social (65), III, X, VII, pág. 202.
62 SMITH, La riqueza de las naciones (52), I, II, pág. 46.
63 Íbidem, II, Introducción, pág. 355.
64 Íbidem, I, VIII, pág. 108.

139
65 Íbidem, I, VIII, pág. 109.
66 Íbidem, II, Introducción, pág. 356.
67 Íbidem, V, I, pág. 674-675.
68 MARX, El dieciocho Brumario de Luís Bonaparte (24), III, pág. 66.
69 KANT, Crítica de la razón pura, I, I, pág. 127-47.
70 Íbidem, I, II, I, II, pág. 239-47.
71 KANT, Crítica de la razón práctica, I, I, I, Primera Demostración, Escolio, pág. 77-80.
72 Íbidem, I, I, I, Séptima Ley, pág. 96.
73 GINER, Historia del pensamiento social (65), IV, II, III, pág. 371.
74 KANT, Ensayos sobre la paz, el progreso y el ideal cosmopolita (18), IV, I, pág. 77.
75 Íbidem, IV, I, pág. 79.
76 Íbidem, IV, I, pág. 80.
77 Íbidem, IV, I, pág. 83.
78 Íbidem, IV, III, pág. 87.
79 Íbidem, IV, III, pág. 88-89.
80 Íbidem, IV, II, pág. 84.
81 GINER, Historia del pensamiento social (65), IV, II, IV, pág. 372.
82 KANT, Ensayos sobre la paz, el progreso y el ideal cosmopolita (18), VI, II, pág. 147-148.
83 Íbidem, VI, II, II, pág. 153.
84 HEGEL, Filosofía de la historia universal (15), I, III, I, pág. 159.
85 PROUDHON, Qu’est-ce que la propriété? (42), I, pág. 129.
86 PROUDHON, La capacidad política de la clase obrera (41), III, pág. 45.
87 PROUDHON, Qu’est-ce que la propriété? (42), II, III, pág. 204.
88 Íbidem, III, II, pág. 223.
89 MARX, Manuscritos de economía y filosofía (26), III, pág. 138.
90 MARX, Formaciones económicas precapitalistas (25), pág. 68-9.
91 MARX, El capital (23), VIII, XXVI, I, pág. 219-20.
92 The National Medal of the Arts and the National Humanities Medal (76): http://clinton4.nara.gov/
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93 RAWLS, A Theory of Justice (43), I, IV, pág. 17-8.
94 RAWLS, Lectures on the History of Political Philosophy (45), Introduction, IV, pág. 14.
95 RAWLS, A Theory of Justice (43), I, XXII, pág. 126-7.
96 Íbidem, I, XXIV, pág. 136-7.
97 RAWLS, Justice as Fairness (44), I, VI, pág. 14-5.
98 Íbidem, III, XXVI, pág. 90.
99 RAWLS, The Law of Peoples (46), I, III, pág. 32.
100 NOZICK, Anarchy, State and Utopia (34), II, VII, II, pág. 198-9.
101 Íbidem, I, I, pág. 9.
102 Íbidem, I, II, pág. 22-3.
103 MARX, Manuscritos de economía y filosofía (26), I, pág. 113.
104 HABERMAS, Teoría de la acción comunicativa, II, VI, pág. 134.

140
105 Íbidem, I, III, pág. 100.
106 HEGEL, Filosofía de la historia universal (15), I, II, I, pág. 67.
107 KANT, Ensayos sobre la paz, el progreso y el ideal cosmopolita (18), IV, I, pág. 77.
108 HONDERICH, The Oxford Companion to Philosophy (58), “social contract”.
109 AUDI, The Cambridge Dictionnary of Philosphy (59), “social contract”.
110 ÁGUILA, Manual de ciencia política (60), Prólogo, pág. 11-19.
111 La Gran Enciclopedia de Economía (77): http://www.economia48.com/spa/d/estatica-comparativa/
estatica-comparativa.htm.
112 KANT, Ensayos sobre la paz, el progreso y el ideal cosmopolita (18), IV, I, pág. 77.
113 HOBBES, Leviatán (16), I, XIV, pág. 129.
114 LOCKE, Segundo tratado sobre el Gobierno Civil (19), III, XVI, pág. 46.
115 HOBBES, Leviatán (16), I, XIV, pág. 135.
116 ROUSSEAU, Émile ou de l’éducation (49), pág. 308.
117 HOBBES, Leviatán (16), I, XIV, pág. 135 (“El hombre es lobo para el hombre”).
118 PLATÓN, La República (38), VIII, 544a-d, pág. 379-80.
119 ARISTÓTELES, Política (1), III, VIII, 1279a, pág. 130.
120
SANTO TOMÁS, La monarquía (51), I, III, pág. 17.
121 Íbidem, I, V, pág. 49-52.
122 LOCKE, Segundo tratado sobre el Gobierno Civil (19), IV, pág. 52-4.
123 MARX, Contribución a la crítica de la economía política (22), Apéndice, I, I, pág. 165-6.
124 ROUSSEAU, Le contrat social (48), Estudio introductorio, pág. 10.
125 MARX y ENGELS, Manifiesto comunista (29), I, pág. 44.
126 AUDI, The Cambridge Dictionnary of Philosphy (59), “social contract”.
127 Petition of right 1628, III.
128 Habeas Corpus de 1679, XXI.
129 Bill of rights de 1689, Introductory text.
130 TOUCHARD, Historia de las ideas políticas (67), X, I, pág. 353.
131 GINER, Historia del pensamiento social (65), III, XIII, 3, pág. 339-40.
132 The Declaration of Independence of the United States of America, párrafo 2.
133 GINER, Historia del pensamiento social (65), III, XIII, 3, pág. 340.
134 Íbidem, III, XIII, 5, pág. 343.
135 Íbidem, III, XIV, 4, pág. 357.
136 Déclaration des droits de l’homme et du citoyen, article 1.
137 Íbidem, article 2.
138 MARX y ENGELS, Manifiesto comunista (29), I, pág. 54.
139 MARX, Manuscritos de economía y filosofía (26), I, pág. 105-6.
140 HUME, Ensayos políticos (17), XII, pág. 98-9.
141 DURKHEIM, La división del trabajo social (8), Estudio Preliminar, pág. 11.
142 GODWIN, Investigación acerca de la justicia política (14), III, I, pág. 89.
143 Íbidem, III, II, pág. 91-2.

141
144 Íbidem, III, III, pág. 95-6.
145 BELLEGARRIGUE, Manifeste de l’anarchie (4), IV, pág. 35.
146 BAKUNIN, Dios y el Estado (2), I, pág. 17.
147 Íbidem, I, pág. 18.
148 Íbidem, I, pág. 25.
149 MARX, Contribución a la crítica de la economía política (22), Apéndice, I, I, pág. 165.
150 Íbidem, Apéndice, I, I, pág. 165-6.
151 MARX, Manuscritos de economía y filosofía (26), I, pág. 105-6.
152 MARX, Contribución a la crítica de la economía política (22), Apéndice, I, I, pág. 166.
153 ROUSSEAU, Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité entre les hommes (47), pág. 79.
154 KANT, Ensayos sobre la paz, el progreso y el ideal cosmopolita (18), IV, I, pág. 77.
155 SAEZ, Cristina (mayo de 2009). ¿Nacemos buenos? (87), ES 84.
156 MARX, Contribucion a la critica de la economía política (22), Apendice, I, I, pág. 166.
157 Íbidem, Apéndice, I, I, pág. 166
158 Íbidem, Apéndice, I, I, pág. 167.
159 LEGROS, L’idée d’humanité (66), Introduction, pág. 7.
160 MARX, 18 Brumario de Luís Bonaparte (24), III, pág. 71-2.
161 MARX, Trabajo asalariado y capital (28), III, pág. 50-1.
162 MARX, Contribucion a la critica de la economía política (22), Prefacio, pág. XXXI.
163 ENGELS, Discurso ante la tumba de Marx (79). http://www.marxists.org/1880s/83-tumba.html.
164 ENGELS, Del socialismo utópico al socialismo científico (9), II, pág. 89-91.
165 MARX, Contribucion a la critica de la economía política (22), Prefacio, pág. XXXI.
166 HEGEL, Filosofia de la historia universal (15), I, II, I, pág. 50.
167 BAKUNIN, Dios y el Estado (3), I, pág. 33.
168 ENGELS, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (10), I, pág. 78.
169 MARX, Formaciones económicas precapitalistas (25), pág. 67.
170 SMITH, La riqueza de las naciones (52), I, VIII, pág. 108.
171 MARX, Manuscritos de economía y filosofía (26), III, pág. 138.
172 ALCINA, Evolución social (61), II, V, II, pág. 113-24.
173 LOCKE, Segundo tratado sobre el Gobierno civil (19), II, IV, pág. 36.
174 DURKHEIM, División del trabajo social (8), I, IV, I, pág. 157.
175 Íbidem, I, II, I, pág. 83.
176 FEUERBACH, Tesis provisionales para la reforma de la filosofía (12), pág. 21.
177
MARX, Manuscritos de economía y filosofía (26), III, pág. 139.
178
ENGELS, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (10), II, I, pág. 92-4.
179 ALCINA, Evolución social (61), II, VI, II, pág. 155-64.
180 PROUDHON, Qu’est-ce que la propriété? (41), II, III, pág. 204.
181 ROUSSEAU, Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité entre les hommes (47), II, pág. 107.
182 ENGELS, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (10), V, pág. 215.
183 MARX, Contribucion a la critica de la economía política (22), I, pág. 10.

142
184 Íbidem, I, pág. 24.
185 MARX, Salario, precio y ganancia (27), VI, pág. 61.
186 ALCINA, Evolución social (61), II, VI, VI, pág. 175-9.
187 MARX, Contribucion a la critica de la economía política (22), I, pág. 26-7.
188 Íbidem, II, pág. 76.
189 Íbidem, II, A, pág. 62.
190 MARX, Salario, precio y ganancia (27), VII, pág. 78.
191 MARX, Trabajo asalariado y capital (28), III, pág. 52-3.
192 MARX, Salario, precio y ganancia (27), XI, pág. 95.
193 MARX, El capital (23), VIII, XXVI, I, pág. 219-20.
194 MARX, Trabajo asalariado y capital, III, pág. 51.
195 MARX, Contribucion a la critica de la economía política (22), I, pág 25.
196 MARX, Manuscritos de economía y filosofía (26), I, pág. 110-4
197 MARX, Trabajo asalariado y capital (28), III, pág. 49.
198 MARX, Manuscritos de economía y filosofía (26), I, pág. 114.
199 Íbidem, I, pág. 106
200 ALCINA, Evolucion social (61), II, I, pág. 152-5.
201 MALTHUS, Primer ensayo sobre la población (20), I, pág. 68.
202 DURKHEIM, División del trabajo social (8), II, II, III, pág. 311.
203 Íbidem, I, VI, I, pág. 207.
204 Íbidem, I, VIII, pág. 109.
205 Íbidem, II, II, I, pág. 306.
206 HOBBES, Leviatán (16), I, XIII, pág. 128-129.
207 SMITH, La riqueza de las naciones (52), V, I, pág. 674-675.
208 ENGELS, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (9), IX, pág. 311.
209 ROUSSEAU, Le contrat social (48), I, VI, pág. 55.
210 HEGEL, Filosofia de la historia universal (15), I, II, III, pág. 110.
211 FEUERBACH, Tesis provisionales para la reforma de la filosofía (12), pág. 42.
212 MARX, Tesis sobre Feuerbach (80), XI. http://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/45-feuer.htm

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