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NOVUM ORGANUM
LIBRO PRIMERO.
19) Ni hay ni pueden haber más que dos vías para la investigación y descubrimiento de la
verdad: una que, partiendo de la experiencia y de los hechos, se remonta en segui-da a
los principios más generales, y en virtud de esos principios que adquieren una auto-
ridad incontestable, juzga y establece las leyes secundarias (cuya vía es la que ahora
se
sigue), y otra, que de la experiencia y de los hechos deduce las leyes, elevándose pro-
gresivamente y sin sacudidas hasta los principios más generales que alcanza en último
término. Ésta es la verdadera vía; pero jamás se la ha puesto en práctica.
22) Uno y otro método parten de la experiencia y de los hechos, y se apoyan en los
primeros principios; pero existe entre ellos una diferencia inmensa, puesto que el uno
sólo desflora de prisa y corriendo la experiencia y los hechos, mientras que el otro
hace de ellos un estudio metódico y profundo; el uno de los métodos, desde el
comienzo, establece ciertos principios generales, abstractos e inútiles, mientras que el
otro se eleva gradualmente a las leyes que en realidad son más familiares a la
naturaleza.
25) Los principios hoy imperantes tienen origen en una experiencia superficial y
vulgar, y en el reducido número de hechos que por sí mismos se presentan a la
vista; no tienen otra profundidad ni extensión más que la de la experiencia; no
siendo, pues, de extrañar que carezcan de virtud creadora. Si por casualidad se
presenta un hecho que aún no haya sido observado ni conocido, se salva el
principio por alguna distinción frí-vola, cuando sería más conforme a la verdad
modificarlo.
26) Para hacer comprender bien nuestro pensamiento, damos a esas nociones racio-nales
que se transportan al estudio de la naturaleza, el nombre de Prenociones de la na-
turaleza (porque son modos de entender temerarios y prematuros), y a la ciencia que
deriva de la experiencia por legítima vía, el nombre de Interpretación de la
naturaleza.
95) Las ciencias han sido tratadas o por los empíricos o por los dogmáticos. Los em-
píricos, semejantes a las hormigas, sólo deben recoger y gastar; los racionalistas,
seme-jantes a las arañas, forman telas que sacan de sí mismos; el procedimiento de la
abeja ocupa el término medio entre los dos; la abeja recoge sus materiales en las flores
de los jardines y los campos, pero los transforma y los destila por una virtud que le es
propia. Ésta es la imagen del verdadero trabajo de la filosofía, que no se fía
exclusivamente de las fuerzas de la humana inteligencia y ni siquiera hace de ella su
principal apoyo; que no se contenta tampoco con depositar en la memoria, sin
cambiarlos, los materiales re-cogidos en la historia natural y en las artes mecánicas,
sino que los lleva hasta la inteligencia modificados y transformados. Por esto todo
debe esperarse de una alianza íntima y sagrada de esas dos facultades experimental y
racional, alianza que aún no se ha veri-fichado.
104) Sin embargo, no conviene permitir que la inteligencia salte y se remonte de los
hechos a las leyes más elevadas y generales, tales como los principios de la
naturaleza y de las artes, como se les llama, y dándole una incontestable autoridad,
establezca según esas leyes generales, las secundarias, como siempre hasta ahora se
ha hecho, a causa de estar inclinado el espíritu humano por tendencia natural, y
además por estar formado y habituado a ello desde largo tiempo por el uso de
demostraciones completamente silogísticas. Mucho habrá que esperar de las ciencias
cuando el espíritu ascienda por la verdadera escala y por grados sucesivos, de los
hechos a las leyes menos elevadas, después a las leyes medias, elevándose más y
más hasta que alcance al fin las más generales de todas. Las leyes menos elevadas no
difieren mucho de la simple experiencia; pero esos principios supremos y muy
generales que la razón en la actualidad emplea, están funda-dos sobre nociones
abstractas y carecen de solidez. Las leyes intermedias, al contrario, sobre los
principios verdaderos, sólidos y vivientes en cierto modo, en los que descansan todos
los negocios y las fortunas humanas; por encima de ellos, finalmente, están los
principios supremos, pero constituidos de tal suerte, que no sean abstractos y que los
principios intermedios los determinen.
No ya alas es lo que conviene añadir al espíritu humano, sino más bien plomo y
pe-so para detenerle en su arranque y en su vuelo. Hasta hoy no se ha hecho, pero
desde el punto en que se haga, podría esperarse algo mejor de las ciencias.
107. Debemos recordar aquí lo que antes hemos dicho referente a la extensión que
es preciso dar a la filosofía natural y a la necesidad de referir a ella todas las ciencias
particulares, para que no haya aislamiento y escisión en las ciencias, pues sin esto no
se puede esperar grandes progresos.
Michel de Montaigne
Los ensayos
“La costumbre y el no cambiar fácilmente una ley aceptada” (I, 22, pp. 127-
152)
• Puede decirse que el ensayo se divide en dos núcleos temáticos: el primero,
referido a la “fuerza de la costumbre” (pp. 127-144); el segundo, a la
inconveniencia política y social de modificar una ley aceptada (pp. 144-152).
• 1. ¿Cómo se define la costumbre? Como una “maestra violenta y traidora”,
como una fuerza inercial que, con ayuda del tiempo, posee efectos
irreversibles y hasta “tiránicos” sobre los seres humanos. ¿Cuáles son esos
efectos?
• a) En primer lugar, trastoca “las reglas de la naturaleza” humana (p. 127):
ejemplo del veneno;
• b) en segundo, afecta “nuestros sentidos” (p. 128), nuestra percepción de las
cosas;
• c) en tercero, tiene efectos sobre nuestra acción moral: sobre nuestras virtudes
y vicios (p. 129), al punto de que “las leyes de la conciencia, que decimos
nacer de la naturaleza, nacen de la costumbre” (p. 138);
• d) en cuarto -y es allí donde descubrimos mejor sus efectos-, produce
“extrañas impresiones en nuestra alma, donde no encuentra tanta resistencia”
(p. 131). La costumbre tiene grandes efectos sobre nuestros “juicios y
creencias”, sobre nuestras leyes y usos públicos, pero también sobre nuestra
“razón”, la cual es capaz de ofrecer apoyo y fundamento a los más diversos
hábitos:
• “La razón humana es una tintura infusa más o menos en la misma proporción
en todas nuestras opiniones y costumbres, sea cual sea su forma; infinita en
materia, infinita en variedad” (p. 133). Proposición que Montaigne refuerza a
través de una gran cantidad de ejemplos (pp. 133-138), y partir de la cual
concluye que la costumbre es “la reina y emperatriz del mundo” (p. 138).
Efectos de la costumbre
• e) Sin embargo, el “principal efecto” de la costumbre reside en que no
podemos acceder al mundo si no es a través de su mediación, por lo que
consideramos como “natural” lo que no es más que “habitual” (los milagros,
por ejemplo, son acontecimientos a los que no estamos habituados); de donde
procede “que aquello que se sale de los quicios de la costumbre se crea fuera
de los quicios de la razón” (p. 139). Vivimos, por tanto, bajo “el imperio de la
costumbre”.
• En ese marco, la labor del “hombre de entendimiento” consiste en liberarse
“de este violento prejuicio de la costumbre” (p. 141), tomando conciencia de
su contingencia y arbitrariedad; no apartándose, sin embargo, del
cumplimiento de la ley: Intus ut libet, foris ut moris est (pp. 143-144).
2. ¿Por qué no apartarse de la ley,
por qué no promover su modificación?
• a) En primer lugar, porque, si se quita una sola pieza, “el edificio del Estado”
puede desmoronarse, al tiempo que las novedades puede tener “efectos muy
perniciosos” (p. 145): ejemplo de la Reforma protestante;
• b) en segundo, porque, a causa de la injerencia de la fortuna, nunca sabremos
cuál será el resultado de nuestras acciones, o si el remedio no será peor que la
enfermedad. Por más que nuestras intenciones sean rectas.
• c) en tercero, porque pretender someter los usos públicos a las fantasías de la
razón privada es una clara muestra de “amor propio y de presunción” (pp.
147-148). A diferencia de los católicos, que se someten humildemente “a la
formas y leyes de su país”, los protestantes han pretendido modificarlas,
“usurpando la autoridad de juzgar” (p. 148). Situación ante la cual Montaigne
concluye lo siguiente: “me parece muy injusto querer someter las
constituciones y costumbres públicas e inmóviles a la inestabilidad de una
fantasía privada; la razón privada posee tan sólo una jurisdicción privada” (p.
149).
• En conclusión, por más perniciosa que pueda ser “la costumbre”, resulta
necesaria para la vida humana: sin ella, nuestro entendimiento se encontraría
sometido a un rodar incesante.
II. “Es locura referir lo verdadero y lo falso a nuestra capacidad”
(I, 26, pp. 233-240)
• En este ensayo, Montaigne se opone a dos tendencias naturales del ser
humano: la considerar como verdadero todo aquello que se le presenta como
verosímil, y la considerar como falso todo lo que resulta inverosímil.
• a) La primera tendencia es propia de un alma simple, de un juicio que es
incapaz de ofrecer ninguna resistencia, cediendo “bajo la carga de la primera
persuasión” (p. 234): metáfora de la balanza (Cicerón, Académicas).
• b) La segunda nace de la “presunción [de] desdeñar como falso aquello que no
nos parece verosímil” (p. 234), lo que es propio de quienes creen poseer una
capacidad superior. Un juicio mesurado, por el contrario, asume “que
condenar una cosa tan resueltamente como falsa e imposible es arrogarse la
superioridad de tener en la cabeza los términos y límites de la voluntad de
Dios y de la potencia de nuestra madre naturaleza” (p. 235).
• Ante esas dos tendencias, entonces, Montaigne propone observar la regla
prescrita por Quilón: “Nada en exceso”
• Atenerse a la moderación y retener el juicio toda vez que la “infinita potencia
de la naturaleza” exceda nuestro entendimiento. Y si no podemos persuadirnos
de cosas poco verosímiles, “debemos dejarlas por lo menos en suspenso, pues
condenarlas como imposibles es arrogarse, con temeraria presunción, la fuerza
de saber hasta dónde llega lo posible” (p. 236).
• En una palabra, desconocer “la diferencia que existe entre lo imposible y lo
insólito” (p. 236).