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La ecología política en

y desde América Latina


10 de marzo 2015

Horacio Machado Aráoz

Conicet, Argentina. Universidad Nacional de Catamarca.


Miembro del Grupo de Trabajo de CLACSO de Ecología Política.

Revisando algunas defniciones

También en América Latina, encontramos algunos autores que han


propuesto algunas defniciones de la ecología política. Entre ellos, cabe
mencionar a Enrique Lef, uno de los autores pioneros en abordar de
manera sistemática las problemáticas socioambientales de nuestra región.
En una de sus primeras y más importantes obras 1, Enrique Lef propone
considerar a la ecología política, en cuanto ciencia, como una disciplina
dedicada “al estudio histórico de la relaciones entre las formaciones
sociales y su ambiente” (Lef, 1986: 141).

Esta defnición nos parece valiosa por su concisión, claridad y


profundidad. Con la idea de “formación social” (un concepto de raíz
marxista) Lef introduce una idea de sociedad que no es concebible fuera
de la naturaleza ni fuera de la historia, sino que justamente, se constituye
como tal dentro de un proceso histórico de relación entre poblaciones
humanas y sus ambientes. Con ello, marca, por un lado, la especifcidad

1 Nos referimos a “Ecología y Capital. Racionalidad ambiental, democracia participativa y


desarrollo sustentable” de 1986.
de la ecología humana (el hecho de estar mediada por la cultura, el poder
y las relaciones sociales de producción), pero, por el otro, al mismo
tiempo, elude la fractura ontológica entre la Naturaleza y lo humano. En
efecto, como lo explicita el autor, “el hombre, desde que surge del proceso
evolutivo de las especies biológicas hasta el momento actual, se ha
conformado durante un proceso de interrelaciones con su medio, común
a todos los seres vivos. Sin embargo, [aclara] (…) lo que caracteriza y da
especifcidad a lo humano es la emergencia de la materialidad simbólica e
histórica que determina, en última instancia, la articulación de la cultura
con su medio.” (Lef, 1986: 140).

Además, en trabajos posteriores, Lef se ha ocupado de enfatizar la


ecología política no sólo como una “disciplina científca” en el sentido
estricto convencional, sino más bien como “un campo teórico-práctico”,
un “nuevo territorio del pensamiento crítico y de la acción política” (Lef,
2006: 21) que si bien se apoya en los aportes de diferentes disciplinas
científcas (entre las que menciona “la economía ecológica, el derecho
ambiental, la sociología política, la antropología de las relaciones cultura-
naturaleza”), desborda lo disciplinar y desborda lo científco, por tratarse
de un campo cuyos conocimientos se construyen inseparablemente de los
procesos de lucha y de resistencias por la justa distribución de los bienes
ecológicos. En tal sentido, plantea que la ecología política es un campo
que emerge de “los confictos derivados de la distribución desigual y las
estrategias de apropiación de los recursos ecológicos, los bienes naturales
y los servicios ambientales” (Lef, 2006: 22).

Como teoría y práctica que nace de esos confictos socioambientales, para


Lef “la ecología política es una lucha por la desnaturalización de la
naturaleza: de las condiciones ‘naturales’ de existencia, de los desastres
‘naturales’, de la ecologización de las relaciones sociales. No se trata tan
sólo de adoptar una perspectiva constructivista de la naturaleza, sino
política, donde las relaciones entre los seres humanos, y entre éstos con la
naturaleza, se construyen a través de relaciones de poder (en el saber, en
la producción, en la apropiación de la naturaleza) y de los procesos de
‘normalización’ de las ideas, discursos, comportamientos y políticas” (Lef,
2006: 26).

Por su parte, Héctor Alimonda –también un referente clave en la


estructuración del campo de la ecología política en la región-, propone
considerarla no como una nueva disciplina científca, sino más bien como
“un espacio de confuencia, de interrogaciones y de alimentación mutua
entre diferentes campos del conocimiento científco” (Alimonda, 2005: 68),
partiendo precisamente del planteo de que la Ecología Política empieza
por una crítica a “la parcelización del conocimiento científco y
tecnológico” propio de la forma moderna de aprehensión de la
naturaleza. Para Héctor Alimonda, el objeto central de la ecología política
reside en “la refexión sobre las relaciones sociedad / naturaleza mediadas
por el poder” (2007). Poniendo énfasis en el carácter confictual de esas
relaciones de poder que estructuran las inter-relaciones entre naturaleza
y sociedad, propone concebir la ecología política como “el estudio de las
articulaciones complejas y contradictorias entre múltiples prácticas y
representaciones a través de las cuales diversos actores políticos,
actuantes en iguales o distintas escalas (local, regional, nacional global), se
hacen presentes, con efectos pertinentes y con variables grados de
legitimidad, colaboración y/o conficto, en la constitución de territorios y
en la gestión de sus dotaciones de recursos naturales” (Alimonda, 2005:
76).

En una dirección similar, Germán Palacio plantea que la ecología política


“es un campo de discusión inter y transdisciplinario que refexiona y
discute las relaciones de poder en torno de la naturaleza, en términos de
su fabricación social, apropiación y control por parte de diferentes
agentes socio-políticos”. Y resalta que “la ecología política discute
aspectos de fabricación, construcción o sistematización social de la
naturaleza no sólo en cuanto a los asuntos materiales, sino a su
construcción imaginaria o simbólica” (Palacio, 2006: 11). La
conceptualización que ofrece Germán hace énfasis en el carácter social e
históricamente construido de la entidad “naturaleza”: la noción de
fabricación, precisamente alude al hecho de que la naturaleza “realmente
existente” para el ser humano, es una entidad que se halla intervenida y
transformada por las insoslayables mediaciones culturales,
socioeconómicas y políticas propias de las sociedades humanas.

En el mismo sentido se puede mencionar también el enfoque de Arturo


Escobar, que plantea la necesidad de partir de un distanciamiento crítico
tanto del esencialismo o realismo positivista (que conciben la naturaleza
como entidad dada, universal, unitaria y eterna; una realidad pre-
discursiva y a-histórica) como del constructivismo radical (para quienes la
naturaleza sólo existe como un discurso, como la construcción
representacional y práctica de un observador) (Escobar, 2010). En lugar de
ello, propone asumir lo que llama una ontología relacional, que
presupone reconocer el “carácter entretejido de las dimensiones
discursivas, material, social y cultural de la relación social entre el ser
humano y la naturaleza”. Y, desde esa perspectiva, defne la ecología
política como “el estudio de las múltiples articulaciones de la historia y la
biología, y las inevitables mediaciones culturales a través de las cuales se
establecen tales articulaciones” (Escobar, 1999: 278).

Más recientemente el economista mexicano Gian Carlo Delgado Ramos


ha propuesto otra defnición de ecología política en la que, además de los
elementos políticos y culturales marcados en las defniciones previas,
introduce una cuestión que nos parece clave para este campo de
investigación: el de los fujos materiales y de energía resultantes de modos
socialmente específcos de concebir la naturaleza y de relacionarse con
ella. Esta cuestión, aludida bajo el concepto de sociometabolismo,
proviene tanto de la tradición crítica de la economía política como de los
desarrollos de la economía ecológica (Machado Aráoz, 2013). Teniendo en
cuenta estos antecedentes, Delgado Ramos plantea pensar la ecología
política como una “herramienta normativa de análisis de las
implicaciones, los confictos y las relaciones de poder asimétricas
presentes al nivel de las dinámicas metabólicas o de los fujos de energía y
materiales de entrada y salida del proceso productivo y reproductivo de la
sociedad, así como de los impactos generados por las tecnologías
empleadas en dicho proceso” (Delgado Ramos, 2013: 57).

Una defnición alternativa y algunas precisiones complementarias

En nuestra opinión, si bien coincidimos con los planteos teóricos de fondo


implícitos en las defniciones previas, y si bien –habiendo resaltado lo que
entendemos sus aportes más valiosos- consideramos que las mismas
aportan una aproximación muy precisa a lo que es la ecología política, nos
parece también, por otro lado, que tales defniciones adolecen de una
cierta debilidad que nos gustaría salvar proponiendo una defnición
alternativa.

En particular, nos llama la atención que en todas las defniciones previas–


y no sólo las de los autores latinoamericanos sino también las de los
autores más citados de otras regiones- no se haga explícita mención a la
palabra VIDA, cuando, en realidad, es el concepto fundamental y
estructurante del campo ecológico, tanto de la ecología en general, como
de la ecología política en particular.

Quizás como una huella o resabio todavía de una matriz de pensamiento


antropocéntrica, es notable cómo, en el tránsito de las defniciones de la
“Ecología” a secas, al de la “Ecología Política” propiamente dicha, la
referencia a la vida en sí y a los seres vivos como tales, prácticamente
desaparezca y sea inadecuadamente sustituida por otros conceptos como
“ambiente”, “naturaleza”, “territorio/s” y hasta (peor que peor, diríamos)
“recursos naturales”, como si el estudio de la ecología de las sociedades
humanas no tuviera que ver, en defnitiva, y en el fondo, con el complejo
proceso de (co-)gestión de la Vida, en su vasta diversidad y complejidad
material y en sus profundas implicaciones éticas, políticas y flosófcas.

Si la “Ecología” en general -tal como ha sido confgurada desde Haeckel


en adelante- puede ser defnida como el campo de estudio de los sistemas
de vida, de los fujos, procesos y estructuras de relaciones que hacen a la
irrupción, despliegue, sostenimiento y transformación de la Vida en su
riqueza, complejidad y diversidad, tal como ésta se manifesta en el
tiempo geológico del Planeta y del Universo, la “Ecología Política” en
particular, no podría ni debería desentenderse de la cuestión fundamental
de la Vida. Los procesos de la Vida son el eje estructurador del campo de
la Ecología, incluida, la ecología humana, que -por su naturaleza-, es
necesaria y eminentemente política. Esto signifca plantear como un
aspecto básico (ontológico y epistémico) que lo Humano (y por tanto, la
sociedad, la cultura, el lenguaje, el trabajo y el poder) es expresión de la
Naturaleza; que no hay ruptura ni ‘salto ontológico’ entre Naturaleza (la
vida en general) y Sociedad (la vida humana en particular), sino, en todo
caso, continuidad, transformación, inter-retro-relacionamiento dialéctico
y complejización amplifcada de la realidad así entendida como MUNDO
DE LA VIDA.

Valiéndonos de esto, podemos decir que la ecología política puede


entenderse como un campo sistemático y de sistematización de la
experiencia humana que procura una aproximación cognitiva y práctica
(es decir, ética, política y flosófca) al complejo proceso de gestación y
desenvolvimiento de la vida humana, entendida ésta como una expresión
específca de la Vida en general, y, como tal, intrínseca, insoslayable y
recíprocamente vinculada al devenir mismo de la Naturaleza, como
espacio primario y general de la Vida en su totalidad.

Más sintéticamente, cabría defnir la ecología política como el estudio de


la vida, tal como ésta se presenta en la especifcidad y complejidad de lo
humano y de la humanidad considerada como comunidad biótica. Dicho
esto, cabe consignar de inmediato que dicha especifcidad reside en el
hecho de constituirse, en realidad, como una comunidad ecobiopolítica,
en el sentido que el ser humano es una especie donde las relaciones
vitales-existenciales que establece con su medio natural están
insoslayablemente mediadas (y por tanto, transformadas y complejizadas)
por el lenguaje, el trabajo y el poder, en tanto atributos y modalidades
específcas de su obrar.

El lenguaje, el trabajo y el poder son, por tanto, atributos/capacidades que


especifcan y cualifcan el modo de ser y de existir propiamente humano.
Tales atributos son los que, a su vez, confguran la base de la vida
propiamente social, cultural, económica y política de las comunidades
bióticas humanas, y que hacen a los extraordinarios niveles de
complejidad, riqueza y diversidad que lo ecológico (es decir, el proceso de
producción y reproducción de la vida) adquiere en el plano de lo humano.
Pero, en ningún caso, se trata de fenómenos que nacen, digamos así, “por
afuera” o “por encima” de la Naturaleza, sino que históricamente emergen
del mismo proceso de irrupción y despliegue de la Vida en general
(cosmogénesis).
Al respecto, conviene remarcar el señalamiento que realiza el flósofo y
teólogo brasileño Leonardo Bof, que nos recuerda que “el hombre/mujer
es el último vástago del árbol de la vida, la expresión más compleja de la
biósfera que, a su vez, es la expresión de la hidrósfera, de la geósfera, en
fn, de la historia de la Tierra y de la historia del universo. No vivimos
sobre la Tierra. Somos hijos e hijas de la Tierra, pero a la vez, miembros
del inmenso cosmos.” (Bof, 1996: 72). En el mismo sentido, el flósofo
francés Edgar Morin señala que “conocer lo humano no es separarlo del
universo, sino situarlo en él” (Morin, 2003: 27).

Por consiguiente en ningún sentido, científca y flosófcamente hablando,


podemos hablar de la “sociedad”, la “cultura”, la “economía”, la “política”
y lo “humano” en general, como esferas escindidas o separadas de la Vida
y de la Naturaleza en general. Histórico-geológicamente todas esas
“realidades” (manifestaciones y dimensiones de la realidad) provienen de
la Naturaleza, del vasto e inconmensurablemente complejo proceso de
gestación y evolución de la Vida como totalidad.

En consecuencia, entramos al campo epistémico de la Ecología Política


cuando adquirimos la capacidad flosófca y científcamente informada de
comprender que, entre Naturaleza y Sociedad no hay ruptura ni
separación, sino un complejo y dinámico proceso de co-evolución
dialéctica. Más que una nueva disciplina científca o una perspectiva inter
o trans-disciplinaria, la ecología política emerge como un nuevo
paradigma epistemológico en formación que parte de la crítica a la
ruptura ontológica que la ciencia moderna (en sus versiones
hegemónicas) instituyó históricamente entre Naturaleza y Ciencias
Naturales por un lado, y lo Humano, la Sociedad y las Ciencias Sociales,
por otro. La ecología política, en este sentido, implica una nueva forma de
comprender la Vida y de concebir el conocimiento de la vida.

Por consiguiente, tal como acá la concebimos, la Ecología Política parte


del re-conocimiento de la profunda imbricación recíprocamente
condicionada y condicionante existente entre lo humano y la naturaleza,
en tanto dos dimensiones genéricamente diferenciadas pero igualmente
constitutivas del mismo proceso histórico-material de la Vida en devenir.
Pone énfasis en cómo las comunidades bióticas humanas nacen en tanto
culturas -pueblos del sistema específco de creencias y prácticas por
medio de las cuales se relacionan con un determinado espacio geográfco
concreto; de la especifcidad de su ambiente, sus ecosistemas y la dotación
de bienes vitales primariamente disponibles en ellos (cantidad, calidad y
morfología de nutrientes, materiales y energía).

Así entendida, la Ecología Política ayuda a comprender cómo la


diversidad cultural nace como resultado y expresión de la diversidad
biológica de los espacios habitados. Y procura dar cuenta de cómo las
formaciones sociales en general (sus culturas, sus específcos regímenes
de reproducción y de dominación) surgen y se con-forman como tales a
través de un íntimo y complejo un proceso de inter-relacionamiento
dialéctico, condicionamiento mutuo y transformación recíproca entre el
obrar humano y el medio natural que lo contiene.

Por un lado, la naturaleza provee las indispensables bases y condiciones


de la existencia material y espiritual de la vida humana. Es decir, no sólo
provee los nutrientes y demás elementos vitales indispensables para el
sostenimiento biológico de los cuerpos humanos, sino también las
condiciones y el contexto de surgimiento, gestación y desarrollo de la vida
social y cultural en general. Las lenguas, los saberes, los conocimientos,
las tecnologías, las expresiones artísticas y estéticas; la propia producción
geo-gráfca del espacio (sus procesos de de-signación/apropiación y de
ocupación/organización); la eco-nomía (es decir, la organización de las
energías sociales –trabajo- para la procuración y producción – en
principio- de los medios de subsistencia; y hasta la propia esfera de la
política (las bases materiales del poder social, el establecimiento de
modos de organización, coordinación y regulación general de la vida
humana), absolutamente todas esas dimensiones de la vida humana,
nacen y se gestan del contexto natural que conforma el hábitat primario
originario de las específcas y concretas comunidades humanas2.

Por su parte, las comunidades humanas, en la procuración originaria de


su propia supervivencia, producen el acto y el efecto inseparablemente
material y simbólico, de designación/apropiación/transformación del
espacio geográfco concreto y del conjunto de seres, elementos, procesos y
fenómenos que conforman el o los ecosistemas intervenidos. Acontece, en
realidad, la creación de una segunda naturaleza: una naturaleza
socializada y antropomorfzada, es decir, moldeada y re-creada por los
específcos sistemas de creencias y prácticas mediante los cuales ciertas
comunidades bióticas humanas modifcan ese escenario natural primario
y lo convierten propiamente en un territorio, es decir, en un hábitat
es pec ífc ament e h umano-s ocial, cultu ralment e s ignifcado,
económicamente adaptado y producido, y políticamente estructurado y
organizado.

La Ecología Política, en defnitiva, constituye un complejo campo teórico-


práctico que nace de y se centra en la indagación de los modos históricos

2 En tal sentido, el mismo proceso de habitación es inseparable del complejo y dinámico


proceso de onto-génesis de lo humano como tal; hay una estrecha inter-relación entre los
procesos de hominización – habitación/territorialización – civilización: lo
específicamente humano se fue constituyendo histórico-geográficamente como producto
emergente del propio proceso de trabajo social a través del cual los espacios geográficos
originarios son re-creados, transformados, constituidos como hábitats propios (es decir,
territorios) por la acción humana colectiva.
de producción y sustentación de la Vida y de organización de la
reproducción social por parte de determinadas poblaciones humanas, así
concebidas como comunidades ecobiopolíticas, es decir, pueblos/culturas
en tanto entidades histórico-geopolíticas vivientes.

Dado que la (re)producción social de la vida, en el caso específco de las


comunidades bióticas humanas, implica un complejo sistema de
mediaciones que estructuran, organizan y regulan los intercambios de
éstas con sus ambientes naturales, la ecología política se ocupa de la
indagación crítica de esos sistemas de mediaciones y de sus implicaciones,
tanto para las formaciones sociales en cuestión, como para los ecosistemas
ocupados e intervenidos por las mismas.

Al hablar de “mediaciones”, nos referimos al sistema de creencias y


prácticas en función de los cuales se construyen y defnen los patrones de
relacionamiento que se establecen entre una población humana
determinada y su ambiente. Esos patrones de relacionamiento implican
modos específcos de concepción de la Naturaleza, y de designación,
apropiación, organización, uso y transformación del espacio geográfco y
los ecosistemas, con el fn de adecuarlos y adaptarlos a los modos de vida
socialmente dominantes. Desde un punto de vista analítico, dentro de
esos patrones de relacionamiento podemos distinguir diferentes
dimensiones o aspectos constitutivos, como ser:

• Una dimensión flosófco-normativa, que hace referencia al


conjunto de creencias, normas y valores que defnen y regulan las
actitudes y comportamientos sociales hacia y sobre la naturaleza;
• Una dimensión semiótico-cognitiva, que abarca el sistema de
representaciones y saberes que una determinada cultura o
formación social construye sobre su ambiente, a los niveles y tipos
de conocimientos vigentes sobre la naturaleza en general y sobre
la estructura y dinámica funcional de los ecosistemas en
particular;
• Una dimensión económica, que involucra a la tecnología y a los
procesos de uso y de trabajo que se aplican sobre la naturaleza; la
organización del trabajo social y de las relaciones sociales de
producción en función de las cuales se re-estructuran
productivamente los ecosistemas;
• Una dimensión socio-política, que hace referencia a los sistemas
de poder, a las formas de organización social de la vida colectiva
en general y a los modos específcos de regulación de las
relaciones que se establecen tanto entre individuos y grupos
sociales al interior de la sociedad, como entre la sociedad y sus
distintos grupos de clase con el ambiente y los ecosistemas en
general.
Remarcamos el hecho de que se trata de dimensiones sólo analíticamente
distinguibles, pues en la vida real, todas estas dimensiones se presentan
de forma integrada y funcionando como una totalidad compleja y
dialéctica, es decir, recíprocamente condicionada. La ecología política
estudia todos y cada uno de estos niveles como partes dinámicas e
integralmente constitutivas de la interacción entre las sociedades y sus
ambientes, entendiéndolos a éstos, por tanto, como sub-sistemas en
continua co-evolución.

Ahora bien, a nuestro entender, la ecología política pone énfasis en dos


aspectos fundamentales de ese proceso de co-evolución: las implicaciones
sociometabólicas y las propiamente políticas. Por un lado, la ecología
política estudia críticamente las específcas dinámicas sociometabólicas
de ciertas formaciones sociales. Con esto, se procura poner énfasis en que
un aspecto insoslayable de la ecología política es el análisis de los fujos de
materiales y de energía que resultan de los sistemas económico-
productivos propios de cada formación social: todo sistema económico
implica determinadas tasas de remoción/extracción de materiales,
consumo de energía y producción de desechos que varían en función de
los ritmos y niveles de producción y de las tecnologías y procesos de
trabajo aplicados. Esa dinámica sociometabólica tiene inevitablemente
consecuencias e implicaciones tanto para la salubridad y los niveles de
bienestar de una población, como para la propia vitalidad y niveles de
sustentabilidad de los ecosistemas intervenidos.

Por otro lado, al resaltar la dimensión política inherente a las relaciones


entre Naturaleza y Sociedad, la ecología política pone énfasis crítico en los
sistemas y modos de apropiación de la naturaleza como base estructural
de los sistemas humanos de poder: estudia críticamente las relaciones
histórico-estructurales existentes entre modos de apropiación de la
naturaleza y los modos de dominación social. Para la ecología política, las
desigualdades ecológicas (es decir, las asimetrías socialmente instauradas
en el acceso, control y usufructo de los bienes naturales) constituyen las
bases estructurales de las formas de jerarquización social y los modos
resultantes de organización y funcionamiento de los sistemas políticos
concretos.

Todo sistema político de gobierno supone y se funda insoslayablemente


en un sistema específco de concepción, organización y re-estructuración
de los fujos ecosistémicos del ambiente en el que se asienta; implica (y
consiste en) la producción y legitimación de regulaciones y modalidades
específcas de apropiación, acceso, control, usufructo y distribución de los
bienes naturales disponibles y de los impactos socioambientales
resultantes. La distribución del poder económico y político, no es en
absoluto independiente de la distribución diferencial del acceso y
usufructo de los bienes naturales que proveen los ecosistemas
transformados en territorios específcos; en particular, la distribución y
regulación del acceso a determinados bienes vitales, como el agua y los
alimentos. Como cualquier otra especie, la condición humana se halla
inexorablemente conminada a construir y resolver de forma
medianamente satisfactoria un cierto sistema de aprovisionamiento de
nutrientes básicos como condición para su sobrevivencia; de allí que no
haya cuestión más emblemática y fundamental para la ecología política
que la cuestión de los sistemas agro-alimentarios. Toda política es, en
defnitiva, una política de los cuerpos; y las tecnologías de disposición y
control de los cuerpos se juegan, básicamente, en los dispositivos de
control y regulación del agua y de la tierra.

Visto desde esta perspectiva, la ecología política nos provee una otra
mirada para analizar y evaluar críticamente las condiciones de posibilidad
de una política democrática y, concomitantemente, para concebir la
cuestión de la justicia social. En términos de la ecología política, sistemas
de gobierno autocráticos implican y están basados en la producción social
y distribución asimétrica del hambre como tecnología de dominación
sobre los cuerpos; en tanto que los sistemas de gobierno democráticos
serían aquellos enfocados a la creación de condiciones estructurales de
soberanía alimentaria, como fundamento de una política para los cuerpos.
La justicia social y la equidad distributiva se sitúan –para la ecología
política- en el nivel radical de los bienes vitales, en la justa distribución y
acceso al agua y la tierra (biodiversidad), como condición y base para la
libertad y la creación de com-unidades autónomas y sostenibles.

Una ecología política latinoamericana, más allá de defniciones

Resulta importante aclarar que los autores y estudios relevantes sobre


ecología política en América Latina, exceden largamente los aportes
considerados en relación a propuestas de defniciones concretas. La
ecología política cuenta en América Latina con profundas raíces y valiosos
antecedentes, así como una muy prolífca y destacada producción
contemporánea, que no cabría pasar por alto.

Justamente, la propia emergencia y formación de la entidad histórico-


geopolítica dada en llamar “América Latina” ha hecho de ésta una tierra
propicia para el desarrollo de ese complejo y vasto campo del saber que
hoy denominamos “ecología política”. La región se constituye como tal,
como producto y efecto de la gran catástrofe socioambiental que signifcó
el proceso originario de su conquista y posterior colonización. Pero más
aún, lo que hoy llamamos “América”, en particular, la inmensidad
deslumbrante de su geografía y biodiversidad, sus “riquezas naturales”,
desempeñaron un papel fundamental en la estructuración del mundo
moderno, como totalidad.

El Nuevo Mundo como tal, es decir, no sólo América, sino la Modernidad


hegemónica del capitalismo (global, desde sus inicios), nace como
consecuencia de una forma completamente novedosa de concebir y
relacionarse con la naturaleza, forjada a partir de las prácticas de expolio
de territorios y poblaciones aplicadas por el conquistador, desde 1492 en
adelante. Puede decirse que el modo hoy hegemónico de relacionamiento
entre Naturaleza y Sociedad (fenómeno que, por lo demás, está en la raíz
de la crisis ecológica global de nuestros días), tuvo su origen en el
complejo sistema de representaciones, creencias y prácticas que
terminaron de moldearse durante el proceso de conquista y colonización
europea de los territorios de Abya Yala.

Este proceso, como sabemos, provocó profundos y duraderos impactos


sobre los ecosistemas locales, pero también –lógicamente- sobre la
calidad y los modos de vida de las poblaciones originarias, sus formas y
niveles de alimentación y de salubridad. Éstas se vieron perjudicadas por
el triple impacto del deterioro de las bases ecológicas de sus territorios, la
desestructuración y destrucción de sus economías y culturas, y de la
imposición de regímenes de trabajo forzado y de súper-explotación sobre
los que se sustentaron las economías coloniales.

Así, desde que fue “inventada”, América fue concebida como el lugar de la
explotación de la naturaleza, por excelencia; el espacio de lo primitivo y lo
salvaje ofrecido como zona de saqueo para el “desarrollo” de la
“civilización”. Tal como señalan de los primeros y más importantes
historiadores ambientales de la región: “En el período de la conquista y
colonia la forma en que América fue ‘ocupada’ por los nuevos dueños se
basó en dos falacias fundamentales: la primera, la creencia de que tanto la
cultura como la tecnología de los pueblos sometidos eran inferiores y
atrasadas con respecto a la europea y, la segunda, que los recursos del
nuevo continente eran prácticamente ilimitados. De esta forma se justifcó
plenamente la destrucción y eliminación de las formas y sistemas
preexistentes. Además, al considerarse los recursos ilimitados, no hubo
mayor preocupación por la tasa de extracción de éstos” (Gligo y Morello,
2001: 65).

La explotación colonial de la naturaleza americana constituye un hecho


radical y fundacional determinante de la historia política, económica y
cultural de la región, que por cierto, no se circunscribe exclusivamente al
período colonial convencional. Tras las llamadas revoluciones
independentistas de inicios del siglo XIX, se mantuvo un régimen de
explotación de los territorios y poblaciones racializadas, concebidos como
proveedores de materias primas para el mercado mundial, bajo el control
ahora de las élites criollas que se arrogaron el control y la representación
de los nacientes Estados latinoamericanos. Desde fnes del siglo XV a
estos comienzos del siglo XXI, tal como señala Héctor Alimonda, “la
persistente colonialidad que afecta a la naturaleza latinoamericana” ha
sido un derrotero continuo que ha marcado a sangre y fuego los
territorios y las poblaciones oprimidas del continente. “La misma (…)
aparece ante el pensamiento hegemónico global y ante las élites
dominantes de la región como un espacio subalterno, que puede ser
explotado, arrasado, reconfgurado, según las necesidades de los
regímenes de acumulación vigentes. A lo largo de cinco siglos,
ecosistemas enteros fueron arrasados por la implantación de
monocultivos de exportación. Flora, fauna, humanos, fueron víctimas de
invasiones biológicas de competidores europeos o de enfermedades. Hoy
es el turno de la híperminería a cielo abierto, de los monocultivos de soja
y agrocombustibles con insumos químicos que arrasan ambientes enteros
–inclusive a los humanos-, de los grandes proyectos hidroeléctricos o de
las vías de comunicación en la Amazonía, como infraestructura de nuevos
ciclos exportadores” (Alimonda, 2011: 22).

Ahora bien, como anticipamos, la relevancia histórica de la explotación


de la naturaleza americana no se circunscribe a sus solos impactos y
consecuencias internas, sino que remite, sobre todo, al papel clave que
esto ha desempeñado en la propia organización colonial del mundo. En
estricto rigor histórico y científco, la estructuración política del sistema
de poder y dominación propiamente moderno nace de y se sustenta
material-ecológicamente en la ininterrumpida explotación estructural de
la naturaleza americana y, por extensión, de la vasta geografía del saqueo,
constituida por las sociedades del llamado “Tercer Mundo”. El rol y la
posición hegemónica que a lo largo de la Era Moderna ha ejercido
Occidente (las sociedades del tan mentado “Primer Mundo”) no podrían
explicarse ni sostenerse de no haber mediado un sistemático proceso de
apropiación desigual de los bienes comunes de la naturaleza impuesto a
cuenta del resto de las poblaciones del planeta y de las generaciones
futuras.

Puede avizorarse entonces, la relevancia de la realidad histórico-


geográfca de América Latina para los estudios de la ecología política
moderno-contemporánea. Desde muy temprano, por cierto, mucho antes
de que se formalizara la propia denominación del campo científco de la
ecología política, emergieron en la región estudios con enfoques y
perspectivas propios de dicho campo. Desde el surgimiento del
pensamiento crítico independentista en la región hasta nuestros días, la
cuestión de la depredación de la naturaleza y de los confictos suscitados
por la apropiación desigual de la tierra y de los cuerpos se ha constituido
en un eje central del análisis político, económico y cultural de nuestras
formaciones sociales. Nuestros países, sus confguraciones productivas y
socioterritoriales, su estructura de clases, la morfología de sus
instituciones políticas y sus específcos regímenes de poder están
intrínsecamente ligados a las modalidades históricamente cambiantes de
apropiación y explotación sucesivamente impuestas sobre determinados
territorios y sus respectivas riquezas naturales 3. De modo tal que no es de
extrañar que los más agudos análisis críticos sobre tales regímenes de
dominación integraran enfoques y perspectivas que hoy llamaríamos de
ecología política.

Ante ese marco, aunque una revisión exhaustiva de los antecedentes y


aportes que desde América Latina se realizaron al desarrollo de la
ecología política está fuera de nuestros alcances y objetivos en este texto,
sí nos parece conveniente, al menos, reseñar algunos de los más
relevantes. Y nos gustaría aquí empezar por el gran poeta
nuestroamericano, José Martí quien, casi desde los orígenes planteó con
profunda lucidez que la tarea de la libertad, de la justicia y del buen
gobierno parten necesariamente del conocimiento de la propia naturaleza
y de la historia de la tierra habitada. Al hablar del hombre natural, del
pueblo natural y de la nación natural Martí expresa lo que llamaríamos
una aguda intuición ecológico-política que ve el arte de gobernar en el
arte de re-conocer la originalidad de sus propios territorios y culturas y de
darse instituciones, creativamente, adecuándose a ellos y no imponiendo
formas extrañas. “Cree el soberbio que la tierra fue hecha para servirle de
pedestal… y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa porque
no le dan sus selvas nuevas modo continuo de ir por el mundo de
gamonal famoso…”, advierte, y en contraposición, señala: “el buen
gobernante sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir
guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del
país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y
ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para
todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defenden con sus vidas.
El gobierno ha de nacer del país. (…) El gobierno no es más que el
equilibrio de los elementos naturales del país.” (Martí, 1891. Resaltado
nuestro)

El soberbio busca imponerse sobre la tierra; sacar de ella los recursos a su


antojo; el buen gobernante parte de conocer su pueblo y su tierra;
3 Como señala Marcos Roitmann, “La oligarquía latinoamericana disfrutó del despilfarro y
el lujo, teniendo todo el control político y social que le garantizaba ser los dueños de los
recursos naturales, estaño, café, azúcar, caucho, como resultado del control sobre el
Estado y la práctica violenta ejercida sobre las clases dominadas y explotadas. Ningún
país se eximió de esta realidad. Sus oligarquías pasaron a ser adjetivadas por el producto
de exportación del cual dependían para mantener sus niveles de obscena y lujuriosa
forma de vida plutocrática. Oligarquía azucarera, bananera, cafetalera, del huano,
salitrera o ganadera. La emergencia de actividades productivas ligadas al sector primario-
exportador era el motor que impulsaba los cambios en la estructura social. Pero el
inmovilismo seguirá caracterizando y la exclusión social es la lógica que explica la
dinámica social del régimen oligárquico” (Roitman, 2008: 173).
disfrutar todos de la abundancia de la Naturaleza es el fn del buen
gobierno, y la tarea del pueblo, no someter la tierra, sino fecundarla y
defenderla con sus vidas. Por eso hay en Martí una actitud epistémica de
conocimiento de la Naturaleza que es diametralmente distinta de la idea
cartesiana, moderna de dominio / control; el conocimiento es para saber
adaptarse a lo dado y para poder guiar y crear lo nuevo a partir de lo dado;
la naturaleza se transforma desde dentro, no se le imponen formas ni
instituciones desde afuera. “Por eso el libro importado ha sido vencido en
América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los
letrados artifciales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No
hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición
y la naturaleza” (Martí, 1891. Resaltado nuestro).

Martí expresa una intensa conciencia de la dialéctica entre naturaleza y


sociedad; las formas culturales no pueden implantarse contra la
naturaleza, pues nacen de ella. Eso le hace distanciarse críticamente de la
mirada colonial y racista, desde la primera hora, de las élites criollas que
desdeñan y oprimen al pueblo natural. “Los redentores bibliógenos no
entendieron que la revolución que triunfó con el alma de la tierra, con el
alma de la tierra había de gobernar, y no contra ella ni sin ella…”;
contrapone “la razón universitaria” a la razón campestre”; ve en el indio,
en el negro y el campesino, los hijos de la tierra, el pueblo natural; y
entiende que “el genio hubiera estado en hermanar… en desestancar al
indio; en ir haciendo lado sufciente al negro; en ajustar la libertad al
cuerpo…[pues] surgen los estadistas naturales del estudio directo de la
Naturaleza”. (Martí, 1891.

De Martí, pasamos a Mariátegui. Y en el pensador peruano vemos varios


elementos de continuidad y que son tópicos claves para pensar una
ecología política latinoamericana: la preocupación por la tierra y por el
indio; la centralidad de la propiedad comunal de la tierra y de la
producción alimentaria; la crítica a “modelos de desarrollo” universales
y/o externos, no adaptados a las formas y condiciones y de la historia y la
geografía locales.

Mariátegui muestra cómo la explotación del indio está indisociablemente


ligada a la explotación de la tierra y muestra cómo la estructura de clases
se forja a partir de la apropiación de los recursos naturales claves de cada
territorio: “Contrariando su deber, la República ha pauperizado al indio,
ha agravado su depresión y ha exasperado su miseria. La República ha
signifcado para los indios la ascensión de una nueva clase dominante que
se ha apropiado sistemáticamente de sus tierras. En una raza de
costumbre y almas agrarias, como la raza indígena, este despojo ha
constituido una causa de disolución material y moral. La tierra ha sido
siempre toda la alegría del indio. El indio ha desposado a la tierra. Siente
que la vida viene de la tierra y vuelve a la tierra. Por ende, el indio puede
ser indiferente a todo, menos a la posesión de la tierra que sus manos y su
aliento labran y fecundan religiosamente” (Mariátegui, [1928] 2005: 43).

Así, ya a inicios del siglo pasado, Mariátegui nos ofrece una nítida
identifcación de la raíz fundamental de todos los confictos que hoy
llamaríamos “socioambientales” o ecológico-distributivos Como señala
Héctor Alimonda, un profundo estudioso de Mariátegui, “esto permite
trazar genealogías y continuidades entre las luchas de los pueblos
indígenas a lo largo de quinientos años de su historia y los confictos y
desafíos del presente. No se trata de reescribir ahora toda la historia como
conficto ambiental, sino de reconocer la presencia de estas dimensiones,
aunque no fueran explícitas, en diferentes momentos y procesos de
nuestro pasado. Si el tema decisivo de la ecología política son los procesos
de imposición de la mercantilización de la naturaleza y las formas de
resistencia intentadas por los sectores populares, reencontramos un
puente mariateguiano entre pasado y presente” (Alimonda, 2007).

Hay, además, en Mariátegui una temprana crítica a la división


internacional del trabajo como clave de la explotación colonial de la
naturaleza americana: sus tierras y sus poblaciones racializadas. La
relación entre la concentración de la propiedad, el latifundio, y los
regímenes oligárquicos, así como el vínculo entre la exportación de
materias primas y la integración subordinada a la estructura imperialista
del capitalismo mundial, serán claves de interpretación de las
formaciones sociales americanas. Con estos planteos, Mariátegui anticipa
el núcleo duro del pensamiento crítico latinoamericano de mediados del
siglo pasado (teoría de la dependencia, del colonialismo interno) y plantea
una temprana crítica a las consecuencias sociopolíticas y económicas de
los regímenes primario-exportadores, una cuestión de candente
actualidad en pleno siglo XXI.

Justamente, un elemento de la “ecología política implícita” de Mariátegui,


clave para re-pensar nuestro presente, reside en su reivindicación de la
economía moral, agraria, comunal de las culturas indígenas, concebida
como un bastión contra la mercantilización de la naturaleza y de las
poblaciones. Contrariando la colonialidad de los progresismos de la
época, Mariátegui no ve en las economías agrarias-comunales un
obstáculo al “desarrollo”; al contrario, se muestra como crítico a los
modelos de desarrollo imperantes en su época; descree de las
concepciones evolucionistas de la historia y se desmarca de la fe
productivista, que –también en la actualidad, como en su momento-
constituía un culto hegemónico, compartido por derechas e izquierdas. Al
respecto, Héctor Alimonda resalta: “Hubo en él una percepción crítica de
lo que hoy denominamos ‘modelo de desarrollo’, incomparable en su
época, y que tiene total correspondencia con la crítica al crecimiento
económico insustentable como paradigma de modernidad, desarrollado
por diferentes autores que se inscriben en la ecología política” (Alimonda,
2007).

Saltando unas décadas, y yendo de un registro ensayístico-flosófco a uno


poético, me gustaría reseñar muy brevemente en este raconto, la “Oda a la
erosión en la provincia de Malleco”, de Pablo Neruda, escrita en 1956. Allí,
el gran poeta chileno, antes que la problemática ambiental empezara
siquiera a asomar en la agenda pública de las sociedades y los estados
modernos, describe como sólo un poeta lo puede hacer, el proceso de
expolio de la tierra y su consecuencia para el ser humano:

“Volví a mi tierra verde


y ya no estaba,
ya no estaba la tierra,
se había ido.
Con el agua hacia el mar
se había marchado.
(…)
ahora,
ahora siente y toca mi corazón tus cicatrices,
robada la capa germinal del territorio,
como si lava o muerte hubieran roto tu sagrada substancia
o una guadaña en tu materno rostro
hubiera escrito las iniciales del inferno.
Tierra,
qué darás a tus hijos,
madre mía,
mañana,
así destruida,
así arrasada tu naturaleza,
así deshecha tu matriz materna,
qué pan repartirás entre los hombres?”

El poeta describe al agresor y su violenta codicia:

“Sordo y cerrado como pared de muertos


es el cerril oído del hacendado inerte.
Vino a quemar el bosque,
a incendiar las entrañas de la tierra,
vino a sembrar un saco de fréjoles
y a dejarnos una herencia helada:
la eternidad del hambre.”

Pero también el poeta, llama a la acción revolucionaria, una revolución,


hoy diríamos, ecologista:

“Vamos a contener la muerte!


Chilenos de hoy,
araucas de la lejanía,
ahora,
ahora mismo,
ahora,
a detener el hambre de mañana,
a renovar la selva prometida,
el pan futuro de la patria angosta!
Ahora a establecer raíces,
a plantar la esperanza,
a sujetar la rama al territorio!”

Como un sello de la ecología política latinoamericana, la agresión a la


naturaleza se vislumbra como agresión colonial; el reparto desigual,
expropiatorio de los bienes naturales, destinados a ser comunes, impacta
sobre las bases vitales de las poblaciones subalternizadas. La explotación
de la tierra, corre a la par de la explotación de la/os trabajadora/es.
Colonización, imperialismos, colonialismos internos, oligarquías y
exportación de naturaleza. Modelos de desarrollo exógenos, modos de
vida “importados” (colonialidad) y pautas de consumo excluyentes e
insustentables. Desertización y hambre. Tales los grandes tópicos de una
ecología política latinoamericana, que se cultivó implícita y subterránea,
desde los propios orígenes de la invasión, y que se desarrolló en la teoría y
en las prácticas de las resistencias. Que se hizo ciencia, pero también
canto y llanto; se plasmó en poesías y en acciones colectivas, muchas
veces heroicas; que se hizo Memoria, Identidad y se regó con sangre….

Justamente, el hambre y la sangre son el núcleo clave de dos


obras/autores claves de la ecología política latinoamericana. Por un lado,
Josué de Castro, el gran médico nordestino, precursor del ecologismo
popular, que ya desde la primera mitad del siglo pasado se dedicó a la
crucial cuestión de la alimentación en las sociedades coloniales, desde su
obra “El problema fsiológico de la alimentación en Brasil” (1932), pasando
por “Las condiciones de vida de las clases obreras de Redife (1935) y
“Alimentación y raza” (1935), hasta llegar a “Geografía del hambre: El
hambre en Brasil” (1946) y a “Geopolítica del hambre” (1951). Allí, Josué de
Castro señala que el hambre es el primer y fundamental problema de la
ecología humana (…) ya que “mucho más grave que la erosión de la
riqueza del suelo, que se produce lentamente, es la violenta erosión de la
riqueza humana, es la inferiorización del hombre provocada por el
hambre y por la desnutrición” (Josué de Castro, 1951).

Como señalamos en otro trabajo, las refexiones e investigaciones de


Josué de Castro remarcan que “el hambre es fundamentalmente un
problema ecológico-político. Afecta de modo directo e insoslayable el
suelo biológico de la condición humana: el propio cuerpo; sin cuerpo no
hay agencialidad política; por ello, la desnutrición es, fundamentalmente,
un acto de expropiación (eco-bio)política” (Machado Aráoz, 2011). En
palabras del autor, “Sea en forma aislada, sean asociadas, las hambres
específcas actúan poderosamente sobre los grupos humanos, marcando
el cuerpo y el alma de los individuos. La verdad es que ningún factor del
medio ambiente actúa sobre el hombre de manera tan despótica, tan
marcada, como es el factor alimentación” (Josué de Castro, 1951).

Y del hambre a la sangre de “Las venas abiertas de América Latina” (1971).


El texto de Eduardo Galeano irrumpió en su momento como un urgente
compendio de la historia latinoamericana narrada en clave de ecología
política. Más allá de toda crítica, nos parece un texto fundamental a la
hora de trazar una ecología política de América Latina. Se trata de una
investigación política, hija comprometida de su contexto y con el espíritu
de su época. Acá, la depredación ecológica se hace una temática explícita
de la dominación colonial; se expone el papel clave del imperialismo
ecológico en lo que hoy llamaríamos el metabolismo del capital a escala
mundial. Desde sus primeras páginas denunciaba: “Es América Latina, la
región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros días,
todo se ha trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde,
norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos
centros de poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en
minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y de consumo, los
recursos naturales y los recursos humanos. El modo de producción y la
estructura de clases de cada lugar han sido sucesivamente determinados,
desde fuera, por su incorporación al engranaje universal del capitalismo.
(…) La historia del subdesarrollo de América Latina integra, como se ha
dicho, la historia del desarrollo del capitalismo mundial. Nuestra derrota
estuvo siempre implícita en la victoria ajena; nuestra riqueza ha generado
siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los
imperios y sus caporales nativos. En la alquimia colonial y neo-colonial, el
oro se transfgura en chatarra, y los alimentos se con vierten en veneno.
Potosí, Zacatecas y Ouro Preto cayeron en picada desde la cumbre de los
esplendores de los metales preciosos al profundo agujero de los socavones
vacíos, y la ruina fue el destino de la pampa chilena del salitre y de la selva
amazónica del caucho; el nordeste azucarero de Brasil, los bosques
argentinos del quebracho o ciertos pueblos petroleros del lago de
Maracaibo tienen dolorosas razones para creer en la mortalidad de las
fortunas que la naturaleza otorga y el imperialismo usurpa. La lluvia que
irriga a los centros del poder imperialista ahoga los vastos suburbios del
sistema. Del mismo modo, y simétricamente, el bienestar de nuestras
clases dominantes -dominantes hacia dentro, dominadas desde fuera- es
la maldición de nuestras multitudes condenadas a una vida de bestias de
carga”. (Galeano, 1971: 14).

A pesar de los más de cuarenta años que nos separan de la publicación de


estas páginas, conservan una vívida vigencia. Muchas de sus advertencias
parecieran estar escritas con la mirada puesta en nuestros días, por caso,
cuando Galeano indicaba “Cuanta más libertad se otorga a los negocios,
más cárceles se hace necesario construir para quienes padecen los
negocios” (1971: 13). En estos tiempos en que expresiones como “eco-
terroristas” se ha hecho un denominador común a gobiernos de
“neoliberales” y “progresistas”, en que la avanzada extractivista
desencadena una nueva ola de represión y criminalización, el texto de
Galeano sigue teniendo una dolorosa vigencia… Las venas siguen
abiertas…

En defnitiva, a la hora de trazar una genealogía de la formación del


campo de la ecología política en general, los antecedentes y estudios
realizados en y desde nuestra región son ineludibles. Como lugar primero
y de gestación de la organización colonial del mundo, como espacio
subalternizado, concebido como zona de saqueo, América Latina ha sido
también el espacio por excelencia de las resistencias; resistencias a la
colonización – mercantilización de la naturaleza, a la súper-explotación
de los territorios y los cuerpos. Por cierto, la brevísima referencia
realizada a través de unos pocos autores, no agotan en absoluto la
mención a todos los aportes fundamentales realizados desde la región al
desarrollo del campo de la ecología política; la conciencia geográfca de
Milton Santos extendida y profundizada en los trabajos fundamentales de
Carlos Walter Porto-Goncalves, Ana Torres Ribeiro, Bernardo Mancano
Fernandes, entre tantos otros; la flosofía de la liberación de Leonardo
Bof y su profunda conciencia ecológica; los estudios críticos del
desarrollo y la deconstrucción de la mirada eurocéntrica (Dussel, Lander,
Quijano, Boaventura de Souza Santos, Esteva, Coronil, Escobar, Castro
Gómez, Grosfoguel); los análisis contemporáneos sobre las
especifcidades de los regímenes extractivistas y sus contornos
neocoloniales (Maristella Svampa, Mirta Antonelli, Alberto Acosta,
Eduardo Gudynas, Delgado Ramos); y podríamos seguir, o mejor dicho,
deberíamos.

Pero más allá y en la base de todos los desarrollos y aportes teóricos y


científcos, la ecología política en América Latina es una práctica viva.
Está latiendo y en permanente movimiento en la multiplicidad de
resistencias populares; no es sólo una teoría, es un campo de la praxis: de
la acción informada flosófca y científcamente que está alumbrando
nuevos mundos, nuevos sujetos, nuevos horizontes civilizatorios. De esas
prácticas de re-existencia, como las llama Porto Goncalves (2002), están
surgiendo nuevos conceptos revolucionarios; nuevos sentidos del cambio
y del horizonte de futuro que nacen de la mano de nuevas concepciones
sobre la naturaleza y el sentido de la vida; expresiones como Derechos de
la Madre, Buen Vivir, Bienes Comunes, están sacudiendo los más
profundos sedimentos geológicos del colonialismo/colonialidad. Y esas
son prácticas ecológico-políticas que brotan y se cultivan en Nuestra
América.

Desde los movimientos indígenas, feministas, de resistencia a la minería


transnacional a gran escala, a mega-obras de infraestructura, al fracking y
a la cultura del petróleo; contra la expansión de los monocultivos
agrotóxicos, la privatización de las semillas y el patentamiento de la vida;
el robo del agua y de la fertilidad del suelo y la expropiación de las
energías en sus fuentes naturales y en sus formas sociales, allí, en la
multiplicidad de las luchas, hay una multiplicidad de sociobioculturas
que están haciendo ecología política. Esa es la principal fuente de riqueza
que la región aporta en esta materia. Es también la principal fuente de
esperanza.
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