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“Los términos “helenismo” y “helenístico” son derivados del verbo hellenídzein, que
significa “hablar en griego” o “actuar como griego”. La lengua fue la portadora de las ideas y de
las formas civilizadoras de Grecia, que se difundieron por todo el extenso territorio por donde
pasaron las tropas de Alejandro.
Fundador de ciudades, el conquistador macedonio fue verdaderamente revolucionario al
procurar la fusión de lo griego con lo bárbaro en una unidad civilizadora superior. Intentó
superar las barreras habituales de raza y de tradiciones locales para hermanar a todas las
personas en una comunidad superior, con los ideales de la paideia helenística. La lengua común,
koiné dialéktos, a modo de lingua franca, sirvió para la expansión del espíritu griego,
juntamente con el arte, la religión, la literatura, la filosofía y la ciencia, es decir, como una
forma de entender el mundo”.
Carlos García Gual y María Jesús Imaz: “La filosofía helenística: éticas y sistemas”.
“El más terrible de los males, la muerte, nada es para nosotros, porque cuando nosotros
somos, la muerte no está presente y, cuando la muerte está presente, nosotros ya no somos (…).
El sabio ni rehúsa la vida ni le teme a la muerte; pues ni el vivir es para él una carga ni
considera que es un mal el no vivir”.
Epicuro: “Carta a Meneceo”.
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“Y como este es el bien primero y connatural, precisamente por ello no elegimos todos
los placeres, sino que hay ocasiones en que soslayamos muchos, cuando de ellos se sigue para
nosotros una molestia mayor. También muchos dolores estimamos preferibles a los placeres
cuando, tras largo tiempo de sufrirlos, nos acompaña mayor placer. Ciertamente todo placer es
un bien por su conformidad con la naturaleza y, sin embargo, no todo placer es elegible; así
como también todo dolor es un mal, pero no todo dolor siempre ha de evitarse. Conviene juzgar
todas estas cosas con el cálculo y la consideración de lo útil y de lo inconveniente, porque en
algunas circunstancias nos servimos del bien como un mal y, viceversa, del mal como de un
bien”.
“Póngase, pues, el sumo bien en un lugar alto, donde ninguna fuerza pueda derribarlo y
donde no tengan entrada el dolor, la esperanza, el temor; ni ninguna otra cosa que reduzca los
derechos del bien supremo. Sólo la virtud puede ascender a tal altura (…). En la virtud está por
tanto, la verdadera felicidad. ¿Qué te aconseja esa virtud?, que no juzgues bueno o malo lo que
te suceda sin virtud ni culpa (…). ¿Basta la virtud para vivir felizmente, siendo ella perfecta y
divina? ¿No ha de bastar? Incluso más que suficiente. ¿Puede acaso faltar algo al que está por
encima de todo deseo? ¿Qué necesita fuera de sí quien todo lo ha vencido dentro de sí mismo?”
“El destino nos conduce y desde el principio ya está dispuesto lo que ha de durar nuestra
vida. Una causa depende de otra causa, y el orden eterno de las cosas determina el curso de los
asuntos privados y públicos. Por eso es necesario soportarlo todo con coraje, ya que no es por
azar, como creemos, sino por orden por lo que acontecen las cosas”.
“(…) El fin del escepticismo es la serenidad de espíritu en las cosas que dependen de la
opinión de uno y el control del sufrimiento en las que se padecen por necesidad (…) Cuando el
escéptico, para adquirir la serenidad del espíritu, comenzó a filosofar lo de enjuiciar las
representaciones mentales y lo de captar cuáles son verdaderas y cuáles falsas, se vio envuelto
en la oposición de conocimientos de igual validez y, no pudiendo resolverla, suspendió sus
juicios y, al suspender sus juicios, le llegó como por azar la serenidad del espíritu en las cosas
que dependen de la opinión”.
Sexto Empírico: “Esbozos pirrónicos, I”