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PSICOLOGIA › LO SAGRADO, PARA TODOS O “PA’ MI”

“Me salió el indio”


En 1966, el pensador Rodolfo Kusch (1922-1979) escribió el trabajo que aquí se rescata,
donde, a partir de un par de expresiones coloquiales, se pregunta qué puede ser “salir
de sí mismo” y, en los términos más cotidianos, examina la cuestión de lo sagrado. Es
un texto de intensa actualidad.

Por Rodolfo Kusch *

En Buenos Aires siempre queremos andar bien con la gente. Por eso siempre tratamos
de mantener un comportamiento armónico. Cuidamos esmeradamente no decir una
palabra de más ni exagerar los gestos ni gritar y menos insultar. Hasta procuramos
equilibrar nuestro aspecto y cuidamos el traje, combinamos bien el color de la corbata
con el de la camisa, nos peinamos sin exagerar mayormente la onda del pelo y siempre
nos afeitamos. Evidentemente, tratamos de que nunca se rompan ni el equilibrio de
nuestro aspecto físico ni el de nuestro carácter, cuando tratamos con el prójimo. Pero
esto tiene su límite. A veces las situaciones pueden ser francamente desfavorables y
entonces las modificamos bruscamente con una palabra o con un gesto. Y en ese
momento, alguien, un observador sereno, dirá por nosotros: “Le salió el indio”.

Esto del indio es curioso. Porque nada tenemos que ver con él. Por ningún lado vemos
indios, ni siquiera en nuestro pasado histórico, ya que nuestra nacionalidad, como nos
han enseñado, se hizo desplazando al indio. Mucho más simpático nos resulta el
gaucho, quien, también según nuestros manuales, se confabula con nuestra historia,
para dar este país que ahora tenemos, con su Buenos Aires y el resto. Pero un día
compramos una heladera eléctrica y viene un vecino y se dispone a revisarla.
Toleramos con paciencia la intromisión del otro. Pero nos molesta que alguien ajeno a
la casa se tome confianza. Nuestra casa, lo vimos, donde está la vieja o la familia, es
sagrada pa’ mí. Y cuando vemos que las manos del vecino desarman alguna parte
delicada del aparato, entonces, súbitamente, lo sacamos a empujones de nuestra casa,
diciendo: “Mándese a mudar. A esta heladera no la toca”. ¿Por qué? ¿También es
sagrada, igual que la vieja? En parte. ¿Y qué pasó? Pues que nos salió el indio,
precisamente para defender algo que es casi sagrado pa’ mí. ¿Será entonces que
escondemos adentro un indio que entra en funcionamiento para imponer o dictaminar
lo que es sagrado pa’ mí? ¿Y por qué? Seguramente porque nos han enseñado, ya con
las primeras letras, que no hay cosas sagradas, y como nosotros, en lo más íntimo, no
creemos en ese escamoteo, entonces nos hemos inventado un indio que atrapa

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afuera, y siempre por la fuerza, las cosas sagradas pa’ mí, aunque se trate de una
heladera.

Pero tenemos otra expresión que complementa a la anterior. Es la que se refiere a un


andar “como bola sin manija”, en el sentido de andar perdido, sin control y sin saber
qué hacer. La manija en cuestión es la pequeña bola con la cual se manejaban las otras
dos, más grandes, de las boleadoras indígenas. Pero, en el lenguaje actual, significa
además un utensilio insertado a veces en una rueda y del cual depende el
funcionamiento de una máquina. Entonces, andar como bola sin manija significa andar
sin un centro que sirva de referencia y causa motriz. ¿Y no será que aquello de salir el
indio se refiere a tomar la manija de una situación, imponer un centro en el mundo de
afuera, pero vinculado estrechamente con eso que llevamos adentro, con las cosas
sagradas pa’mí? Precisamente, cuando eché a mi vecino, porque éste estaba
manoseando mi heladera recién comprada, no hice otra cosa que retomar la manija de
la situación, imponiendo mi propio centro en ese pequeño y mísero reino pa’ mí, lleno
de cosas sagradas, cuyo límite va de la pared medianera del fondo hasta la puerta
cancel, y en el cual están los muebles, el televisor, la heladera, mi mujer, mis hijos, el
perro, y, por sobre todo, mi vieja.

Indudablemente, en esa salida del indio no se trata del indio histórico, sino de una
referencia a una fuerza que empuja, desde muy adentro de nosotros, quizá del
inconsciente mismo, para irrumpir súbitamente afuera, y mostrar al fin lo que siempre
quisimos hacer notar. Indio, en ese sentido, se asocia a fuerza bárbara ignota, que
modifica cualquier reserva o pulcritud que pretendamos mantener ante el prójimo. Es,
en suma, el símbolo de una salida brusca desde nuestra interioridad hacia el mundo de
afuera. ¿Y de dónde proviene esta urgencia de salir con brusquedad para liberar
fuerzas, casi como si el agua rebasara un dique e inundara un valle? Porque el indio
histórico, según parece, nunca tuvo que salir de sí mismo, sino que siempre se daba
afuera. Ahí encontraba en algún árbol, en alguna piedra o en alguna montaña, un
vestigio de algún mundo sagrado que le servía para ganar la seguridad en sí mismo.

Pero un árbol, una piedra o una montaña son para nosotros simples objetos, que de
ninguna manera estarán vinculados con el mundo sagrado. Es peor, no creemos que
haya en el mundo nada sagrado, porque un árbol servirá para hacer leña, una piedra
para hacer casas y una montaña para hacer alpinismo. Hay cosas sagradas, pero
únicamente pa’ mí y siempre a espaldas de los ocho millones de habitantes de Buenos
Aires.

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La diferencia es clara. El indio encontraba, en cualquier punto del mundo exterior, algo
que le hacía sentir que él estaba en la morada de los dioses. Nosotros, en cambio,
hemos reducido ese mundo apenas a las cuatro cosas que tenemos en casa, y aun en
éste debemos imponer toda la fuerza para tornarlo sagrado. Mientras al indio nada
costaba creer que en el árbol subían y bajaban los dioses, nosotros en cambio no sólo
lo convertimos en leña, sino que además no creemos que los dioses se anden
columpiando en él. Por otra parte, pensamos, el indio siempre tenía que pedir a los
dioses su pan y su vida y nosotros no pedimos ni pan ni vida, sino que compramos.
Siempre habrá una moneda con la cual podamos salir del paso, aquí en Buenos Aires.

Pero hay más. El indio no se resignaba a ver únicamente cómo se descolgaban los
dioses de los arbolitos, sino que también dividía su imperio en cuatro zonas y situaba
en el centro la ciudad-ombligo, a través de la cual se mantenía en contacto con la
divinidad mayor. Además todos los caminos y todos los ríos y todas las montañas
decían algo al hombre, y el hombre ante ellos decía algo a los dioses. ¿Y nosotros?
Pues ahí andamos mirando las fotografías de algún familiar en nuestra casa, o alguna
estampa religiosa, algún recuerdo traído de algún viaje. Y nada más. Más allá todo es
profano. Porque afuera, el mundo está vacío. En vez de los dioses están las cosas, y
con éstas ya no se habla, sino que se las compra. Así compramos también con el
turismo la posibilidad de ver un río o una montaña. Así compramos nuestra
respetabilidad y así compramos el traje nuevo para no andar rotosos.

Indudablemente el indio tira un pedazo de su humanidad afuera y lo llama sagrado,


mientras que nosotros convertimos eso que está afuera en un pozo, pero con una
rígida estantería, ordenada a la manera de un comercio chico, con todo clasificado y
donde nada tiene algo que ver con nosotros, a no ser que tengamos dinero para
comprarlo. Así lo exige el siglo XX y ése es el sentido de la civilización, una herencia de
la Enciclopedia francesa. Pero nos sale el indio. ¿Para qué? ¿Será para contrariar este
siglo XX? ¿Será para restituir afuera en el mundo exterior nuestro propio recinto
sagrado, sólo para ver a los dioses columpiarse en los árboles? Porque ¿qué decimos
cuando usamos el término “canchero”? ¿Canchero en dónde? No será en la cancha de
fútbol, sino en la cancha sagrada, como si uno extendiera el recinto sagrado de su pa’
mí hacia fuera, casi a la manera de una cancha de fútbol, pero de un club que es uno
mismo, mejor aún, uno mismo convertido en empresario de espectáculos futbolísticos
para mostrar su capacidad de gambetear la vida y de mover la admiración del prójimo.
Canchero significa aventurarse a dominar el mundo exterior, pero con el fin de
encandilarlos o dejarlos locos a todos, casi como si uno se vengara de la gente.

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Siendo así, no cabe duda de que no sólo nos sale el indio, sino que también hacemos
como él. Porque qué manera de tirar trozos de la propia humanidad afuera, de
babosear el duro mundo con todo lo viviente que uno es, y hasta con ciertas ganas,
bastante sospechosas, de ver afuera también –como lo veía el indio– un imperio de
cuatro zonas y un centro siempre accesible, aunque sólo se llame Barrio Norte y Barrio
Sur y un Centro poblado de cines y mujeres bien vestidas.

Pero es inútil. Aunque nos salga el indio, aunque nos hagamos los cancheros, apenas
pasaremos de poner míseramente nuestra heladera, sagrada pa’ mí, en el patio, para
que el vecino se muera de envidia al ver nuestra cancha sagrada, nuestro pa’ mí
enriquecido con las cuatro cosas que conseguimos a fuerza de créditos en nuestra
buena ciudad. Nunca nos saldrá un imperio de cuatro zonas, sino apenas un indio que
no somos, y al cual en el fondo tenemos miedo y asco, pero con el cual, queramos o
no, estamos comprometidos.

* Fragmento de “La salida del indio”, incluido en De la mala vida porteña (Peña Lillo
Editor, Buenos Aires, 1966).

Jueves, 18 de octubre de 2012, PAGINA 12

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PSICOLOGIA › UN VIEJITO DE LA PUNA

“Haber perdido la impaciencia”


Por Rodolfo Kusch *

Cuando se viaja desde Abra Pampa hacia el oeste se sigue un largo camino que sube
una lomada y de pronto se topa uno con el pueblo de Cochinoca. Las casas se
desparraman a lo largo de un cerro y entre ellas aparecen las iglesias. Hacia el fondo se
extiende un llano y a lo lejos se levantan las lomadas de la Puna. Cuando se llega, se
encuentra uno con gestos de sorpresa y el típico recelo con que es recibido el
forastero. Cuando pudimos lograr alguna comunicación nos llevaron a recorrer el
pueblo. Supimos así de la proximidad de la fiesta de Santa Bárbara, de la migración de
sus habitantes, de la penuria de reunir el agua durante el año y de muchas cosas más.
Por supuesto, cuando nos disponíamos a volver hubo que llevar gente a Abra Pampa.
Así conocimos a Mamaní, un viejito flaco, de piel arrugada, vestido con sombrero y
traje y gestos vitales y rápidos. Nos había dicho que iba a llevar un bultito y cuando
vino trajo dos corderos cuarteados para venderlos en Abra Pampa. En el camino
hablamos de adivinación. Sospeché que conocería algo de adivinación boliviana, pero
el viejito se escurría con toda habilidad. Se diría que desconfiaba de nosotros.

Cuando llegamos a Abra Pampa lo dejamos en el mercado. Luego lo vimos una vez
más, caminaba con gesto apesadumbrado. Me quedó la preocupación sobre lo que le
pudo haber ocurrido, quizás algún desencuentro, o alguna mala venta. Un hombrecito
como Mamaní daba la idea de lo que es una vida atrapada por la Puna. Seguramente
tendría una manada de corderos, viviría en una casa de adobe donde haría sus rituales
propiciatorios y se tomaría al fin de la semana algunos vinos. Cuando volvíamos rumbo
al sur pensamos qué significa vivir en América. O mejor se trata de preguntar algo más.
Decir que vivimos en América el viejito y yo sería demasiado superficial. La pregunta
iría a algo más profundo, ¿qué había de común entre la vida de ese viejito y la mía?

Si analizamos su vida que consiste sólo en llevar el cordero cuarteado para vender o en
llamarse Mamaní, o en habitar desde hace tiempo en Cochinoca, evidentemente no
habría nada en común. Al fin y al cabo, yo vivo en la ciudad, me dedico a escribir, soy
profesor y vivo en una casa de ladrillos, no tengo nada que ver con Mamaní. Es más,
infiltramos entre él y nosotros una cierta evolución en el tiempo que nos distancia
considerablemente. Hacia nosotros crece la civilización y hacia Mamaní decrece, y en
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el medio se dan varios siglos de heroicos inventos y de grandes conquistas logradas
por la humanidad. Pero, aunque nos cuenten todo eso, no puedo evitar la intuición de
que entre el viejito y yo hay algo en común. Para encontrar esto habrá que dejar de
lado los esquemas y las ideas hechas y obrar un poco como hace el filósofo: seguir la
intuición para lograr al cabo de una reflexión, seguramente incómoda, lo que hay de
común entre ambos. En suma, ¿qué es eso de vivir los dos en América y qué tenemos
en común? Si con la primera pregunta me refiero a un simple episodio, con la segunda
trato de encontrar el sentido mismo de la vida, que va más allá de América.

Claro que no se trata del estilo de vivir, porque en ese sentido se puede pensar que
vivir es otra cosa. Si fuera por el estilo, creemos que lo hay en Jujuy o en Buenos Aires.
Ahí, en cada esquina tenemos una cigarrería, un almacén, vamos al cine, al concierto y
nos bañamos con frecuencia. Por ese lado perdemos a Mamaní. Pero ¿en qué queda
entonces la intuición de que entre él y uno mismo hay algo en común? Preguntar así
significa entrar en el secreto mismo de la vida, ya no en América sino en general. Pero
aquí entramos en las tinieblas. ¿Sabemos acaso qué es vivir? Vivir es una condición
atávica condicionada por milenios de vida de la humanidad pero que no conocemos.
¿Lo sabrá Mamaní? Puede ser.

Recuerdo un brujito muy simpático que en Tihuanaco me había realizado varios


rituales propiciatorios, tal como hacen los aymaras. Mi impaciencia ciudadana me
hacía preguntarle por qué hacía tal cosa y por qué hacía tal otra. Al principio me
contestaba fabulando motivaciones en las cuales él no creía, pero, como yo insistía, se
limitó a decir en aymara: Ucamau mundajja: “El mundo así es”. Decir “así es el mundo”
significaba abstenerse de encontrar causas. Pero significa también haber perdido la
impaciencia y aceptar la realidad en su verdadera constitución. Pensemos que el
mundo moderno no está muy lejos de esa misma actitud. Cuando la física moderna
descubrió que no podían determinarse las causas de los fenómenos, los científicos se
limitaron a la simple descripción de los mismos. Es una forma de decir “así es” al
fenómeno físico. Pero claro está que si empleamos el término “así es” para determinar
lo que hay de común entre Mamaní y uno mismo, no significa que estemos diciendo
algo. Pero he aquí el problema: ¿podemos decir algo de lo que hay en común?

Juzgamos la vida un poco por lo que ella manifiesta. Si Mamaní hubiera tocado el
erque en Cochinoca nos habría llamado la atención, ya que en la gran ciudad eso no se
hace, pero tampoco en Cochinoca se daría un concierto de violín. Decir que la vida es
esto o aquello encierra un margen de miedo. ¿Será que el vivir mismo se da antes que
el gesto, en un área misteriosa? Si se da en el misterio no sabremos qué decir, y si no

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sabemos qué decir entramos en el silencio. Detrás del gesto, del erque, del violín y aún
de la palabra, está el silencio, y en ese silencio se abre un largo camino que se interna
en el misterio. Ahí no cabe otra cosa que decir “así es”, y decir así es una explicación
por el silencio. ¿Y nada más? Pues le parece poco. Decir “así es” es aceptar el misterio
del vivir mismo y hacer esto es reconocer nada menos que la duda del porqué se ha
venido al mundo. Es el misterio de una misión que no conocemos, pero tomando la
palabra “misterio” en el sentido griego, como mystés, el guía, que nos lleva por
corredores ignotos. La noche oscura de San Juan de la Cruz o la tortura filosófica de
enfrentar un silencio donde nada determinamos.

Pero ahí mismo se adivina esa comunidad de estar todos en lo mismo, donde yo y
Mamaní nos fundimos. Es el milagro de estar, antes de ser. El fondo común, antes de
que yo me llame Kusch y el hombrecito Mamaní. Es un área no pensada e imposible de
pensar. El silencio en suma, y detrás del silencio quizá un símbolo: quizá los dedos de la
divinidad, la misma que estuvo arrugando los cerros: una vida realmente en común, la
mía, la del viejito y la de la Puna, y todos en silencio.

* Artículo publicado por primera vez en San Salvador de Jujuy, el 25 de junio de 1988,
bajo el título “Cuando se viaja desde Abra Pampa”, en edición controlada por Salma
Haidar. Reeditado por la revista Kiwicha Cultural del Mundo Andino, en 1996, y
rescatado en la sección “Textos olvidados” del sitio web Temakel
(http://www.temakel.com/texolkusch.htm)

Jueves, 18 de octubre de 2012, PAGINA 12

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