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Sobre la fe.

Emm. d’Hooghvorst

En el Corán, en la sura 18, versículo 37, se encuentra la siguiente frase sobre la que me
gustaría meditar: Mi Dios conoce a los que la fe ilumina y que tendrán el paraíso como
recompensa. Ciertamente la felicidad no será compartida por los malvados. No sé si el lector se
da del todo cuenta de la necesidad de la fe en la vía que ha iniciado. Todos los dones perfectos
vienen solo de Dios, y se diría que esto molesta terriblemente a mucha gente que se agita para
tratar de obtener por si misma aquello que rechaza pedir a Dios. Es muy difícil al principio
comprender la necesidad y el valor de la fe en Dios. Lo sé por experiencia personal y por eso
me gustaría llamar vuestra atención sobre esta necesidad. Y querría precisar mi pensamiento.
Si empleamos el lenguaje de la teología católica, la fe es una virtud que podemos considerar
bajo dos aspectos diferentes, un aspecto teológico y un aspecto teologal.

El número de creyentes que poseen la virtud teológica de la fe es muy grande. Cada día nos
codeamos con gente que, pertenezcan o no a una religión, nos dicen que creen en Dios. Creen
en Dios teológicamente, creen, por ejemplo, en el Dios de Voltaire, el relojero que fabricó y
puso en movimiento el péndulo del mundo. Se trata quizá de una fe un poco sentimental, pero
sobre todo intelectual: el espíritu se inclina ante la evidencia de la existencia de Dios.

Pero esta fe no penetra en su vida. Otra cosa es la fe teologal que es mucho más rara. Es la fe
que penetra toda nuestra vida, que regula nuestro comportamiento en este mundo y la única
que tiene valor a los ojos de Dios porque, en cierto sentido, establece con él un vínculo de
familiaridad, un vínculo familiar, un vínculo que hace que seamos conocidos de Dios. Por eso el
profeta ha dicho: Mi Dios conoce a los que la fe ilumina.

Así, la vida del creyente debe ser absolutamente distinta de la del profano, que está obligado a
trabajar sin cesar y a agitarse para vivir porque está solo en el mundo y de algún modo puede
decirse que Dios no lo conoce, incluso si participa todos los domingos en el oficio divino o
recita mecánicamente cada día las plegarias aprendidas de memoria. El creyente verdadero
está calmado, sereno, siempre alegre, y cuando desea alguna cosa, la pide a Dios, sin esperar
nada del mundo, ni de sí mismo. Tener esta fe es un gran beneficio de Dios y puede ser que no
la poseamos. En tal caso, empecemos por pedírsela a Dios, pedirle que nos la conceda, no
gracias a nuestros méritos personales sino en virtud de su misericordia. Sabed que si tenéis la
fe, todo lo que pidáis a Dios, os lo concederá. ¡Escuchadme bien! Todo lo que pidáis con fe, lo
veréis realizarse. Es un secreto peligroso y terrible que os ofrezco. Tened cuidado pues, con
vuestra demanda, no sea que permanezcáis ridículamente por debajo del don de Dios.

Quizá hayáis leído en este libro admirable que es la historia de los caballeros de la Mesa
Redonda, la historia de la búsqueda del santo Grial protagonizada por Lancelot del Lago. Este
caballero, que partió como tantos otros en busca del Grial, antiguamente traído a la Bretaña
Azul por José de Arimatea, llegó un día, al igual que Hércules, a una bifurcación del camino que
se separaba en forma de Y. Escuchó una voz que le advertía que aquellas dos vías conducían a
un final muy diferente. Una de ellas era la de la caballería terrestre, la otra, mucho más difícil,
de la caballería celestial; y la voz le advirtió que si escogía esta última, necesitaría de otras
armas distintas de las que había empleado hasta entonces. Lancelot la emprendió. Obviaremos
los largos detalles de los acontecimientos que le sucedieron después. Pero un día, después de
haber errado largamente por la foresta solitaria, después de haber combatido duramente,
después de haber rezado mucho, vio que ante él se levantaba como por arte de magia el
castillo encantado, el Castillo del Grial en el que se encuentra el contentamiento perfecto.
Atravesó el puente levadizo y penetró completamente armado en el patio del castillo donde
vio cuatro leones que rugían dispuestos a cerrarle el camino. Lancelot, que poseía un corazón
valiente, se había encontrado en situaciones semejantes. Bajó su lanza, se puso en guardia y
espoleó a su caballo a galope para lanzarse sobre los leones. Pero en aquel momento, una
mano invisible le abofeteó con tal fuerza que rodó por tierra, desmontado de su silla. Mientras
se levantaba piadosamente y consideraba su casco abollado, estiró sus miembros doloridos y
oyó una voz celeste que le decía: “Oh Lancelot, has prejuzgado tus fuerzas en demasía, aquí
tus armas no valen nada, has escogido una vía que no es para los orgullosos como tú. Si tan
solo hubieses tenido fe en el amor de tu Señor, habrías pasado tranquilamente entre estos
leones que se habrían apartado ante ti, pues te habrían reconocido como un familiar de la
casa”.

Y aquí, debo añadir una cosa a mi definición de la virtud teologal de la fe: no solo es la fe en
Dios que debemos tener sino la fe en el Amor de Dios, pues en esto es en lo que el Padre
reconoce a sus hijos. Mi Dios conoce a los que la fe ilumina… Los conoce en el hecho de que
creen en su amor. El mismo profeta Mahoma dijo en otra parte que Dios no da la sabiduría
sino a los que tienen un corazón.

Donde el amor tomó palabra, canta la Edad de oro

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