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REV. DE PSICOANÁLISIS, LXI, 2, 2004, págs.

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Violencia en la adolescencia:
apuntes sobre ¿un joven asesino?

*José Ricardo Sahovaler

“Si en la fantasía del primer crecimiento hay un contenido de muerte, en la adolescen-


cia el contenido será asesinato [...] Si se quiere que el niño llegue a adulto, ese paso se
logrará por sobre el cadáver de un adulto [...] En algunos casos se podría decir:
‘Sembraste un bebé, recogiste una bomba’. En rigor esto siempre es así, pero no siem-
pre parece.”
Donald Winnicott

Llevaba casi cinco años sin saber nada de Manuel. Recordaba de la última sesión el ha-
berme despedido de un niño de 10 años serio y taciturno cuando me llama el padre, de-
sesperado: Manuel llevaba cincuenta días encarcelado en una comisaría acusado de ase-
sinar a la empleada doméstica. Pocos días después, por indicación del juez, bajo custodia
paterna y con una causa penal abierta por homicidio, recomenzó un nuevo intento de aná-
lisis que se prolongó por doce meses, aproximadamente. Han pasado ya un par de años
desde que lo vi por última vez.
El psicoanálisis ha tenido múltiples oportunidades de estudiar los efectos de la violen-
cia sobre aquellos que, lamentablemente, la han padecido como víctimas; menos oportu-
nidades ha tenido de investigar a los victimarios. En el presente escrito deseo relatar mi
experiencia en la atención de un paciente que, aparentemente, cometió un asesinato y re-
flexionar sobre los efectos de la culpa, de la asunción de la responsabilidad y la función
del castigo social. Una complicación extra en lo aquí presentado es que la violencia fue
ejercida por un adolescente y ello implica una ardua discusión acerca de los criterios de
responsabilidad y punibilidad. Sabemos que hoy en día la violencia adolescente, con o sin
delincuencia juvenil, ocupa un triste primer lugar dentro de las problemáticas sociales,
tanto en los países desarrollados como en los subdesarrollados, y que aún nadie ha en-
contrado soluciones pertinentes. Espero que lo que aquí presento pueda ser comprendido
como una apertura de interrogantes y no como la enunciación de conclusiones cerradas.
Definición y ubicación de la violencia

“No hay una definición categorial o abstracta de la violencia. Las definiciones que
buscan la plenitud del sentido y aíslan el concepto promueven la esencialidad intrín-

*Miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina. Dirección: Avda. Cabildo 1131, 12” “28”,
(C1426AAL) Ciudad Autónoma de Buenos Aires, R. Argentina. Correo electrónico: <josesahovaler@intra-
med.net.ar>.
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seca, y lo que importa en la idea de violencia y de trauma no es definirlas como con-


cepto, sino circunscribir el contexto y la situación en las cuales se desarrollan.”
Marcelo Viñar

“Ni el crimen ni el criminal son objetos que se puedan concebir fuera de su referen-
cia sociológica.”
Jaques Lacan

En este trabajo me he de referir a la responsabilidad y a la culpa que surge de la violen-


cia que ataca al cuerpo ajeno, que daña la carne, que hiere corporalmente al prójimo. Con
ello intento una primera discriminación en relación con otros tipos de violencias tales como
la violencia psíquica, la agresión verbal o cualquier otra forma que no implique daño físi-
co. Ya aquí se despliega un primer interrogante: ¿es lícito separarlas, diferenciarlas?
Sabemos que desde la lógica legal esta discriminación es un proceso casi “natural”: sólo
se penan las acciones y a nadie se lo declara culpable por sus pensamientos. Sin em-
bargo, desde el psicoanálisis y cualquier neurótico lo convalidará, uno no sólo es respon-
sable de lo que ha realizado, sino también de aquello que ha pensado o soñado; enton-
ces, ¿cómo realizar desde el psicoanálisis la separación entre violencia real o violencia
fantaseada?
Desde la clínica cotidiana partimos de una premisa básica: el ejercicio activo de la vio-
lencia debe ser excluido. La regla de abstinencia psicoanalítica incluye la prohibición de
tener contacto físico con nuestros pacientes. Ello implica no sólo la prohibición de tener
relaciones sexuales con ellos, sino también la de tener contacto violento: no pegamos a
nuestros pacientes ni nos dejamos lastimar. En este sentido, el clásico chiste de que un
psicoanalista es un médico que odia la sangre tiene pleno valor: si sangre derramada es
violencia, un psicoanalista es un médico que odia la violencia. Este odio implica una pos-
tura ética que determina toda nuestra práctica analítica: la palabra debe reemplazar a la
cosa y al acto y, en el caso que estamos tratando, debe reemplazar al golpe. Pero lo des-
cartado como acto retorna como discurso: ¿de qué hablamos los psicoanalistas si no es
de amor y de odio, de deseos sexuales y de deseos asesinos? Metidos en nuestro campo
específico, la discriminación entre violencia fantaseada y violencia ejercida puede ser tan
complicada como la discriminación entre sexualidad fantaseada o sexualidad realizada.
Por otra parte, también resulta que la violencia que rechazamos en nuestra práctica
profesional se nos cuela cuando nos ubicamos en el terreno social. Sabemos que la histo-
ria de la humanidad es, en gran medida, la historia de las violencias cometidas entre dis-
tintos grupos, naciones, pueblos, razas, religiones, etcétera, y muchas de estas violencias
fueron ejercidas en legítima defensa o por movimientos libertarios. No hay humanidad sin
violencia y ésta forma parte de la condición humana y del precio a pagar por la inclusión
de cada uno de nosotros en la cultura.1
Pretendo salir de la esquemática moral puritana, donde toda violencia es “mala” y toda
respuesta pacífica es “buena”, y fijar criterios propios del psicoanálisis para evaluar cada
acto violento: creo que es función del analista discernir cuáles de estos actos merecen ser
reivindicados como movimientos subjetivantes y cuáles de ellos implican la pérdida de la
humanidad y de la singularidad. Esta evaluación psicoanalítica entre actos violentos sub-

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jetivantes y no subjetivantes, que bien pueden estar justificados desde la perspectiva in-
dividual, pueden presentarse reñidos con la legalidad social (ya Hegel, al estudiar la
“Antígona” de Sófocles, nos enseñó que el derecho privado y el familiar están enfrenta-
dos y son irreconciliables).
Antes de abandonar este apartado introductorio, deseo hacer un comentario sobre la
temporalidad de la violencia física: por lo general, ésta pertenece a la dimensión del ins-
tante, del acto finito, de la discontinuidad. Tras el momento violento se impone el tiempo
del proceso, de la continuidad y de la resignificación: se verán las consecuencias de cada
obrar y se incorporará el desborde físico dentro del conjunto de las representaciones sig-
nificándolo dentro de las lógicas vitales o, por el contrario, quedará como un momento de
locura y muerte, como un espacio de ruptura en la continuidad psíquica.

Pinceladas freudianas sobre la violencia

No he de hacer una reseña histórica de la agresividad ni de la violencia en las concep-


tualizaciones psicoanalíticas; tan sólo he de marcar que, en su comienzo, estos concep-
tos estuvieron ligados a la denominada pulsión de dominio, “pulsión no sexual y que sólo
secundariamente se une a la sexualidad, y cuyo fin consiste en dominar al objeto por la
fuerza” (Laplanche y Pontalis, 1971). Esta pulsión, eminentemente motriz, y que se arti-
cula secundariamente con la fase sádico-anal, pertenece a las pulsiones yoicas o de au-
toconservación y sólo secundariamente es pasible de ser erotizada. La violencia y los de-
seos hostiles (parricidio, matricidio, fratricidio, etcétera), si bien fueron descritos desde el
comienzo de la obra freudiana, no tuvieron una particular apoyatura pulsional sino que
fueron considerados subsidiarios de la erotización antes mencionada y del atravesamien-
to que el complejo de Edipo procura en las relaciones objetales. En un comienzo, activi-
dad, agresión y violencia (componentes que Freud va a adjudicar al género masculino) es-
tuvieron confundidos en una unidad.
Sin embargo, entre 1914 y 1918 ocurrió la traumática experiencia de la Primera Guerra
Mundial y este acontecimiento, grávido en consecuencias, obligó a Freud a reformular
toda la teoría de la violencia y de la agresividad: nace la pulsión de muerte. A partir de la
conceptualización de Tánatos, el masoquismo pasó a ser primordial y la violencia, efecto
de su deflexión hacia afuera por el aparato muscular. Esta expulsión al exterior de gran
parte de la pulsión de muerte crea un exterior hostil, odioso, que hay que destruir aun

1. Marcelo Viñar (1999) dice: “No hay acto civilizatorio que no sea también de barbarie […] Por consi-
guiente, es menester renunciar a la utopía edulcorada de un mundo sin violencia, de una violencia social a erra-
dicar o suprimir. Esta utopía, más que errónea, se ha revelado peligrosa en la historia del siglo XX y ha con-
ducido a extremismos criminales y liberticidas. La utopía de definir lo ideal apaga la diversidad y sofoca el con-
flicto, que es lo más nuclear de la experiencia humana. El trabajo es más sutil que distinguir el cielo del infier-
no, como residencias de lo puro bueno y lo puro malo; el trabajo es discernir entre qué alteridades debemos
legitimar, o al menos tolerar, y cuáles combatir”.
2. Green (1994) dirá: “Un día me impresionó esta definición del malo: no es el que hace el mal, sino el
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antes de la discriminación yo/objeto. Esta creación del odio primordial nos lleva a postu-
lar la existencia de una violencia primaria gratuita, mera ansia de destrucción por la des-
trucción misma. André Green (1994) dirá: “El mal es sin porqué”.
La invención de la pulsión de muerte y su inclusión dentro de la teoría psicoanalítica im-
plicó una conmoción de todos los desarrollos previos: el masoquismo en todas sus varian-
tes adquirió un lugar preponderante y el sentimiento inconciente de culpa y la reacción te-
rapéutica negativa pasaron a ser una constante en la mayoría de los tratamientos. Ahora
bien, si Tánatos puede expresarse en su forma masoquista más pura en el suicidio me-
lancólico, también logra hacerlo en la destructividad del otro. Esta violencia primordial, jus-
tificada bajo la excusa de destruir al perseguidor, explica la universalidad del sentimiento
inconciente de culpa2 una vez que el superyó, como instancia, se ha instalado.
Sin embargo, la introducción por parte de Freud de una nueva teoría pulsional no des-
tituyó las teorizaciones previas (la de la pulsión de dominio) y nos encontramos ante el
complejo panorama de tener más de una teoría para dar cuenta del mismo fenómeno. Esta
situación, típica de la teoría psicoanalítica, nos lleva a la necesidad de contextualizar los
actos violentos: el dominio, el maltrato, la lesión y aun el desmembramiento del cuerpo
ajeno pueden ser impulsados por múltiples corrientes psíquicas, muchas veces confluen-
tes, muchas veces contradictorias y no es por su efecto fenoménico sobre el objeto como
descubriremos su origen. Agreguemos, a lo dicho hasta aquí, lo que podríamos llamar “las
violencias de abajo” versus “las violencias de arriba”,3 es decir, las violencias provenientes
de la base pulsional frente a las violencias originadas desde el superyó (esta última distin-
ción es capital a la hora de pensar distintos abordajes clínicos posibles, sobre todo tenien-
do en cuenta el sentimiento inconciente de culpabilidad como determinante del acto vio-
lento).
Cabe aún agregar una nueva distinción dentro de las violencias, distinción que perte-
nece al ámbito analítico: creo que es posible discriminar entre violencias subjetivadas y
violencias no subjetivadas. Para que un acto violento haya sido subjetivado es necesario
que el otro, la víctima, haya sido reconocida como perteneciente a la humanidad.4 Dado
que la violencia es un acto eminentemente interpersonal, no basta con que el violento se
sienta sujeto, que sea sujeto del lenguaje, que cometa lapsus o que sea neurótico, sino
que es también necesario que reconozca en el otro una porción de humanidad similar a la
propia. Este reconocimiento no pasa por la identificación con la capacidad de sufrir; ésta
es descubierta fácilmente a partir del grito ajeno. La capacidad que se le demanda al pró-

que ama el mal. Todo el mundo hace el mal, pero algunos lo aman. Ahora bien, ¿qué es amar el mal? ¿Es
gozar del sufrimiento del otro? Sin duda, y ése es el caso más trivial. Pero existe un amor al mal mucho más
radical, mucho más impersonal. Amar el mal es amar detectarlo, designarlo, localizarlo a fin de encontrar ma-
teria para exterminarlo, para pensar que una vez vencido y aniquilado el mal, reinarán sin rivalidad la felicidad
y el Soberano Bien. Ello así, la culpa desaparece, porque las acciones más destructoras son acciones purifi-
cadoras. Amar el mal sin remordimiento se funda en la certidumbre de asegurar el triunfo definitivo al bien”.
Este desarrollo de amar el mal en un supuesto amor al bien absoluto lo encontramos en los planteos de cómo
erradicar la violencia: cuando se pide la pena de muerte o se defiende el “gatillo fácil”, se supone que la “vio-
lencia mala” será erradicada de raíz por la “violencia buena”. Sólo procesos de ligadura de la pulsión de muer-
te desde lo social podrán limitar (nunca eliminar) la violencia destructiva.
3. Freud, en “Observaciones sobre la teoría y la práctica de la interpretación de los sueños (1923), dirá:

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jimo para identificarlo como ser humano es la de amar en igual medida que la que el vio-
lento cree que le corresponde (más allá de su capacidad real para poder realizar ese
amor). Con la desobjetalización del prójimo (abolición del reconocimiento de que el otro
puede querer tener una vida similar a la de uno) se le resta importancia al acto violento,
se pasa a ser responsable de lo realizado pero sin la culpa correspondiente. Esta anula-
ción de la subjetividad del extraño, del diferente, no necesariamente desestructura la pro-
pia subjetividad; sería demasiado sencillo y lineal decir que el desconocimiento del otro
siempre conlleva la pérdida de la propia diferencia. Es necesario pensar que los distintos
mecanismos defensivos –represión, desmentida y desestimación– son articulados y utili-
zados por el violento para eliminar los efectos intrapsíquicos de su acto. Así, es posible
que la combinación de defensas sea de tal naturaleza que la violencia asesina junto con
la pérdida de humanidad del otro dé, como resultado, una escisión del yo en la que la pér-
dida de humanidad del violento queda limitada a un sector de su aparato psíquico (sabe-
mos que los efectos de esta escisión y desestimación tienden, en un a posteriori, a trans-
mitirse transgeneracionalmente).

La violencia y la responsabilidad

Desde el punto de vista teórico, en el psicoanálisis la violencia física nunca fue un con-
cepto separado del de agresión y ambos conllevan una idea que los unifica: la de inten-
cionalidad. Sea esta intencionalidad conciente o inconciente, no existe violencia que no
esté marcada, en alguna medida, por la intencionalidad, y esto nos obliga a hablar de res-
ponsabilidad. Freud (1925) en un pequeño artículo, “La responsabilidad moral por el con-
tenido de los sueños”, se pregunta por la responsabilidad de “las mociones inmorales, in-
cestuosas y perversas, o de apetencias asesinas, sádicas”. De ellas dirá:

Desde luego, uno debe considerarse responsable por sus mociones oníricas malas. ¿Qué se querría
hacer, sino, con ellas? Si el contenido del sueño –rectamente entendido– no es el envío de un espí-
ritu extraño, es parte de mi ser; si, de acuerdo con criterios sociales, quiero clasificar como buenas
o malas las aspiraciones que encuentro en mí, debo asumir la responsabilidad por ambas clases [...].

Un poco más adelante, en el mismo artículo, el tema de la responsabilidad se confunde


con el de la culpa:

“Es posible distinguir sueños de arriba y sueños de abajo, siempre que al distingo no se lo conciba demasia-
do tajante. Sueños de abajo son los incitados por la intensidad de un deseo inconciente […] sueños de arri-
ba son equiparables a pensamientos o propósitos diurnos […]”.
4. Este no reconocimiento del otro como un ser humano ha sido descrito por Green (1994) como la “fun-
ción desobjetalizante”. Así dirá: “Si la destructividad contra el otro ha de llegar lo bastante lejos, la condición
indispensable para la realización de este proyecto es desobjetalizarlo, es decir, retirarle su propiedad de se-
mejante humano”.
5. Silvia Bleichmar, en un artículo publicado en el diario Clarín el 28 de diciembre de 2000, afirmaba: “El
filósofo J. L. Austin distinguía entre dos términos: excusa y justificación, con el propósito de mostrar de qué
manera el estudio de las formas de responder ante un hecho moralmente imputable posibilita una teoría de la
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La experiencia me muestra que, empero, me hago responsable, que estoy compelido a hacer-
lo de algún modo. El psicoanálisis nos permitió conocer un estado patológico, la neurosis ob-
sesiva, en que el pobre yo se siente culpable de toda clase de mociones malas de las que nada
sabe [...].

Sin embargo, cabe que nos preguntemos si este deslizamiento entre responsabilidad y
culpabilidad es válido. Según el Diccionario de la Real Academia Española (2001):
Responsabilidad: Deuda, obligación de reparar y satisfacer, por sí o por otro, a consecuencia de
delito, de una culpa o de otra culpa legal / Cargo u obligación moral que resulta para uno del
posible yerro en cosa o asunto determinado / Capacidad existente en todo sujeto activo de de-
recho para reconocer y aceptar las consecuencias de un hecho realizado libremente.

En cambio, se dirá:

Culpa: Falta más o menos grave cometida a sabiendas / Responsabilidad, causa involuntaria
de un suceso o acción imputable a una persona / La que da motivo a exigir legalmente alguna
responsabilidad.

Según estas definiciones, la responsabilidad conlleva la idea de reparación e implica un


cargo o una obligación que debe pagarse en el campo social; en este sentido pertenece
a la lógica y a la teoría de la acción. En cambio, la culpa es un afecto que puede perma-
necer confinado en el inconciente (Freud la describirá para incluirla en la lógica acciona-
ria como “necesidad de castigo”) o presentarse como un sentimiento conciente.
La responsabilidad, al incluir la reparación, se transforma en un intento de aplacar al
otro, a la víctima, y de limitar lo que primitivamente corresponde a la lógica de la vengan-
za. René Girard (1995), en un interesantísimo estudio, La violencia y lo sagrado, dirá:

En las sociedades primitivas, los procedimientos curativos siguen siendo rudimentarios a nues-
tros ojos; vemos en ellos unos meros “tanteos” hacia el sistema judicial, pues su interés pragmá-
tico es muy visible: no es por el culpable por quien más se interesa, sino por las víctimas no ven-
gadas, de las que procede el peligro más inminente; hay que dar a estas víctimas una satisfac-
ción estrictamente medida, la que satisfará su deseo de venganza sin encenderlo en otra parte.
No se trata de legislar respecto al bien y al mal, ni tampoco de hacer respetar una justicia abs-
tracta, se trata de preservar la seguridad del grupo poniendo freno a la venganza preferente-
mente a través de una reconciliación basada en un arreglo o, si la reconciliación es imposible,
de un encuentro armado, organizado de tal manera que la violencia no tenga que propagarse
más allá de su centro [...] Si nuestro sistema nos parece más racional, se debe, en realidad, a
que es más estrictamente adecuado al principio de venganza. La insistencia respecto al casti-
go del culpable no tiene otro sentido. En lugar de ocuparse de impedir la venganza, de mode-
rarla, de eludirla, o de derivarla hacia un objetivo secundario, como hacen todos los procedi-
mientos propiamente religiosos, el sistema judicial racionaliza la venganza, consigue aislarla y
limitarla como pretende, la manipula sin peligro; la convierte en una técnica extremadamente efi-
caz de curación y, secundariamente, de prevención de la violencia.

ética que se sostenga en el empleo del lenguaje como modo de acción. Se trata de ver de qué modo el suje-
to responde ante la interpretación de haber hecho algo considerado malo, injusto, inoportuno. Una manera de

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Sabemos que todo acto o pensamiento conciente o inconciente derivado de mociones in-
morales, incestuosas o asesinas –una vez que el sujeto haya atravesado el complejo de
Edipo y se haya instalado el superyó– conlleva la aceptación de una culpa junto al temor
al castigo vengativo. La responsabilidad, la recriminación, el remordimiento, la autopuni-
ción y las acciones reparatorias intentan aplacar ambos sentimientos (la culpa y el temor
a la venganza). La articulación entre estas dos corrientes afectivas, culpa y temor a la ven-
ganza, se presentan manifiestamente de un modo intrincado que debemos separar: mien-
tras la culpa es un efecto del superyó, el temor a la venganza está determinada, primor-
dialmente, por las relaciones objetales y está volcada a eliminar el peligro retaliativo. Otro
tanto diremos del remordimiento y de la reparación: el remordimiento es el intento apla-
catorio frente a la manifestación de la culpa superyoica, mientras que la reparación es la
asunción yoica de la responsabilidad para con el otro. Esta discriminación entre respon-
sabilidad y culpabilidad intenta explicar situaciones donde un sujeto se sabe responsable
de actos criminales y hasta puede decidirse a pagar socialmente por ellos sin sentirse cul-
pable de lo realizado y, viceversa, puede sentirse culpable sin asumir ninguna responsa-
bilidad.5
No podemos continuar sin referirnos al concepto kleiniano de reparación. Al ubicar
Klein la emergencia del superyó en el origen del sujeto humano, y al hacer depender el
anhelo de reparación de la posición depresiva y de la culpa que se estructura a partir del
primer semestre de vida, logra eliminar la diferencia entre responsabilidad, culpa repara-
toria, preocupación por el objeto y creatividad. Todo este conjunto pasa a estar unificado
bajo el concepto de “reparación”. Cabe, sin embargo, que nos preguntemos si este atajo
teórico responde a la clínica con la que nos encontramos o si, por el contrario, reduce di-
ferencias que necesitamos apreciar para avanzar en la patología de la violencia.
Cuando en nuestra práctica clínica nos enfrentamos con pacientes que han cometido
actos violentos, el problema de la responsabilidad (dependiente de las relaciones objeta-
les y del aplacamiento de la venganza) y la diferenciación entre justificación y excusa deja
de pertenecer sólo al orden de la justicia y termina por competer, también, al orden del
psicoanálisis. Green (1994) dirá:

[…] ya sea en Freud o en Melanie Klein: la posición de la dicotomía bien/mal es fundadora de


un orden y de este modo confiere sentido a la existencia humana […] Cabe destacar de pa-
sada que, según la ley inglesa, es la capacidad de discernir entre el bien y el mal la que de-
termina la responsabilidad de delito.

Sabemos que en determinadas situaciones vitales –intoxicaciones– o en algunos cuadros


clínicos –psicosis– la discriminación entre bien y mal puede llegar a perderse dando lugar
a la aparición del concepto de inimputabilidad. Entonces, ¿cómo catalogar los actos vio-
lentos cometidos por niños y adolescentes? Los sabemos generadores de culpa pero,
¿bajo qué circunstancias, a partir de cuándo suponemos a estos sujetos psíquicos so-
cialmente responsables y punibles?
Al aparecer, respecto al problema de la responsabilidad (la relación objetal y el temor
al castigo) entremezclado con el problema de la culpabilidad (angustia superyoica) corre-
mos el riesgo de terminar considerándolos sinónimos (al decir Freud que uno debe res-
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ponsabilizarse de sus deseos oníricos inconcientes para terminar hablando de la culpabi-


lidad del obsesivo, ¿no los habrá confundido?). La articulación entre responsabilidad y
culpabilidad no es lineal ni sencilla: ser responsable no es lo mismo que ser culpable;
éstos son conceptos que deberemos mantener discriminados si pretendemos abordar la
clínica de los actos violentos.

Adolescencia y violencia

Hasta aquí he sostenido tres hipótesis:

1) La violencia es inherente al género humano y no puede ser explicada desde un solo


vértice; debemos comprenderla articulando distintos abordajes que incluyen tanto al
psicoanálisis como a determinantes socioculturales e ideológicas diversas.
2) Debemos diferenciar entre culpa y responsabilidad. Mientras la culpa es resorte del su-
peryó, la responsabilidad depende de las relaciones objetales en tanto y en cuanto es
subjetivada o no la víctima.
3) Existen diferentes orígenes de la violencia (violencias pulsionales versus violencias su-
peryoicas; violencia eróticas versus violencias tanáticas, violencias subjetivadas y sub-
jetivantes versus violencias no subjetivadas ni subjetivantes, etcétera).

Cabe ahora que nos preguntemos qué hace la sociedad con la violencia. Pues bien, la so-
ciedad intenta hacer con la violencia lo mismo que con la sexualidad: trata de reprimirla,
y, cuando no puede conseguirlo, procura encauzar su descarga dentro de límites acota-
dos y preestablecidos. Para reprimirla, utiliza las mismas armas que con la sexualidad:

proceder –dice– consiste en admitir simple y llanamente que él, o sea X, hizo esto a A, pero alegando que es
algo adecuado, bueno o permisible, ya sea en general o en las circunstancias particulares del caso. Esta es
la línea de la justificación. [En este caso el sujeto carece de culpa aun cuando se haga responsable del hecho
acontecido.] Otra forma es aquella en la cual se admite que el hecho no fue bueno, pero se alega que no es
del todo justificado o correcto limitarse a decir simplemente que la acción fue realizada, ya que se descuidan
las circunstancias en las cuales ésta fue realizada. X puede estar bajo una influencia ajena o movido a actuar
así. Se puede tratar de un accidente o de un descuido voluntario, o de algo ejercido en circunstancias en las
cuales se alega no estar en condiciones de decidir. [En este caso, más allá de la punibilidad posible, se inten-
ta aplacar la culpa, excusándose.]”. Vemos aquí a la autora, que apoyándose en Austin, discrimina entre res-
ponsabilidad con o sin culpa y distintos modelos de justificación.
6. Counter-Strike es uno de los videojuegos más populares: en este juego, los combates son entre un
grupo de terroristas contra otro de antiterroristas, la lucha se da en medio de callejuelas mediterráneas o de
garages llenos de recovecos. Cada jugador ve todo en primera persona. El juego se disputa en dos bandos
y los jugadores eligen a cuál pertenecer. En una de las modalidades más populares, los terroristas deben ac-
tivar y lograr que explote una bomba, y los antiterroristas deben evitarlo. Otra forma de juego interesante es
la conocida como “toma de rehenes”, en la cual los terroristas tienen a un grupo de indefensos y pulcros ciu-
dadanos rendidos a sus pies, pero deben vérselas con los antiterroristas que pretenden liberarlos. El Counter-
Strike se juega entre no más de dieciséis personas, en dos gurpos de ocho personas como máximo. Los en-

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educar y castigar. Para derivarla busca distintos objetos violentables: los famosos “chivos
emisarios”.
Educar a un niño es hacer aquello que Serrat nos dice en su canción: “Niño deja de
joder con la pelota, que eso no se hace, eso no se dice, eso no se toca”. Educar es inhi-
bir la descarga sexual y agresiva indiscriminada y orientarla dentro de pautas permitidas.
La cultura, la sociedad, arbitra un gran aparato educativo y represivo para acotar la se-
xualidad y la violencia de sus miembros. Si no lo logra, aparece patología; si lo logra en
exceso, también. Como vemos, no es una tarea sencilla ni perfectamente realizable. Es
por ello que Freud ubicó el educar dentro de las profesiones imposibles, junto al psicoa-
nalizar y el gobernar.
Un niño puede escaparse o defenderse a los gritos, pero si en un momento deter-
minado no da una buena trompada al rival, o si se deja pegar sin responder, tenemos
patología. Es esperable que los chicos sean violentos, y si no lo son, sufren; el ataque
y la defensa violenta son esenciales para la salud mental infantil. Esta violencia de los
más chicos es tan necesaria como la coartación de la misma ejercida por los adultos.
Paulatinamente, los niños van reemplazando el acto motor por la palabra. Hacia el fin
de la latencia es mucho menos habitual que las discusiones terminen en violencia físi-
ca que en el comienzo de la infancia. Con la sexualidad ocurre otro tanto: también es-
peramos que durante la latencia los niños hayan suspendido las prácticas autoeróticas.
Con el estallido de la pubertad nuevamente se produce una situación donde el cuerpo
se anticipa al habla; los jóvenes sienten, viven cosas para las cuales aún no tienen pala-
bras suficientes. Si pensamos la adolescencia como un momento particular de la vida del
sujeto en la que, gracias a la reactivación de la sexualidad, se reactualizan los complejos
de Edipo y de castración junto con la aparición de la búsqueda exogámica y la construc-
ción de nuevos ideales yoicos, también deberemos pensarla como una etapa donde se
reactiva la violencia inherente al ser humano, y esta violencia exigirá un procesamiento
nuevo para encontrar un equilibrio siempre inestable. ¿Cómo se logra el dominio de la vio-
lencia? El camino más habitual, aunque no el único, es la trasmudación en palabra. Si el
niño primero y luego el joven logran defenderse y atacar a través de la palabra, la violen-
cia queda socializada, culturalizada, sublimada (existen distintos caminos sublimatorios
para la violencia y la sociedad ofrece múltiples ocupaciones laborales donde ella se podrá
ligar. La guerra económica en la que vivimos puede ser entendida, en parte, como un pro-
cesamiento culturalmente “aceptable” de la violencia). Pero si el proceso no logra conso-
lidarse o si se producen regresiones, pueden aparecer actos violentos: desde las tribus de
adolescentes que se agreden entre sí marcando un territorio, o aquellos que intentan re-
afirmarse a través del ataque violento, hasta los distintos actos delincuenciales juveniles.
También pueden desencadenarse actos suicidas, en los que la violencia se ejerce contra
el propio cuerpo; son momentos donde la palabra no logra contener el desborde corporal
y la actividad violenta se transforma en irrefrenable.
El proceso de control de la violencia lleva tiempo, no es instantáneo y no se produce
sin sufrimiento, pérdidas nostálgicas y riesgos. Winnicott (1985) nos dijo: “Afirmo que el
adolescente es inmaduro. La inmadurez es un elemento esencial de la salud del adoles-
cente. No hay más que un cura para ella, y es el paso del tiempo y la maduración que ésta
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puede traer”. Es por ello que la violencia adolescente conlleva tantas dificultades para
poder ser conceptualizada: sobre la víctima ejerce un daño similar y es lógico que ésta
pida castigo, venganza, reparación; pero desde la perspectiva del procesamiento pulsio-
nal y desde la capacidad yoica para contenerla, debemos pensar aún al joven como “in-
maduro”. Esto último nos lleva a una posición de escucha diferente que frente a la vio-
lencia adulta: hay que darle tiempo, contenerla y ofrecerle vías de derivación y sublima-
ción. El abandono de esta función social de construir ofertas solidarias y sublimatorias
para la canalización de la violencia adolescente es una de las causas más importantes
para explicar el auge de la violencia juvenil.
Hoy día vemos muchos adolescentes violentos realizando actos vandálicos que bien
pueden llegar hasta el crimen. Si bien es obligación de la sociedad arbitrar los medios
para defenderse de ellos, también es cierto que se nos impone la necesidad de pensar
mecanismos específicos para su tratamiento, especificidad que se diluye cuando lo único
que se hace es disminuir la edad de la responsabilidad punible. Es necesario defenderse
de los adolescentes violentos y defenderlos a ellos de su propia agresión, y esta defensa
debe evitar atacarlos. Deben habilitarse canales que favorezcan la maduración de los jó-
venes y ofrecerles espacios que permitan que la violencia pueda transformarse en pala-
bra, y la palabra en pensamiento; nuestra sociedad aún no ha encontrado (ni tampoco se
dedica a buscar) fórmulas posibles para esta empresa sublimatoria. Tal vez esta tarea
pasa por “ir responsabilizando” cada vez más al adolescente en la elección de su presente
y de su futuro.
Violencias subjetivantes versus violencias desubjetivantes

Sabemos que el adolescente debe romper los lazos de atadura con los objetos primarios
y conquistar el mundo exterior (salida exogámica). Este proceso de crecimiento es acom-
pañado con momentos regresivos de anhelo de retorno al vientre materno y a la depen-
dencia infantil; este movimiento regresivo de atrapamiento en la madre fálica aterra tanto
al varón como a la mujer y es una de las causas de la violencia adolescente: no hay ma-
nera de romper la atadura sin algún tipo de acción virulenta. Si el ejercicio de esta vio-
lencia es limitado, articulado con Eros y no daña gravemente al objeto de amor, es decir,
mientras que el ataque al objeto pueda repararse, debe ser entendida como parte del pro-
ceso de subjetivación. Cuando la violencia es excesiva, cuando se pierde la relación de
identificación con el otro, cuando no existe posibilidad de reparación alguna, la violencia
tiende a desestructurar al sujeto, a impedir el desarrollo de la complejidad psíquica.
Este ejercicio necesario y limitado de actividades violentas durante la adolescencia
puede verse en situaciones deportivas habituales, en alguna pelea en el colegio, o aun en
la típica “manteada” en los cumpleaños. También pueden ejercerse a través de la deposi-
tación identificatoria en algunos personajes televisivos y, desde ya, en los videojuegos.6
En todas estas situaciones se articulan miedos castratorios y defensas más o menos vio-
lentas contra el agresor.
Cuando el ataque que realiza el joven es demasiado violento, se corre el riesgo de que
aparezcan procesos desobjetalizantes y desubjetalizantes. Sea antes de ejercer el acto
violento, sea después como efecto de la culpa, el riesgo es retirarle humanidad al agredi-

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VIOLENCIA EN LA ADOLESCENCIA: APUNTES SOBRE ¿UN JOVEN ASESINO? 479

do; en este proceso de no reconocimiento del otro como sujeto de pleno derecho, el vio-
lento debe escindir su psiquismo perdiendo conjuntamente algo de su subjetivación. Si
ahora pensamos en la adolescencia y en la inevitable y necesaria regresión narcisista de
esta etapa, descubriremos que por momentos todos los jóvenes pueden perder el reco-
nocimiento del otro como alguien diferente y centrar toda la libido sobre sí mismos o sobre
objetos idealizados; se trata de momentos donde los jóvenes son particularmente vulne-
rables a pensamientos fanáticos.
En el caso clínico que he de presentar se verá cómo un hecho de violencia arrasó con
la subjetividad de un joven de 15 años y las dificultades para articular inmadurez y respo-
nabilidad.

Material clínico

“Según las estadísticas más fidedignas y recientes, la gran mayoría de los delin-
cuentes (más de cuatro quintos) no presenta ninguna afección psiquiátrica definida
ni difiere de manera perceptible del conjunto de la población. Tanto es así, que no
es legítimo hablar de ‘personalidad criminal’. En cambio, nada impide hablar de ‘ac-
titudes criminales’, dando por sentado que si bien son más pronunciadas en algu-
nos, existen de modo difuso en los no criminales.”
Daniel Lagache

Manuel, a quien vi por primera vez a los 10 años, sufría de encopresis. Era un niño neuró-
tico sumamente rígido y obsesivo. A poco de iniciar su tratamiento, los síntomas esfinte-
rianos cedieron. Buen alumno, sin grandes problemas de aprendizaje.
Manuel era el mayor de tres hermanos; le seguían una nena y un varón con dos años
de diferencia entre cada uno de ellos. El padre, de fuertes rasgos obsesivos, estaba largo
tiempo fuera de su casa por cuestiones laborales. La madre, cuando Manuel tenía 4 o 5
años, comenzó a padecer una patología neurológica de difícil tipificación que terminó
siendo diagnosticada como una esclerosis múltiple (cuando digo de las dificultades del
diagnóstico se debe a que faltaban algunos parámetros médicos que certificaran la pato-
logía orgánica y yo sospechaba, más allá del saber médico, un intenso componente psí-
quico, una especie de conversión en una histeria muy grave). Lo concreto es que en el
momento de la primera entrevista ella estaba en silla de ruedas y resultaba claro que no
hacía ningún esfuerzo por superar o remediar su parálisis. Frente a su invalidez, la madre
presentaba la “belle indifférence”, sin asomo de angustia o sufrimiento. Esta situación fa-
miliar, una madre paralítica y narcisista y un padre físicamente ausente, dejaba a los niños
solos y a cargo del personal doméstico.
Manuel era un niño cerrado, prácticamente no hablaba y mostraba grandes dificulta-
des para jugar. Prefería las actividades regladas, y, cuando le proponía algún otro tipo de
juego, exhibía poco interés y escasa capacidad lúdica con propensión a repetir el mismo
juego sin aportar cambios; también se enojaba mucho si perdía y abandonaba la contien-
da. Muy celoso de sus hermanos, siempre se generaban situaciones violentas donde
Manuel terminaba golpeándolos. Era muy cuidadoso con sus pertenencias y no las pres-
480 JOSÉ RICARDO SAHOVALER

taba; tendía a coleccionar figuritas, marquillas de cigarrillos, etcétera. En las sesiones fa-
miliares se desesperaba si yo llegaba a destinar alguna mirada a sus hermanos; todas las
atenciones y todos los beneficios debían estar dirigidos hacia él, quien claramente con-
seguía un lugar privilegiado dentro de la familia nuclear y de la ampliada (la demanda de
mi atención exclusiva no tenía que ver con la relación transferencial entre nosotros sino
con celos patológicos). La madre se había ubicado en el lugar de la abeja reina esperan-
do ser atendida y, especularmente, Manuel también reclamaba desde un lugar principes-
co tener más y mejores cosas que el resto. Los hermanitos se amoldaban como podían a
esta situación sin llegar a hacer una alianza entre ellos: los dos estaban pendientes de los
deseos del hermano mayor, quien dividía para reinar.
El tratamiento duró cerca de 18 meses con largos intervalos debido a las ausencias
paternas que impedían que el niño concurriese regularmente a sesión. Instrumenté un en-
cuadre heterodoxo que combinaba sesiones individuales, sesiones familiares y horas de
juego con los tres hermanos. También realicé entrevistas con los padres. A lo largo de este
período, Manuel dejó la encopresis, pudo jugar un poco más y estar menos enojado con
sus hermanos. Intenté organizar el caos familiar y las cosas parecieron encauzarse bas-
tante: la familia se ordenó en horarios y funcionamiento, y el clima de convivencia se hizo
más armónico; pero también supe que no había logrado tocar ninguna estructura profun-
da en la personalidad de Manuel.
Recuerdo, claramente, la sensación de impotencia frente a la parálisis familiar que se
presentaba a mis ojos. Aparentemente nadie registraba lo que sucedía. La invalidez ma-
terna estaba totalmente desmentida: todos actuaban como si no existiese, paralizándose
todo el desarrollo familiar. Mientras el padre estaba en Buenos Aires se ocupaba de todo:
traía a Manuel a mi consulta, llevaba a los chicos al médico o se encargaba de los cum-
pleaños. También era el único que hablaba de la patología de su esposa y que se mos-
traba preocupado por los síntomas de su hijo. Cuando él se iba, todo volvía al estado de
quietud, de reposo tanático. La madre tenía una actitud adhesiva, epileptoide y me llama-

tretenimientos más jugados en los cyber-cafés son aquellos del género conocido como disparo en primera
persona (first-person shooter), esos que presentan un arma al pie de la pantalla para que el jugador la inter-
prete como propia y donde todo se ve como desde una cámara subjetiva. Así, los que se animan a estos jue-
gos no se ven a sí mismos en la PC. Sólo pueden percibir su arma que dispara hacia delante. Y los perso-
najes que se les acercan a todo vapor hacia la pantalla son la representación virtual de otros jugadores.
7. Green (1994) dirá: “La reacción terapéutica negativa nos enseña que las fijaciones al odio son mucho
más tenaces que las fijaciones al amor. Ello por dos razones. La primera es la convicción de haber sido des-
tituido de un amor al que uno tiene derecho como el aire que respira. En estas condiciones, es difícil resignar
un objeto sin desear obtener este amor hasta el final. La segunda razón es que el odio se acompaña de culpa”.
8. La defensa predilecta de Manuel y de todo el grupo familar fue la desmentida. Esta escisión horizontal
del yo, que comenzó como un acto conciente y con un propósito deliberado, se fue inconcientizando y, al cabo
de pocos meses, cuando yo traía el tema del asesinato era mirado como un extraterrestre que hablaba de
cosas inexistentes e incomprensibles.
9. La decisión de suspender el tratamiento surgió al descubrir que no había ningún deseo genuino de ha-
cerlo y que era parte de una estrategia legal para lograr la exculpación. Durante un tiempo intenté otorgar un
espacio donde Manuel pudiese encontrarse con un contexto distinto.

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VIOLENCIA EN LA ADOLESCENCIA: APUNTES SOBRE ¿UN JOVEN ASESINO? 481

ba por teléfono diariamente para contarme, gozosa, de sus dificultades para ir al kinesió-
logo o sus fantasías deliroides de trabajar. Por otra parte, mostraba un manifiesto descui-
do por su prole: permanecía el día en la cama, sin levantarse, sin dirigir a la empleada
doméstica, sin acompañar a sus hijos en ninguna de las tareas que, más allá de su inca-
pacidad motriz, podía realizar y que sus hijos necesitaban.
¿Y con Manuel qué? Me fue imposible romper la barrera oposicionista en este niño
fuertemente obsesivo. Imaginaba un niño sufriente, muy solo y temeroso de perder los lí-
mites corporales y yoicos. Entendía que su sufrimiento se expresaba en la retención falli-
da de la materia fecal (madre y padre heces) frente a adultos que permanentemente de-
saparecían, dejando sus lugares vacíos. Observaba cómo la rivalidad fraternal concen-
traba el odio contra los padres abandonantes y pensaba que acusaba a los hermanos de
ser los causantes de la parálisis materna. Veía cómo Manuel armaba una coraza carac-
terial anal, coraza de odio con la que me rechazaba e impedía que me acercara. Manuel
obtenía de su resentimiento y de su enojo la fuerza necesaria para enfrentar la vida (este
y otros pacientes me han enseñado que el odio y la venganza –modos de expresión de la
pulsión de muerte– son sostenes tan válidos como el amor para seguir viviendo).7
A lo largo del tratamiento intenté distintos tipos de intervenciones: desde simplemente
jugar, tratando de armar un espacio compartido, hasta señalar la tristeza o el enojo. Todo
resultó inútil; Manuel, detrás de su muralla defensiva, respondía con un cortante no. Las
sesiones eran profundamente aburridas y en ocasiones tenía que hacer un gran esfuerzo
por no dormirme; durante ese tiempo pensaba el letargo que me ganaba como efecto de
la defensa oposicionista (no llegué a pensarlo como producto del desinvestimiento masi-
vo que Manuel ejercía contra el mundo). El registro de una transferencia positiva fue mí-
nimo y predominaba una sostenida indiferencia, a veces interrumpida por algún episodio
de odio. Los celos que aparecían contra sus hermanos durante las entrevistas familiares
y de juego fraterno los pensé, en su momento, como efecto de la rivalidad especular y de
los celos patológicos y no de un interés genuino por mí.
Luego de este período y por dificultades económicas y organizativas decidimos sus-
pender el tratamiento. He de decir que yo también fui ganado por una especie de “paráli-
sis psíquica”: me resultaba imposible contactar con Manuel y el permanente rechazo de
este niño obsesivo me desalentaba. No lograba empatizar con él e identificación contra-
transferencial mediante vivía un intenso rechazo contra sus padres abandonantes y de-
samorados, especialmente contra su madre.
Cinco años después, como relaté anteriormente, me llamó el padre de Manuel deses-
perado: habían matado a la mucama de la casa a puñaladas (fue muerta de muchas puña-
ladas, al modo de un crimen pasional o epileptoide). Esta mujer llevaba tres o cuatro
meses en la casa y era recién llegada de un país limítrofe. El encuentro del cuerpo fue for-
tuito: llegado el padre de uno de sus viajes y caminando por el jardín, encontró un montí-
culo de tierra levantado, al removerlo con el pie descubrió, allí, enterrada a la empleada
que, supuestamente, había desaparecido varios días antes (en vistas de mantener el se-
creto profesional he de obviar otras informaciones referentes al asesinato). Por múltiples
indicios, la policía acusó al joven por el homicidio, quien quedó detenido bajo la custodia
de un juez de menores.
482 JOSÉ RICARDO SAHOVALER

Manuel estuvo más o menos dos meses en el calabozo de una comisaría a disposi-
ción del juez y fue liberado bajo tutela judicial y con la causa abierta. El padre realizó un
intenso trabajo para evitar que Manuel fuera trasladado a un instituto correccional por
temor a las consecuencias que esto conlleva (violencia física y sexual contra el joven in-
ternado). En síntesis, no había pruebas que lo incriminaran directamente, pero existían
fuertes sospechas que lo involucraban.
Junto con la acusación judicial vino la condena social. La escuela contabilizó las faltas
mientras estuvo detenido y lo dejó libre, ofreciéndole un pase; el club lo rechazó y tuvo
que dejar de pertenecer al equipo deportivo. Los vecinos dejaron de saludarlos y la fami-
lia fue apartada de toda la comunidad. Finalmente, tuvieron que mudarse a la Capital
(vivían en el Gran Buenos Aires), y, tan pronto dejaron la casa, ésta fue robada. En pocas
palabras, el contexto lo signó como el asesino y se encargó de expulsarlo (a él y a todo
el grupo familiar).
Siguiendo con la historia, la familia se instaló en la Capital y los padres se separaron.
La madre volvió a vivir con sus propios padres (su estado de invalidez se había vuelto cró-
nico e irreversible). El padre blanqueó su relación con una amante, la que empezó a con-
vivir con los tres chicos. Junto a ello, el padre perdió el empleo de viajante y consiguió otro
trabajo con ingresos mucho menores. La separación entre ambos progenitores comenzó
a transitar la senda legal con peleas y discusiones económicas.
Por recomendación judicial, Manuel recomenzó su tratamiento conmigo, el cual se ex-
tendió cerca de doce meses. Cuando volví a verlo, no pude dejar de preguntarme y pre-
guntarle si él la había matado. Su relato fue escueto: él era inocente, no sabía nada de lo
que había pasado, no sabía quién ni por qué la habían matado (hubo alguna referencia a
un novio). Contó su detención sin angustia ni pasión.
Me encontré frente a un problema clínico, teórico y ético. Me sentía tentado a averiguar
los hechos acaecidos. ¿Debía preguntarle insistentemente por lo que había sucedido
aquella noche, buscar en los intersticios del relato, desconfiar de lo que contaba? ¿Debía
investigar su participación en aquel asesinato? O por el contrario, ¿debía creerle, confiar
en su palabra o, a lo sumo, esperar a que se decidiera a contar su historia? ¿Era la vícti-
ma de una acusación injusta o el victimario que se escondía y mentía? Junto a estas cues-
tiones surgía la pregunta sobre mi lugar como psicoanalista: ¿cuál es nuestra función en
el develamiento de la verdad material? ¿Cuál es el valor de la realidad material en un aná-
lisis?
La idea de convertirme en un detective no me sedujo para nada. Decidí esperar sus
palabras y que descubriese que mi función no era la de acusarlo, que sólo me interesaba
él y su salud psíquica. No quería despertar su desconfianza ni comportarme como la po-
licía o el juez, quienes lo habían interrogado extensamente, pero al mismo tiempo no
podía dejar de preguntarme sobre qué había pasado. Mi ánimo era cambiante: me resul-
taba difícil imaginar a mi paciente como un homicida, pero la ausencia manifiesta de an-
gustia y sobre todo la falta de indignación y defensa frente a lo que él decía que era una
falsa acusación, lo señalaban como tal. Pensaba que debía ocuparme de la realidad psí-
quica, pero no podía dejar de lado la realidad material.
Manuel retomó en sus sesiones la tónica que había tenido su análisis previo: silencios,

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monosílabos, ausencias. Estaba decidido a hacer desaparecer el asesinato, la pérdida de


la familia, de la casa y del contexto, a través del silencio y la retracción; la desaparición
de todo la historia previa, incluyendo lo ocurrido, se operaba en las sesiones y me tenía
desconcertado. ¿Cómo forzar a alguien a hablar cuando está decidido a eliminar todo res-
quicio vital? Me encontraba no sólo ante un silencio verbal (situación más que habitual
para un analista), sino ante un silencio libidinal y afectivo: Manuel como sujeto estaba de-
sapareciendo. Me resultaba muy difícil cualquier tipo de empatía; si bien ahora no me
sentía aletargado, tenía ante mí una pared negra que no me devolvía ningún color. Como
en mi primer acercamiento a Manuel, todo resultó inútil.
Resolví tomar una posición más pasiva: observar y tratar de entender. Fui imaginando
un pacto mortífero entre la madre y mi paciente, aun cuando no sabía de ningún móvil para
semejante crimen. Pensaba en el deseo de asesinar a la madre desplazado a la emplea-
da doméstica. Pero entonces, ¿cuál era la participación materna en todo el suceso?
¿Acaso buscar un chivo expiatorio para preservarse? Me pregunté (y le pregunté) si con la
doméstica se había jugado algún tipo de excitación sexual en una suerte de confusión in-
cestuosa, pero no obtuve respuesta positiva.
Paulatinamente, “un todo cerrado” se fue organizando ante mis ojos sin que ninguna
de mis intervenciones permitieran cambiar nada: el mundo de mi paciente se fue trans-
formando en una cárcel fuera de la cárcel. Manuel, casi silente, sólo hablaba de la inser-
ción en el nuevo colegio y en su nuevo grupo de compañeros, pero con tal desafectiviza-
ción que resultaba un discurso vacío, hueco y profundamente depresivo. En varias opor-
tunidades regresó al antiguo barrio a visitar amigos y observar entrenamientos y partidos
de su deporte favorito, pero no fue bien recibido por sus antiguos amigos.
Llamativamente, era como si no notara lo que estaba ocurriendo y al mismo tiempo lo to-
maba con total naturalidad. Poco a poco se fue convirtiendo en una suerte de fantasma,
en una sombra. Las sesiones se fueron poblando, nuevamente, de llamadas telefónicas
de la madre que invadían el espacio; la mujer, descompensada, me llamaba insistente-
mente contándome las rencillas de la separación. Con relación a Manuel se mostraba
aparentemente amante, pero terminaba diciéndome que temía que el hijo le robara dine-
ro. Los chicos fueron espaciando los encuentros con la madre y resultaba claro el disgusto
de tener que ir a visitarla.
Por otro lado, comenzaron los conflictos entre la nueva mujer del padre y los niños, y
éste, paulatinamente, se fue convirtiendo en el carcelero de sus propios hijos. Los hora-
rios de salida se tornaron rígidos, hubo penitencias por cualquier falta menor y se exigió
que cada hijo denuncie al hermano ante la menor transgresión a las reglas familiares, se
racionalizó el uso del dinero, el que fue administrado con cuentagotas bajo la lógica de
premios y castigos. Fui viendo, asombrado, esta nueva estructura familiar: el padre y su

10. Ernest Jones (1983), en un interesante artículo sobre Hamlet, dirá: “Si la madre es infiel o lasciva, si
se muestra excesivamente sensual con su hijo (cometiendo así un incesto simbólico), el desarrollo de las ten-
dencias sociales del niño puede verse seriamente comprometido. A menos que se proteja por medio de la
aversión, la repugnancia, incluso por medio de la hostilidad real hacia la madre. La conducta materna provo-
ca en él una serie de emociones intolerables que ponen en peligro su vida o su salud mental. En el caso de
484 JOSÉ RICARDO SAHOVALER

nueva mujer como carceleros y los niños como presidiarios. Manuel y sus hermanos se
amoldaron sin protestas a vivir en una celda sin rejas. Mi paciente se tornaba cada vez
más en un joven apático y desinteresado. Su único deseo era el de disponer de dinero
para comprarse cosas. El estudio pasó a segundo plano. La escisión8 fue abarcando a
toda la familia: el asesinato, la separación de los padres, la pérdida de la casa, el barrio,
los amigos, fueron temas silenciados. Nadie hablaba de lo ocurrido, nada había pasado.
Por otra parte, ¿cómo sería para la familia convivir con un asesino? ¿Acaso los hermanos
estaban asustados? Durante los meses en que lo atendí, y aunque tuve entrevistas con
todos los miembros de la familia, no logré que nadie, salvo el padre en contadas ocasio-
nes, hablara del asesinato. El sistema carcelario que se autoimpusieron se fue cerrando
sobre ellos sin que ninguna intervención de mi parte pudiera modificarlo. Finalmente, de-
biéndome cinco o seis meses de honorarios, dimos por terminado el tratamiento.9
Con el tiempo me fui convenciendo de que Manuel la había matado y que el pacto ase-
sino abarcaba a toda la familia. No tengo, desde ya, ninguna prueba y en todas las opor-
tunidades que hablé con él del asesinato lo negó rotundamente. Supongo un deseo ma-
tricida10 de todos los hijos, deseo que se realizó desplazado sobre la empleada domésti-
ca. Sólo esta hipótesis explica la resignación pasiva de todos los hijos, la falta de repro-
che mutuo y el pacto de silencio. Desde ya, supongo a este pacto inconciente. Cabe pre-
guntarse por la participación materna en este desgraciado evento; me resulta difícil expli-
carla si no es pensándolo como una defensa personal para liberarse del odio que contra
ella estaba dirigido. El padre, convidado de piedra del asesinato, terminó ocupando el
lugar de carcelero, aquel que debía hacer pagar el crimen. Pude ir palpando el movimiento
de autocastigo inconciente que la familia se fue imponiendo. Día a día fueron ganados por
el silencio, el miedo, la desconfianza y el odio. Día a día el sistema de control interno se
fue intensificando hasta terminar por convertir cualquier contacto con el exterior, aun las
sesiones mismas, en peligrosas o subversivas. El padre, su nueva pareja y los niños se
adaptaron a esta suerte de cerrazón, autopunición, prohibición de preguntar, de hablar, de
cuestionar nada. Esta autoimposición familiar no fue por amor sino, todo lo contrario, por
la culpa inconciente compartida.
¿Qué pasó con Manuel? En lo manifiesto, nada. El silencio que se había impuesto se
fue apoderando de todo su mundo representacional y terminó por ser un adolescente os-
curo, triste, sin vida; el asesinato y la condena social intensificaron aquello que ya me había
mostrado durante su análisis infantil. Recuerdo claramente que de niño no mostraba ningún
sentimiento de empatía hacia sus hermanos: éstos eran como extraños. Ahora entiendo
que esta falta de empatía inicial le impidió desarrollar el sentimiento de “compasión” (en el
filme Los juicios de Nüremberg, definen el “mal” como la ausencia de compasión, es decir,
de registro del otro como un semejante humano).
En un solo momento a lo largo del año que lo atendí, se le iluminó la mirada, y fue
cuando se despertó su deseo por una joven un poco mayor, pero rápidamente se obligó
a apagarlo. Supuse, en ese momento, que los deseos sexuales estaban confundidos con
los deseos violentos y que la única manera de neutralizarlos era anulándose como suje-
to deseante. Este intento de aislar el núcleo violento, asesino, fue realizado por toda la fa-
milia al precio de caer en una suerte de desubjetivación que inundó a todo el grupo.

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VIOLENCIA EN LA ADOLESCENCIA: APUNTES SOBRE ¿UN JOVEN ASESINO? 485

Uno de los obstáculos que limitó mi capacidad operativa como analista fue el temor a que-
dar identificado con un investigador policial o con el juez. Este prejuicio me impidió preguntar
y averiguar todo lo posible sobre el acto violento. La realidad material estaba demasiado pre-
sente y al mismo tiempo silenciada, prohibida, e interfirió mi acercamiento a Manuel. En su
momento pensé que si todo el mundo lo suponía culpable había que considerarlo como tal e
investigar la culpa; ante la falta de registro conciente de la misma me aboqué a señalar la ne-
cesidad de castigo a la que se sometía él y todo el grupo familiar. Esta línea de intervención
no fue exitosa.
Intenté avanzar pensando el asesinato en un nivel fantasmático como deseo de matrici-
dio (con la consiguiente culpa inconciente y necesidad de castigo). Estas intervenciones
tampoco tuvieron efectividad alguna. Ahora pienso que la discriminación entre la vivencia
real acontecida de un asesinato y la fantasía asesina a través de una indagación minuciosa
hubiese sido importante: ello me habría permitido abordar el tema de la responsabilidad y
de lo punible de nuestros actos de una manera diferente.
Pienso que mi propio límite estuvo en una contraidentificación con el padre: ¿cómo ima-
ginar a un hijo propio como un asesino? ¿Cómo atender a un paciente sin ese mínimo de em-
patía que nos identifique con él? Seguramente, la represión de mis deseos homicidas ope-
raron como límite en mi capacidad empática. Esta identificación con el padre que “queriendo
lo mejor para su hijo” trató de evitar el reformatorio y terminó por trasladarlo a su propia casa,
me llevó a “desear lo mejor para mi paciente” y, temiendo convertirme en alguien persecuto-
rio, postergué intervenciones que lo incriminasen directamente a la espera de una mejor opor-
tunidad.
Las palabras de Lagache que encabezan este apartado, señalan que cualquiera
puede ser un asesino. Acuerdo plenamente con ello. El asunto a dilucidar en un análisis
es cómo hacerse responsable de éste como de cualquier otro de nuestros actos. Ahora
veo cómo se repitió, desde ya que con mayor dramatismo, el fracaso de su análisis in-
fantil en esta segunda etapa adolescente: ni sus padres, en un primer momento, ni
Manuel luego, quisieron hacerse cargo de las responsabilidades que les competían ni de
los hechos cometidos. ¿Qué habría pasado si Manuel se hubiera podido hacer cargo de
su culpa, si hubiera asumido su responsabilidad frente a lo acontecido y pagado, de al-
guna manera, su deuda social? No lo sé, aunque creo que, tal vez, pagando el precio de
un mayor sufrimiento manifiesto, a la larga, todo hubiese marchado mejor. Sostengo que
la situación de la violencia en la adolescencia es distinta que en la adultez debido a la
“inmadurez juvenil”, y que esta suerte de “moratoria juvenil” debe ser respetada; sin em-
bargo, también creo que es necesario que cada joven se haga responsable de los actos
que realiza como única manera de procesar el sentimiento de culpa. Cuál es la forma so-
cial más pertinente para sostener ambos cometidos es algo que no sé. Louis Althusser
(1993), en su libro El porvenir es largo, relata el asesinato de su esposa y la problemáti-
ca social y personal de la ininputabilidad del crimen. Dice de su necesidad de seguir sien-
do considerado dentro del conjunto de los hombres y que el haberlo declarado “loco” lo
marginó del colectivo social. Allí señala: “El destino del no ha lugar es, en realidad, la losa
sepulcral del silencio”. Manuel y el conjunto familiar decidieron el destino del sepulcro.
486 JOSÉ RICARDO SAHOVALER

Resumen

El presente trabajo aborda la violencia física en la adolescencia. Luego de reflexionar sobre el en-
trecruzamiento individual y social de la violencia y de señalar las dificultades desde el campo psi-
coanalítico para abordar tal fenómeno, el autor intenta mostrar las distintas determinantes que la
desencadenan. Hace particular hincapié en distinguir las violencias subjetivadas de las violencias
que tienden a la desubjetivación del individuo. Señala el lugar de la violencia física en la estructu-
ración del psiquismo infantil y adolescente y marca la necesariedad de tal tipo de conducta. Así
mismo, avanza sobre los modos sociales e individuales del control de la agresividad física.
Finalmente, el autor relata parte del historial de un adolescente acusado de asesinato.
Presenta el análisis infantil y el realizado cinco años después. Señala los deseos matricidas y el
efecto de la culpa dentro del contexto familiar e individual. Por último, concluye con una serie de
interrogantes acerca del problema de la responsabilidad en la adolescencia.

DESCRIPTORES: ADOLESCENCIA / VIOLENCIA / ASESINATO / MATRICIDIO / RESPONSABILIDAD / FAMILIA


Summary
VIOLENCE IN ADOLESCENCE: NOTES ON A “YOUNG MURDERER”?

This paper addresses the physical violence in adolescence. After pondering on the issue of the in-
teraction between individual and social violence and pointing out the difficulties to approach such
phenomena from the psychoanalytical point of view, the causes that determine and unleash vio-
lence are shown. In particular, the paper distinguishes the subjective from the un-subjective violen-
ce of the individual. The role of physical violence in the child and adolescent psyche structure is in-
dicated in the paper as well as the unavoidability of that type of conduct. Likewise, the paper co-
vers the social and individual ways for controlling physical aggresiveness.
Finally, the paper narrates portions of the story of an adolescent accussed of murder. The ado-
lescent’s analysis is addressed at the moment of the event and again five years later. The paper
shows matricied desires and the effect of guilt within the individual and family context. It concludes
with a series of questions about the problem of responsibility in adolescence.

KEYWORDS: ADOLESCENCE / VIOLENCE / MURDER / MATRICIDE / RESPONSABILITY / FAMILY

Bibliografía

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propios impulsos. El conflicto tomará entonces la dirección clásica indicada en el esquema edípico: asesina-
to del padre y apoderamiento de la madre. Los temores así provocados, el sentimiento de su culpabilidad,
pueden llegar a ser más grandes que su capacidad de resistencia y no dejar más que una última posibilidad:
la de poner fin a la conducta de su madre, permitiendo que su justo resentimiento desemboque en la conclu-

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(Este trabajo fue presentado al Comité Editor el 19 de marzo de 2003; su primera revisión tuvo lugar el
11 de septiembre de 2003, y ha sido aceptado para su publicación en la REVISTA DE PSICOANÁLISIS el 23 de di-
ciembre de 2003.)

sión lógica del asesinato. Probablemente sea la explicación de la mayoría de los matricidios”.
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